5

Pitt regresó por la calurosa calle polvorienta entre traqueteo de cascos, silbido de ruedas y gritos de una docena de vendedores ambulantes que ofrecían desde flores y fósforos hasta cordones de bota u objetos de trapero. Muchachos de nueve o diez años voceaban allí donde habían abierto una senda entre los excrementos para que los caballeros pudieran pasar de una acera a otra sin ensuciarse las botas y las damas conservar pulcra la bastilla de sus vestidos.

El agente Stripe le esperaba a la entrada de la comisaría.

—¡Señor Pitt, le hemos estado buscando por todas partes! Yo les he dicho que había ido en busca de ese timador.

Pitt vio que estaba alarmado.

—¿Qué pasa? ¿Ha descubierto algo sobre el caso Bloomsbury?

Stripe estaba muy pálido.

—No, señor. Es mucho peor, en cierto modo. Lo siento mucho, señor. De veras que lo siento.

Pitt se vio asaltado por un frío terrible y repentino: ¡Charlotte!

—¿Qué? —gritó, asiendo a Stripe con tal fuerza que el otro respingó. Pero no apartaba la vista ni mostraba el menor indicio de cólera, cosa que asustó aún más a Pitt, hasta el punto de que la garganta se le secó y fue incapaz de articular sonido alguno.

—Ha habido un asesinato en Cardington Crescent, señor —dijo Stripe—. Cierto lord Ashworth ha muerto. Lady Ves… lady Cumming-Gould insistió en pedir que acudiera usted en persona. Y dijo que ya había enviado su coche para recoger a la señora Pitt, señor. Lo siento mucho, señor.

La marea de alivio anegó a Pitt, dejándolo al borde del desfallecimiento; luego sintió vergüenza por su egoísmo y una abrumadora compasión hacia su cuñada Emily. Miró la cara seria de Stripe y la encontró extraordinariamente agradable.

Aflojó su presa.

—Gracias, Stripe. Ha sido muy amable en decírmelo usted personalmente. Lord Ashworth es… era mi cuñado. —Sonaba absurdo. ¡Lord Ashworth cuñado suyo! Stripe tenía urbanidad suficiente para aguantarse la risa—. La esposa de mi hermana se casó…

—Sí, señor —se apresuró a decir Stripe—. Han insistido en que fuera usted. Ya hay un cabriolé esperando.

—Entonces, vamos.

Siguió a Stripe como una docena de metros pasada la comisaría, donde un coche de pescante elevado aguardaba junto al bordillo, cabizbajo el caballo, las riendas flojas. Stripe le abrió la puerta y Pitt montó seguido de Stripe, que había dado instrucciones al cochero.

El trayecto no era largo y Pitt apenas tuvo tiempo de pensar. Su mente era un torbellino, ahogada la lógica en la aflicción que sentía por Emily y la sorprendente sensación de haber perdido algo él mismo. George le caía bien; era franco, generoso y abierto, le gustaba vivir, ¿quién diablos habría querido su muerte? Un ataque en plena calle lo habría creído, incluso una pelea en algún club de caballeros o en algún deporte violento. ¡Pero había ocurrido en una casa, con la familia en pleno!

¿Por qué iba tan despacio el coche? No llegaban nunca; pero cuando lo hicieron él no estaba preparado todavía.

—¿Señor Pitt? —dijo Stripe.

—Sí. —Pitt se apeó y contempló la magnífica fachada de Cardington Crescent; las ventanas georgianas de perfectas proporciones, tres cristales de través, cuatro de arriba abajo, la sillería de piedra, los sencillos arquitrabes y la hermosa puerta. Parecía un lugar inexpugnable y acogedor. Eso le hizo fruncir el entrecejo: ahora nada era ya inviolable.

Stripe pagó al cochero y Pitt se dirigió a la puerta principal, para sobresalto de Stripe. La policía siempre iba por la puerta de servicio. Pero eso era algo que Pitt se negaba a hacer, aunque Stripe no lo sabía. Él sólo se las había visto con el mundo criminal de los barrios bajos, laberintos infestados de ratas como St. Giles, o con la pequeña burguesía, empleados, tenderos y artesanos en busca de la respetabilidad pero en cualquier caso con una sola entrada.

Pitt tiró del timbre y al momento apareció un mayordomo en el umbral, con semblante serio y sereno. Por supuesto. Vespasia le habría dicho que Pitt nunca iba por la entrada posterior. El hombre examinó a Pitt, su pelo alborotado, los bolsillos rebosantes.

—¿Inspector Pitt? Pase. Si quiere esperar en la salita, la señora March le recibirá enseguida, señor.

—Gracias. Si no le importa, enviaré al agente Stripe al cuarto de los sirvientes para que empiece allí las pesquisas.

El mayordomo dudó un momento, pero comprendió que eso era inevitable.

—Le acompañaré —dijo recalcando las palabras, de forma que ambos comprendieran que la servidumbre era responsabilidad de él y que su intención era exonerarla en todo lo posible.

—Desde luego —concedió Pitt asintiendo con la cabeza.

—Entonces venga por aquí.

El mayordomo cruzó con Pitt el harto recargado zaguán hasta una habitación repleta de muebles; sillones muy masculinos tapizados de cuero junto a un escritorio de palisandro, mesas de laca japonesa en osados tonos rojos y negros, y un surtido de armas procedentes de la India, reliquias de algún antiguo servidor del Imperio, dispuestas al azar en las paredes opuestas al biombo chino de seda.

Una vez allí, el mayordomo dudó, al no saber de qué manera había de presentar a un policía ante sus señores. Finalmente optó por dejarlo allí sin decir nada. Tenía que sacar a Stripe de la entrada y conducirlo al cuarto de la servidumbre, cerciorarse de que no asustara a las chicas más jóvenes, que apenas tenían catorce años, y que el personal se desempeñara dignamente y nadie hablara cuando no le tocara hablar.

Pitt permaneció de pie. La habitación era como otras muchas que había visto ya, típica de su rango y su época, salvo que en ésta había un insólito choque de estilos, testimonio de al menos tres personalidades distintas cuyas voluntades habrían coincidido a la hora de decidir: a simple vista, un hombre de fuertes opiniones, una mujer de cierto atrevimiento cultural y un amante de la tradición y la herencia familiar.

Se abrió la puerta y entró Eustace March. Era un hombre fuerte y sanguíneo de entre cuarenta y cincuenta años, enfrentado ahora a un conflicto de sentimientos que lo obligaba a hacer un papel desacostumbrado.

—Buenas tardes…

—Pitt.

—Buenas tardes, Pitt. Qué tragedia. El doctor es tonto. No debería haberle hecho venir. Se trata de un asunto puramente doméstico. Un sobrino mío, bueno, de hecho una especie de primo por matrimonio, sobrino nieto de mi madre política… —Vio que Pitt le miraba y se sonrojó—. Supongo que eso ya lo sabe. En fin, el pobre ha muerto. —Inspiró y al momento siguió—: Me sabe mal decirlo, pero su matrimonio había llegado a una situación insostenible, parece que tuvo una depresión y se quitó la vida. Todo muy horrible. Su familia es un poco excéntrica. Claro que usted no ha de conocer a los demás…

—Conocía a George —dijo Pitt—. Y siempre me pareció un hombre muy sensato. Y lady Cumming-Gould es la mujer más cuerda que he conocido en mi vida.

