7

—Naturalmente que he leído los periódicos cada día —dijo Micah Drummond. Estaba de pie junto a la ventana de la biblioteca de la casita que había comprado seis meses atrás, antes de casarse, por no considerar su viejo piso adecuado a su nuevo estatus. La casa que había compartido con su primera mujer y donde habían crecido sus hijas, la había vendido al enviudar. Sus hijas ya estaban casadas entonces, y él se sentía muy solo y acosado por los recuerdos.

Pero ahora todo era distinto. Había dimitido de su cargo a fin de casarse con Eleanor Byam, una mujer tocada por la tragedia e, involuntariamente, por el escándalo. Drummond estaba tan enamorado de ella que había considerado su retiro del cargo un precio insignificante a pagar por el constante placer de su compañía.

Miró a Pitt con preocupación en su cara larga y sensible, de ojos serios y boca ascética.

—Ojalá tuviera algo útil que decir, pero con cada nuevo suceso me siento aún más confuso. —Hundió las manos en los bolsillos—. ¿Ha descubierto alguna conexión entre Winthrop, Arledge y el pobre cobrador?

—No. Es posible que Winthrop y Arledge se conocieran, o más exactamente que el cuñado de Winthrop, Bart Mitchell, los conociera a ambos —respondió Pitt, sentado confortablemente en el sillón verde—. Pero lo del cobrador, es todo un misterio. La gente como Winthrop no toma el ómnibus. Arledge quizá, aunque lo creo improbable.

Drummond estaba de espaldas al hogar. Miró a Pitt con nerviosismo:

—¿Por qué? ¿Qué le hace pensar que Arledge pudiera haber utilizado un ómnibus? ¿Para qué iba a hacer tal cosa un hombre de su posición?

—Sólo es una posibilidad remota —dijo Pitt—. Arledge tenía… amante.

—¿Tenía qué? —Un esbozo de sonrisa danzó en los labios de Drummond—. ¿Quiere decir una querida?

—No —suspiró Pitt—. Quiero decir un amante. Algo que no podía permitirse que nadie supiera. Es posible que tomara un ómnibus…

—Pero usted no lo cree —terminó Drummond por él—. ¿Una pelea tal vez? —Miró a Pitt buscando respuesta—. Todo eso no le satisface, ¿verdad?

Pitt había pensado mucho en ello y la respuesta fácil no le convencía.

—Si no lo hubiera conocido a él… —dijo—. Pero el hombre estaba desolado. Sí, ya sé que eso no quita que pudiera hacerlo; no sería la primera vez que alguien mata a la persona amada y después se consume de pena y remordimiento. Pero no creo que él sea de ésos.

Drummond se mordió el labio.

—Me extrañará mucho que Farnsworth lo vea de este modo.

Pitt soltó una risita.

—Por supuesto. Pero de momento no hay la menor prueba que relacione a Carvell con Winthrop o Yeats, así que de momento puedo negarme a actuar.

Drummond le miró con detenimiento y Pitt se sintió incómodo.

—Por ahora no hay conexión alguna entre ellos —prosiguió Pitt—. Sólo un pequeño asunto de negocios. Y no creo que todo esto sea por dinero.

—Yo tampoco —admitió Drummond—. Aquí hay pasión, una locura que surge de algo que, gracias a Dios, es menos corriente que la codicia. Pero no se me ocurre el qué. —Miró a Pitt.

—¿Sí?

—Tal vez… es muy extraño —dijo Drummond y calló.

Pitt sabía que iba a continuar. Vio el esfuerzo reflejado en su cara, el intento de encontrar las palabras que expresaran eso que un momento antes tanto le había preocupado.

—¿No tendrá algo que ver con el Círculo Interior? —dijo al fin achicando los ojos—. Ya sé que en el caso del cobrador es improbable, pero no imposible.

—¿Una traición? —dijo Pitt con sorpresa—. ¿Algún tipo de castigo interno? ¿No le parece un poco…?

—¿Exagerado? Puede. Pero creo que a veces no comprende usted lo poderosos que son… y lo despiadados que pueden ser.

—¿Una especie de ejecución? —Pitt aún no lo veía claro. Pensaba que Drummond se estaba dejando llevar por su propia implicación—. Yo creía que esa sociedad estaba más en la línea de destruir a la persona, darle bola negra en todos los clubes, cancelar su cuenta de crédito, reclamar toda deuda y empréstito. Hay gente que por menos de eso se ha suicidado.

—Ya lo sé —dijo Drummond—. Pero Winthrop era un hombre de la armada. Quizá era inmune a ellos.

Pitt sabía que su expresión era escéptica, pero no pudo hacer nada para ocultarlo.

—Escúcheme, Pitt. —Drummond dio un paso al frente, la expresión tensa, la mirada adusta—. Sé mucho más que usted sobre el Círculo. Usted sólo conoce los peldaños inferiores, hombres como yo que acabaron dentro de la sociedad sin conocer nada más que las obras de beneficencia que todo el mundo puede ver y algunas de las reglas más superficiales. Ésos son sólo los caballeros Verdes.

Drummond se sonrojó un poco, pero iba demasiado en serio para dejar que la vergüenza le impidiera hablar.

—Yo era eso —prosiguió—, un caballero Verde, alguien ligado a ellos pero novicio al fin y al cabo. Después están los caballeros Escarlata. Son los que ya han pasado la prueba; los iniciados, si usted quiere, personas comprometidas de manera irrevocable. Luego siguen los lores de la Plata. Ellos tienen facultad para castigar y recompensar. Pero, detrás de ellos hay todavía un hombre, el Señor Púrpura. —Vio la cara que ponía el otro—. ¡Está bien! —dijo con un repentino deje de ira que Pitt no le había oído nunca—. Puede reírse. La cosa tiene su lado ridículo. Pero el poder que ese hombre tiene en sus manos no lo es en absoluto. Es algo secreto y total. Si él pronunciara una sentencia de destrucción o de muerte, esa sentencia se llevaría a cabo. Y créame, Pitt, los perpetradores irían a la horca sin delatarle.

En aquella bonita habitación de georgiana sencillez, cálida y familiar pero sin complicaciones, una conversación semejante no debería haber pasado de ser un entretenimiento más bien macabro y fantástico. Pero viendo la cara de Drummond, la tensión en todo su cuerpo, el horror en su mirada, Pitt empezó a sentir un miedo frío.

Drummond observó que sus palabras habían calado hondo.

—Podría ser que no —dijo—. Podría no tener que ver con el Círculo en absoluto. Pero recuerde lo que le digo, Pitt. Quienquiera que sea, usted le habrá molestado ya una vez, cuando puso al descubierto a lord Byam y lord Anstiss. Él no lo habrá olvidado. Vaya con cuidado y procure hacer amigos además de enemigos.

Pitt sabía que no debía preguntar si le estaba sugiriendo que se retirara. No era propio de Drummond pensar una cosa así. Había llegado a considerar a Drummond un tipo estirado, alguien que apenas comprendía lo que era la pobreza o la desesperación, como consecuencia de su carrera militar y su linaje aristocrático. Había llegado a preguntarse si era capaz de reír de verdad o de sentir auténtica pasión. Pero en ningún momento había llegado a dudar de su coraje o su honor. Era aquella clase de inglés tímido, a veces antipático, exageradamente cortés, más bien apocado, elegante y de un humor lacónico, capaz de afrontar lo imposible sin pronunciar una queja y de morir en su puesto, pero que jamás lo abandonaría aunque fuese el último hombre sobre la tierra.

—Gracias por la advertencia —dijo Pitt—. No descartaré la posibilidad, aunque en este caso me parece improbable.

Drummond empezó a relajarse. Se disponía a hablar de otro asunto cuando alguien llamó a la puerta y ambos se volvieron.

—¿Sí? —preguntó Drummond.

Entró Eleanor Drummond. Pitt no la veía desde el día de la boda, a la que había asistido con Charlotte. Estaba cambiada. Su dicha parecía ahora más honda y serena, como si al fin creyese en ella y no se sintiera inclinada a aferrársele por si se desvanecía. Iba vestida de azul, un color que le sentaba bien a su pelo oscuro con toques de gris y a su piel olivácea y ojos grises. Había en su rostro un sosiego que a Pitt le resultó muy agradable.

—Buenas tardes, señora Drummond —dijo levantándose—. Lamento robarle su tiempo, pero buscaba un poco de asesoramiento…

—Por supuesto, señor Pitt —dijo ella al punto, entrando en la habitación y sonriendo a ambos—. Hace mucho que no le vemos. Lamento que sea ese horrible asunto de Hyde Park lo que le trae por aquí. Es eso, ¿verdad?

