12
Nellie lo condujo por un laberinto de calles y escalinatas estrechas hasta que llegaron a un pequeño y escuálido patio exterior con mobiliario antiguo —la mayoría comido por la polilla y el moho—, cacharros de cerámica vieja y trozos de tela que ni los ropavejeros se habrían molestado en llevarse. Al fondo, más allá de los mal equilibrados montones, había la entrada a un amplio sótano.
—Aquí es donde traje los paquetes —dijo Nellie, mirando nerviosa a Pitt—. Se lo juro, señor.
—¿A quién se los diste? —preguntó él, viendo que no había nadie.
—Al señor Wigge. —Nellie señaló hacia los peldaños que bajaban al oscuro sótano.
—Enséñame dónde, por favor.
Nellie echó a andar por entre los escombros hasta el borde de la escalera. Al llegar abajo dio la vuelta y llamó a la puerta de madera que permanecía abierta sobre sus goznes oxidados. Sus manos apenas produjeron ruido.
—¿Señor Wigge? ¿Señor?
Un viejo descarnado apareció casi al momento. Llevaba una chaqueta roñosa con los bolsillos rotos por el peso de los cachivaches metidos en ellos a lo largo de los años, y unos pantalones manchados de inmundicia. Llevaba unos mitones sin dedos a pesar del calor que hacía, y sobre el pelo, ralo y mal cortado, lucía una reluciente chistera negra absolutamente impoluta. Debía de haber salido de la sombrerería hacía una hora.
Su rostro chupado se resquebrajó en una sonrisa impúdica, y luego miró a Pitt bizqueando.
—¿Señor Wigge? —preguntó éste.
El viejo inclinó torpemente la cabeza; le gustaba aparentar modales caballerosos.
—Septimus Wigge, para servirle, señor. ¿En qué puedo ayudarle? Tengo una preciosa cuja de latón. Una bailarina de porcelana auténtica.
—Echaré un vistazo. —Intuyó que aquello iba a ser un fracaso. Si Clarabelle Mapes se había limitado a liquidar enseres domésticos, suyos o de otros, para reunir un poco de dinero, no valía la pena continuar. Sin embargo aquellos nudos eran peculiares, idénticos a los de aquel terrible paquete encontrado en el cementerio de la iglesia.
¿Qué hacer con Nellie? Si la hacía volver a Tortoise Lane ¿le contaría a la señora Mapes lo que él le había pedido, a dónde le había llevado? No tenía muchas esperanzas de que pudiera soportar el interrogatorio de la señora Mapes. Nellie vivía en un mundo de hambre y miedo.
Pero si la obligaba a quedarse, ¿qué podía hacer con ella? Tortoise Lane era su hogar, su mundo. Él ya la había comprometido. Nellie sabía lo de los paquetes, y si Clarabelle había atado aquellos paquetes horrendos aparte de otros, la vida de la niña corría peligro si volvía y se le ocurría contar que había llevado a Pitt donde Septimus Wigge. No podía dejarla marchar.
—Nellie, entra y ayúdame a buscar.
—No puedo, señor. —Meneó la cabeza—. Tengo trabajo. Me meteré en un lío si no llego a tiempo a casa. La señora Mapes se enfadará mucho conmigo.
—Si vuelves con el dinero de la señora March, no —replicó él—. Lo necesita urgentemente.
Nellie vaciló. Temía más lo inmediato que lo problemático; su imaginación no daba para tanto.
Pitt no disponía de tiempo para discutir. Y ella estaba acostumbrada a obedecer.
—Es una orden, Nellie —dijo con aspereza—. Tú te quedas aquí. La señora Mapes se enfadará si no le llega pronto el dinero. —Y añadió al hombre que esperaba—: Bueno, señor Wigge. Veamos esas cujas de latón.
—Desde luego, señor, desde luego. —Wigge dio media vuelta y entró en la bodega. Era más grande de lo que Pitt esperaba, de techo muy alto que se perdía en los huecos del edificio. En uno de los lados había un horno grande con una puerta metálica abierta que enviaba calor a los espacios de piedra, y pese a que hacía buen día, el ambiente cálido resultaba agradable bajo tierra, adonde no llegaba el sol.
El viejo le mostró varias cujas de calidad, unas piezas de porcelana bastante buena y varias cosas más. Pitt fingió interés sin dejar de husmear aquí y allá pero sin hallar nada que pareciese robado. Mientras regateaba por un pequeño jarrón verde que finalmente compró pensando en Charlotte, hizo una detenida observación del propio Septimus Wigge. Cuando salió del sótano, seguido siempre por Nellie, pudo haberlo descrito con tanto detalle que un artista podría haberlo dibujado desde las suelas de sus sorprendentes botas hasta la copa de su inmaculado sombrero, incluidos todos los rasgos de su cara risueña.
Se despidió, con el jarrón en la mano, y se llevó a Nellie con él. No podía hacer otra cosa. Debía olvidarse de Sybilla, cuya conexión con Clarabelle Mapes no entendía y nada tenía que ver con su asesinato. Debía regresar a Bloomsbury, pues ahora sabía a quién estaba buscando, e interrogar a los residentes y habituales para ver si alguno de ellos recordaba haber visto a Septimus Wigge hacía tres semanas.
Primero debía encontrar un sitio seguro para Nellie, donde la señora Mapes no pudiera descubrirla. Pasaban de las dos, y no habían comido.
—¿Tienes hambre, Nellie? —preguntó por mera cortesía; los ojos hundidos y la flácida calidad de la carne de la muchacha indicaban a las claras que siempre tenía hambre.
—Sí, señor. —No pareció sorprenderse de que él tuviera que preguntarlo; sin duda le creía un personaje excéntrico.
—Yo también. Vamos a comer algo.
—No tengo dinero. —Lo miró con ansiedad.
—Me has sido de gran ayuda, Nellie, creo que te has ganado el almuerzo. —Tenía quince años, lo bastante para saber qué era la condescendencia, y la chica no se la merecía. Era lo bastante digna, y Pitt estaba decidido a no herir sus sentimientos. Tampoco quería interrogarla aún sobre la casa de Tortoise Lane. Sabía qué había allí; no le hacía falta obligarla a traicionarse—. Conozco una buena taberna donde nos darán pan recién hecho, carne fría, encurtidos y budín.
Ella no se lo creía aún.
—Gracias, señor —dijo sin alterar su expresión.
El local que Pitt tenía en mente quedaba a unos quinientos metros y fueron andando en silencio. Tan pronto entraron, el dueño reconoció a Pitt. Era un ciudadano más o menos observante de la ley, y la parte de su negocio que era un tanto dudosa Pitt la dejaba estar. Tenía que ver con piezas de caza compradas a furtivos, el olvido ocasional de los impuestos sobre tabaco y mercancías similares, y una buena dosis de prudentes oídos sordos. A Pitt le preocupaba un asesinato.
—Buenas tardes, señor Tibbs —dijo alegremente.
