2

—¿Sí, señor? —Tellman se presentó en el despacho de Pitt a primera hora de la mañana; su rostro tenía la adustez de la piedra, sus ojos enfocaban un punto sobre el hombro izquierdo de Pitt—. No llegué a tiempo de presentarle mi informe, señor. Eran las diez y media y usted se había ido a casa.

—¿Qué ha sabido? —preguntó Pitt. Él mismo se lo había hecho tantas veces a Micah Drummond que no podía enojarse por la crítica implícita en las palabras de Tellman.

—A juicio del doctor, murió poco antes de la medianoche. No lo sabe con seguridad. Alrededor de las once. No había mucha sangre en el bote, así que no debió de ocurrir a bordo. Es imposible, a menos que el asesino limpiara las manchas.

—¿Los zapatos? —preguntó Pitt, imaginándose arrastrar un cuerpo sin cabeza por la hierba hasta el Serpentine al anochecer, cuando aún habría gente volviendo a casa de alguna fiesta y cabriolés yendo y viniendo de Knightsbridge.

—Tenían hierba, señor —dijo Tellman inexpresivamente.

—¿Cuándo cortaron la hierba del parque por última vez?

Tellman ensanchó las ventanillas de la nariz y su boca se contrajo.

—Lo averiguaré. Pero no tiene importancia. No pudo andar por ella sin cabeza.

—Tal vez lo llevaron en otro bote —sugirió Pitt, tanto para fastidiar a Tellman como porque lo consideraba algo factible.

—¿Para qué? No tiene sentido. ¿Qué más daría un bote u otro? Y no es fácil levantar un cadáver en un bote. Lo más probable es acabar de cabeza en el agua. —Sonrió—. Su ropa estaba seca a excepción de la humedad debida al rocío. Pero debajo estaba más seco que seco… señor.

Pitt no hizo comentarios.

—¿Qué profundidad tiene el Serpentine en la orilla? —preguntó.

Tellman captó su intención.

—Más o menos por la rodilla —dijo, y la sonrisa volvió a sus labios—. Pero se notaría si alguien caminara por el parque con las piernas empapadas, ¿no cree? La gente podría fijarse.

—También podrían fijarse en un hombre con la cabeza cortada —dijo Pitt devolviéndole la sonrisa—. Eso da a entender que no había nadie cerca. ¿Usted qué opina?

Era una pregunta para la que Tellman no estaba preparado. Quería discutir, burlarse. Su cara se contrajo y miró a Pitt con desagrado.

—Es pronto para decirlo… señor.

—Cuando se ha descartado lo imposible, ¿qué queda? —insistió Pitt—. ¡Sea concreto!

Tellman inspiró hondo y soltó el aire con un suspiro.

Pitt aguardó.

—Lo mataron en otro punto del parque, aún no sabemos dónde —respondió Tellman—. Y lo trasladaron después. Tengo a Bailey y a Le Grange examinando la orilla. Supongo que alguien pudo arrastrarlo por la hierba. Con una tartana o una carreta, pero se correría un gran riesgo… —Se detuvo, esperando a que Pitt hiciera la pregunta que a ambos se les había ocurrido.

—¿Alguna idea sobre si fue algo planeado o fruto del momento? —se adelantó Pitt.

—Es demasiado pronto —replicó Tellman con un leve brillo en la mirada—. Sabremos más, o tal vez nada, cuando hayamos peinado toda la zona. Más bien parece algo planeado de antemano. Le diré una cosa, señor, a mí no me parece obra de un loco. Y lo hemos comprobado, ningún maníaco se escapó de Bedlam ni de ninguna otra parte. Y no hay constancia de ningún crimen parecido.

—¿Tiene ya el informe del forense?

—Tenía una herida en la cabeza. Probablemente le golpearon antes de decapitarlo. No lo suficiente para matarlo, pero sí para dejarlo sin sentido. —Miró inocentemente a Pitt—. Es un asunto feo, ¿no cree… señor?

—En efecto. ¿Eso es todo?

Tellman abrió los ojos, esperando a que Pitt continuara.

—No había nada en el resto del cuerpo, al menos que yo pudiera ver —dijo Pitt paciente—. Ni magulladuras ni arañazos en las manos. ¿Qué me dice de la ropa? Yo no la vi. ¿Estaba rasgada? ¿Manchas verdes o de barro?

—No. No, la víctima no ofreció resistencia.

—¿Qué estatura calcula el forense que podía tener, con la cabeza? ¿Un metro ochenta?

—Más o menos; y muy corpulento.

—Lo sé. Vi el cadáver. Y sí, el asunto es feo —concedió Pitt—. Creo que necesitamos saber mucho más sobre el honorable capitán Oakley Winthrop.

Tellman esbozó una sonrisa.

—Por eso le han asignado a usted el caso, señor Pitt. Los jefes consideran que se le da bien este tipo de cosas. Debería mezclarse con los Winthrop y demás. Ver quién odiaba al capitán y por qué. —Se envaró con resentimiento—. Nosotros seguiremos con la rutina de buscar testigos y esas cosas. ¿Es todo, señor?

—No. —Pitt apenas consiguió reprimir un tono de disgusto. Debía recordar que él estaba al mando; no tenía sentido dejarse llevar por rencillas personales—. ¿Qué dijo el forense sobre el arma? Supongo que no ha encontrado usted nada, o me lo hubiera dicho ya.

—No, señor, todavía nada. —Se adelantó a la posibilidad de que Pitt repitiera sus órdenes—. Dragaremos el Serpentine, por descontado, pero parece evidente que hay que buscar primero en los sitios más accesibles.

—¿Qué le dijo el forense?

—Un corte limpio. Debió de ser un arma pesada para hacerlo de un solo tajo, seguramente algún tipo de espada, un alfanje quizá.

No sin repugnancia, Pitt volvió a ver mentalmente el cuello cercenado y olió el desagradable ácido fénico.

—¿Una cuchilla de carnicero? —sugirió.

Tellman había visto lo mismo que Pitt. Una chispa de fastidio cruzó por su cara por no haberlo mencionado él.

—Tal vez. En fin, lo sabremos cuando la encontremos.

—¿Qué hay de los últimos testigos?

Tellman le miró inexpresivamente.

—¿Cómo sugiere usted que lo hagamos? No es fácil saber quién pasa por Hyde Park al atardecer. Podría ser cualquier ciudadano de Londres, o de fuera. Visitantes, extranjeros… —Dejó en el aire todas las posibilidades.

—Cocheros —dijo secamente Pitt—. Tienen sus zonas. —Vio que Tellman enrojecía y continuó—: Coloque a un hombre en los senderos y en Rotten Row, también en Knightsbridge, vea quién pasa por allí esta tarde. Hay gente que suele hacer cosas con regularidad.

—Sí, señor. —Tellman permanecía muy tieso. Era trabajo normal de la policía, y lo sabía perfectamente—. Delo por hecho, señor. ¿Alguna cosa más?

