8

Pitt asistió al funeral, pero a tan discreta distancia que nadie de la familia le vio. Después los siguió de vuelta a Cardington Crescent y esta vez entró por la cocina, llevándose a Stripe con él. Habían examinado una y otra vez las más frágiles pruebas y considerado los escasos retazos de conversación que habían acertado a oír, en la esperanza de descubrir alguna revelación, pero nada había destacado de un modo especial, nada le ayudaba a recorrer aquel laberinto.

Dejó a Stripe interrogando una vez más a los sirvientes, por si al repetir las cosas recordaban algún fragmento, algo que de pronto saltara a la superficie de su memoria.

Quería ver a Charlotte. Ni toda la concentración en torno a este u otro caso podía borrar la soledad de cuando regresaba a casa por la noche y sólo había luz en el vestíbulo, la cocina vacía y en orden, todo recogido excepto la cena que Gracie le había preparado con esmero y dejado sobre la mesa.

Cada noche comía en silencio junto a los rescoldos del fuego en el hornillo; luego se quitaba las botas y subía de puntillas la escalera mirando las formas menudas y dormidas de Jemima y de Daniel antes de ir a su cuarto. Estaba tan cansado que se dormía a los pocos minutos, pero por la mañana despertaba con una sensación de fatiga, y a veces incluso llegaba a tener frío.

Por la mañana Gracie le informaba de los acontecimientos del día anterior que ella juzgaba importantes, pero de un modo tímido y sin gracia, muy lejos de los detalles, opiniones y misterio con que lo aderezaba Charlotte. Él solía considerar una intrusión aquel parloteo incesante durante el desayuno, un castigo que todo hombre casado tenía que aceptar. Pero sin ello le resultaba imposible concentrarse en el periódico y disfrutar de su lectura.

Le preguntó al lacayo de los March dónde estaba Charlotte. El hombre le llevó al atestado tocador, cerrado como un invernáculo, y le pidió que esperara. Pasaron cinco minutos hasta que ella entró y, cerrando la puerta a su espalda, le lanzó los brazos y lo estrechó. Pitt notó que, si bien en silencio, ella estaba sollozando.

La besó —el pelo, la frente, la mejilla— y luego le pasó su único pañuelo decente, esperando mientras ella se sonaba dos veces.

—¿Cómo están los niños? —preguntó Charlotte, mirándole a los ojos—. ¿Ha echado Daniel ese diente? Me pareció que tenía un poco de fiebre…

—Se encuentra perfectamente. Sólo has estado fuera un par de días.

Pero ella no se daba por satisfecha.

—¿Y los dientes? ¿Estás seguro de que no tiene fiebre?

—Completamente. Gracie dice que está bien y que come con apetito.

—Pero col, no. Y ella lo sabe.

—¿Me devuelves el pañuelo? Es el único que tengo.

—Te conseguiré uno de… de George. ¿Por qué no tienes pañuelos? ¿Gracie no te lava la ropa?

—Claro que sí. Es que me he olvidado.

—Debería habértelo puesto en el bolsillo. ¿Te encuentras bien, Thomas?

—Sí. Gracias.

—Me alegro. —Pero parecía escéptica. Sorbió por la nariz y luego cambió de opinión y se volvió a sonar—. Supongo que aún no has averiguado nada. Yo tampoco. A medida que pasan los días entiendo cada vez menos.

Él le puso una mano en el hombro con suavidad.

—Lo lograremos —dijo con más convicción de la justificada—. Aún es demasiado pronto. ¿Cómo está Emily?

—Mal y asustada. Yo… yo creo que le resultó muy duro dejar que Edward volviera a casa con la señora Stevenson. Es tan pequeño; el chico no entiende. Pero no tardará en saber que…

—Resolvamos primero lo que tenemos a mano —le interrumpió él—. Ya ayudaremos a Edward más adelante.

—Sí, desde luego. —Charlotte tragó saliva y se frotó las manos en la falda—. Necesitamos saber más cosas de los March. Fue uno de ellos, o bien… Jack Radley.

—¿Por qué has dudado antes de mencionarle a él?

Ella bajó la vista, evitando su mirada.

—Imagino que…

—¿Es que temes que Emily le diera pie? —preguntó Pitt, odiándose por hacerlo. Pero si no lo hacía la duda permanecería entre ellos, y se conocían demasiado bien para mentir, aunque fuera con silencios.

—¡No! —Pero Charlotte sabía que él no la creía. Era una respuesta leal, no convencida—. No lo sé —añadió, buscando algo más cercano a la verdad—. Dudo que ella tuviera esa intención. —Inspiró profundamente—. ¿Cómo vas con el caso Bloomsbury? Estarás ocupado también con eso…

—Pues no. —Se sintió mal al decirlo. No tenía la menor esperanza de resolver el caso, y ninguna solución al mismo revelaría otra cosa que otra tragedia cuya repetición era difícil prevenir. Sólo lo grotesco del cadáver permanecía en la retina del público.

Ella le estaba mirando; la perplejidad dio paso a la comprensión.

—¿No sabes nada? ¿No puedes averiguar quién era esa mujer?

—De momento no. Lo estamos intentando. Podría haber salido de cualquier parte. Si era una criada despedida por mala conducta, o incluso porque el señor de la casa le andaba detrás y la señora lo había descubierto, entonces es posible que hubiera hecho la calle para sobrevivir, y que un cliente, un proxeneta o un ladrón la hubiera matado.

—Pobrecilla —dijo Charlotte—. No hay nada que hacer.

—Probablemente no. Pero investigaremos un poco más.

Ella le miró de hito en hito.

—¡Aquí sí hay mucho que hacer! Quien mató a George se encuentra en esta casa, es uno de nosotros. O Jack Radley o uno de los March. —Frunció la frente luchando consigo misma hasta llegar a una decisión—. Thomas, tengo algo muy… muy desagradable que decirte. —Y sin detenerse a ver qué cara ponía él, pasó a relatarle exactamente lo que había visto al pie de la escalera en plena noche.

Pitt se quedó confuso. ¿Habría soñado Charlotte? Desde luego, motivos no le habían faltado en estos días para tener pesadillas. Incluso si estaba despierta y había ido hasta el rellano, ¿no podía ser que el brusco despertar, el parpadeo de la lámpara de gas hubieran engañado a su vista, haciéndole ver sangre donde no había más que sombras?

Ella le miraba, a la espera, buscando en su cara una respuesta horrorizada. Pitt trató de disimular sus dudas.

—Que yo sepa, no han apuñalado a nadie —dijo.

—¡Ya lo sé! —Ahora estaba enfadada porque tenía miedo y sabía que él no la creía del todo—. ¿Por qué iba nadie a subir la escalera furtivamente apestando a sangre? ¿Por qué nadie ha comentado nada? Tassie estaba perfectamente normal esta mañana. ¡Y tan tranquila, Thomas! ¡Te juro que parecía feliz!