Las mejillas de Eustace se colorearon todavía más.

—¡No lo dudo! Pero usted y yo, señor Pitt, nos movemos en círculos muy diferentes. Lo que para usted es sensatez puede no serlo tanto para mí.

Pitt empezó a sentir una cólera ajena a su profesión, algo que se había jurado evitar. Estaba habituado a la grosería; eso no tenía que importarle. Pero sus sentimientos estaban a flor de piel, porque era George el que había muerto. Por eso era tan importante no dar a Eustace March la menor excusa para que le apartara del caso o, peor aún, permitir que sus propias opiniones enturbiaran su juicio. Una investigación destapaba siempre mucho más que el crimen principal; había multitud de pecados menores, secretos dolorosos, cosas nimias y vergonzosas cuya revelación malquistaba lo que antes era amor, corroyendo una confianza que de otro modo habría soportado todo tipo de heridas.

Eustace le estaba mirando, esperando una reacción, rojo de impaciencia. Pitt suspiró.

—¿Podría decirme qué pudo haber causado a lord Ashworth tanta desesperación o inquietud como para quitarse la vida? A propósito, ¿cómo lo hizo?

—Santo Dios, ¿no se lo ha contado ese imbécil de Treves?

—Todavía no le he visto, señor.

—Ya, evidentemente. Con digital, un medicamento para el corazón que utiliza mi madre. Y dijo no sé qué tontería sobre las dedaleras del jardín. Ni siquiera sé si ahora tienen flor. E imagino que él tampoco. ¡Ese hombre es un incompetente!

—La sustancia se extrae de las hojas —señaló Pitt—. Suele prescribirse para fallos cardíacos y pulso irregular.

—¡Ah! ¡Oh! —Eustace se dejó caer en una de las butacas forradas de cuero—. ¡Por Dios, hombre, siéntese de una vez! —dijo enfadado—. Un asunto muy penoso. Espero por el bien de las señoras que sea usted todo lo discreto que pueda. Mi madre y lady Cumming-Gould son ambas de edad avanzada y, por lo tanto, endebles. Además, lady Ashworth está un poco perturbada. Todos queríamos mucho a George.

Pitt le miró a los ojos, sin saber cómo romper aquella barricada de pretextos. Lo había tenido que hacer muchas veces —en general, la gente era reacia a admitir la realidad del asesinato— pero ahora era distinto, tratándose de personas muy próximas a él. En algún lugar de la mansión Emily estaba sufriendo.

—¿Qué atormentaba tanto a lord Ashworth como para impulsarlo a quitarse la vida? —repitió, mirando a Eustace.

Eustace March permaneció en silencio; su expresión denotaba que estaba luchando interiormente.

Pitt aguardó. Fuera verdad o mentira, sería tanto más revelador cuanto más lo dejara madurar, aunque ello sólo dejara al descubierto alguno de los miedos del propio Eustace.

—Lamento tener que decirlo —empezó por fin—, pero me temo que fue la conducta de Emily y… y el hecho de que George se hubiera enamorado locamente, y hasta diría que desesperadamente, de otra mujer. —Meneó la cabeza dando a entender su menosprecio por aquella locura—. La conducta de Emily ha sido… desafortunada, por decir poco. Pero no hablemos mal de ella en este momento terrible —añadió, dándose cuenta de que su caridad debería haberse hecho extensiva también a ella.

Pitt no se imaginaba a George suicidándose por una mujer. Su carácter no encajaba con una reacción tan intensa a un conflicto emocional. Pitt recordó cuando cortejaba a Emily; todo había sido bonito y romántico. Sin angustia, sin peleas, sin celos obsesivos o imaginarios.

—¿Sucedió algo anoche que precipitara tanto desespero? —insistió, tratando de que no se notara su repulsa y su incredulidad.

Eustace estaba preparado para esto. Sacudió la cabeza y frunció los labios.

—Temí que me forzaría a hablar de ello. Prefiero no hacer comentarios. Basta decir que ella mostró sus favores de la manera más flagrante, donde toda la casa pudiera fijarse, y a un joven invitado que está aquí en interés de mi hija pequeña.

Pitt arqueó las cejas.

—Si Emily lo hizo delante de todos, difícilmente podía ser algo serio.

Eustace tensó los labios al hablar. Le costaba conservar la paciencia.

—Fueron mi madre y el propio George quienes lo presenciaron. Tendrá usted que aceptar mi palabra, señor… señor Pitt, de que en la buena sociedad las mujeres casadas no se esconden en el invernadero con caballeros de dudosa reputación y después vuelven arreglándose la ropa y con una sonrisa embobada en la cara.

Por un momento, Pitt pensó que eso era precisamente lo que hacían. Pero al pensar en Emily descartó toda trivialidad.

—Señor March, si los caballeros tuvieran que matarse cada vez que una esposa coquetea un poco con un hombre simpático, Londres estaría lleno de cadáveres y toda la aristocracia habría muerto hace siglos. De hecho, dudo que hubieran sobrevivido a las Cruzadas.

—Estoy seguro de que dada su posición social, y más en su oficio, no puede usted evitar pensamientos vulgares —dijo fríamente Eustace—. Pero haga el favor de no expresarlos en mi casa, especialmente en un momento como éste. No tiene nada que hacer aquí, inspector, aparte de contentarse con que nadie agredió al pobre George, ¡lo cual hasta el más tonto puede ver! Tomó una dosis de la medicina de mi madre en el café de la mañana. Posiblemente sólo pretendía quedarse inconsciente y darnos a todos un buen susto, para que Emily recobrara el juicio… —Calló, consciente del escepticismo de Pitt y trató de encontrar otra salida. Antes había dicho que Jack Radley estaba en la casa por Tassie, contradiciéndose al endosarle una mala reputación. O a lo mejor era correcto hacer que una chica se casara con un hombre así, sólo para que éste no pudiera estar cerca de tu propia esposa.

Pitt aún no entendía todos los recovecos de la moral de la buena sociedad. En otro momento habría llegado a sentir lástima de Eustace. Sus acrobacias mentales eran ridículas, aunque tampoco le resultaban una novedad. Pero esta vez su paciencia estaba al límite. Se puso en pie.

—Gracias, señor March. Iré a ver al doctor y luego subiré a ver al pobre George. Cuando termine, quisiera entrevistarme con el resto de los residentes, si es posible.

—¡Ni hablar! —dijo rápidamente Eustace, levantándose con torpeza—. Eso es innecesario. Emily acaba de enviudar, señor mío. Mi madre es mayor y ha sufrido una gran conmoción; mi hija sólo tiene diecinueve años y es una muchacha muy sensible y delicada, como debe ser. Y lady Cumming-Gould tiene más años de los que ella misma recuerda.

Pitt disimuló una amarga sonrisa. Le constaba que Vespasia sabía perfectamente la edad que tenía, y sin duda era más valiente que Eustace.

—Emily es cuñada mía —dijo quedamente—. Habría venido a verla al margen de lo ocurrido. Pero primero quiero ver al doctor, si no le importa.

Eustace se marchó sin decir palabra. Lamentaba la situación en que se había visto envuelto; su casa estaba invadida y él había perdido el control de los acontecimientos. Era un hecho único y aterrador; estaba aceptando órdenes de un policía, ¡en su propia casa! ¡Maldita Emily! Ella, con sus vulgares celos, había sido la causante de todo.

