11

Mientras Charlotte disfrutaba en la cama del desayuno y le contaba a Emily los sucesos de la víspera, Pitt estaba examinando una vez más el librito de direcciones encontrado en el neceser de Sybilla. A media mañana él y Stripe habían revisado todas las entradas excepto una. Eran direcciones que cualquiera habría esperado hallar en una agenda de una mujer de la alta sociedad: parientes, la mayoría mayores de edad; unos cuantos primos; amistades, algunas de las cuales se habían casado y trasladado a vivir a otras zonas del país, sobre todo en invierno, y otras meros conocidos con los cuales era conveniente mantener cierta relación; y luego dos modistos, un herbolario, una sombrerera, una corsetera, una florista, un perfumero y otras profesiones similares.

El único nombre que Pitt no podía ubicar era una tal Clarabelle Mapes, en el número 3 de Tortoise Lane. Sólo conocía una calle de ese nombre, y era una calleja mugrienta del barrio de St. Giles, una zona adonde Sybilla March difícilmente habría ido de visita. Debía tratarse de algún centro de beneficencia al que ella había dado soporte económico, tal vez un orfanato. Fue por mera diligencia y aun a sabiendas de que sería complicado y quizá una pérdida de tiempo —su superior así lo creía y se lo había dicho mordazmente— que Pitt decidió personarse en Tortoise Lane. Había la posibilidad de que Clarabelle Mapes supiera alguna cosa que pudiera sumarse a la imagen todavía confusa que tenía de los March.

Buena parte de St. Giles era demasiado estrecha para recorrerla en coche, de modo que dejó su cabriolé a unos quinientos metros de Tortoise Lane y siguió a pie. Los edificios eran humildes y grises y había hedor de aguas residuales. Empleados larguiruchos con chistera y pantalones brillantes pasaban a toda prisa con papeles en la mano. Un pasante con gafas de montura de alambre se apartó para dejar paso a Pitt. El sol lucía de firme en un cielo uniforme y sin viento, y en el aire se palpaba el humo.

Un cojo pregonaba fósforos apoyado en su muleta, un joven sostenía una bandeja con cordones de zapato, una muchacha ofrecía ropa de niño hecha a mano. Pitt le compró algo. Era demasiado pequeño para sus hijos, pero no pudo soportar pasar de largo, aunque sabía que muchos otros lo harían —si no hoy, mañana— y que nadie podía remediarlo.

Un vendedor ambulante empujaba una carretilla de hortalizas por la calzada, y las ruedas chirriaban sobre el adoquinado. La chica fue hacia él y gastó las pocas monedas que Pitt le había dado, desapareciendo con la compra en su delantal.

¿Había asesinado Eustace March a George para mantener en secreto su aventura con su nuera y luego la había asesinado a ella cuando Sybilla comprendió lo que había hecho él? Le habría gustado creerlo. Eustace no le caía bien; su vanidad, su ceguera ante las necesidades o penurias de los demás, sus modales altivos y empalagosos, su virilidad y su orgullo dinástico. Aunque tal vez no se diferenciara en mucho de otros patriarcas ambiciosos armados de vigor y dinero. Siempre absorto en sí mismo, era insensible más que malicioso. Casi siempre estaba convencido de tener la razón acerca de las cosas importantes, y de muchas que no lo eran. Pitt no creía que la violencia o el miedo pudieran llevarlo a cometer un doble asesinato, menos aún en su propia casa.

Luego estaba la pintoresca historia de Tassie subiendo a hurtadillas la escalera salpicada de sangre. Y a pesar de las protestas de Charlotte, él no estaba del todo seguro de que no hubiera tenido una pesadilla, la idea en sí era totalmente absurda. Tal vez la débil luz de gas y su propia imaginación le habían hecho ver sangre donde no había más que manchas de agua o vino. Más aún, no se sabía de nadie que hubiera sido apuñalado. Salvo, por supuesto, en el horrible caso de Bloomsbury, pero no había motivo para creer que tuviera conexión con el de Cardington Crescent.

Otra posibilidad, que se le ocurrió mientras caminaba por calles misérrimas camino de Tortoise Lane, era que la tal Clarabelle Mapes fuese una abortista, y que Sybilla le hubiera conseguido la dirección a Tassie, que fuese tras una apresurada y chapucera operación que Charlotte hubiera visto a Tassie regresar de noche. Y que lo que ella había tomado por una expresión de júbilo hubiera sido una mueca de dolor, mezclada con el alivio de verse de nuevo a salvo, en casa y libre de una desgracia intolerable.