Pitt pensó un momento. Era responsabilidad suya establecer el tono de su relación y que no se le escapara de las manos, pero nunca había pensado que pudiera ser tan difícil. Aquel hombre tenía una personalidad más fuerte de lo que él había imaginado. Se le podía obligar a hacer algo pero su actitud era inexpugnable, como también su capacidad para emponzoñar la mente del resto del personal. Había formas de castigarle, por supuesto, pero eso habría sido una torpeza y a la postre Pitt habría sufrido las repercusiones. Drummond había sabido conseguir un equilibrio entre las diversas personalidades y aptitudes haciendo de ello un todo eficiente. Pitt no podía dejarse vencer cuando apenas había empezado.

—De momento, no —dijo—. Manténgame al corriente de cualquier novedad respecto a los testigos.

—Sí, señor —dijo Tellman, y salió cerrando la puerta sin ruido.

Pitt se retrepó en el sillón y reflexionó un momento, dudando al apoyar los pies en la mesa. No era tan cómodo como había pensado, pero daba una sensación de mando y molicie muy satisfactoria. Empezó a revisar lo que sabían hasta el momento, y todo sugería que Winthrop no había sido asesinado por un demente ni por un ladrón, aunque él lo había descartado ya desde el primer momento. La única conclusión fiable era que había sido agredido por alguien a quien conocía, alguien de quien no esperaba ningún ataque. Podía ser un colega o un conocido. Parecía más probable que se tratase de un miembro de su familia inmediata o un amigo íntimo. Hasta que Tellman volviera con más pruebas, sólo podía dedicarse a buscar un móvil.

Bajó los pies del escritorio y se levantó. No podía hacer nada desde su despacho, y esto había que resolverlo cuanto antes. Los periódicos ya estaban publicando grandes titulares sobre el caso y el nombre de Winthrop estaba en boca de todo el mundo. En un par de días la gente exigiría resultados y empezaría a preguntar qué estaba haciendo la policía.

Dos horas después Pitt se encontraba en un tren camino de Portsmouth, sentado junto a la ventanilla viendo pasar la verde campiña, sus árboles gigantescos que empezaban a echar brotes y las desnudas ramas de los avellanos veladas ya en una suave bruma de color. Los sauces se inclinaban sobre el agua que arrastraba serpentinas de un verde sedoso como mujeres inclinadas al frente con la melena por los ojos. Bandadas de pájaros seguían a los lentos arados, cerniéndose en busca de los gusanos que la tierra removida dejaba al descubierto.

Tres horas más tarde se encontraba en una pequeña habitación próxima al Arsenal de la Marina Real, esperando la llegada del teniente de navío Jones, segundo del capitán Winthrop. Había hablado ya con el capitán de puerto sin sacar nada positivo. Todo el mundo estaba conmocionado y no hacían sino repetir las contritas expresiones de aflicción y rabia, y los comentarios elogiosos que sin duda consideraban apropiados, pero que habrían podido pronunciar de cualquier otra persona.

Se abrió la puerta y entró un hombre delgado próximo a la cuarentena. Iba vestido de uniforme y llevaba la gorra en la mano.

—Buenas tardes. Soy el teniente Jones. ¿En qué puedo servirle? —Se quedó firmes y miró con nerviosismo a Pitt. Iba bien afeitado y sus cabellos rubios empezaban a escasear.

—Superintendente Pitt —se presentó—. Lamento molestarle en un momento difícil para usted, pero tal vez pueda darme información que nos ayude a encontrar al responsable de la muerte del capitán.

—No imagino cómo, pero naturalmente trataré de ayudarle en lo que pueda. —Jones permaneció firmes—. ¿Qué desea saber? —Sus ojos azules mostraban una confusión absoluta.

Pitt se sentó en la silla de respaldo duro con brazos de madera que había junto a la mesa, e invitó a Jones a que hiciera otro tanto. El teniente pareció sorprenderse un poco, viendo que Pitt deseaba una entrevista larga.

—¿Cuánto tiempo sirvió con el capitán Winthrop?

—Nueve años —respondió Jones, ocupando la silla de enfrente y cruzando las piernas—. Yo, bueno, creo que le conocía bastante bien, si es eso lo que me va a preguntar.

Pitt sonrió.

—Lo es. Tenga en cuenta que su lealtad hacia el capitán Winthrop no sólo consiste en hablar bien de él sino en decir la verdad a fin que podamos atrapar al culpable… —Se detuvo, viendo la sorpresa en la cara de Jones.

—Seguramente fue un robo, ¿no? —El teniente frunció la frente—. Algún loco que andaba por el parque… Es inconcebible que fuera un conocido del capitán, como parece usted sugerir. Perdone si le he interpretado mal, superintendente.

—No; lo ha entendido bien y rápido. —Pitt sonrió escuetamente—. Hay pruebas que sugieren que el ataque le pilló desprevenido. —Esperó la reacción de Jones.

Fue la que él esperaba: se sobresaltó, dudó un poco, y finalmente se puso muy serio al comprender la situación.

—Entiendo. Y ha venido a preguntarme si conozco a alguien que pudiera guardarle rencor. —Meneó la cabeza—. Pues no. Era un hombre muy popular, superintendente, franco, abierto, de extraordinario buen humor, amigable sin excesivas confianzas, y no jugaba ni tenía deudas que no pudiera pagar. Como jefe no era injusto, como sin duda me preguntará. No sé de nadie que haya tenido algún entredicho con él.

—¿Habla usted de los oficiales, teniente Jones, o incluye también a los marineros corrientes?

—¿Qué? —Jones abrió los ojos—. Bueno, supongo que me refería a los oficiales. Dudo que conociera personalmente a los marineros. ¿Habla usted de algún tipo de resentimiento?

—Una injusticia, real o imaginada —explicó Pitt.

Jones pareció dudar. Se rebulló un poco.

—La mayoría de los marineros acepta el castigo sin más y con razonable elegancia. —Sonrió ligeramente—. Ya no pasamos a nadie por la quilla, sabe usted. La disciplina no tiene elementos de barbarie. Realmente no se me ocurre que ningún hombre pudiera estar tan desequilibrado como para seguir al capitán Winthrop hasta Londres y agredirle de esa manera. —Meneó nuevamente la cabeza—. Sería de lo más ridículo. No, estoy absolutamente convencido de que no es eso lo que sucedió. Y en cuanto a otro oficial… —levantó ligeramente un hombro— no sé que hubiera ninguna pelea. Imagino que los celos no están descartados, pero es altamente improbable. Todo esto es un misterio para mí.

—¿Celos? —preguntó Pitt—. ¿Quiere decir rivalidad profesional, o celos personales, quizá por una mujer?

Jones puso cara de asombro.

—Oh, no, no me refería a eso. No sé qué decirle, superintendente. Estoy dando palos de ciego. Si está en lo cierto y no fue un loco ni una pandilla de ladrones, habrá que suponer que era algún conocido suyo. Entiéndame, yo conocía muy bien a Oakley Winthrop. Trabajamos juntos durante casi una década. Era un oficial ejemplar y un hombre excelente. —Una gaviota pasó frente a la ventana, chillando—. No sólo honesto, sino realmente simpático —añadió con la mayor seriedad—. Era un gran deportista, tocaba el piano y tenía una bonita voz con la que solía regalarnos los oídos. Poseía mucho sentido del humor, y yo mismo he sido testigo de cómo nos hacía partir de risa.

