3
Emily despertó muy de mañana, antes incluso de que se levantaran las criadas, y meditó nuevamente sobre la situación. La crisis de la víspera había borrado su paralizante dilema. Tomó una decisión: ¡pelearía! Sybilla no iba a ganar porque Emily careciera del ingenio y la fuerza para plantear batalla, por más lejos que hubiera ido la cosa. Y se vio obligada a admitir que probablemente había ido no sólo lejos sino hasta el final (en vista de la prontitud con que George había buscado una excusa para dormir en el vestidor). Con todo, estaba decidida a hacer cuanto fuera posible por recuperar a su marido. Al fin y al cabo, ya se lo había ganado una vez, y contra muchas esperanzas.
Si seguía dejándose ver tan mal como se sentía, acabaría incomodando al resto de la casa y siendo objeto de una compasión que no podría olvidar fácilmente, incluso cuando todo acabara y ella resultara vencedora. Pero, por encima de todo, a George no le iba a hacer ninguna gracia; como a muchos hombres, le gustaban las mujeres alegres y atractivas con suficiente sentido común para guardarse los problemas para sí. Un exceso de sentimentalismo, sobre todo en público, le pondría a él en una situación de extrema incomodidad. Y en lugar de alejarlo de Sybilla, eso no haría sino arrojarlo más aún en sus brazos.
Por tanto, iba a representar el papel de su vida. Sería tan absolutamente encantadora y fascinante que Sybilla le parecería a George una copia sosa, una sombra del modelo verdadero: Emily.
Durante tres días consiguió mantener la pantomima sin fallos notables. Si en algún momento estuvo a punto de llorar, le pareció que nadie lo advertía excepto quizá Vespasia, que siempre lo notaba todo. Pero eso le daba igual. Tras su inefable elegancia y su humor radical, la anciana era la única persona que la quería.
Sin embargo, en ocasiones había resultado tan duro que se sintió abrumada por la futilidad del empeño. Tenía que fallar antes o después. Sabía que su voz sonaba apagada, que su sonrisa debía de ser enfermiza. Pero puesto que no podía hacer otra cosa, tras un momento de soledad —quizá yendo de una habitación a otra—, había renovado sus esfuerzos tratando con todo su empeño de ser divertida, considerada y cortés. Incluso hizo lo posible por ser educada con la señora March, aunque no pudo resistirse a usar su agudeza cuando ella no estaba presente, para gran regocijo de Jack Radley.
Al tercer día, en el transcurso de la cena, la cosa se puso muy difícil. Estaban todos vestidos con formalidad, Emily de verde claro, Sybilla de añil, en torno a la monstruosa mesa de caoba. Las cortinas de terciopelo rojo oscuro, sobrecargadas de festones, y el exceso de cuadros en las paredes sofocaban a Emily. Resultaba casi insoportable forzarse a sonreír, sacar de la imaginación algún comentario frívolo y agudo. Apenas tocó la comida del plato, y sólo se limitó a beber y beber vino.
No podía hacer algo tan obvio como coquetear con William; todo el mundo, hasta George con todo su desinterés, lo habría considerado un desquite. Los afilados ojos de la anciana March no se perdían detalle. Era viuda desde hacía cuarenta años y presidía su reino doméstico con voluntad de hierro e insaciable curiosidad.
Emily debía ser tan entretenida y encantadora como todos —incluida Sybilla—, tal como correspondía a una mujer de su posición, por más que le costara. Procuró no contar historias mejores que las de los demás, y reír cuando la miraban, para parecer sincera.
Buscó el cumplido más idóneo y más fácilmente creíble, y escuchó con atención las interminables y aburridas anécdotas de Eustace sobre sus proezas atléticas de joven. Era un ferviente partidario del «mente sana en cuerpo sano», y no se fiaba de los estetas. Su desilusión estaba implícita en cada frase, y al ver la cara tensa de William, a Emily le resultó cada vez más difícil aguantarse y seguir poniendo cara de educado interés.
Tras los dulces, y sin que quedara otra cosa sobre la mesa que helado de vainilla, agua de frambuesa y un poco de fruta, Tassie mencionó una soirée a la que había asistido y lo mucho que se había aburrido allí, lo cual le ganó una mirada de aversión por parte de su abuela. Eso trajo algo a la memoria de Emily. Miró a Jack Radley con una leve sonrisa.
—Pueden ser malísimas —dijo—. Pero también pueden ser estupendas.
Tassie, que estaba en el mismo lado de la mesa y no podía ver la cara de Emily, era ajena a su estado de ánimo.
—Había una soprano muy gorda que cantaba bastante mal —explicó Tassie—. Y era todo demasiado serio.
—También lo era la mejor función que yo haya visto jamás. —Emily sintió que la escena se hacía más clara en su memoria—. Charlotte y yo llevamos un día a mamá. Fue maravilloso…
—¿De veras? —dijo fríamente la señora March—. No sabía que les gustara la música.
Emily mantuvo su expresión dulce, haciendo caso omiso de la indirecta, y miró fijamente a Jack Radley. Con creciente placer, supo que lo tenía pendiente de ella como le habría gustado tener a George, y exactamente con la misma clase de excitación.
—¡Siga! —le urgió él—. ¿Qué hay de maravilloso en una soprano obesa que canta muy seria y bastante mal?
William se estremeció. Al igual que Tassie, era delgado, susceptible y pelirrojo, aunque su pelo era más oscuro y sus rasgos más afilados por un dolor interior que aún no había hecho mella en su hermana.
Emily lo relató tal como había pasado.
—Era una mujer grande, ardiente, de cutis sonrosado. Llevaba perlas y flecos por todo el vestido, de modo que al moverse flameaba. La señorita Arbuthnot la acompañaba al piano. Era muy delgada y vestía de negro. Estuvieron hablando un rato sobre las partituras y luego la soprano se adelantó para anunciar que cantaría Home Sweet Home, que como sabéis es difícil y muy sentimental. Después, para animarnos un poco, nos interpretaría Three Little Maids, la deliciosa canción de Yum-Yum en El Mikado.