—Buenas tardes, señor Pitt. —Tibbs se apresuró hacia él al tiempo que se limpiaba las manos en el pantalón, ansioso por estar del lado bueno de la ley—. ¿Va a comer, señor Pitt? Tengo un buen cordero, o un buen cheshire, si le apetece… Y los mejores encurtidos, especialidad de mi señora; los preparó el verano pasado y están en su punto. ¿Qué va a ser?
—Cordero, señor Tibbs. Para mí y para la señorita. Y una jarra de cerveza y un refresco. De postre, budín. Ah, Tibbs, ciertas personas muy desagradables podrían venir en busca de la señorita con malas intenciones. Quiero que cuide de ella unos días. Trabaja muy bien pese a su corta edad, siempre que haya comido. Búsquele un sitio en la cocina donde no esté demasiado a la vista. Puede dormir allí. No será por mucho tiempo, a menos que usted decida darle trabajo fijo.
Tibbs miró la larguirucha Nellie.
—¿Qué ha hecho? —preguntó, mirando con recelo a Pitt.
—Ver algo que no debía.
—Muy bien —aceptó Tibbs de mala gana—. Pero usted responde de lo que pueda robar, señor Pitt.
—Usted dele de comer como es debido y no la pegue —dijo Pitt—, que yo respondo de su honradez. Y si no la veo aquí cuando vuelva por ella, usted responderá con algo más que con dinero. ¿Me ha comprendido?
—Es un favor que le hago, señor Pitt. —Tibbs quería sentar las bases de una futura compensación.
—Así es. Yo no olvido fácilmente, señor Tibbs; ni lo bueno ni lo malo.
—Voy por el cordero. —Tibbs se alejó satisfecho.
Pitt y Nellie ocuparon una de las mesas pequeñas, él con alivio, ella con precaución, todavía confusa.
—¿Para qué hablaba usted de mí con ese hombre? —preguntó con un rastro de temor en la mirada.
—Porque voy a dejarte aquí para que trabajes en su cocina. No estarás segura en Tortoise Lane hasta que yo sepa lo que necesito saber.
—¡La señora Mapes me pondrá en la calle! —exclamó, repentinamente temerosa—. ¡No sabré adónde ir!
—Puedes quedarte aquí. Tú sabes algo que no deberías saber. Soy policía, sí, un poli. ¿Sabes lo que le pasa a la gente que sabe secretos que no le incumben?
Ella asintió. Lo sabía: desaparecían. Llevaba quince años viviendo en St. Giles; conocía bien las leyes de la supervivencia.
—¿En serio es un poli? No lleva capa ni casco, ni una lucecita de ésas.
—Antes sí. Ahora sólo me ocupo de crímenes importantes, y hago que los polis de casco y capa trabajen para mí.
Tibbs sirvió la comida: pan crujiente, gruesas tajadas de cordero frío con encurtidos oscuros, dos jarras de cerveza y dos raciones de budín relleno de pasas de Corinto. Nellie se quedó sin habla cuando le pusieron delante la mitad de todo aquello. Pitt esperó que no vomitara por la falta de costumbre. Habría debido pensar en dar a su encogido estómago una porción más pequeña, pero no había tiempo y él también estaba hambriento.
—Come cuanto quieras —dijo—. Pero no te sientas obligada a terminártelo. Esta noche habrá más, y también mañana.
Nellie se quedó mirándolo estupefacta.
Consiguió un agente que estaba de ronda en la zona y le encargó ir de nuevo puerta por puerta. Trabajaron por la tarde en un radio de quinientos metros de donde habían sido hallados los macabros paquetes, primero en las cercanías del cementerio de Bloomsbury y luego más hacia el exterior de St. Giles, donde habían hecho los últimos hallazgos. Pitt había dado al agente una detallada descripción de Septimus Wigge, tanto de su persona como de la ropa que llevaba en su almacén subterráneo.
Eran las seis de la tarde cuando se encontraron de nuevo a la entrada del cementerio.
—¿Y bien? —preguntó Pitt, aunque poco importaba la respuesta; ya tenía lo que le hacía falta.
Había encontrado un lacayo que al volver temprano de una cita había visto a un viejo de cara chupada con chistera a unos cien metros del cementerio, empujando a toda prisa una carretilla en la que llevaba un paquete grande. No lo había mencionado al descubrirse el torso de la mujer para no confesar que había salido; eso habría supuesto su despido, y él había tomado al viejo por un buhonero que transportaba algún objeto robado. Era demasiado temprano incluso para los vendedores ambulantes que venían de los barrios periféricos con hortalizas, o de los muelles o del río con anguilas, bígaros u otros manjares.
Pero Pitt le había hecho creer que ocultar ese dato podía convertirle en cómplice de un asesinato, y eso era mucho peor que perder su posición por tener un lío con alguna criada de otro barrio.
Y también había encontrado a una prostituta más hacia St. Giles, donde uno de los paquetes, una pierna esta vez, había aparecido. Ahora que podía describir a Wigge sabía qué preguntar, y tras probar con varias chicas se topó con una que le había visto con la carretilla. La chica recordaba la lujosa chistera, y cómo brillaba al claro de luna. Ella se había fijado en él, pero no en los tres paquetes que llevaba en la carretilla.
Y había habido más; hombres a los que no habría llamado a declarar, pero que le confirmaban lo que daba ya por cierto: un perista bizco que buscaba clientes, un proxeneta enzarzado en una pelea a cuchillo por una de sus pupilas, y un ladrón que estaba observando una ventana para entrar en una casa.
—Dos —respondió el guardia. Conocía bien su trabajo, pero no tenía la cólera de Pitt y había sido más circunspecto en sus amenazas. Parecía decepcionado, viendo que había defraudado a su superior—. No servirían de mucho en un tribunal. Un timador que volvía a casa después de jugar a las cartas y un alcahuete de doce años, flaco como un alambre, que iba a colarse por la ventana trasera de una casa para dejar entrar a su amo. Sé dónde localizarlos si hace falta.
—¿Qué vieron? —Pitt no estaba desconcertado; ningún ciudadano podía estar haciendo algo decente a esas horas de la noche en St. Giles, salvo quizá un sacerdote o una comadrona, aunque poca gente podía permitírsela allí. Muchos niños morían al nacer debido a la suciedad o la ignorancia, y sus madres con ellos.
—Un viejo larguirucho y piojoso con una chistera reluciente, empujando una carretilla con prisa. El alcahuete le vio salir del callejón donde fue encontrada la cabeza del cadáver.
—Bien. Iremos a arrestar a Septimus Wigge —dijo Pitt.
—¡Pero no podemos llevarlos como testigos! —protestó el agente—. Ningún tribunal de Londres aceptaría su palabra.
—No será necesario. Yo no creo que Wigge matara a la mujer, él sólo se ocupó de los paquetes. Si le arrestamos y le intimidamos nos dirá quién lo hizo, aunque estoy seguro de que lo sé. Pero quiero que él lo jure.