—No digas nada —le advirtió él—. Es mejor que no pongamos sobre aviso al asesino. Si estás en lo cierto, entonces esta casa, esta familia, encierra algo muy malvado. Te lo ruego, ten cuidado. —La cogió por los hombros—. Quizá sería mejor que Emily volviera a su casa, y tú con ella.

—¡No! —Charlotte se desasió, alzando al tiempo la cabeza—. Si no descubrimos quién es, y lo demostramos, podrían colgar a Emily o cuando menos mancharla con esa sospecha para toda la vida, y la gente cuchichearía que ella podría haber matado a su esposo. Y aun cuando Emily pudiera soportar todo eso, ¡Edward no!

—Lo averiguaré sin ti —empezó él, pero ella le miraba con ojos ardientes y la cara tensa.

—Quizá. Pero yo puedo ver y escuchar de un modo que tú jamás podrás en esta casa. Emily es mi hermana, y pienso quedarme. Sería un error escapar y eso no me lo vas a discutir. Tú no escaparías.

Pitt reflexionó. ¿Qué pasaría si le ordenaba que volviera a casa? Charlotte no se iría; en ese momento su lealtad hacia Emily era mayor, y con razón. Deseaba exigirle que huyera del peligro, pero era por cobardía, miedo egoísta a que a ella pudiera pasarle algo. Pero si él no resolvía este crimen, si Emily era condenada al patíbulo, habría perdido todo lo que daba fuego y trascendencia a su relación con Charlotte.

—Está bien —dijo por fin—. Pero por el amor de Dios, ¡ten cuidado! En esta casa hay un asesino, o quizá más de uno.

—Lo sé —musitó ella—. Lo sé, Thomas.

Aquella misma tarde, Eustace hizo llamar a Pitt para que fuera a verle a la salita. Él estaba de pie, las manos metidas en los bolsillos, frente a la lumbre apagada y con la misma ropa que había llevado en el funeral.

—Bueno, señor Pitt —empezó cuando la puerta quedó cerrada—. ¿Cómo va esa investigación? ¿Ha sabido algo interesante?

Pitt no estaba preparado para comprometerse, y menos aún para comentar lo que Charlotte le había contado de Tassie.

—Muchas cosas —respondió sin inmutarse—. Pero aún no estoy seguro de su importancia.

—¿Ningún arresto? —insistió Eustace, con expresión animada y hombros relajados, haciendo que la chaqueta de buen corte encajara más uniformemente, sin tensiones en la tela—. No me sorprende. Una tragedia doméstica. Ya se lo dije el primer día. Estoy seguro de que encontraremos algún asilo. No repararemos en gastos, y la chica podrá estar todo lo cómoda que sea necesario. Es lo mejor para todos. No hay manera de probar nada. Nadie le puede echar a usted la culpa, mi querido amigo. La situación es bastante injusta para usted.

De modo que Eustace ya quería dar el caso por cerrado y evitar que la investigación siguiera adelante. Para los March era muy fácil proteger su buen nombre culpando a Emily. Apenas habían esperado a que el cadáver estuviera en el hoyo antes de iniciar, con alguna mentirijilla sobre la marcha, una discreta conspiración. Por el bien de todos. Podían incluso llegar a convencerse —todos excepto uno— de que realmente Emily había asesinado a George en un ataque de celos. Y ese uno sería el más interesado de todos ellos en hacer que encerraran a Emily y que la culpa quedara asignada para siempre, el caso cerrado.

Peor que eso era la sospecha de que no era imposible que hubiera sido Emily. A Charlotte no se lo diría, y eso le hizo sentir una punzada de culpa. Pero nadie más había mencionado la presunta reconciliación y sin eso Emily tenía uno de los mejores y más antiguos móviles de la condición humana: el de la mujer ridiculizada y engañada después. Y tal vez esa idea le rondara a ella por la cabeza más de lo que Charlotte y él mismo pensaban.

—Mala suerte —repitió Eustace con creciente satisfacción—. No cabe duda de que ha hecho usted todo lo que ha podido.

Su pomposidad, su predisposición a conformarse, eran insultantes.

—Acabo de empezar —repuso secamente Pitt—. Descubriré muchas cosas; de hecho, no voy a descansar hasta reunir pruebas de quién asesinó a George.

—Santo cielo, pero ¿por qué? —protestó Eustace, agrandando los ojos ante tan insensata conducta—. Con eso sólo logrará un tormento innecesario, incluso a su propia esposa. Tenga un poco de compasión, hombre, ¡un poco de sensibilidad!

—¡Yo no sé si fue Emily! —Pitt le miró irritado, furioso e impotente, deseando arrancar de su cara aquella horrible certeza. Estaba allí plantado frente a la chimenea, con todas sus posesiones alrededor, disponiendo de la vida de Emily como si fuera un animal de compañía que se hubiera vuelto problemático—. ¡No hay ninguna prueba!

—¿Acaso espera encontrar alguna? —Eustace era eminentemente razonable—. No se culpe a sí mismo. Me consta que es usted muy competente, pero no puede hacer milagros. Llevemos esto sin escándalos, por Emily y por el niño.

—¡Se llama Edward! —Pitt estaba fuera de sí y notaba que estaba perdiendo ese control imprescindible en cualquier búsqueda inteligente de la verdad, pero su voz no dejaba de cobrar volumen—. ¿Por qué cree que lo hizo Emily? ¿Tiene alguna prueba que no me haya comunicado?

—¡Señor mío! —Eustace se meció adelante y atrás, las manos todavía en los bolsillos—. ¡George tenía un lío con Sybilla! Emily estaba al corriente, y no pudo dominar sus celos. Supongo que eso lo entiende.

—Es un excelente motivo, sin duda —dijo Pitt bajando la voz con esfuerzo—. Para Emily y también para William March. Yo no veo diferencia, a menos que la versión de Emily de que ella y George se habían reconciliado sea cierta, en cuyo caso el señor March sería el primer candidato.

Eustace sonrió abiertamente, sin apenas cambiar su compostura.

—En absoluto, amigo mío. En primer lugar, yo no creo esa historia de una reconciliación. Es un espejismo, o un temor muy lógico. Pero incluso así, la situación para Emily es muy distinta de la de William. Emily quería a George… bueno, le necesitaba. —Asintió con la cabeza—. Si un marido tiene una aventura la mujer no tiene otra opción que aceptarlo lo mejor que pueda. Una mujer inteligente fingirá que no sabe nada; de ese modo no necesita hacer nada en absoluto. Su hogar y su familia no corren peligro por una tontería así. Sin su marido no es nada. ¿Adónde iría, qué podría hacer? —Se encogió de hombros—. Quedaría marginada de la sociedad y sin un céntimo con que alimentar y vestirse a sí misma y a sus hijos.

