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Emily era, en efecto, muy desdichada, a pesar de que ahora estaba majestuosa en su reluciente vestido verde de corte osado y elegante y de que se hallaba en el palco privado que los March tenían en el Savoy. En escena se representaba con todo su encanto lírico la ópera Iolanthe, de los señores Gilbert y Sullivan, una de sus preferidas. La noción misma de una joven medio humana y medio hada solía despertarle la idea de lo absurdo. Pero esta noche no era así.
El motivo de su inquietud era que desde hacía días su marido George no había tenido el menor escrúpulo en exhibir su clara preferencia por la compañía de Sybilla March. Era perfectamente educado, de un modo casi involuntario, mucho peor que la pura grosería. Si se hubiera mostrado grosero con Emily, ésta al menos habría sabido que se percibía claramente de su presencia, y no como si ella fuese algo borroso entrevisto por el rabillo del ojo. Lo que animaba su rostro era la presencia de Sybilla, las palabras de ésta las que recababan su atención, sus ocurrencias las que le hacían reír.
George estaba sentado detrás de Sybilla, que en opinión de Emily parecía una flor marchita con su deslumbrante vestido aguamarina, su cara blanca, sus ojos color agua sucia y aquella opulenta mata de pelo. A pesar de que era una tontería, Emily no dejaba de mirar subrepticiamente a George con la certeza de que él no estaba pendiente del escenario. Los apuros del héroe le tenían sin cuidado, como también los coqueteos de la heroína, la reina hada o la propia Iolanthe. Aunque sí sonrió y llevó el ritmo con los dedos al sonar The Peen’Song, que por descontado hacía vibrar a todo el mundo, y su atención fue captada un momento por el delicioso trío de baile, con el lord canciller lanzando las piernas al aire en absoluto frenesí.
El pánico empezaba a hacer mella en Emily. Alrededor todo era alegría, colorido y música; todo el mundo estaba sonriendo: George a Sybilla, el tío Eustace March a sí mismo, el marido de Sybilla —William— a lo que sucedía en escena. La hermana pequeña de William, Tassie, de diecinueve años y delgada como había sido su madre y con un cabello como el sol brillando sobre albaricoques, sonreía al tenor principal. La anciana señora March, abuela de Tassie, sonreía a su pesar, pues no le gustaba divertirse. La tía abuela Vespasia, abuela materna de Tassie, en cambio, estaba encantada. Tenía un marcado sentido del ridículo y hacía mucho tiempo que le importaba un comino lo que pensaran los demás.
Quedaba solamente Jack Radley, el único invitado no perteneciente a la familia pero que también pasaba unos días en Cardington Crescent. Era un joven arrebatadoramente apuesto, muy bien relacionado pero, por desgracia, sin recursos dignos de ese nombre y una dudosa reputación para con las mujeres. Era un desplazado más, y por eso sólo podía haberle gustado a Emily, al margen de su porte y su humor. Estaba claro que le habían invitado para arreglar el matrimonio de Tassie, la única de las diez hijas March aún soltera. El objeto de aquel enlace no estaba claro, ya que Tassie no parecía encariñada con él y sus expectativas eran más importantes que las de Jack; aunque la familia de éste estaba emparentada con gente del poder, él no tenía porvenir. William había dicho cruelmente que Eustace se moría de ganas de poner un título nobiliario, el espaldarazo definitivo para que su familia alcanzara la respetabilidad. Claro que ésa era una observación más maliciosa que sincera. Entre padre e hijo había tensión, una brusquedad que aparecía de vez en cuando como una súbita astilla de cristal, pequeña pero asombrosamente dolorosa.
Ahora, William estaba detrás de la butaca de Emily, y era el único al que ella no podía ver.
En el descanso fue él quien le llevó vino y un bombón de chocolate, no George; éste estaba en un rincón riendo de algo que había dicho Sybilla. Emily se esforzó por conversar un poco, consciente de su fracaso mientras sus palabras caían en un silencio ominoso, y al momento deseó no haber dicho nada. Fue un alivio cuando el telón volvió a subir.
—¡No sé de dónde saca Gilbert esos ridículos argumentos! —dijo impaciente la anciana March mientras se extinguían los últimos aplausos—. ¡No tienen el menor sentido!
—Ni se pretende que lo tengan, abuela —repuso Sybilla con una sonrisa encantadora.