El agente no comprendió gran cosa de lo que Pitt le decía, pero decidió darse también por satisfecho. Se apresuraron por las angostas calles pobladas de desperdicios, dejando atrás fábricas y viviendas y casas en estado ruinoso. Los pordioseros aguardaban sentados en los portales, los niños trabajaban en interminables y monótonos empleos —recogiendo trapos viejos, haciendo recados, robando de bolsillos o carretones—, las mujeres pedían, se afanaban y empinaban el codo.
Pitt se equivocó sólo una vez hasta dar con el sótano de Septimus Wigge, sus montones de cachivaches y su horno. Le dijo al agente que esperara fuera mientras él se aseguraba de que el viejo estuviese abajo y que no hubiera una salida trasera.
Cruzó el patio y bajó los peldaños procurando hacer poco ruido. El viejo estaba revolviendo una caja de cucharas con la cabeza inclinada y una ancha sonrisa en su cara chupada.
—Menos mal que le encuentro, señor Wigge —dijo Pitt cuando estuvo a menos de un metro de él.
Wigge se sobresaltó y puso cara de sorpresa hasta que vio que era un cliente. Suavizó su expresión, sonriendo con sus escasos dientes marrones e irregulares.
—Bueno, caballero, ¿qué puedo hacer por usted esta vez? Tengo unas cucharas de plata preciosas.
—No lo dudo, pero no es lo que estoy buscando. —Se situó entre Wigge y la trastienda; el agente estaría en lo alto de la escalera y evitaría una huida por ahí.
—Entonces ¿qué quiere? Tengo montones de cosas.
—¿No tendrá algún paquete de papel marrón con trozos de mujer dentro?
Wigge quedó boquiabierto y palideció de pánico. Probó a hablar pero su garganta no le obedeció. Pitt vio cómo le subía y bajaba la nuez. Se atragantó, tragó saliva varias veces. El olor a sudor era repulsivo.
—¡No tiene gracia! —graznó, tratando a la desesperada de dominar el pánico—. ¡Ninguna en absoluto!
—Lo sé. Yo mismo encontré uno de los paquetes. La parte superior del torso, para ser exactos. ¿Tiene usted madre, señor Wigge?
Wigge quiso tomárselo a mal, pero no tuvo fuerzas para expresarlo.
—¡Claro que sí! —dijo—. No hace falta que… —Cedió al fin, mirando a Pitt como hipnotizado de horror.
—Tenía un hijo, sabe —repuso Pitt, agarrándole del hombro—. Esa mujer cuyo cuerpo cortó usted a cuchilladas y luego arrojó a la calle.
—¡Yo no lo hice! —Se retorció bajo la mano de Pitt y su voz se volvió un grito agudo y estridente—. ¡Le juro por Dios que yo no fui! Tiene que creerme, ¡yo no la maté!
—No le creo —mintió Pitt—. Si no la hubiera matado no la habría descuartizado y repartido sus trozos por medio Londres.
—¡Yo no la maté! Ella ya estaba muerta, ¡lo juro! —Wigge tenía tanto miedo que Pitt temió que pudiera darle un ataque y morirse allí mismo. Fingió un creciente interés.
—Vamos, Wigge. Si ella estaba muerta y usted no la mató, ¿para qué iba a cortarla a trocitos y meterla en paquetes, y luego tirarlos por ahí en plena noche? Y no trate de negarme eso; tenemos al menos siete personas que le vieron y pueden dar fe de ello. Hemos tardado un poco, pero ahora las tenemos. Podría arrestarle ahora mismo y llevarle a Newgate o a Coldbath Fields.
—¡No! —El hombrecillo se revolvió, mirando a Pitt con una mezcla de furia e impotencia—. ¡Soy viejo! ¡En esos sitios me moriría! La comida es basura, y seguro que el tifus acabaría conmigo.
—Es posible —dijo Pitt sin alterarse—. Pero lo más probable es que se lo carguen antes de eso. No suele contagiarse el tifus nada más entrar en la cárcel, sólo unas semanas antes de que lo ahorquen a uno.
—¡Santo cielo! ¡Yo no la maté!
—¿Entonces por qué la descuartizó y se deshizo de los pedazos?
—¡No fui yo! ¡Yo no la descuarticé! La encontré por casualidad, lo juro por Dios.
—¿Por qué repartió paquetes en Bloomsbury y St. Giles? —Pitt miró de reojo al horno—. ¿Por qué no la quemó? Debió imaginar que la encontraríamos. ¡En un cementerio! Caray, Wigge, no fue muy listo, que digamos.
—¡Claro que sabía que la encontrarían, imbécil! —Una sombra de desprecio desapareció rápidamente ante el terror que le atenazaba la garganta—. Los huesos de adulto no se consumen, ni siquiera en un incendio en una casa vieja, y no digamos en un horno como el mío.
Pitt sintió asco.
—Pero los huesos de niño, sí, claro —dijo en voz muy baja. Asió el hombro de Wigge con tal fuerza que pudo notar cómo se arrugaba la carne bajo sus manos y rechinaban los duros huesos viejos, pero Wigge estaba demasiado aterrorizado para gritar.
—¡Jamás acepté un niño vivo! ¡Se lo juro por Dios! —exclamó—. Sólo me deshacía de ellos a medida que se morían, pobrecillos.
—De asfixia. O tal vez de hambre. —Le miró como se miran los gérmenes de una enfermedad.
—No sé. Lo hice como un favor. ¡Soy inocente!
—Esa palabra es una blasfemia viniendo de usted. —Le sacudió hasta levantarlo del suelo—. ¡Usted sabía que ésa no era una niña! ¿Abrió los paquetes para mirar?
—¡No! ¡Y no me haga daño! ¡Me está partiendo los huesos! Había dos paquetes rebosantes de sangre cuando fui a meterlos en el fuego. ¡El susto que llevé! ¡Por poco me muero de un ataque! Fue entonces cuando supe que tenía que deshacerme de los paquetes. No soporto esas cosas, y no quiero tener nada que ver con ellas, ni guardar nada en mi horno para que lo encuentre la bofia. ¡Yo aquí dentro tengo cosas de mucho valor, sabe! —Era un momento grotesco para ese derroche de orgullo perverso—. ¡Hasta oro y plata auténticos!
—Conque no quería guardar los huesos en el horno —dijo Pitt con crueldad—. Muy listo. A los polis nos gusta muy poco este tipo de asuntos… requieren muchas explicaciones. De hecho, tanto como arrojar trozos de cadáver por las calles de Bloomsbury. —Atenazó de tal manera a Wigge que éste casi se elevó solo del suelo con sus contorsiones para zafarse—. ¿De dónde salían?
—Yo… pues…
—Voy a colgar a alguien por eso —masculló Pitt—. Si no es al que le envió esos paquetes, entonces será a usted.
—¡Yo no la maté! ¡Fue Clarabelle Mapes! ¡Se lo juro por Dios! Vive en el 3 de Tortoise Lane. Se dedica a cuidar niños ilegítimos. Dice que los cría como si fueran suyos, si es que le pagan bien. Sólo que a veces se le mueren. Los niños, ya sabe, son muy débiles. Yo sólo me encargo de hacer desaparecer los cadáveres. Ella no puede pagar los entierros. Aquí en St. Giles somos pobres, ¡usted lo sabe!