—A veces eso es un arma de dos filos.

—No era un chistoso, si a eso se refiere. —Jones meneó la cabeza—. Nunca se burlaba de la gente. Tenía un humor sensato y sano. Inofensivo. Si me permite decirlo, superintendente, creo que no está captando cómo era el capitán. Era un hombre sencillo, casi brusco… —Se detuvo al ver la expresión de Pitt—. ¿No me cree? Le han informado mal, se lo aseguro.

—No hay nadie sencillo —replicó Pitt con una sonrisa irónica—. Pero acepto lo que dice. En realidad, no me he formado ninguna idea de él.

Jones tensó los labios:

—Si el capitán Winthrop llevaba una vida secreta, supo encubrirla con una brillantez y una sutileza que no desplegaba normalmente. Créame, ojalá pudiera ofrecerle algo más consistente, pero no sé cómo.

—¿También era popular con las mujeres?

Jones vaciló un momento. Los sonidos del exterior volvieron a invadir la habitación: el repiqueteo de cadenas, el crujir de los cascos a merced del vaivén de las aguas, hombres gritando, y el constante graznar de las gaviotas.

—No, no tanto como quizá he dejado entrever —dijo Jones—. Involuntariamente, quiero decir. Antes me refería estrictamente a oficiales, no a mujeres. Él era un marino. Creo que la compañía femenina no le resultaba fácil. —Se ruborizó suavemente y desvió la mirada—. Tenemos muy poca vida social, pierde uno la práctica de esa conversación trivial que gusta tanto a las mujeres.

Pitt vio perfectamente la imagen de un hombre grueso, chato, franco, aparentemente seguro de sí mismo, controlando la situación, de risa pronta en la superficie pero, bajo la superficial afabilidad, lleno tal vez de sentimientos oscuros, miedos, dudas, incluso culpa, un hombre que pasó casi toda su vida en un mundo decididamente masculino.

¿Había una amante? Miró a aquel rostro serio que tenía delante. El teniente Jones no se lo diría aunque lo supiera. Pero si había algún amor —o algún odio—, ¿le hubieran seguido hasta Londres en vez de cometer el crimen en el mismo Portsmouth?

—Teniente, ¿cuándo se marchó a Londres el capitán Winthrop?

—Pues… hace diez días.

No fue necesario que ninguno de los dos señalase que una pelea en Portsmouth diez días antes difícilmente podía causar un asesinato violento en la capital a los nueve días.

—En fin —continuó Pitt—. Quiero que me diga todo lo que pueda sobre los últimos días que pasó aquí, a quién veía, cualquier cosa que se saliera de lo normal. ¿Ha habido decisiones disciplinarias insólitas en estos últimos meses?

—Nada que tuviera que ver con el capitán —respondió Jones—. Se equivoca usted, superintendente. La respuesta a esta tragedia no está en nada que haya ocurrido aquí.

Pitt quería creerle, y, tras hacer un par de preguntas más y darle las gracias, se despidió del teniente, pero aún estuvo en Portsmouth varias horas más haciendo preguntas, visitando a la policía local, a los posaderos, incluso un burdel. Después tomó el tren de vuelta a Londres.

A la mañana siguiente se encontró a Tellman esperándole.

—Buenos días, señor. ¿Ha sabido algo en Portsmouth? —preguntó, buscando la cara de Pitt con sus ojos duros y brillantes.

—Algo —respondió Pitt, subiendo la escalera con Tellman detrás—. Winthrop partió de allí hacía once días. Nueve días antes de ser asesinado. No parece que nadie le siguiera los pasos. Además, la mayoría de sus colegas tienen coartada para esa noche.

—No me extraña —dijo Tellman mientras Pitt abría la puerta de su despacho—. Para saber eso, podía haber enviado allí a Le Grange. —Cerró la puerta y se plantó ante la mesa de Pitt.

El superintendente se sentó y le miró a los ojos.

—Mándelo a Portsmouth para comprobar lo que han dicho todos —concedió—. Mi intención era averiguar cosas del propio Winthrop.

—Un tipo muy animado, según sus vecinos —dijo Tellman con satisfacción—. Todos hablaban bien de él. Solía ser reservado, un hombre muy casero. Le gustaba su hogar cuando no estaba embarcado.

—¿Algún escándalo?

—Nada de nada. El perfecto caballero en todos los sentidos. —Tellman parecía ligeramente pagado de sí mismo.

—¿Y qué ha sabido usted? —preguntó Pitt—. ¿Dónde lo mataron? ¿Ha conseguido el arma homicida?

La satisfacción de Tellman se extinguió al punto y sus labios se tensaron.

—Aún no hemos encontrado el lugar. Pudo ser en cualquier parte. Hemos buscado el arma. Mañana dragaremos el Serpentine. —Ladeó un poco la cabeza—. Pero hemos encontrado varios testigos. Una pareja de enamorados que pasó por allí a las diez y media. En ese momento no había nada. Aún había luz suficiente para ver con claridad. Un cochero que pasaba por Knightsbridge camino de Hyde Park Corner a medianoche, de regreso y a muy poca velocidad, vio a dos hombres andando por Rotten Row. No vio a nadie en el lago, aunque naturalmente era de noche y estaba un tanto apartado del Serpentine, pero había buena luna.

—¿Y…? —le urgió Pitt.

—Y otro caballero pasó por el mismo sitio camino de su casa en su propio coche a las dos de la madrugada, y le pareció ver una barca a la deriva.

—¿Estaba sobrio?

—Eso dice él.

—Y usted ¿qué opina?

—Bueno, sobrio sí estaba cuando yo hablé con él.

—¿Lo encontró usted o fue el hombre quien acudió?

Tellman tensó de nuevo las facciones.

—Vino él. Pero se trata de un caballero. Es banquero de la City.

—¿Dónde había estado, que se encontraba tan lejos de casa a esas horas?

—No se lo pregunté, señor —respondió Tellman, cada vez más tenso—. Supongo que era un asunto privado, tal vez… No está bien presionar a un caballero para sonsacarle dónde ha estado, señor Pitt. Se enfadan fácilmente.

Pitt notó la insolencia en su tono y vio en su cara la satisfacción del desdén.

—Al menos habrá comprobado si era quien decía ser, ¿no?

—No creo que eso importe —replicó Tellman—. Vio una barca en el agua a las dos de la madrugada. No es asunto de la policía que nos dé su nombre verdadero o uno falso. Si un caballero se dedica a acostarse con la mujer de otro caballero, es cosa suya, no tiene que ver con nuestro caso. Que yo sepa, ese hombre era un caballero. No hay que ser detective para notar la diferencia.

—¡También un caballero pudo haber matado al capitán Oakley Winthrop! —dijo Pitt con sarcasmo—. Si ese informador tenía buena voz, buenos modales y zapatos limpios, podría haber sido el autor del asesinato…

Tellman enrojeció y guardó silencio.