—Eso está mejor —concedió Tassie—. Mucho mejor. De todos modos, se aleja bastante de la idea que yo tengo de Yum-Yum. —Tarareó alegremente un par de compases.
—Decir «maravilloso» es exagerar mucho —dijo Eustace en tono crítico—. Una buena canción echada a perder.
Emily no hizo caso.
—La soprano nos miró a todos —continuó—, compuso un gesto de profunda emoción y empezó lenta y solemnemente con gran sentimiento… ¡sólo que el piano tocó los trinos y gorjeos de un ritmo retozón!
Al principio sólo Jack Radley entendió lo ocurrido.
—«Yo, que siempre fui tan sumisa…» —parodió Emily, a un tiempo alocada y lastimera.
—Da-di-di-dum-dum, da da dii-ii —cantó Jack alborozado.
—¡No me lo puedo creer! —Los ojos de Tassie se iluminaron, y se echó a reír.
Sybilla la imitó, y hasta Eustace sonrió un poco a su pesar.
—Dejaron de cantar y tocar, coloradas como tomates —explicó Emily entusiasmada—. La soprano balbució una disculpa, dio media vuelta y embistió hacia el piano, donde la Arbuthnot rebuscaba entre las partituras, que se le iban cayendo al suelo. Las recogieron entre las dos, murmurando de furia y esgrimiéndose dedos mutuamente, mientras todos aguardábamos como si no hubiéramos notado nada. Nadie decía palabra, y Charlotte y yo no nos atrevíamos a mirarnos por si una de las dos explotaba de risa. Llegaron finalmente a un acuerdo: la pianista preparó una partitura y la soprano se aproximó al frente del escenario. Entonces aspiró mucho aire, rompiendo casi el collar que ceñía su garganta, y con tremendo aplomo comenzó una fogosa interpretación: «Tres doncellas somos, salidas de la escuela, rebosantes estamos de aniñada alegría»… —Emily dudó, mirando a los ojos azul oscuro de Jack Radley—. Pero por desgracia la Arbuthnot estaba aporreando los majestuosos acordes de Home Sweet Home con expresión de intensa añoranza.
Esta vez, hasta la anciana March dejó escapar una sonrisa. Tassie no podía aguantarse la risa y el júbilo fue general.
—Siguieron adelante durante tres minutos —dijo Emily después—, cada vez a más volumen para ver quién hacía callar a la otra, hasta que los candelabros empezaron a tintinear. Charlotte y yo no pudimos aguantar más. Nos levantamos en el mismo momento y salimos sorteando sillas a toda velocidad, pisando a la gente, hasta que alcanzamos el vestíbulo y casi nos caímos de bruces, agarradas la una a la otra. Luego nos reímos hasta que no pudimos más. Mamá no tuvo valor para enfadarse con nosotras.
—¡Ah! Qué recuerdos me trae todo eso —dijo Vespasia con una sonrisa mientras se secaba las lágrimas—. Yo he asistido a muchas veladas espantosas. ¡Ahora no podré escuchar a una soprano seria sin acordarme de esto! Hay muchas cantantes horribles a las que me gustaría que les pasara algo parecido, sería un consuelo para el público en general.
—Lo mismo digo —dijo Tassie—. Empezando por Beamish y sus canciones de inmaculada feminidad. Digo yo que con un poco de previsión quizá se podría arreglar —añadió esperanzada.
—¡Anastasia! —exclamó la señora March con voz gélida—. No harás nada de eso. Sería de muy mal gusto y poco serio. Te prohíbo que pienses en ello siquiera.
Pero Tassie no sofocó su radiante sonrisa.
—¿Quién es ese Beamish? —preguntó Jack Radley curioso.
—El vicario —dijo Eustace, glacial—. Oyó usted su sermón el domingo.
Tía abuela Vespasia contuvo una carcajada y se puso a sacar huesos de sus uvas con cuchillo y tenedor de plata, dejándolos uno a uno con elegancia en el borde del plato.
La señora March esperó impaciente. Por último, se puso en pie con mucho frufrú de faldas y tirando del mantel para hacer sonar la cubertería, y George hubo de atrapar un vaso que estaba a punto de caer.
—Es hora de que las señoras se retiren —anunció en alto, mirando con dureza primero a Vespasia y luego a Sybilla. Sabía que Tassie y Emily no se atreverían a desobedecer.
Vespasia se puso en pie con la gracia que no había perdido; ese aire de moverse siempre a su propio ritmo, y que los demás decidieran si querían seguirlo o no. Las otras la imitaron a regañadientes: Tassie con timidez; Sybilla esbelta, sonriendo a los hombres; Emily con la deprimente sensación de haber ganado una victoria pírrica y no haber podido saborearla.
—Estoy segura de que se podría inventar algo —dijo Vespasia en voz baja a Tassie—. Con un poquito de imaginación.
—¿De qué hablas, abuela?
—Del señor Beamish, ¡de qué si no! Hace años que ansío borrar esa sonrisita de su cara.
Pasaron junto a Emily cuchicheando y fueron hacia el gabinete. Espacioso y fresco con sus tonos verde claro, era una de las pocas habitaciones de la casa cuya anticuada decoración Olivia March había podido cambiar; el gusto de la anciana March venía dictado por una época en que el valor y la sobriedad de uno venían dados por el peso del mobiliario. La moda había cambiado y el criterio actual era el estatus y la novedad. Pero el gusto de Olivia provenía del período oriental, en torno a la Exposición Internacional de 1862, y el gabinete era acogedor, lleno de colores suaves y con los muebles justos para sentirse cómodo allí, muy lejos del tocador de la anciana March. El otro saloncito de la planta baja era un paisaje rosa fuerte salpicado de jardineras, fotografías y antimacasares y con colgaduras sobre la chimenea y el piano.