Treves entró tan deprisa que seguramente habría estado esperando cerca de allí. Parecía cansado. Pitt no le conocía, pero al momento le cayó bien; las arrugas de su cara reflejaban humor y piedad a la vez.

—¿Inspector Pitt? —dijo arqueando una ceja—. Soy Treves. —Le tendió la mano. Pitt la estrechó brevemente.

—¿Cree que pudo ser suicidio?

—Ni hablar —replicó Treves con aspereza—. Los hombres como George Ashworth no roban veneno y se lo echan en el café a las siete de una mañana radiante en una casa ajena, y menos aún por una mujer. Si hubiera llegado a hacerlo, cosa que dudo, habría sido en un ataque de desesperación por alguna deuda que no podía pagar, y se habría volado la cabeza con una pistola. Muy propio de caballeros. Y tampoco habría envenenado de pasada a un bonito spaniel.

—¿Cómo? El señor March no me ha dicho nada de un spaniel.

—Es lógico. Todavía trata de convencerse a sí mismo de que se trata de un suicidio.

Pitt suspiró.

—Será mejor que subamos a ver el cadáver. El médico de la policía lo examinará más tarde, pero supongo que usted puede decirme todo lo que necesito.

—Una dosis mortal de digital —respondió Treves yendo hacia la puerta—. El café lo disimuló. Imagino que el policía que está en la cocina ya lo habrá averiguado. El pobre debió de morir muy rápido. Supongo que si uno quiere matar a alguien, aparte de un tiro en la cabeza éste es el método más compasivo y eficaz. Apostaría a que las existencias de la vieja señora están agotadas.

—¿Tenía mucho? —preguntó Pitt, siguiéndole por el vestíbulo y escaleras arriba hasta el descansillo y el vestidor. Lamentó advertir que George parecía haber dormido en un cuarto diferente del de Emily. Sabía muy bien que era costumbre entre gente acomodada que marido y mujer tuvieran su propia alcoba, pero a él no le habría gustado. Despertar de noche y saber que Charlotte estaba siempre a su lado era una de las cosas buenas que más habían arraigado en su vida, un refugio permanente, una calidez que le daba fuerzas para soportar la frialdad de un día cualquiera, incluso el más violento y trágico.

Pero no había tiempo ahora para hacer comparaciones ni reflexionar sobre lo mucho o lo poco que significaban las diferencias entre un modo de vida y otro. Treves estaba junto a la cama y el cuerpo cubierto con una sábana. Descubrió el cadáver y Pitt contempló la cara blanca como la cera. Eran los rasgos de George —la nariz recta, la frente ancha— pero los ojos estaban cerrados y en torno a las cuencas había un tono azulado. Estaba tal como lo recordaba Pitt, pero no parecía que fuera George. La muerte era muy real. Mirándole, uno no podía pensar que el alma estuviera presente.

—Sin heridas —dijo en voz baja. George no estaba realmente allí, eso era un caparazón, pero le parecía una grosería hablar en tono normal en su presencia.

—Ninguna —dijo Treves—. No hubo pelea. Simplemente alguien se toma un café con suficiente digital para sufrir un ataque de corazón, y un perrito desdichado lo prueba y muere también.

—Es decir, no fue un suicidio —suspiró Pitt—. George jamás habría matado al perro. Ni siquiera era suyo. Stripe preguntará los detalles a la servidumbre, para saber dónde estaba el café y quién pudo acceder a él. Supongo que George era el único que tomaba café a esa hora. Casi todo el mundo toma té. Tendré que ver a los familiares.

—Malo —dijo Treves compadeciéndose—. El asesinato en familia es una de las grandes tragedias de la condición humana. Sabe Dios lo que nos hacemos unos a otros en lo que se supone que es el santuario del hogar, y que tan a menudo es un purgatorio. —Abrió la puerta que daba al rellano—. La vieja señora es una insolente y una tirana; no vaya usted a creerla cuando le diga que está delicada. No le pasa nada salvo los años que arrastra.

—¿Para qué era el digital, entonces? —Treves encogió los hombros.

—No se lo receté yo. Es de las que finge palpitaciones y sofocos cuando la familia la atosiga; seguramente es la única arma que tiene para dominar a la joven Tassie. Sin obediencia no hay dominio, así que convenció a otro médico para que se lo recetara. Nunca pierde ocasión de decirme que él le ha salvado la vida, dando a entender que yo la habría dejado morir. —Treves sonrió sombrío.

Pitt había conocido otras viudas que dominaban a sus familias bajo la amenaza de un inminente colapso. La abuela de Charlotte era una dama temible, capaz de ensombrecer cualquier acto familiar con un catálogo de la ingratitud de que era objeto por parte de la familia.

—Creo que iré a verla a ella primero —observó, ofreciendo la mano a Treves—. Gracias.

El doctor se la estrechó con firmeza.

—Buena suerte —dijo, expresando todo su escepticismo con la cara.

Pitt hizo enviar una nota a Stripe sobre la droga y se dispuso a continuar su trabajo. Pidió al lacayo que le llevara donde la señora March.

No se había movido del tocador rosa. Pese a que hacía una tarde muy agradable, la lumbre estaba encendida, lo que hacía irrespirable la sala, a diferencia del resto de la casa, con sus ventanas abiertas de par en par.

Estaba tumbada en la meridiana con una bandeja de té sobre la mesita de palisandro, así como una complicada botella de cristal que contenía sales. Sostenía un pañuelo bajo los ojos como si estuviera a punto de romper a llorar.

La habitación estaba repleta de muebles y cortinajes; Pitt sintió que le faltaba el aire. Pero los ojos de la anciana mirando por sobre la mano regordeta y brillante de anillos eran fríos como piedras.

—Imagino que es usted el policía —dijo con repulsión.

—Sí, señora. —Ella no le invitaba a sentarse y él no quería desairarla haciéndolo sin que se lo pidiera.

—Supongo que meterá las narices en los asuntos ajenos y que hará un montón de preguntas impertinentes —prosiguió la anciana, fijándose en su pelo revuelto y sus rebosantes bolsillos.

A Pitt le cayó antipática, y el semblante inerte de George estaba demasiado próximo para conseguir dominarse como era habitual en él.

—Espero hacer también algunas preguntas pertinentes —respondió—. Mi intención es descubrir quién asesinó a George. —Utilizó la palabra «asesinar» adrede, con toda su crudeza.

Ella achicó los ojos.

—¡Pues si no lo consigue es que es tonto! Aunque me parece que sí lo es.

Pitt la miró sin pestañear.

—Imagino que anoche no entró ningún intruso en la casa, ¿verdad, señora?

—¡Claro que no! —bufó ella, y las comisuras de su boca apuntaron desdeñosamente al suelo—. Pero, que yo sepa, un ladrón de casas no suele usar veneno…

—No, señora. Sólo cabe deducir que lo hizo alguien que estaba aquí, y es extremadamente improbable que fuera un sirviente. Así pues, nos queda la familia, o los invitados. ¿Sería tan amable de decirme algo sobre los que están ahora mismo en la casa?

