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—¡Oh, George! —suspiró Millicent alborozada—. Qué preciosidad. Nunca había estado en el parque a esta hora. El amanecer es tan romántico, ¿no te parece? ¡Es el inicio de todo! —George se limitó a tamborilear un poco más rápido sobre la hierba húmeda—. Fíjate en la luz reflejada en el agua —prosiguió ella extasiada—. Parece una bandeja de plata.

—Una bandeja muy rara, la verdad —murmuró George, contemplando el largo y angosto Serpentine con menos entusiasmo que ella.

—Será como estar en el país de las hadas. —Millicent no tenía el menor respeto por lo práctico en momentos así. Había ido al parque a primera hora de la mañana para navegar a solas con George por el lago. Se recogió las faldas para que no se le empaparan de rocío; eso era de mero sentido común. A nadie le gustaba que la tela se le pegara húmeda a los tobillos.

—No somos los primeros —dijo George disgustado. Uno de los botes estaba a unos tres metros de la orilla, pero la persona que iba a bordo estaba extrañamente doblada, como si buscara algo en el fondo de la embarcación.

Millicent no pudo disimular su desilusión. Habiendo alguien presente, alguien ajeno a lo idílico, no había romanticismo. Ya no era posible imaginar que Hyde Park, en pleno centro de Londres, era un bosque de algún archiducado europeo y George un príncipe, o un caballero al menos; aquella vulgar intromisión estropearía la escena. Sin contar con que ella no debía estar allí sin carabina, y lo último que necesitaba era un testigo.

—A lo mejor se marcha —dijo esperanzada.

—Pues no se mueve —replicó George. Levantó la voz—: Usted perdone, ¿se encuentra bien? —Frunció el entrecejo—. No puedo verle la cara —añadió volviéndose hacia Millicent—. Espera aquí. Veré si es tan amable de apartarse un poco. —Echó a andar hacia el embarcadero sin pensar en que se le mojarían los zapatos, pero al llegar a la orilla resbaló y cayó al agua con un fuerte chapoteo.

—¡Oh! —exclamó Millicent, azorada y conteniendo la risa—. ¡Oh, George!

Corrió por la hierba mientras él removía el barro con un ruido de mil demonios sin que al parecer fuera capaz de recuperar el equilibrio. Curiosamente, el hombre de la barca no se dio cuenta de nada.

Por fin, a la luz que iba ganando rápidamente intensidad, Millicent comprendió por qué. Había supuesto, como antes George, que el hombre estaba doblado hacia adelante. No era así. En realidad le faltaba la cabeza; no había nada sobre sus hombros salvo el muñón sanguinolento de su cuello.

Millicent perdió el conocimiento y se derrumbó en la hierba.

—Sí, señor —dijo el agente—. El honorable capitán Oakley Winthrop, de la Marina Real. Lo encontraron decapitado en uno de esos botes de remos que hay en el Serpentine. Al amanecer. Dos enamorados en busca de un poco de romanticismo. —Aplicó a esta última palabra un deje de infinita mofa—. Los pobres se desmayaron allí mismo; no tenían estómago para aquel espectáculo.

—No me extraña —dijo el superintendente Thomas Pitt—. Sería preocupante que hubiera sido de otro modo.

El policía, evidentemente, no le entendió.

—Sí, señor —dijo con mansa obediencia—. Llamaron a los guardias, una vez el caballero se repuso y pudo salir del agua. Debió de caerse del susto, imagino yo. —Sus labios se contrajeron ligeramente, pero en su voz no había asomo de humor—. El agente Wither fue quien acudió. Estaba de servicio en el parque. Con un vistazo al cadáver comprobó que aquello era serio, de modo que avisó a su sargento y entre los dos volvieron a examinarlo. —Tomó aire a la espera de que Pitt dijese algo.

—¿Y bien? —le espetó éste.

—Fue entonces cuando descubrieron quién era el muerto. Como se trataba de un miembro importante de la marina, honorable para más señas, pensaron que el asunto debía llevarlo alguien de su categoría, señor. —Miró satisfecho a Pitt.

Pitt acababa de ser ascendido a superintendente. Se lo había ganado a pulso porque sabía que su verdadero talento consistía en trabajar tanto en los bajos fondos, con los pobres o los criminales auténticos, como en los cuartos de la servidumbre y los salones de la gente bien.

A finales del otoño del año anterior, 1889, su superior, Micah Drummond, había dejado el cargo para casarse con la mujer a la que amaba desde el gran escándalo que acabó arruinando a su marido y costándole la vida. Drummond había recomendado a Pitt para el puesto basándose en que, a pesar de no ser un caballero, tenía mucha experiencia como policía, oficio para el que estaba indudablemente dotado, habiendo demostrado ser capaz de resolver hasta los casos más delicados, aquéllos en que estaban involucradas personas de alto rango social o político.

Y tras el fiasco de los asesinatos de Whitechapel, todavía por resolver, y la gran impopularidad del cuerpo de policía, que estaba perdiendo credibilidad, había llegado el momento de un cambio radical.

En la primavera de 1890, inicio de una nueva década, Pitt era pues el máximo responsable de la comisaría de Bow Street, muy especialmente para casos delicados que podían resultar muy incómodos si no se los manejaba con tacto y extrema prontitud. De ahí que el agente Grover estuviera en el bonito despacho que Pitt había heredado de Drummond, hablándole del decapitado y honorable capitán Oakley Winthrop, a sabiendas de que Pitt estaba obligado a asumir el caso.

—¿Qué más sabe? —preguntó Pitt, mirando a Grover y retrepándose en el sillón que aun ahora le seguía pareciendo el de Drummond.

—¿Perdón?

—¿Qué ha dicho el forense? —le urgió Pitt.

—Que murió porque le cortaron la cabeza —contestó Grover, alzando un poco el mentón.

Pitt iba a decirle que no fuera insolente, pero de hecho todavía estaba tanteando a sus nuevos subalternos. No había trabajado estrechamente con ellos, salvo en contadas ocasiones con algún sargento. Se le consideraba más un rival que un colega.

Habían obedecido a Micah Drummond porque era de una familia distinguida y acaudalada y tenía tras él una carrera militar, por lo que estaba doblemente habituado a dar órdenes. Pitt era hijo de un guardabosque y hablaba bien únicamente porque había sido educado, en trato de favor, con el hijo de la finca. No tenía los modales ni la apariencia de alguien nacido para mandar. Era alto, pero adoptaba a menudo una postura extraña. Llevaba el pelo desarreglado, incluso en los mejores días.

En los peores, era como si hubiera salido de un vendaval. Vestía con gran abandono y llevaba en los bolsillos un increíble surtido de cosas que pensaba podían serle útiles en algún momento.

El personal de Bow Street tardaba en habituarse a él, y Pitt se daba cuenta de que lo suyo no era mandar. Estaba acostumbrado a descuidar el reglamento, y a ser tolerado porque le salían bien las cosas. El mando suponía obligaciones de otro cariz y exigía dar un ejemplo menos excéntrico. De repente era el responsable de dar órdenes a otros, de sus éxitos y sus fracasos, incluso de su seguridad física.

Pitt lanzó una fría mirada a Grover.

—Hora de la muerte —dijo—. Sería muy interesante saberlo. ¿Lo mataron en la barca o fue llevado allí después?

Grover se quedó boquiabierto.

—Me parece que no lo sabemos, señor. De momento. Pero es un poco arriesgado cortarle la cabeza a alguien en mitad del parque. Podría haberlo visto cualquiera que estuviera paseando por allí.

—¿Y cuántas personas había paseando a esa hora, Grover?

El agente se apoyó en la otra pierna.

—Bueno, pues parece que sólo las dos personas que le encontraron. Claro que el asesino podría haber contado con eso, ¿verdad? —Fue una afirmación, más que una pregunta—. Pudo ser cualquiera que hubiese ido a dar una vuelta —prosiguió—. O incluso alguien que volviera a casa de alguna fiesta, o que hubiera salido a tomar el fresco…

—Eso en el caso de que lo hicieran a la luz del día —señaló Pitt—. Quizá ocurrió mucho antes. ¿Han sabido de alguien que estuviera en el parque?

—No, todavía no. Hemos venido a informarle a usted, señor, tan pronto vimos que se trataba de alguien importante. —Así se justificaba, pero sabía que no bastaba con eso.

—Bien —concedió Pitt—. A propósito, ¿han encontrado la cabeza?

—Sí, señor, estaba allí mismo en la barca, al lado del muerto —replicó Grover, pestañeando.

—Entiendo. Gracias. Haga subir al señor Tellman, por favor.

—Enseguida. —Grover se puso firmes—. Gracias, señor. —Giró sobre los talones y salió del despacho cerrando la puerta.

