10
Y llegó el día de la mudanza. Puesto que el Verdugo seguía suelto y el misterio igual de insondable, Pitt sólo pudo ayudar un par de horas. Había contratado a unos operarios para que trasladaran los muebles, y Charlotte había pasado la tarde anterior envolviendo vasos, tazas y platos en papel de periódico y metiéndolos en cajas. Empaquetaron toda la ropa; las alfombras se las habían llevado por la mañana y ahora iba todo camino de la casa nueva, cuya decoración estaba por fin terminada. Las baldosas en torno al hogar habían sido cambiadas, todos los mecheros reparados y funcionando a la perfección, las pantallas estaban enteras, hasta el último remate de friso había sido arreglado o sustituido, y la pintura y el empapelado lucían perfectos.
Ahora que era una realidad, los niños se daban cuenta de lo que significaba mudarse. Un mundo nuevo lleno de excitación y aventuras. Al levantarse aquella mañana, Daniel se había puesto a brincar y no había dejado de hacer preguntas; no haber obtenido demasiadas respuestas no había empañado su ánimo.
Jemima estaba muy callada. Siendo dos años mayor, le había costado menos tiempo darse cuenta de que aceptar lo nuevo significa inevitablemente renunciar a lo viejo, con la incertidumbre que eso conlleva. Tenía arrebatos de entusiasmo y curiosidad, seguidos de largos silencios cuando contemplaba las habitaciones, que ahora se veían desnudas y como abandonadas sin las cortinas, los cuadros o los muebles de siempre. Cuando recogieron las alfombras fue como si hubieran quitado el suelo mismo, y estuvo varios minutos un poco llorosa mientras Gracie trataba de consolarla, dándole una serie de instrucciones que Jemima fue incapaz de cumplir.
Sin embargo, a las diez y media, Gracie y los niños habían montado en el cabriolé con Pitt, apretujados en sus estrechos asientos. Charlotte no hubiera podido acompañarlos, aparte del hecho de que ellos habían partido primero a fin de abrir la casa y disponerse a recibir los bultos en cuanto llegaran. Charlotte se había quedado en la casa vieja esperando a que lo cargaran todo, y asegurándose que ninguna cosa quedara olvidada o extraviada, hasta que echaron el cerrojo a la puerta por última vez.
Después de repetir a los encargados de la mudanza la dirección de la nueva casa, Charlotte cogió sus dos cojines bordados a mano, que eran demasiado buenos para confiárselos a los operarios y demasiado grandes para meterlos en cajas. Decidió envolverlos en una sábana vieja, cerró una vez más la puerta principal y dudó un momento, mirando en derredor.
Después hizo acopio de valor y se dirigió hacia la verja por el camino particular. No había tiempo para pensar en los buenos momentos pasados en aquella casa, y tampoco en los malos. Los recuerdos no podían quedar atrás. Formaban parte de uno, se los llevaba en el corazón.
Cruzó la verja, la cerró y se dirigió a la parada del ómnibus, con los cojines envueltos en la sábana. Parecía que llevara un hato de colada, y se alegró de no toparse con ningún conocido.
El ómnibus llegó a los cinco minutos y ella se dispuso a subir con el fardo a cuestas.
—Lo siento, señora, pero no puede subir con eso —le dijo el cobrador. Se plantó delante de ella, adelantando la barbilla, con sus botones de reluciente latón y expresión de altiva autoridad.
Charlotte le miró, pillada por sorpresa.
—¡Tendrá que bajarse! —dijo el hombre—. Si dejo que todas las lavanderas de Bloomsbury suban con la colada, no quedará sitio para nadie más.
—Esto no es una colada —repuso Charlotte indignada—. Son cojines.
—Me da igual lo que sea —replicó el hombre—. Por mí como si es el camisón de la reina. No puede subir con eso. No hay sitio. Ahora sea buena chica y bájese para que podamos seguir nuestro camino.
—¡Me estoy mudando de casa! —dijo Charlotte desesperada—. Mi esposo y mis hijos ya han ido para allá. He de reunirme con ellos.
—No lo dudo, señora, pero será en otro vehículo, ¡en éste no! ¿Qué se ha creído que es esto, un camión? —Señaló la acera—. Bájese de una vez antes de que llame a la policía y la detengan por alborotar.
Un pasajero se les acercó, era un caballero mayor con bigote y bastón negro.
—Deje subir a esta pobre mujer —le dijo al cobrador—. Si lo lleva sobre las rodillas no ocupará mucho sitio.
—Usted se sienta, señor, y no se meta donde no le llaman —le ordenó el cobrador—. Ya me ocupo yo de esto.
—Pero…
—¡Siéntese, zoquete! —gritó una mujer desde el fondo—. ¡Métase en sus asuntos! Él ya sabe lo que se hace. La gente no puede subir aquí con la colada, ¡faltaría más!
—Ella dice que no es la colada… —objetó el caballero.
—Vaya a sentarse, señor —le interrumpió el cobrador—, o tendrá que bajarse usted también. ¡Tenemos un horario que cumplir, se entera! —Miró a Charlotte—. Oiga, señora, ¿se baja usted sola o tengo que llamar a la poli y que la acusen de alterar el orden público?
Charlotte estaba demasiado furiosa para hablar. Resopló con rabia y se bajó de la plataforma. Sólo pensó en dar las gracias al caballero que había intentado ayudarla cuando ya era tarde y el ómnibus había partido, haciendo caer al hombre sobre el cobrador. El conductor azuzó a los caballos y restalló su látigo por encima de las grupas, haciéndolos avanzar. Charlotte se quedó sola en la acera, con sus cojines y furiosa.
—¿Pero dónde demonios estabas? —dijo Pitt cuando ella llegó por fin, acalorada, desarreglada, con el pelo desaliñado y las mejillas ardiendo de ira mientras sostenía los cojines con manos crispadas.
—En un coche de alquiler. ¡Ese… cerdo atontado no quiso dejarme subir al ómnibus!
—¿Qué? —Pitt estaba perplejo—. ¿De qué estás hablando? Los operarios ya han descargado casi todo.
—El muy impertinente, altivo y arrogante no me dejó subir con los cojines… —siguió ella, furiosa.
—¿Por qué? —Pitt se dio cuenta de que Charlotte estaba fuera de sí, pero no veía el motivo—. Explícate. ¿Es que no era un ómnibus normal?
—¡Por supuesto que lo era! Pero ese presumido patán creía que los cojines eran la colada, y no me dejó subir. ¡Amenazó incluso con llamar a la policía y que me detuvieran por alterar el orden!
Pitt torció el gesto, pero tras un breve silencio en que la expresión de ella le retó a tomárselo a broma, hizo un esfuerzo por mostrarse compasivo.
—Lo siento. Dame los cojines —dijo tendiendo la mano.
Ella lo hizo.
—¿Dónde están los operarios? No los veo.
—Se han ido a almorzar. Volverán dentro de media hora para descargar el resto. Gracie está en la cocina. —Echó un vistazo alrededor—. Esto es realmente bonito. Has hecho un magnífico trabajo.
