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La señora Peabody estaba acalorada, jadeante. No sólo era verano, sino que el corsé la aprisionaba inexorablemente, y el vestido, con su elegante polisón, pesaba demasiado para correr acera abajo en busca de un perro pertinaz que desaparecía ahora por la puerta de hierro forjado del cementerio.
—¡Clarence! —gritó la señora Peabody—. ¡Clarence! ¡Vuelve ahora mismo!
Pero Clarence, que no era nada tonto, se coló por la brecha y salió disparado hacia la hierba alta y las matas de laurel que había al otro lado de la verja. La mujer, muy enfadada y sujetándose con una mano el amplio sombrero —gallardamente caído ahora sobre los ojos—, intentó con la otra forzar la puerta para deslizar su silueta extraordinariamente gruesa.
Al difunto señor Peabody siempre le habían gustado las mujeres de proporciones generosas, y así lo decía a menudo. La mujer debía ser un reflejo de la posición social del marido: digna y sustanciosa.
Pero hacía falta más aplomo del que ella poseía para no perder la dignidad tras quedar atrapada por un seno en la puerta de un cementerio, con el sombrero esquinado y un perro aullando como un poseso a una docena de metros.
—¡Clarence! —chilló otra vez.
Luego, inspirando hondo, dio un fortísimo empujón. Soltó un alarido de desesperación y al final consiguió pasar, con el polisón alarmantemente cerca ya de su cadera izquierda.
Clarence ladraba como un histérico y escarbaba entre los laureles. Después de una semana sin llover, el suelo estaba seco y el perro levantaba nubecillas de polvo. Pero consiguió el premio, un paquete grande y húmedo, envuelto en papel marrón y bien atado con cordel. Los denodados esfuerzos de Clarence lo habían roto por varios lugares, y el paquete se estaba abriendo.
—¡Deja eso! —le ordenó ella. Clarence no hizo caso—. ¡Déjalo! —repitió, arrugando la nariz. Era realmente repugnante; parecían sobras de comida, carne estropeada—. ¡Basta, Clarence!
El perro arrancó con los dientes un pedazo de envoltorio, húmedo de sangre, y entonces la señora Peabody lo vio: era piel. Piel humana, pálida y blanda. Lanzó un grito, y mientras Clarence dejaba al descubierto el contenido del paquete ella gritó otra vez, y otra y otra más, hasta que el mundo empezó a dar vueltas en medio de una bruma rojiza. Cuando cayó al suelo, Clarence seguía dando tirones al envoltorio y un transeúnte alarmado lograba traspasar la puerta del cementerio.
El inspector Thomas Pitt alzó la vista de su mesa cubierta de papeles, alegrándose por la interrupción.
—¿Qué hay?
El agente Stripe se quedó en el umbral, pestañeando y con la cara un poco ruborizada.
—Lo siento, señor, pero nos informan de un tumulto en el cementerio de la iglesia de St. Mary, en Bloomsbury. Una mujer mayor se ha vuelto histérica. Muy respetable, conocida en el barrio… y no toca la bebida para nada. El marido fue de la liga antialcohólica, antes de morir. La mujer nunca ha causado problemas.
—Estará enferma —sugirió Pitt—. Con un guardia es suficiente, ¿no cree? Y quizá un médico.
—Verá, señor. —Stripe parecía inquieto—. Parece que el perro se le escapó y encontró un paquete entre las matas, y ella dice que es parte de un cuerpo humano. De ahí toda la histeria.
—¿Parte de un cuerpo humano? —repitió Pitt. Le gustaba el joven Wilberforce Stripe; normalmente era de fiar. Historias vagas como ésta no eran propias de él—. ¿Qué hay en ese paquete?
—Ése es el problema, señor. El guardia que hacía la ronda dice que ha procurado no tocar nada, pero que a él le parece justamente eso: parte de un cuerpo de mujer. La… —No quería ser grosero, pero al mismo tiempo era consciente de que un policía había de ser preciso. Poniéndose una mano en la cintura y otra en el cuello, añadió—: La mitad de arriba, señor.