Emily las siguió y tomó asiento después de ofrecer una ayuda simbólica a la señora March. Debía seguir representando su papel hasta que estuviera a solas en su cuarto. Las mujeres lo notaban todo: observarían el menor deje en su voz, y lo interpretarían después con minuciosidad.
—Gracias —le dijo escuetamente la señora March, arreglándose las faldas y atusándose el pelo. Era espeso y de un gris pardo, cuidadosamente peinado a la moda de una treintena de años atrás, cuando la guerra de Crimea.
Emily pensó por un momento lo que habría tardado la doncella en peinárselo así. No había un solo mechón fuera de sitio, ni lo había habido en el desayuno o en el almuerzo. ¿Sería una peluca? Le habría encantado averiguarlo.
—Muy amable —añadió la señora March—. Muchas jóvenes han perdido la debida consideración. —No miró a nadie en particular, pero su boca prieta delataba una irritación que no era en absoluto impersonal.
Emily sabía que Tassie iba a recibir un breve sermón sobre los deberes de una buena hija en cuanto estuvieran a solas, entre los cuales destacaban la obediencia y la atención para con los mayores, y el hacer lo posible por ayudar a la familia a conseguirle un buen matrimonio. Una no debía obstaculizar en lo más mínimo esos esfuerzos. También Sybilla sería objeto de algún correctivo.
Emily le sonrió, pese a que estaba disimulando un sentimiento muy distinto de la solidaridad.
—Bueno, yo diría que están preocupadas y nada más —sentenció.
—¡No más de lo que lo estábamos nosotras! —replicó la señora March con una mirada irascible—. También tuvimos que abrirnos camino, sabes. Estar embarazada es una excusa para desmayarse y llorar, pero no para ser desconsiderado. Yo he tenido siete hijos, sé de qué estoy hablando. Y no es que no esté contenta. ¡Dios sabe que ya empezábamos a desesperar! Para una mujer es una tragedia ser estéril. —Miró la estrecha cintura de Emily con tácita censura—. Sybilla le ha causado al pobre Eustace muchos disgustos; él deseaba que William le diera un heredero. La familia, sabes, la familia lo es todo cuando ya está todo dicho. —Sorbió por la nariz.
Emily guardó silencio; no había nada que decir, y volvió a sentir esa piedad curiosa que no le gustaba nada. No quería recordar que también Sybilla había sido una intrusa para esta familia, y un fracaso en aquello que más les importaba.
La señora March se acomodó en su sillón.
—Más vale tarde que nunca —repitió—. Ahora tendrá que quedarse en casa y cumplir con su deber, en vez de esa ridiculez de querer estar siempre a la moda. Qué pérdida de tiempo. Tendrá que hacer feliz a William y crear un hogar como él se merece.
Emily no la escuchaba. Por supuesto, si Sybilla estaba encinta eso explicaba parte de su comportamiento. Emily recordaba la mezcla de miedo y excitación cuando estaba embarazada de Edward. Fue un cambio radical en su vida, algo que le pasaba a ella y que era irreversible. Ahora ya no estaba sola; en cierto modo se había convertido en dos personas. Pero a pesar de George, eso había establecido entre ellos una distancia. Y en mitad de todo eso estaba su temor a volverse vulnerable y no resultar atractiva para él.
Que Sybilla, con sus treinta y pocos años, se hubiera planteado este conflicto emocional —y quizá también el miedo a parir— podía explicar muy bien aquel egoísmo suyo, la compulsión por atraer a todos los hombres mientras pudiese hacerlo, antes de que su condición de madre acabara por reducirla al aislamiento.
¡Pero eso no disculpaba a George! La furia ahogó a Emily como si hubiera tenido un bulto en el cuello. Se le ocurrieron muchas medidas a tomar. Podía ir arriba y esperarlo para acusarle abiertamente de portarse como un estúpido, de avergonzarla e insultarla y de ofender no sólo a William sino al tío Eustace, porque estaban en su casa, y a los demás invitados. Podía decirle que limitara sus atenciones para con Sybilla a la cortesía habitual, de lo contrario ella se iría a casa y no querría saber nada de él hasta que se disculpara como era debido… ¡y prometiera enmendarse!
Pero luego la ira se extinguió. Con una pelea no iba a sentirse feliz. O bien George se acobardaría, cosa que a ella le sentaría muy mal y haría su victoria amarga y sin satisfacción; o bien él sentiría aún más ganas de perseguir a Sybilla, para demostrarle a Emily que ella no podía darle órdenes. La segunda posibilidad era la más probable. ¡Malditos hombres! Rechinó los dientes y tragó saliva. ¡Maldita su estupidez, su contumaz perversidad… y sobre todo su vanidad!
Le gustaban muchas cosas de George: era gentil, tolerante, generoso… ¡y podía ser muy divertido! Pero ¿por qué tenía que ser tan tonto?
Cerró y abrió los ojos con esfuerzo. Tía Vespasia la estaba mirando.
—Bueno, Emily —dijo—. Aún estoy esperando que me cuentes cómo fue tu visita a Winchester. No me has dicho nada.
No había escapatoria; la habían pillado para conversar. Sabía que tía Vespasia lo hacía adrede, y no quería desilusionarla siendo derrotista. La anciana nunca se habría ido a una esquina a llorar su rendición.
—Es verdad —dijo con fingida impaciencia. Y se embarcó en una historia en su mayoría inventada. Estaba aún metida en sus ramificaciones cuando los caballeros se reunieron con ellas un poco antes de lo habitual.
Durante toda la velada procuró estar a la altura de su comedia, y cuando llegó la hora de retirarse supo que al menos había vencido en una cosa: cumplir la tarea que se había impuesto. Vio un destello de aprobación en los ojos grises de Vespasia, y algo en el rostro de Tassie que podía ser admiración. Pero George sólo la había mirado una vez, y su sonrisa artificial le dolió más que una mueca, porque fue como si la hubiera mirado sin verla.