—No hace falta repasarlos a todos. —La señora March torció el gesto. El cuarto era un horno, entre el fuego y el sol que calentaba las ventanas, pero ella no parecía notarlo—. Sólo están los más próximos: lord Ashworth, que era primo mío; lady Ashworth, quien según me han dicho está más o menos emparentada con usted. —Dejó caer aquel comentario increíblemente inteligente y guardó silencio por unos segundos. Luego, al ver que Pitt no reaccionaba, finalizó lacónica—: Y luego el señor Jack Radley, un joven decepcionante… bueno, al menos para mi hijo. Aunque yo ya lo sabía, claro.

Pitt mordió el anzuelo:

—¿Saber qué, señora? —Los ojos de ella brillaron.

Pitt notó que el sudor le resbalaba por la piel, pero no habría estado bien quitarse la chaqueta en el tocador de la vieja señora.

—Inmoral —dijo escuetamente ella—. No tiene un céntimo y es demasiado guapo. El señor March pensó que sería buena pareja para Anastasia. ¡Bah! Ella no necesita casarse con alguien de buena sangre, a ella le sobra. Claro que usted no tiene ni idea de esto. —Le miró teniendo que forzar el cuello, pero resuelta a no dejarle sentar. Él era un inferior, y había que recordárselo; los policías y gentuza similar no se sentaban en muebles buenos en la parte delantera de la casa. Por ahí había comenzado la total erosión de valores que ahora padecía el país. Si tenía ganas de sentarse, que lo hiciera con la servidumbre—. En fin —prosiguió—, un hombre como Radley nunca escogería a una chica sencilla como Anastasia. ¡Ese pelo color naranja y esa piel llena de pecas no sale de la parte de nuestra familia! Y plana como una tabla de lavar. No parece una mujer. Los hombres como Jack Radley se casan por dinero, para lucir esposa en público. Y tener una mujer guapa en la cama. ¡Vaya! ¡Veo que le choca!

Pitt no movió un músculo al decir:

—En absoluto, señora. Seguro que tiene usted razón. Hay muchos hombres así, y mujeres que se les parecen. Salvo, claro está, que a ellas además les gusta tener un título, si hay esa posibilidad.

La anciana lo fulminó con la mirada deseando cortar su insolencia, pero Pitt acababa de decir lo que a ella le convenía, y en ese momento mandaba la necesidad.

—¡Ja! Bueno, el señor Radley y Emily Ashworth forman una excelente pareja. Se atraían como dos imanes, y el pobre George fue la víctima. Ya ve, le he facilitado el trabajo. Ahora márchese. Estoy cansada y enferma. Hoy he sufrido una gran conmoción. Si tuviera usted la menor noción de urbanidad…

Pitt inclinó la cabeza.

—Se la ve muy bien, señora.

Ella le miró con dureza, segura de que lo decía con sorna pero incapaz de precisar hasta qué punto. La cara de él era de una inocencia casi insultante. Maldito policía.

—Sí —dijo rencorosa—. Puede irse.

Él sonrió por primera vez.

—Gracias, señora. Ha sido muy gentil.

En el vestíbulo encontró a un lacayo que le estaba esperando.

—Lady Cumming-Gould está en la sala del desayuno, señor. Desea verle —dijo nervioso el lacayo—. Por aquí, señor.

Asintiendo ligeramente, Pitt le siguió hasta la puerta, llamó con los nudillos y entró. La habitación estaba llena de muebles; el sol sacaba destellos al macizo aparador y a la enorme mesa. Las ventanas estaban abiertas y del jardín llegaba un trinar de pájaros.

Vespasia estaba sentada a la mesa en el lugar que había ocupado Olivia en vida. Parecía fatigada. Tenía los hombros encorvados como Pitt no le había visto nunca, ni siquiera en los tiempos en que ella había luchado para que el Parlamento aprobara la ley de niños pobres. Sus ojos mostraron tanto alivio al verle, que él lamentó profundamente no poder ayudarla. En realidad, temía empeorar más la situación.

Vespasia se enderezó con esfuerzo.

—Buenas tardes, Thomas. Me complace que finalmente sea usted el que se encargue de este… caso.

Pitt se quedó sin respuesta. El dolor era demasiado intenso y, al mismo tiempo, hablar sólo como policía habría sido abominable.

—Pero siéntese de una vez —le ordenó ella—. No estoy de humor para torcerme el cuello teniendo que mirarle. Supongo que ya habrá visto a Eustace March y a su madre.

—Así es. —Se sentó a la muy encerada mesa.

—¿Qué le han dicho? —preguntó ella a bocajarro. No había tiempo para rodeos sólo porque la verdad fuera desagradable.

—El señor March trata de convencerme de que fue un suicidio porque George se había enamorado de otra mujer…

—¡Bobadas! George se había encaprichado de Sybilla. Se portaba como un tonto, pero creo que anoche ya se había dado cuenta. Emily lo llevó a la perfección. Tuvo todo el sentido común que yo podía haber esperado de ella.

Pitt bajó la vista.

—La señora March dice que Emily y un invitado, Jack Radley, tenían un flirteo —dijo, levantando de nuevo los ojos.

—¡Será bruja! —exclamó Vespasia indignada—. El marido de Emily estaba haciendo el tonto con otra, y sin la menor discreción además, un drama que Lavinia tuvo que soportar también y nunca pudo resolver. Pues claro que Emily fingía estar interesada por otro hombre. ¿Qué mujer con agallas no lo habría hecho?

Pitt se ahorró comentarios sobre Lavinia March; ambos conocían el dilema. Un hombre podía divorciarse de su mujer por adulterio; una mujer no gozaba de ese privilegio. Tenía que aprender a vivir con ello lo mejor que pudiera. Esta muerte había alimentado los miedos engendrados por la sospecha, falseado los pensamientos, agrandado hasta el último rasgo desagradable.

—¿Quién es Sybilla?

—La nuera de Eustace —respondió Vespasia cansada—. William March es el único hijo varón de Eustace, y nieto mío. —Lo dijo como si eso le sorprendiera—. Olivia tuvo diez hijas, siete de las cuales vivieron. Todas están casadas salvo Tassie. Eustace quiere casarla con Jack Radley. Por eso está aquí, para pasar examen, como si dijéramos.

—¿Debo suponer que él no merece su aprobación?

Vespasia levantó sus cejas finamente arqueadas y sus ojos chispearon brevemente.

—Para Tassie, no. Ella no le quiere, y él a ella tampoco. Pero Jack Radley es muy agradable, siempre y cuando uno sea juicioso y no espere mucho de él. Hay una cosa que le redime, sin embargo: creo que nunca será un latoso, y eso ya es más de lo que puede decirse de muchos jóvenes socialmente aceptables.

—¿Quién más está en la casa? —Pitt imaginó la respuesta, porque si hubiera habido algún otro visitante la señora March se lo habría dicho. Aunque Emily no le gustara, ella nunca la hubiera elegido como causa de un suicidio de haber tenido otra respuesta a mano. Cosas así tenían desagradables consecuencias para la familia.

—Nadie —dijo Vespasia—. Lavinia, Eustace y Tassie viven aquí; William y Sybilla están de visita durante la temporada. George y Emily tenían que pasar aquí un mes, y Jack Radley y yo estamos para tres semanas.

Pitt no supo qué decir. El asesino de George tenía que ser uno de los ocho citados. No podía creer que fuese la propia Vespasia; ¡y ojalá no fuera Emily!

—Será mejor que vaya a verlos. ¿Cómo se encuentra Emily?