»Por el contrario, para un hombre es muy distinto. Bien es verdad que Sybilla se ha comportado con indiscreción en otras ocasiones, y el pobre William decidió no aguantarlo más. A eso hay que añadir que ella no le había dado hijos, lo cual, aunque yo diría que es algo que la pobre no puede evitar, no deja de ser un problema. William quería divorciarse y tomar una esposa más adecuada, que cumpliera con su papel de madre para fundar una familia. Se alegró mucho de que por fin Sybilla le hubiera proporcionado la justificación que necesitaba para no parecer injusto a ojos de los demás ni para repudiarla por estéril.

Pitt estaba perplejo. Era algo que ni siquiera le había pasado por la cabeza.

—¿William quería divorciarse de Sybilla? —repitió tontamente—. Nadie me lo había dicho.

—Oh, no. —La sonrisa de Eustace se hizo más confiada. Sacó las manos de los bolsillos y las apoyó en el respaldo de la silla—. Yo creo que de ahí venía la discusión que Emily creyó escuchar. Ahora que Sybilla va a tener por fin un hijo, eso cambia las cosas. Por el bien del niño, William la ha perdonado y ha decidido aceptarla de nuevo. Y por supuesto ella está muy arrepentida. Imagino que su comportamiento será en el futuro como todos deseamos. —Su rostro brilló de satisfacción.

Pitt se quedó sin habla. No tenía la menor idea de si le estaba diciendo la verdad, pero por su somero conocimiento de las leyes de divorcio sabía que lo que decía Eustace era correcto: un hombre podía divorciarse de su mujer y dejarla en la calle por adúltera, pero una mujer no podía hacer nada semejante con la ley en la mano. El adulterio no venía al caso siempre y cuando fuera él, y no ella, quien lo cometiese.

—Veo que lo ha comprendido —decía Eustace, sin que Pitt aparentara escuchar—. Cuanto menos se hable de esto, mejor. Le he hecho una confidencia. Me consta que no la divulgará. Confío en su discreción. Estos asuntos son cosa de marido y mujer. —Abrió las manos con las palmas hacia arriba en un gesto de confianza de un hombre razonable a otro—. Se lo he contado sólo para que lo comprendiera. El pobre William ha tenido que aguantar mucho, pero ahora podría estar a las puertas de la felicidad. Es una tragedia que la pobre Emily no consiguiera dominarse, unos cuantos días y todo habría vuelto a su cauce. Una tragedia. —Sorbió por la nariz—. Pero puede estar tranquilo de que nos ocuparemos de ella; estará muy bien cuidada.

—No pienso irme —dijo Pitt, sintiéndose como un tonto. Debía verse ridículo en medio de aquella estancia llena de reliquias familiares, y con el propio Eustace tan firme como la madera de las sillas. Pitt tenía el pelo revuelto, llevaba la corbata torcida y la chaqueta otro tanto, y dos pañuelos de George en el bolsillo. A Eustace le lustraba las botas cada día un limpiabotas; las de Pitt tenían remiendos y se las limpiaba Gracie, cuando se acordaba de hacerlo y tenía tiempo—. Aún no he terminado —insistió.

—Como quiera. —Eustace pareció decepcionado pero no preocupado—. Haga todo lo que juzgue necesario, pero con la máxima prudencia. No quisiera que se quedara sin empleo. En la cocina le darán de cenar, si quiere. Y a su compañero Stripe, por supuesto.

Stripe se alegró mucho de cenar en la cocina, no porque tuviera la menor esperanza de descubrir nada relativo al caso, sino porque Lettie Taylor también estaba allí, limpia y bonita como un jardín y, en opinión de Stripe, igual de agradable. Estuvo todo el tiempo mirando al plato, muriéndose de ganas de levantar la vista pero demasiado cohibido para hacerlo. No estaba acostumbrado a comer rodeado de tan formal y hasta jerárquica compañía. El mayordomo ocupaba la cabecera de la mesa como el padre de una gran familia, y el ama de llaves el extremo opuesto, como haría una madre. El mayordomo presidía como si se tratara de una importante función y, en consecuencia, el ritual era estricto. Los lacayos y criadas más jóvenes no abrían la boca a menos que así se les pidiera. Las doncellas, tanto las residentes como las de las invitadas, formaban a todas luces una clase aparte. Los lacayos de más edad, las cocineras y las camareras se sentaban en el centro y llevaban el peso de la conversación.

Los modales eran casi tan refinados como en el comedor principal y la charla prácticamente igual de afectada, pero el ambiente era bastante más hogareño. Los modales de los más jóvenes eran corregidos con paternal familiaridad. Había risitas, sonrojos, malas caras, tal como Stripe recordaba haberlos visto en su propia casa cuando él era pequeño. Los criterios, no obstante, eran extraños y severos: los codos a los costados, si no te comías la verdura no había budín, nada de cortar los guisantes con cuchillo; hablar con la boca llena significaba regañina inmediata, lo mismo que dar una opinión no solicitada. Hablar de fallecidos habría sido de increíble mal gusto; hablar de asesinato, impensable.

Stripe dirigió una mirada furtiva a Lettie, muy tiesa con su encaje blanco sobre el vestido negro, y descubrió que ella también le miraba. Sus ojos eran igual de azules bajo la luz artificial. Stripe apartó rápidamente la vista, pero le daba vergüenza comer por miedo a que se le pudiera escapar algún guisante del plato y fuera a parar al reluciente mantel.

—¿No le gusta la comida, señor… Stripe? —preguntó lacónica el ama de llaves.

—Oh, es excelente, señora, gracias —respondió él. Como vio que todos le seguían mirando, le pareció que faltaba algo y añadió—: Yo… creo que tenía la cabeza en otra parte.

—¡Espero que no se le ocurra hablar de eso aquí! —La cocinera resopló con aversión—. ¡Faltaría más! Rosie se nos ha puesto histérica, Marigold ha sido despedida y sabe Dios dónde andará. ¡No sé adónde iremos a parar, de verdad que no lo sé!

—En ninguna de las casas donde he trabajado tuvo que entrar nunca la policía —dijo arrogante la doncella de Sybilla—. Jamás. Si todavía estoy aquí es sólo por mi sentido de la lealtad.

—¡Y aquí igual! —replicó Lettie tan deprisa que no tuvo tiempo de pensar lo que decía—. ¿Qué quieres? ¿Que nos dejemos asesinar en nuestra propia cama sin nadie que nos proteja? Yo me alegro mucho de que la policía esté aquí.

—¡Ya! Tú desde luego —dijo con rudeza el ama de llaves.

Lettie se ruborizó.

—Pues no sé por qué lo dice. —Agachó la cabeza, y una de las criadas sofocó una risa en su servilleta al ver que el mayordomo la miraba con mala cara.

Stripe sintió un imparable deseo de defender a Lettie. ¡Cómo se atrevían a insultarla, a hacerle pasar vergüenza!

—Su actitud es muy gallarda, señorita —dijo mirándola—. Hay que entender la adversidad y abordarla con entereza. En momentos así la mejor cura es el sentido común. Se evitarían muchos problemas si hubiera más gente sensata.

—Gracias, señor Stripe —dijo recatadamente Lettie. Pero el rubor siguió ascendiendo por sus mejillas, y Stripe se atrevió a pensar que era de gusto.

