Capítulo 8
Transcurrieron tres días antes de que Monk tuviera tiempo de pensar de nuevo en el caso Havilland. Se produjo un gran incendio en uno de los almacenes del Pool de Londres y los pirómanos intentaron escapar por el río. El asunto concluyó con éxito pero al final de la segunda jornada Monk y sus hombres estaban agotados, mugrientos y helados hasta los huesos.
A las ocho y media, mientras fuera soplaba el viento y la estufa de leña olía a humo, Monk estaba sentado en su despacho terminando de redactar su informe cuando oyó llamar a la puerta. Contestó y entró Clacton, que cerró la puerta a sus espaldas. Se aproximó hasta plantarse frente al escritorio con aire desenvuelto y más elegante de lo que quizás él mismo fuese consciente. Miró a Monk con un amago de sonrisa, como si fuesen iguales.
—¿Qué ocurre? —preguntó Monk.
—Se ha trabajado de firme estos últimos dos días —comentó Clacton.
—Todos lo hemos hecho —contestó Monk. Si Clacton esperaba que le concediera un permiso se llevaría un buen chasco.
—Sí —confirmó Clacton—. Usted más que nadie…, señor.
Monk se sintió incomodo. Vio una chispa de expectativa en los ojos de Clacton.
—Usted no ha venido aquí para decirme eso.
—Pues claro que sí, señor —contestó Clacton—. Sé lo duro que debió de ser para usted; no habrá tenido mucho tiempo para dedicarse a su negocio, imagino.
—¿De qué negocio está hablando, Clacton? —inquirió Monk.
Clacton guiñó un ojo y sonrió.
—Ya sabe, su trabajo privado, para el señor Argyll, ¿no? ¿Intenta averiguar quién mató a su suegro para que salga del atolladero? Eso debe resultar caro, ¿no?
Monk se concentró. Había previsto toda clase de ataques por parte de Clacton, incluso la remota posibilidad de la violencia física, pero no una insinuación de ese tipo, jamás. ¿Cómo debía reaccionar? ¿Con humor, enojo, sinceridad? ¿Cuál sería el siguiente movimiento de Clacton?
—Pensaba que no lo sabía, ¿verdad? —dijo Clacton, a todas luces satisfecho—. Nos mira por encima del hombro como si estuviéramos por debajo de usted. ¡No somos tan listos como el gran señor Monk! Pero usted no se entera de nada cuando se trata de asuntos del río. ¡Necesita que Orme lo lleve de la mano para no caerse al agua! Bueno, puede que los demás sean idiotas, pero no es mi caso. Yo sé lo que me hago, y si no quiere que Farnham se entere, tendrá el buen tino de darme una parte de lo que obtenga.
No había tiempo para sopesar consecuencias.
—Dudo mucho que el señor Argyll me pague por algo de lo que he descubierto hasta ahora —dijo Monk con acritud—. Al parecer, él es el responsable de la muerte de Havilland.
—¿Ah, sí? —Clacton enarcó las cejas—. Vaya, en cambio han arrestado a Sixsmith. Dígame, ¿por qué cree que habrá sido? ¿Se han alterado un poco las pruebas, quizá?
Monk tenía frío, estaba cansado y entumecido pero de pronto, además, lo asaltó el temor. Reconoció la malicia y el odio del joven que tenía delante. No se trataba de lealtad hacia Durban ni hacia ninguna otra persona, sino que obraba por puro interés personal. No tenía tiempo de preocuparse del motivo. Clacton era, sencillamente, peligroso.
—¿Piensa que puede encontrar esas presuntas pruebas? —preguntó Monk sin ambages.
Clacton entornó los ojos.
—¿No me cree capaz?
—Me alegraré si lo es —respondió Monk—. ¡Es a Argyll a quien quiero atrapar!
Por primera vez Clacton dejó de hacer pie.
—¡Qué tontería! ¿Y quién le pagará?
—Su Majestad —repuso Monk—. Hay una conspiración detrás de la muerte de Havilland. Miles de libras invertidas en el negocio de la construcción y un montón de poder que ganar. Vaya corriendo a decirle al señor Farnham lo que piensa. Aunque más le vale marcharse y seguir con su trabajo, y alegrarse de seguir teniéndolo.
Clacton se mostró desconcertado. Ahora era él quien tenía que sopesar sus alternativas y eso le disgustaba. Se habían vuelto las tornas sin que siquiera se diese cuenta.
—¡Sigo creyendo que es usted un tramposo! —masculló—. ¡Y un día lo pillaré!
—No —dijo Monk—. No lo hará. Por mucho que lo intente. ¡Y ahora, largo!
Poco a poco, como si aún estuviera inseguro de si le quedaba otra arma, Clacton se volvió y salió del despacho dejando la puerta abierta. Monk reparó en que al entrar en la sala principal recuperaba su actitud arrogante.
El té se había enfriado, pero Monk no quiso ir por más. La mano le temblaba un poco y sentía un nudo en la garganta. Con su acusación Clacton había ido más allá de lo que jamás hubiera imaginado.
A la mañana siguiente se dirigió al bufete de sir Oliver Rathbone. Monk estaba dispuesto a aguardar cuanto fuese necesario para verle, pero finalmente no fue más que una hora. Rathbone llegó tan elegante como siempre, con un traje de lana gris y un grueso abrigo para protegerse del gélido viento del este. Pareció sorprendido al ver a Monk, aunque también complacido. Desde que se había dado cuenta de lo mucho que amaba a Margaret Ballinger, su rivalidad con él se había atenuado considerablemente. Era como si por fin hubiese alcanzado una especie de seguridad interior, y ahora estaba abierto a un abanico más generoso de sentimientos.
—¡Monk! ¿Cómo estás? —Rathbone era muy distinto de Monk, un hombre con una formación excelente y a gusto consigo mismo. Su elegancia era innata.
Monk sonrió. Al principio Rathbone le desconcertaba, pero el tiempo y la experiencia le habían enseñado a ver la humanidad que había debajo de la superficie.
—Necesito tu ayuda en un caso.
—Por supuesto. ¿Qué otra cosa te habría traído aquí a media mañana? —Rathbone no se tomó la molestia de disimular su buen humor e interés. Si Monk necesitaba apoyo en asuntos legales, seguro que plantearía un problema interesante, que era justo lo que deseaba—. Siéntate y cuéntame.
Monk obedeció. Sucintamente describió la caída de Mary Havilland y Toby Argyll del puente, luego el descubrimiento de la muerte anterior de James Havilland y el curso de la investigación que había conducido a la detención de Aston Sixsmith.
—¿Seguro que no quieres que defienda a Sixsmith? —preguntó Rathbone, incrédulo.
—No… preferiría que no lo hicieras —contestó Monk, que empezaba a preguntarse si lo que tenía previsto pedir resultaría imposible. Una vez más, la ira contra Argyll se apoderó de él, así como una sensación de impotencia ante la habilidad con que había manipulado tanto a Sixsmith como a la policía para ponerlos en la situación que quería. Monk recordaba su expresión de enfado, arrogancia y dolor como si lo hubiese visto un momento antes—. Quiero que lleves la acusación contra Sixsmith, pero de manera que atrapemos al hombre que hay detrás —explicó a Rathbone—. Me parece que Sixsmith no sabía para qué era el dinero. Argyll le dijo lo que tenía que hacer y él lo hizo, a ciegas o movido por su lealtad hacia los Argyll, convencido de que era para algún propósito legítimo.
Rathbone enarcó las rubias cejas.
—¿Como qué, por ejemplo?
—La construcción de túneles es una tarea ardua. No digo que no intentara simplificarla pagando sobornos a los elementos más violentos entre quienes conocen las alcantarillas y los ríos y fuentes subterráneos. No lo sé.
Rathbone reflexionó un momento. Estaba claro que había captado su interés. Miró a Monk.
—Piensas que el mayor de los hermanos Argyll se sirvió de Sixsmith para pagar a un asesino que matara a Havilland, porque éste representaba una amenaza. ¿Quién encontró al asesino, si no lo hizo el propio Sixsmith?
Monk se sintió tan incómodo como si estuviera en el banquillo de los acusados. Con respuestas imprecisas o incompletas sería imposible escapar.
—El propio Alan Argyll, o quizá Toby —contestó—. Alan se ha tomado muchas molestias para dar cuentas de dónde estuvo antes y después de la muerte de Havilland, pero Toby era varios años más joven, pasaba más tiempo en las obras y conocía a algunos de los peones más bravucones.