—Supondremos que es verdad a menos que averigüemos lo contrario —dijo Pitt—. Algo es algo. ¿Qué descubrió en la barca?

—No había sangre, salvo restos de la hemorragia posterior a la muerte.

—¿Señales de que hubiera otra persona a bordo?

—¿Como qué? Son botes de placer. Podían haber subido un centenar de personas. ¡Incluso en la última semana!

—Lo sé perfectamente, Tellman. Quizá una de ellas mató a Winthrop.

—¿Sin dejar rastro de sangre, señor? ¡A ese hombre le cortaron la cabeza!

—¿Y por la borda?

—¿Cómo?

—¿Y si se inclinó por la borda? —preguntó Pitt, levantando la voz al imaginar esa posibilidad—. ¿Y si estaban juntos en la barca y el asesino tiró algo al agua que llamó la atención de Winthrop? El capitán se inclinó para mirar, el asesino le golpeó en la cabeza y luego se la cortó… y la tiró al agua. ¡La sangre habría caído fuera de la barca!

—Es posible —admitió Tellman a regañadientes, pero había en su voz un deje de admiración—. ¡Podría haberlo hecho así!

—¿El pelo estaba húmedo? ¡Piense, hombre! ¡Usted lo vio! —dijo Pitt.

—No sé qué decir. No le quedaba mucho. Estaba casi calvo en la coronilla.

—Ya lo sé. Pero de lo que conservaba; los costados, las patillas.

—Sí, creo que usaba patillas. Pero no estoy seguro de si había agua en el fondo de la barca, aguas de pantoque… —No se decidía a aceptar todas las implicaciones, pero no pudo evitar que su voz denotara apremio.

—¿En un bote de placer? Tonterías. —Pitt desechó la idea.

—Sí, señor, las patillas estaban mojadas… creo.

—¿Sangre?

—No, no mucha. —Tellman no le quitaba ojo de encima.

—¿No habría habido mucha si la cabeza hubiera caído sin más allí donde lo mataron?

Tellman se mantuvo prudente.

—No lo sé, señor. No he tenido ningún caso igual. Creo que sí. A menos que le sostuvieran la cabeza para matarlo.

—¿Cómo?

—¿Qué?

—¿Cómo le sostuvieron la cabeza? Apenas tenía pelo en la parte superior.

Tellman exhaló con fuerza y tuvo que rendirse.

—Bueno, supongo que tiene usted razón. Será que lo mataron en la barca, inclinado sobre la borda, y la cabeza cayó al agua. Nunca podremos probarlo.

—Examine la barca a conciencia —ordenó Pitt, retrepándose en el sillón—. Puede que haya señales en la madera, una muesca, una raspadura. Debió de ser un golpe muy fuerte, difícil de controlar. Eso demostraría nuestra hipótesis.

—Sí, señor —dijo Tellman—. ¿Alguna cosa más, señor?

—No, a menos que tenga algo más que decirme.

—No, señor. ¿Qué quiere que hagamos después?

—Quiero que encuentre el arma y luego averigüe lo que pueda sobre lo que hizo la víctima esa noche. Alguien pudo haberle visto.

—Sí, señor. —Volvía al tono insolente, como si no pudiera evitarlo. Su resentimiento era demasiado grande. Se había acabado la tregua—. ¿Y la señora Winthrop? ¿Piensa investigarla más? ¿Ver si tenía algún amante? ¿O sería demasiado ofensivo para la familia?

—Si descubro algo importante se lo comunicaré —dijo fríamente Pitt—. Sea o no ofensivo. Ahora vaya a dragar el Serpentine.

—Sí, señor.

Pitt hubiera preferido dragar personalmente el Serpentine que hacer lo que le tocaba hacer ahora. Lo había estado meditando desde que saliera de Portsmouth, pensando si era o no necesario. Tal vez resultaría inútil en cuanto a aportar nueva información, pero ése no era el único aspecto a considerar. Había una cortesía profesional y el hecho de que si no lo hacía, esa omisión podía salirle cara. ¿Lo habría hecho Micah Drummond?, se preguntaba, y sabía perfectamente cuál era la respuesta: sí.

Así pues, a eso de las doce Pitt se encontraba en la biblioteca de lord Marlborough Winthrop en Chelsea, a menos de un tiro de piedra del Támesis. Era una casa sólida y elegante, pero carecía de estilo, y la biblioteca en que Pitt esperaba era poco imaginativa en su utilización de cuero, fileteados en oro, caoba y maciza repisa de chimenea con pilares. Con sólo un vistazo podría haber descrito el resto de lo que iba a ver sin temor a equivocarse.

El propio lord Winthrop, una vez hubo cerrado la puerta y estuvo delante de Pitt, era un hombre de rasgos indefinidos, cabello rojizo y una expresión de lo más lúgubre, aunque no resultaba claro si era por las circunstancias actuales o algo natural en él. No había suavidad en su cara, ni líneas más melifluas en torno a los ojos. Parecía que le costaba reír. A Pitt le recordó la cara que había visto en el depósito, las mismas facciones, la misma tez manchada. Naturalmente, iba vestido de negro.

—Buenos días, señor… —Miró a Pitt tratando de hacerse una idea de su estatus social.

—Superintendente Pitt. —Todavía le gustaba cómo sonaba el cargo, pero luego se sintió cohibido por haberlo pronunciado. Aquel hombre podía ser pomposo y superficial, pero había perdido a un hijo de un modo espantoso. Su congoja tenía que ser real. Juzgarle en aquel momento habría sido la mayor ofensa que Pitt podía cometer.

—Ah, sí —dijo Winthrop como si recordara de pronto. A pesar de ser corpulento y de espaldas anchas, su aspecto no imponía. Su complexión parecía más un estorbo que un valor en sí misma—. Me alegro de que haya venido. —Pero el tono sugería que el agradecimiento era mera cortesía—. Por supuesto, lady Winthrop y yo estamos ansiosos por saber qué ha descubierto usted sobre este terrible asunto. —Lo miró esperando una respuesta.

Pitt se tragó las ganas de explicar que había venido a descubrir cosas. Luego se le ocurrió que tal vez era él quien estaba equivocado. Micah Drummond había utilizado siempre grandes dosis de diplomacia. Era algo que iba a tener que aprender si quería adaptarse a su nuevo cargo. Curiosamente, ahora que era más jefe, era también menos dueño de sí mismo. Su responsabilidad era mayor en un sentido diferente.

—Tenemos testigos, señor —dijo—. Gente que pasó por el parque aquella tarde y a ciertas horas de la noche, y creemos que el crimen pudo haberse cometido alrededor de las doce.