—¿Declarará eso ante un juez? ¿Que Clarabelle Mapes le envió esos paquetes?
—¡Sí! Lo haré. ¡Se lo juro por mi madre!
—Bien. Le creo. De todos modos, no quiero que desaparezca cuando le necesite. Y piense que es un delito deshacerse de un cuerpo humano, aunque sea muerto. Así que le voy a arrestar igualmente. ¡Agente!
El policía bajó la escalera, frotándose el sudor de las manos en el pantalón.
—¿Sí, señor?
—Lleve al señor Septimus Wigge a comisaría y acúsele de deshacerse ilegalmente de un cadáver. Y no lo pierda de vista. Es testigo de un caso de asesinato… probablemente el asesino de muchos niños, aunque eso nunca podremos demostrarlo. Tenga cuidado, agente, es un pájaro de cuenta. Será mejor que le espose.
—Lo haré, señor. Descuide. —El policía extrajo sus esposas y las aplicó a las huesudas muñecas de Wigge—. Venga conmigo. Si me causa problemas tendré que ser duro con usted, y eso no nos gustaría, ¿verdad, señor Wigge?
Wigge lanzó un chillido de alarma, y el agente se lo llevó escaleras arriba con palpable falta de delicadeza, dejando a Pitt en el sótano. De repente el aire pareció más pesado y acre con el olor de los incontables cuerpecitos que habían ardido en aquel horno gris. Se sintió abrumado y tuvo náuseas.
Recogió a otros dos agentes en la comisaría más cercana, por si la señora Mapes no estaba sola y oponía algún tipo de resistencia. Era una mujer fuerte y, a juicio de Pitt, bastante peleona. Habría sido una locura ir solo a Tortoise Lane para registrar aquella casa tan grande, donde bien podía haber empleados varones además de la media docena de chicas que él había visto, sin contar un número no especificado de niños.
Eran más de las siete cuando llegó a la pesada puerta del número 3. Uno de los agentes estaba escondido en un callejón a unos cuatro metros, otro en la calle más o menos paralela, donde Pitt pensaba que estaba la entrada posterior.
Llamó una vez y luego otra. Pasaron unos minutos antes de que la puerta se abriera, al principio sólo unos centímetros. Pero cuando la chica vio quién era y le reconoció, abrió del todo. Era la que él había visto en la escalera cuidando a dos niños.
—¿Puedo ver a la señora Mapes? —Entró en la casa y entonces se detuvo al pensar que no debía mostrarse ansioso para no delatarse—. Por favor.
—Sí, señor. Venga por aquí. —La chica fue hacia el pasillo, con los pies descalzos y sucios—. Le estábamos esperando. —No miró hacia atrás ni se percató de que un agente había seguido a Pitt, cerrando la puerta. Al fondo del corredor la chica se acercó a la salita repleta de muebles donde Pitt había estado por la mañana y llamó a la puerta.
—¡Pasa! ¿Qué ocurre?
—El caballero del dinero ha venido a verla, señora.
—¡Hazle entrar! —La voz se suavizó—. ¡Vamos, hazle pasar!
—Gracias.
Pitt entró en la salita, cerrando la puerta para que la señora Mapes no pudiera ver cómo el agente iba hacia la cocina y la puerta de atrás a fin de abrir a su compañero. Tenían órdenes de registrar la casa.
La señora Mapes llevaba un vestido castaño rojizo muy ceñido sobre sus senos protuberantes. Las voluminosas faldas ocupaban toda la silla de tafetán, que crujía cada vez que ella respiraba. Que ella encorsetara su carne de un modo tan implacablemente femenino era un monumento a su vanidad, pero también a su resistencia a una incomodidad permanente. Sus dedos regordetes relucían de anillos y sus orejas tintineaban de oro bajo los rizos negros.
Su cara brilló de júbilo al ver a Pitt. Él reparó en una bandeja que había sobre la cómoda, una jarra de vino —madeira a juzgar por el color— y dos vasos, el valor de los cuales, si eran tan buenos como parecían, podría haber dado de comer a todo el personal de la casa durante quince días a base de algo mejor que las gachas que recibían.
—Bien, señor Pitt, se ha dado usted prisa —dijo sin disimular su alegría—. Se diría que estaba usted ansioso por volver. Trae el dinero, ¿verdad?
Era tan previsible, tan candorosamente codiciosa, que Pitt hubo de obligarse a recordar los paquetes ensangrentados, el hecho de que ella envolviera regularmente en papel los cadáveres de niños a ella confiados, y que los enviara a Septimus Wigge para que los incinerara en su horno. ¿Cuántos de ellos habían muerto de causa natural, cuántos de inanición y enfermedad motivada por la negligencia? ¿A cuántos había asesinado ella? Nunca lo sabría, ni tampoco podría probarlo. Pero aquella mujer era abominable.
—He ido a ver a un amigo suyo —respondió, soslayando la pregunta—. O quizá debería decir un socio. De negocios.
—Yo no tengo socios de ninguna clase —repuso ella con súbita alarma—. Aunque a algunos les gustaría serlo.
—Es uno que le hace favores de vez en cuando… Sin duda usted le recompensa por ello.
—Yo hago las cosas pagando —admitió ella con cautela—. A mí no me queda tiempo para perder en según qué clase de recados.
—Se llama Septimus Wigge.
Por un instante ella se quedó petrificada. Luego recobró el aliento y continuó como si nada la hubiera afectado.
—Bueno, si es que le compré algo robado, no fue a sabiendas. Ignoraba que esa sabandija fuera un delincuente.
—Yo no pensaba tanto en objetos, señora Mapes, como en servicios —dijo Pitt.
—¡Ése no le hace servicios a nadie! —Su boca esbozó una mueca de asco.
—A usted sí, y muy importantes —la corrigió Pitt, situándose estratégicamente entre ella y la puerta—. Sólo le falló una vez.
La mujer tenía las rechonchas manos apretadas contra la falda monstruosa, pero sus ojos le miraban retadores.
—Wigge no incineró el cuerpo de una mujer que usted le había mandado por el procedimiento habitual, en unos paquetes que él creyó serían de bebés que habían muerto a su cuidado. Cuando fue a meter los paquetes en el horno, la sangre empezaba a rezumar, de modo que abrió uno y vio lo que en realidad contenía. Los huesos de persona adulta no arden bien, señora Mapes, al menos no como los de niño pequeño. Se necesita mucha temperatura para destruir un fémur o un cráneo. Wigge lo sabía y no quería que se le quedaran dentro del horno, de modo que tiró los paquetes lo más lejos que pudo transportándolos en una misma noche. Pensó que estaba a salvo, y casi lo consiguió.
Ella palideció bajo el colorete, pero aún no comprendía hasta qué punto Pitt conocía los hechos. Estaba tensa, dura bajo el ceñido tafetán, y sus manos temblaron un poco, lo justo para que él lo notara.
