Capítulo 5

Cuando Monk llegó a casa aquella noche, Hester enseguida advirtió que se sentía un tanto confuso. Temblaba de frío tras la travesía del río y se concentró en calentarse las manos y los pies antes de intentar siquiera decir algo aparte de saludar. Se tomó el cuenco de sopa que ella le sirvió y poco a poco fue dejando de temblar.

Hester se preguntó por enésima vez si no habría sido más sensato buscar una casa en la orilla norte del Támesis, aunque el vecindario hubiese sido menos de su agrado.

Para desplazarse a Portpool Lane ella tomaba cualquier bus que cruzara un puente en dirección al oeste, pero como vivían justo enfrente de Wapping, era lógico que Monk cruzase el río en transbordador, con lo que llegaba a la comisaría en cuestión de un cuarto de hora. A veces la lancha patrullera lo recogía directamente en el embarcadero.

Pero hacía un frío intenso, y además lloviznaba, por lo que Hester deseaba con toda el alma que Monk no tuviera que exponerse a los rigores que representaba alcanzar por agua la orilla opuesta.

Hester se sentó delante de él y se preguntó si había sido buena idea que ingresara de nuevo en la policía. Ella se había ofrecido a solicitar un empleo fijo de enfermera en uno de los grandes hospitales, pese a que en esas instituciones la «enfermería» no guardaba prácticamente ninguna relación con el cuidado de los pacientes. Una se convertía más bien en una especie de sirvienta cuyas condiciones laborales habría rechazado cualquier criada con referencias.

Lo había probado antes de casarse; entonces, como consecuencia de su experiencia en Crimea, la movía un afán reformista por mejorar la enfermería hospitalaria. Su fracaso fue estrepitoso, y faltó muy poco para que se tomaran medidas legales contra ella por insubordinación y cosas peores. Pero aun así se habría tragado el orgullo y solicitado un puesto otra vez, si hubiese sido necesario. Monk se había negado categóricamente a que lo hiciera.

Ahora miraba a su marido que por fin se relajaba, sentado delante de ella, y le preocupaba que la obediencia a la autoridad le estuviera resultando más dura de lo previsto y que las restricciones y exigencias del liderazgo fueran excesivas, tanto para su naturaleza como para su capacidad. Todavía buscaba la forma adecuada de preguntárselo cuando él dijo:

—Sixsmith, que es el encargado de los aspectos prácticos de la construcción de túneles, está convencido de que Havilland se suicidó porque no soportaba la presión de trabajar bajo tierra. —Miró fijamente a Hester.

Ella se sintió dispuesta a discutir, pero dominó su genio a la espera de lo que Monk tuviera que añadir.

Él esbozó una sonrisa y prosiguió:

—He vuelto a casa de los Havilland y he hablado con la cocinera y una de las sirvientas. Me han dicho que Havilland recibió una nota esa noche, entregada en mano. En cuanto la hubo leído la quemó y dijo al mayordomo que podía acostarse, que ya cerraría él mismo.

—¡Iba a reunirse con alguien en la cuadra! —saltó Hester al instante enderezándose en la silla—. ¿Con quién?

—No lo saben —repuso Monk—. El sobre sólo llevaba su nombre. La cocinera apenas si tuvo un vislumbre y la sirvienta que se la entregó no sabe leer.

—Bueno, ¿y quién podía ser? —dijo Hester con ansiedad e impaciencia. Por fin había algo a lo que agarrarse. Entrevió un rayo de esperanza, lo cual resultaba absurdo. No tenía por qué importarle tanto. No había conocido a Mary Havilland; era probable incluso que no le hubiese gustado. Le recordaba su propio pesar, la sensación de haber sido apaleada, aturdida y confusa cuando había llegado al muelle de Scutari y leyó la carta en que su hermano le refería el suicidio de su padre así como el fallecimiento de su madre por lo que calificaba de «corazón destrozado». No podía dejar de imaginar a Mary Havilland sintiendo el mismo dolor lacerante.

Salvo que Hester se lo había creído y en cambio Mary no. ¿Se había equivocado, empeorando las cosas para ella y para su hermana, al negarse a aceptar lo inevitable?

—¿Quién podía ser? —repitió.

Monk la observaba con ternura, consciente de su íntimo dolor.

—Ni idea. Sólo sé que acto seguido lo dispuso todo para reunirse con esa persona, de modo que tenía que ser alguien a quien conocía o al menos de quien no le sorprendió recibir noticias. Como tampoco parece que tuviera necesidad de contestarle, así que, fuese quien fuese, le constaba que iba a ir.

—¡Tienes que averiguarlo! —exclamó Hester sin titubeos.

Era algo poco razonable, y ella lo supo en cuanto lo dijo, pero Monk no discutió. ¿Lo hizo por ella? ¿O también por la ira que le suscitaba aquella muerte, la sensación de que faltaba algo, o, peor aún, el desafío de tener que ser tan perfecto como Durban en su nuevo trabajo, de estar a la altura de lo que éste habría hecho?

—William… —comenzó Hester.

—Lo sé. —Monk sonrió.

—¿De veras? —preguntó ella, dubitativa.

—Sí —repuso él, dirigiéndole una mirada tierna y divertida.

Por la mañana, no obstante, Hester emprendió su propio camino con vistas a averiguar algo más sobre Mary Havilland, con la esperanza de que al mismo tiempo sirviera para promover la causa en que se había comprometido a ayudar a Sutton.

Primero acudió a la casa de socorro de Portpool Lane, donde terminó los libros de contabilidad para luego pasárselos a Margaret.

—Están completos y actualizados —dijo, y de repente advirtió que le costaba mucho disimular sus sentimientos. Iba a echar de menos el trabajo, los desafíos y logros, y, sobre todo, a la gente. La sensación de pérdida era peor de lo que había esperado.

Margaret la estaba mirando, consciente, por primera vez, de que había algo que aún no había sido dicho.

—¿Qué ocurre, Hester? —preguntó Margaret con tanta ternura que puso a Hester al borde del llanto.

¿Hasta qué punto podía decir que no era ella sino Monk quien había forzado esa decisión?

—He aceptado quedarme en casa durante una temporada —comenzó—. El nuevo trabajo de William es… diferente. —Tragó saliva con dificultad—. Aquí se las arreglan muy bien sin mí ahora. Claudine es estupenda, y Bessie también. Yo nunca sería capaz de recaudar fondos como lo hacen ustedes.

Margaret quedó atónita.

—¿Una temporada? ¿De qué duración? —Se mordió el labio inferior—. Será para siempre, ¿no es cierto?

—Creo que sí.

Margaret dio un paso adelante y estrechó a Hester entre sus brazos. No dijo nada. Era como si lo entendiese. Quizá, conociendo como conocía a Monk y recordando lo ocurrido el año anterior, así fuese.