—Zalamero —dijo ella, pero estaba deseando sonreír y se puso a mirar también. Pitt tenía razón, la sala había quedado muy bonita—. ¿Dónde están los niños?
—En el jardín. Hace un rato Daniel se había subido al manzano y Jemima había encontrado un erizo y estaba hablando con él.
—Bien. —Charlotte sonrió a su pesar—. ¿Crees que les gustará?
La expresión de él respondió a la pregunta sin necesidad de palabras.
—¿Has visto la habitación verde? Será nuestro dormitorio. Ven, te la mostraré.
Pitt iba a decir que no tenía tiempo, pero cambió de opinión. Y tan pronto estuvieron arriba se alegró de haberlo hecho. La habitación rebosaba paz, era un remanso alejado de las prisas y el bullicio de la calle. El viento agitaba las hojas de los árboles que se veían por la ventana y la luz jugueteaba en las paredes. No se oía nada. Miró a Charlotte con una sonrisa. Ella estaba expectante.
—Sí —dijo él con sinceridad—. En mi vida había estado en una habitación más bonita.
El día de las elecciones hubo chubascos con repentinas apariciones de un sol brillante. Jack salió tan pronto hubo terminado de desayunar y Emily no fue capaz de quedarse en casa con el alma en vilo, aunque sabía que no podía ayudar en nada y ahora ningún apoyo moral bastaba para aquietar el nerviosismo.
Nigel Uttley también salió temprano. Sonreía muy confiado y estuvo charlando con amigos y partidarios suyos, pero observándole atentamente se podía ver que una parte de su jactancia anterior había dejado paso a una ansiedad que se dejaba ver de vez en cuando.
Los hombres con derecho a votar acudieron a las urnas y dejaron sus papeletas. Salían sin mirar a nadie y se alejaban con prisa.
La mañana transcurrió despacio. Emily fue de un lado a otro con Jack tratando de pensar en algo que le animara pero sin darle vanas esperanzas, ya que el triunfo no era seguro. Pero mientras observaba el ir y venir de los hombres, cazó al vuelo retazos de conversación que la indujeron a pensar que Jack podía salir victorioso.
Porque sólo podía ganar o perder. Mañana sería miembro del Parlamento, con toda la responsabilidad, el trabajo y las posibilidades de fama que ello comportaba, o bien sería el perdedor, sin posición alguna. En este caso, Uttley estaría allí sonriente, seguro de sí mismo. Ella tendría que consolarlo, ayudarle a creer en sí mismo otra vez, buscar algún motivo de ilusión, alguna otra causa por la que trabajar y preocuparse.
Hacia las dos estaba emocionalmente agotada, y aún quedaba por delante toda la tarde. Hacia las cinco empezó a creer que Jack podía ganar y su ánimo se llenó de esperanza, pero luego caía en picado, presa de la desesperación.
Al cierre de las mesas electorales Emily estaba rendida y desaseada, y los pies la torturaban. Regresaron a casa en silencio, en un cabriolé. Ninguno de los dos sabía qué decir ahora que la batalla había terminado y sólo restaba esperar la noticia de la victoria o la derrota.
Una vez en casa cenaron algo sin disfrutar de la comida. Emily no supo qué había sido, creía recordar un trozo de salmón en el plato, pero no si era escalfado o ahumado. No dejó de mirar el reloj de la repisa, preguntándose cuándo acabaría el recuento y conocerían el resultado.
—¿Tú crees…? —empezó, justo cuando Jack iba a hablar.
—Perdona —dijo él—. ¿Qué ibas a preguntar?
—Nada. No tiene importancia. ¿Y tú?
—Sólo iba a decir que esto va para largo. No hace falta que…
Emily le fulminó con la mirada.
—Está bien —se disculpó él—. Sólo pensaba que…
—Pues no pienses. Es absurdo. Esperaré hasta que hayan contado la última papeleta.
Se levantó de la mesa. Eran las nueve y cuarto.
—Bueno, pero al menos vayamos al salón. Allí estaremos más cómodos.
Emily aceptó con una sonrisa. En el momento de salir del comedor, Harry, el más joven de los sirvientes, apareció en la arcada bajo la escalera, con el pelo revuelto y las mejillas arreboladas.
—¡Todavía están contando, señor! —dijo sin aliento—. Acabo de venir de allí. Creo que ya les falta muy poco, y yo diría que los dos montones están muy igualados. ¡Quizá gane usted señor! ¡El señor Jenkins dice que sí!
—Gracias, Harry —dijo Jack en un tono de voz casi ecuánime—. Pero creo que Jenkins habla más por lealtad que por conocimiento de causa.
—Oh, no, señor —repuso Harry con inusual confianza—. Todos los sirvientes piensan que usted ganará. Que el señor Uttley no es tan listo como se cree. La cocinera dice que esta vez ha exagerado más de la cuenta. Y además no está casado, lo que según la señora Hedges hace que sea un hombre muy buscado por ricas damas con hijas, pero no tan de fiar como un hombre casado. —Estaba rojo de excitación, pero se mantenía erguido y con la espalda recta.
—Gracias —dijo Jack muy serio—. Espero que nadie se sienta decepcionado si salgo derrotado.
—Oh, no, señor —dijo alegremente Harry—. ¡Seguro que gana! —Y dicho esto dio media vuelta y traspasó la puerta de tapete verde para volver con el resto de los sirvientes.
—Vaya por Dios —suspiró Jack, yendo hacia el salón—. Esto les va a sentar muy mal.
—A todos —dijo Emily, entrando en el salón—. Pero no merece la pena luchar por nada si conseguirlo no te importa lo suficiente.
Jack cerró la puerta y ambos se sentaron, muy juntos, tratando de pensar en otra cosa mientras los minutos transcurrían y la aguja del reloj de oro pasaba del diez al once. Se estaba haciendo muy tarde. Pronto habría un resultado. Ambos eran conscientes de ello y procuraban no decir nada. Su conversación fue haciéndose más y más esporádica.
Por fin, a las once y veinte, Jenkins apareció en la puerta, acalorado, balbuciendo palabras con una emoción desbordada e insólita en él.
—Señor… señor Radley. ¡Ya hay recuento, señor! Casi han terminado. El coche está listo. James le llevará ahora mismo a la sala. Señora…
Jack se puso en pie de un brinco y dio un paso antes de volverse para ayudar a Emily, pero ésta se había levantado ya. Las piernas le temblaban.
—Gracias —dijo Jack con menos calma de la que pretendía—. Sí, gracias. Iremos. —Le tendió la mano a Emily y se dirigió hacia la puerta sin molestarse en coger su chaqueta.
Viajaron en silencio, inclinados hacia adelante como si pudieran ver alguna cosa, aunque no había más que el pasar de las farolas y las luces en movimiento de otros coches que se apresuraban también en aquella tumultuosa noche.
Al llegar a la sala donde se celebraba el recuento de votos, bajaron del coche y subieron la escalinata con el corazón en un puño. Su entrada provocó un silencio general. La gente los miraba, se oyó un murmullo de nerviosismo. Sólo quedaban los encargados del recuento, que revisaban los fajos de papel encorvados sobre una mesa.
—¡Es la tercera vez! —susurró nervioso un hombre bajo.