—Me temo que sí. —Pitt se sintió culpable, y sin embargo él nunca hubiera ido de visita de cortesía. Drummond había sido su superior y sólo en cierto sentido su amigo.

—Entonces ¿aceptarán usted y la señora Pitt venir a cenar cuando todo haya terminado? Así podremos hablar de cosas más agradables. —Sonrió—. Me alegro de que sea usted ahora el superintendente, y de que todo esto no tenga que ver con Micah. Sentí mucho lo de Aidan Arledge. Era un hombre encantador. Por el capitán Winthrop no siento tanta pena como quizá debería.

—¿Le conoció usted? —preguntó Pitt sorprendido.

—Oh, no. En realidad no. Pero la buena sociedad es muy pequeña. Sé quiénes son lord y lady Winthrop, por supuesto, pero no puedo decir que les conozca bien. —Le miró como disculpándose—. No son personas con las que sea fácil entablar una relación fuera de lo superficial, las trivialidades de siempre cuando una se los encuentra año tras año en las mismas ocasiones. Son, cómo le diría, muy predecibles, muy correctos. Estoy segura de que como individuos deben de tener algo más, pero… —Se detuvo. Ambos sabían lo que iba a decir, era inútil continuar.

—¿Y el capitán? —preguntó él.

—Coincidí un par de veces con él. —Meneó la cabeza—. Era la clase de hombre que me hacía sentir condescendiente con él, pero no sé por qué. Tal vez porque en la armada no hay mujeres. Me dio la sensación de que consideraba a los civiles una especie inferior. Era absolutamente educado, eso sí. Pero con esa educación que uno reserva para los subalternos, no sé si me explico.

—¿Cree usted que él conocía a Arledge? —preguntó Pitt.

—No. Eran dos hombres que difícilmente se habrían encontrado agradables el uno al otro.

Drummond miró a Pitt, que le sonrió. No tenía intención de hablar de los asuntos amorosos de Arledge delante de Eleanor, y menos aún de su naturaleza.

Eleanor se acercó a Drummond, y con cierta timidez él la rodeó con el brazo. La libertad de poder hacerlo era aún nueva para él, y de lo más placentera.

—Ojalá pudiera ayudarle, Pitt —dijo muy serio—. Pero bien podría ser obra de un demente, y para averiguarlo deberá usted saber qué tenían esos hombres en común. —Miró fijamente a Pitt; lo que habían hablado antes sobre el Círculo Interior flotaba en el aire—. Parece altamente improbable que sea un conocido de alguno de ellos —prosiguió—. Pero puede que haya alguien a quien los tres conocían. Supongo que habrá pensado en el chantaje. —Ciñó a Eleanor con el brazo.

—Pensaba que Yeats podía haber sabido algo —respondió Pitt, con el mismo cuidado—. Pero ¿cómo?

—¿El ómnibus pasa por el parque? —preguntó Drummond—. Hace un trayecto nocturno, de lo contrario no habría terminado en Shepherd’s Bush en mitad de la noche.

—Sí, pero el ómnibus no pasa por Hyde Park. Tellman lo comprobó.

Drummond hizo una mueca.

—¿Cómo le va con Tellman?

Pitt había decidido de antemano guardarse de comentarios.

—Es muy listo —dijo—. Y diligente. Él tampoco quiere arrestar a Carvell.

Eleanor los miró alternativamente pero no interrumpió.

—Le creo. —Drummond sonrió—. Si hay algo que Tellman no soporta es arrestar a alguien y luego dejarlo en libertad. Querrá tener pruebas para colgarle antes de comprometerse a nada. Es un hueso duro de roer, pero un buen amigo.

—Estoy seguro —dijo de manera ambigua.

—Y tiene madera de líder —continuó Drummond, vigilando a Pitt con la mirada, divertido y como pidiendo disculpas—. Si usted le deja, los demás le seguirán a él.

—Lo sé —repuso secamente Pitt, pensando en Le Grange.

Drummond siguió sonriendo pero no dijo nada.

—¿Puedo ofrecerle alguna cosa, señor Pitt? —preguntó Eleanor—. Es temprano para almorzar, pero ¿le apetece un vaso de vino? ¿O prefiere una limonada?

—Limonada, gracias —aceptó Pitt. Ya tenía decidida su próxima visita, y cualquiera cosa que le demorara, que le fortificara un poco, era más que bienvenida—. Me encantaría.

Tras despedirse una hora después, Pitt tomó un cabriolé al otro lado de Lambeth Bridge, pasado Lambeth Palace, donde tenía su residencia oficial el arzobispo de Canterbury, y subió por Lambeth Road hasta la imponente mole del manicomio de Bethlehem, popularmente conocido como Bedlam. Ya había estado antes allí, y el edificio le traía recuerdos de miedo, confusión y piedad.

Se apeó del coche, pagó al conductor y se aproximó a la verja. Fue recibido con cautela y sólo tras enseñar sus credenciales obtuvo permiso para entrar. Hubo de esperar durante un cuarto de hora en un mal iluminado despacho repleto de libros oscuros y que olía a polvo y a encierro, hasta que vinieron para acompañarle a las oficinas del encargado del asilo.

Era un hombre bajo de ojos redondos y enormes patillas. Unos mechones de pelo canoso cubrían su coronilla. Se le veía molesto.

—He informado ya a su inferior, superintendente Pitt, de que no hemos tenido ninguna fuga en el centro —dijo muy tieso, sin levantarse de su butaca—. Es algo que no pasa. Disponemos de un excelente sistema, e incluso si algún interno se fuera sin autorización, lo sabríamos al instante. Y caso de que se tratara de alguien peligroso, habríamos informado de inmediato a las autoridades. No sé qué más puedo decirle. Mis esfuerzos parecen haber sido en vano hasta el momento. —Su mano derecha descansaba sobre una pila de papeles en el escritorio que tenía al lado, posiblemente trabajo pendiente.

Pitt hubo de recordarse para qué había ido allí. Responder a aquel hombre con la misma brusquedad habría anulado su propósito.

—No dudo de usted, doctor Melchett —dijo—. Es su consejo lo que he venido a buscar.

—¿De veras? —repuso Melchett escéptico, indicándole por fin que tomara asiento—. Pues ésa no es la impresión que dejó su inspector. En absoluto. Dio a entender claramente que nuestros métodos eran relajados y que o se había fugado algún loco peligroso, o bien habíamos dejado en libertad a alguno que debía permanecer aquí, y con grilletes.

—Es un poco tosco —admitió Pitt, sin lamentarlo demasiado. Aceptó sentarse—. Era una pregunta necesaria. Alguien lo bastante loco para cortarles la cabeza a tres personas pudo haber pasado por aquí en algún momento.

Melchett se puso de pie, coloradas las mejillas.

—Si estaba tan perturbado como para decapitar a tres perfectos desconocidos, Pitt, ¡no hubiera pasado por aquí! —dijo furioso—. ¡Le aseguro que no lo habríamos dejado marchar! Venga conmigo. —Rodeó el escritorio—. Habría llevado a ese imbécil de inspector, pero dudo de que hubiera tenido cerebro para asimilar lo que iba a ver. Acompáñeme y eche usted un vistazo. —Fue hasta la puerta, la abrió de mala manera y echó a andar por el pasillo, suponiendo que Pitt le seguía.

Pitt odiaba aquel sitio y había esperado no tener que volver. Ahora seguía al ofendido Melchett por aquellos pasillos con sus largos silencios, sus súbitos gritos, los gemidos y los sollozos, las risotadas y de nuevo el silencio.

Melchett le llevaba ventaja y Pitt hubo de apresurarse. Se le ocurrió incluso no hacerlo, dar media vuelta y volverse por donde había venido. Pero no lo hizo. Apresuró el paso y Melchett le esperaba ya con la puerta abierta.

—¡Por aquí! —dijo con los dientes apretados y la mirada desorbitada.

Pitt pasó por su lado y entró a una larga habitación de techo alto. En torno a las paredes había una especie de estrecha pasarela a casi un metro del suelo, creando la impresión de una pared llena de gente, la mayoría sentados en sillas o en el suelo mismo, muchos acurrucados, otros meciéndose rítmicamente y musitando cosas ininteligibles. Entre ellos había un hombre de pelo apelmazado hurgándose una costra en la pierna hasta hacerla sangrar. Tenía los brazos cubiertos de heridas similares, unas medio curadas, otras recientes. En las muñecas y los antebrazos mostraba señales de mordiscos. Ni siquiera reparó en Pitt de pie a su lado, tan absorto estaba.