—¿Quiere decir que alguien lo vio? —Lord Winthrop parecía incrédulo—. ¡Pero hombre de Dios! ¡Adónde iremos a parar si semejante acto puede perpetrarse en un lugar público de la ciudad y la gente lo ve y no hace nada! ¿Qué nos pasa a todos? —La cara se le ensombreció—. Creemos que la barbarie es cosa de naciones paganas en los confines del Imperio, pero no aquí en el corazón mismo de un país civilizado. —Había rabia y miedo en su voz: era un hombre asustado y confuso pese a estar rodeado de toda la seguridad social y económica—. Brutales asesinatos en Whitechapel hace un año y medio, y a nadie parecía importarle. —Estaba levantando la voz—. Escándalos en la familia real, rumores por todas partes, la moral por los suelos, la vulgaridad a la orden del día. —Estaba perdiendo el control—. Anarquistas, irlandeses por todas partes. La sociedad entera al borde de la quiebra. —Inspiró hondo un par de veces—. Discúlpeme. No debo permitir que mis sentimientos personales queden tan en evidencia…

—Estoy seguro de que no es el único que piensa que vivimos tiempos muy difíciles, lord Winthrop —dijo Pitt con tacto—. Pero en realidad no he querido decir que alguien viera que se cometía un crimen, sino que no había nadie en el Serpentine cuando pasó una joven pareja a las diez de la noche, que dos hombres fueron vistos en Rotten Row poco antes de las doce, y que a las dos de la madrugada al parecer había un bote a la deriva. Puesto que el capitán Winthrop falleció entre las once y las doce de la noche, eso parece sugerir que la muerte se produjo a medianoche.

Lord Winthrop hizo un esfuerzo por controlar su voz.

—Ya. Entiendo. Bien, ¿y qué prueba eso? ¡No ha habido detenciones! —Su expresión se endureció como si hubiera olido algo desagradable—. Es evidente que hay bandas de ladrones peligrosos en el corazón de Londres. Qué hacen ustedes al respecto, pregunto yo. No soy quién para criticar a las autoridades, pero hasta el más indulgente de nosotros puede decir que el cuerpo de policía está en un aprieto si quiere justificar su actuación. —Estaba en pie delante de la repisa, donde descansaba un tradicional jarrón de Chelsea y, en la pared, un cuadro de un sereno y ordenado paisaje—. Tendrán mucho trabajo para recuperar la reputación, señor, después de lo de Whitechapel —continuó—. ¡El Estrangulador de Londres! ¿Qué me dice de los locos que —tragó saliva— decapitan a un hombre por unas cuantas libras?

—Es improbable que el móvil fuese el robo, señor.

Lord Winthrop resopló.

—¿Improbable? ¡Bobadas, caballero! ¡Naturalmente que fue un robo! ¿Para qué si no iba una banda de degenerados a asaltar a un desconocido que paseaba por el parque? Mi hijo tenía un excelente físico, señor Pitt, era muy buen deportista, especialmente en las nobles artes de la defensa personal. «Mente sana en cuerpo sano» era su lema, y siempre lo observó.

Pitt se acordó de Eustace March, el tío político de Emily, hombre insensible, presuntuoso, dogmático e insufrible. ¿Habría sido así Oakley Winthrop? En tal caso, no era de extrañar que alguien le hubiera asesinado.

—Debieron de ser varios, y bien armados, para vencerle —prosiguió lord Winthrop, levantando la voz para emparejarla a su ira—. Me gustaría saber qué han hecho ustedes para permitir que la situación llegue a tales extremos.

Pitt visualizó a Micah Drummond, su cara alargada y más bien grave, su nariz aguileña y sus ojos grises e inocentes. Era la única forma de no perder los estribos.

—El capitán Winthrop, en efecto, era un hombre en la flor de la vida, gozaba de excelente salud y destacaba en los deportes. Debió ser agredido por una fuerza superior, como la de varias personas juntas, posiblemente bien armadas, o bien fue pillado de improviso por alguien de quien no pensaba que pudiera desconfiar.

Lord Winthrop se quedó inmóvil.

—¿Qué está sugiriendo?

—Que al parecer no hubo lucha, señor —explicó Pitt, deseando poder moverse para aliviar su propia tensión, pero aquella sala parecía excluir todo lo ajeno a la tragedia—. El capitán no tenía magulladuras en el cuerpo o los brazos —continuó—. No había rasguños ni otras señales, ni contusiones en los nudillos, como tampoco tenía la ropa rasgada. Si hubiera habido forcejeo…

—¡Sí, sí, sí! No soy imbécil, señor mío —dijo lord Winthrop con impaciencia—. Ya le he entendido. —Se apartó repentinamente de la chimenea y miró por la ventana hacia el seto de grandes laureles, con los hombros erguidos y la espalda rígida—. A traición; eso es lo que importa. El pobre Oakley fue atacado a traición. —Se volvió—. Bien, superintendente como se llame, espero que descubra quién lo hizo y se ocupe de que lo lleven a los tribunales. Supongo que me explico con claridad.

Pitt tuvo que reprimir la respuesta que acudió a sus labios.

—Sí, señor. Naturalmente.

Lord Winthrop no quedó del todo convencido.

—A traición. ¡Santo Dios!

—¿A quién han traicionado? —La puerta se había abierto y una mujer delgada de pelo oscuro y grandes ojos azules acababa de entrar. Su porte era arrogante y su rostro rebosaba pasión, inteligencia e ira—. ¿De qué traición hablas, Marlborough?

Lord Winthrop se volvió hacia ella con la cara súbitamente suavizada por la emoción.

—No te preocupes por ello, querida. Es mejor que no conozcas los detalles. Cuando haya alguna novedad te lo diré, por descontado.

—¡Tonterías! —La mujer cerró la puerta—. Es algo relacionado con Oakley, y tengo tanto derecho a saberlo como tú. —Miró a Pitt por primera vez—. ¿Y usted quién es, joven? ¿Le envía alguien para ponernos al corriente?

Pitt inspiró hondo antes de hablar.

—No, lady Winthrop, estoy a cargo de este caso y he venido para decirles que estamos haciendo todo lo humanamente posible, y para darles la poca información de que disponemos.

—Que es que mi hijo fue atacado a traición, ¿es eso? Aunque, si no han atrapado al asesino, ¿cómo pueden saber que le atacó a traición?

—Evelyn, sería mucho mejor… —empezó lord Winthrop.

Ella hizo caso omiso.

—¿Cómo se puede saber nada semejante? —le preguntó de nuevo a Pitt, avanzando unos pasos por la gruesa y recargada alfombra—. Si usted dirige la investigación, ¿por qué no está en la calle haciendo algo? ¿Qué hace aquí? Nosotros no sabemos nada.

—Tengo a varios hombres trabajando y haciendo preguntas, señora —dijo Pitt, paciente—. He venido a informarles de lo que sabemos hasta ahora, y a ver si ustedes podían arrojar alguna luz sobre ciertos aspectos del caso…

—¿Nosotros? ¿A qué diantres se refiere? —Sus ojos eran muy grandes y muy hundidos, tal vez demasiado juntos para ser del todo hermosos—. ¿Por qué ha dicho «a traición»? Si está sugiriendo una infidelidad, se equivoca de medio a medio. —Se estremeció un poco haciendo ondular la seda de su vestido—. Su esposa le adoraba. La idea de que ella pudiera haber tenido algo con otros hombres es completamente absurda. No sé qué clase de personas cree usted que somos.

