5
Emily iba de punta en blanco, como correspondía a la ocasión. Llevaba su vestido favorito, el de color verde nilo, elegantísimo y ribeteado con cuentas de plata y aljófares. La cintura era minúscula y, ella misma lo admitía, menos que cómoda, y el corpiño cruzado en la parte delantera con el escote largo. El polisón casi desaparecía, sustituida su plenitud por una nueva plenitud en lo alto de la manga, que iba decorada con plumas en el hombro. El efecto era sorprendente, y Emily era consciente de ello por las generosas miradas de los caballeros, las sonrisas congeladas de las damas y el subsiguiente cuchicheo.
Había sido una cena opípara servida por todo lo alto. Los invitados estaban ahora en las diversas salas de recepción, charlando, riendo e intercambiando chismes personales y políticos en pequeños grupos, aunque por supuesto lo personal era lo más político de todo. Se acercaban las elecciones y el ambiente estaba muy caldeado.
Emily estaba de pie, no porque así lo deseara sino porque su corsé —que había comprimido su exquisito talle— le impedía sentarse mucho rato sin sentirse incómoda. Bastante había tenido con la cena.
—Cuánto me alegro de verla, querida señora Radley, y con un aspecto tan… excelente. —Lady Malmsbury enseñó una luminosa sonrisa contemplando a Emily fríamente. Lady Malmsbury había dejado atrás los cuarenta, era morena, más bien gruesa y ardiente partidaria de los tories y, por consiguiente de Nigel Uttley, el rival de Jack. Su hija Selina era de la edad de Emily, de la que había sido amiga anteriormente.
—Estoy muy bien de salud, gracias —respondió Emily con una sonrisa igualmente deslumbrante—. Espero que usted también lo esté. Desde luego, así lo parece.
—Pues sí —dijo lady Malmsbury, estudiando discretamente a Emily y juzgándola negativamente—. ¿Cómo está su madre? No la veo desde hace un siglo. Espero que bien. Esto de quedar viuda es horrible para cualquier mujer, tenga la edad que tenga.
—Está muy bien, gracias —dijo Emily un poquito más a la defensiva. No deseaba entrar en ese tema.
—La otra noche tuve una experiencia de lo más extraña, sabe usted —continuó lady Malmsbury, moviéndose de forma que sus faldas rozaron las de Emily—. Salía yo de un recital, un estupendo recital de violín. ¿Le gusta a usted el violín?
—Por supuesto —se apresuró a decir Emily, preguntándose qué querría decirle tan confidencialmente. El brillo de sus ojos no auguraba nada bueno.
—Yo también. Y éste era finísimo. Qué prodigio. Un instrumento de lo más elegante —continuó, sin dejar de sonreír—. Y mientras yo bajaba por el Strand para tomar el fresco antes de subir a mi coche, vi un grupo de personas saliendo del Gaiety Theatre, y una de ellas me recordó mucho a su madre. —Abrió un poco más los ojos—. Hubiera jurado que era ella, de no ser por aquel vestido y la compañía en que se encontraba.
Emily no tenía más alternativa que escurrir el bulto, si no quería responder a la inevitable pregunta.
—¿De veras? Qué raro. Sería un efecto óptico, supongo. A veces las farolas producen impresiones extrañísimas.
—¿Cómo dice?
—Digo que las farolas pueden causar extrañas impresiones —repitió Emily con una sonrisa artificial. Se negó a preguntar quién acompañaba a su madre.
Pero lady Malmsbury no estaba dispuesta a capitular.
—No creo que pudieran crear una ilusión como aquélla. ¡Estaba con un grupo de actores, querida! Y se la veía muy a gusto entre ellos. No era casualidad que salieran juntos. Y nada menos del Gaiety. Su madre nunca habría ido a ese sitio, ¿verdad? —Se rio ante lo absurdo de la idea, una carcajada dura y vibrante—. ¡Y con semejante gente!
—Creo que yo no distinguiría a un grupo de actores si los tuviera delante —respondió fríamente Emily—. Me lleva usted ventaja.
Lady Malmsbury endureció la expresión y levantó las cejas.
—Sé que ha estado usted alejada de la buena sociedad durante su embarazo, querida, pero estoy segura de que reconocería a Joshua Fielding. Ahora está muy bien. Un rostro interesante, facciones notables; nada más lejos de lo que una llamaría corriente, y de lo más expresivas.
—Oh, si era Joshua Fielding, imagino que iría al Gaiety como espectador, no que hubiera actuado allí —dijo Emily forzando al máximo su candoroso papel—. Es un actor muy serio, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo lady Malmsbury—. Pero eso no significa que sea buena compañía para una dama, socialmente al menos. —Volvió a reír sin dejar de mirarla.
—Pues no lo sé —dijo Emily, aguantando la mirada—. No tengo el gusto. —Era mentira, pues se habían conocido en privado, de modo que lady Malmsbury no podía saberlo.
—Es un actor —repitió lady Malmsbury—. Se gana la vida en el escenario.
—También la señora Langtry —observó Emily—. Y parece que el príncipe de Gales la encuentra perfectamente aceptable, quiero decir socialmente.
Lady Malmsbury cuadró las mandíbulas.
—No es lo mismo, querida mía.
—No sé hasta qué punto puede decirse que la señora Langtry consiga la mayor parte de sus ingresos en el escenario; actuando quizá sí, pero en una posición muy distinta y en lugares menos… públicos. Al menos en general.
Lady Malmsbury se sonrojó.
—¡Será posible! Debo decirle que considero ese comentario del peor gusto. Desde que se ha vuelto a casar, querida, ha cambiado usted mucho, y no para mejor. Ahora entiendo por qué su pobre madre no se deja ver en sociedad tanto como antes. Aunque sea con un turbante de seda y un vestido sin cintura.
Emily se esforzó por parecer perpleja, aunque interiormente hervía de prevención.
—No me imagino a nadie en sociedad con semejante atuendo —dijo.
—Y en el Gaiety Theatre —dijo lady Malmsbury—. De lo más peculiar.
—Desde luego. —Emily ya no tenía nada que perder, y dijo lo que le vino a la cabeza—: Espero que pasara usted una velada agradable. Una buena cena, ¿excelente, quizá? —Levantó las cejas—. Y muy festiva… —pronunció despacio la palabra, mirándola sin contemplaciones.
Otra ascendente oleada de color cubrió la cara de lady Malmsbury. La insinuación era exquisita, pero no tan sutil que a ella se le hubiera escapado.
—Agradable, pero no indulgente —dijo entre dientes.
Emily sonrió como si no creyera una palabra.
—Ha sido un placer, lady Malmsbury, volver a verla tan… robusta.
La mujer buscó algo igualmente vejatorio y, al no encontrarlo, se alejó con un frufrú de tafetán verde y negro.
Emily había ganado la batalla verbal, no obstante lo cual estaba muy preocupada. Ni por un instante había dudado que fuera Caroline la mujer a quien había visto lady Malmsbury, vestida de modo extravagante y en compañía de Joshua Fielding y sus amigos. Tendría que hacer algo al respecto, pero de momento no se le ocurría qué.
Ahora le tocaba ser encantadora y dar a todo el mundo la impresión de que nada la inquietaba salvo de qué manera apoyar a Jack mientras él se ocupaba de ganar la elección, pese a que no estaba nada segura de que Jack saliera victorioso. Los tories tenían mucho apoyo en la zona. Jack era un recién llegado a la política y Nigel Uttley tenía muchos amigos influyentes, además de la ayuda secreta y omnipresente del Círculo Interior.
Adoptó una expresión de inteligente interés y zarpó a presentar batalla.
Al día siguiente hubo de prepararse para un problema de muy distinto orden. Esta vez no había necesidad de vestir de un modo especial; el armamento era meramente emocional y mental. Así pues, llevaba un vestido corriente de muselina a lunares cuando se apeó del coche en Cater Street y se plantó en casa de su madre.
—Buenos días, Maddock —dijo cuando el mayordomo abrió la puerta. Le conocía desde que era una niña y no se andaba con formalidades—. ¿Está mamá? Bien. He de verla.
—Me temo que no ha bajado aún, señorita Emily. —Maddock no sé negó a dejarla entrar, pero sí le bloqueó el paso al llegar al pie de la escalera.
—Entonces dígale que estoy aquí y pregúntele si puedo subir. —En ese momento una idea espantosa la sobrecogió. ¡Caroline tenía que estar sola! ¿O no? No podía haber perdido la cabeza hasta el punto de… Cielo santo. Emily se quedó helada y las piernas le flaquearon.
—¿Se encuentra bien, señorita Emily? —dijo Maddock—. ¿Quiere que le traiga un poco de té?, ¿una limonada, quizá?
—No. Gracias, Maddock. —Tenía que afrontarlo, fuera cual fuese la verdad—. Dígale a mamá que deseo verla urgentemente.
—¿Pasa algo malo, señorita Emily?
—Eso está por ver. Pero sí, me temo que hay al menos un problema.
—De acuerdo, si quiere usted sentarse, avisaré a la señora que está usted aquí. —Y sin decir más subió la escalera.
A Emily la espera se le hizo interminable. ¿Y si Caroline estaba teniendo un romance en toda regla con Joshua? Era mejor no pensarlo. Tenía que haberse vuelto loca de remate. La viudez la había desequilibrado, no había otra respuesta posible. La sumisa, predecible y ordinaria madre se había desquiciado por completo.
—Señorita Emily.
—Oh… —Dio media vuelta.
Maddock había bajado la escalera sin que ella le oyese.
—La señora Ellison la recibirá, si hace usted el favor de subir a la alcoba —dijo Maddock con mucha flema.
—Gracias. —Emily se recogió rápidamente las faldas, prescindiendo de toda elegancia femenina, subió la escalera a todo correr, dobló la esquina al llegar al rellano y sin apenas llamar se precipitó en la alcoba de su madre.
Se detuvo de seco. Estaba todo muy cambiado. Los viejos tonos sobrios café con leche habían desaparecido, así como los muebles de madera oscura. En su lugar había un verdadero colapso de rosas, rojos y amarillos mezclados, una cuja de latón con botones relucientes y muebles pálidos hechos a saber de qué. La habitación parecía el doble de grande, y como si la hubieran transportado fuera de la casa para depositarla en mitad de un jardín. Por si no bastaba con las cortinas, la cuja y el dosel floreados, había también un enorme jarrón de cristal lleno de rosas sobre el tocador, y como aún estaban a primeros de mayo, tenían que proceder de algún invernadero.
Caroline estaba sentada en la cama, envuelta en un peinador de seda color albaricoque y con el pelo suelto sobre los hombros; su aspecto era de verdadera dicha.