Al final se había sentido apoyada por quien en el fondo esperaba, sin por ello desearlo necesariamente. Fue Jack Radley quien coreó sus risas, quien le captó las ocurrencias con su humor sutil, y quien al final de la velada la acompañó arriba tomándola del codo.
Emily se detuvo en el descansillo, casi ajena a Radley, esperando oír los pasos de George, pero a su espalda no oyó sino un frufrú de seda contra la balaustrada.
Sabía que era Sybilla y, sin embargo, un rayo de esperanza le impidió volverse hasta que estuvieron al alcance de su vista, por si no era ella. George sonreía. La luz de gas de la pared brilló sobre su cabello oscuro y sobre los blancos hombros de Sybilla.
George se apartó de ella al ver a Emily, extinguiéndose de su cara la espontaneidad para dar paso a un ligero engorro.
—Buenas noches, Sybilla, y gracias por esta encantadora velada —dijo torpemente, escindido entre la fácil intimidad de un momento antes y la casi ridícula formalidad con que ahora terminaba.
Sybilla estaba eufórica, y totalmente metida en lo que pudieran haber estado hablando… o haciendo. Para ella Emily no existía, y Jack Radley era poco más que una sombra, parte de la decoración del fin de semana. Sobraban las palabras: su sonrisa lo decía todo.
Emily sintió asco. Tanto esfuerzo para nada. Había sido una actriz en un teatro vacío, una actriz que representaba para sí misma; en cuanto a George, ni siquiera había reconocido su presencia. Lo que ella pudiera hacer le traía sin cuidado.
—Buenas noches, señor Radley —balbuceó. Luego abrió la puerta de su dormitorio y la cerró tras entrar. Al menos podría olvidarse de todos hasta mañana. Disfrutaría de nueve horas de soledad. Si le apetecía llorar, nadie se enteraría, y cuando se hubiera desembarazado de parte del dolor que la consumía, siempre tendría el refugio del sueño antes de tomar la difícil decisión.
La doncella llamó a la puerta. Emily tragó.
—No la necesito, Millicent. —Su voz sonó forzada—. Puede acostarse.
—Bien, señora. Buenas noches.
Emily se desnudó despacio, dejando el vestido sobre el respaldo de la silla, y luego se quitó las horquillas. Fue un alivio librarse de aquel peso.
¿Por qué, Señor, por qué? ¿Tenía que ver con la belleza de Sybilla, con su ingenio, con su encanto? ¿O con algún defecto de ella misma? ¿Había cambiado, había perdido alguna cualidad antes muy querida por George? Emily trató de recordar cuanto había dicho y hecho recientemente. ¿En qué era distinta de como había sido siempre? ¿En qué sentido era menos de lo que George quería o necesitaba? Nunca había sido fría ni maliciosa, no era nada extravagante, jamás había sido grosera con los amigos, ¡y no porque le faltaran ganas! Algunos eran tan superficiales, tan bobos, pese a lo cual le hablaban como si ella fuese una niña.
El esfuerzo no sirvió de nada, y al final se metió en la cama y decidió enfurecerse. Era mejor que llorar. La gente furiosa pelea, ¡y quien pelea puede ganar!
Despertó con dolor de cabeza y el embarullado recuerdo de su fracaso. Miró el sol reflejado en el techo de escayola y lo encontró descolorido y duro. Deseó haber tenido unos momentos más de soledad nocturna. La idea de bajar a desayunar y encontrarse con todas las caras sonrientes —sonrisas curiosas, confiadas, misericordes— y tener que fingir que no pasaba nada… Lo que los otros pudieran ver en George y Sybilla no tenía importancia; ella sabía algo que los otros ignoraban, algo que lo explicaba todo.
Se ovilló aún más, encogiendo las rodillas, y se cubrió la cabeza con la sábana. Pero cuanto más demoraba en levantarse, más cosas le venían a la mente. La imaginación prestaba realidad a cada amenaza, a cada desgracia en potencia, hasta que se sintió profundamente desdichada. Le latía la cabeza, le escocían los ojos, y se hacía tarde. Millicent ya había llamado dos veces a la puerta; el té se habría enfriado. La tercera vez tuvo que dejarla entrar.
Emily se tomó más molestias de las habituales para arreglarse. Odiaba darse colorete, pero eso era mejor que aparecer totalmente pálida.
No fue la última en bajar. Sybilla no estaba y la señora March había optado por desayunar en la cama, igual que la tía abuela Vespasia.
—Tienes buen aspecto, querida Emily —dijo Eustace. Naturalmente, era consciente de lo de George y Sybilla, pero por más que ella lo deplorara, una mujer de buena familia llevaba estas cosas con discreción y fingía no darse cuenta. Eustace no aprobaba a Emily, pero le concedería el beneficio de la duda a menos que ella hiciera imposible ese acto de caridad.
—Gracias. —Se forzó a mostrarse animada—. Espero que tú también hayas dormido bien.
—De maravilla. —Eustace se sirvió generosamente de los diversos platos que había sobre el aparador de roble macizo, dejó su plato en su sitio y fue a abrir las ventanas, dejando entrar una ráfaga de aire frío. Respiró hondo—. Excelente —dijo, haciendo caso omiso de la tiritera de los demás mientras ocupaba su sitio en la mesa—. Yo siempre digo que la buena salud es vital en una mujer, ¿no te parece? —A Emily no se le ocurrió ninguna razón para que lo fuera, pero la frase parecía ser puramente retórica y él se respondió a sí mismo—. A ningún hombre, y más si es de buena cuna, le gustan las mujeres enfermizas.
—A los pobres les gustan todavía menos —dijo Tassie—. Estar enfermo cuesta mucho dinero.
Pero las convicciones de Eustace no iban a ser interrumpidas por algo tan irrelevante como la pobreza.