Por primera vez, Vespasia no pudo mirarle; inclinó la cabeza y se llevó las manos a la cara. Pitt supo que estaba llorando y quiso consolarla. Habían compartido en el pasado muchos sentimientos: ira, piedad, esperanza, derrota. Y ahora pena. Pero él no dejaba de ser un policía cuyo padre había sido guardabosque, y ella era la hija de un duque. No se atrevía a tocarla, y cuanto más se preocupara por ella más podía dolerle si traspasaba los límites y le daba a ella motivos para regañarle.

Se quedó mano sobre mano, viendo a la vieja dama transida de pena y al borde del llanto. ¿Qué podía decirle? ¿Que procuraría enmascarar las cosas, ocultar la verdad si ésta era demasiado dolorosa? Ella no le hubiera creído, ni habría querido que lo hiciera. Nunca se habría traicionado a sí misma, y esperaba otro tanto de él.

El instinto pudo con la razón y Pitt le tocó suavemente en el hombro. Estaba extraordinariamente delgada, pese a que de pie se la veía muy alta; tenía los huesos delicados. Flotó en el aire un olor a lavanda.

Luego Pitt salió de la habitación.

En el vestíbulo había una chica de unos veinte años con la cara muy pálida y salpicada de pecas. No tenía nada de la hermosura con que Vespasia había deslumbrado a una generación, pero era igual de delgada y podía intuirse cierta reminiscencia en los pómulos altos y los párpados encapuchados. Miró a Pitt entre horrorizada y curiosa.

—¿Señorita March? —inquirió.

—Sí, soy Tassie March… Anastasia. Usted debe ser el policía de Emily. —Era una afirmación, y dicha así resultaba sorprendentemente lacerante.

—¿Puedo hablar con usted?

Ella se estremeció un poco; su revulsión no estaba dirigida a Pitt sino motivada por la situación. Había habido un asesinato y el deber de un policía era preguntarle.

—Por supuesto.

Tassie se dirigió hacia el gabinete, una habitación fresca en tonos verdes y plata, muy distinta del sofocante tocador rosa. Si en uno se traslucía el gusto particular de la vieja señora March, en el otro debía de ser el de Olivia, que, por alguna razón, Eustace había permitido dejar tal cual.

Tassie le ofreció asiento mientras se sentaba a su vez en uno de los sofás verdes, juntando los pies y las manos como le habían enseñado a hacer.

—Supongo que he de ser franca —comentó, mirándose el vestido de muselina—. ¿Qué quiere saber?

Ahora que había llegado el momento, había muy poco que preguntarle, pero si Tassie era como la mayoría de las jóvenes de buena familia, pasaría gran parte del tiempo en casa sin nada que hacer, de modo que podía ser muy observadora. Pitt no sabía si tratarla con delicadeza, con rodeos o con llaneza. Entonces le miró los ojos y se dijo que seguramente tenía más de la parte de su madre que de la de su padre.

—¿Cree usted que George estaba enamorado de la cuñada de usted? —dijo sin preámbulos.

Ella arqueó las cejas, pero conservando la compostura con el aplomo de una mujer experimentada.

—No. Pero él sí creía estarlo —contestó—. George lo habría superado. Entiendo que esas cosas pasan de vez en cuando… Yo diría que Emily lo soportó muy bien. Creo que yo no habría actuado con tanta serenidad si hubiera estado enamorada. Pero Emily es muy sensible, más que muchas mujeres e infinitamente más que muchos hombres. Y en cuanto a George… —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. George era tan simpático. Usted perdone. —Sorbió por la nariz.

Pitt buscó y extrajo el único pañuelo limpio que tenía y se lo entregó. Ella lo cogió y se sonó ruidosamente.

—Gracias.

—Sé cómo era George —dijo él, rompiendo el silencio antes de que se convirtiera en un obstáculo—. ¿Qué me dice del señor Radley?

Tassie alzó los ojos con una sonrisa acuosa.

—Es bastante aceptable. De hecho, mientras yo no tenga que casarme con él, hasta podría caerme muy bien. Me hace reír mucho… o lo hacía. —Se quedó seria.

—Pero usted no desea casarse con él.

—En absoluto.

—¿Y él?

—Yo diría que tampoco. Jack no me quiere, si es que se refiere a eso. Pero yo heredaré un dinero, y creo que él no tiene un céntimo.

—Es usted muy cándida. —Era casi peor que Charlotte, y Pitt sintió ganas de protegerla de toda la congoja que sin duda habría de padecer.

—No se debe mentir a la policía en asuntos importantes —dijo con sinceridad—. Le tenía mucho aprecio a George, y Emily me cae muy bien.

—Alguien que estaba aquí le asesinó.

—Sí. Me lo dijo Martin, el mayordomo. Parece imposible. Los conozco a todos desde hace años, bueno, menos al señor Radley, ¿y por qué demonios iba él a matar a George?

—Quizá se imaginó que Emily se casaría con él si George moría.

Tassie le miró.

—¡Para eso tendría que estar loco! —Luego lo pensó mejor y comprendió que había otras alternativas—. Pero supongo que es posible. Hay ciertas personas que no dejan traslucir lo que sienten, aunque una observe cómo hacen las cosas cotidianas, la forma de comer, hablar de trivialidades, reír un poco, jugar a algo, escribir cartas. Hay un modo de hacer todas estas cosas, y uno lo aprende de pequeño, como los pasos de un baile. No tiene por qué significar nada. Debajo de eso se puede ser cualquier persona. Es una especie de uniforme.

—Es usted muy perspicaz. Como su abuela.

—¿La abuela Vespasia? —preguntó ella a la defensiva.

—Por supuesto.

—Gracias. —Suspiró de alivio—. No me parezco en nada a los March. ¿Ha descubierto algo?

—De momento no.

—Ya. ¿Hemos terminado? Quisiera ir a ver cómo sigue Emily.

—Hágalo. Voy a ver si encuentro a su hermano.

—Estará en el invernadero. Tiene allí su estudio. —Se puso en pie y Pitt la imitó por cortesía.

—¿De pintor?

—William es artista. Es muy bueno. Han expuesto algunos cuadros suyos en la Royal Academy —dijo con orgullo.

—Gracias. Iré a buscarle.

Tan pronto Tassie se hubo ido, Pitt fue hacia la puerta cristalera, las enredaderas y los lirios. El aire del invernadero estaba impregnado de humedad y de una fuerte fragancia de flores exuberantes. El sol de la tarde castigaba las ventanas convirtiéndolo en una jungla ecuatorial. En invierno un gigantesco horno mantenía uniforme la temperatura, y un estanque la humedad requerida.

William March estaba donde Tassie le había dicho, de pie ante su caballete, pincel en mano y con el sol sacando reflejos rojizos de su pelo. Tenía la cara en tensión, totalmente absorta en la imagen de la tela: una escena rural llena de sol y de árboles frágiles, casi etéreos, como si no sólo la primavera sino el propio jardín pudiera desvanecerse. Pitt no necesitó de su experiencia en recuperar cuadros robados para saber que era bueno.

William no le oyó hasta que lo tuvo a un paso.

—Buenas tardes, señor March. Perdone que le interrumpa, pero debo hacerle algunas preguntas sobre la muerte de lord Ashworth.

William se sobresaltó porque su concentración era absoluta; luego dejó el pincel y miró tristemente a Pitt.

—¿Qué quiere saber?