La señora March la miró por encima de sus quevedos, cuya cinta de terciopelo negro le caía mejilla abajo.
—A los que hacen tonterías porque la naturaleza los ha hecho así, los compadezco. Lo que no comprendo es que alguien pueda hacer tonterías intencionadamente.
—Eso sí lo creo —murmuró Jack Radley al oído de Emily—. Y estoy seguro de que Gilbert tampoco la comprendería a ella, sólo que a él le da igual.
—Mi querida Lavinia, no veo que esto sea más tonto que algunas novelitas de Madam Ouida; te he visto leerlas disimuladas con tapas de papel marrón.
La señora March se quedó de piedra, pero en sus mejillas asomaron sendas manchitas rosadas donde una mujer más joven habría llevado colorete. Ella deploraba esa vulgaridad de pintarse la cara; las mujeres que lo hacían «pertenecían a cierta clase».
—Te equivocas, Vespasia —le espetó—. Es una pena que tu vanidad te impida llevar unas buenas gafas. Un día de éstos te caerás por la escalera o acabarás dando un espectáculo. ¡William! Sería mejor que le ofrecieras el brazo a tu abuela. No quiero que todo el mundo nos mire cuando salgamos. —Se puso en pie y fue hacia la puerta—. ¡Y menos por eso!
—Descuida —replicó Vespasia—. Nadie te mirará mientras Sybilla siga empeñada en ir vestida de escarlata.
—Le sienta de maravilla —dijo Emily antes de morderse la lengua. Había querido que no se la oyera, pero en ese instante todo el mundo dejó de hablar.
George se sonrojó ligeramente, y ella apartó la vista, enojada consigo misma por haberse descubierto de manera tan tonta.
—Me alegro de que te guste —respondió Sybilla con calma, levantándose también. Su aplomo parecía ilimitado—. Todas tenemos colores que nos sientan bien y colores que no. Dudo que a mí me quedara bien ese azul que llevas tú.
Así pues, en vez de replicar se había mostrado encantadora. Y George seguía sonriéndole. Como empujados por una corriente invisible, fueron arrastrados del palco hacia la marea de personas que se apretujaba camino del vestíbulo. George iba al lado de Sybilla, y le ofreció el brazo como si otra cosa hubiera sido de mala educación.
Acalorada y trastabillando, Emily se vio empujada hacia adelante con el brazo de Jack Radley en torno a ella y la hermosa cabeza plateada de Vespasia delante.
Al llegar al vestíbulo fue inevitable encontrarse con gente conocida e intercambiar opiniones y preguntas sobre la salud respectiva y demás cháchara propia de la ocasión. Emily se limitó a saludar con la cabeza, sonreír a todos y asentir a todo lo que oía. Alguien le preguntó por su hijo Edward, y ella respondió que estaba bien. Entonces George le dio un codazo, recordándole que debía preguntar por la familia del interlocutor. Las frases volaron alrededor:
—¡Una actuación deliciosa!
—¿Ha visto Pinafore?
—¿Cómo consigue esas melodías?
—¿Irá usted a Henley? A mí me encantan las regatas. Es estupendo para un día caluroso, ¿no cree usted?
—Yo prefiero Goodwood. Las carreras tienen algo especial…
—Pero querida, ¿qué me dice de Ascott?
—A mí me gusta Wimbledon.
—¡No tengo nada que ponerme! Debo ir a ver a mi modista enseguida; necesito renovar mi guardarropa.
—¡Este año la Royal Academy ha sido horrible!
—¡Y que lo diga! ¡Menudo aburrimiento!
Emily logró sobrevivir a media hora de saludos y comentarios triviales antes de subir al coche con George, que estaba rígido y más distante que un desconocido.
—¿Qué diablos te pasa, Emily? —dijo él después de diez minutos de guardar ambos silencio. Finalmente, el camino quedó libre para dirigirse hacia el Strand.
¿Qué hacer?, se preguntaba Emily. ¿Evitar la pelea? George era tolerante, generoso y de carácter tranquilo, pero sólo le gustaban las emociones si él las deseaba, ahora no, por descontado, cuando aún resonaban los ecos de tan civilizada diversión.