—Por supuesto, querida, pero si los pobres no tienen hijos importa muy poco, ¿verdad? No se trata de la sucesión a un título, por ejemplo. La gente corriente no necesita los hijos de la misma manera que nosotros. —Miró significativamente a William—. Y mejor si son más de uno, si uno quiere ver perpetuado su apellido.
George se aclaró la garganta, levantó las cejas, y sus ojos miraron a Sybilla, luego a William y después al plato que tenía delante. William torció el gesto.
—Ser enfermizas no les impide tener hijos —argumentó Tassie—. Yo no creo que estar sano sea una virtud. Más bien es una suerte que la gente acomodada suele disfrutar.
Eustace inspiró hondo y soltó el aire con expresión de nerviosismo.
—Querida, eres demasiado joven para saber de qué estás hablando. Es un tema que difícilmente puedes comprender, ni falta que hace. Es indecoroso para una chica de tu posición, o para cualquier mujer bien educada. Tu madre nunca se lo hubiera planteado. Pero estoy seguro de que el señor Radley lo entiende. —Sonrió a Jack, el cual le dedicó una mirada de absoluta incomprensión.
Tassie acercó un poco más la cabeza a su plato. Estaba abochornada; por un lado le molestaba ser tratada con condescendencia, y por otro sentía vergüenza pues la alusión de su padre era infinitamente más indecorosa que lo que ella había querido decir antes.
Pero Eustace fue inexorable; no dejó de aludir al tema durante todo el desayuno. A la comida y la salud se sumaron la exquisitez de la educación, la discreción, la obediencia, un humor templado y la gracia para conversar y saber llevar una casa. El único atributo no mencionado fue la riqueza, pues eso sí habría sido una vulgaridad. De hecho, la madre de Eustace procedía de una familia pudiente que había derrochado sus recursos, obligándola a ella a moderar su estilo de vida o a casarse con algún miembro de una familia que hubiera hecho fortuna durante la Revolución Industrial en las minas y fábricas del norte; esto es, the Trade[1]. Ella había escogido lo segundo, no sin aversión. Lo primero habría sido impensable.
Eustace asintió con la cabeza mientras hablaba.
—Cuando pienso en lo feliz que fui con mi amada esposa, que en gloria esté, me doy cuenta de que todas estas cosas contribuyeron a ello. ¡Qué admirable mujer! Conservo su recuerdo como oro en paño. El día en que ella dejó este valle de lágrimas fue el más triste de mi vida.
Emily miró a William, que tenía la cabeza gacha para ocultar la cara, y casualmente captó la mirada de Jack Radley, que parecía divertido. Radley sonrió a Emily poniendo los ojos en blanco. Fue una mirada turbadora, brillante, y ella supo que si sus anteriores esfuerzos para con George habían sido un fracaso monumental, todo lo contrario había ocurrido con Jack. Fue una amarga satisfacción y no le servía de nada… a menos que sin querer acabara provocando los celos de George.
Emily le sonrió a su vez, no cálidamente pero sí con un deje de conspiración.
Curiosamente, George sí atendía a Eustace. Éste le hablaba como quien habla a un amigo, recabando su opinión, expresando admiración por él, cosa que Emily encontraba singularmente inoportuna. Ahora mismo George era la última persona en la casa a la que hubiera debido consultarse sobre la felicidad conyugal. Pero Eustace tenía un interés personal en juntar a Jack Radley con Tassie y no tenía en cuenta los posibles sentimientos de los demás.
Emily pasó la mañana escribiendo cartas a su madre, a una prima a la que debía respuesta y a Charlotte. Le contaba a ésta todo lo de George, la soledad que veía abrirse ante ella como una extensa llanura gris. Luego rompió la carta y la arrojó al inodoro.
El almuerzo fue todavía peor. Estaban de nuevo en el recargado comedor rojo con todo el mundo presente salvo la tía abuela Vespasia, que había decidido visitar a un conocido suyo en Mayfair.
—¡Bueno! —Eustace se frotó las manos y miró a todos—. ¿Qué planes hay para esta tarde? ¿Tassie? ¿Señor Radley?
—¡Tassie ha de hacerme unos recados! —dijo la señora March—. Tenemos nuestras obligaciones, Eustace. No podemos estar toda la vida jugando y divirtiéndonos. Mi familia tiene una posición, siempre la ha tenido. —Si el comentario era pura vanidad personal o un guiño a Jack Radley para confirmar que estaban a la altura de su nivel social, no quedó claro.
—Y siempre ha de ser Tassie la que ha de mantenerla —dijo George con inusitada irritabilidad.
La señora March se quedó boquiabierta.
—¿Y por qué no? Tassie no tiene otra cosa que hacer. Es su función, su deber en la vida, George. Una mujer necesita una ocupación. No me lo negarás…
—¡Por supuesto que no! —George estaba enfadado, y Emily no pudo evitar sentir cierto orgullo por él—. Pero se me ocurren cosas más divertidas para ella que reforzar el buen nombre de la familia March.
—¡Sin duda! —La voz de la anciana habría podido partir lápidas, a juzgar por la expresión de su cara—. Pero no creo que fueran cosas propias de una joven. Te agradeceré que no la agravies hablando de ella. Sólo conseguirías meterle ideas disparatadas en la cabeza. Y las ideas no son buenas para los jóvenes.
—Desde luego —terció Eustace—. Calientan la sangre y dan pesadillas. —Tomó un trozo de pechuga de pollo y lo dejó en su plato—. Y dolores de cabeza.
George se debatía entre su innata urbanidad y su sentido de la afrenta; el conflicto se apreciaba en su cara. Miró a Tassie.
Ésta alargó la mano y le tocó suavemente el brazo.
—A mí no me importa ir a ver al vicario, George. Es un presumido y tiene los dientes salidos, pero en realidad es un ser inofensivo…
—¡Anastasia! —Eustace se incorporó de golpe—. Ésa no es manera de hablar del señor Beamish. Es un hombre muy digno, y una muchacha de tu edad debería tener más respeto del que tú demuestras.
