13
Era cerca del mediodía cuando Pitt regresó a Cardington Crescent. La euforia de haber atrapado a Clarabelle Mapes se había esfumado, y a la cálida luz del día recordó que había ido a Tortoise Lane para averiguar qué había llevado allí a Sybilla March. Y no sabía nada. Por más preguntas que le hiciera, Clarabelle no soltaba nada más, y los niños de la casa no habían visto nunca a una dama como Sybilla.
El mayordomo le hizo pasar y Pitt le pidió que fuera a buscar a Charlotte. Se le permitió esperar en la salita. Era una habitación asfixiante, con sus cortinas medio echadas y sus crespones negros ondulando por doquier como telarañas manchadas de hollín.
Charlotte entró vestida de un elegante color lavanda; Pitt recordó vagamente que la prenda era de tía Vespasia, un poco modificada en el pecho para que le ajustara. Vespasia nunca vestía de negro, ni siquiera en un entierro.
Charlotte estaba pálida y tenía ojeras de cansancio. Pero su rostro se iluminó al verle, y eso a Pitt le alegró. Dondequiera que ella estuviese, él se sentiría como en casa.
—Thomas, me alegro tanto de tenerte aquí —dijo ella—. Todo se ha complicado. Nos miramos los unos a otros pensando cosas horribles que no nos atrevemos a decir. —Fue a cerrar la puerta y se quedó apoyada contra ella, mirando a Pitt, mordiéndose los labios, las manos apretadas—. No fue Tassie. Descubrí lo que hace por las noches, a dónde va y por qué vuelve con salpicaduras de sangre.
Una cólera ciega acometió de repente a Pitt, a causa del miedo, no sólo por ella sino por sí mismo, miedo a perder lo más preciado, aquella seguridad profunda y cálida que sustentaba todos sus sueños, toda su valentía.
—¿Qué…? —exclamó.
Ella cerró los ojos:
—No grites, Thomas.
Pitt la cogió del brazo, apartándola de la puerta y poniéndola frente a él en mitad de la habitación. La estaba haciendo daño y lo sabía.
—¿Que has hecho qué? —repitió con fiereza. El hecho mismo de que Charlotte se hubiera quedado contra la puerta en vez de ir hacia él y darle un beso, de que ella no hubiera reaccionado con justa rabia, significaba que era consciente de su culpa—. ¡La has seguido! —la acusó Pitt con absoluta certidumbre.
Charlotte abrió mucho los ojos; no le estaba pidiendo disculpas.
—Tenía que averiguar a dónde iba —explicó—. ¡Tassie se dedica a ayudar a parturientas! Hay muchas mujeres pobres o solteras, muchachas apenas, que no pueden pagar una comadrona. Por eso mueren tantas, Thomas. Lo que hace es maravilloso, y la gente la aprecia de veras.
El enfado de Pitt era tan grande que le impidió sentirse satisfecho por la inocente conducta de Tassie, y eso que él había imaginado cosas horrorosas. Sin darse cuenta estaba zarandeando a Charlotte.
—¿La seguiste a casa de una mujer, tú sola, de noche? —continuaba gritando—. ¡Insensata! ¡Tassie podía haberte llevado a cualquier parte! ¿Y si ella hubiera asesinado a la mujer cuyo cuerpo apareció en Bloomsbury en esos malditos paquetes? ¡Podrías haber sido la siguiente víctima! —Estaba tan furioso que habría acabado abofeteándola, como se hace al hijo que acaba de escapar de las ruedas de un coche. Entre la oleada de alivio uno imagina el peligro apenas evitado. El recuerdo de Clarabelle Mapes y el laberinto del que había salido hacía tan poco eran más fuertes que la realidad de aquella casa acogedora y civilizada—. ¡Eres una tonta, una irresponsable! ¿Tendré que encerrarte en casa para poder salir con la seguridad de que te comportarás como una persona adulta?
Lo que había empezado en Charlotte como culpa fue superado ahora por una sensación de agravio. Pitt estaba siendo injusto y ella se enfadó.
—Me haces daño —dijo con frialdad.
—¡Mereces que te azoten! —replicó él.
Ella reaccionó propinándole una patada en la espinilla. La sorpresa hizo que Pitt la soltara, y Charlotte retrocedió rápidamente.
—¡Ni se te ocurra tratarme como a una niña, Thomas Pitt! —dijo furiosa—. No soy una de tus señoritas melindrosas, que no dan golpe en todo el día y se las puede mandar a su cuarto cuando no te gusta lo que dicen. Emily es mi hermana, y no la colgarán por matar a George mientras pueda hacer algo para evitarlo. Tassie está enamorada de Mungo Haré, el coadjutor de Beamish, y piensa casarse con él. Mungo le ayuda en los partos.
Pitt se aferró al único ejemplo de lógica y dominio masculino que se le ocurrió.
—Su padre no se lo permitirá. Jamás.
—¡Te equivocas! Le he prometido a Eustace que tú no mencionarás su aventura con Sybilla si él accede, en caso contrario ya me ocuparé yo de que se entere toda la buena sociedad. Tassie conseguirá su bendición, eso te lo aseguro.
—¿Ah, sí? —Pitt estaba encolerizado—. ¡Das muchas cosas por sentadas! ¿Y si yo decido no cumplir esa promesa que tan graciosamente le hiciste en mi nombre?
Charlotte pareció indecisa. Luego le miró a los ojos.
—Entonces Tassie no podrá casarse con Mungo, porque no es un hombre socialmente aceptable y no tiene dinero —dijo de modo terminante—. Seguirá soltera y viviendo en esta casa, cautiva de esa anciana egoísta, haciéndole compañía hasta que se muera, y luego lo mismo con su padre. O eso o casarse sin estar enamorada.