Emily aferró con tal fuerza el brazo de Jack que éste dio un respingo, pero ella no le soltó.
Al fondo de la sala estaba Nigel Uttley, ceñudo, pálido y tenso. Todavía confiaba en ganar, pero no había previsto que fuera por tan poco. Creía que la victoria iba a ser fácil. Sus partidarios estaban apiñados en grupos nerviosos, lanzando miradas a las mesas y a las pilas de papeletas.
También los partidarios de Jack estaban allí, pero al no haber pensado que podían ganar, la posibilidad les parecía ahora muy real. La suerte estaba echada: en cualquier momento se sabría el resultado.
Emily echó un vistazo para calcular cuánta gente había allí reunida, y al pasear la mirada de un grupo a otro vio un reflejo de cabellos de plata sobre una altiva cabeza.
—¡Tía Vespasia! —exclamó con asombro—. ¡Mira, Jack! —Le tiró de la manga—. ¡Ha venido tía abuela Vespasia!
Jack se giró, y al momento su rostro se iluminó con una sonrisa. Se abrió paso hacia ella.
—¡Tía Vespasia! ¡Cuánto me alegro de verla aquí!
Ella lo miró con ojos serenos y divertidos, pero sus mejillas mostraban un arrebol de excitación.
—Dónde iba a estar si no —dijo—. ¿No pensarás que podía perderme esto?
—Es que… es un poco tarde —dijo él con apuro—. Y podría ser que… que yo no ganara.
—Claro que puedes. Sea como sea, habrás librado una excelente batalla. Habrás visto que sabes defenderte. —Su mirada despedía un brillo belicoso.
Jack iba a añadir algo cuando la sala quedó sumida en un súbito silencio y todo el mundo se volvió al ver que el funcionario se ponía de pie.
Se produjo un instante de gran expectación mientras el hombre procedía a los preámbulos formales, saboreando pausadamente el dramatismo del momento. A continuación anunció que por un margen de doce votos, el miembro del Parlamento para aquel distrito electoral sería John Henry Augustus Radley.
Emily lanzó un grito de júbilo. Jack boqueó de sorpresa y soltó el aire en un larguísimo suspiro. Nigel Uttley se quedó de una pieza, sin creérselo del todo.
—Enhorabuena, querido. —Tía Vespasia se volvió hacia Jack y le dio un beso en la mejilla—. Seguro que lo harás maravillosamente bien.
Él se ruborizó de felicidad, demasiado cohibido y emocionado para responder.
La celebración se llevó a cabo la tarde siguiente. Fue algo bastante improvisado pues Emily no había puesto en ello su esmero habitual. En realidad, no pensó que tendría que celebrar nada. Naturalmente, los que habían colaborado en la campaña fueron invitados, esposas incluidas, así como todos los que habían dado su apoyo. Por supuesto, también estaba la familia de Jack, que en realidad era familia de Emily. Charlotte y Pitt aceptaron de inmediato. Recibió una encantadora nota de Caroline, sin especificar si asistiría o no.
La fiesta empezó temprano, a medida que iba llegando gente exaltada por la victoria. Todo el mundo hablaba a la vez, todo eran ideas nuevas y esperanzas de cambio.
—Sólo ha cambiado un parlamentario —decía Jack, tratando de ser modesto y procurando no perder la perspectiva de las cosas—. Eso no cambia el gobierno.
—Por supuesto —concedió Emily, muy cerca de él y con una gran sonrisa—. Pero por algo se empieza. Es un cambio en la marea. Uttley está que trina.
—Desde luego —confirmó alegremente una mujer obesa, con una copa de champán en la mano y poniendo en peligro a los que pasaban junto a ella—. Bertie dice que pese a lo que ha venido diciendo la prensa, esto le ha pillado totalmente desprevenido. Estaba convencido de que ganaría.
Bertie, que sólo atendía a medias, se volvió hacia Jack con una expresión grave en su cara bonachona.
—Cierto, muchacho, Uttley estaba verdaderamente enojado. —Mordisqueó un canapé—. Tienes un enemigo difícil, Jack. Yo de ti me guardaría mucho de él.
Momentáneamente, la conversación quedó sumergida bajo la charla, el ruido de copas, roce de telas y frotar de suelas en el piso.
—Pero querido —dijo la esposa de Bertie tan pronto pudo hacerse oír—. No me cabe duda de que pensó que podía perder. Cualquiera que participe en una competición sabe que alguien debe perder.
—Uttley no creía que sería el perdedor. —Bertie se puso aún más serio—. Y no se trata de perder un escaño que él consideraba de su propiedad. Tengo entendido que ha perdido mucho más.
Su esposa no comprendía.
—¿Qué más? Explícate, querido. No se te entiende.
Bertie hizo caso omiso y siguió mirando a Jack.
—En todo esto hay cosas que se me escapan, hay grandes poderes en acción, ya me entiendes… A veces se oyen cosas, pero hay que estar en el sitio justo y el momento apropiado. Hay personas… —Dudó, mirando de reojo a Emily, y luego otra vez a Jack—. Personas que están detrás de la gente que uno conoce.
Jack guardó silencio.
—¿Grandes poderes? —dijo Emily, y al momento lo lamentó. En su calidad de mujer, se suponía que no debía hablar de aquellas cosas, menos aún tratar de comprender, aunque fuese a medias, lo que Bertie decía.
—Bobadas —cortó la mujer de Bertie—. Ha perdido porque la gente prefiere a Jack. No puede ser más sencillo. La verdad, estás viendo misterios donde no los hay.
—Es obvio que los votantes preferían a Jack —dijo Bertie con paciencia, bebiendo de su copa—. Pero no fueron ellos quienes dieron bola negra a Uttley en su club. —Miró significativamente a Jack evitando la cabeza de su mujer—. Tú ándate con ojo, eso es todo. Están pasando muchas más cosas de las que vemos. Y los que tienen auténtico poder no siempre son los que uno supone.
Jack asintió con expresión seria, pero la sonrisa no desapareció de sus labios.
—Bueno, toma un poco más de champán. Te lo mereces más que nadie.
Terminadas las felicitaciones, los brindis y agradecimientos, Emily pudo por fin acercarse a Charlotte.
—¿Qué tal? —dijo—. Ni siquiera he tenido tiempo de preguntarte cómo os fue la mudanza. ¿Es cómoda la casa nueva? Ya sé que ha quedado muy bonita. —Miró apreciativamente el vestido verde oscuro de su hermana. Llevaba los hombros acentuados, muy a la moda, con un delicado adorno de plumas—. ¿Ya lo has ordenado todo? —Pero antes de que Charlotte pudiera responder, su expresión cambió—. ¿Hay noticias del Verdugo? ¿Es cierto que Thomas arrestó a alguien y luego tuvo que soltarlo? ¿O es una patraña?
—No; es cierto —dijo Charlotte, moviéndose un poco para dar la espalda a un grupo de ruidosos invitados—. Arrestó a Carvell tras la muerte de su mayordomo, pero uno de sus hombres descubrió que Carvell tenía coartada para el día en que el conductor fue asesinado, así que tuvo que dejarlo en libertad.