Otro miraba al vacío, babeando sin cesar. Un tercero alargó el brazo hacia ellos, cazando el aire al vuelo, tratando de decir alguna cosa sin conseguirlo. Un cuarto estaba sentado con las muñecas ceñidas por cadenas acolchadas, forcejeando con bruscos movimientos como si estuviera serrando un madero. También él parecía ensimismado en su dolorosa e inútil tarea, de forma que ni vio a Pitt ni oyó que Melchett hablaba.

—¿Cuántos quiere ver? —preguntó Melchett con una mezcla de cólera y ultraje—. Los hay a docenas, todos muy parecidos a éstos, todos tristes. ¿Cree usted que alguien así es el loco que anda buscando? ¿Cree que accidentalmente se nos escapó alguno y que se apoderó de un hacha y empezó a decapitar a la gente que paseaba por Hyde Park?

Pitt se disponía a negarlo, pero Melchett no le dejó hablar. Su ira iba en aumento.

—¿Dónde está, Pitt? —inquirió—. ¿Viviendo en el parque? ¿Dónde duerme? ¿Qué come? Toda la policía peinando la zona, buscando pistas, ¿y no pueden encontrar a ese pobre diablo?

No había respuesta.

La idea parecía ridícula a la vista de aquella gente perturbada, patética, feroz. Si Tellman hubiera entrado hasta aquella sala, se habría mordido la lengua antes de hacer aquellos comentarios.

El silencio de Pitt pareció ablandar a Melchett. Carraspeó un poco.

—Si el hombre que busca es un demente, su obsesión no ha alcanzado aún la fase en que sería ingresado en un sitio como éste. En general, su aspecto sería el de cualquier persona corriente, eso si es que realmente está loco. —Levantó los hombros y volvió a cuadrarlos—. ¿Está seguro de que esta carnicería no es obra de una persona cuerda?

—Seguro no —respondió Pitt—. Pero no parece haber conexión entre las víctimas, al menos nada que hayamos podido averiguar. —Se apartó del pobre hombre que tenía al lado que ahora trataba de tocarle hasta donde le permitía la camisa de fuerza.

Melchett vio que había dejado las cosas más que claras. Salieron de la sala grande al pasillo y regresaron a su despacho.

—Si estuviera loco —continuó Pitt—, ¿qué tipo de obsesión es la que debería buscar, doctor Melchett? ¿Qué clase de pasado empuja a un hombre a una violencia tan fortuita?

—No, de fortuita nada —dijo Melchett—. En su mente no. Habrá una conexión: tiempo, lugar, aspecto exterior, algo que alguien dijo o hizo y que provocó su furia, el miedo o el sentimiento que le haya impulsado. Podría tratarse de algo religioso. Muchos dementes tienen un profundo sentido del pecado. —Levantó de nuevo los hombros y los dejó caer—. Ya sé que es una pregunta desagradable, pero ¿no será que esas tres personas cometieron todas algún acto que a juicio del loco pudiera ser pecaminoso? Qué sé yo, provocar a las mujeres, por ejemplo. Es muy común la idea de que el acoplamiento sexual con las mujeres es algo malo, que debilita, una trampa del diablo. —Arrugó la nariz—. Y repugnante, claro. Es algo que surge de los recovecos de la mente, que justo ahora empezamos a explorar. En el extranjero se está llevando a cabo un interesantísimo trabajo a ese respecto, sabe. No, ¿por qué iba usted a…? —Meneó la cabeza y apresuró el paso.

Pitt no intentó presionarle más hasta que estuvieron de nuevo en el despacho y con la puerta cerrada, rodeados de libros y papeles y toda la parafernalia de la administración. Era un marco impersonal, saneado de la confusión y la desesperación que acababa de presenciar y que aún no le había abandonado, como ese sabor penetrante que se queda pegado a la garganta.

—¿Qué clase de hombre debería buscar, doctor, si se tratara de ese tipo de obsesión? —preguntó—. ¿Qué personalidad? ¿Qué tipo de familia? ¿Qué pasado pudo haber tenido que le impulsara a esto? —Miró fijamente a Melchett—. ¿Qué cosa pudo haberle instado a hacer lo que hizo justamente entonces, ni antes ni después?

Melchett volvió a encorvar la espalda con aquel gesto suyo tan característico.

—Sabe Dios. Podría ser desde una tragedia real, como una muerte en la familia, hasta algo tan trivial como un insulto. Podría surgir del recuerdo. Alguien dijo algo que le transportó violentamente a una conmoción pasada, y de pronto se desconectó, por así decir, de la realidad. Mire, lo siento, no sirve de mucho que yo haga conjeturas. Me inclino por algún tipo de pasión moral o religiosa. Cuando he preguntado si sus víctimas podían estar solicitando a mujeres, no me ha respondido. ¿Por discreción, quizá?

—Podría ser —concedió Pitt—. Pero no sería la respuesta. Una de las víctimas tuvo una larga relación con un amante.

—Querrá decir una querida —le corrigió Melchett—. Eso no impide que…

—No. Me he expresado bien.

—Oh. Ah, entiendo. Sí, entonces sería altamente improbable que estuviera solicitando a una mujer. ¿Qué hay de los otros? ¿Les pasa lo mismo?

—No hay razón para pensar eso. Pero imagino que podría haber suscitado las mismas reacciones violentas. —Pitt estaba indeciso y creía que se le notaba en la cara.

—Podría ser cualquier cosa —dijo Melchett con una risita—. Algo que dijeron, algo que hicieron, un gesto, una prenda, un lugar… Yo estudiaría la posibilidad de que su hombre esté tan cuerdo como la mayoría y tenga perfecto uso de razón. Siento no poder ayudarle. —Le tendió la mano.

Era una despedida, y Pitt no podía hacer otra cosa que aceptarla. Era absurdo seguir buscando una información que ni Melchett ni nadie podía darle.

Al poco de llegar a Bow Street, Farnsworth entró en la comisaría, miró al sargento —que se puso firmes— y luego a Pitt, Tellman y Le Grange.

—Consigan algo —dijo muy serio, mirándolos por turnos.

Le Grange cambió el peso de pierna y desvió la vista. No era responsabilidad suya decir nada.

El sargento se ruborizó.

—El superintendente acaba de volver de Bedlam —dijo Tellman con hosquedad.

Farnsworth montó en cólera.

—¿Para qué demonios ha ido al manicomio? —Se volvió hacia Pitt—. ¡Si ese maldito loco hubiera estado encerrado en Bedlam, ahora no tendríamos este pandemónium! —Giró hacia Tellman—. ¿No había ido ya usted para cerciorarse de que no había fugas?

—Sí, fue lo primero que hice, señor.

—¿Pitt? —La voz de Farnsworth subía de volumen al compás de su ira, y de tono al compás del nerviosismo.

—Quería ver si el doctor Melchett podía decirme qué clase de hombre estamos buscando —respondió Pitt, mordiéndose el labio para no perder los estribos.

—¡Yo creo que es muy sencillo! —le espetó Farnsworth echando a andar hacia la escalera y el despacho de Pitt—. ¡Buscamos a Jerome Carvell! Tiene un móvil, carece de coartada, y tarde o temprano encontraremos el arma. ¿Qué más necesita?

—Una razón para que matara a Winthrop y al cobrador —dijo Pitt entre dientes—. No hay ninguna conexión que haga suponer que conocía siquiera a esos dos hombres, ni que los odiaba o temía por motivo alguno.

—Si asesinó a Arledge, está claro que mató a los otros dos. —Farnsworth le miró de hito en hito—. No hay que demostrarlo. Tal vez intentó abordar a Winthrop y éste le rechazó. Incluso puede que Winthrop le amenazara con hacerlo público. Eso sería suficiente para que acabara decapitado. —Su voz iba ganando convicción—. Tenía que matarlo para acallarlo. La sodomía no es sólo un delito, señor mío, también es una ruina social. —Resopló y miró a Tellman.

La cara de farol tenía una expresión sardónica. Tellman miró a Pitt sonriendo, y, que Pitt recordara, era la primera vez que lo hacía sin animosidad. Todo lo contrario, era una sonrisa vagamente conspiratoria.

—¿Y bien? —dijo Farnsworth.

—Yo no lo creo, señor —respondió Tellman cuadrándose.

—¡Vaya! ¡No me diga! —Farnsworth se volvió hacia Pitt—. ¿Y por qué no? Será que tiene alguna razón, alguna prueba que yo todavía no conozco.

Pitt disimuló una sonrisa. La situación no tenía nada de divertido; el hecho de que fuera ridícula no hacía sino aumentar la magnitud de la tragedia.

—El lugar —dijo sin más.

—¿Cómo?

—Si Winthrop no quería, ¿para qué estaba en un bote a medianoche en el Serpentine? Además, ¿iba Carvell a llevar encima un hacha por si el otro le rechazaba?

Farnsworth se encendió.