La idea era muy desagradable, y Pitt deseó que no fuera verdad. Pero conocía de sobra la fragilidad humana como para aceptar que no era posible.

La otra respuesta partía de la relación entre George y Sybilla; William como el marido ultrajado, pese a que Eustace jurara que quiso divorciarse de Sybilla hasta que supo que estaba encinta. Pero Pitt no creía que William March hubiera asesinado a su hijo nonato, por más rabia que le diera la infidelidad de su mujer. Y eso que Pitt ignoraba hasta dónde habían llegado las cosas. Podía haber sido mera vanidad, y una estúpida exhibición de fuerza.

¿O es que el hijo era de Eustace y no de William? No. Si hubiera sido así y William lo hubiera sabido, habría matado a Eustace, no a George, creyendo incluso justificada su acción. Y seguro que habría muchos que, al margen de sus afirmaciones públicas, habrían estado de acuerdo con él.

Además, el embarazo era anterior a la llegada de George a Cardington Crescent, con lo que nadie podía culparle de eso.

Así pues, quedaban Emily y Jack Radley. Podían haber actuado juntos o por separado, motivados por el amor o la codicia, si no por ambas cosas. No quería pensar nada malo de Emily hasta que no le quedara más remedio; y si ese momento llegaba, ojalá Charlotte lo supiese por sí misma y no tuviera que ser él quien se lo dijera.

Dobló en la última esquina y llegó a Tortoise Lane. Era una calleja tan desastrada y escuálida como las otras, indistinguible salvo para quienes sabían moverse en aquel laberinto y podían olfatear en el denso aire su propia hilera familiar de tejados alabeados. Había un par de rapaces de cuatro o cinco años jugando con piedras frente al número 3. Pitt se detuvo y los observó. Habían dibujado cuadrados en una decena de baldosas, y estaban lanzando la piedra a una en concreto; luego practicaban una especie de danza entrando y saliendo de las baldosas, e inclinándose con garbo sobre una pierna para recoger la piedra cuando terminaban.

—¿Conocéis a la señora que vive ahí? —señaló la puerta del número 3.

Los niños se miraron confundidos.

—¿Qué señora? —preguntó el mayor.

—¿Es que hay muchas?

—Sí.

—¿Conoces a una tal señora Mapes?

—¿La señora Mapes? —dijo el niño seriamente—. ¡Pues claro!

—¿Vivís en esa casa? —Pitt estaba extrañado. Había creído que Mapes era abortista, y los niños no encajaban en esa suposición.

—Sí —respondió el mayor; el más pequeño le tiraba de la manga, asustado.

Pitt no quería causarles problemas por las migajas de información que pudieran proporcionarle.

—Gracias. —Sonrió, le acarició el pelo alborotado y fue hacia la puerta.

Llamó suavemente, temeroso de que si lo hacía de un modo perentorio podía no obtener respuesta, cuando no poner a las mujeres en guardia.

Una muchacha menuda y frágil que podía tener entre doce y veinte años abrió la puerta poco después. Llevaba puesto un vestido de paño marrón, adaptado de varias tallas más, una cofia que no le recogía más que la mitad del pelo y un delantal demasiado grande. Tenía las manos mojadas y empuñaba un cuchillo de cocina. Pitt debía de haberla interrumpido en sus quehaceres domésticos.

—¿Qué quiere? —dijo con cierta sorpresa, la mirada cansina de un color azul porcelana.

—¿Está la señora Mapes?

—Sí. —La chica tragó saliva, guardó el cuchillo en su bolsillo y se limpió las manos en el delantal—. Será mejor que entre. —Dio media vuelta y le condujo por un pasillo oscuro alfombrado con esteras, pasando junto a una escalera estrecha en la que estaba sentada una niña de unos siete años con un bebé en brazos, cogiendo de la mano a una criatura lo bastante mayor para sostenerse por sí sola. Las familias numerosas eran frecuentes, pero no que sobrevivieran muchos niños de edad similar. La mortalidad infantil era muy alta.

La chica llamó a la última puerta, al fondo del pasillo antes de que éste torciera hacia las cocinas que Pitt alcanzó a ver a una docena de metros.