Ella quería en parte enfrentarse a George, dejar que explotara todo lo que llevaba dentro, exigirle una explicación a su hiriente conducta en el teatro. Pero cuando ya abría la boca para responder, su temor se impuso. En cuanto hablara sería demasiado tarde para echarse atrás; se habría quedado sin posibilidad de retirada. Normalmente sabía dominarse, reaccionar con mesura y frialdad. Era una de las cosas que a él más le habían gustado de ella al principio. Emily optó por la mentira fácil, despreciándose a sí misma y detestando a su marido por no dejarle otra salida que ésa.
—No me encuentro muy bien —dijo—. Creo que en el teatro hacía demasiado calor.
—No lo he notado. —George aún estaba molesto—. Ni yo ni nadie más.
Emily estuvo a punto de protestar, pero una vez más eludió el conflicto.
—Entonces será que tengo fiebre.
—Quédate en cama mañana. —Su sugerencia no fue cariñosa.
«Sólo quiere que no le estorbe, —pensó ella—, que no me convierta en un estorbo». Las lágrimas le escocían a punto de brotar de sus ojos y tuvo que tragar saliva, dolorosamente agradecida de estar en el coche, a oscuras. No dijo nada por si su voz la delataba, y George no insistió. Siguieron adelante en la noche estival, iluminado el camino por las lunas amarillas de las luces de gas, sin oír otra cosa que el rítmico ruido de los cascos y el rumor de las ruedas.
Al llegar a Cardington Crescent el lacayo abrió las puertas. Emily se apeó, subió los peldaños del pórtico y entró por la puerta principal sin molestarse en ver si George la seguía. Era costumbre asistir a una fiesta antes de la ópera y a una cena después de la misma, pero la anciana March no creía estar lo bastante bien para ambas cosas —aunque de hecho no le pasaba nada salvo la edad—, de modo que se habían saltado la cena. Les sirvieron una comida fría en el gabinete, pero Emily no estaba de humor para risas, brillantes candelabros y miradas inquisitivas.
—Si me excusáis… —dijo a nadie en particular—. Ha sido una velada encantadora, pero estoy algo cansada y prefiero retirarme. Buenas noches a todos.
Sin esperar respuesta, siguió andando hasta el pie de la escalera, antes de que nadie pudiera protestar. No oyó la voz de George, que es lo que habría deseado oír, sino la de Jack Radley, un paso detrás de ella.
—¿Se encuentra bien, lady Ashworth? La veo un poco pálida. ¿Quiere que le suban algo a la habitación?
—No, muchas gracias. Seguro que estaré bien en cuanto haya descansado. —No debía mostrarse grosera, era demasiado infantil.
Se obligó a girarse y mirar a Jack Radley. Él sonreía. Tenía unos ojos extraordinarios; se las ingeniaba para dar una impresión de intimidad aunque ella apenas le conocía, y sin embargo no fue suficiente para hacerle parecer un entrometido. Emily comprendió de qué forma se había ganado su reputación con las mujeres. ¡George se lo tendría merecido si ella se enamoraba de Radley como él de Sybilla!
—¿Está segura? —repitió él.
—Completamente —dijo ella sin expresión—. Gracias.
Y subió la escalera lo más rápido que pudo sin parecer que corría. Cuando llegó al rellano oyó que la conversación se reanudaba y sonaban otra vez las risas y la alegre armonía de quienes todavía están bajo el hechizo de una despreocupada diversión.
Al despertar se encontró a solas y con el sol entrando a raudales por un resquicio en las cortinas. George no estaba, ni había estado allí. Su lado de la amplia cama estaba inmaculado; las sábanas, perfectas. Emily había pensado hacerse subir el desayuno a la habitación, pero su propia compañía le resultaba ahora peor que la de cualquiera y decidió llamar a la criada, rehusando el té matutino y enviándola a preparar el baño y la ropa que iba a ponerse después.
Se puso una bata y llamó con aspereza a la puerta del vestidor. Al rato abrió George, con cara de sueño, pelo revuelto y ojos anublados.
—Ah —dijo, pestañeando—. Como no te encontrabas bien pensé que era mejor no molestarte, así que hice que me preparasen la cama aquí dentro. —No le preguntó si estaba mejor. Se limitó a mirarla, a mirar su piel lechosa con su suave arrebol y su pelo color miel, sacó sus propias conclusiones y se retiró para vestirse.