Pitt se levantó de un respingo, haciendo caer al suelo los papeles que tenía sobre el regazo. A pesar de los diecisiete años que llevaba en Londres, el suntuoso y elegante corazón del Imperio que retozaba a un tiro de piedra de los barrios bajos donde la miseria era tan intensa que las casas se apoyaban unas contra otras para no caerse, donde en una habitación morían y vivían hasta quince personas, Pitt no dejaba de sorprenderse ante el salvajismo del crimen. No acababa de entenderlo en su conjunto. Pero el dolor de los individuos aún tenía la capacidad de conmoverle.
—Entonces será mejor que vayamos a ver —dijo, haciendo caso omiso del desorden que le rodeaba y dejando el sombrero donde lo había arrojado por la mañana al llegar.
—Sí, señor.
Stripe siguió la desmadejada figura del inspector pasillo y escaleras abajo hacia la calle soleada y luminosa. Un cabriolé vacío pasó por delante de ellos, pensando que Pitt, con los faldones colgando y el sombrero sesgado[*], no tenía aspecto de cliente en potencia. Stripe, de uniforme, no era digno siquiera de esa conjetura.
Pitt agitó el brazo y corrió un poco.
—¡Cochero! —gritó, dirigiendo su ira no tanto a quien le desairaba cuanto al crimen en general, y a este que se disponía a investigar ahora.
El cochero tiró de las riendas y le miró con ceño.
—¿Sí, señor?
—Al cementerio de St. Mary, en Bloomsbury. —Pitt montó en el coche y aguantó la puerta para que subiera Stripe.
—¿Es el lado este o el oeste, señor? —inquirió el cochero.
—Por la puerta posterior, junto a la avenida —dijo Stripe, servicial.
—Gracias —le dijo Pitt, y dirigiéndose al cochero—: ¡Dese prisa, hombre!
El cochero hizo restallar el látigo y el caballo echó a andar, acomodándose rápidamente a un trote corto. Pitt y Stripe guardaron silencio, absortos en sus respectivas especulaciones acerca de lo que iban a ver.
—¿Es aquí donde quería, señor? —Se inclinó el cochero para preguntar.
—Sí. —Pitt había visto ya el pequeño corro de gente que rodeaba al atosigado guardia. Era un cementerio suburbano, corriente y mal cuidado; hierba seca por el calor estival, lápidas irregulares y recargadas, ángeles de mármol, y a mano derecha, antes de llegar a los tejos, unas matas de laurel oscuro.
Pitt se apeó, pagó al conductor, cruzó la calle y habló con el guardia, quien se alegró mucho de verle allí.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó escuetamente Pitt.
El guardia señaló con el codo hacia la verja alta y provista de púas pero no giró la cabeza. Estaba pálido y sudaba copiosamente.
—La mitad superior de un cuerpo de mujer, señor. —Tragó con dificultad—. Un horror. Estaba al pie de esas matas.
—¿Quién lo encontró, y cuándo?
—Una tal señora Ernestine Peabody, que había ido a pasear a Clarence, su pequinés. —Consultó su libreta. Pitt lo leyó del revés: «15 de junio, 1887. 15.25 horas. Mujer chillando en el cementerio de la iglesia de St. Mary».
—¿Dónde está la mujer? —preguntó Pitt.
—Sentada en el atrio de la iglesia, señor. Está muy afectada, le he dicho que en cuanto usted hablara con ella se podría ir a casa. Es sólo una opinión, señor, pero no creo que pueda ayudarnos mucho.
—Es probable. ¿Y dónde está el… paquete?
—Donde yo lo encontré. Sólo lo he tocado para asegurarme de que la mujer no estaba viendo alucinaciones… Ya sabe, la bebida y eso.