Tellman llamó con los nudillos, y Pitt le dijo que entrara. Era un hombre enjuto de rostro aguileño, mejillas hundidas y una boca sarcástica. Había ido ascendiendo a base de duro trabajo y una implacable diligencia. Seis meses atrás tenía el mismo rango que Pitt, pero ahora era su subalterno, y eso le dolía profundamente. Se puso firmes delante de Pitt, que estaba sentado detrás del amplio escritorio con incrustaciones de cuero.

—Sí, señor —dijo con frialdad.

Pitt no hizo caso de su tono de voz. Le miró con ojos inocentes y dijo sin alterarse:

—Ha habido un asesinato en Hyde Park. La víctima es Oakley Winthrop, capitán honorable de la Marina Real. Lo encontraron poco después del amanecer en uno de los botes de remos del Serpentine. Decapitado.

—Qué desagradable —repuso Tellman lacónico—. ¿Era importante, ese Winthrop?

—No lo sé. Pero sus padres tienen títulos, así que probablemente lo era, al menos a ojos de ciertas personas.

Tellman torció el gesto. Despreciaba a quienes consideraba pasajeros en la sociedad. Los privilegios suscitaban en él una cólera amarga que se remontaba a una infancia de hambre, frío, ansiedad y agotamiento, un padre vencido por las circunstancias hasta quedarse sin orgullo y una madre que trabajaba hasta quedarse sin fuerzas para hablar o reír con sus hijos.

—Supongo que nos saldrán agujeros en las suelas de los zapatos para pescar al culpable —dijo malhumorado—. Me huelo que es cosa de algún loco. Quiero decir, ¿para qué iba nadie a hacer algo tan…? —Se detuvo, buscando la palabra adecuada—. ¿La cabeza estaba allí?

—Estaba, en efecto. No intentaron ocultar su identidad.

Tellman torció nuevamente el gesto.

—Un loco. ¿Y qué diablos hacía un capitán de la marina en un bote de remos del Serpentine? —Su cara se iluminó de pronto con una sonrisa—. Qué humillación, ¿no cree? Un tipo así estaría acostumbrado a barcos de guerra. —Carraspeó un poco—. A saber si no tendría compañía femenina. La mujer de otro, quizá.

—Es posible —concedió Pitt—. Pero de momento guárdese sus especulaciones. Para empezar, averigüe todos los hechos que pueda. —Vio que Tellman respingaba al oír algo que consideraba evidente. Pitt hizo caso omiso de su expresión y prosiguió—: Consiga todos los detalles materiales. Quiero saber cuándo lo mataron, con qué, si fue de un golpe o de varios, si lo golpearon por delante o por detrás, con la izquierda o con la derecha, y si estaba o no consciente en ese momento…

Tellman levantó las cejas.

—¿Y cómo puedo saber todo eso, señor? —inquirió.

—Tienen la cabeza. Sabrán si lo golpearon antes de matarlo; y tienen el cuerpo, podrán averiguar si estaba drogado o envenenado.

—Pero no si estaba dormido —señaló sentenciosamente Tellman.

Pitt se lo pasó por alto y prosiguió:

—Averigüe la ropa que llevaba. Y el estado de sus zapatos. ¿Caminó por la hierba hasta la barca o lo llevaron en brazos? Y, por descontado, debería determinar si le cortaron la cabeza una vez a bordo o en otra parte. —Miró a Tellman—. ¡Y después haga que draguen el Serpentine para ver si aparece el arma homicida!

Tellman enrojeció.

—Sí, señor. ¿Eso es todo, señor?

—No, pero por algo se empieza.

—¿Quiere que lleve conmigo a alguien en particular? Ya que el caso es tan delicado…

—Sí —dijo Pitt con satisfacción—. Llévese a Le Grange. —Le Grange era un joven zalamero y de mucha labia cuyo servilismo irritaba a Tellman incluso más que a Pitt—. Sabrá ocuparse muy bien de los posibles testigos.

La expresión de Tellman se desencajó, pero no dijo nada. Se puso firmes un instante, dio media vuelta y salió.

Pitt se retrepó en el sillón y se sumió en sus pensamientos. Era el primer caso importante que se le presentaba desde que ocupaba el puesto de Drummond. Había habido otros crímenes, por supuesto, algunos de ellos graves, pero nada de la categoría para la que había sido expresamente nombrado: casos que amenazaban con escándalos o tragedias de proporciones más que privadas.

No había oído hablar de Winthrop, claro que él no frecuentaba ni estaba familiarizado con las figuras descollantes de las fuerzas armadas. Conocía a algunos parlamentarios, pero Winthrop no pertenecía a ese cuerpo, y si bien su padre había sido miembro de la Cámara de los Lores, ello no le había supuesto saltar a la palestra pública.

A buen seguro, Micah Drummond debía de tener algún libro de referencia para la ocasión. Ni siquiera él podía haber almacenado en su memoria todo lo pertinente acerca de los hombres y mujeres importantes de Londres.

Hizo girar el sillón y contempló las pulcras estanterías. Se había familiarizado ya con muchos tomos. Era una de las primeras cosas que había hecho tras su traslado. Allí estaba: el Who’s Who. Lo abrió sobre la mesa. El honorable capitán Winthrop no constaba en la lista. Sin embargo, sí se hablaba de lord Marlborough Winthrop, más por su herencia que por sus logros, no obstante lo cual el libro ofrecía un prometedor retrato de un hombre orgulloso, rico y con poco sentido del humor, cuyos intereses eran tan tediosos como predecibles. Había ocupado una larga lista de cargos menores y estaba emparentado con diversas familias importantes, algunas bastante lejanas, pero todo estaba adecuadamente explicado. Hacía cuarenta años había desposado a una tal Evelyn Hurst, tercera hija de un almirante y poseedora de un título nobiliario.

Pitt cerró el libro con un presentimiento. Seguramente no sería fácil aplacar a lord y lady Winthrop si las respuestas tardaban en llegar o eran desagradables. Probablemente era injusto, pero ya se los imaginaba.

¿Tendría razón Tellman y habría un loco suelto por el parque? ¿Se lo habría buscado Winthrop por cortejar a una mujer ajena o no pagar sus deudas? ¿O acaso estaba enterado de algún peligroso secreto? Eran preguntas que habrían de ser contestadas con sutileza y buena dosis de tacto.

Le hubiera gustado ir personalmente al parque en busca de pruebas, pero eso era cosa de Tellman, y vigilar sus indagaciones habría sido una pérdida de tiempo y una falta de cortesía.

Charlotte Pitt tenía ocupaciones bien distintas. El ascenso de su marido le había dado la oportunidad de mudarse a una casa más grande, una casa con jardín, amplio césped y dos grandes arriates herbáceos, pero también una cocina exterior y tres viejos manzanos, que ahora mismo mostraban en sus retorcidas ramas numerosos capullos a punto de florecer. Charlotte se había enamorado de la casa tan pronto cruzó la puerta de doble hoja del salón que daba a la terraza enlosada y vio ante ella el jardín.

Había muchas reparaciones que hacer en la casa antes de ocuparla, pero Charlotte imaginaba toda suerte de maravillosas posibilidades. La había decorado mentalmente un centenar de veces, colgado cortinas, buscado alfombras, cambiado una y mil veces los muebles de sitio.

Ahora había que cambiar el papel de las paredes, y la escayola estaba tan deteriorada que sería necesario rascarla de arriba abajo y escayolar de nuevo. Había cosas rotas o que faltaban, pedazos de cornisas, frisos y molduras. El rosetón del techo del comedor estaba tan descascarillado que habría que cambiarlo. La lámpara del vestíbulo carecía de cristal, lo mismo que varios mecheros de gas de otras habitaciones. El espejo de encima de la repisa del hogar estaba manchado en el centro y resquebrajado en los bordes, y el hogar del dormitorio principal había perdido varias baldosas. Había mucho que hacer, pero Charlotte estaba entusiasmada y, por el momento, no le arredraba la perspectiva.

No sabía nada del asesinato en Hyde Park. De pie en mitad del salón, imaginaba lo bonito que quedaría cuando estuviera terminado. En la casa de Bloomsbury sólo tenían un salón, agradable sí, pero muy distinto de éste; o para ser más exactos, de como iba a quedar éste. Entonces podría invitar a sus amistades a cenar, algo que no había podido hacer desde que estaba casada, con la salvedad, por supuesto, de su familia más directa.

Sus padres habían vivido con holgura, aunque de joven a ella le pareciera insuficiente. Nunca hubo dinero en mano para los vestidos que ella quería, ni para más de un carruaje. Pero cuando escandalizó a sus amigas casándose con un policía, al mismo tiempo que su hermana pequeña, Emily, lo hacía con un vizconde, sus vidas habían cambiado radicalmente.

Luego había muerto George Ashworth, convirtiendo a Emily en viuda riquísima, y ella se había casado tiempo después con el guapo, encantador y paupérrimo Jack Radley. Emily parecía muy feliz y eso era lo único que importaba. Su hijo de siete años, Edward, ahora lord Ashworth, tenía una hermanita llamada Evangeline, Evie para abreviar, y Jack intentaba de nuevo ganarse un escaño en el Parlamento. Gracias a los halagos y la persuasión de Emily, él se había decidido a hacer carrera. Su primer intento había fracasado, aunque, tanto para Emily como para Charlotte, había sido una victoria moral.