Pasaron a hablar de trivialidades hasta el final de la cena, pero cuando Stripe ya no sabía qué más preguntar y Pitt había terminado su tarea en la otra parte de la casa, llegó el momento de irse. Lo hizo compungido, aunque luego se sintió ridículamente alborozado cuando Lettie volvió a la cocina con un pretexto vago, captó su mirada y le dijo buenas noches, para después, con un elegante vuelo de su falda, desaparecer escaleras arriba en dirección al zaguán.

Stripe abrió la boca para responder al saludo, pero demasiado tarde. Se dio la vuelta y al ver a Pitt sonriendo supo que su admiración —todavía lo llamaba así— por Lettie se le notaba demasiado en la cara.

—Muy bonita —dijo Pitt en señal de aprobación—. Y sensata.

—Oh, sí, señor.

—Pero sospechosa, Stripe —añadió Pitt, divertido—, muy sospechosa. Creo que debería usted preguntarle muchas más cosas, a ver qué sabe.

—¡Pero señor! Si ella es… Ah. —Reparó en la mirada de Pitt—. Sí, señor, cómo no, señor. Mañana a primera hora, señor.

—Bien. Que tenga suerte, Stripe.

Pero Stripe estaba demasiado emocionado para dar las gracias.

Arriba, en el comedor familiar, la cena iba mucho peor de lo que Charlotte había imaginado. Todos estaban presentes, incluida Emily, con la cara lívida de pena. Las mujeres iban de negro o de gris salvo tía Vespasia, que nunca transigía. Ella vestía de color lavanda. El primer plato fue servido en medio de un silencio casi absoluto. Para cuando habían dejado enfriar la sopa y apartado el pescado blanco con una salsa que parecía cola de pegar, la sensación de opresión era insostenible.

—¡Qué impertinencia! —explotó de pronto la señora March.

Todos se quedaron de piedra, preguntándose horrorizados a quién se estaría dirigiendo.

—¿Cómo dice? —Jack Radley la miró arqueando las cejas.

—El policía… ese Spot o como diablos se llame —prosiguió ella—. Se dedicó a hacer preguntas a la servidumbre sobre cosas que no son de su incumbencia.

—Stripe —dijo en voz muy baja Charlotte. No importaba, pero se alegró de tener una excusa para replicar.

La señora March le lanzó una mirada asesina.

—¿Cómo dice?

—Stripe —repitió Charlotte—. El policía se llama Stripe, no Spot.

—Bueno, pues Stripe, da igual. Yo pensaba que usted tenía cosas más importantes en la cabeza que el apellido de un policía. —La señora March la miró fijamente, con frialdad—. ¿Qué va a hacer con su hermana? No esperará que nosotros carguemos con esa responsabilidad. ¡Sabe Dios qué más puede llegar a hacer!

—Eso sobra —dijo Jack Radley, furioso. Se produjo un fugaz y glacial silencio, pero él no se arredró—. Emily ya tiene bastante sin que nosotros nos dediquemos a especular cruelmente y sin datos fidedignos.

La señora March levantó la barbilla y carraspeó.

—Puede que los suyos no lo sean, señor Radley, aunque me atrevería a dudarlo. Los míos desde luego lo son. Usted quizá conozca a Emily más íntimamente que yo, pero no la conoce desde hace tanto tiempo.

—¡Por el amor de Dios, Lavinia! —terció Vespasia de mal humor—. ¿Es que has olvidado los buenos modales? Emily acaba de enterrar a su marido, y tenemos invitados a la mesa.

Las mejillas de la señora March enrojecieron.

—¡No permito que me censuren en mi propia casa! —dijo exasperada, casi chillando.

—Como no sales casi nunca, yo diría que es el único sitio donde es posible hacerlo —le espetó Vespasia.

—¡No podía esperar menos de ti! —Se volvió para fulminar a Vespasia y volcó un vaso de agua.

El vaso rodó por el mantel y goteó sobre el regazo de Jack Radley, pero la escena lo tenía demasiado paralizado como para moverse.

—Tú estás muy acostumbrada a tener en casa a gente de lo más vulgar —continuó la señora March—, haraganeando, fisgoneando y hablando de obscenidades.

Sybilla boqueó. Jack Radley miró fascinado a Vespasia.

—¡Qué tontería! —Tassie salió rápidamente en defensa de su abuela preferida—. Nadie es vulgar delante de la abuela; ¡ella no lo permitiría! Y el agente Stripe sólo está cumpliendo con su obligación.

—Y si nadie hubiera asesinado a George, él no tendría nada que hacer en Cardington Crescent —señaló Eustace exasperado—. Y no seas impertinente con tu abuela, Anastasia, o tendré que pedirte que termines de cenar en tu habitación.

Tassie se encendió, pero rehusó replicar. No sería la primera vez que su padre la echaba, y sabía que no le iba a costar hacerlo ahora.

—Tía Vespasia no tiene la culpa de que George haya muerto —dijo Charlotte por ella—. ¿O está insinuando que ella le asesinó?

—En absoluto. —La señora March volvió a sorber por la nariz, entre irritada y desdeñosa—. Que Vespasia sea una excéntrica, o que incluso esté un poco senil, no quita que sea de la familia. Jamás haría una cosa tan horrenda. Y además no es tía suya.

—Has empapado al pobre señor Radley, Lavinia —dijo bruscamente Vespasia—. Ten un poco de cuidado, por favor.

La reprimenda era tan trivial y tonta que consiguió silenciar a la señora March, y el siguiente plato pudo ser servido en un ambiente de paz transitorio.

Eustace inspiró hondo y sacó pecho.

—Nos esperan momentos muy desagradables —dijo mirándolos a todos uno a uno—. Por más debilidades que podamos tener como individuos, ninguno de nosotros quiere un escándalo. —Dejó flotar la palabra. Vespasia cerró los ojos y suspiró. Sybilla permaneció muda, ajena a todos, ensimismada. William miró a Emily, y entonces su rostro registró un destello de profunda y casi hiriente piedad.

—No sé cómo podemos evitarlo, papá —dijo Tassie—, si realmente fue un asesinato. Yo más bien creo que fue algún tipo de accidente, a pesar de lo que dice Pitt. ¿Por qué iba nadie a querer matar a George?

—Eres muy joven, pequeña —dijo la señora March frunciendo ligeramente los labios—. Y muy ignorante. Hay multitud de cosas que desconoces, y es probable que no las aprendas nunca a menos que engordes un poco y consigas disimular esas pecas. Para los demás está perfectamente claro, por muy desagradable que sea. —Dejó que sus ojos azules de pez volvieran a posarse en Emily.

Tassie iba a replicar pero se contuvo. Charlotte no pudo evitar un acceso de ira; nada la mortificaba tanto como ser tratada con condescendencia.

—Tampoco yo veo ninguna razón para que alguien matara a George —dijo.

—Claro, usted no podía decir otra cosa. —La señora March la miró malévolamente—. Yo siempre he opinado que George no se casó con quien debía.