Pitt fue hacia la verja de hierro forjado, ahora atrancada, levemente entreabierta y encajada en los surcos del barro seco. Pasó a duras penas y siguió paralelo a la verja hasta llegar a las matas de laurel. Sabía que Stripe le pisaba los talones.
El paquete estaba donde Clarence lo dejara, con el envoltorio de papel rasgado dejando ver la carne y un poco de piel blanca ligeramente manchada de sangre. Las moscas empezaban a congregarse. Pitt no necesitó tocarlo para ver que lo que asomaba era un pecho de mujer.
Se enderezó, tan mareado que temió desmayarse allí mismo. Respiró hondo varias veces, mientras oía a Stripe alejarse para vomitar tras una lápida con querubines de piedra.
Después de contemplar unos instantes las polvorientas losas, la hierba pisoteada y las manchitas amarillas como alfileres en las hojas de laurel, se obligó a mirar de nuevo el paquete. Había detalles que anotar: clase y color del papel, el cordel que lo aseguraba, cómo eran los nudos. La gente solía dejar su impronta: atar con más o menos fuerza, a lo largo o a lo ancho primero, con nudos corredizos o no, atando en cada intersección o haciendo solamente un lazo. Y había una docena de maneras de rematar.
Se arrodilló para examinar el paquete, girándolo con cuidado cuando hubo examinado la parte superior. El papel era grueso y un poco satinado por dentro, dos capas. Lo había visto usar para empaquetar ropa. Era papel grueso, pero estaba húmedo de sangre y no hacía ruido alguno. Dentro del papel marrón había más papel, esta vez de cocina, engrasado y en dos capas también, como el que a veces usan los carniceros. Quien hubiera envuelto aquella cosa debía saber que así no saldría la sangre.
El cordel era extraño: basto y peludo, más amarillo que blanco, puesto a lo largo y a lo ancho dos veces y anudado en cada esquina, y finalmente atado con un lazo y dos cabos sueltos de unos cuatro centímetros de longitud.
Pitt sacó su libreta y lo anotó todo, aunque eran cosas que le habría gustado borrar de su memoria. Ojalá.
Stripe se acercó, avergonzado de haber perdido la serenidad. No sabía qué decir.
Pitt lo dijo por él:
—Tiene que haber más. Tendremos que organizar la búsqueda.
Stripe carraspeó.
—¿Más…? Sí, señor. Pero ¿por dónde empezamos? ¡Puede estar en cualquier parte!
—No será muy lejos. —Pitt se levantó—. Nadie carga con una cosa así durante mucho tiempo. Al menos, si uno va andando. Ni un loco se metería en un cabriolé o un ómnibus con un paquete así bajo el brazo. Tiene que estar en un radio de un par de kilómetros, a lo sumo.
Stripe arqueó las cejas.
—¿Cree usted que anduvo tanto, señor? Yo no lo habría hecho. Más bien quinientos metros, como máximo.
—Quinientos en cada dirección —dijo Pitt, señalando alrededor.
—En cada… —Stripe parecía confuso.
Pitt expresó su hipótesis:
—Tiene que estar el cuerpo entero. Eso significa unos seis paquetes más o menos del mismo tamaño. No pudo cargarlos todos a la vez, a menos que usara una carretilla. Y no creo que se arriesgara tanto. No es probable que pidiera prestada una, y ¿quién tiene carretilla aparte de los vendedores ambulantes? De todos modos, averiguaremos si alguien vio una carretilla ayer o esta mañana.
—Sí, señor. —Stripe pareció muy aliviado de tener algo que hacer. Cualquier cosa era mejor que quedarse allí mientras las moscas zumbaban en torno al espeluznante paquete.
—Avise a comisaría que necesitamos media docena de guardias. Y un coche mortuorio. Y el médico.
—Sí, señor. —Stripe hizo un esfuerzo por mirar otra vez, quizá porque le parecía poco sensible no considerar la enormidad del asunto, irse de allí sin apercibirse de ello. Era el mismo instinto que le hace a uno quitarse el sombrero cuando ve pasar por la calle un coche fúnebre, incluso si uno no sabe quién es el fallecido.