—¿Alguien en el Serpentine con un hacha? —saltó con furia—. Eso tampoco lo sabe. En realidad, no ha encontrado usted muchas respuestas, ¿verdad? Y dígame, ¿lee la prensa? ¿Ha visto lo que ese maldito Uttley dice de usted en particular y de todos nosotros en general? —Su excitación rozaba el pánico—. ¡Eso me ofende, Pitt! Me ofende mucho, y no soy el único. Se está juzgando a todos los policías de la ciudad por el mismo rasero que a usted, se los culpa por su incompetencia Pitt, ¿qué le ha pasado? Antes era un buen policía, caramba. —Decidió que no valía la pena hablar en la intimidad del despacho. Era consciente de que Le Grange y el sargento estaban escuchando, y ahora también Bailey estaba firmes a escasa distancia del grupo. Se tomaría la revancha en público—. Hay pruebas suficientes. ¡Utilícenlas, por el amor de Dios, antes de que ese bastardo vuelva a matar! —Miró a Pitt—. Le haré a usted responsable si no le arresta y se produce otro asesinato.

Se produjo un silencio expectante. Farnsworth no estaba dispuesto a retirar ni una sola palabra. Le Grange ponía cara de preocupación, pero por una vez no se mostró indeciso. La acusación era injusta, y Le Grange respaldó a Pitt.

—No podemos arrestarlo, señor —dijo Tellman—. Nos demandaría, porque no tenemos pruebas. Tendríamos que soltarlo enseguida, y sólo conseguiríamos parecer más estúpidos que antes.

—Eso será difícil —murmuró Farnsworth—. ¿Y el cobrador de ómnibus? ¿Qué se sabe de él? ¿Tiene antecedentes penales? ¿Debía algún dinero? ¿Jugaba, bebía, fornicaba, tenía malas compañías…?

—No hay antecedentes —respondió Tellman—. Por lo que dicen en su barrio, era un hombre corriente, respetable y un tanto vanidoso.

—Ya me dirá usted dónde está la vanidad en ser cobrador de ómnibus —ironizó Farnsworth.

—Tienen cierta autoridad, supongo —observó Tellman—. Dicen a la gente si pueden subir o no, si tienen que ir sentados o de pie…

Farnsworth puso los ojos en blanco y su cara expresó un gran despecho.

—Sí, claro. ¿Ningún vicio secreto?

—Si los tenía, siguen siendo secretos.

—¡Pues algo tenía que haber! ¿Qué dicen en la comisaría local?

—No saben nada —respondió Tellman—. Iba regularmente a la iglesia, era una especie de monaguillo. Está visto que le gustaba decir a la gente dónde tenía que sentarse —añadió, haciendo una mueca pero riendo con la mirada—. Necesitaba hacerlo también los domingos.

Farnsworth le miró:

—Nadie le corta a otro la cabeza porque sea un canalla de poca monta —dijo, y se dirigió hacia la puerta—. Debo pensar algo respecto a ese Uttley. —Miró a Pitt y bajó la voz—: Debió hacerme caso, Pitt. Le hice una buena propuesta, y si hubiera seguido mi consejo ahora no estaría en este aprieto.

Tellman los miró alternativamente; sólo había captado la mitad de la frase, y estaba claro que no entendía su significado. Bailey aún se reía para sus adentros ante la imagen de Winthrop y Carvell en el bote, separados por los remos y el hacha. No le gustaba Farnsworth. Le Grange esperaba que alguien le diera alguna orden y no paraba de cambiar el peso de pierna.

Pitt sabía exactamente lo que Farnsworth quería decir. Era otra vez el Círculo Interior. Recordó de pronto las palabras de Micah Drummond. Pero Farnsworth seguramente sabía que Uttley era miembro de la sociedad, y que Jack no.

¿O acaso lo ignoraba debido al mismo secreto en que estaba envuelta la sociedad, a sus múltiples niveles? Pero incluso si atacaba y recurría a quienes le eran leales, tal vez no podía predecir el resultado de semejante prueba de fuerza. Y lo que era más peligroso, la prueba de lealtad, los caballeros iniciados contra los novicios. ¿Quién más estaba comprado por un pacto, comprometido a una batalla de la que no iban a sacar ningún provecho y, en cambio, serían castigados mortalmente si apoyaban el lado perdedor?

Farnsworth estaba esperando, como si pensara que Pitt podía haber cambiado de opinión.

—Quizá no —dijo Pitt en tono amable, mirándole a los ojos con decisión.

Farnsworth dudó sólo un momento más y luego dio media vuelta y se marchó.

Bailey suspiró y Le Grange se relajó. Tellman se volvió hacia Pitt.

—No podemos arrestar a Carvell de momento, pero si presionamos un poco más sacaremos algo. Como dice el señor Farnsworth, tiene que haber una conexión, y yo juraría que él sabe cuál es, o se la imagina.

Le Grange estaba muy atento.

—¿Qué ha pensado usted? —preguntó Pitt.

Tellman levantó la barbilla y dijo:

—Es culpable de un delito, como él mismo admite. Por sodomía le pueden caer varios años. Quizá no sabe que no podemos demostrar nada. Creo que habría que ahondar un poco. —Frunció el labio con tácito desdén—. Dudo que el señor Carvell aguantara toda la condena en un sitio como Pentonville o Coldbath Fields.

—Es verdad, señor —dijo Le Grange.

Pitt no le hizo caso y miró a Tellman con cierta repugnancia.

—No hay ninguna prueba.

—Él lo ha confesado —insistió Tellman.

—No a usted, inspector.

Tellman endureció el gesto y miró a Pitt sin pestañear.

—¿Me está diciendo que usted lo negaría, señor?

Pitt sonrió.

—Yo no afirmo nada, inspector. Lo único que me dijo fue que quería a Arledge. Eso puede interpretarse de muchas maneras. El sentimiento no es un crimen. Imagino que eso es precisamente lo que dirá Carvell, antes de que sus abogados le demanden por hostigamiento.

—Es usted muy remilgado —dijo Tellman con aversión—. No se puede ir con tantos miramientos. Le van a dar quince y raya.

Bailey carraspeó.

Tellman no hizo caso y siguió mirando a Pitt.

—No podemos permitirnos delicadezas si queremos atrapar a ese bastardo que va por ahí cortando cabezas y aterrorizando a medio Londres. La gente no se atreve a salir de noche si no van en grupo. Hay caricaturas por todas partes. Nos está convirtiendo en el hazmerreír. ¿Acaso eso no le molesta? —Su mirada rozaba el odio—. ¿No le provoca rabia?

Le Grange asintió con la cabeza, mirando a Tellman.

—Es justamente lo que parece —respondió Pitt lacónico—. Cosa de la rabia, no una reacción meditada o serena: la violencia instintiva de alguien que teme por su propia reputación y que actúa siempre pendiente de ver qué piensan los demás de él.

—¡Esos «otros» nos pagan el maldito sueldo! —dijo Tellman, sin dejar de mirar a Pitt. Ni Bailey ni Le Grange le interesaban, y el sargento de guardia había dejado de existir hacía rato—. El suyo y el mío —prosiguió. Ya no podía volverse atrás—. Y no están satisfechos con usted. A nadie le interesa lo brillante que pudo ser usted hace tiempo, lo que importa es ahora. Está dejando la reputación de sus señorías por los suelos. Parecen tontos, y eso no se lo perdonarán.

—Si quiere que arreste a Carvell, demuestre que tuvo algo que ver —exigió Pitt, subiendo también el tono de voz—. ¿Dónde estaba Carvell cuando mataron a Yates?

—En un concierto, señor —saltó Le Grange—. Pero no hay nadie que pueda confirmarlo. Puede decirnos qué música tocaban, pero eso podría buscarlo cualquiera en un programa de mano.

—¿Y cuando mataron a Arledge?

—En su casa, solo.

—¿Sirvientes?

—Qué importa eso. En el estudio hay una puertaventana. Podría haber salido por allí y nadie se hubiera enterado. Y volver por el mismo sitio.

—¿Winthrop?

—Alega que fue a dar una vuelta por el parque —respondió Tellman, incrédulo.

—¿Solo?

—Sí.

—¿No vio a nadie?

—Que él recuerde no. De todos modos, hay que pasar muy cerca de alguien para que te reconozcan. Últimamente la gente no frecuenta el parque por la noche; no como antes.

—¿Las mujeres tampoco? —preguntó Pitt.

—Qué remedio les queda —dijo Tellman encogiéndose de hombros—. No pueden irse a casa, pero están muy asustadas.

—Entonces vaya a ver si encuentra a alguna que viese a Carvell. ¿Y en la calle, camino de su casa? Alguien podría decirnos que pasó por allí a determinada hora. ¿Los sirvientes no recuerdan a qué hora regresó a casa?