A Charlotte se le encendieron las mejillas y la sangre empezó a latirle en las sienes. La mirada acusadora de la anciana era demasiado clara para interpretarla erróneamente. Ella pensaba que Emily había asesinado a George y pretendía que se la castigara por ello.

Tragó aire y luego hipó ruidosamente. Todos la estaban mirando, y sus caras eran como un mar pálido donde se reflejaban ojos horrorizados, compasivos, acusadores. Hipó de nuevo.

William se inclinó, le sirvió agua en el vaso y se lo tendió. Ella lo cogió en silencio, hipando una vez más, y luego bebió un trago y trató de aguantar la respiración, con la servilleta en los labios.

—Pero al menos se casó con quien quería —intervino Vespasia con voz más fría que el hielo—. George tuvo que apechugar con su propia familia, que no respetaba sus deseos, y creo que en más de una ocasión lo consideró una verdadera carga.

—¡Tú no sabes qué es la lealtad! —exclamó Eustace con una nota de advertencia en la voz.

—Desde luego —concedió Vespasia—. Siempre he considerado un valor espurio el defender lo que está mal sólo porque uno esté emparentado con quienes lo perpetran.

—Si… —Eustace evitó los ojos de Charlotte y miró a Emily—. Si descubrimos que el culpable es alguien de la familia, eso no nos impedirá cumplir con nuestro deber, por más doloroso que sea, y hacer que lo encierren. Pero con discreción. No queremos que los inocentes sufran también; hay que mantener el buen nombre de la familia. —Dedicó una sonrisa a Sybilla—. Hay personas ignorantes que pueden ser muy crueles. Son capaces de embadurnarnos a todos con la misma pincelada. Y ahora que por fin Sybilla nos va a dar un hijo —su tono fue de pronto jubiloso; miró a William con aire conspirador—, y confiamos que sea sólo el primero, hemos de mirar por el futuro.

Emily experimentó una sensación de sofoco. Miró a la señora March, que apartó la vista y secó estúpidamente el agua que había derramado por el mantel, pero el agua ya había calado. Jack Radley le sonrió a medias.

William había comido poco y ahora apartó su plato. Tenía la cara tan pálida como la salsa del pescado. Emily le conocía lo suficiente para saber que era un hombre extremadamente reservado, una discusión tan abierta sobre un tema de índole tan personal le resultaba angustiosa. Dirigió la vista hacia Sybilla. Pero ella ya no miraba a William sino a Eustace, con una expresión llena de odio que difícilmente pudo éste pasar por alto. Tassie levantó su copa de vino, que se le escurrió entre los dedos, rompiéndose sobre la mesa y derramando el vino. Emily no tuvo duda de que lo había hecho adrede. Tenía los ojos muy abiertos, como fosos en su cara.

Sybilla fue la primera en recobrarse. Se obligó a sonreír con doloroso esfuerzo.

—No pasa nada —dijo con voz ronca—. Es vino blanco; seguro que se podrá lavar bien. ¿Quieres un poco más?

Tassie abrió la boca sin emitir sonido alguno y la cerró otra vez.

Emily miró a William, quien le devolvió la mirada, lívido y con un revoltijo de emociones que ella no pudo descifrar. Podría haber sido cualquier cosa, seguramente compasión hacia ella; quizá él también creía que había matado a George en un arrebato de celos y por eso la compadecía. Incluso podía ser que la comprendiera. ¿Era Eustace, con su complacencia, su infinita energía, su virilidad que había acabado con Olivia, quien había oscurecido durante tanto tiempo el matrimonio de William? ¿Temía éste que Sybilla pudiera morir de excesivos partos como le había pasado a su madre? ¿O en el fondo nunca había querido del todo a Sybilla? Tal vez quería a otra. La buena sociedad estaba llena de matrimonios vacíos; puesto que el matrimonio era el único estado socialmente aceptable para una mujer, uno no podía permitirse ser quisquilloso.

Miró a Eustace, pero éste había vuelto a su comida. Tenía muchas cosas en que pensar: salvar a su familia del desquicio, evitar un escándalo y preservar la reputación de los March, especialmente la de William y Sybilla, ahora que el tan deseado heredero estaba en camino. Emily era un estorbo que amenazaba rápidamente, si había que creer a la anciana, con convertirse en algo mucho peor. Cortó una rebanada de pan haciendo rechinar el cuchillo en su plato, y siguió absorto en sus pensamientos.

Emily miró a Jack Radley, al otro lado de la mesa. Sus ojos eran sorprendentemente suaves. Él la había estado observando. Emily cayó en la cuenta de que le había visto muy a menudo esa misma expresión en los últimos días. Se sentía atraído por ella, y mucho, era algo que iba más allá de un coqueteo trivial.

¡Santo Dios! ¿Habría matado a George para conseguirla? ¿Pensaba realmente que ahora se casaría con él? La habitación se bamboleó y notó un zumbido en los oídos como si estuviera bajo el agua. Las paredes se desdibujaron y de pronto no pudo respirar. Tenía demasiado calor… se asfixiaba…

—¡Emily! ¡Emily! —La voz sonaba en un eco confuso, pero al mismo tiempo muy próxima. Emily estaba medio recostada en una de las sillas, en una posición precaria e incómoda. Tenía la impresión de que podía resbalar en cualquier momento. La voz era de Charlotte—. No te asustes —musitó—. Te has desmayado. Has aguantado demasiado. El señor Radley te llevará arriba y yo te ayudaré a meterte en la cama.

—Le diré a Digby que te suba una tisana —añadió tía Vespasia.

—¡No necesito que me lleven a cuestas! —protestó Emily—. Sería ridículo. Y por qué no puede traerme Millicent la tisana; además, no quiero tomar nada.

—Millicent está trastornada —respondió Vespasia—. Se echa a llorar por nada y a ti no te conviene eso. La he dejado en la cocina hasta que consiga dominarse. Tú harás lo que se te dice y no causarás más problemas desmayándote por ahí.

—Pero tía Vespasia… —Antes de que la queja cobrara forma Jack Radley la rodeó con los brazos y la levantó en vilo—. ¡Esto es ridículo! —exclamó Emily—. ¡Soy perfectamente capaz de caminar!

Él no le hizo caso y, mientras Charlotte iba delante abriendo puertas, la subió hasta su habitación. La depositó en la cama sin decir nada, pero antes de marcharse le tocó suavemente el brazo.

—Supongo que ahora no importa —dijo Charlotte mientras le desabrochaba el vestido—, pero tu exceso de encanto por recuperar a George pudo haber atraído también a otros. No deberías estar sorprendida.

Emily contempló el dibujo de la colcha. Dejó que Charlotte siguiera con los botones; no quería que se marchara.

—Estoy asustada —dijo—. La señora March piensa que maté a George porque hacía el amor con Sybilla. Prácticamente ha dicho eso.

Como Charlotte no contestó, Emily volvió la cabeza y la miró. Estaba seria, y sus ojos parecían tristes y nublados.