Hester no quería despedirse de Bessie y las demás chicas, en especial Claudine, pero representaría una muestra de cobardía no hacerlo. Prometería que las visitaría de vez en cuando y mantendría su palabra. Monk no podría oponerse a eso.

Salió de nuevo a la mañana fría, menos confiada que al llegar. Era una estupidez, una muestra de vanidad. Resultaba estúpido, incluso vanidoso. Tenía que sobreponerse y pasar página.

Llegó a casa de los Applegate un poco temprano según las normas de la cortesía, sobre todo tratándose de personas a quienes apenas conocía. No obstante, sólo llevaba unos minutos en la sala de día cuando Rose Applegate se presentó afectando cierto dramatismo. Su atuendo era en extremo elegante, como si aguardase una visita importante. A Hester se le cayó el alma a los pies. Quizás el entusiasmo que mostraba Rose se debiera más a su voluntad de mostrarse amable que a un deseo real de verse involucrada. Hester lo había malinterpretado porque había querido. Desde luego, el vestido de Rose, con su espléndido cuello alto de puntilla y los diminutos lazos de terciopelo en la falda, era el último grito de la moda. En comparación, ella carecía de gracia y estilo. Hester fue plenamente consciente del abismo social que mediaba entre ellas. En aquel momento le pareció insalvable.

—Buenos días, señora Monk —la saludó Rose con el rostro iluminado de placer—. ¿Ha habido novedades? ¿Podemos hacer algo? —Entonces se mostró una pizca atribulada—. Perdone tan tremenda descortesía por mi parte. ¿Cómo está usted?

No era costumbre ofrecer ninguna clase de refrigerio a aquella hora, y al parecer Rose observaba las convenciones a rajatabla. El salón era muy formal; la sirvienta iba inmaculada, con cofia y delantal almidonados. En el vestíbulo ya habían hecho la limpieza diaria. Hester había olido el agradable aroma húmedo de las hojas de té mojadas esparcidas para que el polvo se adhiriera a ellas antes de barrer, el perfume a lavanda y el de la cera de abeja empleada para lustrar la madera.

—Buenos días, señora Applegate —dijo—. No, me temo que por el momento no hay nada nuevo. —No tenía nada que perder si decía la verdad. ¡Lo más probable era que todo estuviese perdido!—. Mi marido averiguó algo más acerca de las inquietudes del señor Havilland, pero si éste descubrió algo concreto, no sabemos de qué se trataba. Según el señor Sixsmith, que es el encargado, sufría una especie de obsesión con los espacios cerrados, y en los últimos tiempos se mostraba bastante irracional al respecto. El señor Sixsmith dijo que eso fue lo que finalmente trastornó su capacidad de raciocinio y ocasionó su muerte.

Rose se mostró impresionada.

—¡Santo cielo! —Se sentó con cierta premura, sin prestar atención a si arrugaba la falda, y con un gesto invitó a Hester a hacer lo mismo—. Eso suena terriblemente razonable, ¿verdad? ¡Pero no es cierto!

Hester explicó lo que Monk le había contado la noche anterior, al menos en cuanto a la opinión que la cocinera tenía de Mary, aunque se abstuvo de mencionar la carta.

—Ésa es la Mary que yo conozco —corroboró Rose enseguida. Se inclinó hacia delante—. Distaba de ser una persona sensiblera, señora Monk. Tenía un carácter muy práctico y no rehuía enfrentarse a las verdades. No sé por dónde comenzar, pero si usted tiene alguna idea al respecto, le ruego que nos permita hacer algo para establecer su inocencia.

—¿Inocencia…?

—¡En cuanto a haberse quitado la vida! —exclamó Rose, que parecía al borde del llanto—. Y si lo que dicen es cierto, Dios me perdone, no fue responsable de la muerte de Toby Argyll. Resulta terrible pensar eso de cualquiera y me niego a creerlo sólo porque para todos sería más fácil fingir que el caso está cerrado.

Hester se sintió alentada de nuevo.

—¿Cuáles son las alternativas? —preguntó—. ¿Qué sucedió? ¿Cómo podemos demostrarlo de modo irrefutable?

—¡Dios mío! —Rose se irguió en el asiento—. Ya veo lo que quiere decir. Si no fue suicidio, se trató de un accidente, o de asesinato. Es una idea espantosa.

—A mí me parece inevitable —señaló Hester.

La puerta se abrió y Morgan Applegate entró. Miró a su esposa y luego a Hester. Se mostró cortés, complacido de verla a juzgar por la expresión de su rostro. Sin embargo, hubo algo ligeramente protector en el modo en que se acercó a Rose y permaneció de pie junto a ella como si, sin pensarlo siquiera, quisiera asegurarse de que Hester no la afligiera o perturbase.

—¿Cómo está usted, señora Monk? —dijo—. ¿Ya ha habido progresos, tan pronto?

Rose se volvió hacia él.

—En cierto sentido sí, Morgan —dijo—. Nos hemos enfrentado a una lógica irrefutable y debemos seguir adelante. En realidad, el señor Monk dejó abierta la posibilidad de que fuese un accidente, pero yo no comparto esa opinión. Dos accidentes así… Resulta absurdo. O bien tanto el señor Havilland como Mary se quitaron la vida, o bien Toby Argyll se propuso matarla y pereció en el intento.

—Rose… —musitó Applegate con tono de preocupación.

—Es inevitable —prosiguió Rose al tiempo que se volvía otra vez hacia Hester—. La cuestión es si, en tal caso, también fue responsable de la muerte de James Havilland.

—Si Toby Argyll fue el responsable —dijo Applegate con amabilidad al tiempo que firmeza—, ya ha pagado el precio más alto.

Rose lo miró con impaciencia.

—No se trata de eso, Morgan. Lo que me preocupa no es que alguien pague, sino absolver a Mary del pecado de suicidio y también de la muerte de Toby Argyll, por si hay quien supone que lo arrastró con ella al río intencionadamente. Y además quiero vindicar a su padre, que es lo que ella deseaba por encima de todo.

—Pero… —trató argumentar Applegate.

—Y lo que posiblemente sea más importante —prosiguió Rose como si no le hubiera oído—: me propongo demostrar que ambos tenían motivos para temer que se produjera un accidente terrible, de modo que aún estamos en condiciones de evitarlo. ¡Así que, ya ves, esto no ha hecho más que empezar! ¿Me equivoco, señora Monk? —Lanzó una mirada resuelta a Hester.

—¡Rose! —exclamó Applegate, exasperado—. ¡Estás poniendo a la señora Monk en una posición intolerable! Por favor, no debes violentarla…

—Estoy perfectamente —mintió Hester sin vacilar—. Y en cualquier caso, lo contrario importaría muy poco. Estamos hablando de la muerte de otras personas, y de la posible muerte y mutilación de decenas, quizá cientos de hombres si se produjera un derrumbamiento importante o una inundación.