—Que él haya matado a una mujer no tiene nada que ver conmigo, y si dice que sí, es un mentiroso. ¿Es usted poli? No tiene aspecto de poli, yo los huelo a distancia. Wigge no ha matado a nadie de por aquí, así que métase en sus asuntos y lárguese con viento fresco, a menos que tenga el dinero de la señora. Supongo que no lo lleva encima, ¿verdad?
—No hay ningún dinero.
—¡Maldito embustero! —exclamó, brincando de la silla y situándose delante de él, con chispas en los ojos—. ¡Mentiroso bastardo! ¡Cerdo asqueroso! —Levantó las manos como para golpearle, pero se contuvo. Era una mujer corpulenta, enormemente pesada, pero menuda. Pitt era mucho más alto que ella, y fuerte. Era mejor no arriesgarse—. ¡Me ha mentido! —repitió incrédula.
—Exacto. Al principio sólo pretendía averiguar lo que sabía de la señora March. Luego vi ese paquete en la cocina y reconocí el papel y los nudos. Usted, y no Septimus Wigge, hizo los paquetes donde fueron hallados los trozos de la mujer. Él afirma que usted se los dio, y nosotros le creemos. Clarabelle Mapes, la arresto por el asesinato de la mujer cuyo cuerpo fue encontrado en el cementerio de St. Mary’s, en Bloomsbury. Y no se le ocurra oponer resistencia. Tengo a dos policías en la casa.
Ella le miró con miedo, horror, incredulidad y, por último, determinación. Aún no la había vencido.
—Tiene razón —reconoció—, esa mujer murió aquí. Pero no fue un asesinato. Lo hice en defensa propia, ¡y de eso no puede acusarme! Una mujer tiene derecho a defenderse. —Su voz ganaba confianza—. Olvidaré sus acusaciones contra mí y mi trabajo cuidando de unos niños cuyas madres no pueden criar porque no están casadas o tienen más de los que pueden alimentar. Es una acusación perniciosa, teniendo en cuenta lo que hago por ellas. —Vio la expresión de Pitt y decidió seguir adelante—. Pero no tuve otro remedio, o habría sido yo la que hubiera muerto. ¡Esa mujer me atacó como una posesa! —Lo miró de nuevo, primero de reojo y luego con más osadía.
Pitt aguardó.
—Quería uno de los bebés. Hay mujeres que son así. Pierden uno y vienen aquí a buscar otro, como si fuera un vestido nuevo o qué sé yo. Como es natural, yo no podía darle ninguno.
—¿Por qué no? Usted debería haberse alegrado de encontrar un buen hogar para un huérfano. ¡Se hubiera ahorrado tener que ocuparse de él!
Ella ignoró el sarcasmo; no podía permitirse un desquite, pero la cólera asomó a sus ojos, negros y fieros.
—¡Los niños están a mi cuidado, señor Pitt! Y ella no quería uno cualquiera. Ah, no. Quería uno en particular, uno cuya madre se había quedado sin recursos económicos temporalmente, por así decir, y me había dejado a su niña hasta que pudiera situarse mejor. Y cuando la mujer perdió la chaveta e insistió en quedarse esa criatura y no otra cualquiera, yo tuve que negarme. ¡Se me echó encima! Yo tuve que defenderme, entiende, ¡si no me habría cortado el cuello!
—No me diga. ¿Con qué?
—¡Con un cuchillo, naturalmente! Estábamos en la cocina, y ella agarró un cuchillo de cortar carne que había sobre la mesa y se abalanzó sobre mí. Yo tenía que salvar la vida, ¡y eso fue lo que hice! Que ella muriera en la pelea fue sólo un accidente, yo tenía que salvar el pellejo, ¡como habría hecho cualquiera en mi lugar!
—O sea que la descuartizó y la metió en varios paquetes, que luego llevó a Septimus Wigge para que los quemara —dijo Pitt mordaz—. ¿Por qué lo hizo? ¿No le parece que era tomarse muchas molestias?
—Es usted muy cruel, señor Pitt —dijo ella más confiada—. Y muy mal pensado. Pues porque no podía correr el riesgo de que los malditos polis no me creyeran, como usted ahora. Eso demuestra que no iba desencaminada, ¿verdad?
—Desde luego, señora Mapes. Yo no creo una palabra, salvo el detalle de que usted le clavó ese cuchillo y la mató. Y que luego siguió trabajando con él y puede que también con una cuchilla de carnicero.
—Usted no me creerá, señor Pitt —se puso en jarras—. Pero no hay nada que pueda demostrar. Es mi palabra contra la suya, y ningún tribunal de Londres colgaría a una mujer porque un poli no la crea, y eso no me lo puede discutir.
Ella tenía razón, y la verdad resultó amarga de aceptar.
—De todos modos la acuso de deshacerse del cadáver —dijo Pitt sin alterarse—. Y por eso le puede caer una buena temporada entre rejas.
Ella soltó un juramento.
—Los pobres no suelen informar a la poli de todas las muertes que se producen, al menos aquí en St. Giles. Muere gente a cada momento.
—Entonces, ¿por qué no la hizo enterrar, como todos esos otros de los que habla?
—¡Porque fue acuchillada, mentecato! ¿Qué pastor querría enterrar a una mujer que ha sido acuchillada? Y ella no era del barrio. Aquí era una extraña. Habría habido preguntas. Pero la ley es la misma; si usted me acusa de eso tendrá que acusar a todos los demás. Imagino que cuando el juez sepa cómo me atacó y lo mal que me supo que ella, accidentalmente, cayera sobre el cuchillo durante la pelea, el hombre comprenderá por qué perdí la cabeza y me desembaracé del cadáver.
—Descuide, señora Mapes, ya lo comprobaremos —dijo él ácidamente—. Porque va a tener ocasión de decírselo. —Alzó la voz—. Agente.
La puerta se abrió y el más fornido de los dos policías entró.
—Quédese con la señora Mapes y procure que no vaya a ninguna parte. Es muy mañosa con el cuchillo; sufre accidentes en los que la gente que la amenaza acaba cortada a trocitos y metida en paquetes que aparecen por todo Londres. Así que tenga cuidado.
—Sí, señor. —El agente endureció la expresión. Conocía el barrio y no le sorprendía mucho—. Yo me ocupo de ella, señor. Cuando usted regrese la encontrará aquí mismo.
—Bien.
Pitt salió al pasillo y se dirigió a la cocina. Había cinco chicas formando corro en torno al otro agente. El hombre se levantó al entrar Pitt y lo mismo hicieron las chicas, por una costumbre nacida del miedo, no del respeto a los adultos.
Pitt se sentó informalmente en el borde de la gran mesa central de madera, y una a una las chicas volvieron a ocupar sus asientos.
—La señora Mapes me ha dicho que hace unas tres semanas vino una joven que quería una niña pequeña, y que se enfadó mucho por no poderse llevar una en concreto. ¿Alguna de vosotras lo recuerda?
Todas le miraron con ojos muy abiertos.