—Por eso tenemos que descubrir qué pasó exactamente, por más doloroso que sea. Mañana tengo que hablar con Thomas y ver qué ha averiguado.

Emily no respondió. El miedo iba creciendo en su interior, rugía en el abismo de la soledad; el dolor era punzante como el hielo. El peligro se cernía sobre ella. Si no averiguaba la verdad pronto, tal vez nunca lograría escapar.

Charlotte despertó de noche con la piel erizada de miedo, el cuerpo rígido y los puños apretados. Algo horrible la había sacado del cálido capullo del sueño.

Lo oyó otra vez; un grito agudo y penetrante rompiendo el silencio de la casa. Se incorporó arrebujada en las sábanas como si tuviera frío, aunque estaban en verano. No oyó nada más.

Se levantó despacio, y un escalofrío la recorrió cuando sus pies se apoyaron en la alfombra. Tropezó con una silla. Tardó más de lo habitual en acostumbrar la vista a la densa oscuridad del cuarto. ¿Qué encontraría en el rellano? ¿A Tassie? Su mente hervía de imágenes de sangre y cuchillos destellando al pie de la escalera. Se detuvo en mitad de la habitación, conteniendo la respiración.

Oyó otro sonido, unos pasos, y una puerta que se abría y se cerraba. Luego más pasos y ruidos sordos de gente adormecida.

Recogió la bata de la silla y se cubrió los hombros antes de abrir rápidamente la puerta. Al fondo del pequeño pasillo el rellano estaba iluminado. Alguien había encendido las luces. Cuando llegó a la escalera vio a tía Vespasia de pie junto a la jardinera de los helechos. Se veía vieja y muy delgada. Ella no recordaba haberla visto nunca con el pelo suelto. Eran como volutas plateadas y la luz reflejada lo hacía parecer vaporoso.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo Charlotte con la garganta tan seca que apenas le salían las palabras—. ¿Quién ha gritado?

Se oyeron pasos otra vez y Tassie apareció en la escalera que iba al piso superior. Se quedó mirándolas, pálida y asustada.

—No lo sé —respondió Vespasia—. Yo he oído dos gritos. Charlotte, ¿has ido a ver a Emily?

—No. —Ni siquiera había pensado en ella. Además, había creído que el ruido venía de la dirección opuesta, y de más lejos—. No creo que…

Pero en ese momento la puerta del dormitorio de Sybilla se abrió y Jack Radley salió vestido con un camisón de seda.

Charlotte sintió una punzada de desprecio, y al momento pensó cómo evitar que Emily se enterara de aquello. Se sentiría engañada por segunda vez. Aunque no le importara mucho Jack Radley, él sí había fingido que le importaba ella.

—No hay de qué preocuparse —dijo él con una sonrisa de circunstancias mientras se mesaba el pelo—. Sybilla tenía una pesadilla.

—No me diga. —Vespasia alzó las cejas con incredulidad.

Charlotte se sosegó.

—¿Sobre qué? —preguntó con sarcasmo y sin ocultar su desprecio.

En ese momento William salió de su habitación y se acercó al rellano con cara de engorro y confusión. Tenía cara de sueño y parpadeaba como si lo hubieran sacado a la fuerza de un olvido muy agradable.

—¿Sybilla está bien? —preguntó a Jack Radley.

—Creo que sí —respondió éste—. Ha llamado a su doncella.

Sin mirar a ninguno de los dos, Vespasia entró en el cuarto de Sybilla, abriendo la puerta del todo. Charlotte le siguió, en parte por la vaga idea de que podía ayudar allí pero también por curiosidad. Si Sybilla decidía alguna vez contar la verdad de lo que había pasado, nunca mejor que ahora, cuando aún no habría tenido tiempo para pergeñar una mentira.

Al entrar en la habitación se quedó de piedra. Todas sus ideas empezaron a girar como un torbellino al ver a Eustace, decentemente enfundado en un batín azul de cachemira y sentado en el borde de la cama, hablándole a Sybilla.

—Está bien, querida —decía—. Pide a tu doncella que te traiga algo caliente y un poquito de láudano. Debes quitarte esas cosas de la cabeza o acabarás enfermando. Sólo son fantasías. Lo que necesitas es descansar. ¡Se acabaron las pesadillas!

Sybilla estaba recostada sobre las almohadas, pero la cama mostraba un considerable desorden, las sábanas hechas un lío y las mantas torcidas, como si hubiera estado dando vueltas en sueños. Su cabellera suelta parecía un río de satén negro y su cara había palidecido, desorbitados los ojos. Miraba a Eustace con aire ausente, como si a duras penas comprendiera lo que le decía.

—A dormir —repitió Eustace. Luego se dio la vuelta y miró a Charlotte y a Vespasia como pidiendo disculpas—. Las mujeres soñáis con una intensidad especial, pero con una tisana y un poco de láudano por la mañana lo habrá olvidado todo. Duerme, querida —le dijo de nuevo a Sybilla—. Haz que te suban el desayuno.

Sonreía, pero su boca mostraba cierta tensión en las comisuras y el color de sus mejillas era subido. Parecía muy agitado, y Charlotte no podía culparle. El grito había sido espeluznante y la conducta aparente de Jack Radley no tenía excusa. Quizá Eustace hacía bien en intentar convencerla de que había sido una pesadilla, pese a que ella no podía esconder su absoluta incredulidad, como probaban sus ojos encendidos.

—Quítatelo de la cabeza —insistió Eustace—. Ahora mismo.

Charlotte miró hacia la puerta. William había cruzado el umbral y miraba a Sybilla con cara de ansiedad. Ella le sonrió y su rostro pareció distenderse completamente.

—¿Te encuentras bien? —dijo William. Eran palabras simples, banales incluso, pero denotaban una franqueza muy distinta del tono tranquilizador de Eustace. Éste hablaba en su propio interés; William se interesaba por ella.

Sybilla le sonrió.

—Sí, gracias. No creo que vuelva a pasar.

—Esperemos que no —dijo fríamente Vespasia, mirando hacia el rellano, donde Charlotte podía ver aún a Jack Radley.

—¡Por supuesto! —dijo éste con más vehemencia de la necesaria. Encontró la mirada de Sybilla y añadió—: Pero si tiene miedo u otra pesadilla —recalcó la palabra—, grite otra vez. Acudiremos, se lo prometo. —Y se alejó con su camisón de seda y las piernas desnudas, camino de su habitación.

—¡Santo Dios! —musitó Vespasia.

—Bueno —empezó torpemente Eustace, frotándose las manos—, todos nos hemos asustado un poco. —Carraspeó—. Cuanto menos se hable de esto, antes se arreglará. No volveremos a comentarlo. Todo el mundo a la cama, a ver si dormimos un poco. Gracias por acudir, señora Pitt, ha sido muy amable, pero ahora no puede hacer nada más. Si necesita unas hierbas o un vaso de leche, llame a una de las criadas. Menos mal que mamá no se ha despertado. La pobre ya tiene bastante que soportar… —Se interrumpió, sin mirar a nadie—. Bien. Buenas noches.