Emily puso cara de extrañeza.
—¿Y por qué pensó que era Carvell? Quiero decir, ¿qué le convenció para arrestarle? Ese mayordomo suyo era un canalla. —Pronunció la palabra con saña—. Seguro que se hizo un montón de enemigos. Si yo hubiera tenido algo que ver con él, te aseguro que no me habrían faltado ganas.
—No exageres —dijo Charlotte—. Era un poco mandón, sí, y te escarnecía con la mera expresión de su cara.
—Despidió a aquella chica sólo por cantar —protestó Emily con rencor—. Qué brutalidad. Usaba su autoridad para humillar a los demás, lo cual es inexcusable. Era un chulo. Yo no hubiera deseado que lo decapitaran, pero ya que ha ocurrido, no puedo decir que me dé ninguna pena.
Pitt se había acercado con un plato de canapés dulces y salados para Charlotte. Era evidente que había captado el último comentario. Se le veía divertido.
—No te tenía en la lista de sospechosos —dijo. Luego se puso serio—. Enhorabuena, Emily. Me alegro mucho por vosotros dos. Espero que sea el inicio de una próspera carrera política.
Oyeron carcajadas al otro lado del salón y alguien lanzó vítores.
—Seguro que sí —dijo Emily con menos convencimiento que determinación—. ¿De quién sospechas? —preguntó sin más—. ¿Supones que a fin de cuentas el cobrador nada tenía que ver con los otros?
—¿Y que le mató otra persona? —Pitt arqueó las cejas—. ¿Por qué?
Emily se encogió de hombros y dijo:
—No lo sé.
—Quizá era un grosero y un cerdo, como el que me hizo bajar del ómnibus el otro día —dijo Charlotte con encono—. Si alguien le hubiera cortado la cabeza yo no lo hubiera lamentado mucho.
Emily la miró con curiosidad y desconcierto.
—¿De qué estás hablando?
—Oh. —Charlotte hizo una mueca—. El muy miserable, el muy… —No encontró palabra peor. La rabia la encendía por dentro, y su memoria hervía de pura humillación.
Emily aguardaba, e incluso Pitt la estaba mirando con súbito interés, como si la historia hubiera cobrado un nuevo significado.
—El muy puerco —terminó Charlotte—. No me dejó subir al ómnibus porque llevaba dos cojines grandes envueltos en una sábana. ¡Creía que llevaba la colada!
Emily rompió a reír.
—Perdona —se disculpó—. La verdad es que… —El resto se perdió entre las risas de imaginarse la situación.
—Menudos humos se daba —prosiguió Charlotte, aún indignada—. Hubiera hecho cualquier cosa por poder machacarlo de alguna manera. —Se estremeció—. No sabes qué mal se comportó con el hombre que se levantó para echarme una mano. ¿Te imaginas? —Miró de reojo a Pitt, que estaba absorto en sus pensamientos—. ¡Vaya, no estás escuchando! ¡Crees que son tonterías mías!
Un sirviente les ofreció una bandeja de canapés y cada cual tomó uno.
—No —dijo Pitt—. Lo que creo es que la mayoría de la gente reacciona así. Tú hiciste lo que la gente suele hacer…
—Yo no hice nada —protestó ella—. Ojalá lo hubiera hecho, pero no se me ocurrió qué.
—Exactamente. Volviste a casa echando pestes, pero no hiciste nada.
Emily le miró intrigada.
—El cobrador de ómnibus… —dijo lentamente Charlotte, empezando a comprender—. ¡Oh, no! ¡Eso es absurdo! Nadie le corta… —Calló de golpe.
Una dama gruesa pasó por su lado a punto de tirar los canapés con la manga del vestido. Alguien rio con estridencia.
—Puede que no. —Pitt frunció el entrecejo—. Quizá sea una tontería. Pero tiene que haber una razón, algo de tipo personal. —Miró a Emily—. Bueno, esto es una fiesta. Hablemos de vosotros y de vuestro triunfo. ¿Cuándo toma Jack posesión del escaño? ¿Sobre qué versará su discurso inaugural, lo ha decidido ya?
Pasaron a hablar de política, del futuro y de los planes de Jack.
Hubo de transcurrir más de una hora hasta que Charlotte dispuso de unos momentos a solas con Pitt para sacar a colación el asunto del Verdugo. A pesar de que estaba muy contenta por Emily y Jack, empezaba a darse cuenta de lo difícil que la situación se le había puesto a Pitt y a su ahora muy amenazado cargo de superintendente.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó en voz baja para que la mujer de la falda a cuadros y el tono entusiasta no pudiera oírla. Como Pitt pareció no entender, añadió—: Si no fue Carvell, ¿quién puede haber sido?
—No sé. Posiblemente Bart Mitchell. Tenía razones de sobra para matar a Winthrop, y posiblemente también a Arledge, si interpretó mal las atenciones que dispensaba a Mina. Pero no se me ocurren motivos para lo de Yeats y luego Scarborough, a menos que supieran algo… Debe de ser un hombre muy violento. Su experiencia en África, la vida y la muerte cotidianas… —Dejó la frase en suspenso.
—En el fondo no crees que sea él, ¿verdad?
—No me lo parece —respondió Pitt. Saludó a un conocido y prosiguió—. En realidad no conocemos sus movimientos, ni la fecha exacta de su regreso de África. Es muy posible que no conociera bien a Winthrop hasta hace muy poco. Por supuesto, Mina está avergonzada y hace lo que puede por ocultarlo. Es como si creyera que ella tiene la culpa. —Su voz adoptó un tono duro y airado—. No es la primera mujer maltratada que veo. Todas parecen echarse la culpa a sí mismas. Hace años, cuando era guardia y acudía por alguna pelea doméstica, solía encontrarme a la mujer sangrando y medio muerta; así y todo, estaba convencida de que la culpa no era del hombre. En situaciones así las mujeres pierden toda esperanza, toda confianza, incluso las mínimas trazas de dignidad. Normalmente es por la bebida… en general el whisky.
Charlotte lo contempló aterrada ante aquel mundo que se abría ante ella. Recordó la vergüenza de Mina, su falta de confianza desde la muerte del marido. Ahora parecía evidente, lo único extraño era que hubiera tardado tanto en llegar a su trágico clímax.
—Pero eso no explica por qué mató a Arledge —prosiguió Pitt—. A no ser que Mina supiese que había matado a Winthrop y de alguna manera se lo dijera a Arledge, sin querer, claro.
—Sí —dijo Charlotte—. Podría ser así. Pero ¿por qué el cobrador y luego el mayordomo? ¿O es que el mayordomo intentó chantajear a Carvell pensando que había matado a Arledge, y entonces Carvell le mató para silenciarlo porque no podía demostrar su inocencia?
Pitt sonrió.
—Un poco traído por los pelos —dijo—. Pero he encargado al pobre Bailey que compruebe que Carvell estuvo efectivamente en el concierto. Quiero pruebas concluyentes, irrefutables.
—¿Tienes dudas?
—No sé. —Parecía cansado y confuso—. Supongo que mi mente sí las tiene.