—¿Te gusta? —preguntó, viendo la cara de sorpresa de su hija.
Emily estaba horrorizada, todo le resultaba diferente y muy poco familiar, pero debía confesar honestamente que lo encontraba agradable.
—Es… es precioso —dijo a la fuerza—. Pero ¿por qué? Además, te habrá costado una fortuna…
—No creas —dijo Caroline con una sonrisa—. Qué caramba, paso mucho tiempo aquí, yo diría que la mitad de mi vida.
—Durmiendo —protestó Emily con un vahído en el estómago.
—En fin, a mí me gusta así. —Caroline estaba contenta—. Es mi habitación. Siempre quise tener una habitación llena de flores. Y es muy acogedora, aunque estés en pleno invierno.
—Eso no lo sabes —argumentó Emily—. Vine a verte en marzo y todavía no habías cambiado nada.
—Pues cuando llegue —dijo su madre sin arredrarse—. Además, marzo puede ser peor que el invierno. Muchas veces nieva en marzo. Y quiero gastarme el dinero como me dé la gana.
Emily se sentó en la cama. Lo cierto era que Caroline estaba radiante. Tenía una piel luminosa y sus ojos brillaban de vitalidad y entusiasmo. Emily se hacía cruces de cuando Joshua se cansara de ella y la dejara plantada. De pronto le odió.
—¿Qué pasa? —preguntó Caroline—. Me ha dicho Maddock que querías hablarme de algo urgente, y la verdad es que te veo un poco nerviosa. ¿Tiene que ver con Jack y las elecciones?
—Bueno… en realidad no.
—No te explicas muy bien —señaló su madre—. Será mejor que me lo cuentes y ya decidiremos después con qué o con quién tiene que ver.
Emily miró hacia la ventana, sus hermosas flores festoneadas.
—Ayer tarde estuve en una cena… —empezó, pero se interrumpió: ahora que se había decidido, le parecía de lo más trivial. Buscó la mejor manera de decirlo.
—¿Y? —la urgió Caroline, irguiéndose un poco sobre las almohadas—. ¿Conociste allí a alguien importante?
—Varias personas. Pero ésta en concreto no lo era en absoluto. —Su madre frunció el entrecejo—. Fueron las cosas que me dijo —continuó Emily—. Bueno, se trata de lady Malmsbury…
—¿La madre de Selina Court? —Caroline pareció sorprendida—. Por cierto, ¿has visto a sir James últimamente? Era un hombre muy agradable, ahora se ha vuelto gordo y se está quedando sin pelo. Siempre pensé que Selina podía haberse casado mejor, pero Maria Malmsbury no quería esperar.
—Sí, nunca me pareció gran cosa. En fin, lady Malmsbury me contó que te vio salir del Gaiety Theatre vestida con un turbante rosa y un vestido sin cintura digna de ese nombre, acompañada de Joshua Fielding y otros actores. O, para ser más exactos, dijo que era imposible que fueses tú. Pero naturalmente quiso decir que sí lo eras.
—¡Ah, sí, lo pasamos divinamente! —exclamó Caroline con entusiasmo al recordarlo—. Fue muy divertido. Nunca pensé que algunas canciones pudieran ser tan pegadizas. Y hacía años que no me reía tanto. Reír es muy bueno, sabes. Sobre todo para la cara.
—Pero con un turbante rosa…
—¿Por qué no? La seda es un tejido delicioso, y los turbantes favorecen mucho.
—¡Mamá! ¡Y un vestido sin cintura! Si es que tenías que ir, ¿no podías haberte puesto algo más normal? Ya nadie se pone esas cosas.
—Mi querida Emily, no tengo la menor intención de dejar que Maria Malmsbury me diga cómo he de vestir, ni dónde debo divertirme o en compañía de quién. Y me importa un rábano la moda. Por más que os quiera a ti y a Charlotte, tampoco dejaré que me deis instrucciones. —Puso una mano sobre la de Emily—. Si eso te avergüenza, lo siento; pero ha habido momentos en que tú misma me has hecho pasar vergüenza. Por ejemplo, cuando te metes en las cosas de Thomas.
—Tú también lo hiciste —repuso Emily indignada—. No han pasado ni seis meses. ¿Cómo puedes ser tan…?
—Lo sé —se apresuró a decir Caroline—. Y si las circunstancias me brindaran la oportunidad, lo haría otra vez. La experiencia me ha enseñado que me equivoqué al sentirme avergonzada. Puede que con el tiempo tú aprendas lo mismo.
Emily soltó un gemido de frustración.
—¿Es eso lo único que te preocupa? —preguntó su madre.
—Por el amor de dios, mamá, ¿te parece poco? Mi madre sale con un actor que tiene la mitad de sus años, y el que eso la excluya de la buena sociedad parece no importarle. ¡La ven por el Strand vestida quién sabe cómo!
—Querida, si eso asusta a tus respetables votantes, quizá me granjeará las simpatías de otros menos respetables —dijo Caroline alegremente—. Confiemos en que pierdan los mojigatos. Pero si quieres que me quede en casa vestida de morado para que Jack salga victorioso, me temo que no te haré ese favor, y no será porque yo no quiera que gane.
—No estaba pensando en Jack. Me preocupas tú —protestó Emily, y lo decía en serio pues no confiaba en que Jack saliera elegido—. ¿Qué pasará cuando todo esto acabe? ¿Has pensado en ello?
La alegría se desvaneció de la cara de Caroline. Ahora parecía tan vulnerable que Emily sintió ganas de abrazarla como habría hecho de niña.
—Estaré vieja y sola y recordaré los buenos momentos en que fui feliz y amada —respondió Caroline con calma, mirando la colcha rosa—. Habré tenido risas, imaginación y amistad como pocas mujeres han tenido nunca, y conservaré mis recuerdos sin amargura. —Miró a su hija—. Eso es lo que pasará. No pienso dejarme vencer, ni espero que tú o Charlotte me hagáis compañía mientras lloro por ello. ¿Te sientes mejor así?
Emily notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y se sintió ridícula.
—No. Yo… ¡me sabrá muy mal por ti! —Sorbió por la nariz y buscó un pañuelo sin encontrarlo.
Caroline le dio el que tenía bajo la almohada.
—Es el precio del cariño, querida —dijo—. Normalmente son los padres los que se afligen, pero a veces pasa al revés. La única manera de evitarlo es no querer demasiado a nadie para que luego no te duela. Pero eso es como tener muerta una parte de ti.
Emily soltó un largo suspiro. No había nada que decir a aquello, nada que objetar.
—Háblame de la campaña —propuso Caroline, recuperando el pañuelo—. Y de la casa nueva de Charlotte; ¿la has visto?
—Sí. De momento es horrible. Pero creo que podrá quedar muy bien, reparando muchas cosas y gastando al menos un centenar de libras, quizá incluso doscientas. —Y pasó a contárselo a Caroline.
Cuando se disponía a marcharse, media hora después, se topó con su abuela en el vestíbulo. La vieja dama iba vestida de negro, como era su costumbre; creía que una viuda debía comportarse como tal. Apoyada pesadamente en su bastón observó a Emily descender la escalera hasta la planta baja antes de hablar.
—Vaya —dijo—, conque has venido a ver a tu madre. ¡Esto parece el lugar de trabajo de una buscona! Se le ha aflojado un tornillo, claro que siempre los tuvo un poco flojos. Fue mi pobre Edward el que consiguió que no perdiera la dignidad mientras vivió. Seguro que estará removiéndose en la tumba al ver este antro. —Maltrató el suelo con su bastón—. No creo que pueda quedarme aquí más tiempo. No hay quien lo aguante. Creo que iré a vivir contigo. —Giró furiosa hacia el vestíbulo—. Con Charlotte es imposible. Siempre lo fue. Se ha casado con quien no debía. Eso no lo podría soportar.
Emily estaba horrorizada.
—¿Todo porque mamá ha decorado de nuevo su alcoba? —Su voz denotaba incredulidad—. Si no te gusta, basta con que no entres.
—¡No seas ridícula! —dijo la anciana, mirándola de nuevo—. ¿Acaso crees que lo hizo sólo para ella? Tiene intención de meter ahí a ese hombre. Está más claro que el agua.
Emily no creyó que pudiera soportar tener a su abuela viviendo en casa. Ni siquiera Ashworth House, con su enorme amplitud, era lo bastante grande para compartirla con la abuela.
—No pienso vivir en una casa de gente inmoral y escandalosa —dijo la anciana con vehemencia, elevando la voz—. ¡Que haya de aguantar esto a mi edad! —Sus ojillos refulgían—. Acabaré muriendo de pena.
—¡Tonterías! —dijo Emily—. Todavía no ha pasado nada, y quizá no pase nunca. —Aunque no lo creía del todo, y por eso procuró evitar la mirada de su abuela.
—¡A mí no me digas «tonterías»! —La anciana volvió a golpear furiosamente con el bastón, arañando el piso de madera—. Yo he visto lo que he visto, y sé muy bien cuando una mujer es una perdida.
—No es una mujer, es mamá. Además, tú nunca has visto una perdida en esta casa, de modo que no sabes de qué hablas.
—¿Acaso sabes con quién estás hablando, muchacha? —le espetó la anciana. Y mientras Emily iba hacia la puerta, añadió—: Y estate quieta mientras te hablo. ¿Es que no tienes valor?
—No hay más que hablar, abuela. He de volver a casa. Tengo obligaciones que cumplir.
La anciana soltó un gruñido de hastío, golpeó nuevamente el suelo con su bastón, dio media vuelta y se alejó cojeando. Emily aprovechó la ocasión para huir.
No le contó nada a Jack. No iba a sacar nada de ello, y la idea de que la abuela pudiera ir a vivir a Ashworth House, aunque muy improbable, habría sido suficiente para distraer a su marido de la tarea más inmediata.
Emily fue directamente al piso de arriba y entró en el cuarto de la niña. Sorprendió a la vieja aya sentada en su mecedora con la niña en brazos, casi dormida. La niñera joven, Susie, dejó la ropa que estaba doblando, y Edward abandonó lo que le quedaba de arroz con leche y se levantó de la mesa sin permiso.
—¡Mamá! —exclamó, corriendo a saludarla—. ¡Mamá! Hoy me han explicado la historia del rey Enrique VI. ¿Sabías que tuvo ocho esposas y que a todas les cortó la cabeza? ¿Tú crees que la reina le cortará la cabeza al príncipe Alberto si se cansa de él? —Se detuvo delante de Emily, tieso, delgado, el rostro radiante de entusiasmo, su pelo rubio muy parecido al de ella, cayéndole sobre la frente. Llevaba una blusa blanca holgada de cuello ancho y un pantalón a rayas. No se estaba quieto—. Sería emocionante, ¿verdad?