—¡Pase! —dijo una voz ronca desde dentro.

—Gracias. —Pitt despidió a la chica. Entró en una sala de estar que era casi una parodia del tocador de la señora March. Doblemente sorprendente, debido a su contraste con el pobre exterior y las otras habitaciones que Pitt habían vislumbrado al pasar, así como por su familiaridad de chiste.

Las ventanas daban a las paredes ciegas de un callejón y no al bonito jardín de la señora March, pero las cortinas tenían el mismo color rosa rabioso, que incluso la luz pobre y filtrada por la mugre conseguía deslucir. Las cortinas debían de llevar colgadas varios años. El manto de la chimenea también exhibía cortinajes, aunque en casas más elegantes la moda había redimido a la madera buena de tan recargada y destructiva ñoñería. Un piano aparecía cubierto de la misma forma, y todas las mesas rebosaban de fotografías. Las pantallas tenían flecos y leyendas pegadas: «Hogar, dulce hogar», «Dios nos ve», «Mamá, te quiero».

Sentada en el sillón rosa más grande había una mujer de caderas prodigiosas y voluminosos senos encorsetados, con un vestido que en una mujer la mitad de corpulenta habría sido bastante bonito. Tenía las manos gordas y menudas, de fuertes dedos, que al ver a Pitt subieron hasta su rostro en un gesto de sorpresa. Su cabello castaño era espeso, sus ojos negros grandes y brillantes, su boca y su nariz agresivas.

—¿Señora Mapes? —preguntó Pitt.

Ella le indicó el sofá rosa que tenía enfrente y cuyos asientos parecían gastados por el uso.

—La misma —dijo—. ¿Y usted quién es, caballero?

—Thomas Pitt, señora. —Aún no quería decirle su oficio. La policía no era bien vista en sitios como St. Giles, y si la mujer tenía alguna ocupación ilegal haría cualquier cosa para ocultarla, seguramente con éxito. Pitt estaba en territorio hostil y lo sabía.

La mujer le miró con ojos experimentados y comprendió al momento que Pitt tenía poco dinero; su camisa era corriente y nada nueva, sus botas tenían remiendos. Pero su chaqueta, pese a los codos y los puños gastados, había sido de buen corte, y además se expresaba con gran corrección. Pitt había tomado lecciones con el hijo del dueño de la finca donde su padre trabajaba y no había perdido el timbre ni la buena dicción. Ella le tomó por un caballero en época de vacas flacas, aunque bastante más holgado de dinero que ella, y quizá con porvenir.

—Bueno, señor Pitt, ¿en qué puedo ayudarle? Usted no vive en el barrio. ¿Qué le trae por aquí?

—Conseguí su dirección gracias a la señora Sybilla March.

La mujer achicó los ojos.

—No me diga. Bueno, señor Pitt, mi trabajo es, cómo le diría, confidencial. Estoy segura de que lo entiende.

—Contaba con eso, señora Mapes. —Confiaba enterarse de algún detalle que le diera pie a investigar. Incluso una pista sobre la profesión de la señora Mapes podía aportar algo nuevo sobre Sybilla. Al menos no había negado conocerla.

—¡Naturalmente! —concedió ella con entusiasmo—. De lo contrario no estaría usted aquí, ¿eh? —Se rio con un fuerte gorgoteo y le miró pícaramente.

Pitt no recordaba haberse sentido nunca tan asqueado. Esbozó una sonrisa torcida.

—¿Quiere una taza de té con unas gotitas de algo? —dijo ella, haciendo sonar una mugrienta campanilla—. A mí no me vendría mal…

Pitt no había tenido tiempo de declinar la invitación cuando se abrió la puerta y otra muchacha se asomó a ella con ojos abiertos y cara chupada. Tendría unos quince años.

—¿Sí, señora Mapes?

—Tráeme una taza de té, Dora —ordenó—. Y vigila que Florrie esté preparando las patatas para la cena.

—Sí, señora Mapes.

—¡Y trae la tetera buena! —le gritó la mujer cuando salía, sonriendo a Pitt a continuación—. ¿Y a qué se dedica usted, señor Pitt? Soy de toda confianza. El colmo de la discreción. —Se llevó un índice a los labios—. Clarabelle Mapes lo oye todo pero no cuenta nada.