—Él no ha dicho… —terció lord Winthrop.

—Pertenecemos a la aristocracia rural —prosiguió ella, ignorando a su marido—. No tenemos que ver con el comercio ni nos casamos con extranjeros. No somos avaros ni ambiciosos. No buscamos posición; pero servimos con diligencia y honor cuando ello es preciso. Sabemos cómo comportarnos, señor Pitt. Conocemos nuestras obligaciones, y siempre las hemos cumplido a rajatabla.

Pitt descartó muchas de las preguntas que pensaba hacer. O no le entenderían o se considerarían insultados.

—Nada más lejos de mi intención, señora —dijo con suavidad—. Es sólo que el capitán Winthrop no ofreció la menor resistencia, lo cual es casi una prueba de que no esperaba ningún tipo de agresión por parte del autor del crimen. Le cogió totalmente desprevenido, lo cual me induce a creer que fue alguien a quien él conocía.

—¡No me diga! —Su voz sonó desafiante, con la misma actitud rígida de su cuerpo bajo la seda negra.

—Cuando alguien vuelve a casa andando por la noche —explicó Pitt— es normal que vigile a cualquier desconocido que se le pueda acercar, que procure estar de cara a él si se detiene, ¿no le parece?

—¿A mí? —Estaba sorprendida. Luego reflexionó—. Bueno, sí, supongo. —Fue hacia la ventana y contempló la luz que bañaba la vegetación—. Quizá alguno de sus vecinos ha perdido la cabeza. ¿O cree usted que es alguien del barco, alguien que se dejó llevar por la envidia o algo parecido? Puede que Oakley le venciera en alguna competición, o le hiciera sentirse humillado. Sea quien sea, confío en que le encuentre y haga que lo cuelguen de una soga.

—Claro que lo hará —dijo lord Winthrop—. Ya he hablado de eso con el señor Pitt. Ya conoce cuál es mi opinión al respecto.

—Puede que no sepa que el ministro de Exteriores es pariente nuestro. —Se volvió para mirar a Pitt con ojos penetrantes—. Como otras muchas personas influyentes. Es una vulgaridad hacer ostentación de las relaciones familiares, no obstante quisiera que tuviera presente que no descansaremos hasta que el asunto quede cerrado y a mi pobre hijo se le haya hecho justicia. —Levantó un poco el mentón—. Bien, le agradecemos que haya venido a informarnos de sus intenciones, pero será mejor que no pierda más tiempo aquí. Acepte nuestro agradecimiento y siga con su trabajo. —Se volvió hacia su marido, olvidándose de Pitt—. Marlborough, ya he escrito a toda la parte Walsingham de la familia. Creo que a los Thurlow y los Maybury de Sussex deberías escribirles tú.

—Ya estarán enterados, querida —dijo él, irritado—. ¡Los periódicos no hablan de otra cosa! ¡A estas horas todos los empleadillos y lavanderas de Londres conocen hasta el último detalle!

—Eso da igual —repuso ella—. Nuestro deber es informar debidamente a la familia. Se ofenderían si no lo hiciésemos. Querrán escribirnos para expresar sus condolencias. Además, hay que llevar la cuenta de las muertes en la familia. Es importante. —Meneó la cabeza con impaciencia, y las cuentas negras de su collar reflejaron la luz—. Aún no he escrito a los Wardlaw de Gloucestershire, ni al primo Reginald. Tendré que pedir más papel con ribete negro. Para estas cosas no se debe usar papel corriente.

—¿Le mencionó el capitán Winthrop alguna rivalidad? —Pitt sintió que interrumpía, hasta tal punto había quedado al margen de la conversación.

—No. —Lady Winthrop se volvió a él con sorpresa—. Nunca, que yo recuerde. Nos escribía regularmente, claro, y venía a casa cada vez que estaba en tierra, a cenar al menos una vez. Pero no recuerdo que jamás mencionara enemistad alguna con nadie. Caía bien a todo el mundo. —Una arruga se formó en su frente—. Creí que ya lo había dicho.

—Las personas que tienen éxito y son populares pueden suscitar envidia —observó Pitt.

—Por supuesto. Lo entiendo perfectamente —le espetó ella—. No sé qué decirle. Supongo que su trabajo consiste en averiguarlo. ¿No es eso para lo que le pagan?

—Oakley nunca mencionó nada —dijo lord Winthrop, tendiendo una mano hacia su esposa, pero retirándola al pensarlo mejor—. Pero a Oakley no le gustaba hablar mal de los demás. Me atrevería a decir que ni siquiera se daba cuenta de esas cosas.

—Pues claro que no —dijo ella con brusquedad, juntando las cejas—. El superintendente ha dicho que lo cogieron desprevenido. Si hubiera sido un hombre al que odiaba, habría estado en guardia. ¡Oakley no era ningún tonto, Marlborough!

—¡Maldita sea, confió en alguien en quien no debía! —dijo él explotando de rabia.

Ella hizo caso omiso y miró a Pitt.

—Gracias, señor Pitt. Supongo que nos mantendrá informados. Que tenga un buen día.

—Igualmente, señora —respondió el superintendente, y pasó por su lado para salir de la sala.

Pitt no les había comentado que aparentemente el crimen se había cometido en el bote de remos, hecho que le fue confirmado al día siguiente cuando el sargento Le Grange se presentó en su despacho. Era un hombre menudo y recio de pelo castaño rojizo y cara agradable.

—Parece que el señor Tellman tenía razón —dijo plantándose ante la mesa de Pitt con una sonrisa en los labios—. El crimen fue cometido en el mismo bote, sobre el costado. Todo muy pulcro. La sangre fue a parar al agua. Por eso no se notaba nada.

Pitt rechinó los dientes. La idea no era de Tellman, pero hubiera sido una ridiculez hacérselo saber a Le Grange, incluso si éste estaba dispuesto a creerle. Y si no, habría sido Pitt quien quedara en ridículo.

—Encontró una muesca reciente en la madera —dijo Pitt.

—¡Sí, señor! ¿Se lo ha dicho el señor Tellman? Me avisó que no tenía tiempo para subir a verle a usted, porque tenía que ir a hablar con alguien en Battersea.

—No, no me lo ha dicho él. Es lo que yo hubiera buscado en esas circunstancias. He supuesto que usted habría hecho otro tanto.

—Bueno, yo no, señor, sólo porque él me dijo que lo hiciera —admitió modestamente Le Grange.

—¿A qué ha ido Tellman a Battersea?

Le Grange miró al frente.

—Será mejor que se lo pregunte usted, señor.

—¿Siguen buscando el arma?

—Sí, señor. —Le Grange hizo una mueca—. De momento no hemos encontrado nada. No sé dónde más buscar. Yo creo que el asesino se la llevó consigo. Si la llevaba encima a la ida, digo yo que podía llevarla a la vuelta.

Era probable que el asesino estuviera en posesión del arma, o que la hubiera arrojado a un sinfín de lugares posibles. No podían dragar el Támesis.