Varias personas próximas a ellos levantaron sus copas para hacer un brindis. Una mujer envuelta en encaje de color melocotón lo hizo con tal exuberancia que su voz sonó como un chillido.
—Pero no tu corazón —dijo Charlotte.
—Es un poco absurdo pensar con el corazón —repuso Pitt con una sonrisa—. Yo prefiero el instinto, que probablemente no es más que una serie de recuerdos bajo la superficie de la memoria que forman esas opiniones para las cuales no podemos aducir una razón.
—A la postre es lo mismo. Tú no crees que lo hiciera él, pero no estás seguro. Emily dice que ese mayordomo era un canalla. Despidió a una pobre muchacha sólo porque estaba cantando. Y lo que es imperdonable es que él debía de saber lo que significaba perder ese trabajo. La pobre chica difícilmente iba a encontrar nada más. ¡Se moriría de hambre! —Su tono se agudizaba a medida que se dejaba llevar por la ira.
Pitt le puso una mano en el brazo.
—¿No dijiste que Emily le iba a ofrecer un puesto como doncella?
—Sí, pero eso no cuenta. —Estaba demasiado indignada para serenarse—. Scarborough no podía saberlo. Y si no hubiera estado allí Emily, ella se habría quedado en la calle. Ese Scarborough era un indeseable.
Pitt frunció el entrecejo.
—¿Es que lo hizo en público?
—No, bien, más o menos —respondió—. En un rincón, cerca de la silla donde estaba sentado Victor Garrick con su chelo, esperando el momento de tocar.
—Sí, tienes razón. Fue cruel y arbitrario: un hombre capaz de hacer chantaje…
Los interrumpió Emily aproximándose con un revuelo de seda verde manzana y recamado de perlas.
—Mamá no ha venido aún —dijo nerviosa—. ¿Será capaz de no venir? La verdad, no me gusta nada. Parece que últimamente sólo piensa en sí misma. Estaba convencida de que asistiría, ya que Jack ha ganado. —Desechó con un gesto de la mano otra copa de champán, y el lacayo pasó de largo.
—Todavía hay tiempo —dijo Pitt sin la menor convicción.
Emily le miró pero guardó silencio.
Pitt se disculpó y fue a hablar con Landon Hurlwood, que había apoyado a Jack y se había sumado a la celebración. Se le veía a gusto y relajado, iba de grupo en grupo lleno de vitalidad y optimismo. Sus cabellos como de peltre brillaban bajo la araña de luz.
—Landon nos ha ayudado mucho —dijo Emily, viendo que saludaba a Pitt con evidente placer—. Es un buen hombre. Nunca le había visto tan dichoso desde que murió su esposa, pobrecilla. Padeció una larga enfermedad, sabes. De hecho nunca creí que estuviera tan enferma como en realidad estaba. Nunca hablaba de otra cosa. Me temo que la interpreté mal, porque murió de tisis, y ahora me siento culpable.
—No me extraña —dijo Charlotte.
Emily la miró con ceño.
—¡No tienes por qué darme la razón! Muerta o no, era una mujer irritante.
—Imagino que él la quería, y que ella no debía de ser tan irritante —señaló Charlotte.
—Te gusta llevar la contraria —dijo Emily, y de repente se puso seria otra vez—. ¿Te preocupa Thomas? No esperarán que resuelva todos los crímenes, digo yo. Seguro que algunos nunca llegan a aclararse.
—Por supuesto. —Charlotte se puso sería también—. Pero ellos no piensan igual. Y esta vez no he podido ayudar en nada. Ni siquiera sé por dónde empezar. He tratado de pensar quién pudo hacerlo, si es que no fue Carvell.
—Y yo igual —dijo Emily bajando la voz—. Lo que no acabo de entender es el porqué. Atribuirlo a un loco no ayuda en nada.
Se produjo un alboroto en la entrada de la sala cuando la gente empezó a apartarse para dejar paso a una persona mayor, vestida de negro y apoyada en un bastón.
—¡Abuela! —exclamó Emily. Miró hacia el fondo esperando ver a Caroline, pero sólo había un lacayo con librea.
Fueron las dos a saludar a la anciana, que tenía un aspecto formidable en su vestido anticuado de enorme polisón y un corpiño profusamente adornado de azabaches. Pendientes de azabache adornaban sus orejas, y su expresión estaba dominada por un mal humor apenas mitigado por la curiosidad.
—Cuánto me alegra verte, abuela —dijo Emily con todo el entusiasmo que fue capaz de aparentar—. Es un placer que hayas podido venir.
—Y cómo no iba a venir —dijo la anciana—. ¡He de ver qué diablos estáis haciendo! Miembro del Parlamento —resopló—. No sé si alegrarme. Tengo mis dudas sobre que el gobierno sea cosa de gente respetable. —Miró en derredor a los allí reunidos, percatándose de las joyas, de las copas de champán, las bandejas de plata y los numerosos lacayos de librea—. Un poco ostentoso, ¿no? Ponerse en evidencia no es algo propio de caballeros.
—¿Y quién crees que debería gobernarnos, abuela? —preguntó Emily, con dos manchitas rosadas en las mejillas—. ¿Hombres que no sean caballeros?
—Eso es harina de otro costal —dijo la anciana, desdeñando la razonable pregunta—. Los genuinos caballeros, para quienes gobernar es algo innato, no necesitan elecciones. Tienen su escaño en la Cámara de los Lores por nacimiento, como debe ser. Eso de subirse a una caja en las esquinas para pedir a la gente que vote por ti es muy distinto, y si quieres saber mi opinión, bastante vulgar.
Emily fue a decir algo, pero se abstuvo.
—Estás un poco anticuada, abuela —dijo Charlotte—. Al señor Disraeli lo eligieron, y la reina dio su aprobación.
—¡Al señor Gladstone también, y ella no lo aprobó! —le espetó con deleite la vieja señora.
—Lo que demuestra que ser elegido no tiene nada que ver —replicó Charlotte—. Disraeli era muy inteligente.
—Y vulgar —dijo la anciana, mirándola fijamente—. Llevaba unos chalecos espantosos y hablaba demasiado, y demasiado a menudo. Sin el menor refinamiento. Nos presentaron una vez, sabes. No, eso no lo sabías, ¿verdad?
—Pues no.
—Lo que yo te digo: vulgar. No sabía cuándo estarse callado. Creía que era gracioso.
—Y se equivocaba.
—Bueno, no, qué sé yo. ¿Qué importa eso?
Charlotte miró de reojo a Emily, y ambas decidieron seguirle la corriente.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Charlotte, pero al momento deseó no haberlo hecho.
La abuela levantó las cejas.
—¡Santo cielo, criatura!, ¿cómo lo voy a saber? Bailando, sin duda. Está bastante loca. —Observó a las mujeres con sus faldas más ligeras y sus hombros amplios adornados de volantes, lazos, encajes o plumas, las cabezas con aquellos rizos, adornos de diamantes y perlas, alfileres, tiaras y flores—. ¿Quién diantre es toda esta gente? —le preguntó a Emily—. No conozco a nadie. Tendrías que haberme presentado. Ya te diré yo a quién deseo conocer.