—No, señor. Tenía un horario bastante raro y prefería que la servidumbre se fuera a acostar. —Tellman separó los labios en un gesto de sorna—. Será que no quería que viesen a Arledge entrando y saliendo. Que lo pillaran la última vez, si es que estuvo allí.

—Pruebe con otra gente del parque —repitió Pitt—. Las chicas de Fat George trabajan en esa zona.

—¿Qué probaría eso? —dijo Tellman sin ocultar su descontento—. Que nadie le viera no demuestra que no estuviera allí. Y no encontramos a nadie que diga que le vieron en Shepherd’s Bush. Lo he comprobado con los pasajeros del último trayecto.

—Y supongo que tampoco habrá averiguado dónde mataron a Arledge… —repuso Pitt, sarcástico—. Me parece que tiene usted mucho que hacer. Será mejor que ponga manos a la obra.

Y dicho esto subió a su despacho y cerró la puerta, pero las recriminaciones de Tellman le rondaban por la cabeza. ¿Estaba llevando el caso con excesiva delicadeza? ¿Estaba dejando que el hecho de que Carvell le cayera bien influyese en su valoración de las pruebas? No podía dejarse cegar por la compasión. Si no había sido Carvell, ¿quién, entonces? ¿Bart Mitchell, para vengar a su hermana? Pero ¿para qué matar a Arledge? ¿Y a Yeats? ¿O era realmente un lunático obseso que mataba al azar motivado por su caos mental?

Tenía que saber más cosas de Winthrop, de su matrimonio y de Bart Mitchell.

Emily veía la casa nueva de Charlotte cada vez con mayor agrado. El hecho de encontrar una casa en estado ruinoso y arreglarla y decorarla al gusto de uno tenía que proporcionar una gran satisfacción. Al casarse con George se había mudado a Ashworth House, una casa en perfecto orden donde todo estaba como había estado durante generaciones. Se habían añadido habitaciones hasta que, hacia 1882, ya no quedó espacio para mejoras. Incluso su propia alcoba conservaba los espejos y cortinas de la anterior inquilina, y cambiarlo todo habría sido un despilfarro. En efecto, era todo tan lujoso y bonito que no se podía mejorar, simplemente habría sido la elección de Emily y no la de otra persona.

Ahora, por supuesto, Ashworth House era propiedad suya y ella la compartía con Jack, pero seguía habiendo poco de su cosecha, aunque es cierto que no le veía ningún defecto a la casa. Se alegraba mucho por Charlotte, no sin una pequeña dosis de envidia.

Estaban en el dormitorio que daba al jardín. Finalmente Charlotte había optado por el verde y hoy, con el sol radiante y los árboles llenos de hojas nuevas, la habitación tenía un aire de cenador lleno de luz y sombras y el suave sonido de las hojas al moverse. Qué aspecto tendría en invierno estaba por verse, pero ahora mismo no podría haber sido una pieza más encantadora.

—Me gusta —afirmó Emily—. Hasta diría que es maravillosa. —Arrugó el ceño; sus manos de impresionantes anillos asieron las faldas de muselina.

—¿Pero…? —intervino Charlotte sintiéndose decepcionada. Estaba muy contenta con la habitación, era justo lo que había confiado en conseguir, pero le dolía que Emily pudiera tener alguna reserva y, a juzgar por su expresión, era bastante grave.

Emily suspiró:

—¿Has visto hace poco la alcoba de mamá? —Se volvió hacia Charlotte con los ojos muy abiertos—. Tuve ocasión de subir al piso de arriba. ¿Y tú? Es tan… No sé cómo llamarlo. ¡No es propio de mamá! Es como si se hubiera vuelto otra persona. Peor que romántico, es… exuberante. Sí, eso, exuberante.

—Sigues tratando de pensar que es algo pasajero —dijo Charlotte, yendo a la ventana y acodándose allí para contemplar el jardín. El césped recién cortado se extendía al pie de los árboles hasta el muro repleto de rosas—. Y no lo es, sabes. Yo creo haberlo asumido. Ella le quiere de verdad.

Emily se acercó y miró también hacia el jardín.

—Pero esto acabará mal —dijo quedamente.

—Mamá podría casarse con él.

—¿Y luego qué? —Emily se volvió—. Ella no podría seguir en la buena sociedad, y tampoco encajaría en el mundo de la farándula. No sería ni una cosa ni otra. Y cuánto crees que podría durar, la felicidad, quiero decir.

—¿Cuánto crees que dura normalmente?

—¡Oh, vamos! Yo soy muy feliz, y no me digas que tú no lo eres, porque no te creeré.

—Lo soy, es cierto. Y fíjate cuánta gente vaticinó que yo acabaría mal.

—Eso es muy distinto.

—En absoluto —objetó Charlotte—. Me casé con alguien que según todas mis amigas era muy inferior a mí, y encima no tenía dinero.

—Pero Thomas es de tu edad. Bueno, sólo unos años mayor, que es lo que debe ser. ¡Y es cristiano!

—Reconozco que es un problema el que Joshua sea judío —concedió Charlotte—. Pero también lo era Disraeli. Eso no le impidió llegar a primer ministro, y a la reina le parecía encantador. Le tenía mucho afecto.

—Porque él la adulaba de mala manera, y el señor Gladstone no. Era un viejo refunfuñón, siempre estaba hablando de la virtud. —Su cara se iluminó—. Aunque dicen que le gustaban mucho las mujeres, muchísimo. En realidad me lo contó Eliza Harrogate. —Bajó la voz hasta un susurro—. Dijo que sabía de buena fuente que Gladstone no podía contenerse en presencia de una mujer bonita, fuera cual fuese su edad o su estado civil. Eso cambia las cosas, ¿no crees?

Charlotte la miró sin saber si lo decía en broma o en serio. Luego se echó a reír. La idea era divertida y sin duda novedosa.

—Quizá le hizo alguna propuesta íntima a la reina —siguió Emily, empezando a reír también—. Puede que por eso no le gustara a ella.

—Eso es un disparate —dijo Charlotte—. Y no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando.

—Ya, supongo que no. —Emily se puso seria—. ¿Qué podemos hacer? Me niego a quedarme cruzada de brazos viendo cómo mamá va directa al desastre.

—Creo que no tienes otra alternativa. Lo único que cabe esperar es que la cosa fenezca de muerte natural antes de que se produzcan daños irreparables.

—Eso es mucho pedir. No podemos ser tan… tan ineficaces —protestó Emily, apartándose de la ventana.

—Ineficaces no; se trata de no interferir en la vida de mamá.

—Pero…

—¿Cómo se presentan las elecciones? —cortó deliberadamente Charlotte, con una sonrisa.

Emily se encogió de hombros.

—Está bien, me rindo por ahora, pues la cosa va sorprendentemente bien. —Levantó sus delicadas cejas—. En los dos últimos días han salido varios artículos muy buenos en la prensa. No lo entiendo, pero por lo visto alguien ha cambiado de opinión y ahora está del lado de Jack; o para ser más exactos, en contra de Uttley.

—Qué extraño —dijo Charlotte, pensativa—. Tiene que haber alguna razón.

—Jack no ha entrado en el Círculo Interior, si eso estás pensando. Puedo jurarlo.

—No lo dudo —la tranquilizó Charlotte—. Pero eso no significa que el cambio no tenga algo que ver con el Círculo. Ellos pueden tener sus propias razones.

—¿Por qué? Jack no va a darles nada.

—Me refería a otra cosa. —Charlotte inspiró hondo—. Uttley ha estado atacando a la policía. ¿No te parece que puede haber alguien en las altas esferas policiales que también pertenezca al Círculo Interior, y que Uttley fuera lo bastante torpe para no darse cuenta?

—¡Oh! ¿El subcomisionado de la policía, quizá? —Emily pareció sobresaltarse, un tanto incrédula.

—Micah Drummond era miembro —le recordó Charlotte.

—Sí, pero eso es distinto. Él no lo utilizó. —Emily se quedó callada—. Ya entiendo. Claro, eso no significa que Giles Farnsworth no lo haya hecho. Podría echar mano de ellos para defenderse. Pues claro.

—Aparte de eso —prosiguió Charlotte—, no sabemos quién más pertenece a la sociedad.

—No te entiendo. ¿En quién estás pensando?

—En cualquiera. El ministro del Interior, por ejemplo. El problema con el Círculo Interior es que no sabemos nada. No sabemos a quién deben fidelidad. Podrían existir alianzas que desconocemos.

Emily la miró muy seria.

—Entonces Uttley podría haberse defendido atacando a la policía. Pero ¿no sabe el riesgo que corre haciéndolo?