—¿Lo ves? —dijo Rose de modo terminante—. Tenemos que hacer cuanto podamos, y comenzaremos por averiguar qué había descubierto Mary.

Applegate miró a Hester sin apenas ocultar su desesperación.

—Usted parece entender bien la lógica, señora Monk —dijo—. O bien está en lo cierto, o bien equivocada. Si está equivocada, no tiene sentido insistir en el asunto, ya que puede perjudicar la reputación de buenos hombres que ya han sufrido la pérdida de sus seres queridos. Me refiero en concreto a Alan Argyll. —Hizo una pausa—. Pero si está en lo cierto, entonces él ha sido el causante de la muerte de Havilland, y ahora de las de Mary y de su propio hermano, aunque esta última no la hubiese planeado. Sin duda se da usted cuenta de que en tal caso es un hombre muy peligroso y que no dudará en hacerle daño si se le presenta la ocasión. ¡Y le ruego que no sea tan impetuosa como para suponer que puede ser más lista que él! —Se volvió hacia su esposa y le tocó el hombro—. Y en cuanto a ti, querida, me temo que voy a prohibirte que te expongas al peligro de esta manera. —Sonrió, y su gesto fue tan tierno y dulce que los sentimientos que le iluminaron el rostro resultaron inequívocos—. Ni de cualquier otra.

Rose enarcó las cejas.

—¡Por todos los santos! ¿Qué diablos te imaginas que voy a hacer? ¿Bajar a una alcantarilla y acusar de negligencia al primer ingeniero que encuentre? ¿O quizá visitar al señor Argyll en su duelo para decirle que pienso que es un asesino? ¡Por favor, Morgan, otórgame un poco de sentido común! La principal preocupación de la señora Monk es la seguridad de los peones, lo cual constituye un motivo de preocupación absolutamente correcto y decoroso para la esposa de un miembro del Parlamento, sobre todo cuando éste es el más implicado en esta obra. —Se puso de pie, se plantó delante de él y con suma paciencia añadió—: Seré sociable y caritativa. La señora Monk hace un trabajo espléndido en favor de los pobres y sirvió en el ejército como enfermera junto a la señorita Nightingale[3]. ¿Quién puede haber más apropiado que ella para acompañarme cuando se trata de heridos?

Applegate parecía apabullado. Rose le había dejado sin argumentos, y no obstante saltaba a la vista que no estaba satisfecho. Hester se preguntó por qué tenía tanto miedo de que le ocurriera algo malo a su esposa.

—Le prometo que no nos comportaremos de manera poco apropiada —le dijo Hester con ánimo de que se sintiera menos aprensivo, aunque también sabedora de que sin los conocimientos de Rose sobre Alan Argyll y las inquietudes de Mary, tenía pocas probabilidades de éxito.

Saltaba a la vista que Applegate se callaba algo que deseaba decir. Volvió a mirar a Rose.

—Por favor, ten cuidado…

—¡Claro que tendré cuidado! —repuso Rose con un levísimo deje de irritación—. Sólo voy a visitar a algunos hombres que resultaron heridos en el pasado y con quienes es posible que Mary hablara. —Miró a Hester—. ¿Qué podríamos llevarles que les resulte verdaderamente útil?

—Sinceridad —contestó Hester. Respiró hondo y añadió—: Y quizás una ropa más sencilla…

—¡Oh! —Rose se ruborizó al tiempo que bajaba la vista a su precioso vestido—. Sí, por supuesto. Éste no resulta muy adecuado, ¿verdad? ¿Me disculpan quince minutos? Seguro que encuentro algo mejor que ponerme. Morgan, por favor, no aproveches mi ausencia para intentar persuadir a la señora Monk de que no estoy capacitada para esta tarea. Sería humillante para mí. Me cae bien, y me gustaría impresionarla favorablemente con mi competencia. —Le dedicó una sonrisa y le dio un beso en la mejilla—. Gracias, cariño.

Hester sacó un pañuelo y ocultó su sonrisa fingiendo toser.

Morgan Applegate pestañeó y guardó silencio.

Cuando Rose regresó luciendo un vestido menos llamativo, Hester sugirió que aunque les llevara algo más de tiempo, y desde luego resultara mucho menos cómodo, sería más prudente que viajaran en transporte público en lugar de emplear el carruaje de Rose. El día era endiabladamente frío con intermitentes precipitaciones de nieve y aguanieve que se apilaban en los bordes de los canalones y las paredes y que hacían rebosar los sumideros mojando todo el suelo.

—Por supuesto —accedió Rose reflejando un momentáneo desagrado—. Supongo que así la próxima vez apreciaré más la comodidad de mi carruaje. —Entonces cayó en la cuenta de que lo más probable era que Hester no tuviese un carruaje—. ¡Perdone! —añadió ruborizándose.

Hester rió.

—Tenía carruaje antes de ir a Crimea —explicó—. Antes de la guerra mi familia disfrutaba de una buena posición económica.

—¿La perdieron a causa de la guerra?

Caminaban con brío calle abajo hacia la parada del bus.

—Mi padre la perdió —precisó Hester mientras se cruzaban con otras dos mujeres que iban en dirección opuesta—. Perdió sus bienes a manos de un hombre que acabó amasando una fortuna. Era un antiguo oficial del ejército, inválido. Un héroe, y por eso la gente confiaba en él.

Rose adoptó una expresión compasiva pero no la interrumpió.

—Mi padre se quitó la vida. —A Hester no le resultó nada fácil de decir, a pesar de los años transcurridos—. Pero en ese caso consideró que era la única forma honorable de actuar, habida cuenta de las circunstancias. Mi madre falleció poco tiempo después.

—¡Oh! —Rose se detuvo en mitad de la acera haciendo caso omiso de la salpicadura de agua helada que le arrojó un carruaje al pasar—. ¡Qué tragedia tan terrible!

—Hay que hallar el modo de sobrellevarlo —dijo Hester tomando a Rose del brazo para apartarla del bordillo—. Mantenerse ocupada ayuda mucho. Los días pasan y el dolor va remitiendo. ¿Cree que eso era precisamente lo que estaba haciendo Mary Havilland?

Reanudaron la marcha.

—No, creo que no —repuso Rose en tono grave—. Estaba demasiado… entusiasmada. Lloraba mucho la muerte de su padre, claro, pero creía que conseguiría demostrar su inocencia… Me refiero a… ¡Oh!

Fue un lamento de horror por sí misma, al comprender con cuánta torpeza iba apilando una pena sobre otra.

Hester no pudo evitar sonreír. Había un humor absurdo en toda la situación, pese a la tragedia.

—Nunca he pensado que mi padre actuara de manera deshonrosa —dijo con sinceridad—. A su juicio estaba pagando el precio de su error.

—¿Qué fue del oficial que…?