—En absoluto —dijo Emily sorprendida, alargando la mano para acariciarle. Quería tomarlo en brazos y estrecharlo contra ella, pero sabía que a él no le iba a gustar nada. Edward lo consideraba cosa de bebés, y soportaba el beso de buenas noches siempre con protestas—. Además era Enrique VIII —le corrigió—. Sólo tuvo seis esposas, y sólo les cortó la cabeza a algunas.
Edward pareció decepcionado.
—Ah. ¿Y qué pasó con las otras?
—Una murió, de otras dos se divorció, y la última vivió más que él.
—Pero, a las demás ¿las decapitó?
—Eso creo. ¿Qué más has hecho hoy?
—Sumas. Y geografía.
La señorita Roberts, la institutriz, apareció en la puerta del cuarto de estudio. Era hija de clérigo, delgada, vulgar y de unos treinta años, demasiado mayor para confiar en un matrimonio. Se veía obligada a ganarse la vida, y éste era un modo aceptable de hacerlo. A Emily le gustaba y esperaba con ilusión el momento en que se haría cargo de la educación de Evie.
—Buenas tardes, señorita Roberts —dijo—. ¿Aprende bien?
—Sí, señora Radley —dijo la institutriz con una ligera mueca—. Le interesan más las intrigas y las batallas que las leyes y tratados. Pero supongo que es natural. A mí me gusta la reina Isabel.
—Y a mí —dijo Emily.
Edward las miró alternativamente, pero era lo bastante educado para no interrumpir.
—No te has terminado el arroz con leche —le dijo la institutriz.
El chico la miró.
—Se habrá enfriado.
—¿Y quién tiene la culpa? —preguntó ella.
Edward pensó en discutir, pero la miró un momento y decidió que era mejor no hacerlo. No era honroso discutir y acabar perdiendo, sobre todo ante una mujer, y como joven vizconde era muy sensible a su dignidad nobiliaria, que ya era difícil de mantener para un niño de siete años rodeado de féminas. Volvió a la mesa, se subió a la silla y cogió la cuchara.
Emily miró a la señorita Roberts y ambas disimularon una sonrisa.
La señorita Roberts volvió al cuarto de estudio.
La niñera partió con la pila de ropa para guardarla en su sitio.
Emily se volvió al aya y tendió los brazos para que le diese el bebé.
—Se acaba de dormir, pobrecilla —protestó el aya.
Era una mujer grande y confortable que había sido ama de cría en su juventud. Se llevaba bebés de noble cuna a su propia casa para darles el pecho durante el primer año o incluso más, y luego los devolvía a sus casas y al cuidado de las niñeras, doncellas y finalmente institutrices y tutores. Le gustaban sobre todo hasta los tres años de edad, aunque era proclive a encariñarse de un niño en particular y luego le costaba desprenderse de él. Emily no pensaba admitir una negativa. Quería tener a la niña en brazos, sentir su peso, tocar su sedosa piel y mirar su cara diminuta. Siguió con los brazos extendidos.
El aya también sabía cuándo no debía discutir. Se levantó y le entregó el bebé.
Evie no se movió cuando Emily la tomó en brazos y la meció suavemente. Tras unos instantes durante los cuales el aya se ocupó de otras cosas, aunque en realidad no había nada que hacer, Emily empezó a acariciar la cabeza de Evie y al final consiguió despertarla. Se sentó en la mecedora y empezó a decirle cosas, cosas sin sentido, y al cabo de un cuarto de hora —durante el cual todo quedó en suspenso, la niñera no podía recoger, el aya no tenía nada útil que hacer, Edward se terminó el té y ya se le hacía tarde para su cuento de ir a dormir— Evie rompió a llorar.
Esta vez el aya no tuvo paciencia. Cogió a Evie sin decir palabra, introdujo un poco de algodón en agua azucarada y se lo metió en la boca, diciéndole a Emily con firmeza que sería mejor que cada cual volviera a sus obligaciones.
Obediente, Emily dio las buenas noches a Edward sin besarle, lo cual de entrada satisfizo enormemente al niño, pero luego le dejó con una pizca de inseguridad. ¿Sería preferible no mostrarse tan digno? Sin embargo, ya que había tomado aquella decisión, ahora no podía volverse atrás, sobre todo delante de Roberts, cuya opinión valoraba él mucho. Mañana pondría la mejilla para que se la besaran, y de ese modo la iniciativa habría sido suya. Era una excelente solución. Se fue a la cama más que satisfecho. Además, el cuento del día, que iba sobre el rey Arturo, era de los mejores.
Emily le observó con emoción y luego, tras unas breves palabras al personal, bajó a esperar a Jack.
Jack llegó alrededor de las siete tras haber pasado el día entero ocupado en asuntos políticos, y se alegró de poder olvidarse de todo aunque fuera sólo un rato, ya que esperaba a un grupo al que debía persuadir o convencer durante la cena. En el plazo de tres semanas justas se celebrarían las elecciones, y su mente estaba totalmente absorbida en los preparativos.
A la mañana siguiente se encontraba Emily en el cuarto del desayuno, uno de los lugares que más le gustaban de la casa, cuando entró su marido trayendo dos periódicos. La habitación era octogonal y tenía tres puertas, una de las cuales daba al sombreado jardín orientado al este, y el sol de la mañana se colaba por el cristal de aquella puerta iluminando el suelo de parquet y las vitrinas con delicadas piezas de porcelana que ocupaban dos paredes.
—No se habla de otra cosa —dijo Jack muy serio, dejando el periódico en una esquina de la mesa—. El Times lo saca en primera página.
Emily no tuvo que preguntar a qué se refería. La última cosa que habían comentado antes de ir a la cama había sido el asunto de Hyde Park, lo cual obviaba toda explicación por parte de él.
—¿Qué dice la prensa? —preguntó ella.
—El Times trata de mantener cierta calma —respondió Jack—. Un articulista habla de locura, y dice que la cosa va en aumento. Según uno de los corresponsales del diario existe en Viena una escuela de medicina que lo explica todo en términos de acontecimientos de la infancia, hablan de sueños, represión, cosas así. —Se sentó a la mesa y alcanzó la campanilla, pero antes de que pudiera accionarla apareció el mayordomo—. Huevos, beicon y patatas, Jenkins, por favor —dijo Jack.
—Hay unos riñones picantes buenísimos, señor —sugirió Jenkins—. ¿Le pongo una tostada recién hecha?
—¿Significa que se han terminado los huevos? —dijo Jack.
—No, señor, quedan al menos tres docenas. —Jenkins seguía imperturbable—. Entonces ¿le traigo huevos, señor?
—No, los riñones me parecen bien —respondió Jack, y miró a Emily inquisitivamente.
—Compota y tostadas —respondió Emily.
—¿No te aburres de eso? —Jack juntó las cejas, pero su mirada era afable.
—Qué va. De albaricoque, Jenkins, si aún le quedan a la cocinera. —No podía permitir que Jack lo supiera, y menos todavía la servidumbre, pero se había propuesto recuperar la figura que tenía antes del último embarazo, y mantenerla.
—Sí, señora. —A Jenkins le seguía costando no llamarla «milady», como había hecho en vida de George, cuando ella era lady Ashworth. Se retiró en silencio.
—Seguramente no hay beicon —dijo Emily con una sonrisa—. ¿Qué más?
Jack estaba habituado a su manera de pensar. Sabía que estaba hablando de los periódicos. Había tema para rato.
—Un eminente doctor opina sobre cómo se cometieron los crímenes —prosiguió—. Poco interesante. Un periodista está convencido de que fue una mujer, no sé por qué. Y otro escribe sobre las fases de la luna y da una predicción sobre el próximo asesinato.
—¡Pobre Thomas! —exclamó Emily.
Jack la miró muy serio.
—Pero lo que más abunda son críticas a la policía, a sus métodos e incluso a su existencia misma. —Suspiró—. Uttley ha escrito un largo artículo, sale en el Times, y debo decir que es muy duro con Thomas, aunque no alude directamente a él. Naturalmente sólo pretende sacar partido político de todo esto, le da igual a quién pueda herir en el intento.
Emily alcanzó el diario, y en las manos lo tenía cuando Jenkins volvió con los riñones para Jack y su compota de frutas. El mayordomo la miró de reojo y disimuló mal su desaprobación. En su época las damas no leían del periódico más que aquello que sus maridos les dictaban, por regla general noticiarios de la corte, bodas y necrológicas, y, con un poco de suerte, críticas y reseñas teatrales. Opiniones y comentarios políticos no eran apropiados para las mujeres. Esas cosas excitaban la sangre y turbaban la imaginación. Jenkins había sido lo bastante osado para señalárselo así en una ocasión a lord Ashworth, pero por desgracia no le habían hecho caso.
—Gracias, Jenkins —dijo Jack distraído, y Emily repitió sus palabras más distraída aún. Jenkins se retiró suspirando.
—Ya lo sé —dijo Emily, empezando a leer sin prestar atención a la comida—. «No hay duda de que cuando el gobierno de su majestad creó un cuerpo de policía al servicio de los ciudadanos de Londres, dio un paso decisivo hacia el bienestar de todas las personas que habitan este populoso corazón del Imperio. Pero ¿era esto lo que aquellos hombres tenían en mente al fundar la policía? En el otoño de 1888 hubo una serie de escalofriantes asesinatos en Whitechapel que han quedado en los anales como unos de los más salvajes. También han pasado a la historia por ser asesinatos no resueltos. Y a nuestra policía, tras meses y meses de investigación, sólo se le ocurre decir: “No sabemos”. ¿Nos merecemos esto, es eso lo que estamos pagando con nuestro dinero? Yo creo que no. Necesitamos un cuerpo más profesional, hombres que además de dedicación tengan capacidad y cultura para impedir que estos crímenes se repitan. Nuestro imperio se extiende a todos los confines del mundo. Hemos conquistado y sometido naciones salvajes. Hemos colonizado el helado norte, el sur abrasador, las llanuras del Oeste y las selvas y desiertos de Oriente. Hemos plantado la bandera en todos los continentes y hemos llevado a todos los pueblos la ley, el gobierno, la religión y la lengua. ¿Es que no somos capaces de controlar a los elementos revoltosos de nuestra propia capital? Caballeros, hay que hacer algo. Debemos cambiar esta lamentable historia de ineptitud y fracaso. Debemos reorganizar las fuerzas de la ley y asegurarnos de que son las mejores del mundo antes de que nos convirtamos en el hazmerreír, en sinónimo de incompetencia, y nos caigan encima todos los criminales de Europa. No nos sirven las blandas opciones del partido liberal. Lo que hace falta es firmeza y determinación».