—Perdone, señora…

La voz de Gracie, su doncella, una muchacha que llevaba con Charlotte desde que se mudara a Bloomsbury, interrumpió sus pensamientos. Ahora era una joven inteligente y decidida de dieciocho años que había encontrado su lugar en la vida como confidente y, en segundo término, asistenta de la esposa de un detective. El cambio que había experimentado interiormente era casi milagroso. Tenía un gran afán de aventura y seguía siendo tan menuda como un conejillo. Toda la ropa que le daban le sentaba demasiado larga y había que acortarla, pero tenía las mejillas sonrosadas y sabía enfrentarse al repartidor más impertinente o a la sirvienta más engreída. Al fin y al cabo, ella tenía sus aventuras. Las demás sólo hacían faenas de la casa.

—¿Sí, Gracie? —dijo Charlotte.

—Ha venido el basurero y pregunta si se lleva las baldosas rotas y si saca el linóleo de la cocina que está muy estropeado. Dice que sólo será un chelín con seis, y que también sacará la basura del patio de atrás.

—Un chelín y punto. Y puede llevarse también los mecheros rotos, si quiere hacer el favor de bajarlos.

—Sí, señora.

Gracie salió para volver pocos momentos después con Emily pisándole los talones. La hermana de Charlotte entró con un revuelo de faldas rosas, maravillosas mangas y un talle de avispa como mandaba la moda, muy distinto a como estaba antes de tener a Evie, pero muy favorecedor. Su pelo rubio enmarcaba su cara con una aureola de rizos y su expresión mostraba la mayor perplejidad.

—¡Oh, Charlotte! —Miró en derredor y tragó saliva.

Charlotte la fulminó con la mirada.

—Podría quedar muy bien —añadió Emily, pero al punto se echó a reír derrumbándose en el viejo sofá que habían colocado junto a las ventanas de la parte delantera.

Charlotte abrió la boca para soltar algún improperio, pero comprendió que habría sido absurdo. El salón era triste y desangelado. Del yeso estropeado caían jirones de papel, las ventanas estaban sucias y una de ellas astillada, los mecheros de gas rotos. El vetusto sofá tenía una capa de polvo que le daba un aspecto fantasmagórico. Y el resto de la casa no estaba mejor. La única forma de tragar era compartir la risa.

—Ya lo arreglaré —dijo al fin, una vez recuperada de las carcajadas.

—Habrá que enyesar de nuevo y luego empapelar —observó Emily—, antes de que empieces a escoger los muebles.

—Ya lo sé. —Charlotte se secó las lágrimas con la mano—. Ahí está la gracia de mudarse. Habré reformado un desastre y lo habré convertido en algo bonito.

—Eres tan femenina, querida —dijo Emily con una ancha sonrisa—. Conozco a muchas que se pasan la vida tratando de hacer eso, y no sólo con casas: la mayoría con maridos. ¡El problema de los maridos es que si no funciona no puedes mudarte! —Se puso en pie y se alisó las faldas—. Enséñame el resto de la catástrofe. Prometo que intentaré imaginar lo bonito y señorial que podría quedar. Por cierto, ha habido un horrible asesinato en Hyde Park, ¿lo sabías?

—No. ¿Cuándo? —Charlotte la condujo hacia lo que sería el comedor—. ¿Cómo lo has sabido? ¿Ha salido en el periódico de hoy?

—No. Creo que el cadáver lo encontraron esta misma mañana, en uno de los botes del Serpentine. —Miró alrededor—. Esta habitación está bien proporcionada, pero le faltaría un manto de chimenea más grande. A lo mejor podrías ponerla en el dormitorio. Aquí queda demasiado estrecha. Lo oí cuando paramos en Tottenham Court Road. Lo anunciaban a voces los vendedores de periódicos. Le han cortado la cabeza a un oficial de la marina.

Charlotte se detuvo bruscamente para mirar a su hermana.

—¿Decapitado?

—Sí. Repulsivo, ¿verdad? Imagino que Thomas estará a cargo del caso, porque la víctima era capitán y sus padres son lord y lady Winthrop.

—No me suenan de nada —dijo Charlotte mostrando interés.

Ambas hermanas habían conocido a Pitt cuando investigaba el asesinato de la hermana mayor de ellas, Sarah, y desde entonces las dos habían intervenido en sus casos más graves en la medida en que lo permitía la oportunidad, y a menudo mucho más de lo que Pitt hubiera permitido de haber sido consultado antes, en vez de enterarse a posteriori.

—Bah, ni nuevos ricos ni de rancio abolengo —dijo Emily con aire desdeñoso—. Gente no muy brillante, pero bien relacionados y muy conscientes de ello. —Encogió los hombros—. Ya sabes a qué me refiero. Gente que no ha hecho nada especial pero que siempre quiso ser importante. Sin imaginación, absolutamente seguros de que lo saben todo, amables a su manera, sinceros como la luz del día y sin el menor sentido del humor.

—Una lata —resumió sucintamente Charlotte—. Y encima no puedes decir que te caigan mal, aunque te aburran y te saquen de quicio.

—Ni más ni menos —concedió Emily yendo hacia la puerta—. La verdad es que ni recuerdo el aspecto de lady Winthrop. Podría ser tirando a rubia y un poco gorda, o podría ser aquélla un poco morena y demasiado alta. Qué tontería. O incluso aquella pechugona cuya cara no consigo situar. Yo no suelo ser así. No puedo darme ese lujo, teniendo a Jack a un paso del Parlamento. —Hizo una mueca—. ¡Imagínate que tomas por esposa del primer ministro a una que no lo es! —La mueca empeoró—. ¡Qué desastre! Ni siquiera te querrían en el Foreign Office.

Estaban en el pasillo. Emily se detuvo con un suspiro de apreciación.

—La escalera me gusta. La encuentro muy elegante, Charlotte. Este pilar de arranque es de los más bonitos que he visto nunca. Santo cielo, lo que habrán tardado en tallarlo. —Elevó el mentón para seguir la línea de la barandilla hasta el pilar del rellano—. Sí, muy elegante. ¿Cuántas habitaciones hay?

—Ya te lo dije, cinco, y un desván amplísimo para Gracie —respondió Charlotte—. Los dormitorios son muy agradables. Ella se quedará dos habitaciones y yo tendré el trastero y una habitación de sobra, por si acaso.

—Por si acaso ¿qué? —Emily sonrió—. ¿Otra sirvienta fija?

Su hermana se encogió de hombros.

—Algún día, ¿por qué no? ¿Sabes algo del hombre que fue asesinado? —Estaba pensando en Pitt.

—No. —A Emily se le iluminaron los ojos—. Pero puedo averiguarlo.

—Creo que no deberías decirle nada a Thomas, al menos de momento.

—Por supuesto —concedió Emily, asintiendo con la cabeza y acariciando la baranda mientras empezaba a subir las escaleras—. Es verdaderamente bonita. —Se detuvo y miró el techo—. Eso también lo es. Me encanta el encofrado. El yeso está intacto, sólo necesita una mano de pintura. Sí, ya sé que hay que ir con cuidado, Thomas se ha vuelto muy importante. —Dedicó a Charlotte una sonrisa radiante—. Estoy muy contenta. Thomas me cae muy bien, supongo que ya lo sabes.

—Pues claro que lo sé. Me alegro de que te guste el techo. A mí me pareció muy fino. Le da dignidad al pasillo, ¿no crees?

Llegaron arriba y empezaron a mirar las habitaciones. Emily supo hacer caso omiso de las baldosas rotas en las chimeneas y el papel que se caía de las paredes.

—¿Ya hay fecha para las elecciones parciales? —preguntó Charlotte.

—No, pero sabemos quién se presenta por los tories —respondió Emily ceñuda—. Nigel Uttley. Muy respetado y muy poderoso. No sé qué oportunidades puede tener Jack, pensándolo bien. Claro que eso no se lo he dicho a él. —Sonrió tristemente—. Sobre todo después de lo que pasó la última vez.

Charlotte guardó silencio. La «última vez» había estado tan cargada de dolores y tragedias, que el fracaso político había quedado en segundo plano. Jack se había negado a comprometerse y a ingresar en la sociedad secreta del Círculo Interior, lo que habría garantizado su aceptación como candidato y el apoyo de toda una red oculta de hombres con influencia, dinero y relaciones. Pero había también el pacto del secreto, nombramientos ofrecidos a los miembros de la sociedad a expensas de los intrusos, promesas de protección, mentiras que ocultar, y el ostracismo para quienes transgredieran las normas. Lo que más abrumaba a Jack y asustaba a Pitt era el secreto en sí; la duda, la sospecha y el temor que creaba el no saber quién era miembro y quién no, a qué lealtades se aludía en oscuros pactos secretos, qué conciencias estaban ya cautivas incluso antes de formular las alternativas.