No precisaba añadir que era lo que podía haberle pasado a ella misma si su padre no hubiera sido más tolerante que Eustace y su madre no hubiera apoyado su causa con firmeza. Pitt lo sabía y eso le privó de la justificación que necesitaba. Charlotte había hecho exactamente lo que él habría deseado; era el hecho de que se le hubiera adelantado lo que le enfurecía, no la cosa en sí. Pero manifestarlo así habría sido absurdo; de hecho, lo absurdo era la queja.
Optó por cambiar de tema y jugar su mejor carta:
—He resuelto el asesinato del cadáver que apareció en el cementerio de Bloomsbury. Y he detenido a la asesina tras una persecución. Tengo pruebas suficientes para que la cuelguen.
Charlotte quedó impresionada, y su asombro y su admiración se reflejaron en su rostro.
—Pensaba que sería imposible —dijo con sinceridad—. ¿Cómo lo has conseguido?
Pitt se sentó en el brazo de una butaca de piel. Le dolía todo el cuerpo tras los golpes recibidos en la persecución de Clarabelle Mapes.
—La asesina tenía una granja de niños.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Qué?
—Una granja de bebés. —No le agradó tener que darle detalles, pero ella quería saber más—. Una mujer pone anuncios discretos diciendo que le encantan los niños y que se ofrece para cuidar a cualquier bebé cuya madre, por circunstancias de mala salud o lo que sea, no pueda hacerlo. Se dice también que los niños enfermos son bienvenidos y que serán criados como hijos propios. Se solicita, por supuesto, una pequeña suma de dinero para cubrir la manutención.
Charlotte estaba pasmada.
—Muchas mujeres quisieran valerse de un servicio así. Suena a beneficencia. ¿Por qué lo dices con repulsión? Muchas mujeres tienen que trabajar y no pueden criar a sus hijos, sobre todo si son sirvientas y el hijo es ilegítimo… ¿Por qué, Thomas?
—Porque la mayoría de ellas, como Clarabelle Mapes, aceptan el dinero de las madres y luego dejan que los más débiles mueran de hambre (cuando no los matan por su propia mano) en vez de emplear el dinero en cuidados. A los fuertes y guapos los venden. —Advirtió la expresión de Charlotte—. Lo siento. Tú me has preguntado.
—¿Qué pasó en Bloomsbury? —dijo ella tras un momento de silencio—. ¿La víctima era madre de algún niño asesinado y descubrió la verdad?
—De una niña que fue vendida.
—Ah. —Charlotte se quedó sin moverse y él no la tocó. Al final le tendió una mano—. ¿Cómo es que fuiste allí? —preguntó ella al fin.
—La dirección estaba en el librito de Sybilla.
—¿De la granja de bebés? Eso es ridículo. ¿Por qué?
—Lo ignoro. No he podido averiguarlo. Supongo que Sybilla la consiguió para alguna sirvienta suya o de alguna amiga. No creo que nadie de su círculo necesitara un servicio semejante. Aunque tuvieran un hijo ilegítimo, buscarían otra clase de solución; un pariente en el campo, un criado viejo que se hubiera retirado a casa de su hija.
—Sería una criada —corrigió Charlotte—. O es que conocía a la mujer por alguna otra razón. Pobre Sybilla.
—Tampoco eso me sirve para averiguar quién la mató ni por qué.
—Seguro que se lo preguntaste a la mujer, ¿no?
Pitt soltó una risita gutural.
—No has visto a Clarabelle Mapes, de lo contrario no lo preguntarías.
—¿Tienes idea de quién mató a George? —Le miró con ansiedad y ojos de temor.
Él reparó de nuevo en su aspecto de cansancio y preocupación. Le acarició la mejilla.
—No, amor mío. Sólo quedan William, Eustace, Jack Radley y Emily; a menos que lo hiciera la anciana, cosa que no me atrevo a pensar. Créeme que lo he intentado, pero no se me ocurre quién pudo hacerlo.
—¡Has incluido a Emily!
Pitt cerró y abrió los ojos con desconsuelo, lentamente.
—No me queda otro remedio —dijo.
Ella sabía que era cierto, no valía la pena discutir. Unos golpes en la puerta le ahorraron la necesidad de replicar.
Era Stripe, con cara de disculpa y una nota en la mano.
—Lo siento, señor. El médico de la policía le manda esto. No tiene sentido.
—Deme. —Pitt cogió la nota y la leyó.
—¿Qué es? —inquirió Charlotte—. ¿Qué dice?
—En efecto, fue estrangulada —respondió Pitt—. Con su propio cabello. Un método eficaz. —Charlotte se estremeció y Stripe se mordió el labio—. Pero Sybilla no estaba embarazada.
Charlotte se quedó de piedra.
—¿Estás seguro?
—¡Pues claro! —dijo él—. No seas idiota. Esto lo ha escrito el médico que hizo la autopsia. ¡En esas cosas no se equivoca uno!
Charlotte hizo un visaje como si hubiera recibido un puñetazo y se llevó las manos a la cara.
—Pobre Sybilla. Seguramente lo perdió y no se atrevía a contárselo a nadie. Cómo debió odiar a Eustace, todo el día hablando de lo maravilloso que era que finalmente le diese a William un heredero. No me extraña que ella le mirara con tanto odio. ¡Y esa anciana espantosa lanzando arengas sobre la familia! Dios mío, ¡cuánto daño podemos hacer a las personas!
Pitt miró a Stripe, el cual estaba incómodo ante un tema tan íntimo, y se dio cuenta de que aquello era un mar de dolor que él apenas comprendía.
—Gracias —asintió Pitt—. Creo que eso no nos ayuda y no veo razón para decírselo a la familia. Sólo causaría molestias innecesarias. Guardémoslo en secreto.
—Sí, señor. —Stripe se retiró con el alivio en su cara.
Charlotte sonrió. No necesitaba elogiarle; él lo sabía sin necesidad de que ella dijese nada.