Pitt paseó entre las lápidas, abarquilladas y afeadas por la maleza, hasta llegar a la iglesia. La puerta estaba abierta y dentro hacía fresco. Sus ojos tardaron un momento en habituarse a la penumbra y a las brumosas manchas de color que producían sobre las piedras las vidrieras. Una mujer corpulenta yacía medio postrada sobre un banco de madera, con el sombrero en el suelo y el cuello del vestido desabrochado. La esposa del sacristán, con un vaso de agua en una mano y un frasco de sales en la otra, susurraba palabras de consuelo. Ambas se volvieron al oír los pasos de Pitt. Un perro pequinés de color melado dormía al sol en el portal, ajeno a la presencia de Pitt.
—¿Señora Peabody?
Ella le miró con suspicacia. No era del todo desagradable ser el epicentro de aquel drama, siempre y cuando, por supuesto, todos comprendieran que ella no tenía nada que ver en el asunto salvo lo que el azar disponía.
—Soy yo —dijo.
Pitt había conocido a muchas señoras Peabody, y sabía lo que ella sentía ahora y también las pesadillas que aparecerían más adelante. Se sentó a cierta distancia de ella, en el mismo banco.
—Estará usted muy angustiada —se apresuró a decir mientras ella tomaba aire para decirle hasta qué punto lo estaba—, así que la molestaré lo menos posible. ¿Cuándo fue la última vez que pasó usted por el cementerio con su perro?
Ella enarcó las cejas.
—¡Creo que se confunde, joven! Yo no tengo por costumbre encontrarme esas… —No pudo encontrar palabras para el horror que la atenazaba.
—Por descontado —dijo Pitt inexorable—. Supongo que si el paquete hubiera estado ahí la última vez, su perro lo habría encontrado.
La señora Peabody, pese a la conmoción, no carecía de sentido común.
—Ah —asintió—. Pasé por aquí ayer por la tarde, y Clarence no… —Prefirió no completar tan innecesaria observación.
—Ya veo. Gracias. ¿Sabe usted si Clarence sacó el paquete de entre las matas o si ya estaba fuera?
Ella negó con la cabeza.
Daba igual, salvo que si hubiera estado a la intemperie seguramente lo habrían encontrado antes. Quien lo hubiera puesto allí se habría tomado la molestia de esconderlo. No había nada más que preguntar, aparte del nombre y la dirección.
Las dejó allí y volvió fuera pensando en cómo organizar la búsqueda. Eran las cuatro y media.
A las siete los habían encontrado todos. Fue un asunto tenebroso: bajar escaleras hasta zonas en desuso, hurgar en los cubos de basura, bajo las matas y detrás de las rejas. Uno a uno, los paquetes fueron recuperados. El peor de ellos estaba en un fétido callejón a un kilómetro del cementerio, en los deteriorados pisos de St. Giles. Habría podido dar la primera pista para la identidad de la muerta, pero como en otros dos casos, unos gatos lo habían encontrado antes. Ahora no se distinguía otra cosa que el pelo rubio y una herida en el cráneo.
Hasta las diez de la noche no se puso el sol. Pitt fue de puerta en puerta preguntando, rogando, incluso intimidando a algún que otro sirviente con acusarlo de un delito doméstico de poca envergadura (quizá un coqueteo ilícito que lo habría demorado más de la cuenta en la puerta de atrás) pero nadie dijo haber visto nada que fuera de importancia.
Pitt llegó a la comisaría mientras el sol se ponía rojo como una cereza sobre los tejados y las luces de gas se encendían en las calles como otras tantas lunas errantes. Dentro, la comisaría olía a puerta cerrada, a calor, a tinta y al flamante linóleo del suelo. El médico de la policía le estaba esperando, las mangas todavía subidas y manchadas, mal abrochado el chaleco. Se le veía cansado, y tenía un churrete de sangre en la nariz.