»¿Y dónde se ha metido ese esposo tuyo? ¿Por qué no está contigo? Siempre dije que casarse con un hombre que sólo busca tu dinero no puede salir bien. —Miró a Emily con sarcasmo—. Y tampoco es que seas una heredera como Dios manda; otro gallo cantaría. Tu padre te habría buscado un joven de buena familia. Nadie ha oído hablar de Jack Radley, ¿verdad?
—Ahora sí, señora Ellison. —Jack apareció detrás de su campo visual, muy apuesto y sonriendo a la anciana como si estuviera encantado de tenerla allí.
Ella tuvo la delicadeza de ruborizarse, luego gruñó por lo bajo:
—¡Podías haberme dicho que estaba detrás de mí! —le espetó a Charlotte en voz baja.
—No sabía que ibas a ofenderte tanto, si no lo hubiera hecho.
—¿Qué dices? No murmures, muchacha. No te oigo. Por el amor de Dios, habla claro. Tu madre invirtió un buen dinero en que te enseñaran dicción y buen comportamiento cuando eras joven. Debería haber ahorrado ese dinero. —Luego le sonrió a Jack—. Enhorabuena, joven. Parece que ha ganado alguna cosa.
—Gracias. —Jack le hizo una reverencia y le ofreció el brazo—. Si me permite, le presentaré algunas personas interesantes que sin duda desean conocerla.
—Adelante —aceptó ella con la cabeza alta. Sin mirar atrás, recogió sus faldas y partió majestuosa, dejando a Charlotte y Emily.
—Si alguien le hubiera cortado la cabeza, lo entendería —masculló Emily.
—Y creo que yo no le delataría —añadió Charlotte. Entonces miró a su hermana en el momento en que ésta parecía estar pensando la misma cosa.
—¿Tú crees que…? —empezó Emily—. No —se respondió ella misma pero sin convicción—. ¿Crees que hay alguien que sabe quién lo hizo? ¿Protegería uno a…?
—No lo sé. Quizá si fuera algún ser amado, un marido o un padre. —Una niebla de desagradables pensamientos cruzó por su cabeza—. Pero sería insoportable pensar que alguien a quien amas puede hacer algo así. Una se sentiría también culpable. Es imposible no sentirse afectada por los actos de la persona amada. Si hubieran perdido el juicio, sería como si tú misma hubieras enloquecido un poco.
—¡No! —objetó Emily—. No puedes culpar a…
—Quizá no sea justo —la interrumpió Charlotte—, pero es así como te sentirías. ¿Acaso no te avergonzaste cuando tus amigos comentaron que habían visto a mamá con Joshua?
—Sí. Pero… —Emily cayó en la cuenta—. Por supuesto —dijo rápidamente—. Y eso no es nada. Entiendo lo que quieres decir. Tendrías la sensación de haber contribuido a ello, aunque fuera por ignorar algo terrible, algo espantosamente malo. Lucharías por convencerte de que todo eso no es verdad. Qué horror —concluyó, la cara crispada de piedad.
—Supongo que pudo ser Mina. Quizá quería proteger a su hermano, sobre todo si él mató a Winthrop para protegerla a ella.
—No se me ocurre nadie más —dijo Emily, pensando en voz alta—. El señor Carvell no está casado, y nadie sabe nada de ese cobrador de ómnibus.
—¿Supones que la señora Arledge podría saber algo? —preguntó indecisa Charlotte, detestándose por hablar mal, aun por mera sugerencia, de Dulcie. Pitt la admiraba, y por excelentes motivos. Sacar su nombre a relucir en aquel contexto parecía mezquino.
—¿Como qué? —repuso Emily—. Dudo que tenga la menor idea de quién mató a Arledge, o se lo habría dicho a Thomas y así aclaraba el asunto y sacaba a la policía de su casa. Después hubiera podido reanudar su vida discretamente.
Charlotte la miró.
—¿Por qué «discretamente»? Hablas como si ella tuviera algo que ocultar.
—A veces eres obtusa, Charlotte —dijo Emily con una sonrisa—. Dulcie tiene un admirador, si no es más que eso. ¿Acaso no te has dado cuenta?
Charlotte se quedó de una pieza.
—¡No! ¿Quién es? ¿Cómo estás tan segura?
—No sé quién es, pero sí sé que existe. Es evidente. —Meneó la cabeza—. ¿No te has fijado en ella?
—¿En qué?
—¡Charlotte, por Dios! —exclamó Emily exasperada—. En su manera de vestir, en los pequeños detalles, ese primoroso alfiler de luto, el encaje, la forma en que el vestido le ajusta perfectamente al talle, esas mangas tan a la moda. Además, usa un perfume estupendo. Camina como si notara que todos la están mirando. E incluso cuando no habla con nadie mantiene una… —se encogió de hombros— una especie de compostura, como si supiera algo especial y misterioso, y muy suculento. La verdad, Charlotte, si no sabes distinguir a una mujer enamorada, no sirves como detective. Te diré más, incluso como mujer eres de una falta de inteligencia extraordinaria.
—Yo pensaba que era…
—¿Qué?
—No sé… ¿coraje, quizá?
Emily sonrió a un conocido que había hecho campaña por Jack y luego siguió hablando.
—Sí, no dudo que también tenga coraje, pero eso no da satisfacción interior, no te hace sonreír sin motivo, mirarte en los espejos y procurar que tu aspecto sea inmejorable, por si acaso te tropiezas con él.
—¿Cómo la has observado tanto? —preguntó Charlotte un tanto sorprendida—. Yo sólo la vi en el réquiem.
—Para fijarse en eso no hace falta ver demasiado a la gente. ¿En qué pensabas que no te percataste?
Charlotte se sonrojó, recordando cuáles habían sido sus sentimientos.
—No sé si eso importa —dijo, eludiendo la cuestión.
—Pues claro que no —repuso Emily, pero al momento reaccionó—. ¿De qué estás hablando? ¿Qué es lo que debe importar?
—¡Qué va ser! Pues él. —Charlotte suspiró—. ¿Tú crees que…?
—Sí —dijo Emily al punto, sin reparar en un hombre mayor que trataba de llamar su atención. El hombre finalmente renunció—. Hemos de saberlo. No sé cómo, pero hemos de averiguar quién es.
—¿Tú crees que podría ser Bart Mitchell? Quizá sea ésa la conexión que Thomas anda buscando.
—Empezaremos mañana por la mañana —sentenció Emily—. Pensaré en qué podemos hacer, y tú lo mismo.
Las interrumpió la llegada de Caroline y Joshua, vestidos ambos con mucha formalidad y radiantes de dicha.
—Oh, menos mal —dijo Emily con alivio—. Realmente empezaba a pensar que no vendría. —Fue a saludar a su madre.
Charlotte le siguió los pasos.
—Felicidades, querida —dijo Caroline, exaltada, dando un beso a Emily en la mejilla—. Cuánto me alegro por ti. Estoy segura de que Jack lo hará de maravilla, desde luego hay mucho trabajo que hacer. ¿Dónde está?
—Allí lo tienes, hablando con sir Arnold Maybury —dijo Emily. Observó el rostro encantador de Joshua, con su nariz ligeramente torcida y la sonrisa irónica—. Me alegro de verle a usted también. Jack estará encantado.