—Imagino que ésta será tu habitación —dijo Emily, observando el amplio dormitorio con un ventanal que daba al jardín—. Me gusta. ¿Es la habitación más grande, o la de delante lo es un poquito más?

—Me parece que lo es, pero da igual. Sacrificaría el tamaño por tener esa ventana —dijo Charlotte—. Y ese cuarto —indicó la habitación que quedaba a su izquierda— será el vestidor de Thomas. La habitación de delante servirá como cuarto de juegos para Daniel y Jemima; las dos pequeñas serán sus dormitorios.

—¿Y el color? —Emily miró las paredes.

—No estoy segura. Puede que azul, o verde.

—El azul es frío. Y verde también quedaría frío.

—A mí me gusta.

—¿Qué orientación tenemos?

—Sudoeste —respondió Charlotte—. Por la tarde el sol entra por las cristaleras del comedor.

—Entonces creo que has escogido bien. Charlotte…

—¿Sí?

—Sé que fui dura contigo cuando volví del campo, de hecho puede que hasta injusta…

—¿Por lo de mamá? Desde luego que sí. ¡No sé qué esperabas que hiciera yo!

—Yo no estaba allí —se defendió Emily—. Sólo sé que alguna cosa se podía haber hecho. Por el amor de Dios, Charlotte, ese hombre no sólo es un actor, aparte de judío, ¡sino que tiene diecisiete años menos que mamá!

—Ella lo sabe —concedió Charlotte—. También es encantador, inteligente, divertido, amable, leal a sus amigos, y parece que está mucho por ella.

—Espero que todo eso sea verdad. Pero ¿con qué objeto? ¡Mamá no puede casarse con él! Aun suponiendo que él se lo pidiera.

—¡Ya lo sé!

—Echaría a perder su reputación si es que no lo ha hecho ya —prosiguió Emily—. Papá se estará removiendo en la tumba. —Giró en redondo muy despacio—. Podrías pintarlo de azul si no pones muebles oscuros. —Volvió a mirar a Charlotte—. ¿Qué vamos a hacer con ella? La abuela está fuera de sí.

—Hace meses que está furiosa —dijo Charlotte despreocupada—. O años. Le encanta. Si no fuera por esto sería por otra causa.

—No compares —protestó Emily con preocupación—. ¡Esta vez tiene razón! Lo que mamá está haciendo es peligroso y ridículo. Podría verse marginada de la buena sociedad. ¿Se te ha ocurrido pensarlo?

—Naturalmente que sí. Y se lo he dicho montones de veces, pero no ha servido de nada… Ella considera que vale la pena correr el riesgo.

—Entonces es que la cabeza le falla —dijo ásperamente Emily—. No puede hablar en serio.

—Yo lo haría. —Charlotte hablaba más a la vista que le ofrecía la ventana que a su hermana Emily—. Creo que preferiría pasar una temporada feliz aunque fuera breve, y correr el riesgo, antes que languidecer de gris respetabilidad.

—¡La respetabilidad no es gris! —le espetó Emily. Y esbozó una sonrisa—: Es… marrón.

Charlotte le lanzó una mirada apreciativa.

—Bueno, da igual —prosiguió Emily sin que la risa asomara a sus ojos—. La falta de respetabilidad puede ser muy desagradable, sobre todo si eres vieja. Ha de ser muy duro que te cierren las puertas, al margen del color.

Charlotte sabía que era verdad y por qué lo decía Emily. De haber estado en la situación de su madre, quizá también hubiera optado por un breve, doloroso y glorioso romance, pero ella era consciente del precio que había que pagar.

—Ya lo sé —dijo quedamente—. Y la abuela no dejará de recordárselo, aunque los demás lo olviden.

Emily contempló pensativa la habitación. Charlotte le leyó el pensamiento.

—¡Oh, no! —dijo al punto—. ¡Aquí no! ¡No tenemos sitio!

—Ya, supongo que no —concedió Emily, y luego sonrió otra vez—. ¿Estabas pensando en mamá y en la abuela?

—En la abuela, sí. Mamá se quedaría en Cater Street, naturalmente. Es su casa. No sé qué sería peor, si vivir con la abuela quejándose todo el santo día, o sola sin nadie con quien hablar. Todo el día esperando a que alguien venga a verte, y si te atreves a ir de visita, temblar pensando que un sirviente te dirá que no están en casa aun cuando ves que el coche está allí y sabes perfectamente que no han salido.

—Basta —dijo Emily como si hubiera recibido un golpe—. No quiero ni pensarlo. ¡Tendremos que hacer algo! ¿Has probado a hablar con él? Si la quiere, aunque sea un poco, seguro que comprende el riesgo. No puede ser tan tonto.

—Es un actor —dijo Charlotte con cierta exasperación—. Vive en otro mundo. Es posible que no se haga cargo de…

—Pero ¿has intentado explicárselo? ¡Por el amor de Dios, Charlotte!

—¡No! Mamá no me lo perdonaría. Decírselo a ella es una cosa; decírselo a él otra muy distinta. Esto no nos incumbe.

—¡Todo lo contrario! —exclamó Emily acalorada—. Es por el bien de ella. Alguien tiene que cuidar de mamá.

—¡Emily! ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Cómo te sentirías si alguien, por los motivos que fuese o aunque pensara que es por tu bien, tratara de advertirle a Jack que no se casara contigo por tu bienestar?

—Eso es distinto. —Emily la miró con ojos brillantes—. Jack se casó conmigo. Pero Joshua Fielding no va a casarse con mamá.

—Ya sé que lo hizo. Pero, querida, mamá pudo pensar que Jack se casó contigo por tu fortuna.

—¡Eso no es cierto! —Emily se sonrojó hasta las orejas.

—Nunca he dicho que lo fuera —se apresuró a matizar Charlotte—. Yo creo que Jack es un hombre encantador y honesto, pero si mamá pensaba lo contrario, ¿hubiera sido correcto que interfiriera pensando que era por tu bien?

—Ah. Oh. —Emily se quedó inmóvil—. Pues…

—Exactamente. —Charlotte fue hacia el segundo dormitorio.

—No es lo mismo —dijo Emily detrás de ella—. El romance de mamá no puede acabar bien en ningún caso.

—Eso no justifica que vayamos a hablar con Joshua —insistió Charlotte—. Tendremos que seguir intentándolo con ella. Puede que a ti te escuche. A mí, desde luego, no me hizo el menor caso. —Se detuvieron en el umbral—. Creo que la pintaré de amarillo. Quedará muy acogedor. Daniel y Jemima podrían jugar aquí en invierno, o los días de lluvia. ¿Tú qué opinas?

—Amarillo quedaría muy bonito. Podrías mezclarle un poquito de verde para que no quede tan dulzón. —Miró hacia el fondo de la pieza—. Esa chimenea está muy estropeada; tendrías que cambiarla y poner una nueva.

—Ya te he dicho que subiré la que hay en el salón.

—Sí, es verdad.

—Averiguarás lo del capitán Winthrop, ¿verdad?

—Por supuesto. —Emily sonrió otra vez con repentino optimismo—. Me pregunto si en este caso podremos echar una mano. Me he perdido lo más excitante. Hace siglos que tú y yo no hacemos cosas serias.

A media tarde Pitt no pudo seguir soportando ser un mero espectador. Cogió su sombrero de la elegante alcándara próxima a la puerta, se puso la chaqueta y decidió sacarse de los bolsillos al menos una bola de cordel que ya no necesitaba, dos trozos de lacre y un lápiz bastante largo. Finalmente se dirigió hacia la escalera.

—Voy a ver a la viuda —informó al sargento de guardia—. ¿Qué dirección es?

El sargento no tuvo que preguntarle a qué viuda se refería. La comisaría entera no hablaba de otra cosa desde primera hora de la mañana.

—El 24 de Curzon Street, señor —dijo al punto—. Pobre mujer. No me gustaría haber estado en la piel del sargento que tuvo que darle la noticia. Toda muerte es mala de por sí, pero esa clase de sorpresas no son buenas para nadie.

—Cierto —concedió Pitt, avergonzado por el alivio que sentía de no haber tenido que hacer él ese trabajo. El ascenso conllevaba ventajas evidentes. Ahora Tellman tendría que pasar los malos tragos que sólo un mes atrás había tenido que pasar Pitt. Se estremeció de repente. La cara de Tellman no era precisamente la apropiada para transmitir noticias tan graves. Según y cómo, hasta parecía un enterrador. No debía de haberle enviado a él.

Salió a Bow Street y echó a andar para tomar un cabriolé en Drury Lane. Pensara lo que pensase de Tellman, a menos que éste demostrara ser incompetente para el trabajo, no debía privarle de su mayordomía. Pitt alargó la zancada con un apresuramiento que no consiguió explicarse.