Muchas cosas pasaban por la cabeza de Pitt, pero al mirar aquel rostro inteligente y vulnerable, la delicada boca, los ojos de azogue, las desechó por torpes e incluso brutales. ¿Qué otra cosa quedaba por decir?

—Creo que ya sabrá que lord Ashworth fue asesinado —empezó.

—Supongo que así es —concedió William con renuencia—. No se me ocurre de qué forma pudo ser un accidente.

—¿No pensó que pudiera tratarse de un suicidio? —dijo Pitt, recordando los denodados esfuerzos de Eustace.

—George no se habría quitado la vida. —Contempló la tela del caballete—. No era de esa clase de hombres… —Calló y su cara pareció adelgazarse aún más, consumida por la pena.

Era ni más ni menos lo que Pitt había imaginado. William era infinitamente menos hipócrita y menos engreído que su padre. Enseguida le cayó bien.

—Sí, es lo que yo pensaba —concedió.

William guardó silencio unos instantes y entonces recordó algo.

—Claro… Lo había olvidado. Usted es cuñado de Emily, ¿verdad? Lo siento. Es todo muy… —buscó expresar lo que sentía, pero no pudo— muy complicado.

—Me temo que la cosa no va a mejorar —dijo honestamente Pitt—. Debo pensar que alguien de esta casa es el asesino.

—Es lógico. Pero no puedo decirle quién ni por qué. —Volvió a coger su pincel y se puso a trabajar, dando un toque de siena a las sombras de un árbol.

Pero Pitt aún no quería marcharse.

—¿Qué sabe usted del señor Radley?

—Muy poco. Mi padre quiere casarle con Tassie porque piensa que la familia de Jack podría darle un título. Tenemos mucho dinero, ya sabe, la industria. Mi padre quiere ser respetable.

—Por supuesto. —A Pitt le sorprendió su franqueza. No había el menor intento de proteger a la familia—. ¿Y eso sería posible?

—Yo creo que sí. Tassie es un buen partido. Jack Radley difícilmente encontraría nada mejor; las herederas de la aristocracia pueden permitirse un título, y los americanos no se conforman con menos. O, para ser exactos, sus madres. —Siguió trabajando en las sombras, mirando el marrón Van Dyck, descartándolo y optando por un ocre oscuro.

—¿Y Emily? —preguntó Pitt—. ¿No tiene más dinero que la señorita March?

William se quedó inmóvil.

—Ahora que George ha muerto, sí. —Dio un respingo—. Pero Jack tiene demasiada experiencia con mujeres, si es verdad la mitad de su fama, para creer que Emily quiera casarse con él por un par de noches de coqueteos, sobre todo si George se portaba como un tonto. Puede que usted no lo sepa, pero en la buena sociedad una mujer casada tiene poco que hacer aparte de cotillear, vestirse a la última moda y flirtear con otros hombres. Es su única fuente de entretenimiento. Ni siquiera un idiota se toma eso en serio. Mi esposa es muy bella y flirtea desde que la conozco.

Pitt le miró pero no vio que estuviera dolido, no había cólera ni conciencia de miedo mientras lo decía.

—Entiendo.

—No, usted no lo entiende —dijo William—. Creo que usted no se ha aburrido nunca.

—Es cierto —reconoció Pitt. Nunca había tenido tiempo para eso; la pobreza y la ambición no lo permitían.

—Tiene usted suerte, al menos en ese aspecto.

Pitt volvió a mirar la tela.

—Usted tampoco se aburre —dijo.

William se permitió una sonrisa, un destello fugaz.

—Gracias, señor March. —Se apartó unos pasos—. No voy a molestarle más, de momento.

William no dijo nada. Había vuelto a su trabajo.

A Stripe las cosas tampoco le estaban resultando fáciles; no había sido recibido por la servidumbre mejor que Pitt en el gabinete. La cocinera le miró con hostilidad. Había pasado la hora del almuerzo, debería haber disfrutado de un poco de tiempo libre antes de ponerse a pensar en la cena, y le apetecía sentarse con los pies en alto y cotillear con el ama de llaves y las doncellas de las invitadas. Siempre había escándalos que intercambiar, y especialmente hoy sentía la acuciante necesidad de expresar sus emociones. Era una mujer rolliza y competente, orgullosa de su trabajo, pero pasarse el día de pie era más de lo que nadie podía pedirle a una.

—¡Las venas me duelen horrores! —le confió al ama de llaves, una mujer oronda de su misma edad—. ¡Pero no pienso decírselo a esas doncellas petulantes! No sé qué se han creído que son. Ya no hay la disciplina de cuando yo era joven. Yo sí sé cómo llevar una casa.

—Todo va de mal en peor —concedió el ama de llaves—. Y encima tenemos a la policía en casa. ¿Adónde iremos a parar?

—Al despido, a eso. —La cocinera meneó la cabeza—. La mitad del personal despedido, fíjese en lo que le digo, señora Tobías.

—Tiene usted razón, señora Mardle, toda la razón —dijo sabiamente el ama de llaves.

Se hallaban en la sala de estar de esta última. Stripe estaba aún en el cuarto del servicio, donde comían y se reunían para charlar cuando sus obligaciones lo permitían. Se sentía incómodo, porque era un mundo que desconocía y allí era un perfecto intruso. La habitación estaba impecable; el suelo lo fregaba cada mañana antes de las seis la criada de trece años. La porcelana atiborraba cómodas y alacenas, y cada servicio valía lo que un año entero de su jornal. Había tarros de conservas y mermeladas, recipientes de harina, azúcar, avena y otras provisiones, y en la trascocina Stripe vio hortalizas amontonadas. Había una descomunal cocina económica de plomo negro con su hilera de hornos y, al lado, los baldes para el carbón. Por supuesto, los calderones, fregaderos, tablas de lavar y planchadoras de rodillo estarían en el lavadero, y los percheros de orear subidos hasta el techo mediante poleas y llenos de ropa limpia.

En la cálida y olorosa cocina, Stripe se hallaba ahora frente a una serie de criadas y lacayos; todos rígidos y atentos, inmaculados; ellos de librea, ellas con vestido negro de paño y cofia y delantal blanquísimos, los de las camareras ribeteados de puntillas que muchas damas de clase media habrían poseído gustosas. Stripe pensaba que la más guapa era la doncella de la señora de la casa, Lettie Taylor, pero ésta parecía mirarlo con más desdén que las otras. Las damas invitadas habían venido, lógicamente, con su propia servidumbre. Todas estaban allí salvo Digby, la doncella de lady Cumming-Gould, que había sido elegida para acompañar a la nueva viuda, tal vez porque era la mayor y se la consideraba la más juiciosa.

Un tanto incómodo bajo la mirada hostil de los criados, Stripe lamió su lápiz, hizo las preguntas obligadas y anotó las respuestas en su cuaderno. No sacó nada en claro salvo que las bandejas habían sido preparadas y dejadas la noche anterior en la despensa del piso de arriba, donde diariamente se preparaba el té —café, en el caso de lord Ashworth—. Aquella mañana había habido una inusitada confusión y la despensa se había llenado de vapor, sin que nadie atendiera los hervidores, durante unos minutos. Al menos en teoría, cualquiera podía haber entrado a hurtadillas y envenenado el café.