—¿Según quién? —inquirió Rathbone.
—Según Sixsmith —repuso Monk—. Aunque puede verificarse fácilmente.
—Tendrás que hacerlo —señaló Rathbone—. ¿Dices que el dinero procedía de Argyll?
—Sí.
—¿Pruebas? Si sostiene que el dinero era para salarios, o para una máquina nueva, y que Sixsmith se apropió de él indebidamente, ¿puedes demostrar que miente?
—No, no sin que me quede alguna duda —dijo Monk, tenso.
—¿Y es ésa una duda fundada?
—No lo sé, pero estoy seguro de ello.
—Eso no es relevante —dijo Rathbone con cierta aspereza—. ¿Por qué iba Argyll a desear tanto ver muerto a Havilland como para estar dispuesto a servirse de Sixsmith para contratar a un sicario?
—Porque sabía que los túneles eran peligrosos y que las obras debían paralizarse —respondió Monk.
—¿Acaso no son siempre peligrosas esas obras? El hundimiento del colector del Fleet fue terrible.
—Eso es «cortar y cubrir» —explicó Monk—. Imagínatelo bajo tierra, posiblemente hundiéndose por ambos extremos, lleno de agua o, peor aún, gas.
—¿El gas es peor? Pensaba que el agua ya es de por sí bastante espantosa.
—Se trataría de gas metano, inflamable. Bastaría una chispa para que todo prendiera de golpe. Si subiera por las alcantarillas podría comenzar otro Gran Incendio de Londres.
Rathbone palideció.
—Vaya, me hago una idea, Monk. ¿Por qué crees que es algo más que la pesadilla de un chiflado? Seguro que Argyll desearía tan poco que eso ocurriera como Havilland o cualquier otro. Si existiese un peligro real paralizaría las obras él mismo. ¿De qué tenía miedo, de que Havilland sembrara el pánico entre los obreros y éstos se declararan en huelga? ¿No bastaría con prohibirle la entrada a las obras? ¿No te parece excesivo un asesinato, además de peligroso y caro?
—Havilland no iba a hablar con los peones, sino con las autoridades, lo que es muy diferente. Argyll no podía impedirlo con tanta facilidad. E incluso un temor totalmente infundado cerraría las excavaciones el tiempo suficiente para causar serios retrasos en el trabajo, lo que costaría un montón de dinero. Para un hombre despiadado, alguien que quizá se mueve en un estrecho margen de pérdidas y ganancias, o sobre el que pesa una inversión excesiva, eso podría ser motivo para asesinar.
Rathbone frunció el entrecejo.
—Pero con el motivo no basta, Monk, y lo sabes tan bien como yo. ¿Por qué no suponer que fue Sixsmith, tal como parece?
—Porque fue la esposa de Argyll quien envió la carta a su padre pidiéndole que fuera a la cuadra después de medianoche —contestó Monk—. Y lo hizo a petición de Argyll.
—¿Y si Argyll dice que no le pidió que la escribiera? —preguntó Rathbone—. No puedes obligarla a incriminarlo, ya que iría contra su propio interés.
—Otros jurarán que es su caligrafía.
—¿Tienes la carta? No me lo habías dicho…
—¡No la tengo! Sólo el sobre…
—¡El sobre! ¡Por el amor de Dios, Monk! ¡Podía contener cualquier cosa! ¿Alguien vio esa carta? ¿Lleva matasellos el sobre?
Monk tuvo la impresión de que su argumento se le iba de las manos. Le constaba que Rathbone estaba siendo perfectamente razonable, que se comportaba como debía comportarse. Y para él exponer en privado, y en ese momento, los puntos flacos que presentaba el caso era infinitamente mejor que hacerlo más tarde en público. Su genio se avivó y le vinieron ganas de arremeter, pero decidió que perder el control era infantil y ayudaba a Argyll. Lo mejor que podía hacer era mantener su ira a raya.
—El sobre fue entregado en mano —contestó con ecuanimidad—. Pero está más allá de toda duda razonable que fue el que recibió aquella tarde, porque tomó notas en él con su letra y estaba en la chaqueta que llevaba puesta, que es, justamente, donde lo encontré.
—¿Podría corresponder a otra carta recibida con anterioridad?
Rathbone no dejaba cabos sueltos.
—Las anotaciones aludían a cosas que habían ocurrido esa tarde —dijo Monk con satisfacción.
—Bien. Así pues, la señora Argyll le envió una nota. Si le piden que jure que se trataba de una invitación a cenar para la semana siguiente y ella se aviene, ¿qué tenemos?
—Una mujer dispuesta a mentir a dos agentes de la ley, estando bajo juramento.
—Para salvar a su marido, su hogar, su fuente de ingresos y su posición social, y por consiguiente la de sus hijos. —Rathbone apretó los labios y torció el gesto—. Un fenómeno nada inusual, Monk. Y que no resultará fácil destruir. No te ganarás el favor del jurado con eso.
—¡Quiero que me crean, no que me encuentren simpático! —espetó Monk.
—Los jurados no sólo actúan movidos por la razón, sino por los sentimientos —señaló Rathbone—. Estás jugando una baza peligrosa. Veo que puede acusarse a Sixsmith como cómplice, aunque probablemente no supiera nada acerca del asesinato, y que quizás haya factores suficientes para implicar a Argyll, pero tendrás que aportar mucho más de lo que tienes. —Frunció el entrecejo—. A veces ocurre. Consigues atrapar a todo el mundo menos al verdadero culpable. Parece que Argyll se cubrió las espaldas bastante bien. Para llegar hasta él tendrás que destruir a ese hombre, Sixsmith, que quizá sea absolutamente inocente de todos los cargos a excepción, quizá, de algunos sobornos típicos en ese negocio. También destruirás a la esposa de Argyll, que está haciendo lo que cualquier mujer haría para proteger a sus hijos, tal vez hasta proteger su fe en que su marido es un hombre honrado. Y probablemente la necesite para sobrevivir con un mínimo de cordura. Eso por no mencionar a los hijos.
Monk vaciló. ¿Merecía la pena destruir a los culpables tan sólo de debilidades humanas corrientes, con tal de alcanzar al verdadero culpable? ¿Por qué? ¿Por venganza? ¿Para proteger a futuras víctimas?
—Ahora no tienes elección —continuó Rathbone en voz baja—. Al menos en lo que atañe a Sixsmith. Lo acusaré, cómo no, y destaparé cuanto pueda. Mientras tanto, date prisa en descubrir más cosas sobre ese misterioso asesino. Demuestra quién lo contrató, si llegó a recibir el segundo pago, si sabe para quién trabajó. Sobre todo tienes que demostrar que lo que Havilland iba a hacer era suficiente para que Argyll quisiera matarlo. Por ahora lo único que tienes es un ingeniero que perdió el valor y se convirtió en una molestia. Los hombres cuerdos no cometen homicidios por eso. Dame todos los datos de lo que Argyll iba a perder, y que sean datos que le conciernan a él, no sólo a Sixsmith.
—Si no iba a paralizar las obras, ¿qué motivo tendría Sixsmith para desear verle muerto? —inquirió Monk—. El motivo es el mismo.
—Exacto —dijo Rathbone.
—¡La empresa es de Argyll, no de Sixsmith! —arguyó Monk—. Sixsmith puede encontrar empleo en cualquier parte. Es un ingeniero de primera y con una buena reputación.
—La perdería si se produjera un hundimiento —dijo Rathbone con aspereza.
Monk se levantó.
—¡Lo encontraré! ¿De cuánto tiempo dispongo?
—¿Hasta que comience la vista? Tres semanas.
—Pues más vale que me ponga manos a la obra —repuso Monk, y se dirigió hacia la puerta.
—¡Monk!
Se volvió.
—¿Sí?
—Si tienes razón y es Argyll, ve con cuidado. Es un hombre muy poderoso y tu trabajo es peligroso.
Monk miró a Rathbone con repentina sorpresa. Su rostro transmitía un afecto que no había esperado ver.
—Lo haré —prometió—. Dispongo de buenos colaboradores.
Lo primero que Monk hizo fue ir a hablar con Runcorn. Lo más probable era que fuese tan consciente como Rathbone de la pobreza del caso; no obstante, Monk lo bosquejó en términos legales mientras Runcorn, sentado tras su escritorio, le observaba con pesadumbre.