—No, en caso de que no supiera que Farnsworth pertenece al grupo. O si están en distintas secciones. Pero no haberlo previsto es una estupidez por su parte.

—Debió de pensar que estaba a salvo. ¿Crees que podría haber rivalidades dentro del Círculo Interior? ¿Pasan esas cosas?

—Imagino que sí. O quizá es tan secreto que Uttley ni siquiera lo sabía —dijo Charlotte—. Según dice Micah Drummond, él sólo conocía a unos pocos miembros, los de su propio nivel. Lo hacen para protegerse, creo. Sólo los miembros importantes conocen todos los nombres. De este modo quien renuncia a la sociedad no puede traicionar a nadie.

—Entonces ¿cómo saben quién es miembro y quién no?

—Creo que tienen un sistema secreto para reconocerse en caso necesario.

—Suena de lo más tonto —dijo Emily con una sonrisa. De pronto se estremeció—. Detesto este tipo de cosas. El poder de los miembros importantes ha de ser enorme: tienen a cientos, si no miles, de hombres distribuidos por todo el país en cargos de importancia, y todos han prometido ser leales sin hacer preguntas, incluso ignorando la razón.

—Pueden pasar años sin que se les pida nada —señaló Charlotte—. Supongo que a muchos nunca se les pide nada. Cuando Micah Drummond entró, creyó que lo hacía en una sociedad secreta que daba dinero y promovía causas benéficas. No fue hasta el asesinato de Clerkenwell, cuando le pidieron que ayudase a lord Byam, que empezó a comprender cuál era el precio o a preguntarse hasta qué punto lo habían ascendido porque era miembro del grupo. Quizá a Uttley le pasa lo mismo.

—Dudo que sea inocente. Puedo creerlo de Micah Drummond. Él es bastante… ingenuo. Los hombres confían en personas que ninguna mujer en su sano juicio soñaría confiarles nada. Pero Uttley es una persona enrevesada, y muy ambiciosa. La gente que utiliza a los demás espera que éstos traten de hacer lo mismo. —A medida que reflexionaba sobre ello le parecía más posible—. No es un hombre muy agradable, siempre está dispuesto a aprovecharse de cualquier ventaja, pero sin comprender que está jugando con fuego… Podría ser. —Se estremeció de nuevo, a pesar del sol—. Casi siento lástima de él.

—Yo de ti me guardaría la compasión hasta el final —le advirtió Charlotte.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Emily.

—Sólo un poco. Me gustaría pensar que están defendiendo a la policía por alguna razón honrosa, pero creo que es porque alguien superior a Uttley pertenece al cuerpo, quizá el subcomisionado de la policía, aunque podría ser cualquiera.

Emily suspiró.

—Y supongo que Thomas sigue sin tener pistas sobre el Verdugo de Hyde Park.

—Eso parece.

—Nosotras no estamos ayudando mucho, ¿verdad? —dijo Emily en plan crítico—. ¡Ojalá se me ocurriera algo!

—Ni siquiera sé por dónde empezar. —Charlotte se mostraba cada vez más pesimista—. Y no es que no tengamos idea de quién podría ser. Sólo que… —Se detuvo.

—No es muy interesante —terminó Emily por ella—. Porque no conocemos a la gente. La locura es algo aterrador y triste, pero de hecho no es…

—Interesante. —Charlotte sonrió desolada.

Pitt redobló sus esfuerzos para encontrar alguna relación entre Winthrop y Aidan Arledge. Eso le llevó a visitar de nuevo a la viuda Arledge. Dulcie le recibió con la misma cortesía de siempre, pero Pitt se percató de que parecía cansada y nerviosa. La primera vez que se habían visto, su rostro le había parecido lozano pese a la lógica conmoción. Ahora daba la sensación de que los días y las noches la habían ido agotando. Aún vestía con esmero, siempre de femenino negro con toques de encaje y los mismos alfileres y anillos de duelo.

—Buenas tardes, señor Pitt —dijo con una sonrisa lánguida—. ¿Viene a informarme de algún nuevo descubrimiento? —Lo dijo sin esperanza, pero sus ojos, hundidos por la aflicción, le miraron inquisitivos.

—Nada cuyo significado conozcamos de momento —respondió Pitt. La inquietud de la viuda le dolía más que los insultos de Farnsworth o las críticas que aparecían en los periódicos.

—¿Nada en absoluto? —insistió ella—. ¿No tiene la menor idea de quién está haciendo esto? —Estaban en el salón, siempre tan acogedor, con un jarrón de flores sobre la mesa del fondo.

—Aún no hemos encontrado nada que relacione a su marido con el capitán Winthrop —respondió él—. Y menos aún con el cobrador de ómnibus.

—Siéntese, por favor, superintendente. —Le indicó la silla cercana a él y tomó asiento en una butaca, doblando las manos sobre el regazo. Era una pose elegante, con la espalda perfectamente recta, como sin duda le habían enseñado desde que era pequeña. Charlotte le había explicado que las buenas institutrices solían castigar con una regla u otro instrumento duro las espaldas encorvadas de las muchachas menos diligentes.

Pitt se sentó cruzando las piernas. A pesar de las circunstancias, y del recado que lo había llevado allí, había algo en la presencia de la viuda que le resultaba sumamente agradable, que aguzaba sus sentidos al tiempo que le proporcionaba una sensación de bienestar. Las confidencias que habían compartido la última vez eran un cálido recuerdo compartido.

—¿Qué más puedo contarle? —preguntó ella—. He estado hurgando en mi memoria pero, verá usted, gran parte de la vida de Aidan me era ajena. —Sonrió y se mordió el labio—. Y mucho más de lo que he pretendido decir. Estaba pensando en la música. A mí me gusta mucho la música, pero me era imposible ir cada vez que había un concierto suyo, y por supuesto tampoco podía asistir a todos los ensayos. —Le miró para ver si él entendía y no la encontraba culpable de esa omisión.

—Ninguna mujer acompaña a su marido a su lugar de trabajo, sea artístico o de otra índole —le aseguró Pitt—. Muchas mujeres no saben siquiera a qué se dedican sus maridos, menos aún dónde trabajan o con quién se relacionan.

Ella se relajó un poco.

—Tiene razón, por supuesto —dijo con una sonrisa agradecida—. Quizá he dicho una tontería. Lo siento. Sólo pensaba, oh Dios, le ruego que me perdone, señor Pitt, creo que estoy hecha un lío. El réquiem me está inquietando mucho. Será dentro de dos días y todavía no sé muy bien qué hacer.

Pitt quería ayudar, pero la presencia de la policía hubiera sido inadecuada.

—Sin duda él tenía muchos amigos que se sentirán honrados de ayudar en lo posible —dijo.

—Sí, sí, naturalmente —concedió ella—. Lady Lismore se está portando de maravilla. Es una mujer muy fuerte. Sir James sabe a quién se debe invitar. Y el señor Alberd también. Él pronunciará unas palabras. Es un hombre muy respetado, sabe usted.

—De todos modos, imagino que será un momento angustioso —dijo él, imaginando la abrumadora emoción que le supondría escuchar la música de su marido interpretada por sus amigos, totalmente ajenos al terrible secreto que tal vez muy pronto aparecería en todos los periódicos.

Ella tragó saliva, como si algo le obstruyera la garganta.

—Sí, eso me temo. Mi mente está muy confusa. —Le miró con repentino candor—. Me avergüenzo de las cosas que pienso, superintendente, pero por más que lo intento, parece que no soy capaz de controlar mis pensamientos. —Se dirigió hacia la ventana y siguió hablando de espaldas a él—. Me avergüenzo de mi debilidad, pero me da miedo. No sé quién es el hombre a quien Aidan… no me atrevo a decir la palabra «amaba», y seguro que acabaré mirando a todo el mundo preguntándome cuál de ellos es. —Se volvió—. Eso está mal, ¿no cree? —No dijo nada del escarnio y el desprecio que sobrevendrían cuando arrestaran a alguien y todo se supiera, pero ninguno de los dos lo expresó con palabras.

—Sí, pero es muy comprensible, señora Arledge —dijo—. Creo que a todos nos pasaría lo mismo.

—¿De veras lo cree? —Un asomo de sonrisa afloró a sus labios. Bailey estaba en lo cierto, aquella cara era tanto más agradable cuanto más la conocía uno—. Le agradezco sus palabras. ¿Asistirá usted, señor Pitt? Me gustaría mucho que lo hiciera, como un amigo. Como amigo mío, si cree que le será posible.

—Esté segura de ello, señora Arledge. —Se sintió culpable al decirlo, pero al mismo tiempo agradecido. Estaba obligado a asistir como encargado del caso. Ella tal vez lo entendería. Pensó que se lo pedía sólo para hacerle sentir mejor, pero el saberlo no menguó su afecto hacia ella.