Stripe pidió un cuarto privado y le mostraron la despensa del mayordomo, que en realidad era una sala de estar para su uso personal. Allí interrogó a todos los miembros del servicio. Pidió —con encomiable sutileza, pensaba él— toda la información que pudieran tener sobre relaciones en el seno familiar, entradas y salidas; y no sacó nada que sus propias conjeturas no le hubieran hecho deducir. Empezó a preguntarse si se identificaban con sus señores hasta el extremo de defender su propio honor, su estatus social en la pequeña comunidad que formaban dentro de la casa.

Finalmente, al recibir la nota de Pitt referente a la droga, pidió a Lettie Taylor que le acompañase a la habitación de la señora March para enseñarle el armarito de los medicamentos, y cualquier otro botiquín que hubiera en la casa.

Ella se atusó un poco el cabello y se alisó el delantal sobre las finas caderas. Para Stripe, que se ruborizó un poco al pensarlo, Lettie era la chica más guapa y agradable que había visto nunca. Deseó que la investigación se prolongara eternamente o, cuando menos, varias semanas.

La siguió sumiso por la escalera de servicio, fijándose en el gesto de su cabeza, y el susurro de la falda, y al llegar a la despensa se dio cuenta de que estaba fantaseando. La chica tuvo que hablar dos veces para que él decidiera por fin echar un vistazo a las mesas donde descansaban las bandejas.

—¿Dónde estaba la de lord Ashworth con el café? —preguntó, carraspeando dolorosamente.

—¿Es que no me escucha? —dijo ella meneando la cabeza—. Ahí, ya se lo he dicho. —Y señaló al extremo de la mesa más cercana a la puerta.

—¿Era lo normal? Quiero decir… —Los ojos de Lettie eran como el cielo sobre el río en un día de verano. Stripe tosió y lo intentó otra vez—. Quiero decir, ¿las ponía usted siempre en el mismo sitio, señorita?

—Ésa en concreto sí —contestó ella, aparentemente ajena a sus miradas—. Porque llevaba café, y todas las demás té.

—Cuénteme otra vez lo que pasa cada mañana. —Ella ya se lo había dicho, pero Stripe quería oírla otra vez y no se le ocurrían más preguntas importantes.

Lettie repitió la historia y él lo anotó todo de nuevo.

—Gracias, señorita —dijo educadamente, cerrando la libreta y metiéndosela en el bolsillo—. Ahora, si es tan amable, muéstreme el botiquín de la señora March.

Ella palideció un poco; el súbito recuerdo de la muerte le había hecho olvidar el resentimiento provocado por la presencia de la policía en la casa.

—Cómo no. —Lettie le hizo cruzar la puerta de paño verde hasta el descansillo principal y luego a la alcoba de la anciana March. Llamó, y viendo que nadie contestaba la abrió y entraron los dos.

Stripe jamás habría podido imaginar una habitación igual. Era tan rosa y blanca como una flor de manzano. Adondequiera mirase había ringorrangos: puntillas, tapetes, cintas, fotografías con ribetes de raso, un sofocante mar de cojines, y cortinas de terciopelo rosa festoneadas de forma que se viera el ruche de los volantes.

Stripe se quedó sin habla; el aire parecía pesado y caliente, se le atascaba en los pulmones. Torpemente, temeroso de dejar una gran huella, pasó de puntillas por la alfombra rosa siguiendo a Lettie hacia el abigarrado aparador pintado de rosa y blanco. Ella abrió un cajoncito y miró en su interior con expresión seria.

Stripe se puso detrás, oliendo el ligero aroma floral de su cabello, y miró el pequeño espacio repleto de frascos, rollos de papel y pastilleros de cartón.

—¿Está ahí el digital? —preguntó rompiendo el silencio.

—No, señor Stripe —dijo ella quedamente, temblorosa la mano sobre el cajón—. Sé lo que hay en cada frasco; el digital no está.

Al ver que estaba asustada, Stripe quiso tranquilizarla, prometerle que cuidaría de ella, que se ocuparía personalmente de que nadie le hiciera daño. Pero eso la habría ofendido tanto que la idea le resultó hasta dolorosa. Su temeridad habría escandalizado a la chica. Sin duda debía tener admiradores (también ese pensamiento le resultó muy desagradable).

—¿Está usted segura? —preguntó con tono formal—. ¿No estará en otro cajón, o en la mesita de noche? —Miró en derredor. Entre aquel mar de pliegues y adornos podía ocultarse una botica entera.

—No —dijo Lettie—. He limpiado esta habitación esta misma mañana. El digital ha desaparecido, señor Stripe. Yo… —Se estremeció.

—¿Sí? —dijo él esperanzado.

—Nada.

—Gracias, señorita. —Fue hacia la puerta, siempre con cuidado de no estropear nada—. Entonces creo que eso es todo, por el momento. Será mejor que le envíe un mensaje al señor Pitt.

Ella tomó aire.

—Señor Stripe…

—¿Sí, señorita? —Él se dio la vuelta, consciente de que la sangre le ardía en las mejillas.

Ella trataba de esconder su miedo, pero sus ojos la delataron.

—Señor Stripe, ¿es verdad que lord Ashworth fue asesinado?

—Es lo que pensamos, señorita. Pero no se apure, cuidaremos de usted. Y encontraremos al culpable, delo por hecho. —Ya lo había dicho. Ahora esperó la reacción de ella.

Era evidente que ella sentía un gran alivio; pero luego se acordó de quién era, de su posición, de la lealtad debida. Levantó el mentón.

—Por supuesto —dijo con dignidad—. Gracias, señor Stripe. Bien, si no hay nada más, seguiré con mi trabajo.

—Sí, señorita —dijo él, y de mala gana hubo de dejar que le llevara de nuevo abajo para reanudar también él sus quehaceres en el cuarto del mayordomo.

Pitt vio a Sybilla March, y tan pronto ella entró en la habitación comprendió por qué George se había conducido de manera tan alocada. Sybilla era hermosa, vivaz y sensual. Su rostro tenía una calidez especial, sus movimientos una gracia diferente de la fría elegancia que estaba de moda. Pero, pese a todas las curvas de su cuerpo, la fragilidad del esbelto cuello y lo reducido de sus muñecas la hacían parecer vulnerable y evitaron que él sintiera la cólera que quería sentir.

Sybilla se sentó en el sofá verde donde Tassie lo había hecho una hora antes.

—Yo no sé nada, señor Pitt —dijo antes de que él pudiese preguntar. Tenía los ojos anublados, como si hubiera estado llorando, y daba la impresión de estar tensa de miedo. Pero había habido un asesinato, y quien lo hubiera cometido seguía estando en la casa. Sólo un necio no habría tenido miedo.

—Tal vez no valora usted suficiente lo que sabe, señora March —dijo él mientras tomaba asiento—. Supongo que cualquiera tuvo oportunidad para poner digital en el café de lord Ashworth. Habrá que enfocarlo a partir de quién pudo desear hacerlo.

Sybilla no dijo nada. Los nudillos de sus blancas manos brillaban por el esfuerzo de tenerlas apretadas.

Pitt encontró extraordinariamente difícil seguir adelante. No quería ser brutal, pero ir dando rodeos a temas dolorosos no serviría de nada, como no fuera para prolongar la zozobra.

—¿Lord Ashworth estaba enamorado de usted? —dijo de sopetón.

Ella le miró como si la pregunta la hubiera sobresaltado, pese a que debía saber que era inevitable. Hubo un largo silencio antes de que respondiera, tan largo que él casi repitió la pregunta.