Tassie sonrió.
—Papá, yo siempre soy amable con el señor Beamish. —Pero al punto tuvo un arranque de sinceridad—: Bueno, casi siempre.
—Esta tarde ve a su casa —dijo impasible la señora March, escarbándose los dientes— y procura ayudar en algo. Seguro que hay algún desdichado que necesita que vayan a verle.
—Sí, abuela —dijo Tassie dócilmente. George suspiró y de momento decidió rendirse.
Emily pasó la tarde haciendo buenas obras con Tassie. Si uno no puede divertirse, qué menos que beneficiar al prójimo. A la postre resultó bastante agradable, pues Tassie le caía cada vez mejor, y su visita conjunta a la esposa del vicario fue realmente breve. Bastante más tiempo habrían de pasar en compañía del coadjutor, un joven grueso y afable de nombre Mungo Haré, que había decidido abandonar su villa natal al oeste de Inverness para buscarse la vida en Londres. Haré rebosaba entusiasmo y tenía opiniones sinceras, como demostraban sus actos más que sus palabras. De regreso a Cardington Crescent, tras dar verdadero consuelo a solitarios y afligidos, Emily tuvo la sensación de haber hecho algo positivo. A ello se sumó el enterarse de que Sybilla había estado haciendo visitas con su abuela política, y seguramente se había aburrido mucho.
Pero Emily no vio a George a su vuelta, y tampoco cuando se cambió para bajar a cenar. Del vestidor no salía ruido alguno, salvo el del asistente que entraba y salía, y Emily volvió a sentirse desolada.
Una vez en la mesa, la cosa empeoró. Sybilla estaba sublime en aquel tono de magenta que nadie más se habría atrevido a llevar. Su piel era perfecta, con apenas un toque de rosa en los pómulos, y aún estaba delgada como un sauce pese a su estado. Tenía los ojos como avellanas; a veces parecían castaños, otras dorados, igual que el brandy visto a la luz. Su pelo era sedoso, negro, y tupido.
Emily se sintió abrumada por su belleza, era la polilla al lado de la mariposa. Su pelo era rubio miel, más bien blando y delicado, y sus ojos eran de un azul corriente; llevaba un vestido de corte muy moderno, pero en comparación con el de Sybilla se veía pálido. Necesitó de todo su valor para sonreír un poco, para comer algo que le supo a gachas aunque fuera lenguado, cordero asado y sorbete de fruta.
Todos los demás parecían alegres a excepción de la anciana March, que nunca se permitía una cosa tan trivial. Sybilla estaba radiante; George apenas le quitaba ojo de encima. Tassie se veía inusitadamente feliz, y Eustace peroró con su acostumbrado tono empalagoso. Emily ni siquiera le oyó.
Poco a poco, la decisión fue tomando cuerpo en su mente. La pasividad no surtía efecto: era hora de pasar a la acción, y a ella sólo se le ocurría una manera de hacerlo.
Poca cosa podía hacer hasta que los caballeros se reunieran nuevamente con ellas una vez terminada la comida. El invernadero se extendía a todo lo largo del ala sur de la casa y desde el gabinete se veían puertas de cristal encortinadas de verde pálido que daban a palmeras, enredaderas y un paseo entre flores exóticas.
Emily había agotado la paciencia. Fue a sentarse junto a Jack Radley para entablar conversación, cosa que no fue nada difícil; él estaba encantado. En otras circunstancias, Emily habría disfrutado hablando con él, pues Jack le gustaba aunque no quisiera admitirlo. Era atractivo, y él lo sabía muy bien, pero además era agudo y capaz de ver lo absurdo de las cosas. Emily se había dado cuenta por el brillo de sus extraordinarios ojos en los últimos días. Y además, pensaba ella, era un joven exento de hipocresía, lo cual por sí solo le congraciaba con ella después de tres semanas en Cardington Crescent.
—La señora March parecía muy enfadada con usted —dijo él con curiosidad—. Cuando usted ha mencionado la palabra «investigar», pensé que le iba a dar un ataque. —Su comentario tenía un tono divertido, y Emily se dio cuenta de que a Radley la anciana le caía mal. De pronto se abrió ante ella todo un panorama de infelicidad. Podía ser que la familia y las circunstancias estuvieran empujando a Jack Radley a un matrimonio por dinero. Tal vez él deseaba esa unión tan poco como las jóvenes a quienes sus madres manejaban sin misericordia para conseguir una buena posición, para que no se quedaran en la más patética de las criaturas sociales, la mujer que permanece soltera más allá de su juventud, sin recursos para mantenerse ni vocación en la que ocupar su vida.
—No es mi habilidad lo que le da miedo —dijo Emily con su primera sonrisa genuina en todo el día—. Sino la forma en que la adquirí.
—¿Qué quiere decir? —preguntó él boquiabierto—. ¿Fue horripilante?
—Peor.
—¿Vergonzoso? —insistió él.
—¡Muchísimo!
—¿Pero qué? —Radley estaba a punto de estallar a carcajadas.
Ella se inclinó con una mano a la altura de la boca. Él se acercó para escuchar.
—Mi hermana se buscó un marido de clase media —susurró Emily muy cerca de su oído—. ¡Un inspector de policía!
Radley se incorporó y la miró con expresión perpleja y divertida.
—¿Un detective auténtico? ¿De Scotland Yard y todo eso?
—Pues sí. Todo eso y más.
—¡No me lo creo! —Jack estaba disfrutando de veras, y la historia tenía un toque de realidad que hacía aún mejor el juego.
—¡Es verdad! —protestó Emily—. ¿No ha visto la cara que ponía la señora March? Le da pánico que yo lo mencione. Es una desgracia para la familia.