—Habrá una pequeña recepción después —prosiguió ella—. No quiero hacerlo aquí, no me siento capaz. —Estaba mirando las flores que había en la mesa—. Sir James sugirió que fuera en casa de uno de los amigos de Aidan. Creo que eso sería lo mejor para todos y menos problemático para mí. De ese modo no me sentiré tan responsable, y si quiero marcharme temprano, puedo hacerlo y volver a casa para estar a solas con mis recuerdos. —Una triste sonrisa cruzó por su cara y se desvaneció—. Aunque no sé si es eso lo que deseo.

Pitt no podía decir nada que no sonase trivial.

—Va a ser en casa del señor Jerome Carvell, en Green Street —añadió ella—. ¿Sabe dónde está?

Por un momento Pitt se quedó sin habla.

—Sí, conozco Green Street —respondió al fin, hablando con dificultad. Confió intensamente en que no se le notara—. Creo que será muy apropiado. Y como usted dice, le ahorrará muchas responsabilidades. —¿Era su respuesta tan carente de sentido como le pareció a él?

—Ellos se ocuparán del refrigerio, y por supuesto habrá música en el propio réquiem. Se han ocupado de eso también. —Cambió una o dos flores de sitio, tocando alguna hoja, arrancando un tallo que estaba fuera de sitio—. Aidan conocía a músicos excelentes. Habrá muchos donde escoger. Le encantaba especialmente el chelo. Qué instrumento tan triste. Suena más oscuro que un violín. Muy apropiado para la ocasión, ¿no cree?

—Sí. —De inmediato le vino a la memoria el rostro de Victor Garrick tocando en el funeral por Winthrop—. ¿Quién va a tocar? ¿Lo sabe ya?

Ella se apartó de las flores.

—Un joven que Aidan tenía en gran estima, creo que le ayudó mucho —respondió ella mirándole con repentino interés—. ¿Le gusta el violonchelo, señor Pitt?

—Sí. —Era más o menos cierto. Le había gustado mucho en las pocas ocasiones que había tenido oportunidad de escucharlo.

—Creo que ese joven pone un gran talento. Es un aficionado, pero según me ha dicho sir James posee una gran técnica y un enorme sentimiento. Y respetaba mucho a Aidan debido al tiempo que mi marido dedicó a ayudarle.

—¿Y cómo se llama?

—Vincent Garrick, creo. O no, no era Vincent sino Victor. Sí, ése era el nombre.

—¿Le conocía bien su marido? —Pitt procuró borrar de su voz un repentino tono agudo, pero ella se puso en guardia. La línea de su hombro podía adivinarse tensa.

—¿Le conoce usted, señor Pitt? ¿Significa alguna cosa? —inquirió ella—. ¿Por qué lo pregunta?

—Puede ser que nada, señora. Victor Garrick era el ahijado del capitán Winthrop.

—¿Su ahijado? —Pareció confusa, y luego decepcionada—. Le parecerá ridículo, pero al ver que esto le llamaba la atención, pensaba que habría encontrado, no sé, alguna pista.

—¿Conocía bien el señor Arledge a Victor Garrick? —volvió a preguntar.

—Me temo que no sé la respuesta. Tendrá que preguntarle a sir James. Él lo sabrá. De hecho animaba más a los músicos jóvenes que el propio Aidan. En realidad, para serle franca, superintendente, puede que la sugerencia viniera de sir James, porque el señor Garrick es una especie de protegido.

—Entiendo. —Pitt se sintió tontamente desilusionado. De todos modos iría a ver a sir James Lismore, aunque la conexión pudiera ser muy remota. Y por descontado que asistiría al réquiem—. Gracias, señora Arledge. Ha sido usted muy paciente conmigo y muy clemente también. —Era decir poco. Ninguna persona en similares circunstancias había despertado en él tanta admiración.

—Me avisará si descubre algo, ¿verdad, superintendente? —dijo ella con cierta ansiedad.

—Por supuesto. Tan pronto haya algo que no sea mera conjetura. —Pitt se puso en pie.

Ella hizo otro tanto y le acompañó hasta la puerta, dándole de nuevo las gracias. Él se despidió y fue en busca de un cabriolé para ir a casa de sir James Lismore. Pero la cara de ella seguía en su mente. Pitt compadecía a Aidan Arledge por su muerte temprana y violenta, y porque había amado allá donde era imposible, pero al mismo tiempo sentía una cólera incontenible porque Aidan había traicionado a una mujer extraordinaria que ahora no tenía otra cosa que dignidad y pesar.

—¿Victor Garrick? —dijo sorprendido sir James Lismore. Era un hombre de aspecto corriente, estatura media y casi completamente calvo. Pero su mirada tenía algo que llamaba la atención, y todas las líneas de su cara denotaban inteligencia y buen carácter.

—Un joven chelista aficionado —dijo Pitt.

—Ah, sí, ahora recuerdo —dijo Lismore—. Un gran talento, un intérprete de gran intensidad. ¿Cuál es el problema, superintendente?

—¿Conocía él al difunto Aidan Arledge?

—Desde luego. El pobre Aidan conocía a muchos músicos, tanto aficionados como profesionales. —Frunció el entrecejo—. No estará pensando que uno de ellos tuvo algo que ver en su muerte, ¿verdad? Eso sería absurdo.

—No estoy pensando en culpables, sir James. Se puede estar implicado de muy diversas maneras. Trato de encontrar alguna conexión entre el capitán Winthrop y el señor Arledge.

Lismore parecía extrañado.

—Entiendo la diferencia, superintendente. Disculpe que haya sacado una conclusión injustificada. —Metió las manos en los bolsillos y estudió a Pitt con interés—. ¿Y está seguro de que el capitán Winthrop conocía a Victor Garrick? Tengo entendido que el capitán no era amante de la música, y me consta que a Victor no le interesaba la marina. Es un joven muy pacífico, un soñador, no un hombre de acción. Detesta toda suerte de violencia o crueldad, por no hablar de la disciplina física y la ordenada agresividad propias de la vida en un barco de guerra.

—Lo suyo no era amistad —explicó Pitt, sonriéndose ante la descripción que Lismore hacía de la vida en la armada, una descripción que Victor hubiera aprobado—, sino una relación de familia.

—¿Eran parientes? —Lismore no cabía en sí de asombro—. Creía que el padre de Victor había muerto y que su madre no tenía mucha familia, al menos nadie con quien haya mantenido contacto.

—Parientes consanguíneos no. El capitán Winthrop era su padrino.

—Ah. —Lismore pareció aliviado—. Ya entiendo. Eso lo explica todo.

—Perdone, sir James, pero habla como si conociera al capitán.

—Tendrá que disculparme otra vez, superintendente. Sin querer, le he despistado. En realidad nunca le conocí. Es a la señora Winthrop a quien he tratado alguna vez, aunque sólo superficialmente. Una mujer encantadora, y muy amante de la música.

—¿Conoce a la señora Winthrop? —Pitt aprovechó la ocasión sin saber si había algo detrás, pero hasta el menor indicio era de incalculable valor—. ¿Y sabe usted si ella conocía al señor Arledge?

Lismore parecía sorprendido.

—Por supuesto que sí. Bueno, no sé si se conocían muy bien o desde cuándo, o si sólo compartían su amor por la música y una bondad espontánea por parte de Aidan. Era un hombre muy afable, y muy dado a la compasión.

—¿Compasión? ¿Acaso la señora Winthrop estaba pasando algún apuro?

—En efecto —asintió Lismore, observándole con curiosidad—. No sé cuál pudo ser la causa, pero en una ocasión la vi muy preocupada por algo. Estaba llorando y Aidan se esforzaba por consolarla. Me temo que no lo consiguió del todo. La señora Winthrop partió con un joven caballero de tez bronceada. Creo que era su hermano. También él parecía muy turbado por lo sucedido, y bastante furioso.

—Su hermano. ¿Bartholomew Mitchell? —preguntó Pitt.

—Lo siento, no recuerdo su nombre. Ni siquiera estoy seguro de que nos hayan presentado alguna vez. Aidan comentó algo después. Creo que es así como me enteré de que era el hermano de ella. Parece preocupado, superintendente. ¿Cree que significa algo?

—No estoy seguro —dijo Pitt con franqueza. Sin embargo su pulso se había acelerado—. ¿Puede que el señor Arledge y la señora Winthrop estuvieran en desacuerdo sobre alguna cosa? ¿O que el señor Mitchell llegara a suponer que era así?

—¿Aidan y la señora Winthrop? —Lismore estaba perplejo—. Lo dudo.