El almuerzo fue tan triste como el desayuno. Emily decidió bajar al comedor más como un desafío que porque lo juzgara preferible a comer sola en su cuarto. Por otro lado tenía la creciente convicción de que el cerco se cerraba en torno a ella, y que si no lo solucionaba por su cuenta la acusarían de asesinato.
Charlotte le había contado la persecución de Tassie y el secreto de sus excursiones nocturnas. Un parto difícil podía parecer muchas veces, a la luz de una lámpara, el escenario de una carnicería. ¡No era de extrañar que Tassie, aparte de las manchas de sangre, hubiera tenido aquella expresión de sereno placer! Había presenciado el inicio de una vida nueva, el último acto en la creación de un ser humano. ¿Qué podía estar más lejos de la locura que habían sospechado en ella?
Thomas había acudido por la mañana, y después de hablar con Charlotte se había marchado sin dar explicaciones ni, aparentemente, proseguir con la investigación. Aunque para ser justa con él, Emily no veía qué otra cosa podía haber preguntado.
Los miró a todos con los ojos bajos, para que nadie lo notara, mientras jugueteaba con un trozo de pollo hervido. Tassie estaba más calmada, pero había en ella un fulgor de felicidad que la conciencia de las penas ajenas no conseguía extinguir. Emily sintió que se alegraba por ella, aunque también experimentaba una punzada de envidia. Luego tuvo una clara sensación de alivio al pensar que no había razón alguna para sospechar de Tassie, ni en la muerte de George ni en la de Sybilla. Emily nunca había querido pensar que Tassie fuera culpable; se había visto forzada a ello tras el extraordinario relato de Charlotte sobre el episodio de la escalera. Ahora esto quedaba explicado del mejor modo imaginable.
En un extremo de la mesa, con su níveo mantel y la fina cubertería georgiana pero sin flores pese a que el jardín era una explosión de color, la anciana March estaba sentada con el semblante severo, de negro y mirando al frente con sus ojos azules de pez. Seguramente desconocía aún la intención de Tassie de casarse con el coadjutor y la subsiguiente capitulación de Eustace, y más todavía sus motivos para hacerlo. Y sin duda ignoraba las excursiones nocturnas de Tassie. De lo contrario, habría habido en su ánimo mucho más que un frío disgusto y, detrás de aquella glacial expresión, tal vez un miedo sofocado. Después de todo, uno de los presentes había cometido dos asesinatos. Ni Lavinia March podía fingir que una fuerza extraña hubiera invadido la casa; era algo que formaba parte de ellos.
Pero parecía estar sola en su propio sufrimiento; eso no la había impulsado a ablandarse, a tratar de comprender los miedos de los demás. Emily era consciente de que ésa era quizá la mayor tragedia, más allá de la necesidad de aceptar piedad o compasión: la incapacidad de sentirla. Y sin embargo no conseguía sentir compasión por aquellos que no la daban nunca.
Le habría encantado poder creer que la anciana era culpable de asesinato, pero no concebía por qué razón podría haberlo hecho, ni había prueba alguna que así lo sugiriera. La señora March era la única persona de la casa cuya culpabilidad no le habría causado desdicha. Emily se devanaba los sesos buscando algo que apoyara esa suposición, pero sin lograrlo.
Como si hubiera leído sus pensamientos, la anciana levantó la vista de su plato y la miró fríamente.
—Supongo que tras el funeral de mañana regresarás a tu casa, Emily —dijo con las cejas levantadas—. Presumiblemente la policía no tendrá dificultad para encontrarte allí, ¡aunque cualquier otra cosa parezca fuera de su alcance!
—Sí, desde luego —respondió secamente Emily—. Es en beneficio de la policía que me he quedado aquí tantos días, y para dar muestras de solidaridad familiar. No hace falta que el resto de la buena sociedad sepa lo poco simpáticos que nos caemos mutuamente o lo incapaces que somos de consolar a los demás. —Bebió un sorbo de vino—. Aunque no sé por qué dice que la policía no sabe resolver asesinatos. —Utilizó la horrible palabra adrede y le agradó ver que la anciana daba un respingo—. No hay duda de que saben muchas cosas que por alguna razón han preferido no contarle. Es difícil que confíen en nosotros. Al fin y al cabo, si arrestan a alguien será a uno de los presentes.
—¡Vaya! —intervino Eustace colérico—. Recuerda quién eres, Emily. Esos comentarios sobran.
—¡No seas tonto! —le espetó la anciana—. Tiene que ser por fuerza uno de nosotros. —Le temblaba tanto la mano que el vino desbordó de su vaso y manchó el mantel—. Fue Emily, y si tú no lo sabes, Eustace, ¡entonces eres el único que no se ha enterado!
—Estás diciendo tonterías, abuela. —William habló por primera vez desde que habían entrado en el comedor. De hecho, que recordaran Emily o Charlotte, tampoco había dicho nada en el desayuno. Tenía un aspecto fantasmal, como si la muerte de Sybilla le hubiera arrebatado toda la vitalidad. Charlotte había dicho que temía que pudiera desmayarse en el funeral, tan demacrado le había visto.
La anciana se encaró a William, pero al ver su expresión se contuvo.
—Yo no sé si fue Emily —prosiguió William—. El móvil de los celos que le adjudicas también podría valer para mí, aunque en realidad no sea así. La aventura de George con Sybilla había sido meramente trivial y además tocaba a su fin, cosa que Emily y yo sabíamos. Tú tal vez no, claro que tampoco era asunto tuyo. —Tomó un sorbo de agua; tenía la voz ronca, como si le doliera la garganta—. Y el otro móvil que apuntabas, el que ella se hubiera encaprichado de Jack, bueno, si bien es bastante creíble, Emily no hubiera sido ni mucho menos la primera conquista de Jack…
—¡William! —gritó Eustace, descargando la mano sobre la mesa con la intención de hacer mucho ruido—. Esta conversación es de muy mal gusto. Todos estamos dispuestos a dejar que te desahogues un poco, ¡pero esto es insoportable!