Emily dejó el periódico disgustada. No debía sorprenderle lo leído y no le sorprendía, pero no pudo evitar una rabia interior. Miró a Jack.
—Qué estupidez —dijo—. Esto son sólo palabras. De hecho no propone nada en concreto. ¿Qué más quiere que haga Thomas?
—No lo sé —admitió él—. Si lo supiera sería el primero en ir a decírselo. Pero no se trata sólo de encontrar la solución. —Saboreó con deleite sus riñones picantes. Esperó a tragar el primer bocado para seguir hablando—. Es encontrar la solución que quiere la buena sociedad —concluyó.
—¿Y cuál es? ¿Que se ha escapado un loco del manicomio, alguien que nada tiene que ver con nosotros? —replicó, removiendo con furia la compota—. En tal caso, no veo qué culpa puede tener Thomas.
—Emily, cariño, la gente ha culpado al mensajero por el contenido del mensaje a lo largo de toda la historia. Ellos culparán a Thomas, no te quepa duda.
—Es de lo más infantil. —Emily tragó saliva y se le fue por donde no debía. Casi se atragantó antes de fulminar a Jack con la mirada.
—Pues claro —concedió él, sirviéndole té—. ¿Qué tiene eso que ver? No se necesita mucha experiencia en política para saber que las reacciones de muchas personas pueden ser infantiles, y normalmente transigimos con lo peor una vez empezamos a pelearnos los unos contra los otros.
—¿Qué vas a decir contra Uttley? Algo tendrás que decir. No puedes dejar que esto quede así.
—No creo que Thomas me agradeciera que saliese en su defensa… —empezó Jack.
—Thomas no —le interrumpió ella—. ¡Tú! No puedes quedarte quieto mientras Uttley te presenta batalla. Debes atacar.
Jack reflexionó unos instantes, mientras ella esperaba con impaciencia, comiendo la compota sin saborearla.
—Hablar de cifras a la gente no tiene sentido —dijo pensativo Jack, dando por terminado su desayuno—. Carece de emoción.
—No te defiendas —replicó ella—. Además, no tienes forma de defenderte. Todos los criminales atrapados no significan nada en comparación con los que aún andan sueltos, al menos para la gente en general. —Tragó saliva—. No es bueno mostrarse a la defensiva. No es culpa tuya que la policía sea ineficiente. Y no dejes que él te ponga en una posición que haga pensar eso a la gente. —Cogió la tetera de plata—. ¿Quieres más?
Él adelantó su taza y ella le sirvió.
—Atácale —insistió Emily—. ¿Cuáles son sus puntos flacos?
—Asuntos fiscales, la economía nacional…
—Eso no servirá. Son cosas aburridas y además la gente no las entiende. No puedes hablar de chelines y peniques en ciertos barrios. La gente no te escuchará.
—Lo sé —concedió él con una sonrisa—. Tú me has preguntado por sus puntos flacos.
—¿Por qué no haces como Charlotte? Hazte el inocente y pídele que se explique. Ya sabes que no soporta que la gente se ría de él.
—Eso sería muy peligroso…
—También lo son sus ataques a la policía, e indirectamente a ti. ¿Qué puedes perder?
Jack la miró pensativo hasta que su cara se fue relajando y sus ojos brillaron de entusiasmo.
—No digas que la culpa es mía si la bomba me estalla en la cara —le advirtió.
—Claro que no. Pero que sea una batalla en toda regla. —Emily se inclinó para cogerle las manos—. Saquemos todas las banderas y disparemos todos los cañones.
—Puede que después deba retirarme al campo.
—Después, quizá —concedió ella—. Pero no antes.
Jack vio la oportunidad al día siguiente. Uttley estaba hablando ante una considerable multitud en Hyde Park Corner y Jack se acercó allí del brazo de Emily. La gente acudía de todas direcciones, muchos con tartas, emparedados o bebidas mentoladas. El hombre del guiñol abandonó su caseta, sabiendo que el teatro de la vida era cada día más apasionante. Una niñera con un cochecito aminoró el paso y un muchacho que vendía periódicos y un galopín que estaba barriendo prestaron atención.
—¡Damas y caballeros! —empezó Uttley, aunque dirigirse a las damas era mera cortesía. Las mujeres no tenían voto, así que su opinión era superflua—. ¡Damas y caballeros! Nuestra ciudad se encuentra en una grave encrucijada. Depende de ustedes decidir qué dirección vamos a tomar. ¿Les gusta como está o desean algo mejor? —Uttley vestía una chaqueta oscura cruzada y con solapas de seda, y un pantalón más claro a rayas. El sol iluminaba su tez bronceada y su cabello rubio.
—¡Mejor! —chillaron varias voces.
—Por supuesto —dijo Uttley con entusiasmo—. Quieren dinero en el bolsillo, comida en la mesa… y poder pasear tranquilamente por las calles de la ciudad. —Hizo un gesto significativo en dirección al parque que se extendía a su espalda. Hubo un murmullo de asentimiento.
—¿Cómo va a conseguir lo del dinero? —le susurró Emily a Jack—. Anda, pregúntale.
—Déjalo —susurró Jack—. Los pobres no tienen voto.
Emily soltó un gruñido.
—¿Qué me dice de los parques públicos? —gritó un hombre gordo con delantal de vendedor ambulante—. ¿Son sitios seguros para pasear?
Hubo una risotada entre el público y alguien lanzó un silbido.
—¡Ya no! —Uttley miró al hombre—. Ya no, amigo mío. Pero podrían serlo ¡si la policía hiciera su trabajo!
Hubo una o dos exclamaciones de conformidad.
—¿Quieren patrullas en el parque? —terció Jack.
—Buena idea, señor Radley —respondió Uttley, señalándole con el dedo para que todos se fijaran en él—. ¿Por qué no lo dijo en su último discurso? No lo hizo, sabe usted, ¡ni lo mencionó siquiera!
Todos miraron a Jack.
Jack examinó los rostros de quienes le estaban mirando.
—¿De veras quieren patrullas de policía en el parque? —preguntó con candor.
—¡Sí! —gritaron dos o tres, pero en general hubo silencio.
—¿Y qué harían? —siguió Jack—. ¿Parar a la gente? ¿Preguntar qué están haciendo allí? ¿Con quién van o dejan de ir? —Hubo un murmullo de desaprobación—. ¿Registrarlos en busca de armas? —prosiguió Jack—. ¿Cogerles los datos?
—Por ejemplo, impedir que alguien los agreda, robe o asesine —dijo Uttley. La multitud expresó con gritos su aprobación, y luego con risas.
—Vaya. No había pensado en eso —dijo Jack, todavía con aire inocente—. Seguir a la gente. Pues claro. Y entonces, cuando alguien se acercara, ellos estarían allí para impedir que alguien nos diera un porrazo o un empujón. Y si resulta que la persona es sólo un conocido… —Se detuvo en medio de murmullos de ira—. Oh, no, de nada serviría, porque no sabemos si fue o no un conocido quien mató al capitán Winthrop y al señor Arledge. Sea quien sea, la policía debería estar allí para intervenir en caso de que fuera necesario.
—No sea ridículo —terció Uttley, pero fue silenciado por carcajeos y rechiflas.
—Pero para eso harían falta muchísimos policías —dijo Jack—. En realidad, uno por cada persona que quisiera ir a dar un paseo. Quizá tendríamos que llamar a la comisaría y esperar que llegara el escolta. Sería terriblemente caro. Los impuestos se doblarían o triplicarían…
Hubo exclamaciones de burla y desaprobación; un hombre rio a carcajadas.
—¡Esto es absurdo! —gritó Uttley entre la algarabía—. ¡Ha reducido la cuestión a una absurdidad! Hay maneras absolutamente razonables de conseguirlo.
—Oigámoslas —le invitó Jack.
—¡Sí! —clamó la multitud, mirando alternativamente a uno y a otro—. ¡Vamos, queremos oírlas!
Uttley hizo un esfuerzo por definir su postura, pero quedó en evidencia que sólo había pensado en ello a grandes rasgos y no le era posible dar soluciones concretas. La gente silbaba y protestaba, y Jack no hubo de contribuir a la debacle de su adversario. Finalmente, rojo de ira, Uttley se volvió hacia él.
—¿Tiene una solución mejor, Radley? ¡Denos una respuesta!
La gente se volvió hacia Jack como movida por un resorte, dispuesta con las mismas ganas a mofarse de él.
—¡La culpa es de los irlandeses! —chilló una mujer, roja de furia—. ¡Seguro que han sido ellos!
—¡Bobadas! —exclamó un hombre de pelo negro—. ¡Han sido los judíos!
—¡A la horca con ellos! —gritó un hombre de verde, levantando el brazo—. ¡A la horca!
—¡Volvamos a la deportación! —gritó alguien—. ¡A Australia con ellos! Nunca debimos renunciar a la deportación; esto es lo que pasa.
—Yo propongo una policía más profesional —dijo Jack—. Hombres adiestrados para hacer su trabajo, no caballeros que hablan finamente y que visten bien pero son incapaces de atrapar a un ratero aunque estén encerrados en la misma habitación.
—¡Bien dicho! ¡Tiene razón! —gritó alguien. Una mujer delgada agitó el brazo en señal de conformidad. Un hombre corpulento con bigotes encerados lanzó varios silbidos.
—¿Qué tiene contra los caballeros? Conque es anarquista, ¿eh? Seguro que es de esos que quiere deshacerse de la reina, ¿no?
—Por supuesto que no —replicó Jack, manteniendo la ecuanimidad—. Soy un leal súbdito de su majestad. Y algunos de mis mejores amigos son caballeros. De hecho, a veces yo mismo lo soy.
Hubo un coro de risotadas.
—Pero lo que no soy es policía —prosiguió—. No sirvo para eso y lo sé. Tampoco sirven la mayoría de los caballeros.
—¡Y tampoco algunos de nuestros policías! —gritó el vendedor de tartas, para mayor regocijo general—. ¿Quién es el Verdugo de Hyde Park? ¿Por qué no lo atrapa nadie?
—¡Lo atraparán! —dijo impulsivamente Jack—. Hay un profesional de primera clase a cargo del caso, y si el Home Office le echa una mano en vez de ponerle la zancadilla, ¡ese hombre atrapará al Verdugo! —No bien lo hubo dicho, Emily supo que se arrepentía de haberlo hecho, pero las palabras ya estaban en el aire.
La gente murmuró con escepticismo y varias personas miraron hacia Uttley.
—El superintendente Pitt —dijo Uttley con una sonrisa burlona—. Hijo de un guardabosque. Yo sé por qué el señor Radley confía tanto en él: ¡son cuñados! ¿Sabe usted algo, señor Radley, que no se haya hecho público? ¿Algún secreto quizá? ¿Qué está haciendo la policía? ¿Qué hace ese Pitt?