Charlotte fue hacia Vespasia y, sin pararse a considerar el gesto, le rodeó la cintura con un brazo, notando con un sobresalto lo delgada y tiesa que estaba.

—Vamos —dijo suavemente—. Sybilla estará bien, pero tú deberías tomar algo caliente. Te prepararé una infusión.

Vespasia no se zafó del abrazo; se sentía casi agradecida. Su hija estaba muerta, y ahora George también. Tassie era demasiado joven y estaba muy asustada.

—Avisaré a Digby —dijo—. Ella me traerá un poco de leche.

—No hace falta. —Charlotte la acompañó al rellano—. Yo también sé calentar leche. En mi casa lo hago cada día, y además no me importa.

Vespasia esbozó una sonrisa.

—Gracias, querida. Ha sido una noche inquietante, y no me consuelan nada las optimistas previsiones de Eustace. Creo que no sabe por dónde pisa. Empiezo a pensar que nosotros tampoco.

Charlotte se levantó tarde y con una jaqueca espantosa. El té caliente que le llevó Lettie no le sirvió de mucho.

La criada descorrió las cortinas y le preguntó si tenía que preparar alguna ropa especial, y si tomaría un baño.

—No, gracias. —Charlotte rehusó porque no quería perder tiempo. Tenía que ver cómo estaban Vespasia y Emily y, si era posible, Sybilla. Lo de anoche había sido mucho más que un mal sueño; la mirada de Sybilla denotaba un odio manifiesto, su voz una firmeza más allá de los efectos de una pesadilla.

Pero Lettie se quedó en mitad de la alfombra iluminada por el sol.

—Imagino que el inspector debe saber muchas más cosas que nosotros, señora —dijo en voz baja.

Charlotte pensó que Lettie estaba asustada. No era sorprendente, dadas las circunstancias.

—Estoy segura de ello —dijo con tono tranquilizador, aunque ella no estaba en absoluto tranquila.

Pero Lettie no se movió.

—Debe de ser muy interesante… —Titubeó—. Estar casada con un policía, quiero decir.

—Sí, lo es. —Charlotte alcanzó la jarra de agua y Lettie llenó el lavamanos.

—¿Es un oficio muy peligroso? —prosiguió Lettie—. ¿Alguna vez le han… herido?

—A veces es peligroso, sí. Pero nunca le han herido de gravedad. Normalmente sólo es un trabajo duro. —Charlotte alargó el brazo y Lettie le pasó la toalla.

—¿A usted le gustaría que tuviese otro empleo, señora?

Era una pregunta impertinente, y por primera vez Charlotte se dio cuenta de que Lettie preguntaba en su propio interés. Dejó la toalla y miró sus ojos azules con curiosidad.

—Perdón, señora. —La chica se ruborizó.

—La respuesta es no —dijo Charlotte—. Al principio me fue difícil acostumbrarme, pero ahora no querría que hiciese otra cosa. Es su trabajo, y lo hace muy bien. Cuando una quiere a alguien, quiere que haga lo que le gusta. De lo contrario no sería feliz. ¿Por qué lo pregunta?

El rubor de Lettie subió de intensidad.

—Oh, por nada, señora. Sólo… sólo era una tontería. —Se volvió y se puso a alisar el vestido que iba a ponerse Charlotte, ajustando innecesariamente la enagua y quitando invisibles motas de polvo.

Charlotte se enteró por Digby de que Emily seguía durmiendo. Había tomado láudano y no había despertado en toda la noche. Ni los gritos de Sybilla ni las idas y venidas en el descansillo habían turbado su sueño.

Esperaba que tía Vespasia se hubiera hecho subir el desayuno pero de hecho se la encontró en lo alto de la escalera, lívida y ojerosa, cogiéndose al pasamanos, la cabeza erguida y la espalda tiesa.

—Buenos días, querida —dijo quedamente.

—Buenos días, tía Vespasia. —Charlotte quería ir a la habitación de Sybilla, incluso despertarla si era necesario y preguntarle por lo de la víspera. No le habría costado aducir que estaba preocupada por ella. Pero Vespasia se veía tan frágil que le ofreció el brazo, algo que ni se le habría ocurrido hacer una semana atrás. La anciana lo aceptó con una sonrisa lánguida.

—No tiene sentido hablar con Sybilla —dijo secamente Vespasia mientras bajaban—. Si tenía ganas de decir algo lo habría hecho anoche. Hay muchas cosas de Sybilla que no alcanzo a entender.

Charlotte dejó que su primer pensamiento encontrara las palabras adecuadas.

—Ojalá pudiéramos evitar que Emily se entere. No me costaría nada estrangular a Jack Radley con mis propias manos. ¡Es tan absolutamente… chabacano!

—Reconozco que me ha decepcionado —concedió Vespasia meneando tristemente la cabeza—. Casi me había caído bien. Esto, como tú bien dices, es de lo más vulgar.

El desayuno destacó por la inusual ausencia de Eustace. No sólo estaban aún todas las ventanas cerradas y la vajilla sin tocar en el aparador, sino que había pedido que le subieran una bandeja. Tampoco se encontraba allí Jack Radley; le daría demasiado apuro enfrentarse a todos, se dijo Charlotte, que había pensado dejarle bien claro el desprecio que le merecía.

Pasaban de las once cuando fue a la salita en busca de papel de notas. Eustace estaba sentado al escritorio, con el tintero de plata abierto y una pluma en la mano, pero la hoja que tenía ante sí seguía totalmente blanca. Él la miró al oír sus pasos y Charlotte vio con incredulidad que tenía el ojo derecho hinchado y amoratado y un arañazo en una mejilla. Se quedó tan perplejo que no supo qué decir.

—Oh, ah… Buenos días, señora Pitt. Yo… he tenido un pequeño accidente. Me caí.

—¡Santo cielo! —dijo ella—. Espero que no se haya hecho mucho daño. ¿Ha avisado al doctor?

—¡No hace falta! Estoy perfectamente. —Cerró el tintero y se puso de pie, dando un respingo cuando cargó el peso sobre la pierna izquierda. Resopló.

—¿Está seguro? —dijo ella con más interés del que sentía. Lo que más la apremiaba era la curiosidad. ¿Cuándo había tenido lugar tan extraño accidente? Para haberse hecho todo aquello tenía que haberse caído por las escaleras, por lo menos—. Lo siento mucho —añadió apresuradamente.

—Muy amable de su parte —respondió él, mirándola brevemente. Pero luego, como si acabara de recordar un asunto urgente, salió cojeando al vestíbulo.

Durante el almuerzo, un hecho insólito sorprendió a Charlotte y la obligó a mejorar su opinión sobre Eustace: Jack Radley tenía la mano derecha inflamada y el labio partido e hinchado. Sin embargo, no dio ninguna explicación ni nadie se la pidió.