William le miró a su vez con absoluto desprecio, brillantes los ojos, la boca apretada con una violenta emoción largo tiempo contenida.
—El gusto es una cosa muy personal, padre. Muchas de vuestras conversaciones me parecen de tan mal gusto como cualquier cosa que yo haya podido decir jamás. A menudo tu hipocresía me resulta casi tan obscena como esas postales vulgares de mujeres desnudas. Ellas al menos son sinceras.
Eustace boqueó, pero no consiguió contener la ira. Era consciente de que Charlotte le observaba, porque ella había adelantado un pie por debajo de la mesa para darle en el tobillo. La ridícula escena en la habitación de Sybilla no se le iba de la memoria. Eustace apretó los dientes y guardó silencio.
—Pero yo no lo veo móvil suficiente para un asesinato —prosiguió William—. Ella habría podido conseguir a Jack si lo hubiera querido, y no hay pruebas de que así fuera. Mientras que, en cambio, si él la hubiera querido a ella o, para ser más exacto, hubiera querido el dinero de George, que ella va a heredar, entonces él sí tenía una excelente razón para asesinarle.
Emily estaba rígida, y muy consciente de que tenía a Jack Radley a su lado, de que se había puesto rígido en su silla. Pero ¿de qué? ¿De miedo, de culpa, de vergüenza? A veces colgaban a gente inocente. Ella misma tenía miedo de eso; ¿por qué no iba a tenerlo él?
Pero William no había terminado.
—Yo me inclino por papá —continuó—. Él tenía excelentes motivos, de los cuales, por si fuera inocente, no pienso hablar.
Se produjo un silencio absoluto. Vespasia dejó sus cubiertos sobre la mesa, se llevó delicadamente la servilleta a los labios y luego la dejó a un lado. Miró a William y después al mantel, pero no dijo nada.
Eustace estaba muy pálido y Charlotte pudo ver que tenía los puños apretados sobre el regazo. Las venas de su cuello pulsaban, pero tampoco él dijo nada.
Tassie se tapó la cara. La señora March estaba más que enrojecida, pero por alguna razón temía romper el silencio. Tal vez no tenía palabras para expresar lo que sentía.
Jack Radley parecía abatido y desconcertado; era la primera vez que Charlotte veía su semblante totalmente descompuesto. Aunque se daba cuenta de que Jack podía ser el culpable —no sólo de dos asesinatos sino de haber abusado de los sentimientos de una mujer y de pretender seguir abusando de ellos en el futuro—, le caía demasiado bien para verlo como una víctima. Ahora, bajo su sonrisa encantadora y sus ojos preciosos, había algo real.
Emily se limitó a mirar al frente.
Finalmente fue el lacayo quien rompió el silencio al traer el siguiente plato, y la cena prosiguió con un plato de cordero que nadie probó y una conversación trivial que nadie pudo recordar terminada la cena.
Después de los postres Emily se disculpó y fue a sentarse en el banco rústico del jardín, no porque el día fuera agradable —en realidad estaba encapotado y las nubes prometían lluvia— sino porque le pareció la mejor manera de estar sola, y en ese momento no deseaba la compañía de nadie.
El funeral era al día siguiente; Emily se quedaba porque quería estar presente. Con Sybilla muerta, todo el odio de Emily hacia ella se había desvanecido. La absurda aventura con George había quedado relegada a un asunto de menor importancia. Él se había arrepentido. Y puesto que le habían privado de la oportunidad de enmendarlo, ella misma se ocuparía de borrarlo de la memoria en favor de las muchas cosas buenas que habían compartido juntos. Si permitía que Sybilla le privara de todo aquello, entonces era tonta y merecía perderlo.
No había visto a Charlotte a solas desde la llegada de Pitt por la mañana, exceptuando el momento en que habían coincidido camino del comedor. Pero había sido suficiente para saber que él seguía a dos velas sobre el asesino de George o el posible móvil. Presumiblemente era la misma persona que luego había matado a Sybilla. Ella debió saber algo que el asesino no podía permitir que llegara a revelar.
Eso no excluía a nadie. Sybilla era una mujer inteligente y observadora. Podía haber comprendido alguna cosa, una frase tal vez, que los demás habían pasado por alto, o quizá George le había explicado algo.
¿Qué podía saber George? Emily permaneció encorvada ante el viento húmedo que empezaba a arreciar, arropándose en su chal y repasando todas las posibilidades, desde la más absurda a la más horripilante. Al final le seguía quedando solamente Jack Radley y su propia complicidad, o bien la intentona de William de acusar a Eustace (y Emily se veía forzada a admitir que eso era más producto del odio que del sentido común).
No oyó acercarse a Jack Radley, y sólo notó su presencia cuando ya lo tenía justo al lado. Era la última persona con quien habría querido conversar o compartir la soledad. Se arrebujó aún más en su chal y tiritó.
—Estaba pensando en volver dentro —dijo apresuradamente—. Aquí no se está muy bien. Creo que no tardará en llover.
—Todavía no. —Jack se sentó a su lado negándose a aceptar su rechazo—. Pero hace fresco. —Se despojó de la chaqueta y la puso suavemente sobre los hombros de ella; aún conservaba el calor de su cuerpo. A ella le pareció que su mano se demoraba un segundo más de lo necesario.
Iba a protestar pero se abstuvo, consciente de que podía ponerse en evidencia. Al fin y al cabo, estaban a la vista de la casa y ella no tenía ganas de volver a entrar.
El almuerzo había sido horroroso, nadie creería que ella deseaba seguir la conversación. Y él la había dejado sin la excusa del frío.
Jack interrumpió sus pensamientos.