—¿Han dragado el Serpentine? —Pitt no quiso discutir.

—Sí, señor. El señor Tellman es muy meticuloso, señor. Insistió en que lo hiciéramos, y a fondo. Ahí dentro ya no hay nada. ¡No se creería la de cosas que hemos encontrado! —Abrió un poco más los ojos—. Un par de botas en perfecto estado, ambas del pie izquierdo; una pena, no sé cómo pudo perderlas nadie. Tres cañas de pescar; eso es fácil de entender. Toda clase de cajas y bolsas, y un sombrero que parecía casi nuevo. ¡Es increíble! De dinero, nada, claro.

—Me creo todo lo que me diga, sargento —afirmó Pitt sin pestañear, y observó con satisfacción la sorpresa de Le Grange—. ¿Qué más le ha dicho que haga el señor Tellman?

—Que subiera a verle, para ver qué tenía que hacer ahora, ya que está usted al mando. —Su expresión había cambiado ligeramente desde su entrada en el despacho, pero predominaba la cautela del hombre apegado a viejos prejuicios.

Pitt se esforzó en no fijarse.

—¿Ha hablado ya con todos los vecinos?

—Sí, señor. Nadie dijo nada de utilidad. Una señora mayor le vio cuando salía a dar un paseo, pero como ya sabemos por la señora Winthrop qué hora era entonces, no nos sirve de mucho.

—Al contrario. Nos confirma que ella dice la verdad.

—No sospechará de ella, ¿verdad, señor? —dijo Le Grange con la incredulidad pintada en la cara y cierto sarcasmo, todo ello bajo un barniz de respeto—. Es una mujer muy endeble. Alta, y eso, pero pesará lo que una pluma. No tiene carne por ningún lado.

—No que lo hiciera ella misma, sargento, pero existe la posibilidad de que estuviera implicada. Muchos crímenes violentos tienen origen doméstico.

—Ah. Sí, bueno, supongo que tiene razón —concedió Le Grange—. Pero yo no hubiera pensado que una señora así… Bueno, supongo que usted conoce a la gente acomodada, señor.

—Es sólo una posibilidad, Le Grange. Imagino que nadie vio que se le acercara otra persona.

—No, señor.

—Y esos vecinos y conocidos, ¿estaban todos en casa a esa hora?

—¿Perdón?

—¿Pueden justificar dónde estuvieron por la noche hasta eso de las tres, sargento?

—No sé, señor.

—Pues ya tiene trabajo. ¡Averígüelo!

—Sí, señor. ¿Alguna cosa más, señor?

—Hasta que venga con la respuesta, no.

—¡A la orden! —Le Grange giró sobre los talones y salió del despacho, dejando a Pitt de mal humor y consciente de que no podía hacer nada para remediarlo.

Había otros casos que requerían parte de su atención: un robo de importancia, un incendio que parecía premeditado, un desfalco de una correduría de valores. Al día siguiente, por la tarde, el pálido y jadeante sargento le dijo a Pitt que un caballero del Home Office[1] había venido a verle, y tras hacerse a un lado con una mirada de disculpa, un hombre alto y distinguido entró en el despacho. El sargento optó por una rápida retirada.

—Soy Landon Hurlwood —anunció el hombre mientras Pitt se ponía en pie—. Buenas tardes, superintendente. Perdone que me haya presentado sin previo aviso, pero se trata de un asunto urgente y tenía un rato libre.

—Encantado, señor Hurlwood —dijo Pitt llanamente—. Póngase cómodo, por favor. —Indicó la silla en la que él mismo se había sentado tantas veces cuando Micah Drummond ocupaba el cargo. Mientras Hurlwood tomaba asiento, Pitt se sentó en su sillón y miró expectante al recién llegado.

Hurlwood era un hombre alto, casi tanto como Pitt, de complexión delgada pero en buena forma aunque Pitt le calculaba cincuenta largos. Tenía el pelo de un impecable gris peltre, espeso y rizado a la altura de las orejas. Sus ojos eran muy oscuros y sus rasgos, patricios. Cruzó las piernas, sintiéndose perfectamente a gusto.

—Este horrible asesinato del capitán Winthrop, superintendente —empezó con una breve sonrisa—, ¿qué sabemos hasta el momento?

Pitt le resumió los hechos, guardándose cualquier tipo de conjetura o deducción. Hurlwood le escuchó atentamente.

—Entiendo —dijo al fin—. Confieso que es peor de lo que había pensado. Se subestima lo que dice la prensa pues parece que les interesa más el impacto que la verdad, y fomentar los más bajos instintos. Pero en este caso creo que no se equivocan demasiado, aunque elijan para expresarlo un lenguaje ligeramente desquiciado. Dígame con franqueza, superintendente, ¿qué probabilidades ve de encontrar al loco que hizo esto?

—Si se trata de locura fortuita, muy pocas —respondió Pitt—. A no ser que mate de nuevo y esta vez deje más pruebas.

—¡Santo cielo! Qué idea tan espantosa. Entiendo que usted no cree que fuera una banda de ladrones. Sí, a mí también me parece improbable. No le habrían dejado nada encima, y dice usted que había monedas en el bolsillo del chaleco, aparte de un reloj de oro y una cadena corta. —Meneó su imperial cabeza—. Además, ¿para qué iban a decapitarle? Los ladrones suelen llevar navajas o porras, incluso un garrote, pero nunca un alfanje. Así que, en su opinión, fue un loco o bien un conocido de la víctima. —Tensó los labios—. Es de lo más desagradable.

—Menos terrible para el público en general que una banda de ladrones decapitadores —observó Pitt.

—Cierto, cierto. —Hurlwood esbozó una sonrisa—. En cualquier caso hemos de resolverlo cuanto antes. Lo que quisiera saber, si puede usted decírmelo, es si cree que tiene algo que ver con la armada. Es lógico que el Almirantazgo desee saberlo.

Pitt captó un deje de temor, lo cual le preparó para una negación y, por consiguiente, una desautorización por parte del otro.

—No hay pruebas aún en ese sentido —dijo con cautela—. Estuve en Portsmouth hablando con su lugarteniente, quien afirma que no se produjo ninguna pelea, y el capitán no fue asesinado hasta ocho días después de su venida a Londres.

Hurlwood asintió, más relajado.

—Eso es mucho tiempo si la pelea fue realmente seria. Ya no hay el calor del momento. Pero es algo que no podemos descartar. —Estaba más calmado; sus elegantes manos ya no se veían contraídas, pero no era tan ingenuo como para aceptar la huida sin más ni más.

—También verifiqué si sus colegas y amistades estaban en Portsmouth la noche del crimen —añadió Pitt—. Que se sepa, todos estaban en Portsmouth cerca de la medianoche en cuestión, por lo tanto no pudieron estar en Londres ni siquiera tomando el tren más rápido.

—Entiendo. Sí, eso sería definitivo. —Hurlwood se puso de pie con un grácil movimiento. Vestía ropa buena. Pitt se sintió andrajoso a su lado. Micah Drummond no hubiera salido tan mal parado de la comparación. No era un dandy, pero poseía la elegancia innata del genuino caballero.