—No podía faltar —dijo Caroline con una sonrisita extraña. Luego se volvió hacia Joshua, repentinamente ruborizada y cohibida.
Esta vez fue Charlotte quien lo adivinó, y Emily la que no entendió nada.
—Mamá —dijo Charlotte—, ¿qué quieres decir?
Emily la miró ceñuda. La pregunta parecía estúpida. Se disponía a hacer una observación cuando vio que había pasado por alto un matiz, algo mucho más importante que las palabras. Miró a Joshua y Caroline.
Caroline respiró hondo y dirigió la vista a un punto intermedio entre las dos hijas.
—Joshua y yo acabamos de casarnos —anunció a toda prisa en poco más que un susurro.
Emily sintió un mareo.
Charlotte fue a decir algo amable, pero la garganta le ardía y los ojos se le humedecían ridículamente.
Joshua rodeó a Caroline con el brazo. Todavía estaba sonriendo, pero había fuerza en su mirada, y también una advertencia.
Jack volvió del brazo de la abuela, que sostenía una copa de champán en la mano. Viendo que interrumpía una escena emocionalmente intensa, Jack se dirigió a Joshua.
—Enhorabuena —dijo éste tendiéndole la mano—. Ha sido una gran victoria, que redundará en beneficio de todos. Le deseo una larga y exitosa carrera. —Sonrió—. Por nosotros y por usted.
—Gracias. —Jack le soltó la mano y alcanzó una copa de un lacayo que pasaba—. Por el futuro —brindó.
La abuela se llevó también su copa a los labios.
—Por el futuro de todos —añadió Emily, mirando de reojo a Jack—. Incluidos mamá y Joshua. Hemos de darles la enhorabuena y desearles toda la felicidad del mundo.
Jack puso cara de sorpresa.
—Se acaban de casar —concluyó Emily.
La abuela, a medio trago de champán, se atragantó y se salpicó la mitad superior de su vestido. Su cara había enrojecido del susto y la indignación. Sin embargo, no era posible tener un aspecto decoroso si uno goteaba copiosamente. Emily cogió un pañuelo y, tratando de secarla, sólo empeoró las cosas. La abuela optó por la única salida posible y se desplomó en el suelo, sin sentido, tirando casi a Jack.
De inmediato se convirtió en el centro de toda la atención. Nadie miraba ya a Caroline y Joshua, ni siquiera a Jack. La gente se acercó presurosa.
—¡Dios mío! ¡Pobre mujer! —dijo un hombre al ver a la abuela en el suelo—. ¡Rápido! ¡Las sales!
—¿Es que se ha sentido indispuesta? —preguntó una mujer—. ¿Y si avisamos a un médico?
—No será necesario —le aseguró Emily—. Encenderé una pluma bajo su nariz. —Buscó un lacayo que se la proporcionara.
—Pobrecilla. —La mujer contempló compadecida la figura yacente de la abuela—. Enfermar en público, y tan lejos de su casa.
—No está enferma —dijo Emily.
—Está bebida —añadió Charlotte con súbita e imperdonable malicia. Estaba furiosa con la anciana por su egoísmo al privar a Caroline de ser el centro de atención, precisamente en un momento de felicidad para ella. Vio que la anciana castañeteaba los dientes y sintió satisfacción.
—¡Oh! —La piedad de la otra se evaporó, lo que la hizo alejarse unos pasos.
—Deberías llevarla fuera —le dijo Charlotte a Jack—. Que te ayude un lacayo. Déjala donde pueda ir recobrándose y luego ya la acompañará alguien a su casa.
—Yo no —dijo Caroline con firmeza—. Además, no pienso irme a casa. Ésta es mi noche de bodas.
—Tú no, claro —convino Charlotte, y miró a Emily.
—¡Oh, no! —Emily estaba estupefacta.
El lacayo volvió con una pluma ya encendida y se la entregó a Emily, quien le dio las gracias y la acercó con cuidado bajo la nariz de la anciana. La abuela aspiró y tosió, pero permaneció obstinadamente en el suelo con los ojos cerrados.
Jack y el lacayo se inclinaron para levantarla. Fue una operación complicada. La mujer era gruesa y baja, y ahora un peso muerto. Les costó lo suyo levantarla con las faldas en perfecto orden, y empezar a abrirse paso entre la gente camino del portal. Con todo, al pasar junto a Charlotte, la vieja se las arregló para soltar una patada rápida que a punto estuvo de dar en el codo de Charlotte.
—No permitiré que viva bajo el mismo techo que yo —dijo Caroline—. Ella juró que no me toleraría si yo me convertía en el hazmerreír de la buena sociedad. —Miró a Emily—. Lo siento, querida, pero creo que te toca a ti ofrecerle una casa. Charlotte no dispone de sitio.
—Ni que lo tuviera —replicó Charlotte—. Si no acepta vivir con un actor, tampoco querrá vivir en casa de un policía. ¡Gracias a Dios!
—Ya veo que ganar las elecciones es una victoria de doble filo —dijo Emily—. Supongo que Ashworth House es lo bastante grande para no ver a la abuela la mayor parte del día. ¡Oh, mamá! Te deseo toda la felicidad del mundo, pero ¿por qué me haces esto?
Sammy Cates solía levantarse temprano. Las primeras horas del día eran transparentes, prometedoras, y a menudo también solitarias. No era que no le gustara la gente, pero disfrutaba de su propia compañía pues eso le permitía dejar vagar su imaginación, que era el mejor entretenimiento que conocía. La víspera había ido al music-hall a escuchar las maravillosas canciones de Marie Lloyd. Recordarlo le hacía sonreír todavía.
Caminó a paso vivo por la calle silenciosa donde vivía con su mujer, hijos y suegro en una casa de dos habitaciones. Salió a la avenida, que empezaba a animarse con las carretas que iban al mercado o entregaban mercancías a las casas grandes próximas al parque. Pasaba por allí todas las mañanas, y mucha gente le saludaba. Él respondía al saludo, absorto aún en la velada del día anterior.
Quería estar temprano a las puertas del parque para cerciorarse de que no hubiese nada que ofendiera a su vista. Y entonces empezaría el trabajo: barrer, limpiar, arrancar maleza, cosas no especialmente divertidas pero tampoco especialmente molestas. Pero lo que le hacía sonreír mientras cruzaba Park Lane y llegaba a la verja era estar al aire libre y a aquella hora, completamente a solas.
Hacía sol, pero el rocío cubría la hierba con una pátina brillante y los arbustos estaban húmedos. Vaya. Algún desaprensivo había dejado una botella en el camino. Qué desfachatez. Podría haberse roto y dejado fragmentos de cristal por todas partes. A saber qué daño podía hacer eso. Sobre todo a un niño.
Se inclinó para recoger la botella.
Fue al hacerlo cuando vio un pie asomando de la vegetación, y luego una pierna y la suela del otro zapato en un ángulo diferente.
