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La luz de la lámpara brillaba sobre las teselas azules del suelo, pero hacía bien poco por despejar las sombras que reinaban en la estancia.

Slater se encontraba en la entrada del laberinto. Siempre comenzaba formulando la pregunta correcta. El problema era que no estaba acostumbrado a formular preguntas sobre sus emociones. Era más sencillo enterrar esas poderosas sensaciones, tal como le habían enseñado en el monasterio. Una vez desatadas, era imposible predecir adónde podrían llevarlo. La ira podría convertirse en rabia. El deseo podía inducir a un hombre a pasar por alto la lógica con la esperanza de aferrarse a la volátil promesa de la pasión. El miedo podía generar fácilmente un pánico destructivo. La desesperación podía conducir al abandono de las responsabilidades.

El amor era la emoción más peligrosa de todas. Pero también la más poderosa.

En ese momento, supo que no necesitaba caminar por el laberinto. La pregunta estaba clarísima. Al igual que la respuesta.