—Emily, ¿la policía sabe algo sobre el asesino de George? ¿O sólo estaba desafiando a la vieja?
¿Por qué lo preguntaba? Emily no quería sentirse a gusto con él; se sentía dichosa en su compañía pero tenía miedo de que la sensación fuese engañosa.
—No lo sé —dijo ella—. No he visto a Thomas esta mañana y con Charlotte sólo he hablado un momento cuando íbamos a almorzar. No tengo ni idea. —Se forzó a mirarle.
Jack parecía muy preocupado. ¿Era por ella o por él?
—¿Qué quería decir Eustace? —preguntó con apremio—. ¡Piense un poco, Emily! Yo sé que no fui yo, y me niego a pensar que fuera usted. ¡Ha de ser uno de ellos! Déjeme ayudarla, por favor. Trate de pensar. Dígame qué ha querido decir William.
Emily estaba paralizada. Jack parecía hablar en serio, pero había vivido de sus encantos durante años; era un soberbio actor cuando le convenía. Y ahora podía tratarse de un caso de supervivencia. Podían colgarle, si él era el asesino. Que a ella le cayera bien no importaba. Había gente extremadamente virtuosa que también podía ser muy aburrida, y por más admiración que despertaran uno procuraba eludir su compañía. Y la gente más cruel podía ser también muy divertida… hasta que salía al exterior su alma horrible.
Jack seguía hablando y mirándola a los ojos. ¿Podía ella imitarle para equilibrar la balanza? Siempre había tenido sentido común, mucho más que Charlotte. Y era mejor actriz, más diestra en el arte de disimular sus sentimientos.
Miró fijamente a Jack Radley.
—No lo sé. Yo creo que odia a Eustace y que le gustaría que hubiera sido él.
—Entonces sólo queda la anciana March —dijo Jack en voz baja—. A menos que piense que lo hizo Tassie, o tía Vespasia. Y ya sé que no.
Emily sabía lo que estaba pensando ahora; bastaba con dar un paso más en su razonamiento. O era Jack o era la propia Emily. Ella sabía que no había matado a George ni a Sybilla, pero cada vez tenía más miedo de que lo hubiera hecho él. Peor todavía, le daba miedo que él tuviera intención de seguir cortejándola.
Jack le cogió las manos. No era rudo, pero sí más fuerte que ella, y estaba claro que no se las quería soltar.
—¡Por el amor de Dios, Emily, piense! Hay algo en la familia March que no sabemos, algo lo bastante comprometido o vergonzoso para provocar un asesinato, y si no averiguamos qué es, ¡puede que a usted o a mí nos manden a la horca!
Ella quería gritar que se callara, pero sabía que tenía razón. Ceder a la histeria habría sido una estupidez, incluso fatal. Charlotte no había conseguido nada salvo desvelar el secreto de Tassie, que a la postre había resultado irrelevante. Emily tendría que salvarse sola. Si Jack Radley era inocente, juntos podían descubrir algo. Si era culpable y ella le seguía el juego, tal vez podría hacer que se traicionara de alguna manera. Y eso podía significar la salvación.
—Tiene toda la razón —dijo muy seria—. Hemos de pensar. Le contaré todo lo que sé y luego usted a mí. Puede que entre los dos podamos deducir dónde está la verdad.
Él sonrió levemente, sin acabar de creérsela. Emily hizo un esfuerzo por disimular el miedo que sentía, no sólo la ominosa conciencia del peligro ante la justicia y las críticas de la buena sociedad, sino a la soledad interior y al fervor que él le ofrecía, y que tan fácil habría sido aceptar. Ojalá hubiera podido aplastar la ponzoñosa sospecha que la angustiaba. Hubo de recordarse a sí misma que él seguía siendo el primer sospechoso. La idea le dolió más de lo que esperaba.
—Tassie sale de noche sola, asiste a partos en los barrios bajos —dijo bruscamente.
Si esperaba sorprender a Jack lo consiguió a todas luces. Él se quedó mirándola con una mezcla de incredulidad, temor, admiración y, por último, puro júbilo.
—¡Es estupendo! ¿Pero cómo diablos se ha enterado?
—Charlotte la siguió.
Jack suspiró y cerró los ojos.
—Ya sé —dijo Emily en voz baja—. Supongo que Thomas se puso furioso.
—¡Furioso, dice! ¿No le parece un eufemismo?
Ella se puso a la defensiva.
—Pues si Charlotte no la hubiera seguido, ¡seguiríamos pensando que fue Tassie! ¡Una noche la vio subir la escalera con manchas de sangre en las manos y en el vestido! ¿Qué iba a hacer, aceptarlo como un misterio? Ella sabe que yo no he matado a nadie…
—¡Emily! —Jack le tomó las manos.
—… y si no averiguamos quién es el culpable, podrían arrestarme, meterme en la cárcel…
—¡Basta, Emily!
—… y juzgarme, ¡y ahorcarme! —concluyó ella. Estaba temblando a pesar del contacto de sus manos—. No sería la primera vez que cuelgan a un inocente. —Los recuerdos se agolpaban en su memoria—. ¡Charlotte lo sabe, y yo también! —Fue un consuelo verbalizar aquel horror, sacarlo de la oscuridad de su mente y compartirlo con Jack.
—Lo sé —dijo él—. Pero a usted no le pasará. Charlotte no lo permitiría, y yo tampoco. Tiene que ser alguien de esta casa. Vespasia es bastante valiente para hacer una cosa así, de haberlo creído necesario. Pero jamás habría matado a George, y no creo que hubiera tenido la fuerza suficiente para matar a Sybilla, al menos tal como ocurrió. Sybilla era una mujer joven y sana… —Titubeó al recordarla.
—Lo sé —dijo ella sin retirar las manos—. Y tía Vespasia ya no es joven ni fuerte…
Él sonrió sin entusiasmo.