Al llegar a Drury Lane paró un coche, le dio al cochero la dirección de los Winthrop y se acomodó para el trayecto. No esperaba añadir otra cosa que sus propias impresiones a la información que ya habría obtenido Tellman. Pero a veces la opinión personal era el elemento decisivo, la única cosa que ninguna otra persona podía darte, esa vocecita que te hacía mirar más allá de lo evidente.

Nadie le había presentado aún un informe, cosa que no le sorprendió. Tellman lo dejaría para el último momento, rayando en la insolencia pero evitando la insubordinación. Y Pitt debía admitir que él mismo solía informar a sus superiores en el último momento. Le disgustaba tener que oír cómo debía llevar un caso, y que encima se lo dijera alguien que se pasaba el día detrás de una mesa, sin ver las caras de las personas involucradas, alguien que nada sabía de sus sentimientos. Por más que le molestara, no podía culpar a Tellman de comportarse de la misma manera.

Así que ahora se disponía a hacer lo que Drummond no había hecho nunca: entrevistar a la viuda el primer día de una investigación. Pero el caso era delicado. Éste era el motivo de que lo hubieran ascendido a él y no a Tellman o a algún oficial procedente de otra comisaría. Pitt sabía tratar con cortesía a la clase acomodada, sin que ello le impidiese leer sus emociones, detectar sus mentiras y seguir porfiando hasta dar con la verdad oculta bajo el barniz de las ideas políticas, los subterfugios y la arrogancia.

Una parte —y no precisamente pequeña— de su éxito se debía a la ayuda de Charlotte, y eso era algo que admitía para sus adentros, pero no públicamente.

El cabriolé llegó a Curzon Street, Pitt se apeó del coche y pagó al cochero. Luego, quitándose el sombrero anticipadamente, subió los peldaños de la puerta principal del número 24 e hizo sonar la aldaba de latón.

Pasados unos momentos, un mayordomo de tez pálida acudió a la puerta y miró a Pitt inexpresivamente.

—Buenas tardes —dijo Pitt con sobriedad—. Superintendente Thomas Pitt, de Bow Street. Quisiera hablar un momento con la señora Winthrop. —Sacó su tarjeta, que ahora mostraba su nuevo rango además de su nombre, y la dejó en la bandeja de plata que le tendía el mayordomo—. Me hago cargo de que el momento es muy delicado, pero creo que podría ayudarme a encontrar al causante de la tragedia, y la rapidez es absolutamente esencial.

—Sí, señor —concedió renuente el mayordomo. Miró a Pitt de arriba abajo, desde el pelo alborotado hasta las bonitas botas que calzaba. En otras circunstancias lo habría hecho esperar en la puerta, pero hoy era distinto—. Si quiere pasar a la biblioteca, señor, veré qué puedo hacer. Por aquí, por favor.

Pitt le siguió por el elegante pasillo hasta una hermosa biblioteca con paneles de roble en un lado, estanterías en otros dos y la cuarta pared orientada al jardín, donde dos grandes ventanales aparecían semioscurecidos por una maraña de rosas de color coral. Pitt pensó fugazmente en la nueva casa que tanto gustaba a Charlotte, en el yeso resquebrajado y el papel desconchado, y las muchas cosas que ella soñaba hacer allí. Volvió al presente, a los sombríos estantes de libros por leer y a la alfombra de brillantes colores, invulnerable a las pisadas. La mesa del rincón estaba inmaculada. Ni polvo ni señales de uso estropeaban su virginal superficie.

¿Qué clase de hombre había sido el capitán Winthrop? Miró en la habitación buscando alguna pista sobre su carácter, algún toque personal. No vio nada. Era básicamente una habitación masculina, rojos y verdes oscuros, tapicería de piel, libros, estampas de barcos en la pared, una repisa de chimenea labrada con estatuillas de bronce, leones en un lado y dos perros de caza en el otro. Sobre el velador había una jarra para whisky de cristal Waterford, llena hasta la mitad. Tuvo la impresión de estar en una habitación pensada para un hombre y no escogida por ese mismo hombre.

El mayordomo apareció en la puerta.

—La señora Winthrop le recibirá ahora, señor, si quiere usted pasar al salón.

Pitt abandonó la biblioteca con una sensación de dejar algo a medias y siguió al mayordomo hasta la parte posterior de la casa, donde un largo salón se extendía en dirección al césped y a una rosaleda muy formal. Apenas pudo apreciar sus excelentes proporciones arquitectónicas, malogradas por unas cortinas demasiado recargadas, y una repisa de chimenea en mármol blanco y gris. Wilhelmina Winthrop vestía enteramente de negro, como cabía esperar, pero hubo algo que intrigó a Pitt hasta que supo el porqué.

Era una mujer muy esbelta, de hecho otro hubiera dicho simplemente flaca. Tenía el pelo tirando a rubio y recogido en gruesos bucles, lo que daba a su cuello un aspecto aún más frágil. El vestido negro incluía una pañoleta de blonda que le cubría la garganta, y las mangas largas caían en puntas de encaje sobre el dorso de sus manos, casi hasta los nudillos. Era la indumentaria más lúgubre que Pitt había visto nunca; daba a la viuda un aspecto vulnerable. A primera vista pensó que era mucho más joven de lo que había supuesto, entre los veinte y los treinta. Pero al acercarse reparó en las delgadas arrugas de su cara. Afinó un poco más. Debía de tener unos treinta y cinco años.

Detrás de ella había un hombre de estatura media, no corpulento pero sí atlético, cabello castaño muy rizado y un rostro sutilmente aquilino, cuya piel había adquirido un tono cálido y tostado en algún lugar donde los veranos se sucedían interminablemente.

—Buenas tardes, señora Winthrop —dijo Pitt con gravedad—. Permítame ofrecerle mis más sinceras condolencias.

—Gracias, señor Pitt —respondió ella; tenía una voz suave y su dicción era clara y agradable. Su sonrisa fue la mínima expresión de los buenos modales.

El hombre frunció el entrecejo.

—Supongo que su visita tendrá alguna finalidad más aparte de dar el pésame —dijo—. Comprenderá que nuestro deseo es que esto dure lo menos posible. No es precisamente el momento más oportuno para que mi hermana reciba visitas, aun cuando sean necesarias o bienintencionadas.

—Por favor, Bart —le interrumpió ella con un gesto—. Señor Pitt, le presento a mi hermano, Bartholomew Mitchell. Ha venido para estar conmigo en este momento tan… tan angustioso. No le tenga en cuenta su brusquedad, sólo mira por mi bienestar. No ha querido ser grosero con usted.

—Puede estar segura, señora, de que no la molestaré más tiempo del estrictamente necesario —dijo Pitt. Lo cual no era fácil, por mucho que hubiera llegado después de Tellman y no trajese malas noticias, sino sólo preguntas. Sin embargo, las preguntas eran dolorosas teniendo en cuenta que ella querría estar a solas para dejar que su mente y su corazón asimilaran la nueva situación, la realidad de la muerte, de la soledad, el inicio del duelo y el largo camino que a partir de ahora debería recorrer sin compañía ni apoyo.

—¿Tiene usted alguna noticia más? —preguntó Bart Mitchell, inclinándose sobre la silla de su hermana.

—Me temo que no. —Pitt seguía en pie—. El inspector Tellman está interrogando a gente que estuvo a esa hora en el parque y que pudo ver alguna cosa, y por supuesto buscando pruebas materiales.

Mina Winthrop tragó saliva, como si algo le obstruyera la garganta.

—¿Pruebas? —dijo con voz entrecortada—. ¿A qué se refiere?

—Será mejor que no escuches, querida —dijo Mitchell—. Cuantos menos detalles sepas del asunto, mejor para ti.

—No soy una niña, Bart —protestó ella, pero antes de que pudiera añadir nada, él apoyó ambas manos en sus hombros y se inclinó un poco hacia el frente, mirando a Pitt.

—Por supuesto, querida, pero eres una mujer que acaba de sufrir una gran pérdida, y yo debo protegerte de todo dolor innecesario, es mi privilegio y también mi deber. —Esto último iba dedicado a Pitt, a quien miró con sus ojos azul claro y un aire retador.

Mina se enderezó un poco y levantó la barbilla.

—¿De qué modo podemos ayudarle, señor Pitt? Si en algo puedo colaborar, tenga por seguro que haré cuanto esté en mi mano.

—Pero, querida —dijo Bart meneando la cabeza—, ya le has dicho al inspector Tellman a qué hora viste por última vez a Oakley. —Volvió a mirar a Pitt—. Fue ayer después de cenar. Dijo que iba a dar un corto paseo, que le sentaría bien. Y ya no volvió.

Pitt hizo caso omiso de Bart Mitchell.

—¿Cuándo empezó a preocuparle su tardanza, señora Winthrop?