—¿Pero sería posible?

—Imagino que sí. —Lismore se mostró remiso—. O, al menos, que el señor Mitchell interpretara mal la situación. Parecía furioso, eso lo recuerdo muy bien.

—¿Puede recordar algo más, sir James, algún detalle? —insistió Pitt—. Una palabra, un gesto…

Lismore estaba incómodo.

—¡Se lo ruego! —exclamó Pitt.

Lismore inspiró hondo y se mordió el labio inferior antes de hablar:

—Pude oír algunas cosas, superintendente. Detesto tener que repetir lo que sin duda alguna era una conversación muy privada, pero veo que usted lo considera de vital importancia. —Pitt jadeaba de impaciencia—. Oí a aquel hombre, supondré que era el hermano, diciendo con vehemencia: «¡No es culpa tuya!». Puso mucho énfasis en la negativa. Luego añadió: «No permitiré que lo digas. Es absurdo y además no es cierto. Si Thora es lo bastante tonta para pensar así, peor para ella, pero tú no. Tú no has hecho nada. Nada, me oyes, nada. Debes quitártelo de la cabeza y empezar de nuevo». Puede que no fueran exactamente esas palabras, pero fue algo muy parecido, y desde luego el sentido era ése. —Lismore miró a Pitt expectante.

Pitt estaba confuso. ¿Se refería Mitchell a la muerte de Winthrop? ¿Qué sabía Thora Garrick de todo aquello?

—¿Y bien? —dijo Lismore.

—¿Oyó usted la respuesta?

—Sólo una parte. Ella parecía angustiada, no hablaba con coherencia.

—¿Y esa parte que oyó usted?

—Oh, ella insistió en que sí era culpa suya, que por su estupidez había provocado vaya a saber qué, y que él no tenía por qué ponerse tan furioso, no era una cosa tan insólita, o algo así. Lo siento. La verdad es que me sentí muy incómodo habiendo oído ya la primera parte de la conversación.

—¿Vio al señor Mitchell con el señor Arledge? —porfió Pitt—. ¿Qué actitud tenían?

—No, en realidad no. Si mal no recuerdo, Aidan se había ausentado para dirigir la segunda parte del recital cuando vi que el señor Mitchell se llevaba a la señora Winthrop hacia la puerta, imagino que para marcharse. Me dio la impresión de que habían solventado ya sus diferencias. Al parecer él la había convencido de que tenía razón, y ella parecía satisfecha.

—Gracias. Me ha sido usted de gran ayuda. —Pitt se levantó—. Gracias por su tiempo y su franqueza. —Giró hacia la puerta—. Que tenga un buen día, sir James.

—Lo mismo digo, superintendente. —Lismore se quedó confuso e intrigado.

Emily había disfrutado de la fiesta a pesar de ser un acto meramente político. Había muchos aspectos de la campaña que no le gustaban. Hablar en la calle unas veces era divertido, otras extenuante, peligroso incluso. Ayudar a Jack a escribir artículos y discursos para públicos concretos era un trabajo rutinario, que sólo aceptaba por lealtad hacia él y porque quería que peleara con todas las ventajas que ella pudiera aportar, aun cuando casi nadie apostaba por su victoria.

Pero eso había cambiado significativamente en los últimos días. Al principio ocurrió de un modo muy sutil: un ligero cambio de tono por parte de un importante columnista del Times, una suave censura de las motivaciones de Uttley para criticar a la policía, incluso la insinuación de que Jack Radley ofrecía perspectivas más acordes con la coyuntura política. Se planteaba la cuestión del patriotismo.

Pero la velada había sido divertida. Emily había bailado y charlado, adulado y reído, e incluso un par de veces, como correspondía a la ocasión, había sido astuta en sus comentarios políticos para asombro y deleite de varios hombres influyentes de mediana edad y más que mediano peso. En conjunto, el éxito había sido rotundo.

Eufórica, Emily salió de allí colgada del brazo de Jack para recorrer la corta distancia hasta Ashworth House bajo la balsámica noche primaveral. La luna estaba alta, un farol de plata sobre los árboles, y el aire olía a flores. Los carruajes pasaban con sus luces encendidas, dejándolos arropados en la oscuridad que mediaba entre dos farolas.

Jack iba cantando por lo bajo y andaba con un ligero contoneo que no era resultado de la embriaguez, sino simple júbilo sumado a un gran bienestar.

Emily se puso a cantar al unísono.

Dejaron la amplia y bien iluminada avenida y tomaron una calle más silenciosa, con árboles que asomaban a los altos muros de los jardines dando sombra a las farolas en sus delgados postes.

De pronto Jack lanzó un grito y se precipitó sobre ella, haciéndola caer de lado a la acera antes de caer él mismo de bruces, evitando en el último momento darse de cara contra el pavimento.

Emily soltó un chillido de alarma que enseguida se tornó de pánico. Había una figura oscura cernida sobre Jack, llevaba la cabeza cubierta y empuñaba una enorme hoja en forma de cuña. Emily gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

Jack estaba tendido sobre el suelo y el desconocido cerca de él.

Emily no disponía de ningún arma para defenderse o defender a Jack.

El desconocido levantó el brazo.

Jack rodó de costado y le lanzó sendos puntapiés. Tuvo suerte: una patada alcanzó al atacante por encima del tobillo, haciéndole perder el equilibrio. El hombre trastabilló hacia atrás.

Emily no paraba de gritar. ¡Alguien tenía que oírla; por el amor de Dios!

El asaltante se había recuperado y se acercaba otra vez. Jack no se había incorporado del todo. El atacante levantó el enorme filo.

Jack se dio impulso con manos y rodillas y se lanzó contra el agresor, alcanzándolo en el plexo solar con la cabeza. El hombre boqueó y chocó de espaldas contra el muro. El arma produjo un sonido metálico al caer al suelo.

Jack se puso en pie tambaleante.

Alguien se acercaba por la calle gritando. Sus pasos resonaban en el adoquinado.

El atacante emprendió la huida cojeando, pero con asombrosa velocidad. Al doblar en la esquina se perdió de vista.

Un caballero entrado en años llegó a toda prisa, enseñando la camisa de dormir blanca bajo las faldas del batín.

—¡Oh, Dios mío! ¡Cielo santo! —jadeó—. ¿Pero qué diablos…? ¡Señora! Señor, ¿está herido? —Se arrodilló al lado de Jack, que se había tendido de nuevo en el suelo tras perder el equilibrio al abalanzarse sobre su agresor—. ¡Señor!, ¿está herido? ¿Quién era? ¿Un ladrón? ¿Les han robado?

—No, no, me parece que no —respondió Jack a ambas preguntas. Luego, con ayuda del nombre se puso de nuevo en pie y se volvió hacia Emily.

—Señora —dijo el hombre con apremio—. ¿Se ha lastimado?

—No. No estoy lastimada —se apresuró a decir ella—. Gracias por acudir tan deprisa, señor, y por haberse tomado la molestia. Me temo que si no hubiera sido por usted…

—Nos habrían robado con toda seguridad —la interrumpió Jack.

Otro hombre llegó corriendo y se detuvo en seco.

—¿Qué pasa? —quiso saber—. ¿Quién está herido? ¿Se encuentra bien, señora? Esos hombres… —Miró a Jack y luego al caballero mayor—. Oh, ¿está usted segura?

—Sí, muchas gracias —le aseguró Emily sin aliento—. Han atacado a mi marido, pero él ha podido deshacerse del hombre, y al llegar este caballero el atacante ha puesto pies en polvorosa.

—Gracias a Dios. No sé cómo va a acabar este país. —El hombre estaba realmente agitado—. Por todas partes igual. ¿Quieren ustedes venir a mi casa? Está a un paso de aquí, mi servidumbre estará encantada de atenderles…

—No, gracias —dijo Jack—. Vivimos relativamente cerca. Pero le agradezco mucho el ofrecimiento.

—¿Está seguro? ¿Y usted, señora?

—Desde luego. Gracias. —Jack tomó a Emily del brazo. Ella notó que estaba raro, que le temblaba el cuerpo.

—Sí, muchas gracias —dijo—. Ha sido una suerte que apareciera usted. Sin duda nos han salvado de una terrible experiencia.

—Bien, si insisten… Ustedes deciden, claro. Buenas noches, señor. Buenas noches, señora.

Jack y Emily volvieron a darles las gracias y echaron a andar a paso vivo, ansiosos de alejarse de allí.

—No era un ladrón —dijo Emily con voz ronca.

—Lo sé —musitó Jack—. ¡Ese hombre quería matarme!

—Tenía un hacha —añadió ella—. Era el Verdugo, Jack. ¡El Verdugo de Hyde Park!