—No lo sé —dijo ella con voz ronca—. ¿Qué pretende un hombre cuando dice «te quiero»? Quizá haya tantas respuestas como hombres en el mundo.

Era una respuesta que él no había previsto. Pitt esperaba una confesión abochornada, o quizá retadora, o incluso una negativa. Pero aquella respuesta filosófica que era una pregunta en sí misma le dejó perplejo.

—¿Le amaba usted? —preguntó con más descaro del que pretendía expresar.

Sybilla esbozó una sonrisa fugaz, y él sospechó que significaba muchas cosas que él nunca podría comprender.

—No. Pero me gustaba mucho.

—¿Conocía su esposo la verdadera naturaleza de su interés por lord Ashworth?

—Sí —admitió ella—. Pero William no es celoso, si es que está pensando en eso. En la buena sociedad nos relacionamos mucho. George no era el primer hombre que me encontraba atractiva.

Pitt lo creía. Pero que William fuera o no celoso ya era otra cuestión. ¿Hasta qué punto estaba William al corriente de las cosas? ¿Ignoraba aquella aventura, o era de verdad un marido complaciente? ¿Acaso no había motivo alguno de preocupación?

Eso no podía preguntárselo a Sybilla.

—Gracias, señora March —dijo educadamente.

Ahora no podía demorarlo más. Tenía que ir a ver a Emily y compartir su congoja.

Se levantó pidiendo disculpas y dejó a Sybilla a solas en el gabinete verde.

En el vestíbulo buscó a un lacayo y pidió que le llevara a ver a Emily. El hombre se mostró reacio, como si tuviera más respeto por el dolor ajeno que por las necesidades de la investigación. Pero al final, con sentido común, el lacayo le llevó escaleras arriba hasta el descansillo, con sus jardineras de helechos, y llamó a la puerta de la alcoba de Vespasia.

Le abrió una criada de mediana edad y rostro sencillo e inteligente, ahora crispado por la compasión. Miró a Pitt sombríamente, presta a hacer valer su posición. Protegería a Emily a toda costa, como él dedujo por la postura de sus hombros y los pies bien plantados en tierra.

—Soy Thomas Pitt —dijo, lo bastante alto para que le oyera Emily—. Mi esposa es hermana de lady Ashworth. Ella no tardará, pero antes debo hablar en persona con lady Ashworth.

La mujer dudó, le miró de arriba abajo y por último tomó una decisión.

—Muy bien. Supongo que será mejor que pase.

Emily estaba incorporada en la cama, vestida de azul oscuro. El pelo le caía por la espalda y estaba casi tan pálida como las almohadas en que reposaba. Tenía los ojos muy hundidos.

Pitt se sentó en la cama y le tomó una mano entre las suyas. Le pareció inerme y menuda como la de una niña. Era inútil decir que lo sentía. Ella ya debía saberlo, notarlo en su mirada y en el contacto de sus manos.

—¿Dónde está Charlotte? —musitó ella con voz temblorosa.

—De camino. Tía Vespasia le ha enviado su coche; no tardará. Pero he de preguntarte unas cosas. Ojalá no tuviera que hacerlo.

—Lo sé. —Emily no pudo contener más tiempo las lágrimas—. Santo cielo, ¡crees que no lo sé!

Pitt notó la presencia de la criada detrás de él, alerta y a la defensiva, dispuesta a echarle.

—Alguien que está en esta casa mató deliberadamente a George. He de averiguar quién lo hizo, Emily.

Ella le miró. Quizá ya se hacía cargo de eso o podía haber descartado cualquier otra posibilidad, pero no había afrontado el hecho en toda su crudeza.

—Eso significa alguien de la familia, ¡o Jack Radley!

—Lo sé. Por supuesto podríamos descubrir algún motivo entre la servidumbre, pero yo no lo creo.

—¡No seas absurdo, Thomas! ¿Por qué querría alguno de los criados del tío Eustace matar a George? Hace un mes ni siquiera le conocían. Además, ¿qué razón tendrían para matar a nadie? Sería una estupidez.

—Entonces ha tenido que ser uno de vosotros ocho —dijo él, observando su reacción.

Emily expulsó el aire lentamente.

—¿Ocho? ¡Yo no, Thomas! ¡No pensarás que…! —Parecía a punto de desmayarse, incluso recostada en las almohadas como estaba ahora.

Pitt le apretó la mano.

—Claro que no. Tampoco creo que fuera tía Vespasia. Pero he de averiguar quién lo hizo, y eso implica averiguar la verdad de muchas otras cosas.

Ella no respondió. Pitt notó que la sirvienta se retorcía las manos en el delantal. Bendijo en silencio a la mujer por su desvelo, y a Vespasia por haberle encargado a ella la misión.

—Emily, ¿crees que Jack Radley podía haber abrigado la esperanza de que te casaras con él, si hubieras sido libre?

—No… —Le falló la voz y sus ojos dejaron de mirarle—. Al menos yo no le di pie. Sólo flirteé con él un poquito. Eso es todo.

Pitt pensó que no era toda la verdad, pero ahora no tenía importancia.

—¿Hay algo más? —insistió.

—¡No! —Entonces se dio cuenta de que él no estaba pensando en Jack sino en los otros—. No lo sé. Nadie tenía motivos para matar a George, que yo sepa. ¿Es que no pudo ser un accidente, Thomas?

—No.

Emily se miró la mano, todavía en la de él.

—¿Podría ser que el veneno estuviera pensado para otro, y no para George?

—¿Pero quién? ¿Alguien más toma café en ayunas?

—No —susurró.

No hacía falta exponer la conclusión; ella lo comprendía tan bien como él.

—¿Qué me dices de William March? ¿Pudo sentirse tan celoso como para matar a George por sus atenciones hacia Sybilla?

—No lo creo —dijo ella—. Daba la impresión de que ni siquiera lo había notado. Yo creo que sólo le importan sus cuadros. Claro que… —Sus dedos se cerraron en torno a los de Pitt—. Thomas, anoche oí a George y a Sybilla discutiendo, y cuando George subió antes de ir a acostarse, entró a verme y… —Pugnó por dominarse—. Me comunicó que lo de Sybilla había terminado. Bueno, no directamente, claro. Eso habría sido como admitir que había algo. Pero nos entendimos mutuamente.

—¿Dices que discutió con Sybilla?

—Sí.

No tenía sentido preguntarle si la discusión había sido lo bastante violenta para fomentar el asesinato: ella no podía responder y, caso de hacerlo, su respuesta no habría significado nada.

Pitt se levantó y le soltó la mano suavemente.

—Si se te ocurre alguna cosa, haz que me avisen. No puedo dejar ningún cabo suelto.

—Lo sé. Te lo diré.

Él le sonrió ligeramente como para suavizar lo que había dicho e intentar echar un delgado cabo para salvar la distancia entre el policía y el hombre.

Ella tragó saliva, y las comisuras de su boca formaron una desvaída sonrisa a modo de respuesta.

Fue una hora más tarde cuando la puerta del dormitorio se abrió otra vez para que entrara Charlotte. No dijo nada, sólo se acercó a la cama, se sentó, alargó la mano y abrazó a Emily dejando que llorara cuanto le hacía falta, meciéndola al tiempo que murmuraba viejas palabras de consuelo, cosas de cuando eran niñas.