—Ojalá hubiera alguna razón para pensar que pudo hacerlo la anciana March —dijo—. Pesa el doble que Vespasia. Ella sí habría podido.
Emily miró las manos de ambos.
—Pero ¿con qué objeto? —dijo desesperanzada, luchando contra su rabia y su frustración—. Ha de haber un motivo.
—No lo sé —reconoció él—. A menos que George supiera algo de ella.
—¿Como qué?
Jack meneó la cabeza.
—¿Algo sobre los March? La anciana está muy orgullosa de su familia. Que me zurzan si sé por qué. Tienen dinero, sí, pero ninguna cultura. Todo les viene del comercio. —Se rio de sí mismo—. ¡Y no niego que me gustaría tener un pellizco! Mi madre era una de Bohun, su familia se remonta a la época de Guillermo el Conquistador. Pero con eso no se come, y mucho menos se administra una casa.
La mente de Emily empezó a registrar pensamientos inesperados. ¿Había matado él a George esperando casarse con ella por la fortuna de los Ashworth? Pero ¿y Tassie? Cualquier hombre con sentido común habría escogido ese matrimonio; era mucho más seguro, y él era el candidato oficial de la familia. Jack no sabía lo de Mungo Haré. ¿O sí? ¿Le sorprendía la noticia de las excursiones nocturnas de Tassie tanto como aparentaba? Si Charlotte la había seguido, también podía haberlo hecho él; lo suficiente para percatarse de que Tassie no se casaría con nadie que no fuera el pastor escocés. ¿Y si la propia Tassie se lo había dicho? Era sincera hasta ese punto. Podía haber preferido no engañarle con falsas esperanzas no ya de amor sino de dinero.
Emily se estremeció. Tenía ganas de mirarle; seguramente él conservaba cierta capacidad de juicio. Pero al mismo tiempo le daba pánico lo que iba a ver, y lo que ella misma podía delatar. Pero no sería capaz de pensar en otra cosa mientras no solucionaran aquello. Era como un vértigo, estar al borde de un balcón alto y tener el deseo compulsivo de mirar abajo, sentir la atracción del vacío.
Emily levantó la cabeza y vio que él la miraba preocupado; no vio en sus ojos ningún indicio de engaño. Eso no solucionaba nada. De haber visto algo horrible en su mirada habría podido creer lo peor de él y matar así la esperanza de… ¿de qué?
Se negó a traducirlo en palabras. Era demasiado pronto. Pero la idea seguía acuciándola, era algo que la impulsaba a seguir adelante, como la esperanza de una habitación cálida al término de un viaje en invierno.
—¿Emily?
Ella volvió en sí. Estaban hablando de la señora March.
—Tal vez hizo algo escandaloso en su juventud —sugirió—. O puede que su marido. Quizá deberíamos informarnos de cómo consiguieron los March todo su dinero, podría haber algo que terminara de un plumazo con sus aspiraciones a la nobleza. Quizá George estaba al corriente. Después de todo… —tragó saliva— el veneno era la medicina de la señora March.
De pronto el recuerdo de la muerte se le hizo agudo y frío, físicamente doloroso, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Apretó con fuerza la mano de Jack, pero él no la retiró. La rodeó con un brazo y le rozó el pelo con los labios, susurrando palabras ininteligibles pero cuya suavidad ella notó con un alivio que hizo que el llanto fuera más bien una liberación, un deshacer los nudos de dolor y de miedo que la atenazaban.
Se dio cuenta de que deseaba la resolución del crimen casi tanto por ella como por él. Ansiaba saber que él no estaba implicado.
También Charlotte se alegró de estar sola, y pasó un rato en el vestidor que le servía de dormitorio repitiéndose mentalmente todo lo que había averiguado desde la muerte de George hasta la partida de Pitt aquella misma mañana.
Eran las tres y media cuando se dirigió abajo con la chispa de una idea en la que no quería creer. Era triste y horrible, pero daba respuesta a todas las contradicciones.
—¡Cómo te atreves a decir estas cosas delante de todos! —Era Eustace, muy enfadado. Estaba de espaldas a la puerta, y más allá vio a William—. Puedo perdonarte muchas cosas teniendo en cuenta la situación que atraviesas —prosiguió Eustace—. Pero esa insinuación es intolerable. ¡Ha sido como decir que yo era el culpable!
—A ti te parecía muy bien que Emily o Jack cargaran con la culpa —señaló William.
—Eso es muy distinto. Ellos no son de la familia.
—Por Dios, ¿y eso qué tiene que ver? —inquirió William furioso.
—¡Absolutamente todo! —Eustace estaba muy enfadado y su voz tenía un deje horrible, como si sus oscuros pensamientos estuvieran demasiado cerca de la frágil superficie de la buena educación que los cubría—. ¡Has traicionado a la familia delante de desconocidos! Has sugerido que había algo vergonzoso y secreto que los demás ignoraban. ¿Es que no sabes que la mujer de ese policía es una entrometida? ¡Esa mal pensada no descansará hasta que descubra o invente algo que concuerde con tus locos desvaríos! ¡Sabe Dios el escándalo que puede armar!
William retrocedió un paso; su cara estaba contorsionada de pena y desprecio.
—Sí, tendrá que ser muy mal pensada para llegar a los recovecos de tu alma, si es que esa palabra no te viene ancha. ¿No sería más adecuado llamarlo tripa?
—No hay nada malo en tener estómago —repuso Eustace con mordacidad—. A veces pienso que si tú tuvieras más estómago y menos romanticismo, serías un poco más hombre. Te pasas el día ensuciando pinceles y soñando en puestas de sol como una muchacha enamorada. ¿Dónde está tu valor, dime? ¿Dónde está tu corazón, tu hombría?
William no respondió. Charlotte, que estaba detrás de Eustace, pudo ver la casi mortal expresión de William y notar su sufrimiento.