Pitt sabía que si hubiera esperado burlarla o intimidarla habría fracasado. Aquella mujer era una superviviente; una aventurera, no una víctima. Detrás de toda la carne, los rizos y las sonrisas, era tan precavida y tan suspicaz como un perro en territorio desconocido. Decidió apelar a su codicia al tiempo que valoraba el efecto que podía tener la sorpresa. Estaba seguro de que la sensación de miedo, ya que no de culpa, podía tener algún significado para ella.

—Lamento comunicarle que la señora March ha muerto —dijo observándola con atención.

Pero ella no cambió de expresión.

—Qué pena —dijo imperturbable, mirándole fijamente con sus ojos negros—. Espero que al menos no haya sufrido, pobrecilla.

—No le fue fácil morir —repuso Pitt.

Pero ella no movió ni un pelo.

—Es lo que suele pasar. —Meneó la cabeza ondeando sus rizos—. Ha sido muy amable al decírmelo, señor Pitt.

Él insistió.

—Habrá una autopsia.

—¿De veras? ¿Y eso qué es?

—Los médicos examinarán su cuerpo para determinar la causa de la muerte. La abrirán en canal, si es preciso. —Con la mirada trató de leer sus pensamientos. No lo consiguió.

—Qué asco —dijo ella sin pestañear. Su nariz curva y afilada se arrugó un poco pero la repugnancia era ficticia; había visto cosas bastante peores, como cualquiera que hubiese vivido en St. Giles—. ¿No le parece que los médicos tienen mejores cosas que hacer que destripar a alguien una vez muerto? Ya no la pueden ayudar a la pobre. Es mejor curar a la gente cuando está viva, aunque a menudo tampoco sirve de nada.

Pitt vio que se le escapaba de las manos.

—Ellos hacen su trabajo —prosiguió—. Parece que la muerte fue un misterio. —Era cierto, aunque no así lo que eso implicaba.

—Suele pasar. —Ella asintió de nuevo y en ese momento llamaron a la puerta. Otra chica, de unos diez años, entró con el té sobre una bandeja de laca pintada con los bordes gastados. En el lugar de honor había una tetera de plata que, a juzgar por la experiencia de Pitt en productos robados, le pareció de genuino estilo georgiano. La niña se tambaleaba bajo su peso y los brazos le temblaban. Incluso al salir, sus ojos no dejaron de mirar desesperanzados los bollos de pasas sobre el plato de porcelana.

—¿Quiere un traguito para refrescarse? —ofreció la señora Mapes cuando la puerta se hubo cerrado, y buscó en un armario que tenía al lado moviendo su mole hasta hacer chirriar la butaca. Extrajo una botella verde de cristal, sin etiqueta, de la que sirvió algo que por el olor no podía ser más que ginebra.

Pitt rehusó.

—No, gracias. Es demasiado temprano. Tomaré sólo té.

—La muerte suele ser misteriosa —dijo ella, concluyendo su idea previa—. Bien, señor Pitt. —Y se sirvió una generosa porción de licor antes de añadir té, leche y azúcar. Le entregó a Pitt una taza de buena porcelana y le invitó a servirse—. Pero los médicos sólo abren a los ricos una vez han muerto. ¡Qué estupidez! ¡Como si rajar cadáveres pudiera ayudarles a descubrir los secretos de la vida y la muerte!

Pitt renunció al señuelo de la autopsia. Era evidente que eso no la asustaba, y empezaba a pensar que ella no había tenido mano en ningún aborto que de alguna manera pudiese relacionarse con la familia March. Con todo, Sybilla tenía sus señas, y no existía la menor posibilidad de que hubieran sido amigas. ¿Qué hacía aquella espantosa mujer para ganarse la vida?

Echó un vistazo alrededor. Para lo normal en St. Giles la sala rayaba lo lujoso, y no había duda que la señora Mapes estaba bien alimentada. Pero los niños que había visto parecían medio raquíticos e iban vestidos con ropa hecha a mano, mal ajustada y peor conservada.

—Sabe usted cuidarse, señora Mapes —dijo con prudencia—. El señor Mapes es un hombre afortunado.

—Hace diez años que no existe ningún señor Mapes. —Le miró con ojos brillantes. Entonces reparó en el remiendo que llevaba en las mangas de la chaqueta y frunció la nariz. Eso era obra de una esposa, no cabía duda—. Murió de una hemorragia, sabe usted. Pero tenía buena opinión de mí cuando estaba vivo.