—Tenemos que saber más acerca de ese hombre de las caballerizas —dijo cuando Monk hubo terminado—. Quizás obtengamos una descripción mejor si volvemos a preguntar al cochero y lo presionamos un poco. —Se ruborizó levemente—. Y habrá que interrogar a la señora Ewart para ver si está en situación de añadir algo más.
La señora Ewart se sorprendió al verlos de nuevo, pero hizo patente que no se trataba de una sorpresa desagradable. Llevaba un vestido oscuro de lana color vino que daba calidez a su rostro y se mostró menos tensa que en la ocasión anterior. Monk se preguntó si en parte se debería a que su hermano no se encontrara en casa a aquellas horas del día.
Los hizo pasar al salón de recibir, donde ardía un buen fuego que irradiaba su agradable calor. La habitación no era como Monk se había figurado. La ostentosa decoración le restaba comodidad. Los cuadros de las paredes eran grandes y con marcos recargados, la clase de objeto que uno elige más para impresionar que porque le guste. Había algo impersonal en ellos, así como en los adornos de marfil tallado de la repisa de la chimenea y en los pocos libros, encuadernados en piel, que ocupaban la estantería. Los volúmenes estaban agrupados, uniformes en tamaño y color, inmaculados, como si nunca los hubiese leído nadie. Entonces Monk recordó que Melisande era viuda y aquélla era la casa de Barclay, no la suya. Por un instante se preguntó qué decoración habría elegido ella.
Melisande miraba a Runcorn. A la luz de la mañana su rostro parecía menos cansado que la primera vez que se vieron, pero aun así conservaba el mismo rastro de tristeza en la sonrisa y tras la inteligencia de sus ojos.
—Lamento volver a molestarla, señora —se disculpó Runcorn sosteniendo su mirada con firmeza—. Pero hemos investigado el asunto más a fondo y es muy probable que el individuo que usted vio fuese quien disparó contra el señor Havilland. Hay un hombre detenido por haberlo contratado que pronto será llevado a juicio, pero si no recabamos más información, igual se sale con la suya.
—Por supuesto —dijo Melisande—. Deben capturar al hombre que lo hizo a toda costa. ¿Qué más puedo hacer para ayudarles? No tengo ni idea de adonde fue luego; sólo vi que se dirigía hacia la calle principal. Me imagino que tomaría un coche de punto para marcharse de esta zona cuanto antes.
—Así lo hizo, señora. Le hemos seguido el rastro hasta Picadilly y de allí se dirigió al este —corroboró Runcorn. Se abstuvo de mirar a Monk en todo momento—. Es sólo que el cochero apenas le vio y no se le dan muy bien las descripciones. Si consiguiera usted recordar cualquier otro detalle quizá nos facilitaría el dar con él.
Melisande reflexionó un rato hurgando en sus recuerdos. Se estremeció, como si no sólo pensara en el frío de aquella noche, sino también en lo que había ocurrido a menos de cien metros de donde había estado ella. La admiración de Runcorn hacia ella resultaba patente en su mirada, pero era aquella vulnerabilidad, aquella tristeza, lo que le atraía. Monk lo sabía porque lo había entrevisto con anterioridad, y conocía a Runcorn mejor de lo que él mismo creía. Había en él cierta dulzura que antes nunca se permitía mostrar, una capacidad de compasión que sólo ahora se atrevía a reconocer.
¿O acaso lo reciente era la generosidad de espíritu en Monk necesaria para darse cuenta?
La señora Ewart estaba contestando a la pregunta con tanto cuidado y detalle como le era posible.
—Tenía el rostro alargado y el puente de la nariz estrecho —dijo—, pero los ojos no eran pequeños, y presentaba bolsas en los párpados. —De pronto abrió mucho los ojos, como sobresaltada—. ¡Eran claros! Su piel era olivácea y el pelo, que caía por encima del cuello del abrigo, negro, o al menos lo parecía a la luz de las farolas. Y las cejas también. Pero tenía los ojos claros, azules o grises. Azules, me parece. Y… los dientes… —Se estremeció y adoptó una expresión de disculpa, como si lo que iba a decir fuese una tontería—. Sí, tenía los colmillos inusualmente puntiagudos. Sonrió al explicar lo de… la mancha. Me… —Tragó saliva—. Me figuro que era sangre del pobre señor Havilland, ¿no? Le vi los dientes cuando sonrió.
Melisande miró a Runcorn a la espera de su reacción, aunque resultaba inconcebible que eso le importara. ¿Habría percibido su gentileza? ¿O era tan sólo que necesitaba que alguien comprendiera el horror que sentía?
Monk quedó estupefacto y avergonzado al comprobar que se ponía en el lugar de Runcorn, que le dolía aquel súbito e imposible sueño del que su colega se permitía despertar. Sentía una extraordinaria mezcla de enojo, impaciencia y dolor, una confusión cuya posibilidad habría negado un año antes.
Runcorn estaba dando las gracias a Melisande pero sin dejar de insistir. ¿Prolongaba la entrevista a propósito? Le preguntaba sobre la ropa del presunto asesino. ¿Llevaba guantes? No. ¿Se había fijado en sus manos? Fuertes y delgadas. ¿Botas? No tenía ni idea. ¿Algún otro detalle? Si se acordaba de algo, que le avisara cuanto antes. Le dio su tarjeta.
Le agradecieron la colaboración y se fueron. Monk apenas había abierto la boca. En la calle, a plena luz y con el viento gélido soplando desde el río, Runcorn siguió con la vista al frente, negándose a cruzar una mirada con Monk. Carecía de sentido forzar una conversación innecesaria. Más tarde se pondrían de acuerdo sobre los pasos que cada uno daría a continuación. Caminaron muy juntos el uno del otro, con la cabeza un poco inclinada y el cuello del abrigo levantado para protegerse del frío.
Monk sólo podía comenzar por el carácter y las oportunidades del hombre que había pagado al asesino.
¿Era Alan Argyll quien lo había encontrado, o Toby? ¿O sería cierto que Sixsmith lo había contratado primero para la tarea que argüía?
Ése era el hilo más obvio por el que empezar a tirar. Monk podía hablar con los alcantarilleros que peinaban las cloacas en busca de objetos de valor perdidos, con los desembarradores que dirigían a los hombres que limpiaban las peores acumulaciones de deshechos y cieno que obturaban los canales más estrechos. Sin embargo, pasaría una temporada antes de que sus servicios fuesen requeridos de nuevo y mientras tanto no tenían otro modo de ganarse la vida.
Se dirigía a pie desde la comisaría de Wapping hacia una de las excavaciones a cielo abierto cuando Scuff le salió al paso. El chico aún tenía sus nuevas botas usadas y el abrigo que le llegaba a las espinillas, pero ahora llevaba además una gorra de tela, demasiado grande para él, hundida hasta las orejas.
—Buenos días —saludó Monk amigablemente.
Scuff le miró.
—¿Va todo bien?
Monk sonrió.
—Cada vez mejor, gracias —respondió. Le constaba que la pregunta no aludía a su salud; era su competencia en el trabajo lo que preocupaba a Scuff—. El señor Orme es un buen hombre.
Scuff no tenía muy claro si llegaría al extremo de llamar «bueno» a un policía, pero no discutió.
—Clacton es un mal tipo —dijo en cambio—. Vigílelo o se la jugará.
—Ya lo sé —reconoció Monk, aunque le sorprendió que el muchacho estuviera enterado.
—¿De veras? —Scuff no parecía impresionado—. No da usted la impresión de saber gran cosa. Sigue sin pillar a esos ladrones, ¿no? —Fue un desafío, no una pregunta—. Y no deje que lo líen con lo de atrapar a Fat Man. Nadie lo ha intentado sin salir escaldado. —Se mostró preocupado e inquieto.
Quizá fuese sólo interés por las empanadas calientes, pero Monk seguía sintiendo un pellizco de placer en su fuero interno, y también de culpa.
—En realidad he estado ocupado con otro asunto —contestó para distraer la atención de Scuff. Él y Orme habían acordado unos planes preliminares que Orme había estado llevando a cabo, pero no tenía sentido asustar a Scuff innecesariamente—. Ahora mismo estoy investigando el asesinato de un hombre ocurrido hace un par de meses.