—Cuando desperté esta mañana y bajé a desayunar. Oakley suele levantarse temprano, antes que yo. Vi que tenía el plato en la mesa y que no había tocado nada. —La viuda se humedeció los labios—. Pregunté a Bunthorne si el señor no se encontraba bien, y Bunthorne me dijo que no le había visto esta mañana. Naturalmente le hice subir a ver qué pasaba, y volvió diciendo que el capitán Winthrop no había dormido en su cama. —Se detuvo de golpe, súbitamente pálida.

Bart le apretó un hombro.

Pitt iba a hacer la pregunta obvia, sobre el hecho de que marido y mujer tuvieran habitaciones separadas, pero le pareció superfluo. Sabía que en muchas familias —si podían permitírselo— los cónyuges tenían habitaciones separadas, con puertas que se comunicaban. Era algo que nunca le había gustado; él se sentía a gusto en espacios pequeños, necesitaba la intimidad, que era de hecho uno de sus mayores placeres. Claro que muy poca gente era tan afortunada en su matrimonio, y Pitt lo sabía. Compartir incluso la privacidad y la vulnerabilidad del sueño con alguien a quien no querías tenía que ser un tormento capaz de destruir lo mejor de cada persona. Y para alguien acostumbrado a la libertad de escoger si quería la ventana cerrada o abierta, las cortinas corridas o no, el porticón así o asá, respetar los gustos de otro debía de constituir una extraña e incómoda limitación.

—¿Había sucedido alguna otra vez? —preguntó.

—No que yo recuerde. Quiero decir… —Le miró nerviosa—. No sin que dijera dónde iba a estar y cuándo iba a volver a casa. Era muy puntilloso en lo tocante a mantener informado a todo el mundo, sabe usted. Imagino que es por su experiencia en la marina. —Abrió un poco más los ojos—. Me atrevería a decir que no se puede capitanear un barco si uno permite que haya errores, o que la gente vaya de acá para allá como le viene en gana.

—Supongo que no, aunque carezco de experiencia al respecto —dijo Pitt, soslayando la cuestión—. ¿Debo entender que era un hombre muy escrupuloso, acostumbrado a tenerlo todo siempre perfectamente en orden?

—Sí —respondió rápidamente Bart, y cerró la boca formando una línea fina—. En efecto.

—No nos malinterprete. —Mina miró a Pitt. Tenía unos preciosos ojos azules con pestañas castaño oscuro—. También tenía sentido del humor. No quiero que piense que mi marido era un quisquilloso.

A Pitt no se le había ocurrido pensarlo, pero el hecho de que ella lo negara suscitó esa idea en su cabeza.

—¿Tenía amigos en el vecindario a quienes hubiera podido ir a visitar? —Lo preguntó no porque pensara que era útil saberlo (Tellman ya lo habría hecho) sino porque necesitaba una pista sobre el carácter de Winthrop. ¿Era sociable, reservado? ¿A quiénes consideraba sus iguales?

Mina miró a su hermano y luego a Pitt.

—No sabemos de nadie —respondió Bart—. Oakley era capitán de la marina, superintendente. Pasaba gran parte del tiempo a bordo. Cuando estaba en tierra prefería estar en casa con su esposa. Al menos en apariencia. Si tenía esa clase de conocidos a quienes uno visita al caer la noche y solo, mi hermana desde luego no lo sabía.

—Dijo que iba a dar un paseo por razones de salud —repitió ella, mirando nerviosa a Pitt—. Había cenado con apetito. Yo… supongo que se alejó más de lo previsto y se encontró con que estaba en el parque, donde debió de sorprenderle un… —Se mordió el labio—. Yo qué sé… ¡un loco!

—Es muy probable —dijo Pitt, aunque ya empezaba a percibir alguna cosa de fondo, un temor mezclado con la pena y la conmoción, y otros sentimientos más complejos y difíciles de definir—. Supongo que el inspector Tellman le habrá preguntado ya si estaba usted al corriente de alguna pelea o de que alguien le guardara rencor al capitán.

—Sí, sí me lo preguntó. —La voz de Mina sonó ahogada; se puso pálida—. Es una pregunta que asusta. Me pongo enferma sólo de pensar que algún conocido pudo sentir un odio tan horrible como para hacer una cosa así.

—Superintendente, está usted inquietando a mi hermana sin motivo —terció Bart con aspereza—. Si alguno de nosotros conociera a una persona así, ya lo habríamos dicho. No tenemos nada que añadir a lo que le dijimos al inspector. Creo que ya es suficiente. Hemos tratado de ser todo lo educados y solícitos que las circunstancias nos permiten. Quisiera…

No pudo seguir porque se oyeron unos golpecitos en la puerta y al momento apareció el mayordomo.

—Han venido la señora Garrick y el señor Victor Garrick, señora —dijo en tono sombrío—. ¿Debo decirles que no recibe usted visitas?

—Nada de eso —respondió Mina con repentino alivio—. Es Thora. A ella siempre me apetece verla, es tan… tan… Sí, Bunthorne, dígale que pase.

—Pero, querida, ¿no crees que deberías descansar? —insistió Bart.

—¿Descansar, dices? ¿Cómo quieres que descanse? Oakley fue asesinado anoche. —Se le quebró la voz—. ¡Le cortaron la cabeza! ¡Lo último que deseo en este momento es quedarme sola en un cuarto a oscuras con los ojos cerrados y la imaginación desbocada! Prefiero mil veces hablar con Thora Garrick.

—Si tan segura estás…

—¡No tengo la menor duda! —insistió ella en un tono rayano en el pánico.

—Muy bien. Bunthorne, dígale que pase —consintió Bart con expresión dolorida.

—Inmediatamente, señor. —Bunthorne se retiró inmediatamente.

Momentos después la puerta se abrió de nuevo y entró una mujer hermosa de brillante cabello rubio. La seguía un joven de veintipocos años con una cara de frente ancha que a primera vista parecía insulsamente afable pero que, más de cerca, expresaba una dulzura y una imaginación fuera de lo común. No obstante, había en ella cierta indisciplina, una vulnerabilidad en la boca, como si fuera fácil herirle, suscitar su ira. Quizá era igual de fácil hacerle reír. Era una cara muy interesante, y Pitt tuvo que apartar su mirada por miedo a resultar insolente.

La mujer miró en primer lugar a Mina Winthrop, llena de compasión, y tras darse por enterada de la presencia de Bart Mitchell se volvió hacia Pitt, dispuesta a recibirlo bien o a sumarse a la batalla, según cómo se lo presentaran.

Bart tomó la iniciativa:

—Thora, te presento al superintendente Pitt, de la comisaría de Bow Street. Está a cargo de la investigación. —Miró a Pitt con las cejas levantadas—. Si no lo he entendido mal.

—Correcto —dijo Pitt mientras dirigía una venia a Thora Garrick—. ¿Cómo está usted?, señora. —Miró al hombre—. Señor Garrick.

Victor Garrick se lo quedó mirando con sus grandes ojos gris oscuro. Aún parecía muy afectado por el suceso, si no era que le incomodaba la situación. Pitt pensó que probablemente se trataba de lo segundo. Nunca es fácil decir algo a la persona afligida. Y cuando la muerte había sido violenta y tan preñada de oscuridad como era el caso, todavía más.

—Encantado —dijo Victor, distante, y retrocedió un par de pasos para quedar detrás de su madre.

—Sois muy amables al haber venido —dijo Mina, inclinándose con una frágil sonrisa, primero a Thora, luego a Victor—. Pero sentaos. Hoy hace calor. ¿Queréis tomar algún refresco? Os quedaréis un rato, ¿verdad? —Era más que una cortés invitación; era una petición en toda regla.

—Pues claro, querida, si tú quieres. —Thora recogió sus faldas y se aposentó graciosamente en una butaca tapizada en rojo. Victor permaneció de pie a su espalda, adoptando una postura distendida.

—El superintendente nos estaba preguntando si Oakley pudo haber ido a visitar a alguien ayer noche —continuó Mina—. Pero como es natural, no sabemos la respuesta.

Thora miró a Pitt con sorpresa. Era una mujer muy bonita, de facciones regulares y llena de humor e inteligencia, debajo de todo lo cual, pensó Pitt, había una fuerza considerable.

—No pensará usted que el capitán Winthrop podía conocer a alguien capaz de hacer una cosa tan… tan insensata —dijo Thora—. Si le hubiera usted conocido un poco, jamás se le habría pasado por la cabeza semejante idea. El capitán era un hombre íntegro de la cabeza a los pies…

Mina sonrió con nerviosismo. Su mano subió hacia la cara, pero se detuvo en la blonda negra que cubría su garganta.

Bart dio un respingo y apretó el hombro de su hermana, casi como si la estuviera sosteniendo, pese a que ella estaba sentada.

Victor no movió ni un pelo, como tampoco se alteró su expresión.