—Perdone mi error —se excusó Pitt—. Pensaba que con todos esos niños…

Ella le miró con dureza y su mano se tensó ligeramente sobre la falda.

—Soy una mujer sensible, señor Pitt —dijo con una sonrisa defensiva—. Acojo a niños de todas clases y cuido de ellos si no tienen a nadie. Hago favores a vecinos y parientes. Siempre he cuidado de alguien. Cualquiera que viva en esta calle podrá decírselo, por poco sincero que sea.

—Una labor muy encomiable —dijo Pitt sin poder evitar un deje de sarcasmo en la voz; estaba lejos de haber terminado con la señora Mapes. En su mente empezaba a formarse una idea horrible—. El señor Mapes le dejaría recursos suficientes, para que usted haya podido dedicarse a ser tan caritativa.

Ella levantó la barbilla, su sonrisa se ensanchó mostrando unos dientes fuertes y amarillentos.

—En efecto, señor Pitt —concedió—. El señor Mapes tenía un alto concepto de mí.

Pitt dejó la taza y guardó silencio unos instantes, incapaz de pensar en una nueva línea de ataque. Ella ya no tenía miedo, él podía verlo en las curvas de su cuerpo robusto y voluminoso. Se olía en el aire de la habitación.

—Ha sido muy amable haciendo todo el camino para comunicarme la muerte de la señora March. —Se disponía a despedirle.

Quedaba poco tiempo; Pitt carecía de excusa para registrar la casa, ¿y qué iba a buscar aunque volviera con varios agentes y una orden de registro?

Entonces se le ocurrió una mentira plausible. Había que concentrarse en el rasgo primordial de su carácter: la codicia.

—No hago más que cumplir con mi obligación, señora Mapes —contestó. Ojalá la policía londinense corriera con la deuda que estaba a punto de contraer—. La señora March la tuvo en cuenta en su testamento, por los… servicios prestados. Usted debe de ser Clarabelle Mapes, ¿no es así?

La cara de la mujer resultó grotescamente cómica al expresar la pugna entre cautela y avaricia, y Pitt esperó en silencio mientras ella buscaba una salida de compromiso. Clarabelle Mapes soltó un largo y sonoro suspiro. Sus ojos centelleaban.

—Qué detalle por su parte, pobrecilla.

—¿Es usted la persona en cuestión? —insistió él—. ¿Le hizo alguna clase de servicio?

Pero ella no se dejaba manejar tan fácilmente: ya había visto la trampa.

—De índole privada —afirmó mirándole con osadía—. Cosas de mujeres, estoy segura de que lo comprende. Ahondar en eso no sería delicado.

Pitt permitió que una expresión de duda asomara a su rostro.

—Tengo cierta responsabilidad…

—Usted tiene mi dirección, de lo contrario no estaría aquí —apuntó ella—. Por aquí no vive ninguna otra Clarabelle Mapes. Es evidente que se trata de mí. Y puedo demostrar quién soy, no tema. Lo que hiciera por ella no es asunto suyo. Tal vez no fue más que una palabra amable cuando ella la necesitaba.

—¿Aquí, en Tortoise Lane? —Le devolvió la sonrisa.

—No siempre estoy en Tortoise Lane —dijo ella, lamentándolo al instante. Sabía que había cometido un error, y eso se notó en la súbita flacidez de su cara—. ¡Yo también salgo de vez en cuando! —dijo, tratando de enmendarse.

—Pero no a Cardington Crescent, eso seguro. —Pitt estaba cada vez más confiado, aunque seguía sin tener una idea clara—. Y hace tiempo que vive en esta casa —añadió, mirando a su alrededor—. Al menos desde que ella le escribió. Como usted misma señala, la señora March tenía anotadas sus señas en su libro de direcciones.

Esta vez palideció de verdad, y el blanco de la cara no hizo sino resaltar el colorete de las mejillas (la mancha de la izquierda un poco más alta que la de la derecha). Se quedó callada.

Pitt se puso en pie.

—Iré a ver el resto de la casa —anunció, y fue hacia la puerta antes de que ella pudiera detenerle.

Pitt se dirigió hacia el codo del corredor, caminando a paso vivo hacia las cocinas. Una de las chicas que había visto antes estaba de rodillas en el suelo con un balde y un cepillo. Se apartó para dejarle pasar.