—¡Me lo imagino! —Rio él—. Pobre Eustace, creo que nunca se recuperará. ¿Lo sabe lady Cumming-Gould?
—¿Tía Vespasia? Sí, desde luego. Y si duda de mí, pregúntele a ella. Conoce bastante bien a Thomas, y le cae bien pese a que usa ropa que le sienta mal, por ejemplo unos mitones horrorosos de colores inverosímiles, y siempre lleva los bolsillos llenos de notas y fósforos y trozos de cordel y a saber qué más. Y en toda su vida ha conocido a un barbero decente…
—A usted también le cae bien —le interrumpió gozoso Jack Radley—. Seguro que le gusta.
—Oh, sí, mucho. Pero sigue siendo un policía y siempre está metido en espantosos asesinatos. —El recordarlo la serenó unos instantes; él lo notó en su cara, y se puso a su altura.
—¿Usted sabe algo de eso? —Radley estaba realmente intrigado. Emily había captado toda su atención, y lo encontraba muy divertido.
—¡Por supuesto que sí! Charlotte y yo intimamos mucho. A veces hasta he ayudado un poco.
Él la miró con escepticismo.
—¡Es verdad! —protestó Emily. Se sentía extrañamente orgullosa de ello, pues tenía que ver con la vida que transcurría fuera de los asfixiantes salones—. Se puede decir que he resuelto algunos casos, bueno, Charlotte y yo juntas.
Él no sabía si creerla o no, pero su expresión no era de censura; estaba realmente asombrado. De haber sido unos años más joven, ella se habría dejado seducir por su mirada. Se puso en pie sacudiendo un poco la falda.
—Si no me cree…
Él reaccionó de inmediato.
—¿Usted investigando crímenes? —Su tono era descreído, como si la invitara a convencerle.
Emily aceptó y echó a andar hacia el invernadero. Dentro olía a tierra, hacía mucho calor y la penumbra recordaba una noche en el trópico.
—En una ocasión el cadáver apareció en el asiento del conductor de un coche de alquiler —dijo adrede. Era absolutamente cierto—. Tras una representación de El Mikado.
—Me está tomando el pelo —protestó él.
—¡Que no! —Emily le miró con cara de absoluta inocencia—. La viuda lo identificó. Era lord Augustus Fitzroy Hammond. Lo enterraron con todo el ceremonial. —Procuró mirarle directamente a los ojos, con aquellas increíbles pestañas—. Apareció en el banco que la familia tenía en la iglesia.
—¡Emily, esto es ridículo! —Jack estaba muy cerca de ella y, en ese momento, George dejó de ser lo más importante. Supo que estaba empezando a sonreír, pese a que estaba diciendo la verdad—. Lo volvimos a enterrar —dijo ahogando una risa—. Fue bastante difícil, y desagradable también.
—Es absurdo. ¡No me lo creo!
—¡Se lo juro! Fue todo muy raro. Uno no espera que la alta sociedad vaya dos veces al funeral de la misma persona en otras tantas semanas. No es decente.
—Me está mintiendo.
—¡No! ¡Lo juro! Salieron cuatro cadáveres antes de que acabara todo; al menos creo que fueron cuatro.
—¿Y todos de ese lord Augustus? —Jack trataba de reprimir la risa.
—Claro que no, ¡no sea ridículo! —protestó ella. Estaba tan cerca de él que pudo oler la calidez de su piel y un tenue olor a jabón.
—¡Emily! —Se inclinó y le dio un beso íntimo, como si hubieran tenido todo el tiempo del mundo. Emily se dejó ir, rodeándole el cuello con los brazos y respondiendo al beso.
—No debería hacer esto —reconoció ella tras unos momentos. Pero no era un reproche.
—Supongo que no —concedió él, acariciándole el pelo y las mejillas—. Dígame la verdad, Emily.
—¿Qué? —susurró ella.
—¿Encontró realmente esos cadáveres? —La besó otra vez.
—Cuatro o cinco —murmuró ella—. Y también atrapamos al asesino. Pregunte a la tía Vespasia… si se atreve. Ella estaba allí.
—Puede que lo haga.
Emily se separó con cierta renuencia —había sido mejor de lo que esperaba— y empezó a retroceder hacia el gabinete.
La señora March estaba en plena disertación sobre la caballerosidad de los pintores prerrafaelistas, su meticulosidad en el detalle y la exquisitez del color, y William la escuchaba con la cara contraída. No era que no estuviese de acuerdo, sino que a su juicio ella había malinterpretado la idea. La señora March olvidaba la pasión en pro del sentimentalismo.
Tassie y Sybilla estaban situadas de tal manera que o escuchaban o podían parecer groseras, y la costumbre excluía esto último. Por el contrario, Eustace era el señor de la casa y no estaba obligado a esa cortesía. Sentado de espaldas al grupo, soltó un discurso sobre las obligaciones morales de los bien situados, mientras George componía un estudiado gesto de interés pero en realidad no estaba prestando atención; miraba hacia la puerta del invernadero. Debía de haber visto a Emily con Jack Radley.
Emily tuvo una repentina y alarmante sensación de excitación; ¡al fin había provocado una crisis!
Echó a andar unos pasos delante de Jack pero consciente de que él la seguía, de su calor y la suavidad de su tacto. Se sentó junto a tía abuela Vespasia y fingió escuchar a Eustace.
El resto de la velada transcurrió de manera similar, y Emily no reparó en la hora hasta veinticinco minutos antes de la medianoche. Regresaba al gabinete tras haber ido al baño en el primer piso cuando oyó voces en la salita. Alguien hablaba en voz baja pero acaloradamente.
—… eres un cobarde. —Era Sybilla, hablando con tono airado y desdeñoso—. No me digas…
—¡Puedes creer lo que quieras! —La respuesta la hizo callar.