—Lo asesinaron —le contestó Hester—. Con ensañamiento. Otra persona a la que había… robado. ¿Cómo era Mary? Dígame la verdad, por favor, no lo que la amabilidad dicta porque ha fallecido.

Rose estuvo pensando un buen rato, en realidad hasta que llegaron a la parada del bus y se dispusieron a esperar.

—Yo la apreciaba —comenzó—, lo cual significa que mi opinión probablemente sea un poco sesgada. Era valiente en sus opiniones y en la defensa de lo que le importaba. Pero tenía miedo de ciertas clases de fracasos.

—Me parece que todos lo tenemos —observó Hester—. Hay cosas de las que podemos prescindir y otras cuya pérdida supone también la de nuestra integridad.

Rose la miró y luego bajó la vista.

—Creo que Mary tenía miedo de estar sola, pero también de casarse con alguien a quien no amara. Y no amaba a Toby. No estoy segura de que al final le gustara siquiera. Prefería la seguridad de ser una buena hija. Eso lo hacía a la perfección.

—Y pensaba que no entrañaba ningún riesgo —puntualizó Hester.

—Exacto. —Rose la miró a los ojos—. Pero nunca pensó que corriera peligro defendiendo a su padre. Creo que su coraje acabó costándole la vida.

—¿En su opinión Toby tenía intención de arrojarla desde el puente?

—Sólo conozco a los Argyll de asistir a las mismas reuniones. Quizás hayamos coincidido diez o doce veces en los últimos meses, pero saltaba a la vista que estaban muy unidos. Toby era inteligente y ambicioso. Alan estaba orgulloso de él.

—Pero Alan ya era un hombre de éxito, ¿no?

—¡Oh sí! Desde luego que sí. Es muy rico. Y pensándolo bien, eso mismo dice mi marido. —Frunció las cejas—. En realidad, las medidas de seguridad de su empresa son muy buenas, mejores que las de la mayoría. Si Mary encontró algún fallo, o se debió al azar o fue extraordinariamente inteligente.

Llegó el bus y subieron al piso superior, no sin torpeza, procurando que las faldas mojadas no les entorpecieran el paso. No siguieron conversando hasta que hubieron ocupado sus asientos y el vehículo se hubo puesto en marcha.

—Entonces nuestra investigación no será fácil —señaló Hester—. Todo me indica que Mary poseía una inteligencia fuera de lo común y un acusado sentido práctico.

—Sí, en efecto —confirmó Rose—. De hecho, su capacidad para captar la lógica, las matemáticas y disciplinas como la ingeniería resultaba poco femenina. Al menos eso le decían, y en mi opinión se lo creía.

—¿Le importaba?

—Sí. Era un poco tímida —admitió Rose—. Se ponía a la defensiva, lo que significa, supongo, que le importaba. Pero ésa es la cuestión: ¡aproximadamente una semana antes de que muriese era más ella misma que nunca! Se había dado cuenta de que poseía el talento de su padre para la ingeniería y estaba la mar de contenta. —Se puso muy seria y añadió—: Señora Monk, ¡le aseguro que no tenía intención de matarse!

—¿Aunque hubiese descubierto que su padre se había equivocado? —Hester aborreció tener que decirlo, pero ocultarlo no sólo habría sido insincero sino que habría ido en contra de lo que esperaban hacer tanto por ellas como por el bien común.

—Eso creo —repuso Rose sin titubear.

El bus llegó al final del trayecto. Se apearon y se dirigieron resueltas hacia la parada del siguiente, que las llevaría hasta el hospital donde habían enviado a la mayoría de los heridos tras el hundimiento de la alcantarilla del Fleet. Durante el viaje debatieron la táctica a seguir y decidieron que Rose iniciaría las conversaciones en calidad de esposa de un miembro del Parlamento, pero que al llegar a los detalles médicos formularía las preguntas que Hester le fuese apuntando.

Hacía mucho tiempo que Hester no entraba en una institución como aquélla, pero resultó ser exactamente como ella recordaba. En el largo vestíbulo volvió a percibir el olor a limpio que tapaba los olores de la enfermedad, la sangre, la carbonilla y el alcohol. Casi de inmediato vio médicos noveles, excitados y tímidos, caminando con aquella mezcla de arrogancia y terror que dejaba traslucir que estaban a punto de estrenarse como cirujanos.

Sonrió al recordar su propia inocencia de antaño, cuando imaginaba que podría cambiarlo todo si no fuese por unos cuantos individuos concretos.

Les llevó media hora que las recibiera la persona adecuada. Rose estuvo magnífica. De pie y un paso detrás de ella, Hester veía sus manos cruzadas y tensas, y ya la conocía lo suficiente para ser consciente de lo mucho que le preocupaba, por más que mintiera con franca y espléndida facilidad, al menos en apariencia.

—Qué amable de su parte, doctor Lamb —dijo de un modo encantador una vez en el despacho del supervisor general—. Mi marido desea que averigüe ciertos datos para evitar que lo sorprendan desprevenido si le preguntan en el Parlamento.

Lamb era un hombre de mediana edad con un tupé de color gris arena y gafas sin montura, y más bajo que Rose, por lo que se veía obligado a levantar la vista hacia ella.

—Por supuesto, señorita…, señora Applegate. ¿Qué es lo que el honorable caballero desea saber?

—En realidad es bastante sencillo —contestó Rose, aún de pie ante su escritorio, obligándolo así a permanecer en la misma postura—. Se trata de la naturaleza y frecuencia de las heridas graves que hayan sufrido los hombres que llevan a cabo los trabajos de construcción de la nueva red de alcantarillado.

—¡Un trabajo absolutamente vital! —dijo Lamb muy serio—. El estado de la higiene pública en la ciudad de Londres es una vergüenza para el Imperio. ¡Cualquiera pensaría que estamos en los confines del mundo y no en su centro!

Rose respiró hondo.

—Tiene mucha razón —convino en tono diplomático—. Es tan importante que debemos estar absolutamente seguros de que cuanto decimos sea correcto. Inducir a error al Parlamento es un pecado imperdonable, ¿sabe usted?

—Sí, sí —repuso Lamb asintiendo con la cabeza—. ¿Qué desea de mí, señora Applegate? Estoy convencido de que las cifras son de sobra conocidas, puesto que las facilitan las empresas implicadas.

Rose y Hester ya habían decidido qué responder a eso.

—Naturalmente, aunque tienen un considerable interés en que el número de heridos sea lo más bajo posible. Además, existe una diferencia abismal entre la valoración que un ingeniero hace de una herida y la que pueda hacer un médico.

—Por supuesto. Se lo ruego, tome asiento, señora Applegate. Y usted también, señorita… señora… —Señaló a Hester con un vago ademán sin dignarse mirarla.

—Quisiéramos conocer detalles —prosiguió Rose con una sonrisa, después de sentarse—. Descripciones de heridas reales, y los nombres de los trabajadores que las han sufrido, de modo que quede claro que hemos investigado el asunto a fondo.