El desayuno fue horrible. Como de costumbre, Eustace había abierto todas las ventanas del comedor. Creía firmemente en un «cristianismo musculoso» y la agresiva buena salud que eso entrañaba. Comía pichones en gelatina con ostentosa fruición, montones de tostadas con mantequilla y mermelada, y se parapetaba detrás del Times, al que Eustace no gustaba de compartir con nadie. Claro que ningún hombre ofrecía su periódico a las mujeres, pero Eustace ignoraba también a William, a George y a Jack Radley.
Vespasia, con la perpetua desaprobación de Eustace, tenía su propio ejemplar.
—Ha habido un asesinato en Bloomsbury —observó ella comiendo frambuesas.
—¿Qué tiene que ver con nosotros? —Eustace no levantó la vista; el comentario se pretendía crítico. Si las mujeres no debían leer periódicos, mucho menos habían de comentarlos en el desayuno.
—Lo mismo que todo lo que viene aquí —replicó Vespasia—. Tiene que ver con la gente y con las tragedias.
—¡Bobadas! —espetó la anciana March—. Será algún delincuente que se ha llevado su merecido. Eustace, ¿quieres pasarme el Court Circular? Quiero saber si ha pasado algo importante. —Fulminó a Vespasia con la mirada—. Confío en que nadie haya olvidado que tenemos una fiesta en casa de los Withington, y que por la tarde jugaremos al croquet en casa de lady Lucy Armstrong —prosiguió, mirando a Sybilla con ceño—. Como es lógico, lady Lucy no parará de hablar del partido de críquet entre Eton y Harrow, y habrá que escuchar cómo se vanagloria de sus hijos. Y nosotros no tendremos nada que decir…
Sybilla se sonrojó. Miró a su abuela política con una expresión que significaba muchas cosas.
—Habrá que ver si es niño o niña antes de pensar a qué escuela lo llevamos —dijo.
William se quedó con el tenedor a mitad de camino de la boca, sin dar crédito a sus oídos. George inspiró con un silbido de sorpresa. Eustace bajó el diario por primera vez desde que se había sentado y miró a Sybilla primero con estupefacción y después con júbilo.
—¡Querida Sybilla! ¿Significa eso que estás…?
—¡Sí! —dijo ella con audacia—. No quería decíroslo tan pronto, pero estoy harta de que la abuela haga esos comentarios.
—¡La culpa no es mía! —Se defendió al punto la señora March—. Llevas doce años en eso. No es extraño que desespere de la continuidad del apellido March. Dios sabe que el pobre William ha tenido que ser muy paciente esperando a que le dieras un heredero.
William volvió la cabeza para mirar acusadoramente a su abuela; le ardían las mejillas y su mirada era tórrida.
—¡Eso no es asunto tuyo! —dijo bruscamente—. Y opino que tus comentarios son de lo más vulgar. —Echó su silla hacia atrás, se levantó y salió de la estancia.
—Vaya, vaya. —Eustace dobló el periódico y sirvió más café—. Enhorabuena, querida.
—Más vale tarde que nunca —dijo la señora March—. Aunque a estas alturas no creo que tengas muchos más.
Sybilla seguía ruborizada, y además totalmente incómoda. Por primera vez desde su llegada, Emily sintió lástima de ella.
Pero aquella sensación duró muy poco. Los días siguientes transcurrieron en la forma acostumbrada para la buena sociedad durante la temporada. Por la mañana paseaban a caballo por el parque, cosa en la que Emily era muy diestra. Pero le faltaba el instinto de Sybilla, y puesto que George era un caballista innato parecía casi inevitable que acabaran los dos juntos, a cierta distancia de Emily y los demás.
William no les acompañaba nunca, pues prefería trabajar en la pintura, que era su vocación además de su profesión. Su talento era admirado por los académicos y codiciado por los coleccionistas. Sólo Eustace afectaba encontrar desagradable que su único hijo prefiriera estar en el estudio habilitado en el invernadero, en vez de desfilar a caballo para que el mundo elegante pudiera admirarlo.
Cuando no montaban a caballo paseaban en coche, iban de compras, visitaban a sus amigos o bien iban a galerías de arte y exposiciones.