—Era una mujer guapa —prosiguió él, procurando no delatar su ira, su desesperación.
No pretendía condenar a nadie más que a Clarabelle Mapes, y se le escaparía de las manos si no demostraba el asesinato. Estaba casi seguro de que la historia de la defensa propia era inventada, pero no imposible. Un jurado podía darla por buena. Sus superiores lo sabían tan bien como Clarabelle. Podía ser que ni siquiera le cayeran cargos. Esa idea le corroyó. Rara vez había cedido en su trabajo al odio personal, pero esta vez no podía esquivarlo. A fuer de sincero, ya no intentaba apartar de sí aquel odio.
—Pensad un poco —les pidió—. Era joven y bastante alta, con el pelo rubio y la piel delicada. No procedía de este barrio.
Una de las muchachas dio un codazo a la que tenía al lado y evitó mirar a Pitt.
—¡Fanny…! —susurró.
La aludida miró al suelo.
Pitt sabía lo que le preocupaba. Si él hubiera estado al cuidado de la señora Mapes, no se habría arriesgado a enfrentarse a su ira.
—La señora Mapes dice que la mujer vino aquí —dijo Pitt—. Yo la creo. Pero necesitaría que alguien más pudiera recordarlo. —Aguardó un poco.
Fanny se retorció los dedos e inspiró con fuerza. Alguien tosió.
—Yo la recuerdo, señor —dijo al fin—. Fui quien le abrió la puerta de la cocina. —Meneó la cabeza—. No era de por aquí; era muy guapa y pulcra. Pero se enfadó muchísimo porque no podía llevarse a la niña. Decía que la niña era suya, pero la señora Mapes nos dijo que la pobre se había vuelto loca.
—¿Qué niña era? ¿Sabes cuál?
—Sí, señor. Lo recuerdo porque era muy bonita, toda rubia y con aquella sonrisa. La llamaban Faith.
Pitt contuvo la respiración.
—¿Qué le pasó a la niña? —dijo tan flojo que hubo de repetirlo.
—La adoptaron, señor. Se la llevó una señora sin hijos.
—Ya. ¿Y esa joven que venía a buscar a Faith se marchó también muy enfadada?
—No lo sé, señor. No la vimos marchar.
Pitt procuró dar tono fortuito a sus palabras, como para no asustarla, pero la furia no le abandonaba.
—¿Te dijo cómo se llamaba, Fanny?
La expresión de la chica siguió vidriosa y distante.
Pitt miró al suelo esperando una respuesta, mientras cerraba los puños dentro de sus bolsillos.
—Prudence —dijo Fanny—. Dijo que se llamaba Prudence Wilson. La hice pasar y le dije a la señora Mapes que estaba aquí. La señora Mapes me envió a que le preguntara qué quería.
—¿Y qué le respondió la joven? —Pitt se sintió animado por una especie de remota esperanza, pero al mismo tiempo el dar un nombre al espantoso cadáver despedazado convertía su muerte en un ultraje mil veces mayor.
Fanny negó con la cabeza.
—No sé, señor, ella dijo que sólo hablaría con la señora Mapes.
—¿Y la señora Mapes te lo contó después?
—No.
Pitt se levantó.
—Está bien. Gracias, Fanny. Quédate aquí y cuida de las pequeñas. El agente os hará compañía.
—¿Quién es usted, señor, y qué está pasando? —preguntó la mayor de ellas con un mohín. Les daba miedo cualquier cambio, pues normalmente significaba perder algo y empezar una nueva lucha.
Pitt quería pensar que esta vez sería diferente, pero tampoco quería engañarse. Las chicas eran demasiado pequeñas para ganarse la vida con una ocupación legal; tampoco es que hubiera muchas para mujeres salvo el servicio doméstico, para el cual no tenían referencias: las fábricas apenas daban para sobrevivir. Y sin Clarabelle Mapes para que sacara el dinero cada mes a unas mujeres desesperadas bajo el pretexto de cuidar a sus hijos, no había manera de mantener a ese grupo de niños en Tortoise Lane. Para la mayoría de ellos significaría el hospicio.
Pitt no sabía si mentirles para no asustarlos, o si eso sería una nueva forma de paternalismo, de robarles la dignidad. Al final se impuso la verdad.
—Soy policía, y hasta que no haya terminado las pesquisas no sé exactamente lo que pasa. Necesito averiguar más cosas sobre Prudence Wilson. ¿Dijo de dónde era, Fanny?
Fanny negó con la cabeza.
—No importa, lo averiguaré.
Pitt fue hacia la puerta y dio instrucciones al policía para que aguardara allí hasta su regreso o hasta que le enviara un sustituto.
Echó a andar hacia Bloomsbury, el lugar obvio para empezar. Era razonable suponer que Prudence Wilson había acudido a quien le pillaba más a mano, y que vivía de su propio empleo como doncella o camarera, tal como había sugerido el médico de la policía.
Así, Pitt se encaminó a la comisaría de Bloomsbury, y a las ocho y diez se hallaba frente a un sargento que llevaba todo el día levantado y ansiaba tanto una pinta de cerveza que notaba en la boca el sabor del polvo.
—Inspector Pitt, policía metropolitana —se presentó con tono formal para dar tiempo al sargento a corregir su actitud.
—No es aquí, señor. No pertenece a esta comisaría. He oído hablar de él, se ocupa de homicidios y esas cosas. Pruebe en Bow Street, señor. Si no está allí, seguro que saben dónde localizarlo.
Pitt sonrió.
—Yo soy el inspector Pitt, sargento —aclaró—. Y estoy aquí por un asesinato. Le agradecería que me prestara atención.
El sargento se ruborizó y se cuadró al instante, sin pestañear siquiera cuando la puntera de su bota chocó en la pata de la silla, dándose en un callo. Miró a Pitt no sabiendo cómo disculparse.
—Busco antecedentes de una tal señorita Prudence Wilson, probablemente del servicio doméstico y tal vez en esta zona. Imagino que alguien habrá denunciado su desaparición, hará tres o cuatro semanas. ¿Le suena ese nombre, sargento?
—La gente no suele denunciar la desaparición de una sirvienta, señor Pitt. —Meneó la cabeza—. Son terriblemente suspicaces y normalmente con razón. Piensan que se habrá largado con un hombre, y claro está, eso… —Dejó en suspenso su opinión; era ser demasiado indiscreto. Personalmente les deseaba suerte. Él mismo había sido afortunado en su matrimonio, y nunca habría deseado a nadie que dedicara la vida a servir en casa de otro pudiendo hacerlo en la propia—. Pero podría ser.
Expresó su asentimiento yendo por el Libro Mayor donde quedaban anotadas aquellas cosas. Retrocedió cuatro semanas y empezó a leer. Al cabo de seis páginas detuvo el dedo índice en una entrada y miró a Pitt, con ojos tristes y sorprendidos.