Emily se detuvo, mientras el miedo y la esperanza luchaban entre sí y la hacían temblar. Era George, y estaba furioso. Ella conocía ese tono; George había tenido el mismo arrebato cuando su jockey fue batido en el hipódromo. En aquella ocasión la culpa había sido en parte de él, y George lo sabía. Ahora estaba atacando a Sybilla, y la voz de ella sonaba ronca de furia.
Se abrió la puerta del tocador y Eustace apareció en el vano. De un momento a otro se daría la vuelta y vería a Emily. Ella reaccionó rápidamente, estirando el cuello a fin de discernir las últimas palabras que salían de la salita. Pero las voces eran demasiado estridentes para distinguir lo que decían.
—Ah, Emily. —Eustace giró en redondo—. Creo que es hora de acostarse. Estarás cansada. —Era una afirmación, no una pregunta. Eustace consideraba una de sus prerrogativas decidir cuándo tenía que acostarse todo el mundo, como había hecho siempre con su familia cuando todos vivían en la casa. Lo había decidido prácticamente todo, creyendo que era su privilegio y su obligación. En vida, Olivia March le había obedecido siempre con dulzura… para luego hacer la suya con tanta discreción que él nunca llegó a darse cuenta. Las mejores ideas de Eustace habían sido en realidad de Olivia, pero él había acabado asimilándolas como cosa propia y defendiéndolas, por consiguiente, a capa y espada.
Esta noche Emily no tenía deseos de discutir. Volvió al gabinete, dio las buenas noches a todos y subió a su cuarto. Se había desvestido, tras dar instrucciones a la doncella para la mañana siguiente, y se disponía a acostarse cuando alguien llamó a la puerta.
Quedó petrificada. Sólo podía ser George. En parte quería guardar silencio, fingir que ya estaba dormida. Contempló el tirador como si la puerta pudiera abrirse por sí sola.
—Pasa.
Lentamente, la puerta se abrió y George apareció en el umbral, con cara de cansancio. Estaba sonrojado, y Emily adivinó inmediatamente la razón. Sybilla le había hecho una escena, y George odiaba las escenas. Al momento supo lo que tenía que hacer. Enfrentarse a George sería desastroso. Lo último que él quería ahora era otra mujer emotiva.
—Hola —dijo Emily con una leve sonrisa, fingiendo que la ocasión no era importante, una entrevista que podía variar el rumbo de su vida y de todo cuanto le importaba.
Él entró indeciso seguido del spaniel de la señora March, el cual, para irritación de ella, había cobrado tal afecto por George que incluso abandonaba a su dueña. No sabía qué decir, tenía miedo de que ella estuviera esperando la oportunidad de lanzarle una acusación contra la que él no podía defenderse.
Emily apartó la vista para facilitarle las cosas, como si todo estuviera en perfecto orden. Se esforzó por encontrar palabras ajenas al conflicto que había entre ellos dos.
—Esta tarde lo he pasado muy bien con Tassie —empezó como si tal cosa—. El vicario es de lo más latoso, y su esposa otro tanto. Ahora entiendo por qué le caen bien a Eustace. Tienen mucho en común, opinan igual sobre la sencillez de la virtud —hizo una mueca— y la virtud de la sencillez. Sobre todo aplicado a mujeres y niños, que para ellos viene a ser la misma cosa. Pero su ayudante ha estado encantador.
George se sentó frente a la mesita del tocador, y ella le observó con ligero placer. Su gesto significaba que iba a quedarse al menos unos minutos.
—Me alegro —dijo él con una sonrisa incómoda, buscando algo para seguir la conversación. Era ridículo; un mes atrás hablaban como dos viejos amigos, se habrían reído juntos del vicario. Ahora le miró con ojos escrutadores por un momento. Luego desvió la vista sin atreverse a forzar las cosas, temiendo un rechazo—. Siempre me ha caído bien Tassie. Tiene mucho más de la parte Cumming-Gould que de la parte March. Y supongo que William igual.
—Mejor para los dos —dijo Emily.
—La tía Olivia te habría gustado. Tenía sólo treinta y ocho años cuando murió. Tío Eustace se quedó destrozado.
—Imagino que ella también, después de parir once hijos en quince años —dijo secamente Emily—. Pero supongo que tío Eustace no pensó en eso.
—Imagino que no.
Ella le miró sonriendo, contenta de que él nunca hubiera esperado de ella algo parecido, siquiera implícitamente. Por un momento las cosas fueron como antes, de un modo incierto pero patente; pero antes de dar nada por sentado y arriesgarse a una decepción, Emily volvió a desviar la mirada.
—Yo siempre pensaba que visitar a los pobres era más ofensivo para éstos que dejarlos a su aire —prosiguió—. En cambio, creo que Tassie ha hecho mucho bien. Se la ve muy honesta.
—Lo es. —George se mordió el labio—. Aunque, gracias a Dios, aún no puede compararse a Charlotte. Claro que eso es sólo cuestión de tiempo; todavía no se ha formado tantas opiniones. —Se puso en pie, pensando que era mejor marcharse antes de poner en peligro ese precioso fragmento recuperado entre los dos. Dudó, y la indecisión asomó a su cara. ¿Se atrevería a besarla, o era demasiado pronto? Sí, sí… todo era demasiado frágil, Sybilla demasiado reciente. Alargó la mano, le tocó un hombro y luego la retiró—. Buenas noches, Emily.
Ella le miró solemne. Quería imponer sus condiciones, pues de lo contrario él podía volver a las andadas y ella no sería capaz de soportarlo otra vez.
—Buenas noches, George… —dijo suavemente—. Que duermas bien.
George salió con el perro pisándole los talones, y la puerta se cerró. Emily se ovilló en la cama abrazada a sus rodillas, notando que las lágrimas le escocían los ojos y corrían por sus mejillas. No había terminado todo, pero aquella terrible impotencia sí. Ahora sabía qué hacer. Sorbió por la nariz, alcanzó un pañuelo y se sonó con fuerza. Fue un sonido áspero y poco femenino, claramente triunfal.