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Slater se mantuvo junto a la ventana del vestíbulo y observó el carruaje hasta que desapareció entre la niebla. El frío se había extendido por su interior. La estaba perdiendo.
«Nunca ha sido tuya. No puedes perderla.»
Sin embargo, la lógica no lo ayudó a alejar la noche eterna que amenazaba con apoderarse de sus sentidos. Siempre estaba allí, al acecho. El tiempo que pasó en las grutas del templo de la isla de la Fiebre le había pasado factura. El año transcurrido en el monasterio le había enseñado autodisciplina y también los peligros que conllevaban las pasiones exaltadas. En su mayor parte, había aprendido a controlar la fuerza de su temperamento. Los Principios de los Tres Caminos le habían proporcionado un sistema estructurado y un control que casaba con su naturaleza. Había descubierto lo que algunos denominaban una «llamada» y la había perseguido de forma implacable, acicateado por la búsqueda de la respuesta a una pregunta que aún no entendía.
Creía que había sellado la paz con la oscuridad. Salvo por el catártico y ocasional arrebato de violencia, había asumido el papel de observador. Incluso durante los escasos momentos de alivio sexual, una parte de sí mismo siempre se mantenía alejada, observando.
Pero Ursula había interferido con el orden cuidadosamente construido y equilibrado de su mundo. Lo había hecho desear más. Y el deseo era la fuerza más peligrosa de todas.
Webster carraspeó para expresar su desaprobación.
—¿Necesita algo más, señor?
—No, gracias —respondió.
Se volvió, dándole la espalda a la ventana, regresó a la biblioteca y cerró la puerta. Siguió de pie a solas durante un tiempo, atento al silencio mientras recordaba la primera impresión que le produjo Ursula Kern. Iba vestida de negro de la cabeza a los pies, pero la oscuridad de su atuendo solo servía para resaltar el rico tono cobrizo de su melena pelirroja.
Jamás olvidaría el momento en el que se levantó el velo y se lo colocó en el ala del elegante sombrerito de viuda, revelando un rostro de expresión inteligente y fascinante por el brillo feroz de sus ojos verdes, una voluntad férrea y un enérgico temperamento.
Supo al instante que era una mujer con carácter. Había saboreado esa certeza de una manera que ni siquiera alcanzaba a describir. «Como una polilla fascinada por su llama», pensó. Percibía que se trataba de una mujer que comprendía la importancia de los secretos. Parte de él esperaba que dicha mujer llegara a entender y a aceptar a un hombre que también guardaba sus secretos.
La prensa especulaba de forma descabellada sobre lo que había estado haciendo durante los últimos años. Algunos afirmaban que había estudiado los misterios arcanos de las tierras lejanas y había aprendido extraños y exóticos secretos. Había rumores que aseguraban que había descubierto asombrosos tesoros. Otros artículos insistían en que la experiencia vivida en la isla de la Fiebre lo había desquiciado; lo había vuelto loco.
En general, tanto la prensa como la alta sociedad habían llegado a la conclusión de que había regresado a Londres con el fin de vengarse.
No todos los rumores sobre su persona eran falsos.