El almuerzo se servía a eso de las dos, a menudo en casa de alguien y en forma de pequeña fiesta. Por la tarde iban a conciertos o en coche hasta Richmond o Hurlingham, cuando no visitaban formalmente a damas que conocían poco, matando el tiempo como podían, tiesa la espalda y hablando idioteces sobre la gente, la moda y el tiempo. Los hombres huían de esta última actividad y se retiraban al club de uno o de otro.
A las cuatro se servía el té de la tarde, a veces en casa, a veces en una fiesta al aire libre. En una ocasión hubo una partida de croquet en la que George hizo pareja con Sybilla y perdió estrepitosamente entre risas y una sensación de placer que superó el de Emily, que ganó la partida. El sabor de la victoria se volvió ceniza en su boca. Ni siquiera Eustace, que hacía pareja con ella, pareció notar su presencia. Todos los ojos estuvieron posados en Sybilla, con su vestido rosa, sus mejillas coloreadas, sus ojos radiantes, y riendo de su propia ineptitud de forma tal que todos deseaban reírse con ella.
Emily volvió una vez más en silencio a casa antes de subir pesadamente la escalera para cambiarse y bajar a cenar y luego al teatro.
Llegado el domingo, ya no aguantó más. Habían ido todos a la iglesia por la mañana; Eustace había insistido en ello. Era el patriarca de una familia devota, y quería que los demás lo supieran. Como estaban invitados en su casa, todos asistieron al servicio, incluido Jack Radley, para quien aquello estaba muy lejos de ser una inclinación natural. Él habría preferido pasar la mañana del domingo galopando por el parque, con el sol brillando entre los árboles y el viento en la cara, ahuyentando pájaros, perros y mirones por igual… como también habría preferido George. Pero hoy parecía que George estaba más que feliz de ir sentado en el duro pescante junto a Emily, siempre pendiente de Sybilla.
El almuerzo transcurrió en comentarios sobre el sermón, que había sido serio y tedioso, sondeando su «significado profundo». Cuando llegaron al postre Eustace había declarado que el verdadero asunto del sermón era la virtud de la fortaleza, el soportar cualquier aflicción sin amilanarse. Solamente William estuvo interesado como para contradecirle y afirmar que, por el contrario, trataba de la compasión.
—¡Bobadas! —exclamó Eustace—. Siempre has sido demasiado blando. ¡Siempre has buscado la salida fácil! Demasiadas hermanas, ése es tu problema. Deberías haber sido chica. ¡Valor! —Aporreó la mesa con el puño—. Eso es lo que hace falta para ser hombre… y cristiano.
El resto de la comida transcurrió en silencio. La tarde la pasaron leyendo y escribiendo cartas.
Pero la noche fue aún peor. Se sentaron esforzándose en conversar de algo adecuado, hasta que alguien instó a Sybilla a tocar el piano, cosa que ella hizo bastante bien y con evidente buen gusto. Todos excepto Emily se sumaron a cantar baladas y, de vez en cuando, algún solo de música más seria. Sybilla tenía una voz bien timbrada y ligeramente ronca.
Una vez arriba, y con la garganta dolorida de los esfuerzos por no llorar, Emily despidió a su doncella y empezó a desnudarse sola. George entró cerrando la puerta con más ruido del necesario.
—¿No podías haber hecho un pequeño esfuerzo, Emily? —dijo fríamente—. Tu mal humor rayaba en la mala educación.
Aquello fue demasiado. La injusticia de sus palabras era intolerable.
—¡Mala educación! —jadeó ella—. ¡Cómo te atreves tú a acusarme de mala educación! Te has pasado quince días seduciendo a la nuera de tu anfitrión delante de todos, incluso del servicio. ¡Y como no quiero hacerte el juego, me acusas de ser mal educada!
George se encendió, pero permaneció inmóvil.
—Eres una histérica —dijo—. Quizá será mejor que estés sola hasta que te serenes un poco. Dormiré en el vestidor; la cama aún está hecha. Diré a todos que no te encuentras bien y que no deseo molestarte. —Inspiró ligeramente y un fugaz enojo cruzó su cara—. No creo que les cueste creerlo. Buenas noches. —Y se marchó.
Emily permaneció boquiabierta. Era tan injusto que tardó varios minutos en asimilarlo. Luego se lanzó sobre la cama, aporreó la almohada y rompió a llorar. Lloró hasta que le ardieron los ojos y le escocieron los pulmones, pero aun así no se sintió mejor hasta el día siguiente.