—¿No es un poco tarde? —Scuff hizo una mueca. La incompetencia de Monk le desconcertaba y preocupaba. Por una razón u otra parecía considerarse responsable de él. Monk se sentía a un tiempo conmovido y picado. Se encontró defendiendo su posición, tratando de recobrar el debido respeto.
—Cuando ocurrió, la policía pensó que era un suicidio —explicó—. Luego su hija se cayó de un puente y el caso pasó a mí. Al investigar su pasado me enteré de lo del padre y comenzó a parecer que después de todo no había sido suicidio.
—¿Qué quiere decir con eso de caerse de un puente? —inquirió Scuff—. Nadie se cae de los puentes. No puedes. Hay barandillas y esas cosas. ¿A ella también la mataron, o saltó?
—Tampoco estoy seguro sobre eso. —Monk sonrió atribulado—. Y vi cómo ocurría. Pero cuando dos personas forcejean a cierta distancia a media luz, justo antes de que enciendan las farolas, cuesta decir lo que ves.
—Pero ¿a su padre lo mató otro tipo? —insistió Scuff.
—Sí. Al hombre en cuestión lo vieron salir del lugar donde se cometió el crimen. Tengo una idea bastante aproximada de su aspecto y sé que se dirigió al este desde Picadilly.
Scuff soltó un suspiro de desesperación.
—¿Eso es todo lo que tiene? ¡No sé qué voy a hacer con usted! —Se sonó la nariz y se la secó con la manga.
Monk disimuló su sonrisa con dificultad. Al parecer Scuff le había adoptado y sentía la misma exasperación que cualquier padre ante un hijo difícil. Se encontró ridículamente preso de una emoción que le producía un nudo en la garganta.
—Bueno, a lo mejor podrías aconsejarme —sugirió con mucho tacto.
—Olvídelo —replicó Scuff.
—¿No quieres aconsejarme? —le preguntó Monk, sorprendido.
Scuff le miró con ojos como platos.
—¡Ése es mi consejo! No va a encontrarlo.
—Puede que no, pero voy a intentarlo —dijo Monk con firmeza—. Asesinó a un hombre e hizo que pareciera un suicidio, de modo que el pobre hombre fue enterrado fuera del camposanto y toda su familia lo creyó un cobarde y un pecador. Por poco le partió el corazón a la hija menor, que se pasó día y noche tratando de demostrar que no era nada de eso. Ahora todo indica que a ella también la mataron. Y lo único que han hecho ha sido enterrarla en tierra no consagrada y tildarla de suicida.
Scuff dio un par de saltitos para no rezagarse.
—Menuda bobada —soltó, aunque había admiración en su voz—. Bueno, si nadie se lo dice, supongo que será mejor que le eche un cable. ¿Cómo es ese hombre que mató al padre de la chica?
Monk pensó unos instantes. ¿Qué riesgo había en contárselo a Scuff? Si le decía vaguedades, ninguno.
—Delgado, pelo negro —contestó.
Scuff lo miró con ceño.
—No confía en mí —masculló.
Monk sintió una punzada de culpabilidad. ¿Cómo podía reparar aquella ofensa?
—De acuerdo. Lo que ocurre es que no quiero que te veas implicado —dijo—. Si mata por dinero, no se lo pensará dos veces antes de deshacerse de ti en cuanto te tenga a tiro.
—¿A mí? —Scuff se mostró indignado—. ¡Yo no estoy ni la mitad de verde que usted! ¡Sé cuidar de mí mismo! ¡Se piensa que no tengo sesos!
—Pienso que tienes sesos de sobra, ¡los suficientes para acercarte demasiado a él y salir mal parado! —replicó Monk—. ¡Déjalo correr, Scuff! Es asunto de la policía. Además, llevas razón —agregó—. Lo más probable es que nunca lo encuentren. Pero es el hombre que le pagó el que me interesa de verdad.
Scuff caminó en silencio unos cincuenta metros. Cruzaron una calle y siguieron adelante.
—¿Enterrarán a esa chica como Dios manda? —preguntó finalmente.
—Me ocuparé de que así sea —contestó Monk complacido de que Scuff comprendiera el meollo del asunto tan deprisa—. Tengo frío. ¿Te apetece beber algo caliente?
—No me importaría —repuso Scuff, aunque de mala gana—. Si a ese hombre no lo mataron en el río, ¿por qué no se encargan los polis normales?
—También ellos se ocupan del asunto.
Doblaron la esquina alejándose del río y del viento más fuerte. Las aceras estaban resbaladizas a causa del hielo. Un carro de carbón traqueteaba ruidosamente por el adoquinado de la calzada; los caballos parecían echar humo al respirar.
—Seguro que tampoco se fía de ellos —dijo Scuff.
—No es una cuestión de confianza —repuso Monk—. Necesitamos toda la ayuda que podamos encontrar. ¡Estamos buscando a un hombre por todo Londres que se gana la vida matando gente! Sé qué aspecto tiene pero nada más. Disparó contra un hombre y causó la muerte de su hija. Es posible que una persona inocente ingrese en prisión por el asesinato y que quien le pagó se salga con la suya. Y lo que es peor: nunca demostraremos el verdadero motivo que le empujó a hacerlo, ¡y podría producirse un hundimiento en uno de los túneles del nuevo alcantarillado que segara la vida de un montón de hombres! ¡Por más difícil que sea, tengo que intentarlo! De modo que vayamos a tomar un té y una empanada caliente, ¡y basta de enfurruñarse!
Scuff reflexionó sobre todo aquello durante unos minutos.
—¿Sólo sabe que es flaco y tiene el pelo negro? —preguntó por fin con una sonrisa radiante—. ¡El que lo vio seguro que sabe algo más!
—Tenía la nariz afilada y los ojos más bien grandes —contestó Monk—. Azules o grises. Y los dientes más puntiagudos de lo normal.
Scuff se encogió de hombros.
—Vaya, vaya. Pues entonces a lo mejor lo encuentra. Hay un tipo que vende empanadas muy ricas allí, al otro lado de la calle.
—¿Y té?
Scuff puso los ojos en blanco.
—¡Pues claro que tiene té! ¿Dónde ha visto una empanada sin té?
Por la tarde Monk retomó sus obligaciones con la patrulla fluvial obligándose a apartar de la mente el caso Havilland y sus implicaciones. Había que ocuparse de los robos. Se lo debía a Durban y, más aún, a Orme. Tampoco había que olvidar el asunto de Clacton. Era muy consciente de que lo había puesto en su sitio sólo por un tiempo. Clacton estaba al acecho, aguardando la oportunidad de pillarle en otra flaqueza o equivocación. Se trataba de algo más que de dinero. ¿Su propio ascenso? ¿Para complacer a un tercero? ¿Sencillamente para que le pusieran otro jefe, uno a quien manipular más fácilmente?
El motivo era lo de menos. El asunto no podía esperar más. Orme, como mínimo, aguardaba a que Monk hiciera algo al respecto. Quizá los demás también. ¿Acaso Runcorn había temido a Monk del mismo modo, como una de las cargas propias del liderazgo que deben soportarse hasta hallar el modo de resolverlas? Hizo una mueca al pensarlo.
En el río hacía frío, la marea subía deprisa y picada, y Monk estuvo muy atareado en el caso del robo de un almacén. A las seis y media éste quedó resuelto y se encontró a solas en un viejo embarcadero más allá de King Edward’s Stairs. La oscuridad era absoluta bajo la mole de un almacén medio quemado. En la orilla opuesta las luces emitían destellos borrosos por culpa del viento. Los marineros de las gabarras se hablaban a gritos surcando las aguas que tenía a sus pies y las rachas de viento entrecortaban sus voces y distorsionaban sus palabras.
Oyó el golpe de la lancha contra la escalera de embarque y unos pies que subían, luego la robusta silueta de Orme se recortó contra el débil resplandor del agua.
Monk fue a su encuentro.
—Encontré el cargamento —dijo a media voz—. ¿Han hallado la barca que usaron?
—Sí, señor. Butterworth ha ido a echarles una mano. Me han dicho que los de la Policía Metropolitana arrestaron a Sixsmith. ¿Es verdad? Debo confesar que pensaba que era Argyll. No he sido tan listo como creía —añadió atribulado.
—Yo también lo pensaba —dijo Monk—. Y aún lo pienso.
Contó a Orme en pocas palabras que tenía intención de hallar al asesino. Orme se mostró dubitativo.