—Sí, señor, aquí está. Un joven de nombre Harry Croft vino diciendo que era su prometida y que había ido en busca de su hija pequeña, que estaba al cuidado de otra persona o algo así, y que ya no volvió más. El hombre estaba trastornado, creyendo que algo le había pasado a su novia, puesto que estaban a punto de casarse y ella estaba muy ilusionada. Pero naturalmente no pudimos hacer nada. A una joven no puede hacerla buscar un hombre con el que no está casada, del que no es hija y que no sea su empleador. Y nosotros no teníamos la certeza de que ella no se hubiera largado con la niña.
—Ya —concedió Pitt. Era justo, y aunque lo hubieran sabido, entonces ya era demasiado tarde—. Por supuesto.
El sargento tragó saliva.
—¿Está muerta, señor?
—Sí.
El sargento no apartó la vista.
—¿Era de ella… era ella el cuerpo que encontraron en los paquetes, señor?
—Sí, sargento.
El hombre volvió a engullir.
—¿Han detenido al hombre que lo hizo, señor Pitt?
—Fue una mujer, y en efecto la hemos detenido. Me disponía a llevarla a comisaría.
—Dentro de un momento salgo de servicio, señor. Le agradecería mucho que me dejara acompañarle, señor. Se lo ruego.
—Muy bien. Puede que necesite un hombre más; se trata de una mujer corpulenta, y habrá que llevar a alguna parte a un montón de niños; al hospicio, supongo.
—Sí, señor.
Cuando llegaron a Tortoise Lane eran las nueve menos cuarto. Estaban en el apogeo del verano, y aún quedaba otra hora de luz de día y unos veinte minutos de crepúsculo, mientras el color se extinguía lentamente y las sombras se iban juntando hasta formar una masa sólida sólo alterada por las farolas de gas de las calles principales y por alguna que otra vela en St. Giles.
Se detuvieron frente al número 3 y Pitt entró sin llamar. No tenía ninguna sensación de triunfo, sino únicamente de venganza, cosa absolutamente inusual en él. Recorrió a grandes trancos el pasillo hasta la salita de estar y abrió la puerta. El agente seguía de pie, tan incómodo como cuando Pitt había partido, y la señora Mapes estaba sentada en su butaca con sus relucientes rizos, la falda de tafetán desplegada alrededor, y una sonrisa en la boca.
—Bueno, señor Pitt —dijo osadamente—. Y ahora qué, ¿eh? ¿Piensa quedarse aquí parado toda la noche?
—No, nadie se va a quedar aquí toda la noche. Es más, dudo que volvamos alguna vez. Clarabelle Mapes, queda arrestada por asesinar a Prudence Wilson cuando ésta vino a recoger a su hija, la cual había usted vendido previamente.
Ella parecía dispuesta a defenderse con desfachatez.
—Pero ¿por qué iba yo a querer matarla? ¡No tiene ningún sentido!
—¡Porque ella la amenazó con destapar su negocio! —le espetó Pitt—. Usted, más que alimentar a los niños que le encomendaban, los mataba de hambre. Si eso se hubiera sabido habría significado el fin de su negocio.
Esta vez surtió efecto: la mujer empezó a sudar y palideció.
—Agente —ordenó Pitt—. Tráigala. —Dio media vuelta y salió otra vez en dirección a la cocina—. ¡Agente Wyman! Le enviaré un relevo; busque alguien que se ocupe de los niños por esta noche. Habrá que informar a las autoridades competentes.
—¿Se la lleva usted, señor?
—Sí, por asesinato. Ya no volverá…
De pronto se oyó un grito en la parte delantera de la casa, el golpe sordo de un cuerpo que caía al suelo y luego unos gritos airados. Pitt giró sobre sus talones y echó a correr.
En el pasadizo, el agente estaba poniéndose de pie, con el casco en una mano, y por la puerta se perdían ya los faldones del uniforme del sargento.
—¡Se escapa! —gritó furioso el agente—. ¡La mujer me ha pegado! —Echó a correr seguido de Pitt, que le sobrepasó enseguida.
Veinte metros calle abajo Clarabelle Mapes corría con asombrosa agilidad para alguien de su corpulencia. Pitt ignoró al sargento y aceleró cuanto pudo, ahuyentando en su carrera a una mujer mayor cargada de trapos y a un vendedor que volvía por su cena. Si la perdía ahora, tal vez no volviera a verla más; el laberinto de los barrios bajos londinenses podía esconder a un fugitivo durante años, si era lo bastante astuto y tenía mucho que perder en caso de ser atrapado.
Era inútil ponerse a gritar, con eso sólo se habría cansado más. Nadie detenía a un ladrón en St. Giles. Ella seguía corriendo con la velocidad que le daba el miedo, y al poco rato Pitt la vio entrar en un portal abierto tras doblar una esquina. De haber estado diez metros más lejos no habría visto cuál era. Se lanzó en su busca tropezando con un viejo que cayó al suelo lanzándole improperios, pero Pitt ya no tenía ojos más que para la obesa figura de Clarabelle Mapes, con sus rizos al viento y sus faldas de tafetán cual velas hinchadas. La siguió a través de una habitación donde había muchas personas inclinadas sobre una mesa en penumbra, recorrió a la carrera un pasaje oscuro donde resonaban sus pasos y salió a un bodegón que olía a cerveza y estaba sembrado de serrín.
Ella giró en redondo, le miró con ojos envenenados y apartó a una chica que servía, lanzándola al suelo salpicada de la cerveza que llevaba. Pitt tuvo que esquivarla haciéndose un lío con las piernas. Acto seguido tropezó con un taburete y casi midió el suelo, agarrándose a la jamba de la puerta en un tris de perder el equilibrio. Oyó unas carcajadas a su espalda, y un nuevo estruendo cuando apareció el sargento, todo desabrochado y con el casco al bies.
Al salir por la puerta, donde había un grupo de gente ociosa, Pitt la vio corriendo todavía hacia una callejuela. Se estaba adentrando en el laberinto de fábricas, cantinas y viviendas, y si no la alcanzaba pronto encontraría a un ejército de aliados naturales y él tendría suerte si conseguía salir de allí, por no hablar de capturarla.
Al fondo de la corredera había unos escalones que bajaban a un cuarto amplio y mal iluminado donde varias mujeres cosían junto a unas lámparas de aceite. Clarabelle no se paró a ver a quién tiraba al suelo, a quién le pisaba la falda, y Pitt tampoco pudo permitirse ese lujo. Gritos airados resonaron en sus oídos.
Al llegar al otro lado, la puerta le dio en el pecho y le hizo detenerse un momento, dejándolo sin respiración. Pero estaba demasiado inmerso en la persecución para preocuparse por el dolor; le poseía el frenesí de capturarla, de sentirla físicamente a sus pies y obligarla a caminar delante con las manos esposadas a la espalda. Estaba ensimismado con la idea de que ella estaba recorriendo el último tramo del viaje inexorable hacia la horca.
En el patio había tres mujeres viejas compartiendo una botella de ginebra y un niño jugaba con dos piedras.
—¡Auxilio! —gritó Clarabelle Mapes—. ¡Deténganle! ¡Viene por mí!