La gente miró recelosa a Jack. La situación había cambiado otra vez.
—¡Me consta que es un buen policía, trabaja todo lo que puede y más! —gritó Jack—. Y si el Home Office y el gobierno no le entorpecen tratando de protegerse a sí mismos, estoy seguro de que atrapará al Verdugo.
Hubo un murmullo airado y de nuevo las malas miradas tomaron como objetivo a Uttley.
—¡Sí! —dijo un hombre obeso—. Queremos policías de verdad, no petimetres incapaces de ensuciarse las manos.
—Es verdad —añadió la mujer de las bebidas mentoladas—. Librémonos de los que se protegen a sí mismos. Ese Verdugo tal vez no sea un pobre loco, al fin y al cabo. Quizá es un caballerete acicalado que tenía algo contra uno de sus colegas.
—A lo mejor fueron unos pervertidos que les hicieron algo horrible a las chicas y su chulo acabó con ellos…
Uttley abrió la boca para negarlo, pero vio las caras y cambió rápidamente de opinión.
—Es nuestra policía y es nuestra ciudad —dijo Jack—. Hay que darles todo el apoyo posible y ellos se ocuparán del culpable, sea lo que sea: caballero o demente, o ambas cosas.
La multitud prorrumpió en vítores y poco a poco se disgregó.
Uttley saltó del carruaje donde había estado subido y se acercó a los Radley con ojos entrecerrados y expresión dura.
—Un poco de risa barata —dijo entre dientes—. Media docena de hombres que pueden votar, a lo sumo. El resto es escoria.
—Si no valen para nada, ¿qué hacía usted aquí? —dijo Emily sin pararse a pensarlo.
—Hay asuntos, señora, de los que usted no sabe absolutamente nada. —Miró a Jack sin pestañear—. Pero usted sí sabe, Radley. Sabe muy bien quién está de mi parte y quién de la suya. —Separó los labios en un esbozo de sonrisa—. Cometió un grave error la última vez, y pagará las consecuencias. Se ha creado enemigos. Ya lo comprobará.
Dicho esto, dio media vuelta, volvió a su coche y montó de un solo movimiento. Luego le gritó al cochero y los caballos se pusieron en marcha fustigados por el látigo.
—Se refiere al Círculo Interior, ¿verdad? —preguntó Emily con un estremecimiento, como si el sol hubiera desaparecido de pronto, aunque de hecho lucía igual que hacía un momento—. ¿Realmente es tan importante?
—No lo sé —dijo Jack—. Pero si lo es, éste es un día negro para Inglaterra.
Charlotte estaba en la cocina después de que Pitt hubiera partido y los platos del desayuno habían sido retirados. Daniel y Jemima se disponían a ir a la escuela y Gracie estaba junto al fregadero.
Daniel, de cinco años, tosió teatralmente y, al ver que nadie le hacía caso, pues Charlotte estaba ocupada peinando a Jemima, de siete, lo hizo otra vez.
—Daniel tiene tos —dijo Jemima.
—Es verdad —dijo al punto Daniel, y para demostrarlo interpretó un verdadero ataque.
—Deja de hacer eso o te dolerá la garganta de verdad —dijo Charlotte sin miramientos.
—Ya me duele —dijo él, asintiendo con la cabeza y mirándola con sus grandes ojos.
Charlotte le sonrió.
—Sí, cariño, y yo deduzco que esta mañana te toca aritmética, ¿verdad?
Daniel era demasiado pequeño para saber cómo responder.
—Me parece que no estoy muy bien para ir a clase —dijo. El sol se colaba por la ventana iluminando sus cabellos, del mismo tono dorado que los de su madre.
—Se te pasará —dijo ella alegremente.
Daniel parecía inconsolable.
—Claro que —prosiguió ella, anudando una cinta al pelo de Jemima— si estás tan enfermo, lo mejor sería que te quedaras en casa.
—¡Sí! —dijo él con entusiasmo.
—En cama —añadió ella—. A ver si mañana ya te puedes levantar. Gracie te preparará un poco de caldo de anguila, y unas gachas ligeritas.
Daniel puso cara de desolación.
—Ya recuperarás la aritmética cuando estés bien —añadió Charlotte—. Jemima te echará una mano.
—Eso —terció Jemima—. Sé sumar muy bien.
—Bueno, tampoco me encuentro tan mal —dijo Daniel, mirando con encono a su hermana—. Me esforzaré un poco.
Charlotte le dedicó una gran sonrisa y le acarició la cabeza.
—Sabía que lo harías —dijo.
Cuando se hubieron ido y Gracie hubo terminado de lavar los platos, Charlotte se concentró en sus obligaciones. Había varias prendas que requerían un lavado especial, concretamente una camisa de Pitt que tenía un par de manchas de sangre producto de un afeitado apresurado. Un poquito de pasta de almidón, dejada secar antes de cepillar a fondo, bastaría para quitar la marca. Alcohol fuerte saturado de alcanfor serviría para quitar la mancha de aceite en la manga de la chaqueta. El cloroformo era mejor para la grasa. Tendría que averiguar de qué era.
Y la puntilla negra del vestido que se había puesto para el funeral estaba un poco enmohecida, y era preciso arreglarla antes de devolver la prenda. Emplearía alcohol y bórax. Renunció a hacerse subir de la carnicería un poco de hiel de novillo para ponerla en agua caliente, remedio que le habían dicho era el mejor. Arreglar unas plumas dañadas, cosa que normalmente se hacía con tenacillas de rizar, ella prefería hacerlo sobre el mango de marfil de un cuchillo. Era una tarea pesada, pero necesaria si pensaba seguir pidiendo en préstamo las costosas y elegantísimas prendas de sus parientes. Y no podía olvidar los guantes negros que habría que restregar con piel de naranja y luego aceite vegetal.
—Gracie —dijo, pero se dio cuenta de que Gracie no la estaba escuchando—. ¿Gracie?
—Sí, señora. —La criada se dio la vuelta con las mejillas ruborizadas.
—¿Qué te pasa? —preguntó Charlotte.
—Nada, señora.
—Bien. Entonces calienta las tenacillas, por favor, y yo empezaré con esa blonda. Después podrías encargarte de las camisas del señor y quitar esas manchitas de sangre, ya sabes cómo.
—Sí, señora. —Y Gracie, obediente, empezó a sacar las planchas y ponerlas sobre el quemador.
Charlotte subió por las plumas y, de regreso, agarró un cuchillo con mango de marfil. Sólo tenía dos, uno de carne y demasiado pequeño, y otro para pasteles que serviría.
—¿Señora? —empezó Gracie.
—¿Sí?
—Bueno, da igual. —Y escanció una generosa cantidad de alcohol.
Charlotte empezó a rizar las plumas con cuidado, pero entonces reparó en que Gracie estaba derramando el alcohol sobre las manchas de sangre, no las de grasa, y se había olvidado por completo del alcanfor.
—¡Gracie! ¿Pero qué te pasa esta mañana? ¡Cuéntamelo antes de que hagas un estropicio!
Gracie tenía las mejillas de un rosa subido y los ojos llenos de temor. Toda su cara era una mueca de apremio. Pero no encontraba las palabras.
Charlotte sintió también una punzada de miedo. Le tenía mucho afecto a Gracie, pero quizá hasta ese momento no se había percatado de cuánto.
—¿Qué ocurre? —dijo con más urgencia de la que pretendía expresar—. ¿Estás enferma?
—¡No! —Gracie se mordió el labio—. Sé algo del caballero ese que va al parque y persigue a las chicas. —Tragó saliva—. Un día estuve hablando con una de las que trabajan allí. —Su mirada era de suma desdicha. Estaba mintiendo, al menos en parte, y detestaba hacerlo—. Me dijo que había un caballero al que le gustaba pegar a las chicas, pero pegarles muy fuerte. Yo creo que podría ser el capitán Winthrop. Me dijo que era muy fornido. Y que quizá fue un chulo el que lo mató. Y el otro caballero lo sabía. Tal vez lo vio todo, no sé, y por eso lo mataron también.
Por un momento Charlotte no pudo menos que pensar en que lo que decía Gracie podía ser cierto. Su ánimo se levantó al instante.
—Claro —concedió de inmediato—. ¡Podría ser así!
Gracie sonrió brevemente.
Pero entonces Charlotte cayó en la cuenta de otra cosa.
—¡Gracie! ¡Has estado jugando a detectives otra vez! ¡Dime la verdad!
Gracie miró al suelo en silencio, esperando que cayera el golpe.
—Fuiste al parque de noche en busca de una de esas mujerzuelas, ¿no? —Gracie no lo negó—. ¡Estúpida chiquilla! ¿No te das cuenta de lo que podría haberte pasado?
—Van a reñir mucho al señor si no atrapa al Verdugo —dijo Gracie sin levantar la vista.
Charlotte sintió alarma —justificada, si lo que decía Gracie era verdad— y luego una punzada de culpa personal por sus frecuentes ausencias.
—Tendría que pegarte yo misma por correr ese riesgo —dijo con furia—. ¡Y te juro que lo haré como esto vuelva a repetirse! ¿Y cómo voy a decirle al señor lo que sabes sin explicar cómo lo has averiguado? ¿Qué respondes a eso? —Gracie guardó silencio—. Tendré que buscar alguna solución.
Gracie asintió con la cabeza.
—No te quedes ahí parada meneando la cabeza. Será mejor que trates de pensar, tú también. Y mientras tanto, saca esas manchas de grasa. Lo mínimo que podemos hacer es dejarle la ropa bien limpia.
—¡Sí, señora! —Gracie levantó la cabeza y le dedicó una leve sonrisa.
Charlotte se la devolvió con la intención de que fuera igual de minúscula, pero le acabó saliendo grande y llena de complicidad.
Charlotte pasó la tarde en la casa nueva. Cada día surgían nuevos desastres o había que tomar decisiones importantes. El constructor no abandonaba una expresión de permanente nerviosismo y meneaba la cabeza, mordiéndose el labio, cada vez que ella intentaba hacerle una pregunta.
Sin embargo, gracias a la compra de un excelente catálogo de Young Marten, Charlotte pudo contrarrestar la mayoría de sus argumentos con bastante precisión, lo que poco a poco le estaba ganando un renuente respeto por parte del constructor.
El principal problema era el tiempo. La casa de Bloomsbury ya estaba vendida y debían dejarla libre antes de cuatro semanas, mientras que a la casa nueva le faltaba mucho para que pudieran mudarse. Lo más importante ya estaba hecho. Habían seguido al pie de la letra las instrucciones de tía Vespasia: una inmaculada cornisa de escayola sustituía a la vieja. Incluso había un perfecto rosetón de techo. Pero quedaba por pintar o empapelar, y el asunto de las alfombras no había sido abordado siquiera. A cada momento había que decidir alguna cosa.