—¿Y bien? —preguntó Pitt.
—Una mujer joven. —El hombre se sentó—. Cabello rubio, piel blanca. Por lo que se aprecia, bastante guapa. Desde luego no era una indigente. Tenía las manos limpias, las uñas enteras, aunque seguro que hacía algún trabajo doméstico. Yo creo que era camarera, pero sólo es una conjetura. —Suspiró—. Y había tenido un hijo, pero no en los últimos meses.
Pitt se sentó a su mesa y se acodó en ella.
—¿Edad?
—Cómo quiere que lo sepa —repuso el doctor, descargando su disgusto y su absoluta impotencia sobre la única víctima que tenía a mano—. ¡Me entrega un cadáver en media docena de trozos, como si fueran vísceras salidas de la maldita carnicería, y quiere que le diga hasta cómo se llama! ¡Pues no lo sé! —Se puso en pie—. Era joven, probablemente trabajaba en el servicio doméstico; algún demente la asesinó golpeándola en la nuca y después, a saber por qué, la descuartizó y la esparció por St. Giles y Bloomsbury. Tendrá usted mucha suerte si consigue averiguar quién era, no digamos ya quién la mató. A veces me pregunto por qué se toman tantas molestias. De las mil maneras distintas de matar a alguien, puede que a la larga un golpe en la cabeza sea bastante menos cruel que otros métodos. ¿Ha estado en los pisos y casas de huéspedes de St. Giles, Wapping o Mile End? El último cadáver que examiné era una chica de doce años. Murió dando a luz… —La voz le falló. Miró con fiereza a Pitt y salió del despacho cerrando de un portazo.
Pitt se levantó y también salió. Normalmente habría ido a casa caminando; estaba a sólo tres kilómetros. Pero eran casi las once, estaba cansado, tenía hambre, y los pies le dolían más de lo acostumbrado. Tomó un cabriolé sin culparse por el gasto.
La fachada de la casa estaba a oscuras y Pitt entró con su llave. Gracie, la criada, ya debía de estar en la cama, pero vio luz en la cocina y dedujo que Charlotte estaba esperándole. Se quitó las botas con alivio y recorrió el pasillo, notando la frescura del linóleo a través de los calcetines.
Charlotte estaba en el umbral, la luz de gas le iluminaba el pelo y la cálida curva de su mejilla. Sin decir nada, ella le estrechó con fuerza. Por un momento Pitt temió que pasara algo, que uno de los niños estuviera enfermo; entonces comprendió que Charlotte debía de haber visto algún periódico vespertino, y habría deducido por su tardanza que él tenía algo que ver, aunque su nombre no hubiera aparecido impreso.
Pitt no tenía intención de contarle nada. Pese a los numerosos casos en que ella se había visto envuelta por iniciativa propia, él en parte creía que debía evitarle aquel horror. La mayoría de los hombres consideraba su hogar un retiro contra la dureza y la fealdad del mundo exterior, un lugar donde reponer el cuerpo y el alma antes de regresar al combate. Las mujeres formaban parte de ese universo sosegado y feliz.
Pero Charlotte casi nunca hacía lo esperado, ni siquiera antes de sorprender a su pudiente familia casándose con un policía, una decisión tan radical que tuvo suerte de que no la desheredaran.
Ella se apartó y le miró con preocupación.
—Tú llevas el caso, ¿verdad, Thomas? El de esa pobre mujer que han encontrado en St. Mary’s.
—Sí. —Pitt la besó con ternura, confiando en no tener que hablar de ello. Estaba muy cansado, y no había nada que decir.
Con los años, Charlotte iba aprendiendo a ser más reservada, pero ésta no era una de esas ocasiones. Había leído la edición especial del periódico con horror y compasión, había preparado dos cenas para Pitt y ambas las había abandonado, y ahora esperaba que él compartiera con ella los pensamientos y las sensaciones que le habían poseído durante la jornada.