—¡Dios mío! —gritó Eustace con asco—. ¡No me extraña que Sybilla coqueteara con George Ashworth! ¡Al menos él tenía algo debajo del pantalón, aparte de sus piernas!
William hizo una mueca de repulsión, y por un momento Charlotte pensó que Eustace le había pegado. Se sentía tan mal por él que tuvo náuseas; las manos le dolían de tanto apretarlas. Pero permaneció transpuesta, a la escucha, previendo algo terrible.
La respuesta tardía de William fue queda y preñada de ironía.
—¿Y tú me pides que sea discreto delante de la señora Pitt? Padre, no tienes sentido del ridículo, y menos de lo grotesco.
—¿Es grotesco esperar de ti un poco de responsabilidad? ¿De lealtad familiar? Eso nos lo debes, William.
—¡Yo no te debo nada salvo mi existencia! —masculló William—. Y eso porque querías un hijo varón para satisfacer tu vanidad, nada más. Pretendes perpetuar el apellido March hasta la eternidad, producir una serie de pequeños Eustace March, ésa es tu idea de la inmortalidad. Para ti se reduciría a la carne, no sería una creación, ¡sino una incesante reproducción de cuerpos!
—¡Ja! —exclamó Eustace con impetuoso escarnio—. Veo que contigo he perdido mi oportunidad. En doce años de casado no has sido capaz de engendrar un hijo. ¡Demasiado tarde! Si hubieras jugado menos con las pinturas y más en la alcoba, tal vez te habrías comportado más como hombre, y toda esta maldita tragedia no habría sucedido. George y Sybilla estarían vivos y nosotros no tendríamos a la policía en casa.
En el invernadero reinaba el silencio.
Charlotte comprendió la trágica verdad. La explicación era tan clara como la cruda luz de primera hora de la mañana, esa luz que muestra todas las flaquezas, todos los defectos. Sin darse tiempo de pensar o calcular las consecuencias, agarró un jarrón de porcelana de la mesita más próxima y lo arrojó al suelo de madera, haciéndolo añicos. Corrió hacia el gabinete, cruzó el comedor y salió al zaguán donde estaba instalado el aparato telefónico.
Lo levantó y aporreó la palanca. No estaba habituada a usarlo e ignoraba su exacto funcionamiento. Sus oídos estaban pendientes de que llegara Eustace.
Una voz femenina sonó al otro lado del auricular.
—¡Sí! —dijo Charlotte con apremio—. Póngame con la policía. Quiero hablar con el inspector Pitt. ¡Por favor!
—¿Se refiere a la comisaría local, señora?
—¡Sí! ¡Sí, por favor!
—No cuelgue.
Le pareció que transcurría un siglo de ruidos e interferencias, y mientras ella seguía pendiente de la puerta del comedor y del menor sonido que indicase una puerta abriéndose o el roce de un zapato sobre la alfombra. Al final oyó una voz de hombre al extremo del hilo telefónico.
—Sí, señora. Lo siento. El inspector Pitt no está. ¿Quiere que le dé algún mensaje cuando vuelva? ¿Puedo ayudarla en algo?
No se le había ocurrido que Pitt no estuviese en la comisaría. Se sintió indefensa.
—¿Sigue usted ahí?
—¿Dónde está el inspector? —Empezaba a sentir pánico. Era una estupidez, pero le parecía que ella sola no podía hacer nada.
—No puedo decírselo con exactitud, señora, pero se marchó hace unos diez minutos. ¿Puedo ayudarla en algo?
—No. —Había estado tan segura de encontrarle que la idea de tener que arreglárselas sola le resultó horrible—. No, gracias. —Y con mano temblorosa, devolvió el auricular a la horquilla.
Charlotte no tenía ninguna prueba, únicamente la certeza. Pero ahora que lo sabía, intentaría conseguir alguna. El médico de la policía… Por eso había acudido Sybilla a Clarabelle Mapes: no para deshacerse de un bebé sino para comprar el que William no podría darle nunca, para acallar las crueles habladurías de la familia, su paternalismo, la insaciable y desconsiderada vanidad dinástica.
Charlotte sintió una pena inmensa por ella, por su soledad, su privación, su sensación de rechazo. No era de extrañar que Sybilla hubiera coqueteado con otros, que hubiera acudido a George. ¿Era por eso que George había perdido la vida? No porque le hubiera hecho el amor o conquistado su afecto, sino porque en la estupidez de un momento, por la necesidad de justificarse a sí misma, había revelado al generoso e indiscreto George aquel secreto demasiado angustioso incluso para pensarlo, y menos aún para expresarlo en voz alta y que otros lo supieran, se apiadaran de ella, hicieran bromas obscenas y humillantes a expensas suyas. Siempre había codazos y burlas, la descarada hombría exhibida con risitas disimuladas. Para hombres como Eustace la virilidad era más que un hecho físico, era una demostración de existencia, de poderío y de valía en la vida.
Y William la había querido —eso lo sabía Charlotte por algo más que las cartas del neceser— con un amor infinitamente más valioso que el que la mente estrecha de Eustace podría concebir nunca. Pero Sybilla había puesto en peligro la confianza que William tenía en sí mismo, el respeto que todo hombre debe tener para sobrevivir, no interiormente (él había aprendido a soportarlo) sino en sociedad y, lo peor de todo, entre la familia March. Eustace estaba ya muy cerca de la verdad, sañudo e insistente, siempre pinchando a William. ¿Qué haría si llegaba a saberlo? Seguir insistiendo hasta que no quedara asomo de dignidad, nada que no violaran los constantes comentarios, las miradas salaces, la certeza de su superioridad.
Y por eso Sybilla había muerto estrangulada con su propio cabello antes de que pudiera engañarle otra vez, quizá con Jack.
William podría haber llegado a aceptar un hijo comprado, quizá incluso mejor que uno concebido por otro hombre. Pero lo que no podía aceptar era la vergüenza.