Al hablar de ello con Emily había creído saber muy bien qué color deseaba para cada habitación, pero a la hora de entrar en detalle sobre papeles y pinturas, ya no estuvo tan segura. Y a fuer de sincera, no estaba del todo concentrada en el asunto. No podía evitar fijarse en los titulares de los periódicos y el tono de los artículos que criticaban a la policía en general y al hombre que llevaba el caso Hyde Park en particular. Era una injusticia. Pitt estaba padeciendo las consecuencias de los asesinatos de Whitechapel, los atentados fenianos y otra docena de cosas más. Había, por si fuera poco, la inquietud general ante un cambio político, los millones de pobres, las ideas anarquistas que llegaban de Europa además de las disensiones nacidas en el propio país, la inestabilidad del trono con aquella reina anciana y agria que no salía de su encierro luctuoso, y un heredero que despilfarraba tiempo y dinero con los naipes, las carreras de caballos y las mujeres. Los decapitados de Hyde Park no eran más que el foco donde se centraba el miedo y el descontento de la población.
Eso podía apaciguarle la conciencia, pero en absoluto servía a modo de defensa. Thomas era nuevo en su cargo. Micah Drummond lo hubiera comprendido; él era un caballero, miembro del Círculo Interior hasta que rompió con ellos a pesar del riesgo que tal acción implicaba, y amigo personal de muchos de sus iguales y superiores. Thomas no era ninguna de esas cosas ni lo sería nunca.
Tendría que ganarse a pulso cada paso que diera… y ponerse a prueba una y otra vez.
Contempló la habitación, incapaz de concentrarse en su tarea. ¿Era buena idea pintarla de verde? ¿No sería demasiado fría? ¿A quién podía consultárselo? Caroline estaba ocupada con su Joshua y, además, Charlotte no tenía ganas de verla y acordarse de su problema.
Emily estaba muy ocupada con Jack y la batalla política que ya estaba encima.
Pitt trabajaba tanto que ella apenas si le veía cuando llegaba a casa por la noche, hambriento y extenuado. Claro que hoy tendría que hacer una excepción, fueran cuales fuesen las circunstancias, para darle la noticia de Gracie. Pero antes tenía que pensar en cómo hacerlo. De todos modos no valía la pena complicarle la vida con problemas domésticos, Pitt no tenía la menor idea de colores ni decoración. En lo que llevaban de casados, él nunca había expresado otra observación que no fuera si una habitación le gustaba o no le gustaba.
Entonces le vino a la memoria un fragmento de conversación durante el funeral por Oakley Winthrop. Había estado hablando de interiores con Mina, la viuda. No había sido algo intencionado, pero al parecer Mina no sólo disfrutaba hablando de ello sino que además tenía cierto talento para la decoración. Iría a verla, y de ese modo mataría dos pájaros de un tiro: el relativamente insignificante de decidir si empapelaba de verde o no, y el mucho más urgente de intentar ayudar a Thomas. El hallazgo de Gracie hacía más apremiante el conocer más a fondo la vida del capitán, y a ser posible sus hábitos.
No tuvo que pensárselo. Estaba decidida. Aunque no estaba vestida para ir de visita, no podía perder tiempo yendo a Bloomsbury para cambiarse y luego tener que tomar un ómnibus hasta Curzon Street. Pedir un cabriolé sería una extravagancia. Pero se lavó la cara y se arregló rápidamente el peinado antes de salir al sol y dirigirse a paso vivo a la parada más próxima.
No se le ocurrió pensar en la inconveniencia que iba a cometer hasta que estuvo delante de la puerta de la casa del difunto capitán, vio las cortinas corridas y el crespón negro en la puerta, y se preguntó qué excusa plausible podía dar.
—¿Señora? —dijo la doncella con un hilo de voz.
—Buenas tardes —respondió Charlotte, consciente de que se había puesto colorada—. Hace unos días la señora Winthrop tuvo la amabilidad de darme unos buenos consejos. Necesito que me dé algunos más, y me preguntaba si sería tan amable de concederme unos minutos. Entiendo que no es un momento muy apropiado. Y estoy abochornada por no haberla avisado de mi visita. Fue tan amable conmigo que he olvidado mis modales.
—Se lo preguntaré, señora —dijo indecisa la doncella—. Pero dudo que diga que sí, teniendo en cuenta que la casa está de luto y eso.
—Por supuesto.
—¿A quién anuncio, señora?
—Oh… La señora Pitt. Nos conocimos en el funeral. Yo estaba con lady Vespasia Cumming-Gould.
—Sí, señora. Iré a ver. Si tiene la bondad de esperar aquí.
Y se marchó dejando a Charlotte en el vestíbulo.
No fue la doncella quien volvió sino la propia Mina Winthrop, vestida con lo que parecía el mismo vestido negro de cuello muy alto y puños de encaje. Era tan alta como Charlotte pero mucho más delgada, parecía casi una expósita con su piel blanca y aquel cuello imposible. Se la veía cansada, ojerosa, como si en la intimidad de su alcoba hubiera llorado hasta agotarse, pero su expresión fue de placer cuando vio a Charlotte.
—Cuánto me alegro —dijo—. No sabe usted qué sola me siento aquí metida día tras día, sin más visitas que las propias del luto, y no está bien que yo salga a ninguna parte. —Sonrió tímidamente, avergonzada casi, buscando que Charlotte la entendiera—. Quizá no debería pensar estas cosas, ni mucho menos decirlas, pero estar sola en una casa tan oscura no ayuda nada.
—Estoy convencida de ello —concedió Charlotte con un gesto de alivio y simpatía—. Ojalá la buena sociedad permitiera que la gente lleve sus penas de la manera que encuentre más fácil, pero dudo que llegue ese día.
—Sería un milagro —se apresuró a decir Mina—. Yo no esperaría algo tan… tan sumamente improbable. Pero me encanta que haya usted venido. Si me acompaña, iremos al salón. —Se volvió a medias, dispuesta a tomar la delantera—. Allí dentro luce el sol y me he negado a bajar la persiana, a no ser que se presente mi suegra. Aunque eso no es muy probable.
—Me parece una idea estupenda. Debe de ser una habitación muy bonita —dijo Charlotte, siguiéndola hacia el pasillo. Reparó en que Mina andaba muy erguida, casi como si la rigidez le impidiera doblarse—. En realidad, necesito su consejo sobre algo relacionado con eso.
—¿De veras? —Mina le indicó una silla tan pronto estuvieron en el salón, que era efectivamente muy agradable y en ese momento estaba inundado de sol—. Dígame en qué puedo serle de utilidad. ¿Le apetece un té mientras hablamos?
—Oh, se lo agradecería mucho —dijo Charlotte, tanto porque le apetecía beber algo tras el trayecto en ómnibus cuanto porque ello le ahorraba buscar una excusa para prolongar su visita.
Mina hizo sonar con brío la campanilla y pidió té, emparedados, pastas y galletas. Cuando la doncella se hubo retirado, se dispuso a prestar la máxima atención a Charlotte. Estaba sentada en el borde de la silla con las manos sobre el regazo, medio ocultas por el encaje negro, pero su rostro demostraba el máximo interés.
Charlotte percibió claramente la tragedia que había invadido la casa, aquel silencio antinatural, la fatiga que se escondía apenas bajo la compostura de la viuda. Sin embargo, explicó que se cambiaba de casa y que le quedaban muchas cosas por hacer antes de que la mudanza pudiera realizarse de modo satisfactorio.
—No acabo de estar segura de si la habitación quedaría demasiado fría si la hago empapelar de verde —concluyó.
—¿Qué dice su marido? —quiso saber Mina.
—Pues nada. No se lo he preguntado. Normalmente no da su opinión hasta que está todo acabado, y sólo si no le parece agradable. Aunque me atrevería a decir que nunca sabe por qué dice que no le gusta.
Mina se encogió ligeramente de hombros.
—Mi marido era de opiniones muy contundentes. Cualquier cambio debía hacerse con la máxima prudencia. —Una sombra de culpa cruzó por su cara, sorprendentemente dolorosa—. Me temo que mis gustos eran a veces un poco vulgares.
—No diga usted eso —se apresuró a afirmar Charlotte—. Quizá lo que pasaba era que los gustos de él eran muy tradicionales. Hay hombres que no soportan los cambios, por mucho que puedan significar una mejora.
—Es usted muy gentil, pero estoy segura de que debí equivocarme. Hice empapelar el cuarto del desayuno mientras él estaba navegando. No debí hacerlo sin consultarlo antes con él. Se molestó mucho cuando llegó a casa y lo vio.
—¿Estaba muy diferente? —inquirió Charlotte, indecisa de ahondar en un tema que parecía doloroso. Recordar retrospectivamente una pelea, quizá sin resolver, cuando la otra persona ya no vivía y la reconciliación era pues imposible, tenía que ser por fuerza uno de los aspectos más dolorosos de aquella situación. Ansiaba confortar a la viuda, pero no sabía cómo.
—Sí, me temo que mucho —dijo Mina en voz baja al recordarlo, pero había placer en su voz a pesar del dolor de fondo—. Lo hice todo en amarillo suave. Parecía que la habitación estuviera toda bañada de luz. A mí me encantaba.
—Suena bonito —dijo Charlotte—. Pero habla usted como si ya no estuviera así. ¿Insistió él en que lo cambiara?
—Así es. —Mina volvió un momento la cara—. Fue eso lo que dijo que era vulgar, en distintos matices del mismo color, aparte del mobiliario, claro. Todo de caoba, como estaba antes. De hecho —se mordió el labio como si incluso ahora necesitara dar algún tipo de justificación—, aún está como la dejé yo. Oakley cerró la puerta con llave y dijo que no volveríamos a entrar hasta que todo estuviera como antes. ¿Le gustaría ver la pieza?
—Oh, desde luego. —Charlotte se levantó—. Me gustaría mucho. —Lo dijo tanto por el hecho de ver cómo quedaba una habitación así y averiguar qué era lo que Oakley Winthrop había considerado tan ofensivo como para estar dispuesto a reñir con su esposa por algo que al parecer no había quedado resuelto.
Mina la condujo de nuevo por el pasillo hasta salir por el lado opuesto del vestíbulo. La puerta del cuarto del desayuno parecía estar abierta. Mina la abrió y se hizo a un lado.
Lo que contempló Charlotte fue una de las habitaciones más bonitas que jamás había visto. Como decía Mina, parecía bañada de luz, pero era algo más lo que le complacía, era la sensación de espacio y de elegancia, la simplicidad a la vez sosegada y acogedora.