Charlotte hubo de concluir que Eustace le había visto a primera hora de la mañana y que le había zurrado por el desagradable lance en la habitación de Sybilla. Y, por primera vez, Charlotte le admiró por ello.

La propia Sybilla se dirigió a Jack Radley con tono perfectamente educado, amable incluso, aunque se la veía muy tensa. Mantenía la espalda rígida, y las escasas observaciones que hacía traslucían que tenía la mente en otra parte. Tal vez se sintiera un poco culpable. ¿Acaso, sin quererlo, había dado a entender que le agradaba la presencia de él?

Charlotte intentó comportarse con la máxima normalidad, sobe todo para evitar que Emily intuyera lo sucedido, al menos de momento. Tendría tiempo de sobra para esa clase de desengaño cuando estuviera en casa y no pudiera ver de nuevo a Jack Radley. Era preferible que creyera en pequeños accidentes, domésticos, por ahora.

Emily ignoraba por completo lo acaecido durante la víspera, y lo primero que notó fue, ya por la tarde, cuando bajó a sentarse en el gabinete a contemplar el sol sobre el invernadero. Vio brevemente a William pasar camino de su estudio. La miró con una expresión dolorida que ella tomó por compasión.

Tassie había ido a hacer buenas obras con el coadjutor, a visitar enfermos o algo semejante. La abuela decía que no hacía falta, que dadas las circunstancias podía haberse excusado. Pero Tassie insistió. Había ciertas tareas que no pensaba pasar por alto; al parecer había hecho una promesa y no quiso discutir más. Eustace no había estado presente y la anciana, por una vez, había perdido la batalla, retirándose a su tocador malhumorada.

Charlotte estaba con tía Vespasia, dejando que Emily pasara la tarde a solas. No parecía tener ganas de emprender alguna tarea femenina: pintar, bordar, tocar música. Había escrito ya todas las cartas necesarias, e ir de visita en las actuales circunstancias no era de recibo.

Así pues, Emily estaba sentada cuando Eustace entró cojeando aparatosamente. Pero hasta que él se volvió ella no le vio el ojo amoratado, apenas entreabierto.

—¡Oh! —Contuvo el aliento—. ¿Qué te ha pasado? ¿Te encuentras bien? —Emily se puso en pie sin pensarlo, como si Eustace necesitase su ayuda.

Él sonrió torpemente.

—Ah, es que tropecé —dijo sin atreverse a mirarla—. Ayer por la noche. No te preocupes. Supongo que William está en su estudio —señaló hacia el invernadero—, jugando otra vez con sus malditas pinturas. No es capaz de dejarlas ni cinco minutos. Uno pensaría que en estos momentos de congoja familiar, William podría ser de alguna ayuda. Pero no, él siempre ha huido de todo. —Giró en redondo, se estremeció de dolor al apoyar la pierna herida y se dirigió hacia la puerta del invernadero, dejando a Emily con la palabra en la boca.

Ella se sentó de nuevo, sintiendo aún más su dolorosa soledad. Pasaron varios minutos hasta que advirtió unas voces, inconexas por la distancia, las enredaderas, la fronda y los gruesos cortinajes de la puerta. Pero no había duda sobre su tono airado y el filo cortante de un acendrado odio.

—¡Si… como Dios manda, lo habrías sabido! —Era Eustace.

La respuesta de William fue un farfullar inaudible.

—… ¡que ya te habrías acostumbrado a eso! —le gritó Eustace.

—¡Todos conocemos tus grandes ideas! —Esta vez la respuesta de William fue clara y teñida de repugnancia.

—… la imaginación… no hacía falta… a tu madre. —La regañina de Eustace llegó incongruente tras la maraña de plantas.

—… madre… ¡por el amor de Dios! —gritó William encolerizado.

Emily se levantó, incapaz de continuar siendo oyente involuntaria de lo que parecía un asunto muy privado. Dudó entre salir por el comedor y dirigirse a otra parte de la casa, o tener el coraje de interrumpir y poner fin a la riña, al menos provisionalmente. Giró hacia el invernadero, luego hacia el comedor, y tuvo un sobresalto al ver a Sybilla en el umbral. Por primera vez desde que estaba en Cardington Crescent la expresión de angustia de Sybilla pudo con todo el odio de Emily y provocó un sentimiento de piedad que un día antes no hubiera podido concebir.

—… ¡te atreves! Yo no voy a… —La voz de William sonó otra vez con fuerza, preñada de emoción.

Sybilla casi corrió hacia el invernadero, tropezando con una silla, derribando flores y pisando con las prisas la húmeda marga de ambos lados del camino. Momentos después cesaron las voces y se produjo un silencio absoluto.

Emily respiró hondo, se obligó a relajar las manos y se encaminó al comedor. No deseaba quedarse allí para que la vieran los otros. Fingiría no haber oído nada; era la única salida.

En el zaguán principal se encontró con Jack Radley. Tenía el labio hinchado y se sostenía la mano derecha con dificultad. Él sonrió y hubo de sofocar un grito de dolor al abrírsele la herida del labio.

—Supongo que usted también ha tropezado… —dijo ella fríamente, pero al momento deseó haber proseguido su camino sin más.

Radley se lamió el labio y se lo palpó cautamente, pero su mirada seguía expresando gentileza.

—¿Eso le ha dicho él? —murmuró—. Qué va. Me peleé con Eustace y le pegué… y él a mí también.

—Es evidente —contestó ella sin el desprecio con que había intentado decirlo—. Me sorprende verle aún aquí. —Intentó dirigirse hacia la escalera, pero él se puso delante para impedirle el paso.

—Si espera que le dé una explicación, pierde el tiempo —dijo él con cierto retintín—. Soy fiel a las confidencias. Pero he de admitir que esperaba que al menos usted no sacara conclusiones precipitadas.

Emily sintió una punzada de bochorno.

—Lo siento —musitó—. Yo misma he deseado abofetear a Eustace más de una vez. Parece que usted se ha llevado la mejor parte.

Él sonrió, ajeno al hilillo de sangre que ahora teñía su barbilla.

—Mereció la pena —concedió—. Emily…

—¿Sí? —Y como él no dijo nada, ella añadió—: Tiene sangre en la cara. Sería mejor que fuera a lavarse. Y búsquese algún ungüento, o el labio le volverá a sangrar.

—Lo sé. —Apoyó suavemente la mano en el brazo de ella—. No se desanime, Emily. Descubriremos quién mató a George, se lo prometo.

De pronto, ella notó un nudo en la garganta y comprendió hasta qué punto estaba asustada, casi al borde del llanto. Ni siquiera Thomas parecía capaz de ayudarla.

—Por supuesto —dijo, apartando el brazo. Aquello era ridículo. No quería que él viese su debilidad, pero sobre todo no quería que supiese cuán agradable le encontraba, a pesar de que desconfiaba de él—. Gracias. Estoy segura de que lo dice sinceramente.

Subió apresuradamente por la escalera mientras Jack la contemplaba desde abajo. Luego torció hacia su habitación sin mirar atrás.