La cocina propiamente dicha era enorme para el tamaño de la casa, dos habitaciones convertidas en una, ya deliberadamente, ya porque hubieran derribado una pared. El piso era de madera y estaba tan gastado que los clavos formaban pequeños islotes. Dos grandes hornillos aparecían cubiertos por un surtido de cacerolas, y un hervidor estaba humeando, seguramente para reponer el té de la señora Mapes. Junto a los hornillos había cubos de carbonilla y desperdicios de coque, lo bastante cerca uno del otro como para que las chicas de brazos larguiruchos pudieran levantarlos y llenarlos de nuevo. Junto a la pared del fondo había sacos de grano y patatas y un manojo de coles de mal aspecto. Al otro lado había un gran aparador repleto de platos y peroles y tazones, los cajones encajaban mal y de ellos asomaban papeles. Una pelota de cordel, parcialmente desmadejada, yacía en el suelo. Había un paquete medio abierto sobre la mesa de la cocina, y unas tijeras. Cerca del techo había una barra de orear ropa con toda clase de trapos y sábanas que recogían los olores de la cocina.

Había tres chicas más ocupadas en distintas tareas; una en el fregadero pelando patatas, otra removiendo gachas de una olla, la tercera a gatas y provista de un recogedor. Ninguna podía tener más de catorce años; la más joven aparentaba diez u once. Evidentemente aquel establecimiento estaba pensado para alimentar a diario a un número considerable de personas.

—¿Cuántas chicas más hay? —preguntó antes de que la señora Mapes pudiera alcanzarle. Oía sus faldas crujir detrás de él.

—No sé —susurró una chica de cara pálida—. Hay muchos niños pequeños, bebés. Vienen y van, o sea que no lo sé.

—¡Calla! —le advirtió la mayor al punto, con mirada de temor.

Pitt hizo todo lo posible para que no le delatara su expresión. Ahora sabía qué era este lugar, pero nada podía hacer para cambiarlo. Y si dejaba entrever su furia, su piedad o su disgusto, sólo empeoraría las cosas.

La naturaleza propiciaba la necesidad, y la pobreza exigía una respuesta.

—¿Qué busca en la cocina, señor Pitt? —inquirió a su espalda la señora Mapes, con voz chillona—. ¡Aquí usted no pinta nada!

—Desde luego que no —concedió él lúgubremente. No tenía por donde empezar, ni había logrado una pista. Por otro lado, no quería marcharse.

—Dígame cuánto —preguntó ella.

—¿Qué? —Pitt no sabía de qué estaba hablando. Paseó la mirada por las cacerolas: gachas, comida barata para los niños, patatas para llenar un cocido sin carne.

—¿Cuánto dinero me dejó la señora March? —aclaró ella impaciente—. ¡Usted ha dicho que se acordó de mí!

Pitt miró el suelo y la larga mesa de madera. Estaban insólitamente limpios, eso tenía que reconocerlo.

—No lo sé. Supongo que ya se lo enviarán.

—¿No lo lleva encima?

Él no respondió. Si lo hacía no le quedaría excusa para quedarse, y había algo que le retenía allí, la sensación de que podía comprender alguna cosa, caso de que la descubriera.

¿Qué había podido querer Sybilla March de aquella mujer? ¿Algún niño de una doncella con problemas? Parecía la única respuesta razonable. ¿Valía la pena seguir ahondando, ver si alguna criada de la casa de Sybilla se había ausentado inexplicablemente, tal vez debido a un parto? ¿Importaba eso? La vida estaba llena de tragedias domésticas, de chicas que tenían que ganarse la vida y no podían permitirse tener un hijo fuera del matrimonio. Y los sirvientes raramente se casaban, por esa misma razón; vivían en casa de sus señores, donde no había espacio para tener familia.

La voz de la señora Mapes resonó detrás de él.

—¡Entonces métase en sus asuntos y déjeme a mí con los míos!