—Sabe usted muchísimo —dijo—. ¡Esto es precioso!
—Se volvió para mirar a Mina, que seguía en el umbral, pero ahora con cara de perplejidad.
—¿Sí? —dijo incrédula. Y luego, más contenta—: ¿De veras lo cree?
—Desde luego que sí. Me encantaría tener un cuarto como éste. Si se lo inventó usted, no hay duda de que tiene un gran talento. Me alegro de haberla conocido cuando mi casa está aún patas arriba, porque si me da usted su permiso, voy a poner yo también una habitación de amarillo. ¿Puedo? ¿No se lo tomará como una impertinencia?
Mina estaba radiante, como una niña con un juguete nuevo.
—Lo tomaré como un cumplido, señora Pitt. Y por favor, no crea ni por un momento que me importa. Creo que es lo más bonito que podía haber dicho usted.
Se apartó de la puerta como excitada y giró sin percatarse de la doncella que en esos momentos pasaba por detrás de ella. Charlotte gritó, pero ya era tarde. La mano de Mina Winthrop chocó con la tetera. La doncella lanzó un grito y soltó la bandeja que fue a parar al suelo. La doncella gritó de nuevo y se tapó la cara con el delantal. Mina gritó también.
Charlotte advirtió enseguida lo que había pasado por la mancha oscura en la muñeca de Mina, justo donde el té casi hirviendo la había mojado.
—¡Rápido! —Charlotte la agarró sin contemplaciones—. ¿Dónde está la cocina?
—Allí. —Mina miró a su izquierda, la cara contraída de dolor. La doncella seguía chillando pero nadie le hacía caso.
Charlotte casi empujó a Mina hacia el pasillo, pero luego se le ocurrió algo mejor. Sobre la mesa del vestíbulo había un jarrón lleno de lirios. Dio media vuelta, llevó a Mina hacia allí y, en cuanto pudo alcanzarlas, agarró las flores, las esparció sobre la mesa y metió la mano de Mina en el agua fresca del jarrón.
—Ah —dijo Mina con asombro y alivio—. Oh, qué bien.
Charlotte sonrió y luego miró a la doncella.
—Basta —le ordenó sin miramientos—. Nadie la está culpando de nada. Ha sido un accidente. No se quede ahí gimiendo, vaya a la cocina y envíe a la criada para que limpie todo esto, y de paso traiga una bolsa con hielo y un paño mojado con agua fría y una solución de bicarbonato bien escurrido, ah, y otro que esté limpio y seco. Vamos.
—Sí, señorita. Enseguida —dijo la muchacha mirando a Charlotte con la cara sucia de lágrimas y sin moverse de sitio.
—Ve, Gwynneth —la apremió Mina—. Haz lo que te dicen.
La doncella se alejó y Charlotte hizo que Mina sacara la mano del agua.
—Vayamos a la luz para verlo mejor. —Se acercó con ella a la araña central que estaba encendida debido a las persianas bajadas. Sin pedirle permiso, desabrochó los botones de los puños de Mina y retiró la tela negra.
—¡Oh! —boqueó la viuda.
Charlotte contuvo el aliento, no por la escaldadura roja que esperaba ver, sino por la gran moradura con sus puntos oscuros como señales de dedos sobre la carne. Había además cierta irritación rosada, debido a la quemadura, pero nada que pudiera considerarse de gravedad, y no se habían hecho ampollas.
Mina estaba inmóvil, paralizada de horror.
Charlotte la miró a los ojos.
Mina se sonrojó hasta las orejas y su expresión fue de desesperada vergüenza, y luego de abrumadora culpa.
—¿Necesita ayuda? —dijo Charlotte. Una docena de preguntas pasó por su mente, pero ninguna de ellas podía formularla: el chisme de Gracie, el aire protector de Bart Mitchell, el miedo en los ojos de Mina.
—¡Ayuda! No… no, todo está… —Dejó la frase en suspenso.
—¿Está segura? —Charlotte se moría de ganas de preguntar si había sido el capitán el autor de aquello, y si Bart lo sabía: ¿cuándo lo supo?, ¿antes o después de la muerte de Winthrop?
—Sí. —Mina tragó saliva y contuvo la respiración—. Estoy perfectamente bien, gracias. Ahora me duele muy poco.
Charlotte no sabía si hablaba de la quemadura o de los cardenales. Deseaba verle la otra muñeca para ver si estaba igual, y más aún mirar bajo la pañoleta negra que le ceñía el cuello y los hombros. ¿Sería por eso que andaba tan rígida? Pero no había modo de hacerlo sin incurrir en una imperdonable impertinencia y romper los mínimos lazos de amistad que había establecido.
—¿Cree que debería verla un médico? —añadió preocupada.
La otra mano de Mina subió a su garganta mientras ella negaba con la cabeza. Otra vez fingía, al menos en la superficie.
—No, no. Creo… creo que se curará solo, muchas gracias. —Sonrió lánguidamente—. Su rápida intervención me ha salvado. Le estoy sumamente agradecida.
—Si no hubiera venido yo a ver esta bonita habitación, no habría pasado nada —replicó Charlotte siguiendo la farsa—. ¿Le parece si se sienta usted un rato y se toma alguna infusión? Ha sido una desagradable experiencia.
—Sí, creo que sería una excelente idea —concedió Mina—. Espero que se quede usted. Me siento como una mala anfitriona por mi torpeza.
—Será un placer —aceptó Charlotte.
Estaban a punto de entrar en el salón cuando se abrió la puerta principal y apareció Bart Mitchell. Miró primero a Mina, advirtió su muñeca y el puño de la manga abierto, y luego a Charlotte, súbitamente nervioso y tenso. Curiosamente, no dijo nada.
—La señora Pitt ha venido a verme, Bart —dijo Mina en el silencio que siguió—. Ha sido muy considerada, ¿verdad?
—Buenas tardes, señora Pitt. —Los ojos azules de Bart estaban muy abiertos, sondeando el rostro de Charlotte. Miró a Mina.
—Me he escaldado —dijo ella despacio, como si le debiera alguna explicación—. La señora Pitt ha actuado muy deprisa…
En ese instante, como para apoyar sus palabras, apareció Gwynneth con las toallas. Miró a Charlotte.
Mina extendió el brazo, que empezaba a estar otra vez sonrosado allí donde no tenía magulladuras.
—Trae, deja que te ayude. —Bart dejó su bastón y el sombrero encima del diván y se adelantó con la toalla húmeda, aplicándola a la quemadura mientras Charlotte la envolvía con el paño seco. Bart tenía las manos morenas del sol, unas manos fuertes y esbeltas, pero tocó el brazo de su hermana como si pudiera romperse a la menor presión.
—Gracias, señora Pitt —dijo cuando hubieron terminado—. Creo que en vista de lo desagradable del incidente, la señora Winthrop debería acostarse un rato. No está muy fuerte…
—No ha sido nada —empezó Mina, pero calló otra vez con una expresión de temor. Miró de reojo a Bart y luego a Charlotte—. Ni siquiera he podido ofrecerle té a la señora Pitt —dijo indecisa, abordando el insignificante problema de etiqueta cuando era evidente que su cabeza estaba en otra cosa de mucha mayor magnitud—. Es el té lo que me ha caído en la mano.
—Yo me encargaré de eso, querida —respondió Bart—. Tú ve a acostarte un rato. Te será mucho más fácil sostener ese vendaje en su sitio si descansas el brazo en una almohada. Si insistes en estar sentada en el salón es seguro que se te aflojará.
—Yo… Supongo que tienes razón —concedió ella de mala gana, pero no se movía de allí. Los miró a los dos con ansiedad.
—¿Va a llamar a un médico? —preguntó Charlotte.
—No, no —dijo Bart con firmeza—. Estoy seguro de que no será necesario. Creo que lo ha hecho usted muy bien. —Esbozó una sonrisa, hermosa y repentina como el sol en abril—. Ahora, si Mina va a tumbarse un rato, estaré encantado de ofrecerle té, señora Pitt. Haga usted el favor de pasar al salón.
No había otra alternativa educada que hacer lo que le decían, mientras que Mina, obedeciendo también, subió a su cuarto a descansar.
Charlotte fue con Bart al salón y se sentó donde le indicaba. Aparentemente, Gwynneth había captado ya que debía llevarles el té, o bien era normal que lo hiciese a aquella hora, pues sólo transcurrieron unos momentos antes de que apareciese de nuevo con una bandeja. Después de dejarla con cuidado encima de la mesa, hizo una reverencia y se retiró con más prisa que gracia.
Completadas las formalidades de servir y pasar las tazas, Bart se retrepó y estudió detenidamente a Charlotte con ojos inteligentes.
—No es corriente tener la amabilidad de visitar a alguien que está de luto, señora Pitt —observó.
Ella ya esperaba algún comentario de aquel cariz.
—Yo también he pasado por esto, señor Mitchell —dijo un tanto a la ligera—. Y me resultó muy difícil de llevar, pese a que yo entonces tenía en casa a mi madre y mi hermana. Deseaba con fervor poder conversar de algo no relacionado con el muerto y en un tono más normal. —Sorbió un poco de té—. Naturalmente, no podía saber si la señora Winthrop sentía lo mismo, pero me pareció justo darle esa oportunidad.
—Me sorprende usted —dijo él con candor. Su expresión era despreocupada pero sus ojos no dejaban de mirarla—. Mina era muy afecta a Oakley. Creo que algunas personas no acaban de entender el valor que requiere mantener esa apariencia externa de calma.
¿Hasta qué punto estaba mintiendo? A ella no le cabía duda de que Mitchell había visto algunos de aquellos cardenales. ¿Cuántos más habría? ¿Lo sabía él?
—Cada cual tiene su propia manera de vivir la congoja. —Charlotte le sonrió sin que sus palabras lograran disimular la tensión—. A algunos nos ayuda el hecho de reanudar la vida normal. La señora Winthrop me ha enseñado el cuarto del desayuno; me ha parecido delicioso. Creo que es uno de los más bonitos que he visto.
Bart tensó las facciones.
—Sí. Mina tiene muy buen gusto para el color. —La estaba observando detenidamente, sopesando su reacción para saber por qué había decidido sacar ese tema a relucir.
—Estoy segura de que el capitán Winthrop habría visto lo bonito que es en cuanto se hubiera acostumbrado un poco —continuó ella, mirándole con la misma franqueza.
Entre ambos, tácitos pero casi palpables, estaban los horribles cardenales, la humillación y la vergüenza de Mina. ¿Qué le había dicho a él? Y, más importante aún, ¿cuándo? ¿Antes de la muerte del capitán… o después?