—Tendrá suerte si llega a verle el pelo, señor Monk. Pero le ayudaré en lo que pueda. Si alguien lo conocía, será un hombre del río o un tipo de esos que viven en los túneles, o en Jacob’s Island. Podría ser un marinero de paso y que a estas alturas ya esté camino de Birmania o en las junglas de Panamá, o en el cabo de Buena Esperanza.
—No se trataba de un marinero —dijo Monk convencido—. Tenía el rostro pálido, era delgado, y usó una pistola; de hecho, parece ser que la del propio Havilland. Aunque este homicidio se planeó con mucho cuidado. Así que tal vez fuera él mismo, en lugar de Havilland, quien compró el arma en la casa de empeños. Creo que es un sicario y que se gana la vida matando.
—Hay quien lo hace —corroboró Orme.
La conversación derivó hacia la trampa que estaban tendiendo no sólo para atrapar a los autores de los robos a bordo de barcos de pasajeros, sino también para que los condujera, con pruebas, a la mano que movía los hilos. Monk y Orme esperaban sinceramente que se tratara de Fat Man.
—Será peligroso —advirtió Orme—. Las cosas pueden ponerse feas.
Monk sonrió.
—Sí, me consta. En este asunto ha habido algo muy feo desde el principio.
Monk contaba con que Orme respondiera, tal vez para negarlo, pero se quedó callado. ¿Por qué? ¿No entendía a qué estaba aludiendo Monk, o acaso ya conocía la respuesta? ¿Por qué tenía que confiar en Monk, un recién llegado a la Policía Fluvial? Apenas lo conocía. Nunca se habían enfrentado juntos a un peligro real aparte del que entrañaban las aguas agitadas por el mal tiempo, una gabarra que hubiese perdido el control, el trabajo nocturno en el río donde un patinazo a oscuras podía ser letal. Eso no bastaba para poner a prueba el coraje o la lealtad de los compañeros. La confianza había que ganársela, y sólo un loco pondría a ciegas su vida en manos de otro hombre.
¿O acaso Orme estaba protegiendo a alguien? ¿Era concebible que quisiera que Monk fracasara estrepitosamente para así ocupar su puesto? Orme lo merecía. Los hombres confiaban en él, tal como hiciera Durban. Lo cual llevó a Monk a plantearse otra vez la vieja cuestión: ¿por qué Durban había recomendado a Monk para el puesto y no a Orme? Carecía de sentido, y de pie allí, a oscuras en la ventosa orilla con los constantes bofetones del agua contra las piedras, se sintió tan expuesto como si hubiese estado desnudo a plena luz.
Con todo, formuló la pregunta:
—¿Quién hizo correr el rumor de que somos corruptos? Alguien tuvo que iniciarlo.
—No lo sé, señor. —La voz de Orme era grave y dura—. Pero como que me voy a morir que pienso averiguarlo.
Oyeron el golpeteo de la lancha contra la escalera. Tenían que salir a patrullar. Ninguno de los dos dijo nada más. El plan se pondría en marcha a la tarde siguiente. Había mucho que revisar y preparar hasta entonces.
Si querían echarle el guante a Fat Man necesitaban que los ladrones robaran un artículo tan valioso que no pudieran repartírselo como harían con un botín de dinero ni romperlo como rompían las joyas para vender las piedras por separado. Tenía que ser algo que sólo tuviera valor en su entereza, algo que además fuera demasiado especial y valioso como para que pudieran venderlo por su cuenta.
Monk y Orme habían obtenido permiso de Farnham para tomar prestada una exquisita talla de marfil y oro. Intacta, valía una fortuna; rota, sólo el peso del oro, que representaba una cifra sorprendentemente baja. Con un simple vistazo cualquier carterista sabría que valía lo suficiente como para mantenerla durante una década, siempre y cuando encontrara un buen comprador.
Farnham había insistido en que la llevara el propio Monk.
—Hará bien el papel —dijo torciendo la boca al pasarle la figura envuelta en un paño de gamuza. Admiró ostensiblemente el buen corte de su chaqueta y la camisa blanca con la corbata de seda, y luego los pantalones perfectamente planchados y las botas lustradas. Aquellas prendas eran reminiscencias de los años anteriores al accidente, cuando buena parte de su dinero iba a parar a manos del sastre. No reflejaban la moda de una temporada, como habría sido el caso en un vestido de mujer, sino una elegancia intemporal. Hablaban de dinero antiguo, de buen gusto innato, no del que se adquiere para impresionar al prójimo. Farnham quizá no fuese capaz de describirlo, pero sabía lo que significaba. Resultaba inapropiado en un subordinado, motivo por el que la sonrisa de Farnham molestó a Monk. Recordó lo mucho que había odiado Runcorn su manera de vestir y se sintió aún más incómodo.
—Gracias, señor.
Monk cogió la talla y la metió en el bolsillo interior de su abrigo. Abultaba en exceso.
—Cuídela bien, Monk —advirtió Farnham—. ¡Cerrarán la Policía Fluvial si la pierde! Con el rumor que circula, nadie se creerá que no nos la hemos apropiado nosotros.
Monk se inquietó. ¿Se dirigía derecho a una trampa a sabiendas y era tan estúpido como para caer en ella? ¿O estaba tan maniatado que no tenía otra opción?
—Sí, señor —dijo con voz ronca, como si el aire del río le hubiese irritado la garganta.
—Orme le entregará un arma después —agregó Farnham—. Por ahora tiene que ir desarmado. Un ladrón detectaría hasta una navaja y sabría que algo va mal. Es una lástima. Le deja a usted en una posición muy vulnerable, pero no hay nada que hacer. —Seguía sonriendo, sin mostrar apenas los dientes—. Buena suerte.
—Gracias. —Monk se volvió y salió a la sala principal donde los demás hombres aguardaban. Dos de ellos iban de paisano y se mezclarían con el pasaje para vigilar de cerca a los ladrones. El resto permanecería en sus respectivas lanchas policiales preparado para ir detrás de cualquiera que intentase escapar por agua.
Orme asintió con la cabeza e indicó a los hombres que se pusieran en marcha. Monk reparó, con un escalofrío y la boca seca, en que todos portaban dagas sujetas al cinturón. Tres de ellos también llevaban armas adicionales que entregarían a los agentes disfrazados si la operación desembocaba en violencia. Monk no sabía si había luchado cuerpo a cuerpo en los años anteriores al accidente, pero desde luego tenía muy claro que desde entonces no lo había hecho. No era un agente de uniforme sino un detective. Ya era demasiado tarde para preguntarse si estaba listo para hacerlo, si era lo bastante fuerte, lo bastante rápido, incluso si manejaría la daga con destreza.
Siguió a los hombres y salieron al exterior azotado por el viento. Todos estaban preparados, conocían sus deberes, el plan principal y las contingencias. No había más que decir.
En el embarcadero, Orme distribuyó a los hombres armados en tres lanchas que zarparon río arriba. Monk y los otros dos que iban vestidos de paisano tomaron un coche de punto hasta Westminster, donde subieron a bordo del primer transbordador con destino a Greenwich.
La corriente era mansa pero el viento cortante. Mientras el transbordador se adentraba en el río, Monk se alegró de reunirse con los demás pasajeros bajo cubierta en la atestada cabina que proporcionaba cierto refugio. Había otras cincuenta personas a bordo, como mínimo: hombres, mujeres y varios niños. Todos llevaban abrigo de invierno, sombrero y bufanda, prendas que ofrecían mil escondrijos donde ocultar lo extraído de los bolsillos ajenos. Un caballero obeso llevaba un abrigo con cuello de pieles desabrochado que se agitaba al caminar. Podría haber escondido media docena de paquetes de una libra de azúcar sin que los bultos se notaran en su persona.
Una mujer delgada envuelta en grandes chales regañaba a tres niños que la seguían en fila. Parecía un ama de casa normal y corriente, pero también podría ser quien pasara los objetos robados que recibiría de los carteristas hasta que éstos, a salvo ya de toda sospecha, fueran a recuperarlos. Más adelante le entregarían su parte del botín.
El plan consistía en que, si no le robaban durante el trayecto hasta Greenwich, se encontraría con uno de los agentes de paisano y le mostraría la talla como si tuviera intención de vendérsela. El policía fingiría no estar interesado y Monk regresaría a Westminster. No quería imaginar siquiera lo que podía ocurrir si los ladrones se hacían con ella y no lograba arrestarlos.