Charlotte estaba aún en el zaguán pensando qué podía hacer. Eustace y William debían de haberla visto; ella había roto el jarrón justamente para que supieran que estaba allí y dejaran de azuzarse de aquel modo. ¿Sabían qué era lo que ella había oído? ¿O estaban tan absortos en hacerse daño mutuamente que su momentánea interrupción fue algo que olvidaron tan pronto ella se hubo alejado?
Sin saber qué pretendía salvo quizá pararle los pies a Eustace, Charlotte retrocedió hacia el comedor dejando atrás la mesa iluminada por el sol, y tras cruzar el gabinete —todo verdor y raso pálido reflejando la luz— llegó hasta la entrada del invernadero. Ahora reinaba el silencio y no había señales de Eustace ni de William. Las cristaleras estaban más abiertas que antes, y el olor a tierra húmeda llegaba hasta el gabinete.
Fue hacia el camino que se abría entre las enredaderas. No tenía por qué haber venido; no se podía hacer otra cosa que esperar a hablar con Pitt, cuando lo localizara. De no ser por el miedo que podía pender sobre Emily para siempre, hubiera preferido no decir nada a nadie. Estaba muy lejos de sentirse un instrumento de la justicia.
La camelia estaba repleta de inmaculados capullos como perfectos rosetones. No le gustaban las camelias. Prefería los lirios de la India; irregulares y asimétricos. La condensación goteaba sobre el estanque. Deberían haber abierto las ventanas, pese a que el día era gris.
Llegó al espacio habilitado al fondo donde William tenía su estudio y se detuvo. Sintió ganas de llorar, pero estaba cansada y fría por dentro.
Había dos caballetes montados. En uno estaba el cuadro ya terminado del jardín primaveral lleno de encantos sutiles e insospechada crueldad. El otro era un retrato de Sybilla, realista, sin florilegios, pero dotado de una ternura que conseguía desvelar en ella una belleza que pocos habían percibido en vida suya.
Delante de los caballetes, y ovillado de un modo extraño sobre el suelo de piedra, yacía William. La espátula se le había escurrido de la mano, y la hoja de la misma estaba teñida de sangre a unos centímetros de la herida que tenía en la garganta. Gracias a los conocimientos que como artista poseía de la anatomía, había cercenado la vena de un único y limpio movimiento. Había comprendido perfectamente la rotura del jarrón y le había ahorrado a Charlotte un último y horrible enfrentamiento.
Ella se quedó mirándolo. Quiso acercarse para enderezarlo —como si eso tuviera alguna importancia ahora—, pero sabía que no debía tocar nada. Permaneció allí en silencio, oyendo gotear el agua sobre las hojas y el ruido de una cabezuela al caer, marchitos sus pétalos.
Al rato dio media vuelta y caminó despacio bajo las trepadoras, cruzó las cristaleras y vio a Eustace que venía del comedor. Con una violencia que la sorprendió, el largo sendero hacia la tragedia surgió claramente en su cabeza; los años de exigencias, de expectativas, el despotismo sutil. Su furia explotó de golpe.
—William está muerto —dijo con aspereza—. Lo siento. Lo siento de veras. Lo apreciaba, probablemente mucho más que a usted. —Contempló la cara boquiabierta de Eustace—. Se ha suicidado. No tenía otro futuro que la cárcel y el cadalso. —La voz se le atascaba, pero no le importó que Eustace presenciara la tumultuosa expresión de sus sentimientos.
—¡No entiendo lo que me dice! —exclamó él a la desesperada—. ¿Muerto? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —Avanzó hacia ella, tambaleándose un poco—. ¡No se quede ahí parada, haga algo! ¡Ayúdele! ¡No puede estar muerto!
Ella le impidió el paso.
—Lo está —repitió—. ¿Tan estúpido es que todavía no lo entiende? —El nudo de la garganta se le agrandaba. Quería que Eustace supiera el daño que había causado, que lo asimilara.
Él la miró como si hubiera recibido un bofetón.
—¿Que se ha suicidado? —repitió—. Usted es una histérica; ¡eso es imposible!
—Se equivoca. ¿No imagina por qué? —Charlotte estaba temblando.
—¿Yo? ¿Cómo voy a saberlo? —Estaba exangüe, el dolor de la primera aceptación empezaba a delatarse en su mirada.
—Porque fue usted quien le impulsó a hacerlo. —Ahora hablaba más despacio, como una niña obstinada—. Tratando de convertirlo en lo que no era, o no podía ser, e ignorando su verdadera personalidad. Usted, con su obsesión por la familia, con su orgullo, su vulgaridad, su… —Calló.
Eustace estaba perplejo.
—No lo entiendo…
Ella cerró los ojos, hastiada.
—Supongo que no. Pero algún día lo entenderá.
Eustace se sentó en la silla más próxima, acurrucado como si las piernas le hubieran fallado de pronto.
—¿William? —repitió en voz muy queda—. ¿William mató a George? Y… ¿mató también a Sybilla?
Charlotte no pudo contener las lágrimas. Vio a Vespasia a la entrada del comedor, y más allá, amable y desaliñada, la figura de Pitt.
Charlotte se decidió.
—Creía que eran amantes —dijo para todos los presentes, notando que la mentira se le trababa en la lengua—. Se equivocó, pero ya era demasiado tarde.
Eustace estaba mirándolos y empezaba a comprender lo que Charlotte estaba haciendo, incluso el porqué. Era un mundo que él no había imaginado, y le asustó su propia estupidez.
En el umbral Pitt rodeó con el brazo a Vespasia para sostenerla, pero al mismo tiempo miró a Charlotte. Le sonrió con el rostro empañado de piedad.
—Bien —dijo—. Nosotros ya no podemos hacer nada más.
—Gracias —susurró Charlotte—. Gracias, Thomas.