Lamb se mostró incómodo.

Rose aguardó con un aire de expectación y los ojos muy abiertos, dispuesta a dedicar una sonrisa a Lamb si éste hacía lo que ella deseaba.

—Un listado tan completo como sea posible —agregó Rose—, para que no parezca que señalamos a una empresa en concreto. Eso no serviría.

A regañadientes Lamb sacó un llavín del bolsillo de su chaqueta. Se levantó y abrió un armario archivador de uno de cuyos cajones extrajo una carpeta llena de papeles. Regresó al escritorio y se puso a leer en voz alta los que iba seleccionando.

—No acierto a ver de qué puede servir esto en la Cámara de los Comunes —dijo al terminar.

Había descrito accidentes y heridas de la forma más anodina, empleando un lenguaje para profanos, presentándolos así como más leves de lo que en verdad eran. Rose quizá no se percatara de que estaba siendo evasivo, pero Hester sí.

—Ha mencionado a un tal Albert Vincent —dijo—. Su pierna derecha resultó aplastada al caerle encima una carga y se le rompió el fémur, creo que por dos sitios, si he entendido bien.

—En efecto, así es —confirmó Lamb mirándola con el entrecejo fruncido, desconcertado ante su inesperada intervención. Había dado por sentado que estaba presente como mera acompañante o quizá como alguna clase de doncella.

—No ha dicho el tratamiento que le administraron. ¿Se debe a que falleció?

—¿Falleció? —repitió Lamb, consternado—. ¿Qué le hace pensar eso, señora…?

—Monk —se presentó Hester, y continuó—: Porque a juzgar por la descripción, la herida pudo romperle la arteria femoral, con lo cual se habría desangrado en cuestión de minutos. Si hubiese habido alguien presente en el lugar de los hechos para amputársela y así salvarlo, supongo que el informe lo reflejaría…

Lamb parecía aturdido.

—Los pormenores no figuran aquí, señora —dijo—, y dudo que sea algo sobre lo que usted tenga conocimiento alguno, aunque sea capaz de leer un poco y manejar las palabras como si las comprendiera.

—¡Oh, no se lleve a engaño, señor Lamb! —dijo Rose con una dulce sonrisa—. La señora Monk estuvo en Crimea con la señorita Nightingale. Tiene conocimientos de medicina de campaña en las más penosas circunstancias que quepa imaginar.

—¡No me lo había dicho! —exclamó Lamb en tono reprobatorio y con las mejillas encendidas—. ¡Eso, si me permite que sea sincero, ha sido una mala jugada de su parte!

—¿De veras? —dijo Rose ingeniosamente—. No sabe cuánto lo siento. Había supuesto que diría exactamente lo mismo a quienquiera que hablase con usted. Si mi amiga hubiera tenido un temperamento delicado o fuese propensa a los desmayos, desde luego no la habría traído conmigo. Pero esto es muy distinto. No acierto a imaginar qué otra cosa nos habría contado de haber sabido que la señora Monk posee una dilatada experiencia en asuntos tan trágicos y terribles.

Lamb la miró, pero al parecer no se le ocurrió nada para escapar de la fosa que él mismo había cavado.

—Gracias —dijo otra vez Rose, con una sonrisa imperturbable—. Sólo tomaré unas cuantas notas para evitar errores posteriores. Sería espantoso presentar cifras que no se ajustaran a la realidad. Además de embarazoso. —Lo miró fijamente y Lamb apretó los labios pero no discutió.

Una vez en la escalinata de la calle, a merced del viento que soplaba con fuerza, la sensación de victoria comenzó a desvanecerse. Rose se volvió hacia Hester.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Tenemos direcciones —contestó Hester—. Vayamos a tomar una taza de té, o mejor de chocolate, si podemos.

Luego iremos a ver a algunas de esas personas para averiguar si alguna de ellas fue interrogada por Mary Havilland.

Fortalecidas por una taza de chocolate bien espeso y un bocadillo de jamón que compraron en un puesto callejero, siguieron hacia el domicilio más próximo. El frío iba en aumento. El aguanieve dejaba paso a nevadas intermitentes pero las calles todavía estaban demasiado mojadas para que la nieve cuajara salvo en los alféizares de las ventanas y en los aleros más bajos. Por descontado, los tejados estaban blancos excepto alrededor de las chimeneas, donde el calor derretía la nieve, que caía en goterones a la calle. Los caballos de los coches de punto daban pena. Los vendedores ambulantes tiritaban. El viento racheado esparcía hojas de periódico y el humo gris flotaba en el aire como la sombra de la noche que se avecinaba.

En la primera casa la mujer que abrió se negó a dejarlas entrar. En la segunda no contestó nadie. En la tercera la mujer estaba atareada con tres niños, el mayor de los cuales no debía de tener más de cinco años.

Hester miró de reojo a Rose y advirtió compasión en sus ojos. No obstante, Rose disimuló sin dar tiempo a que la mujer se diera cuenta.

—No tengo tiempo de hablar con ustedes —dijo la mujer con acritud—. ¿Quién se creen que soy? He de hacer una colada que con este tiempo no se secará nunca y buscar algo para el té. ¿Qué me importa a mí un miembro del Parlamento? Ni yo ni nadie de mi familia podemos votar: nunca hemos tenido una casa de propiedad, y mucho menos lo bastante grande para que nos lo permitieran. Además, mi hombre está lisiado. —Comenzó a cerrar la puerta apartando a una niña hacia atrás y retirando la falda con torpeza.

—No queremos su voto —dijo Hester enseguida—. Sólo queremos hablar con ustedes. Le echaré una mano. Se me da bien lavar ropa.

La mujer la miró de arriba abajo con una incredulidad que se fue convirtiendo en enojo por creer que se burlaban de ella.

—No me diga, señora. Las damas que hablan como ustedes, tan correctas, no distinguen un cepillo de fregar de un cepillo para el pelo.

Empujó la puerta de nuevo. Hester empujó a su vez.

—Soy enfermera y dirijo un dispensario para mujeres de la calle en Portpool Lane —dijo, recordando demasiado tarde que aquello ya no era verdad—. ¡Le apuesto una buena cena a que he lavado más ropa sucia que usted! —agregó.

La mujer, sorprendida, aflojó la presión sobre la puerta, ocasión que Rose supo aprovechar.

Era una casa fría y miserable, Hester oyó a Rose inhalar bruscamente y acto seguido soltar el aire muy despacio, procurando recomponer su expresión como si viera cosas semejantes a diario.

La casa recordaba la de los Collard, sólo que peor. El hombre estaba enfermizamente pálido, y en sus ojos hundidos había una expresión de derrota. Había sufrido un aplastamiento de cintura para abajo, pero aún conservaba las piernas, si bien deformadas, y a juzgar por la manera de estar tendido y el rictus de su boca le causaban un dolor intenso y permanente.