A lo largo del trayecto el barco efectuaba varias escalas en las que cualquiera podía desembarcar. Si arrestaban a los ladrones demasiado pronto el conjunto de la operación resultaría un fiasco. La policía tendría a los culpables de los robos, pero no al cerebro de éstos.
Un hombre chocó contra Monk, se disculpó y siguió su camino.
Monk se llevó las manos al bolsillo. La talla seguía allí.
Volvió a ocurrir lo mismo varias veces. Estaba tan nervioso que tenía los dedos entumecidos y temblorosos.
Butterworth se lo llevó por delante y se disculpó, empleando la contraseña para hacerle saber que le habían robado. ¿Por qué no había desaparecido la talla? ¡Si no se la arrebataban nunca darían con Fat Man!
Habían dejado atrás los muelles de Surrey y avanzaban rumbo a Limehouse Reach.
Diez minutos después el bolsillo estaba vacío ¡y Monk ni siquiera lo había notado! El pánico se apoderó de él y le bañó el cuerpo entero de sudor frío. No sabía quién había cogido la talla, ni siquiera si se trataba de un hombre o de una mujer. Dio media vuelta. ¿Dónde estaba Butterworth?
—Flaco, bigote, cara triste, como de rata —dijo el agente Jones casi junto a su codo—. Por allí, camino de la cubierta superior.
Monk se encontró jadeando de alivio, apenas capaz de llenar los pulmones de aire. ¿Debía decir que sabía quién había robado la estatuilla? La mentira murió en sus labios. Jones habría advertido en su reacción que no era verdad.
—Gracias —dijo en cambio—. Ése es el que hay que vigilar, los demás no importan.
Butterworth estaba a unos dos metros del hombre del bigote. Fingía buscar algo en los bolsillos de su abrigo pero no le quitaba el ojo de encima. Él también lo había visto. Ambos eran buenos, más rápidos que Monk.
El barco llegó al muelle de Dog and Duck Stairs y el hombre que había robado la talla saltó a tierra. Monk, Jones y Butterworth hicieron lo propio junto con otra media docena de pasajeros.
El ladrón enfiló el muelle retrocediendo hacia la dársena de Greenland Dock. Había oscurecido y el viento anunciaba lluvia. Las farolas se encendían una tras otra. En cierto modo era la hora más complicada para no perder de vista a un sujeto. Las sombras resultaban engañosas; pensabas que veías a alguien y de repente ya no lo veías. Había manchas de luz y largos trechos de penumbra. El ruido, el movimiento y los reflejos cambiantes del agua estaban por todas partes.
Monk, Jones y Butterworth avanzaban por separado con la intención de darse tres oportunidades para no perder al ladrón. Sería mejor arrestarlo y no atrapar a nadie más que perder la talla. Aunque entonces todo el dispositivo habría fracasado. Un ladrón sólo era un ladrón. Habrían mostrado sus cartas a cambio de nada.
Había otro hombre en las sombras. Monk se detuvo por miedo a alcanzarlos y ser visto. Entonces se dio cuenta de que no debería haberse parado. Había atraído la atención hacia él. Llevaba años sin hacer aquella clase de trabajo. Retrocedió un par de metros y se agachó fingiendo recoger algo que se le había caído y luego reanudó su camino. El desconocido dio alcance al ladrón. Su silueta bajo la farola le resultó familiar. Era bajo y gordo, y llevaba un abrigo largo y sombrero sin ala. Le había visto a bordo del barco. ¿Se trataría de otro ladrón?
Un tercer hombre se había unido a ellos cuando giraron a la derecha y bajaron por otra escalera antigua hasta el agua. Una barca los aguardaba y casi de inmediato la oscuridad los engulló.
Monk se quedó solo, desplazando el peso del cuerpo de un pie al otro, mientras escrutaba con angustia la negrura en busca de Orme. ¿Dónde demonios estaba? Había gabarras remontando el río. Sus luces de navegación emitían destellos. Un viento gélido gemía en los postes rotos del embarcadero.
Monk oyó un ruido a sus espaldas. Giró sobre sí mismo. Había un hombre a unos tres metros de él. Ni siquiera le había oído acercarse. Monk iba desarmado y detrás de él sólo tenía el río.
Una barca se detuvo junto a la escalera. Monk se dirigió a ella a grandes zancadas y vio cuatro hombres a bordo, tres de ellos a los remos, en formación policial. Había sitio para otros dos; a pesar de las estrecheces, no sería peligroso. Orme ocupaba la popa. Monk no le veía la cara pero reconoció su silueta recortada contra la cambiante superficie del agua.
Monk bajó la escalera tan deprisa como pudo resbalando en la piedra mojada y cubierta de verdín. Orme le tendió la mano y lo sostuvo cuando se precipitó hacia delante en el último escalón. Cayó con torpeza en la lancha y se incorporó para ocupar de inmediato uno de los asientos. Acto seguido sus manos asieron un remo y se dispuso a bogar con todo su peso en cuanto dieran la orden.
Butterworth bajó la escalera, subió a bordo y se agazapó en la proa. Una vez dada la voz se adentraron en la corriente y remaron hacia atrás con ahínco para dar alcance a la barca de los ladrones.
Nadie habló; cada hombre se concentraba en el batir de su remo. En la popa, Orme forzaba la vista para penetrar en la penumbra y, contrarrestando el balanceo que causaban las estelas de las gabarras que iban río arriba y abajo, esquivar los barcos fondeados que aguardaban la luz del día para descargar en las dársenas.
¿Hacia dónde se dirigían? Monk supuso que hacia Jacob’s Island. Intentó distinguir en la oscuridad las caóticas siluetas de la orilla. Distinguió el negro perfil de las grúas recortado contra el cielo, así como los mástiles de unos cuantos barcos. El horizonte de tejados se interrumpía señalando la entrada a una dársena, luego más almacenes, esta vez irregulares, algunos abiertos al cielo, con los muros ladeados como si se hundieran en el fango. Llevaba razón: Jacob’s Island.
Diez minutos después estaban todos en la orilla mojada y cubierta de escombros avanzando lentamente y con sigilo, tanteando el suelo con el pie antes de dar cada paso por si la basura ocultaba la trampa que representaba un tablón podrido. En algún lugar delante de ellos los ladrones se estaban reuniendo. A partir de los robos había contado diez.
Monk empuñaba un puñal que le había entregado Orme. El peso del arma le resultaba extraño pero sumamente tranquilizador. Dios quisiera que supiese cómo usarla si se veía obligado a hacerlo.
Siguieron adelante, ocho policías fluviales rodeando a un número impreciso de ladrones, y tal vez también a sus peristas. De pronto se hallaron dentro de los primeros edificios, restos de almacenes abandonados cuyos sótanos ya estaban inundados. El hedor agrio que despedía el lodo depositado por la marea, a cloaca, desperdicios y ratas muertas resultaba nauseabundo. Todo parecía en movimiento, chorreante como si el edificio entero se fuera deslizando en el fango, hundiéndose centímetro a centímetro. Una rata se escabulló por las tablas hasta dejarse caer en una charca. Los sonidos huecos de la noche se apagaron de nuevo. Allí no sonaba el palmoteo vivo de la marea, sólo el crujido de la madera al asentarse, romperse y combarse.
Más adelante percibieron voces y luz. Monk, puñal en mano, se escondió tras una puerta y observó. Vio las siluetas de nueve hombres en cuclillas que no eran más que bultos, sombras en la penumbra, pero el hombre con la talla de marfil estaba allí.
Monk se quedó inmóvil, casi sin respirar. No alcanzaba a oír lo que decían pero sus movimientos eran elocuentes. Estaban dividiendo el botín del día. Sintió un nudo en el estómago al ver tal abundancia de objetos robados. Era mucho más de lo que había esperado.
Aguardó. Orme estaba en algún lugar a su izquierda, Butterworth a su derecha; Jones y los demás habían ido por detrás para rodearlos.
Los ladrones estaban discutiendo sobre cómo vender la talla de marfil. La discusión parecía no tener fin. No eran nueve sino diez. Monk seguramente los había contado mal momentos antes. Estaba helado hasta la médula, tenía los pies entumecidos y los dientes le castañeteaban. La perspectiva no era buena. Él sólo tenía que vérselas con siete hombres. Pero lo que importaba era la estatuilla; ante todo debía recobrarla; eso y dar con Fat Man.