Pero las viejas estaban demasiado bebidas para entender nada, y Pitt pasó de largo sin traba alguna. Estaba ganando terreno, unos metros más y alcanzaría a Clarabelle Mapes. Tenía las piernas más largas, y no llevaba faldas que le obstaculizaran.
Pero ella estaba ahora en su elemento, y conocía el camino. La siguiente puerta se cerró en las narices de Pitt y no hubo manera de abrirla. Se vio obligado a cargar contra ella con toda su fuerza, magullándose el hombro. No se pudo abrir la puerta hasta que el sargento le alcanzó y lo intentaron juntos.
La puerta daba a una habitación en penumbra repleta de gente de todas las edades y ambos sexos; el olor a sudor, comida rancia y suciedad animal se le atascó en la garganta.
Cruzaron la habitación a toda prisa, pisoteando cuerpos sin querer, y salieron por la puerta del fondo a una calle ruinosa y tan estrecha que los pisos superiores casi llegaban a tocarse. El desaguadero que la partía en dos estaba incrustado de aguas residuales secas. Una veintena de portales bajos: Clarabelle Mapes podía haberse metido en cualquiera de ellos. Todas las puertas estaban cerradas. Había corros de gente medio dormida o medio borracha. Nadie se fijó en él ni en el sargento, excepto un viejo que, haciéndose cargo de la situación, jaleó a Pitt al tomarle por el fugitivo. Después arrojó al sargento una botella vacía, pero la botella se estrelló.
—¿Por dónde se ha ido? —gritó furioso Pitt—. Seis peniques al que me ayude a encontrarla.
Dos o tres se movieron, pero nadie dijo nada.
Pitt estaba tan enfadado, tan furibundo de frustración que los habría abofeteado de haber sabido que con ello podía sacar algo.
Entonces se le ocurrió otra cosa. Apenas un par de metros le habían separado de Clarabelle Mapes cuando ésta había entrado en aquel dormitorio. Incluso contando los escasos segundos que les había costado traspasar la puerta, él hubiera tenido que ver batir la puerta del fondo y un atisbo de la falda color fucsia en la calle maloliente.
Giró en redondo y se precipitó de nuevo en la amplia habitación, agarrando al primero que tuvo a mano y sacudiéndolo por las solapas con aire amenazador.
—¿Adónde ha ido? —dijo entre dientes—. Si está aquí dentro los acusaré a todos por complicidad en un asesinato, ¿me han entendido?
—¡No está aquí! —graznó el hombre—. ¡Suélteme ya, poli de mierda! ¡Se ha esfumado! ¡Se ha burlado de usted, cerdo!
Pitt le soltó y fue trastabillando hacia la puerta rota, con el sargento pisándole los talones. Ya en el callejón no vio rastro de la fugitiva, y la posibilidad de que se le hubiera escapado le produjo un sudor de furia e ineptitud. Ahora comprendía por qué los niños lloraban su impotencia.
Era preciso pensar con claridad; la ira no resolvería nada. Clarabelle Mapes tenía un próspero negocio y bastantes posesiones en Tortoise Lane; ¿qué habría hecho él en su lugar? ¡Atacar! Librarse de la única persona que conocía sus crímenes. ¿Habría pensado eso Clarabelle, o se habría limitado a huir sin más? ¿Era su pánico más grande que su astucia?
Se acordó de aquellos ojos negros y brillantes y pensó que no. Si Pitt se mostraba vulnerable, si se le ofrecía como cebo, ella volvería para rematarlo; su instinto la conminaba a atacar.
—¡Espere! —dijo bruscamente al sargento.
—¡Pero si no está aquí! —le respondió éste—. ¡No puede haber ido lejos, señor! ¡Si la perdiéramos me sentiría fatal! Qué mujer tan malvada.
—Yo también, sargento, yo también. —Pitt levantó la vista hacia las ventanas mugrientas de arriba.
Fuera empezaba a oscurecer. No tenía mucho tiempo. Y entonces vio fugazmente el pálido fulgor de un rostro tras la ventana.
—¡Espere aquí! —dijo—. Por si me equivoco.
Dio media vuelta y entró en el primer portal, subió por una escalera desvencijada y continuó por un pasaje a media luz. Oyó moverse algo, un crujido de tela; era un cuerpo obeso colándose por una abertura. Sabía que era ella. Le estaba esperando unos metros más allá. ¿Con qué? Había matado a Prudence Wilson con un cuchillo y luego la había despiezado como si hubiera sido una res.
Avanzó despacio, sin hacer ruido; con todo, las tablas estaban podridas y le delataron. La oyó más adelante. ¿Estaría agazapada detrás de una puerta semioculta, a la espera, con todo el peso de su cuerpo dispuesto a clavarle el cuchillo en el corazón?
Sin darse cuenta, Pitt se había detenido. El miedo le estremecía de pies a cabeza, le secaba la garganta. No podía quedarse donde estaba. Oyó que alguien se alejaba delante de él, que seguía subiendo.
Reacio, con el pulso a cien, avanzó lentamente palpando con una mano la pared. Llegó a otro tramo de escalera, más angosto incluso que el anterior, y supo que la tenía muy cerca. Notaba su presencia como un cosquilleo en la piel; creyó incluso oír su resuello en medio de la oscuridad, más arriba.
Y de pronto hubo un golpe sordo y un grito furioso, y los pasos de ella en lo alto de la escalera de mano. Pitt empezó a subir y entrevió a la mujer inclinada sobre el cuadrado de luz amarilla, allí donde el desván se ensanchaba. Estaba medio en sombras, pero podía verle los ojillos brillantes, los rizos sueltos como muelles de somier, el sudor que brillaba en su piel. Casi la tenía. Pitt estaba prevenido y esperaba una cuchillada. Ella retrocedió, al parecer temerosa de verlo tan cerca.
Pitt podía subir los cuatro últimos peldaños en dos zancadas, y alcanzarla antes de que tuviera tiempo de atacar. Si se hacía a un lado cuando atravesara el cuadrado de luz…
Entonces, con un pie a punto de pisar el siguiente peldaño, Pitt recordó el secreto de aquellas viejas conejeras, se soltó de la barandilla y cayó hacia atrás para aterrizar en el suelo, magullándose dolorosamente, mientras las afiladas hojas empotradas en la trampilla mortal caían rasgando el aire allí donde él había estado un segundo antes. Entonces oyó la escalofriante risotada de ella.
Pitt se levantó a duras penas, sangrando, y trepó rápidamente la escalera metiendo la mano por entre las hojas para abrir la trampilla de un empujón. Emergió del agujero y cayó sobre el suelo del desván, un metro más allá de donde ella estaba agazapada. Sin darle tiempo a asombrarse siquiera Pitt la golpeó con toda la fuerza de su puño —de la ira y el dolor acumulados— y ella cayó hacia atrás sin sentido. A Pitt no le importó lo difícil que sería hacerla bajar, ni que sus superiores pudieran acusarle de partirle la mandíbula. Tenía a Clarabelle Mapes.