Con paciencia y gran delicadeza Rose procuró sonsacarle datos, pero él se los negó. No existían culpables. Había sido un accidente. Podía haberle ocurrido a cualquiera. No, no pasaba nada malo con las máquinas. ¿Por qué diablos les costaba tanto entenderlo? Había dicho lo mismo a los demás.

Hester tenía un oído en la conversación mientras comenzaba la colada con jabón de lejía y agua casi fría. Las penalidades de la tarea no mitigaban su sensación de culpa. Mientras trabajaba sabía que estaba haciendo algo absurdo. Un par de horas de incomodidad no servirían de nada. Pero el frío en la piel le agradaba, así como el tirón de los hombros cuando intentaba escurrirlas con las manos. En el dispensario al menos tenían un rodillo.

Tuvieron que visitar cuatro casas más para enterarse de algo interesante. Mary Havilland también había estado allí.

—¿Está segura? —preguntó Hester a la atractiva mujer que cosía camisas con cara de cansancio. Sus dedos no se detuvieron en todo el tiempo que pasó conversando con ellas. Apenas necesitaba mirar lo que estaba haciendo.

—Claro. Una no se olvida así como así de una joven dama, y ella lo era. Vino a preguntar sobre alcantarillas, cloacas y las aguas que corren bajo tierra. Sabía sobre el tema, y no poco, y también de motores. Podía distinguir unos de otros.

Rose se puso rígida, miró un momento a Hester y de nuevo a la mujer.

—¿Sabía cosas sobre los ríos subterráneos? —preguntó Hester tratando de no mostrarse excitada.

—Un poco —contestó la mujer—. Cosa rara. —Sacudió la cabeza—. Quería saber más. Le dije que mi padre había sido alcantarillero antes de palmarla y quiso saber si aún conocía a alguno. O a algún desembarrador. Mi hermano lo es, le dije, pero hace años que no lo veo. Me preguntó cómo se llama. Me gustaría saber para qué querría encontrar a un alcantarillero una joven de buena familia como ella.

—¿Quizá para aprender más sobre ríos ocultos? —sugirió Rose.

La mujer abrió los ojos como platos.

—¿Para qué? No pensará que uno de ellos vaya a reventar en un túnel, ¿verdad?

—¿Es lo que ella le dijo?

—¡No! ¡Claro que no! ¿Cree que me estaría aquí sentada dándole a la aguja si me lo hubiese dicho? Mi cuñado trabaja en las excavaciones. —No aludió a su marido manco, que estaba en la calle intentando ganarse la vida como recadero—. ¿Es eso lo que quieren saber? ¿Qué fue de ella, a todas éstas? ¿Por qué han venido aquí?

Hester reflexionó sólo un instante.

—Cayó del puente de Westminster y se ahogó. Nos tememos que no se trató de un accidente, y hemos de saber qué averiguó.

—Desde luego, aquí nada como para que alguien le hiciera algo así, ¡lo juro sobre la tumba de mi madre!

Se quedaron diez minutos más, pero la mujer no pudo añadir nada.

Fuera había oscurecido, y pese a que sólo eran poco más de las seis la nieve empezaba a cuajarse.

—¿Cree que fue en busca de alcantarilleros? —preguntó Rose con tristeza—. ¿Para qué iba a hacerlo? ¿Para que le dijeran dónde están los ríos subterráneos? Seguro que Argyll ya habría hecho todo eso. Es inconcebible que desee un desastre. Representaría su ruina.

—No lo sé —admitió Hester echando a caminar, hacia la parada del bus. Moverse era mejor que permanecer inmóvil—. No tiene ningún sentido y sin duda ella lo sabía. Pero se enteró de algo. ¿Qué pudo ser sino que están empleando las máquinas de forma peligrosa para acelerar las obras y así conseguir los mejores contratos? ¿Las máquinas de los Argyll son distintas de las de otras empresas? Debemos averiguarlo. Quizá sean más peligrosas.

Rose se detuvo, temblando de frío.

—Según parece trabajan más deprisa. Tal vez entrañen más peligro. ¿Qué podemos hacer? Esos hombres no nos dirán nada: ¡no se atreven!

Había angustia en su lamento.

—No lo sé —contestó Hester—. Lo único que podemos hacer es aclarar lo que le ocurrió a Mary… con suerte. Si halló pruebas de alguna clase, me refiero a algo que hubiese obligado a paralizar las obras hasta que las máquinas fueran revisadas, o incluso sólo a ralentizarlas, ¿a quién se lo habría contado?

—A Morgan —dijo Rose sin vacilar—. Pero no lo hizo. Nunca volvió a casa.

Echaron a caminar de nuevo, pues hacía demasiado frío para estar de pie sin moverse.

—Probablemente no estuviera segura —insinuó Hester—. Si su información no era completa del todo, quizá le faltase confirmar algún dato.

Llegaron a la parada y aguardaron muy juntas, desplazando el peso del cuerpo de un pie al otro para evitar congelarse.

—¿Toby? —insistió Hester—. ¿Es posible que se lo dijera?

—No confiaba en él —repuso Rose negando con la cabeza—. Él y Alan estaban muy unidos.

—¿Toby trabajaba en la empresa?

—Sí. Mary dijo que era muy ambicioso y como mínimo tan inteligente como Alan; al menos en cuestiones de ingeniería. Tal vez no fuese tan bueno dirigiendo a los hombres ni tan despierto para los negocios.

Un amago de idea destelló en la mente de Hester, desvaneciéndose sin darle tiempo a aprehenderla.

—Entonces… ¿era experto en máquinas?

—Pues sí, eso decían de él. —Rose abrió ojos como platos—. ¿Está insinuando que ella pudo estar… que jugaba deliberadamente con él… sonsacándole información para conseguir la prueba final?

—Podría ser, ¿no? —dijo Hester—. ¿Tenía el coraje necesario para hacer algo así?

—Sí —respondió Rose sin titubear—. ¡Por Dios, claro que sí! ¡Y él le estaba bailando el agua para ver cuánto sabía! ¡Y resultó ser demasiado! No tuvo más remedio que matarla porque, en última instancia, su lealtad era para con su hermano.

—Y para con su propia ambición —apostilló Hester. Vio unas luces al final de la calle y rogó que por fin fueran las del bus. Los dientes le castañeteaban de frío.

—¿Cómo haremos para averiguarlo? —preguntó Rose con cierta desesperación—. ¡Me niego en redondo a permitir que se salgan con la suya!

El bus se detuvo y lo abordaron. Se vieron obligadas a quedarse de pie, apretujadas entre obreros cansados y mujeres con cestas de la compra o de costura acompañadas de niños agotados con voces chillonas y manos pegajosas.

En el transbordo al segundo bus Rose sonrió con ironía y aplastante sinceridad al subir a la plataforma y entrar.