La pestilencia del fango resultaba asfixiante.
¿Por qué no se ponían de acuerdo en lo más obvio y le llevaban la talla a Fat Man? Era el rey de los peristas. Les daría más que nadie porque sabría encontrar un comprador.
¡No iban a hacerlo! ¡Sabían que Fat Man se quedaría con la mitad, de modo que intentarían venderla por su cuenta! Entonces lo único que lograría Monk sería recuperar la talla y arrestar a un puñado de rateros. Quizá cesaran los robos durante una o dos semanas, pero ¿qué importaba eso? Instintivamente se volvió hacia Orme y vio su rostro por un instante a la débil luz de las velas de los ladrones. La expresión de derrota de Orme pellizcó las entrañas de Monk como si fuese el responsable directo del fracaso.
Otra rata se escabulló a la carrera. Entonces se oyó un ruido distinto, más amortiguado, como producido por un objeto de mayor peso. Monk sintió que le daba un vuelco el corazón. Orme se volvió en el mismo instante que él y ambos vieron la sombra de un hombre desaparecer entre las paredes combadas.
Monk dio media vuelta. A su derecha Butterworth aguzaba el oído. Él también había percibido algo y forzaba la vista, hacia donde Monk había visto desaparecer al hombre. Butterworth miraba fijamente hacia unos cinco metros más allá.
Monk estaba aterido. La mano que empuñaba el puñal era como de hielo. Temblaba de la cabeza a los pies.
La primera vez había estado en lo cierto. De los diez ladrones, uno se había largado, traicionando a sus colegas. ¿A quién habría avisado?
La respuesta ya estaba surgiendo en la mancha de luz de las velas en lo que quedaba de habitación. De pronto se materializó un hombre grotescamente obeso. Envolvía su hinchada barriga con un chaleco de satén, su rostro abotargado era todo sonrisas y sus ojos semejaban agujeros de bala en un muro de yeso blanco.
El silencio se apoderó de los ladrones como si los tuviera cogidos por el cuello.
—¡Bien! —susurró Fat Man con una voz sibilante—. Qué bonito trabajo.
Monk no supo si aludía a la traición o al marfil.
Un hombre soltó un grito y acto seguido se contuvo.
Fat Man hizo caso omiso.
—Disciplina, disciplina… —Sacudió la cabeza y sus enormes carrillos se agitaron—. Sin orden, perecemos. ¿Cuántas veces os lo he dicho? Si me hubieseis entregado eso a mí, abierta y francamente como habíamos acordado, lo habría vendido y os habría dado la mitad. —Apretó los labios. Se quedó inmóvil—. Pero como he tenido que tomarme la molestia de venir a buscarlo en persona y traer a mis hombres conmigo, tendré que quedarme con todo lo que saque. Gastos, ¿entendéis?
Nadie se movió.
—Y disciplina… Siempre disciplina —prosiguió Fat Man—. No puedo permitir que las cosas se desmadren. ¡De ningún modo! —Ladró la última palabra cuando uno de los ladrones hizo ademán de ir a levantarse llevándose la mano a la cintura en busca del arma—. Qué estúpido, Doyle. Eres idiota de remate. ¿Supones que he venido desarmado? Vamos hombre, ¡me conoces muy bien! O quizá no tanto, de lo contrario no habrías intentado ninguna artimaña.
Pero Doyle estaba demasiado enojado como para hacer caso a una advertencia. Se sacó una daga del cinto y se abalanzó sobre Fat Man.
Fat Man gritó y acto seguido las sombras cobraron vida. Se produjo un amasijo de cuerpos jadeantes, de brazos y piernas. La luz de las velas se reflejaba en los arcos brillantes que trazaban las navajas y puñales. En menos de un minuto Monk se dio cuenta de que los seguidores de Fat Man acabarían venciendo. Eran más e iban mejor armados.
Orme miraba fijamente a Monk, aguardando la orden.
Por un nauseabundo instante de ceguera Monk deseó escapar. ¿Cuántos hombres podía perder en una refriega con armas blancas a la luz de las velas, enfrentándose a los ladrones y a los hombres de Fat Man a la vez?
¿Qué probabilidades tenían de salir bien parados? Eran policías. Llevaban el uniforme de la reina. ¿Acaso Fat Man iba a llevarse la talla mientras ellos se quedaban mirando como un atajo de cobardes? Monk supo exactamente a cuántos hombres perdería en ese caso: a todos.
—¡Adelante! —ordenó, e irrumpió en la habitación el primero en pos de Fat Man.
Los momentos siguientes fueron violentos, dolorosos y aterradores. Monk arremetió en lo más reñido de la pelea y al principio se le hacía raro empuñar el puñal. Dudaba entre clavarlo o utilizar el filo. Un hombre delgado, escuálido casi pero asombrosamente fuerte le golpeó de refilón el brazo con una porra. El dolor devolvió a Monk a la realidad avivando su furia. Blandió el puñal contra el canijo y falló. Una navaja le rajó el hombro derecho y notó la sangre correr por su brazo. Esta vez el arma no erró y la sacudida de la hoja contra el hueso lo estremeció.
Pero una vez que le hubo subido la bilis a la boca no tuvo tiempo de pensar en lo que había hecho. Orme estaba a su derecha, en apuros, y Clacton forcejeaba un poco más allá. Jones fue a socorrerlo. ¿Dónde estaba Fat Man?
Monk se volvió y lanzó un golpe de puñal al atacante de Orme alcanzándole sólo la manga. Luego, sólo se oyeron los chasquidos metálicos del acero, mientras el olor a sudor y sangre tapaba el hedor del limo.
Monk cayó de bruces al recibir un empujón por detrás, pero logró apartar su propio puñal en el último instante. Rodó sobre sí mismo y se incorporó. La emprendió a golpes de filo y consiguió hundir el arma en la carne del adversario. Se oyó un aullido y varios juramentos. Al menos era más fácil reconocer a sus hombres gracias a las guerreras del uniforme, aunque casi todos habían perdido la gorra durante la pelea.
Una suerte de memoria muscular devolvió a Monk la destreza para esquivar y embestir, para agacharse, mantenerse de pie, arremeter y golpear. La sangre le ardía y de un modo desaforado casi disfrutaba con ello. Apenas sentía su propio dolor.
De repente se vio acorralado en un rincón. Tenía dos hombres delante, y pronto llegó un tercero. El miedo era angustiante. ¿Cómo se había dejado atrapar en una lucha tan desigual?
Una daga se alzó. La vio relucir a la luz de las velas y, por un instante, un par de metros más allá, vislumbró el rostro de Clacton. Estaba mirándolo con una sonrisa, y no iba a ayudarlo.
Monk no tenía escapatoria, no podía moverse ni a la izquierda ni a la derecha. Se enfrentaría a uno de ellos, al menos, a dos si era posible. No tenía espacio para levantar el arma, pero entró a fondo clavándosela al hombre que tenía a la izquierda, esperando sentir en cualquier momento un filo hundiéndose en su pecho y luego la oscuridad, el olvido.
Trató de sacar la hoja del cuerpo del enemigo, pero había alguien encima, pesado, sin vida, inmovilizándole el brazo. Entonces vio a Orme liberando su propia daga, y comprendió lo ocurrido.
—Démonos prisa, señor —dijo Orme en tono apremiante—. Hemos hecho un buen trabajo. Uno de los hombres de Fat Man ha matado al ladrón que tenía la talla y ahora ésta está en poder del propio Fat Man. Hay que volver a las lanchas.
Monk reaccionó sin vacilar. Que los ladrones siguieran peleando entre sí. Tenía que atrapar a Fat Man y recuperar la talla. Aún podían ganar, quizá más deprisa y sonadamente que con el plan original. Quitó al ladrón muerto el alfanje con que un momento antes había estado a punto de matarlo. Estremeciéndose y dando traspiés volvió a atravesar el edificio en ruinas tras los pasos de Orme. Tropezó con escombros y cayó varias veces al suelo pero al salir a la noche invernal, bañada por luna, Orme sólo iba un par de metros por delante de él. A unos seis metros de ellos Fat Man avanzaba esforzadamente con el abrigo agitándose como un par de alas rotas y el puño en alto aferrando algo. Tenía que ser la talla.