—¿Podrás averiguar quién era la víctima? —preguntó ella, echando a andar hacia la cocina—. ¿Has comido?
—No, claro que no —dijo él, siguiéndola—. Pero no te molestes en cocinar.
Ella levantó las cejas, pero se abstuvo de mencionar lo que iba a decir. Sobre el renegrido hornillo, el hervidor echaba nubecillas de humo.
—¿Te apetece un poco de cordero frío, encurtidos y pan reciente? —preguntó ella—. ¿Un poco de té?
Pitt sonrió a su pesar. Sería más fácil, y a la larga más placentero, rendirse.
—Sí. —Tomó asiento y dejó la chaqueta sobre el respaldo de la silla.
Ella dudó y acto seguido decidió que era mejor preparar el té antes de decir nada.
Cinco minutos después Pitt tenía delante tres rebanadas de pan crujiente, un poco de chutney casero —a Charlotte se le daba muy bien preparar chutney y mermeladas—, varias tajadas de carne y un tazón de té caliente.
Charlotte ya se había contenido bastante.
—¿Podrás averiguar quién era?
—Lo dudo —dijo él, mientras comía.
Ella le miró con solemnidad.
—¿No informará nadie de su desaparición? Bloomsbury es un barrio bastante respetable. La gente que tiene camareras en casa nota cuándo se marchan.
Pese a sus seis años de matrimonio y todos los casos en que se había visto envuelta de un modo u otro, ella aún conservaba restos de la inocencia en que había sido educada, siempre protegida de las cosas desagradables, ajena a la crueldad y el bullicio del mundo, como toda señorita de la buena sociedad. Al principio, los orígenes de Charlotte habían atemorizado a Pitt y, en sus momentos más ciegos, provocado en él la cólera. Pero en general eso se había diluido en el conjunto de las cosas importantes que compartían: la risa ante lo absurdo de la vida, la ternura, la pasión y la ira ante las injusticias.
—¿Thomas?
—Querida, esa mujer no tiene por qué haber salido de Bloomsbury. Y aunque así fuera, ¿cuántas criadas crees que han sido despedidas por diversas razones, desde la falta de honestidad hasta el haber sido pilladas en brazos del señor de la casa? Otras habrán sido raptadas para casarse o se habrán escabullido de noche con la cubertería de plata.
—¡Las camareras no son así! —protestó ella—. ¿Ni siquiera piensas buscarla?
—Ya lo hemos hecho —replicó él con un deje cansado en la voz. ¿Es que ella no se daba cuenta de la futilidad del empeño, y de que él ya habría hecho todo lo posible? ¿No le conocía bien, después de tanto tiempo?
Ella agachó la cabeza y contempló el mantel.
—Perdona. Supongo que es imposible averiguarlo.
—Seguramente —concedió él levantando la taza de té—. ¿Esa carta que hay sobre la chimenea es de Emily?
—Sí. —Emily era la hermana menor de Charlotte, casada tan por encima de su rango social como Charlotte por debajo—. Está con tía abuela Vespasia, en Cardington Crescent.
—Creí que Vespasia vivía en Gadstone Park.
—Así es. Ahora están las dos en casa del tío Eustace March.
Pitt gruñó por lo bajo. No había nada que objetar. Admiraba a la elegante y enojadiza lady Vespasia Cumming-Gould, pero nunca había oído hablar de Eustace March, ni le apetecía.
—Creo que Emily no es feliz —añadió Charlotte.
—Lo siento. —Pitt no la miró, limitándose a coger otro trozo de pan y el plato del chutney—. No podemos hacer nada. A mí me parece que está aburrida. —Esta vez sí levantó la vista—. Y no se te ocurra acercarte a Bloomsbury ni para visitar a alguna amiga, sea tuya o de Emily. ¿Está claro, Charlotte?
—Sí, Thomas. De todos modos, creo que no conozco a nadie en ese barrio.