Bart empezó a decir algo pero se interrumpió.
—Yo estoy en plena mudanza —dijo Charlotte para romper el silencio—. Es una de las cosas más fatigosas que he hecho jamás. Hay un sinfín de detalles que resolver.
—Supongo que le ayudará un constructor —dijo él. Era una conversación trivial y ambos lo sabían, pero de algo tenían que hablar. ¿Qué pensamientos estarían pasando por su cabeza?
—Por supuesto. Pero me deja a mí los aspectos de la decoración. Precisamente ahora estoy indecisa entre escoger un color porque me gusta y escoger otro porque puede resultar más práctico.
—Un dilema —concedió él—. ¿Qué ha decidido usted?
Se produjo un nuevo silencio. Aunque pareciera ridículo, la pregunta parecía encerrar algo más que un simple problema de color, era como si le estuviera preguntando qué pensaba hacer respecto a las magulladuras: volver sobre el asunto u olvidarlo por completo.
Charlotte pensó un poco la respuesta. Luego le miró a los ojos con absoluto candor.
—Creo que lo consultaré con mi marido —dijo.
Bart no dejó entrever nada.
—Imagino que es lo lógico —dijo como si tal cosa.
Charlotte se debatía entre sentimientos en conflicto: ira contra Oakley Winthrop porque parecía haber sido un hombre violento y, si Gracie estaba en lo cierto, incluso un sádico; compasión hacia Mina porque ella había tenido que soportarlo y ahora debía de estar horrorizada en caso de que Bart le hubiera matado y pudieran descubrirle; temor hacia Bart e incluso miedo por sí misma ahora que estaba delante de él.
El silencio empezaba a agobiarla.
—Ya que también es su casa, es lo más adecuado —dijo.
Él apretó los labios divertido.
—¿Debo deducir de sus palabras que no aceptará usted necesariamente su decisión, señora Pitt?
—Sí, eso creo.
—Es usted una mujer muy porfiada, y quizá valiente.
Ella se puso de pie esbozando una sonrisa.
—Son cualidades de dudoso atractivo —repuso con ligereza—. Pero ha sido usted muy gentil, señor Mitchell, y generoso con su hospitalidad, sobre todo en tan penosas circunstancias. Se lo agradezco.
Él se levantó e inclinó ligeramente la cabeza.
—Gracias por la amistad que ha demostrado hacia mi hermana, ha sido usted muy considerada y atenta.
—Me honro con ello —respondió Charlotte sin comprometerse, e inclinó la cabeza.
Él la acompañó hasta la puerta, que la doncella abrió entregándole su capa, y Charlotte se alejó rápidamente por Curzon Street hacia la parada del ómnibus con un sinfín de preguntas en la cabeza.
Pitt llegó tarde a casa. Gracie se había acostado y Daniel y Jemima dormían desde hacía rato. La impaciencia consumía a Charlotte, que se veía incapaz de sentarse y hacer algo de provecho. Tenía cosas por remendar en la caja de costura, pero no se decidía. Había ciertas cartas que escribir.
Estuvo rondando por la cocina haciendo esto y lo otro, limpiando a medias los fogones, vaciando cosas de un tarro a otro, derramando la cajita para el té por todo el suelo. Nadie pudo verla barriéndolo rápidamente y poniendo las cosas en su sitio. El suelo estaba limpio y, de todos modos, lo escaldaría con agua.
Cuando por fin oyó llegar a su marido, se arregló las faldas por enésima vez, se apartó el pelo de la cara y bajó corriendo al vestíbulo para recibirle.
La primera reacción de Pitt fue de alarma, creyendo que pasaba algo malo, pero al ver su cara la estrechó entre sus brazos hasta que unos momentos después ella le apartó de sí.
—Thomas, hoy he averiguado algo muy importante.
—¿De la casa nueva? —Pitt fingió interés, pero ella notó cansancio en su voz.
—No, eso no es tan importante, no. Fui a ver a Mina Winthrop, bueno, acerca de empapelar el comedor.
—¿Qué? —preguntó Pitt incrédulo—. ¿Qué diablos quieres decir? ¡No me vengas con tonterías!
—Sobre qué color escogía —dijo ella impaciente, llevándolo hacia la cocina—. No que lo hiciera ella.
Pitt no entendía nada.
—¿Cómo iba a saber ella qué color debías poner?
—Tiene muchas dotes para esa clase de cosas.
—¿Y tú cómo lo sabes? —Se sentó a la mesa de la cocina—. En el suelo hay hojas de té.
—Se me habrá caído un poco. —Charlotte le quitó importancia—. Lo hablé con ella durante el funeral por Oakley Winthrop. Fui a verla hoy… ¿Quieres hacer el favor de escuchar? Esto es importante.
—Estoy escuchando. ¿Puedes poner el hervidor mientras hablas? Hace horas que no tomo una taza.
—Está puesto. Iba a preparar té. ¿Tienes hambre?
—No. Estoy demasiado cansado para eso.
Charlotte llenó un cuenco de agua, le echó algo que Pitt no pudo ver y lo dejó en el suelo delante de él.
—Los pies —dijo distraída.
—Ya no hago rondas —dijo él con una sonrisa—. ¿Has olvidado que ahora soy superintendente? —Se inclinó para desabrocharse las botas, de las que extrajo los pies con inmenso alivio.
—¿A los superintendentes no se les calientan los pies dentro de las botas?
Pitt sonrió e introdujo cautelosamente los pies en el agua fría.
—¿Qué le has metido?
—Sales de Epsom, lo de siempre. A la señora Winthrop le pegaban. Y Oakley Winthrop podría haber sido un sádico que gustaba de dar palizas a las mujeres. Bueno, quiero decir prostitutas, ya sabes.
—¿Qué? —La miró a los ojos—. ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha contado ella?
—Claro que no. Se quemó la muñeca con agua caliente y yo le desabroché el puño para ver la quemadura. Está llena de cardenales.
—Un accidente…
—De eso nada. Había señales de dedos. Y estoy convencida de que el cuello lo tiene igual, y a saber qué otras partes del cuerpo. Por eso lleva puños largos y cuellos altos: para ocultar los cardenales.
—Eso lo supones tú.
—¡Es cierto! Y aún te diré más, estoy casi segura de que Bart Mitchell también lo sabe.
—¿Cómo?
—Hablé con ella, la estuve observando. Parecía avergonzada, y no me dijo cómo le había ocurrido. Si hubiera sido un accidente me lo habría explicado. Lo hizo su marido. El honorable capitán Oakley Winthrop pegaba a su mujer.
—¿Por qué estás tan segura de que Mitchell lo sabe?
—Porque también vio los cardenales y no dijo nada, claro. ¡Si no lo hubiera sabido se habría horrorizado al verlo!
—¿Y si era él quien le pegaba?
—¿Por qué razón? Además, ella tiene miedo por él, estoy segura. Teme que sea Bart quien mató a Winthrop.
—Querrás decir que no estás segura —la corrigió Pitt—. La gente siempre dice qué está segura cuando en realidad sólo cree estarlo. El agua está hirviendo.
—No importa —dijo ella desechando el asunto—. Thomas, Mina tiene miedo de que Bart haya matado a Oakley Winthrop por su manera de tratarla.
—Entiendo —dijo él pensativo—. ¿Y de dónde sacaste la información del hombre que pega a las prostitutas en el parque? No te lo habrá dicho Mina Winthrop, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
—¿Y bien?
Charlotte inspiró hondo antes de responder:
—No te enfades, Thomas… lo hizo porque teme por ti. Si no la perdonas, yo tampoco te perdonaré.
—¿Perdonarme a mí? ¿Por qué?
—¡Por no perdonarla a ella, naturalmente!
—¿A quién? ¿Es Emily?
—Quizá sería mejor no decirlo. —No se le había ocurrido echarle las culpas a su hermana, pero era una excelente idea. Emily no era responsabilidad de Thomas.
—¿Y cómo demonios lo supo? —preguntó él—. Al menos no me mientas en eso.
—Fue una noche al parque y una prostituta se lo dijo. Bueno, se pusieron a hablar, tan normal…
—Muy normal —dijo él lacónico—. ¿Jack está enterado? No creo que eso mejore sus posibilidades de conseguir un escaño.
—¡Ni se te ocurra decírselo!
—No se me pasaría por la cabeza.
—¿Lo prometes?
—Sí. —Sonrió, pero con una sonrisa de doble filo.
—Gracias. —Charlotte preparó el té, lo dejó reposar unos instantes y luego le sirvió un tazón lleno. Vio que Pitt sacaba los pies del agua y le entregó una toalla tibia.
—Gracias —dijo él momentos después.
—¿Por el té o por la toalla?
—Por la información. Pobre Mina.
—¿Qué piensas hacer?
—Tomarme el té y meterme en la cama. Hoy no puedo pensar más.
—Perdona. Debería haber esperado.
Pitt estiró el cuello para besarla, y por unos instantes Mina Winthrop y sus problemas quedaron muy lejos.
A la mañana siguiente, muy temprano, Billy Sowerbutts conducía lentamente su carreta por Knightsbridge en dirección a Hyde Park cuando se vio obligado a detenerse debido a un atasco de tráfico. Eso le incomodó; a decir verdad, se enfadó mucho. ¿Qué sentido tenía madrugar con las ganas que tenía uno de quedarse en la cama y seguir durmiendo, si luego te pasabas horas más quieto que el monumento a Nelson porque algún imbécil se decidía a parar y no dejaba pasar a nadie?
La gente empezó a gritar improperios. Un caballo relinchó y se encabritó, dos carretas chocaron, trabándose las ruedas.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Sowerbutts ató las riendas y echó pie a tierra. A grandes zancadas se llegó hasta el vehículo causante del embotellamiento: era un calesín, y extrañamente no tenía ningún animal entre las varas, como si alguien hubiera llevado el vehículo hasta allí a mano y lo hubiese abandonado en plena calle, inclinado y con la parte posterior lo bastante metida en la calzada como para haber ocasionado un problema.
—¡Idiota! —dijo con saña—. Hay que ser imbécil para dejar un calesín en un sitio como éste. ¿Pero qué diantres te pasa? ¡Aquí no viene uno a sobarla! —Dio la vuelta hasta donde había alguien recostado entre unas pilas de ropa vieja—. ¡Despierta, maldito idiota! ¡Sal de ahí! ¡Tienes a toda la calle colapsada! —Lo sacudió por el hombro y notó la mano húmeda. La retiró, y a la luz del día pudo ver que los dedos le habían quedado oscuros.
Se inclinó de nuevo y miró al hombre con más detenimiento. Le faltaba la cabeza.
—¡Dios mío! —exclamó, desplomándose sobre la vara.