—Era un oficial de la marina —continuó Thora, mirando todavía a Pitt y aparentemente ajena a la emoción que sobrecogía a los demás—. Me parece que no se hace usted cargo de la vida que llevan esa clase de hombres. Era bastante parecido a mi difunto esposo. —Cuadró un poco los hombros—. El padre de Victor. Era teniente de navío, y hubiera llegado sin duda a capitán de no haber fallecido de manera tan inoportuna. —El rostro se le iluminó—. Son hombres de gran valentía, con una personalidad muy marcada. Y huelga decir que no se puede tener el mando en situaciones peligrosas, como las que predominan en alta mar, si no se sabe juzgar muy bien a las personas. —Meneó la cabeza para desechar flaqueza semejante—. El capitán Winthrop nunca hubiera mantenido amistad con alguien capaz de atacar a otra persona de manera tan detestable. Debió de agredirle algún lunático, es la única respuesta posible.

—Yo no pensaba en un conocido suyo, señora —dijo Pitt, mintiendo un poco—. Me preguntaba si pudo haberle visto alguien más, de este modo sabríamos dónde estaba y a qué hora fue visto con vida por última vez.

—Oh, entiendo —dijo ella, y frunció el entrecejo—. Aunque no sé de qué le serviría eso. Dudo que haya hordas de asesinos locos en Hyde Park. Ya sé que actualmente Londres da miedo. —No dejaba de mirar a Pitt—. La anarquía campa por sus respetos, por no hablar de la sedición, y ese conflicto en Irlanda, con el Sinn Fein y gente parecida, ¡pero aún se puede caminar tranquilo por las mejores calles de la ciudad! O eso suponía yo.

—Estoy segura de que así es, querida —murmuró Mina—. Esto es una pesadilla. Todavía creo que ha podido ser un horrible accidente, o tal vez unos extranjeros. —Miró a Pitt—. He oído decir que los chinos toman opio, y que eso les hace hacer toda clase de… bueno…

—El opio sólo les provoca sueño —explicó Bart—, no actitudes violentas. —Lanzó una mirada a Pitt—. ¿No es así, superintendente? —Sin esperar respuesta, le dijo a Mina—: Yo, francamente, creo que fue alguien del barco de Oakley que riñó con él y que por haber bebido demasiado perdió el control. Sé que la bebida, en especial el whisky, es causa de violencias irrefrenables.

Mina se estremeció.

—Supongo que es posible. —Sus ojos no dejaban de mirar a Pitt—. No puedo ayudarle, superintendente. Oakley nunca hablaba conmigo de su vida profesional. Debía pensar que eso me aburriría, supongo. O que no lo entendería. —Una sombra de culpa cruzó por su cara—. Seguramente no se equivocaba. Es una parcela de la vida que desconozco por completo.

Bart murmuró algo por lo bajo.

Victor lanzó una rápida mirada a Mina.

—No te preocupes, tía Mina. Mi padre hablaba de ello constantemente y, créeme, sólo fue interesante la primera vez, y de eso hace tanto tiempo que ya ni lo recuerdo.

—¡Victor! —La voz de Thora sonó preñada de sorpresa y reproche—. ¡Tu padre fue un gran hombre! No deberías hablar de él tan a la ligera. Fue un buen ejemplo para todos nosotros, un hombre de máxima excelencia ética.

—Estoy segura de que nadie duda que el teniente Garrick fue un hombre estupendo —dijo Mina en tono pacificador, mirando a Pitt. Luego sonrió a Victor—. Pero comprendo que hasta las mejores personas pueden ser de vez en cuando tediosas cuando uno ya conoce la historia. Y que la familiaridad puede ser motivo de cierta falta de respeto. Es una de las cruces que las familias han de soportar, querido.

Victor apretó las mandíbulas.

—Tienes toda la razón, tía Mina. Ser aburrido es una nimiedad, ni siquiera es una falta, sólo una desgracia. Si he de ser crítico, me reservaré para cosas realmente importantes.

—Será mejor no hablar de ellas en absoluto —terció Thora con aparente satisfacción.

A Pitt le hubiera gustado intervenir, pero no podía preguntarle a Victor qué faltas tenía en mente sin ponerse en evidencia. Además, Oakley Winthrop difícilmente había sido asesinado por ser un pelmazo. Se volvió hacia Mina.

—Señora Winthrop, tal vez podría usted darme los nombres y direcciones de algunos colegas del capitán, y a quién podía haber visto recientemente; especialmente, cualquiera que viva en esta parte de Londres.

Bart Mitchell levantó rápidamente la vista.

—Buena idea. Si hubo alguna pelea, algún marino que se consideró ofendido, ellos seguro que lo sabrán. Incluso puede que haya habido un consejo de guerra o algo parecido. Alguien que fue despedido, o castigado severamente, quizá alguna cosa que se vivió como una injusticia…

—¿Tú crees? —terció Mina, moviéndose en su butaca para mirar a su hermano en vez de girar el cuello—. Bueno, la respuesta es bastante razonable. ¿Qué opina usted, señor Pitt?

—Habrá que investigarlo, sin duda.

Thora no parecía convencida:

—¿De veras crees que un oficial de la marina se comportaría de ese modo? Son gente muy preparada, gente acostumbrada a mandar y a la autodisciplina.

—Eso no significa que no puedan perder los estribos. —Victor adelantó el labio inferior y miró hacia el frente. Luego abrió la boca para continuar, pero cambió de opinión y apretó los labios.

—¡Eso es una tontería! —saltó Thora—. Los oficiales no son como el resto de la gente. Si se condujeran así, Victor, no los nombrarían para puestos de mando. —Hablaba cada vez con mayor convicción—. Deberías haber ingresado en la armada. Estoy segura de que habrías hecho una buena carrera. Tienes todo lo que se necesita, y el apellido de tu padre habría bastado para que te dieran todas las oportunidades.

Victor se afianzó en su expresión, la mirada perdida al frente.

—Creo que no eres justa, Thora —dijo Bart en voz baja—. La arquitectura es una profesión honrosa, y sería un pecado desperdiciar un verdadero talento. Victor, no cabe duda, está dotado para ello. Sus dibujos son realmente buenos.

—Gracias, señor Mitchell —dijo Victor con fría calma resentida—. Pero desgraciadamente, parece que eso no es propio de valientes.

—No seas tonto, querido —dijo Thora con una sonrisa forzada, perdiendo la paciencia antes de llegar a la segunda frase—. Claro que sí. Sólo que es… poco seguro. Y ten en cuenta que hay una estupenda tradición naval en la familia, a tu padre le hubiera complacido mucho. La tradición es importante, sabes. Es la piedra angular de nuestro país, lo que nos hace ingleses.

Victor guardó silencio.

Mina los miró. Los otros parecían haberse olvidado de Pitt.

—Supongo que le habría complacido un buen edificio —dijo a modo de ensayo—. Y estoy segura de que también le habría gustado oírte tocar. Victor, querido, ¿querrías tocar para nosotros durante el funeral en memoria de Oakley? Creo que sería muy edificante. Y tú eres casi de la familia; al fin y al cabo, el pobre Oakley era tu padrino.

La cara de Victor se ablandó y se sonrió.

—Por supuesto, tía Mina. Me encantaría. Dime lo que quieres que toque y estaré encantado de hacerlo.

—Gracias, querido. Pensaré en ello y ya te lo diré. —Se volvió hacia Pitt, moviendo de nuevo la cabeza en un curioso ángulo—. Victor toca el violonchelo maravillosamente, señor Pitt. Parece capaz de hacer reír y llorar a las cuerdas como si fueran una voz humana. Es capaz de sacarles toda la pasión y llegarte al alma con su instrumento.

—Desde luego, sería un pecado echar a perder ese talento —dijo sinceramente Pitt—. Yo preferiría hacer música antes que batallar en alta mar.

Victor le miró con curiosidad, ligeramente fruncida la frente con duda e interés, pero no dijo nada.

Thora tuvo la elegancia de no seguir discutiendo. Retomó el hilo del objeto de su visita.

—¿Podemos ayudarte de alguna forma, querida? —preguntó a Mina—. Vas a tener que arreglar muchos asuntos. Si puedo servirte en algo, dejarte a mi cocinera, ayudarte con las invitaciones o las cartas, avísame, por favor.

—Eres muy amable —dijo Mina sonriendo—. Tu mera compañía ya es de agradecer. Reconozco que apenas he pensado en esas cosas. Todavía estoy como atontada por la noticia.

—Por supuesto, querida —repuso Thora—. Es lógico. Ya es un milagro que aguantes todo esto. Eres extraordinariamente valiente. Y digna de esa centenaria hermandad de las viudas de marinos. Oakley estaría orgulloso de ti.

Una expresión de inalcanzable emoción cruzó por la cara de Bart Mitchell.

Victor suspiró muy despacio.

—¿Tenía más familia el capitán Oakley, aparte de sus padres? —preguntó Pitt aprovechando el silencio.

Mina volvió al presente.