—¡Nunca más volveré a ser grosera con un cochero! —susurró furibunda—. Jamás ofenderé a la cocinera, ultrajaré a las criadas ni discutiré con el mayordomo, hagan lo que hagan. Y sobre todo, jamás dejaré que el fuego se apague, ¡aunque tenga que acarrear el carbón yo misma!

Hester tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír.

—¿Cómo debemos actuar? —inquirió Rose.

Los pensamientos se agolpaban en la mente de Hester, que se debatía entre lo práctico y lo seguro. Ganó la seguridad, al menos para Rose.

—Usted va a averiguar qué probabilidades hay de aprobar alguna clase de ley para asistir a los heridos. Es posible que a Mary se le ocurriera algo semejante. Seguramente por eso fue a ver al señor Applegate. Yo intentaré encontrar a los alcantarilleros con los que habló Mary para que me digan qué le contaron. Si alguien sabe dónde están los viejos ríos subterráneos, o si el curso de alguno de estos se ha modificado, serán ellos. Si consigo enterarme con exactitud de lo que ella sabía, habremos dado un paso adelante.

—¡Tenga cuidado! —advirtió Rose con inquietud.

—Lo tendré —aseguró Hester.

A Monk, sin embargo, sólo le refirió que había visitado a algunos heridos de hundimientos anteriores y de otros accidentes debidos a las máquinas, cuidándose mucho de revelarle sus planes. Mandó una carta a Sutton, tan breve como le fue posible, diciéndole que necesitaba saber más acerca de los alcantarilleros que conocieran mejor la antigua red de alcantarillado. Sólo cuando la hubo mandado se dio cuenta de que desconocía si Sutton sabía leer. Siempre cobraba sus servicios al contado. Quizá ni siquiera las mejores casas deseaban una factura o un recibo de un exterminador de ratas.

Aguardó la respuesta todo el día, manteniéndose ocupada con faenas de la casa, limpiando lo que el yesero había ensuciado.

Sutton llegó a eso de las cuatro y media.

—¿Está segura? —preguntó con cautela, estudiando el rostro de Hester a la luz de la lámpara de gas de la cocina. Tomaba sorbos de una humeante taza de té y había aceptado un pedazo de tarta de frutas. Dio un trocito a Snoot, para que no se sintiera excluido: a lo sumo un par de pasas. Snoot lo tomó con delicadeza de su mano y le lamió los dedos con la esperanza de recibir algo más.

—¡Ésa es tu parte! —le dijo Sutton negando con la cabeza. Luego se volvió hacia Hester—. Bueno, si está segura de que quiere saber lo que ha ocurrido y conocer a alguien que pueda contarle la verdad, lo mejor será que vayamos al túnel del Támesis y busquemos a los individuos que todavía no esperan trabajo o que tienen sus lealtades bien claras. —La miró de arriba abajo con inquietud—. Pero no puede venir tal como va. Si la llevo conmigo, ha de pasar inadvertida. Si le traigo ropa adecuada, ¿sabrá hacerse pasar por un chaval al que enseño el oficio?

Hester se quedó pasmada un momento hasta que el humor fue reemplazado por una repentina jarra de fría realidad.

—Sí —dijo con seriedad—. Claro que sabré. Me recogeré el pelo y me pondré una gorra.

Resultaba absurdamente desagradable pensar que con un mero cambio de atuendo pudieran tomarla por un aprendiz de exterminador de ratas. Y, sin embargo, de haber tenido un busto más generoso, un rostro más redondo y femenino, no habría tenido ninguna posibilidad de ir.

Entonces pensó en los rostros de las mujeres que viera la víspera, ajados y envejecidos mucho antes de tiempo, desprovistos de color y tersura, y semejante preocupación por su aspecto le pareció no sólo ridícula sino incluso de mal gusto.

—Estaré preparada —dijo con firmeza—. ¿A qué hora empezaremos?

—Vendré a recogerla —dijo Sutton, todavía vacilante—. A la hora del desayuno. Empezaremos temprano. Tampoco es que bajo tierra la hora importe mucho.

Hester supo que había estado a punto de decir «río» y que había rectificado en el último instante por si la idea era demasiado para ella, sobre todo después de haber estado hablando de hundimientos, inundaciones, gas y cosas por el estilo.

—Le estaré esperando —dijo sonriendo. Reparó en que Sutton le correspondía con humor y una chispa de admiración en la mirada, lo cual, absurdamente, la complació.

Sutton asintió con la cabeza y se puso de pie.

La ropa que le llevó Sutton estaba limpia pero raída y mal remendada. No obstante, Hester la encontró más cómoda de lo que había esperado. Daba una extraña sensación de desnudez, no llevar falda. Incluso en el campo de batalla se había acostumbrado a la molestia de las faldas que le envolvían las piernas dificultando el caminar a grandes zancadas, sobre todo con viento o lluvia. Los pantalones eran maravillosos por más que resultaran totalmente indecorosos.

Recogerse el pelo en un moño y asegurarlo con horquillas para que pareciera corto no presentaba mayor dificultad, aunque desde luego era poco favorecedor. Pero no tenía más remedio que hacerlo. De todos modos, una gorra de plato calada hasta las orejas bastó para ocultarlo casi por completo. Sutton había tenido el tino de llevarle también una gruesa bufanda de lana que la hizo sentirse menos desnuda y mucho más abrigada. Un chaquetón que le llegaba hasta las rodillas completaba el atuendo, sin olvidar un par de recias y gastadas botas de hombre.

Salió de la habitación donde se había cambiado y, un tanto cohibida y con cierta torpeza porque las botas le iban grandes, recorrió el pasillo y bajó la escalera.

—Ha hecho maravillas —exclamó Sutton con ademán de aprobación—. ¡Vamos, Snoot! Tenemos trabajo.

Mientras caminaban por la calle Hester le contó lo que ella y Rose Applegate habían desentrañado y las nuevas ideas a las que estaba dando vueltas.

—Qué curioso —dijo Sutton tras considerarlo cuidadosamente—. ¿Estaba buscando ríos subterráneos y cosas así, o intentaba descubrir lo que su padre sabía? ¿Se había enterado de algo por lo que pudieran matarlo? Pero ¿por qué? Los ríos no son ningún secreto, sobre todo, si topan con él y provoca un hundimiento. ¡Entonces el mundo entero lo sabrá!

—No tiene ni pies ni cabeza —convino Hester caminando más deprisa de lo que estaba acostumbrada para no quedarse rezagada—. En este asunto hay algo muy importante que desconocemos. O eso, o alguien muy estúpido está metido en él.

Sutton le dirigió una sonrisa deslumbrante dando a entender que no se creía una sola palabra de lo que le estaba diciendo.

Hester no contestó. Ella tampoco abrigaba ninguna esperanza de que fuese tan simple.