Soltó la botella y se aproximó a los arbustos. Tragó saliva. Sería alguno que había bebido más de la cuenta, pero existía otra posibilidad. Desde que habían descubierto el primer cadáver, Cates había temido algo así, pero en el fondo no esperaba que llegase a suceder.
Con cautela, la boca seca y el corazón latiendo violentamente, agarró las piernas por los tobillos y tiró hacia sí.
El hombre llevaba un pantalón oscuro, azul marino o negro, pero estaba húmedo del rocío y era difícil distinguir. Cuando empezó a salir el cuerpo, Sammy dio un paso atrás. ¡Era un policía! No había error posible, a juzgar por el uniforme.
«¡Dios mío!», gimió. No era un borracho. ¡Esto era cosa del Verdugo! Quizá no hubiera debido moverlo de allí. Tal vez le culparían a él.
Al dar un paso atrás tropezó con la botella y cayó sentado en el suelo, lo cual acabó de dejarle sin aliento.
Volvió a mirar el horrible objeto. Sí, era un policía, sin duda. Reparó en el brillo de los botones plateados.
Poniéndose a gatas, se acercó nuevamente y volvió a tirar del cuerpo. Fue saliendo poco a poco de los arbustos: cintura, torso, cuello… ¡cabeza! ¡Estaba entero!
Sammy cayó hacia atrás, temblando como una vara pero con un vahído de alivio. ¡Qué estúpido! Se había dejado llevar por la imaginación. ¿Es que un poli no podía emborracharse como cualquier hijo de vecino?
Se levantó y fue a inclinarse sobre el hombre para ver si estaba muy bebido. Tenía la cara terriblemente pálida, de hecho su piel estaba casi blanca. ¡Como si estuviera muerto!
«¡Dios mío!», susurró. Se decidió a tocarle la mejilla con el dorso de la mano. Estaba fría. Le aflojó el cuello y deslizó la mano por dentro de la ropa. ¡Estaba caliente! ¡Aún vivía!
Examinó la cara unos instantes, pero no distinguió que los párpados se movieran. Si el hombre respiraba, lo hacía de modo imperceptible.
Sólo podía hacer una cosa: buscar ayuda. Aquel hombre necesitaba un médico. Se puso de pie y echó a andar, primero a paso vivo y luego a la carrera.
—¿Qué? —Pitt levantó la vista del escritorio y miró a Tellman, serio pero con un perverso destello de triunfo en la mirada.
—Bailey —repitió Tellman—. Uno de los guardas lo encontró esta mañana, a eso de las seis. Lo habían golpeado en la cabeza y estaba entre unos arbustos.
Pitt se sintió enfermo. Era una horrible mezcla de piedad y culpa.
—¿Está muy mal herido? —preguntó con la boca reseca.
—No le sabría decir. Aún sigue inconsciente. Quién sabe.
—Bien, ¿qué heridas tiene? —Pitt oyó su propia voz, áspera y con un deje de pánico.
—No parece que haya nada salvo el golpe en la cabeza —respondió Tellman.
—¿Alguien sabe qué pasó?
—No. Por supuesto, el sentido común hace creer que fue el Verdugo. Bailey no estaba de servicio en el parque ni cerca de allí. Seguía investigando la declaración de Carvell de que estuvo en aquel concierto. —Miró fijamente a Pitt—. Podría haber descubierto alguna cosa.
No había respuesta. Pitt se puso de pie.
—¿Dónde está ahora?
—Lo llevaron al hospital Samaritan Free de Manchester Square. Queda cerca de donde lo encontraron. —Suspiró despacio—. ¿Quiere que vuelva a arrestar a Carvell?
—Primero quiero ver a Bailey.
—No podrá decirle nada.
Pitt no se molestó en replicar. Pasó junto a Tellman sin mirarle y, olvidando el sombrero y la chaqueta, salió del despacho. Bajó la escalera de dos en dos, pasó por recepción sin decir nada y salió a la calle. Le costó casi media hora encontrar un cabriolé y dirigirse a Manchester Square.
Estaba destrozado. Ya no había una duda razonable a favor de la inocencia de Carvell. Era la presencia, o ausencia, de Carvell en el concierto lo que Bailey había ido a verificar. Pero le dolía pensarlo. Carvell le caía bien, sentía un respeto instintivo hacia aquella persona y se solidarizaba con su pesar, que aún tenía por algo real.
E igual de profunda era la desilusión que sentía hacia sí mismo, una horrible sensación de fracaso por haber sido engañado de aquella manera. Se había equivocado de medio a medio.
Era culpable de lo que le pasaba a Bailey. Y si éste moría, lo sería de su muerte.
¿Cómo podía haber sido tan estúpido, tan inconsciente? E incluso ahora, mientras iba en el cabriolé, aún era incapaz de verlo claro, pero la evidencia lo hacía ineludible.
Se apeó del cabriolé y le dijo al cochero que esperara. Una vez dentro buscó la sala donde Bailey yacía tendido en una cama. Llevaba puesta una camisa de dormir de burdo calicó y lo cubría una sábana y una manta gris. Al lado de su catre había un médico joven, con cara de preocupación.
—¿Cómo está? —preguntó Pitt, temiendo la respuesta.
El médico le miró con precaución.
—¿Quién es usted?
—El superintendente Pitt, de Bow Street. ¿Cómo está?
—Es difícil decirlo. —Meneó la cabeza—. No se ha movido desde que lo trajeron, pero ha recuperado la temperatura corporal. Su respiración es bastante regular y el corazón late con normalidad.
—¿Se recuperará? —Era más una presunción que una certeza.
—No lo sé. Es posible.
—¿Cuándo cree que podrá hablar? —El médico volvió a menear la cabeza y miró a Pitt.
—No lo sé, superintendente. Ni siquiera sé si hablará. Y aunque lo haga, puede que no recuerde gran cosa. Tendrá que prepararse para cualquier eventualidad. Yo, en su lugar, seguiría adelante con la investigación sin contar con él.
—Entiendo. Haga todo lo que esté en su mano, por favor. No repare en esfuerzos.
—Descuide.
Pitt partió aún más desconsolado, y sintiéndose profundamente culpable.
Al llegar a Bow Street se encontró a Giles Farnsworth en su despacho, pálido y con los puños apretados.
—Ha soltado a Carvell —masculló—, y ahora por poco asesina a uno de sus hombres. —Fue hasta la repisa del hogar y se volvió—. Ya me temía yo que este cargo le venía ancho, Pitt, pero Drummond insistió mucho. Veo que fue el más grave error de su carrera. Lo siento, Pitt, pero su incompetencia es inaceptable.
Volvió a cruzar la habitación.
—Queda usted suspendido —dijo—. Terminará este caso y volverá a su antigua graduación. Lo mejor es que cambie de comisaría. Ya pensaré en cuál cuando tenga tiempo. Quizá alguna de las afueras. —Y sin esperar réplica, fue hacia la puerta. Dudó con la manó en el tirador—. He dicho a Tellman que vuelva a arrestar a Carvell. A estas horas le habrán detenido ya. Empiece a preparar las pruebas para el proceso. Cuando haya terminado con eso, puede tomarse unos días libres. Adiós. —Cerró la puerta al salir, dejando a Pitt absolutamente deprimido.