Pitt se volvió despacio, echando una última ojeada a la estancia. Entonces comprendió lo que le retenía: el paquete; el paquete medio abierto sobre la mesa de la cocina, junto a las tijeras. Había visto antes ese papel marrón, ese curioso cordel amarillo atado dos veces a lo largo y ancho, con nudos en cada extremo, un lazo y dos cabos sueltos. De pronto sintió un escalofrío, como si hubiera entrado en un osario. Se acordó de la sangre y las moscas, de la mujer gruesa con el polisón retorcido y su perro de ojos saltones. Era demasiada coincidencia. El papel era corriente, pero el cordel era raro, los nudos una excentricidad, muy característicos, la combinación probablemente única. Estaban a dos kilómetros de Bloomsbury. ¿Y si aquel pequeño paquete contenía los trozos que faltaban? ¿Dónde estaba el primer paquete, el grande? No lo veía en la cocina.

—Me marcho —dijo en voz alta, sorprendido de su propia voz—. Sí, señora Mapes. Yo mismo le traeré el dinero, ahora que sé que le pertenece.

—¿Cuándo? —Ella sonrió nuevamente, ajena al paquete de la mesa—. Quiero asegurarme de que estaré en casa cuando venga —añadió a modo de explicación, como si pudiera ocultar su ansia.

—Mañana. Más temprano, si vuelvo a mi oficina a tiempo. —Tenía que preguntar a una de las niñas por los paquetes; adónde iban a parar, cada cuándo, y quién los entregaba. Pero tenía que ser fuera de la casa, donde ella no pudiera escuchar a hurtadillas, o la vida de la niña correría peligro—. ¿Tiene alguien de fiar que pudiera llevarme un mensaje, alguien en quien usted confíe? —preguntó.

Ella sopesó los pros y los contras.

—Tengo a Nellie, ella lo hará —dijo—. ¿De qué se trata?

—Es confidencial. Se lo diré a ella cuando salga. Volveré tan pronto me sea posible. De eso puede estar segura, señora Mapes.

—¡Nellie! —chilló ella a pleno pulmón y el bramido hizo vibrar la porcelana del aparador.

Se produjo un momento de silencio, y luego el chillido de un niño que dormía en el piso de arriba, unos pasos y Nellie que aparecía en el umbral, el pelo revuelto, el delantal ladeado, la mirada asustada.

—¿Sí, señora Mapes?

—Ve con este caballero y haz el recado que te mande —le ordenó—. Luego vuelve y continúa con tu trabajo. En esta vida el que no trabaja no come.

—Lo que usted diga, señora Mapes. —Nellie hizo una especie de reverencia y se volvió hacia Pitt. Debía de tener unos quince años, aunque estaba tan flaca y poco desarrollada que resultaba difícil asegurarlo.

—Gracias, señora Mapes —dijo Pitt, odiándola como a pocas personas en su vida, consciente de que quizá era sólo una forma de desahogarse contra la pobreza. La señora Mapes era una criatura de su tiempo. ¿Debía odiarla por haber sobrevivido? El que moría era por no tener la fuerza requerida. Con todo, la seguía odiando.

Fue hacia el pasillo y recorrió su húmeda estrechez sobre el piso de esteras, dejó atrás los niños sentados aún en la escalera y salió a Tortoise Lane, con Nellie pisándole los talones. Caminó hasta doblar la esquina y quedar fuera de la vista del número 3.

—¿Qué recado he de hacer, señor? —preguntó Nellie cuando se detuvieron.

—¿Sueles hacer recados a la señora Mapes?

—Sí, señor. Puede confiar en mí. Conozco muy bien el barrio.

—Estupendo. ¿Te manda llevar paquetes de vez en cuando?

—Sí, y nunca he perdido ninguno. Puede fiarse de mí, señor.

—Me fío, Nellie —dijo él con suavidad, deseando hacer algo por ella pese a que no podía. Porque si hacía algo podía interpretarse mal, si es que no conseguía asustarla—. ¿Llevaste tú el paquete grande que había en la mesa de la cocina?

—¡La señora Mapes me dijo que lo hiciera, se lo juro!

—No me cabe duda —dijo él rápidamente—. ¿Te hizo llevar varios paquetes hace unas tres semanas?

—Yo no he hecho nada malo, señor. ¡Sólo los llevé a donde ella me dijo! —Ahora empezaba a asustarse; las preguntas de Pitt no tenían sentido para ella.

—Ya lo sé, Nellie. ¿Adónde? ¿Aquí y en Bloomsbury?

Los ojos de Nellie se agrandaron.

—No, señor. Se los llevé al señor Wigge, como siempre.

Pitt suspiró muy despacio.

—Pues llévame donde el señor Wigge. Ahora mismo, Nellie.