—Oh, no; solamente lord y lady Winthrop. —Utilizó sus propios títulos, y Pitt tuvo la impresión de que así los consideraba ella, más que una mera formalidad derivada del hecho de que él no fuera de su posición social.

—Está su barco, por supuesto —dijo Bart—. Pero yo me ocuparé de eso. Aunque con las prisas que se da la prensa, no hay duda que a estas horas ya estarán al corriente. De todas formas, supongo que una notificación por parte de la familia sería un detalle. —Torció el gesto—. Ah, me olvidaba, superintendente, quería usted los datos de otros oficiales que viven en la zona. Creo que él tenía una lista de aquéllos con quienes mantenía contacto, estará en su mesa, en la biblioteca. Iré a buscarla. —Se excusó y salió de la habitación.

—Usted perdone, superintendente —dijo Thora un poco ruborizada—. No quisiera decirle cómo ha de hacer su trabajo, pero aquí no sacará nada sobre la muerte del pobre capitán. Debería salir a la calle o preguntar en el manicomio para ver si alguien se ha escapado. A buen seguro, una persona capaz de semejante acto debe de ser fácil de identificar. No puede estar cuerda de ninguna manera. —Enarcó sus cejas rubias—. Seguro que habrá más de una persona que le vio.

Victor se mordió el labio y miró el techo.

Mina miró a Pitt.

—Es posible, señora, y desde luego lo vamos a intentar —respondió Pitt—. Pero yo no abrigo muchas esperanzas. No todos los locos tienen aspecto de tales. Me temo que en su mayoría parecen tan normales como usted y yo.

—¿De veras? —dijo Thora con incredulidad—. Yo pensaba que sería fácil identificarle. Nadie puede matar de esa manera y parecer una persona corriente.

Pitt no discutió, era inútil hacerlo, y el regreso de Bart Mitchell con una libreta de direcciones le ahorró tener que responder.

—Aquí tiene, superintendente. Creo que le será de mucha utilidad. Hay una lista completa del personal del barco con las direcciones. Cuanto más pienso en ello, más razón creo que tiene usted, y que probablemente hubo una pelea o que alguien se sintió tratado injustamente y, tal vez con la ayuda de la bebida, perdió los estribos. —Su cara se animó—. Eso explicaría lo del arma. A fin y al cabo, cabe suponer que un oficial de la armada dispone de un alfanje o espada de algún tipo.

Mina se cubrió la cara con las manos.

Victor suspiró y se enderezó como si temiera perder el equilibrio.

—Pero Bart —lo reconvino Thora—. Estoy segura de que no ha sido tu intención, esto es una falta de delicadeza, querido. La idea es inquietante, y no creo que debamos seguir por ese camino. No me cabe duda de que el superintendente está más que habituado a esta clase de asuntos; no es preciso que le digamos por dónde ha de buscar.

—Oh, lo siento. —Bart se volvió hacia su hermana—. Mina, querida. Te ruego me perdones. —Luego miró a Pitt—. Creo que no podemos hacer nada más por usted, superintendente. Bien, ahora me gustaría ocuparme de mi hermana y poner manos a la obra en las cosas más indicadas en estas dolorosas circunstancias.

—Por supuesto —dijo Pitt—. Gracias por dedicarme su tiempo. Que tengan un buen día, señora Winthrop, señora Garrick, señor Garrick.

Con una ligera inclinación de la cabeza, se marchó, recogiendo el sombrero que le tendió el pálido mayordomo en el zaguán antes de salir al soleado día de primavera. En su mente se mezclaban la congoja, la ansiedad, el dolor de la familia… y algo más que aún no veía lo bastante claro como para ponerle un nombre.

Más tarde, Pitt hizo lo que debía hacerse en el inicio de toda investigación por asesinato: la necesaria y desagradable visita al depósito para ver por sí mismo el cadáver. No esperaba sacar de la visita mucho más de lo que ya había deducido por las explicaciones de Tellman. Pero siempre había la remota posibilidad de observar algo que, llegado el momento, cobraría algún sentido.

Odiaba los depósitos de cadáveres, su repugnante olor y su desnudez, y siempre hacía frío aun en pleno verano. Ya estaba tiritando cuando informó al celador de su propósito. No tuvo que dar su nombre, allí le conocían de sobra.

—Sí, señor —dijo alegremente el celador—. Le estábamos esperando. Ya me parecía que este fiambre le haría venir a usted. Un feo asunto, ¿eh? Muy feo. —Y dando media vuelta, acompañó a Pitt hasta la sala donde el cuerpo yacía bajo una sábana, una forma extraña e inhumana al carecer del bulto que habría formado su cabeza—. Aquí lo tiene, señor. —El celador apartó la sábana como un ilusionista.

Pitt había visto muchos cadáveres y cada vez trataba de prepararse, pero nunca lo conseguía. Notó un vahído en el estómago y sensación de mareo. Los restos de Oakley Winthrop yacían desnudos y blancos sobre la superficie de mármol. Sin cabeza, parecía desprovisto de dignidad, incluso de humanidad.

—¿Qué han hecho con la cabeza? —dijo involuntariamente Pitt, lamentándolo al punto. Eso dejaba entrever su turbación.

—Pues… —repuso el celador—. La dejé encima del banco. Supongo que habría sido mejor poner el cuerpo entero. —Fue al banco en cuestión y cogió un objeto grande cubierto por un paño, lo desenvolvió con manos diestras y se lo llevó a Pitt—. Tome, señor. Es lo que falta.

—Gracias. —Pitt tragó saliva.

Observó a conciencia, pero no sacó en claro más de lo que ya sabía por el informe de Tellman, y por lo que habría dicho el forense. Winthrop había sido un hombre fornido, de espaldas anchas y tórax grande y musculoso, pero ahora blando y con un inicio de grasa. Parecía bien alimentado, terso, las manos muy limpias. No tenía marcas ni magulladuras, a excepción de la lividez que Pitt esperaba como resultado de la falta de bombeo del corazón. Por lo demás, no había muestras de decoloración. Sus manos estaban inmaculadas, así como sus uñas.

Luego observó la cabeza. Tenía el pelo castaño claro y corto. En lo alto del cráneo apenas tenía cabellos. Se fijó en los rasgos de la cara. Estaban irreconocibles, y sin expresión ni vida era difícil especular sobre su carácter. No pudo detectar señales de humor o imaginación, pero era difícil sacar conclusiones.

Por último, hizo el esfuerzo de analizar la herida, si es que así podía llamarse a aquel tajo. Era un corte limpio, hecho de un solo y potente golpe con un arma blanca muy afilada. Debía de haberlo hecho una persona robusta, o bien alguien que golpeara desde una altura considerable y usando la fuerza del peso y el impulso, como con un hacha de carpintero.

El olor del depósito se le atascaba en la garganta, tenía mucho frío.

—Gracias. Eso es todo, al menos de momento.

—Sí, señor Pitt. ¿Quiere ver la ropa? Iba elegantemente vestido; dicen que era capitán de la armada. Bonito uniforme. Lástima la sangre. Nunca había visto tanta sangre.

—¿Había algo en los bolsillos?

—Lo normal, calderilla… y una carta de su proveedor de vinos, así es como supimos su nombre, creo. Unas cuantas llaves, supongo que de la bodega o del escritorio; de uso doméstico. Un pañuelo, un par de tarjetas de visita, un cortapuros. Nada interesante, ninguna carta amenazadora. —Sonrió lúgubremente—. Un feo asunto, señor Pitt. Creo que algún loco anda suelto.

—¿De veras? Cúbralo y avíseme cuando haya terminado el forense.

—Sí, señor. Buenas noches.

—Buenas noches.

Pitt llegó a casa cansado. Se quitó las botas y fue hacia la cálida e iluminada cocina.

Charlotte no se dio la vuelta enseguida; estaba removiendo una humeante sartén sobre la amplia y negra cocina económica.

—¿Tienes hambre? —preguntó sin mirarle.

Pitt se sentó a la mesa de madera, dejándose invadir por la calidez y respirando el aroma a ropa limpia, harina, carbón y calor de los fogones, a piso bien fregado.

Charlotte se volvió para hablar pero entonces le vio la cara.

—¿Qué? —dijo amablemente—. Algo malo, ya lo veo.

—Asesinato. Un decapitado en Hyde Park.

—Oh. —Ella inspiró hondo al tiempo que se apartaba un mechón de la frente—. ¿Sopa?

—¿Cómo?

—¿Quieres sopa? Tienes cara de frío.

Él asintió sonriente, empezaba a relajarse.

Charlotte levantó la tapa de la cazuela y sirvió caldo en un plato. Le dejó el plato delante, con pan fresco y un pastelillo, se sentó y esperó a que él empezara a hablar.

No era por cortesía ni bondad, él lo sabía. Charlotte estaba muy interesada, como siempre. No hacían falta excusas.

Brevemente, entre cucharada y cucharada, se lo contó.