Orme le estaba dando alcance. Monk se obligó a correr más deprisa. Casi los había alcanzado cuando llegaron al borde del embarcadero podrido que se adentraba unos quince metros en el río. Una barca aguardaba a Fat Man y los hombres de Orme no estaban a la vista.
Fat Man se volvió con un gesto de triunfo.
—¡Buenas noches, caballeros! —dijo con regocijo y sarcasmo—. ¡Gracias por el marfil!
Se metió la talla en el bolsillo y giró en redondo. Un crujido anunció la rotura del último tablón bajo su enorme peso. Por un espantoso instante no comprendió qué ocurría. Entonces, al ceder el suelo, gritó y agitó los brazos desesperadamente. Pero no había de dónde agarrarse, sólo bordes podridos que cedían. El agua negra lo engulló con un ruido de succión, tragándoselo de un solo bocado. Un momento después sólo volvían a oírse los rítmicos sorbetones del agua, como si Fat Man nunca hubiese existido. Sus pesadas botas y el enorme cuerpo lo habían hundido hasta el fondo, y allí el fango lo había apresado igual que argamasa.
Orme y Monk se detuvieron en seco.
El barquero de Fat Man los vio y se apresuró a coger los remos y desaparecer en la noche. Bajo el resplandor de la luna el agua estaba moteada de plata y resultaba fácil verlos.
Una de las lanchas policiales salió de detrás de los postes del siguiente embarcadero en persecución de los huidos. Una segunda fue al encuentro de Monk y Orme, y después una tercera.
—Tiene el marfil —dijo Monk, que no experimentaba ninguna sensación de victoria. Farnham lo consideraría un precio demasiado elevado por el triunfo obtenido y se encargaría de que Monk no lo olvidara.
—Lo sacaremos de ahí —le aseguró Orme con calma.
—¿Sacarlo? ¿Cómo? No podemos bajar. Un buzo se perdería en cuestión de minutos. ¡Es puro lodo!
—Con unos garfios —contestó Orme—. La corriente que hay ahora nos ayudará a encontrarlo. La lleva en el bolsillo. Ahí estará a salvo. —Miró a Monk de arriba abajo con preocupación—. Le han hecho un corte muy feo, señor. Más vale que se lo haga mirar. ¿Conoce a algún médico?
De pronto Monk fue consciente de que el brazo le dolía y de que tenía la manga empapada en sangre. ¡Maldición! Era un abrigo muy bueno. O lo había sido.
—Sí —dijo distraídamente, pensando que sería lo más sensato—. Pero ¿qué pasa con Fat Man? Podría hundirse en el cieno hasta que éste lo tapara por completo.
—No se inquiete, señor. Enseguida traeré a un destacamento con garfios. Sé muy bien lo que vale esa talla. —Sonrió y sus dientes brillaron a la luz de la luna—. Y estaría bien sacar a ese viejo cabrón y poder enseñarlo, mejor que limitarse a hacer correr la voz.
—Tengan cuidado —advirtió Monk—. ¡Empapado y cubierto de fango pesará media tonelada!
—¡Por lo menos! —Orme se echó a reír, como si acabara de caer en la cuenta de lo cerca que habían estado de fracasar, y sin conocer todavía la gravedad de las heridas que habían sufrido sus hombres, o si alguno había muerto.
Entonces Monk se acordó de Clacton. ¿Sabía Orme que no había intervenido a propósito? Si lo sabía, ¿haría algo al respecto? ¿Confiaría en que lo hiciera Monk? Mientras sopesaba la idea, Monk casi resolvió enfrentarse a Clacton tildándolo no ya de traidor, sino de mero cobarde. Quizá fuese la mejor manera de hacerlo.
Tendió la mano izquierda a Orme.
—Ha sido una buena noche —dijo con afecto.
—Sí, señor —convino Orme estrechándosela, también con la izquierda—. Muy buena. De hecho, mejor de lo que pensaba.
—Gracias —dijo Monk, y era sincero.
Orme lo advirtió.
—No hay de qué, señor. Lo hemos hecho bien. Pero más vale que el médico le vea ese brazo cuanto antes. Tiene mala pinta.
Monk obedeció y abordó con cierta torpeza la lancha que aguardaba. El brazo ya se le estaba agarrotando.
Casi una hora más tarde, de nuevo en la orilla norte y al filo de la medianoche, Monk por fin se sentó en una silla de madera en la pequeña trastienda de un médico a quien todos en el puerto llamaban Crow[4]. Monk le había conocido el año anterior por mediación de Scuff, cuando Durban vivía y trabajaba con él en el caso Louvain.
Crow sacudió la cabeza. Tenía la frente ancha y una larga y negra cabellera. Su sonrisa era amplia y luminosa, y revelaba una dentadura notablemente saludable.
—Así que los ha atrapado —dijo examinando el corte profundo del brazo de Monk mientras éste mantenía la vista apartada y concentraba su enojo en el abrigo destrozado.
—Sí —confirmó Monk apretando los dientes—. Y a Fat Man también.
—Será listo si consigue meterlo preso —dijo Crow haciendo una mueca.
—Ya lo creo —dijo Monk con un gesto de dolor—. Está muerto.
—¿Muerto? —Sin querer, Crow tiró del hilo con que estaba suturando la herida—. Perdón —se disculpó—. ¿En serio? ¿Está seguro? ¿Fat Man?
—Absolutamente. —Monk apretó aún más los dientes—. Un muelle podrido cedió bajo su peso, en Jacob’s Island. Fue directo al lodo del fondo y no volvió a emerger.
Crow se mostró muy satisfecho.
—Qué final más apropiado. Se lo diré a Scuff. Se alegrará de que al menos resolviera eso. No se mueva. Esto le va a doler.
Monk soltó un grito ahogado y una oleada de náuseas se apoderó de él unos instantes mientras el dolor borraba todo lo demás. Luego percibió un olor penetrante y acre.
—¿Qué demonios es eso? —inquirió, con los ojos llenos de lágrimas.
—Sales aromáticas —respondió Crow—. Se había puesto un poco verde.
—¿Sales aromáticas? —repitió Monk con incredulidad.
—En efecto —dijo Crow con una sonrisa—. De primera. Así que ha acabado con Fat Man. Eso le dará un buen espaldarazo a su reputación. Nadie lo había conseguido hasta ahora.
—Nuestra reputación estaba bastante necesitada de ayuda —dijo Monk, a quien aún le escocían los ojos—. Alguien ha hecho circular el rumor de que somos no sólo incompetentes sino, muy probablemente, corruptos. Me encantaría saber quién ha sido. Supongo que no tendrá usted alguna idea… —Miró a Crow fijamente.
Crow se encogió de hombros.
—¿Quiere la verdad?
—¡Claro que sí! —respondió Monk con aspereza pero con una nota de aprensión—. ¿Quién ha sido? No puedo seguir dando palos de ciego.
—En realidad no se trataba tanto de la Policía Fluvial como cuerpo sino de usted personalmente —contestó Crow—. Todos los que cuentan saben que en ningún caso fue Durban. Y el señor Orme es bastante buen hombre. No es culpa suya que sea policía.
—¿De mí personalmente? —Monk sintió que la herida del brazo le palpitaba con violencia. Costaba creer que sólo fuese un corte, nada de qué preocuparse, según había insistido Crow. Se curaría bastante bien si le daba ocasión—. ¡Pero aún no me ha dicho quién fue!
—Se ha ganado enemigos, señor Monk. Seguro que ha importunado a alguien muy poderoso.
—¡Eso es obvio! —espetó Monk. Cerró el puño con fuerza y en el mismo instante deseó no haberlo hecho.
Crow le dedicó una sonrisa.
—Pero también ha hecho amigos —apuntó—. El señor Orme se ocupó de que todos hicieran piña. Es mejor que no sepa más.
—Crow… —comenzó Monk.
Crow pestañeó y la sonrisa permaneció impávida.
—Cuide del señor Orme; es de los buenos. Leal. Y la lealtad vale un imperio. Voy a buscarle un coche de punto para que lo lleve a casa. De otro modo se caerá de narices, y eso no es nada apropiado para un héroe.
Monk lo fulminó con la mirada aunque en realidad le estaba agradecido; por los cuidados, por el coche de punto, pero sobre todo por estar al corriente de la lealtad de Orme. Decidió que a partir de ese momento se esforzaría más para merecerla.
Pero ¿quién había hecho correr el rumor de que era un hombre corrupto? ¿Argyll otra vez?