Pitt se levantó también. Los bolsillos de la chaqueta le abultaban con notas que el sargento de recepción le había entregado, y una bola de cordel con el cual había atado un paquete hacía pocos días.

—Le queda pues un motivo personal —dijo Hurlwood—. Sea como sea, imagino que pondrá usted toda la carne en el asador, superintendente, en vista de la naturaleza del crimen y la distinguida familia de la víctima. —No era una pregunta.

—Naturalmente. Pero no es un asunto en el que se pueda proceder con apresuramiento.

Hurlwood le dedicó una sonrisa luminosa. Su dentadura era excelente y él sin duda lo sabía pero se notaba que era un hombre lo bastante agudo para captar todo lo que Pitt no había llegado a decir.

—Por supuesto —dijo—. No le envidio, superintendente. Bien, ha sido muy amable dedicándome su tiempo. Que tenga un buen día.

—Lo mismo digo, señor Hurlwood —respondió Pitt, sonriéndose ante el eufemismo; difícilmente iba a tener nadie un buen día.

Hacía sólo media hora que Hurlwood había partido cuando el sargento volvió, de nuevo con los ojos desorbitados y la respiración entrecortada. Esta vez era Giles Farnsworth, el subcomisionado de la policía[*], quien asomaba por detrás. Iba recién afeitado y era unos diez años más joven que Hurlwood. Parecía enfadado y ansioso. Llevaba una inmaculada camisa blanca, con cuello de pajarita un poco apretado, su pelo castaño claro era espeso y se lo peinaba hacia atrás desde la amplia frente.

—Buenas tardes, Pitt. —Cerró la puerta al entrar y permaneció de pie.

Pitt rodeó la mesa.

—Buenas tardes, señor —dijo.

—Este maldito asunto Winthrop —dijo Farnsworth con un gesto de desagrado—. ¿Qué ha hecho hasta ahora? No podemos dormirnos, la reputación de la policía ya es bastante mala. No nos hemos recuperado de lo del Destripador y todo el daño que nos hizo. ¡Hay que evitar otro episodio parecido!

—No hay motivo para suponer que vaya a repetirse —dijo Pitt.

El talante de Farnsworth estaba al borde de la ferocidad.

—¡Pero hombre de Dios! ¡Cómo quiere que no se repita si tenemos a un loco suelto por Hyde Park! ¡Seguro que no se contentará con un solo cadáver! —Sacudió la cabeza con ira—. Y si es una banda de ladrones venidos de Dios sabe dónde, volverán a las andadas mientras puedan salir impunes. El pánico se adueñará otra vez de las calles, la gente tendrá miedo de salir de su casa, media ciudad paralizada…

—Al capitán Winthrop no le robaron.

—¡Entonces ha sido un loco!

—Tampoco ofreció la menor resistencia. —Pitt se esforzó en mantener la calma. Comprendía por qué Farnsworth tenía miedo. La situación política era tensa. El asunto de Whitechapel había hecho aflorar manifestaciones de anarquía, una violencia que amenazaba con erupcionar. Había inquietud en muchas ciudades, la vieja llaga de la cuestión irlandesa hacía tanto daño como siempre. La popularidad de la monarquía estaba en su punto más bajo. No era difícil que la chispa del miedo se convirtiera en una llamarada de destrucción que podía quemar a muchos—. Lo mataron en el bote mientras estaba inclinado sobre la borda, y de un solo golpe —explicó.

Farnsworth siguió de pie, rígido como una piedra.

—¿Qué pretende decirme, Pitt?, ¿que fue algún conocido suyo? ¿Para qué iba un capitán de la armada a subirse a un bote en el Serpentine con un hombre armado de un hacha o algo así? Es ridículo. Esto no me gusta nada, Pitt.

—Lo sé, señor.

—¿Quién es? ¿Qué vida privada tenía ese hombre? ¿Qué me dice de su esposa? Si hay un escándalo, tendrá usted que taparlo, si es que puede. Supongo que lo comprende. —Lo fulminó con la mirada.

—Siempre procuro no destapar los pecados privados de la gente —replicó Pitt, pero era sólo una forma de evadirse, y Farnsworth lo sabía.

—Los Winthrop son una familia importante, están muy bien relacionados —prosiguió Farnsworth nerviosamente—. Sea discreto, por lo que más quiera. ¡Y no ponga esa cara, hombre! ¡Ya sé que es usted quien ha de resolver el caso! —Se mordió el labio, mirando a Pitt con dureza mientras barajaba alguna idea.

Pitt aguardó.

—Esto va a ser complicado —dijo Farnsworth.

El comentario era tan obvio que Pitt no respondió.

Farnsworth le miró de arriba abajo, meditando aún.

—Necesitará contactos —dijo—. No es algo imposible. Usted es un hombre hecho a sí mismo, lo sé, pero eso no descarta las influencias, ¿comprende?

Pitt sintió una punzada de temor, pero siguió sin decir nada.

—Unos pocos amigos pueden cambiar mucho las cosas —continuó Farnsworth—. Si son peces gordos.

El temor pasó. No era lo que Pitt se había temido. Se le escapó una sonrisa. Farnsworth sonrió también.

—Eso le abrirá algunas puertas —dijo, asintiendo con la cabeza—, redundará en beneficio de su carrera. Drummond lo era, sabe usted.

Pitt se quedó helado. Se estaba refiriendo al Círculo Interior, aquella sociedad secreta, benévola por fuera y maligna por dentro, en la que Drummond había ingresado inocentemente para lamentarlo después. El precio de la hermandad era la renuncia a las lealtades, la pérdida de la conciencia a fin de que un ejército secreto pudiera acudir en tu ayuda, al precio que fuese, cuando la sociedad así lo decidiera. La ruina, cuando no la muerte, era el precio de la traición. Uno conocía a media docena de miembros, si es que surgía la necesidad. No había modo de saber a quién había jurado uno fidelidad ni por qué causa.

—No. —Pitt lo dijo antes de comprender que era una estupidez, pero se sentía acorralado, como si la oscuridad le estuviera rodeando a marchas forzadas—. Yo… —Contuvo el aliento y suspiró muy despacio.

Farnsworth había enrojecido y sus ojos brillaban de ira.

—Comete usted un error, Pitt —dijo entre dientes.

—Yo no soy miembro —dijo Pitt con la máxima calma de que fue capaz.

—Pues si quiere salir adelante, será mejor que lo sea. —Farnsworth le miró con ceño—. De lo contrario se le cerrarán puertas. Y sé bien de lo que hablo. Tiene usted que resolver esto cuanto antes. —Señaló la ventana—. ¿Ha leído los periódicos? La gente ya está empezando a sentir pánico. No hay tiempo que perder. —Se dirigió hacia la puerta—. Le doy tres días, Pitt, será mejor que para entonces consiga algo sólido. Y le recomiendo que reconsidere esa otra cuestión. Necesita amigos, créame. —Dicho esto, salió dejando la puerta abierta. Pitt oyó cómo bajaba las escaleras.