Cogieron otro bus hasta la boca norte del túnel en Wapping. Hester se sintió desconcertada al ver que el edificio donde estaba ubicada era grande y muy bonito, tanto que tuvo la impresión de estar entrando en una sala de conciertos. Miró de reojo a Sutton, que se agachó, cogió en brazos a Snoot y lo bajó solemnemente por la amplia escalera de caracol hasta el nivel inferior, donde el túnel propiamente dicho se abría al vestíbulo. Con repentino asombro Hester cayó en la cuenta de que ningún vehículo podría salir de allí al aire libre. El único medio para subir y bajar era la gran escalinata.

Sutton dejó a Snoot en el suelo y el perrillo trotó dócilmente pisándole los talones hasta la boca del túnel. Gracias a las numerosas ventanas aquel espacio estaba muy iluminado, pero Hester se percató de que en cuanto se adentraran un poco sólo dispondrían de la luz que arrojaran las espitas de gas.

—No se separe de mí —advirtió Sutton—. Hay mucha gente aquí dentro, la mayoría inofensiva, pero la vida es dura y se lucha por un mendrugo que llevarse a la boca o por un metro de espacio, así que limítese a mirar.

Hester obedeció adaptando su paso al de Sutton. La luz se fue desvaneciendo a medida que avanzaron. La atmósfera se hizo más densa y húmeda, y se percibía un olor extraño. El techo era mucho más alto de lo que había supuesto, y al cabo de pocos metros se perdía de vista dando la sensación de estar encerrado en un lugar más adivinado que visto. Sabía que no muy por encima de sus cabezas corrían las caudalosas e inmundas aguas del Támesis. Se negó a pensar en su peso o a preguntarse cómo resistía la bóveda la presión de la tierra y la del lecho del río, por no mencionar las corrientes y mareas.

¿A qué profundidad estaban? Olía a moho y hacía un frío glacial, pero a nadie se le ocurriría calentar los túneles con hogueras. No había ninguna ventilación. Abrir cualquier tipo de salida de aire hasta la superficie comprometería la seguridad de los túneles. ¡Si se hundía quedarían sepultados allí para siempre!

¡Qué pensamiento tan absurdo! Al fin y al cabo, ¡cuando morías te enterraban! ¿Qué diferencia había? Aunque tal vez morir no consistiera en dejar de existir sino en emprender un viaje sin fin a través del infierno y Dante estuviera en lo cierto: era un foso como aquél, lleno de desconocidos, ruidos oídos a medias, susurros sin palabras que habían dejado de ser humanos.

Todos los sentidos estaban distorsionados. La humedad se adhería a la nariz y la piel. Había espitas de gas en las paredes y a la luz mortecina que despedían, Hester acertaba a ver personas moviéndose como sombras, en su mayoría mujeres. Parecían estar comprando y vendiendo, valiéndose del tacto además de la vista, como si estuvieran en una galería comercial de pesadilla, una especie de mercado infernal. Los sonidos eran pesados y casi antinaturales, un murmullo de pies, faldas y retazos de voz.

—¡No se quede mirando! —advirtió Sutton entre dientes—. Está aquí para cazar ratas, no para curiosear, señorita Hester.

—Perdone —se disculpó ella—. ¿Quién es toda esta gente? ¿Bajan aquí cada día?

—La mayoría nunca ve la luz del sol —contestó Sutton—. Puede que aún nos quede más de medio kilómetro por recorrer.

—¿A quién estamos buscando?

Se mantenían en la parte central del camino, pero a medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra fue percibiendo los cubículos que se abrían a un lado. En aquellos recovecos debía de ser donde la gente comía y dormía y, a juzgar por la fetidez que impregnaba el aire, donde resolvía otras necesidades vitales. Era todo un mundo subterráneo, siempre húmedo y no obstante sin agua. Hester trató de pasar por alto los correteos de pies inhumanos, el repiqueteo de garras y los destellos de ojos rojos entre las sombras.

—La gente que vive en un túnel a menudo sabe cosas sobre otros túneles —contestó Sutton por fin—. Aquí todo hay que traerlo desde otras partes. Vamos a ver a un alcantarillero que conoce los ríos ocultos tan bien como los que figuran en los mapas, y a lo mejor a alguien que conozca a algún peón herido y menos dispuesto a defender a sus antiguos jefes. Pero deje que haga yo las preguntas, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —convino Hester en voz baja. Seguían adentrándose bajo el río y el silencio sólo lo rompían voces tan quedas y roncas que sonaban ininteligibles entre los chirridos y silbidos de las espitas de gas. De vez en cuando retumbaban golpes metálicos como de tubos y otros más amortiguados y sordos como de maderos, que provocaba alguien al trabajar. Era un mundo fantasmagórico.

Sutton siguió adelante deteniéndose de vez en cuando para saludar a alguien por su nombre, hacer una pregunta, contar un chiste. Hester comenzaba a odiar aquel lugar. No había viento ni plantas, ningún animal aparte de las ratas y, cómo no, algún que otro perro. Snoot se estremecía de excitación al oler tantas presas y levantaba la vista hacia Sutton aguardando una orden que nunca llegaba.

Ya habían hablado con cinco personas y recorrido unos quinientos metros cuando Sutton encontró al hombre que buscaba en primer lugar. Bajo el resplandor amarillo de la luz de gas su rostro parecía una máscara de metal. Tenía un lado cubierto de cicatrices, le faltaba una oreja y el pelo le caía en mechones. Era delgado y sus manos nudosas estaban deformadas por el reumatismo.

—¡Sutton! —exclamó sorprendido—. ¿Qué, no había bastantes ratas para ti en Palacio? —Sonrió de oreja a oreja mostrando una buena dentadura.

—Hola, Blackie —repuso Sutton—. Hice tan buen trabajo que se largaron todas. ¿Qué tal estás?

—Acartonado —respondió Blackie encogiéndose de hombros—. Ya no puedo perseguirlas tan deprisa como antes. Te has buscado un ayudante, ¿eh? —Miró a Hester con curiosidad.

—Aún no me sirve de mucho —dijo Sutton—. Pero servirá. No está hecho para trabajar de peón.

Blackie miró pensativo a Hester, que no bajó la vista. Blackie se echó a reír.

—Pues entonces espero que sea listo. No vale para otros trabajos, ¿eh?

Hester quería responder, pero recordó justo a tiempo que no sabía imitar el acento que habría tenido un verdadero aprendiz de exterminador de ratas, como tampoco la voz de un muchacho que tuviese su estatura.

—Tampoco es que sea cosa de listos trabajar de peón —dijo Sutton sacudiendo la cabeza—. Es muy arriesgado hoy en día. Los ferrocarriles son una cosa y los túneles otra.

—¡Y que lo digas! —convino Blackie.

—¿Piensas que alguno podría hundirse, Blackie? —preguntó Sutton.

—Eso dicen por ahí. —Blackie hizo una mueca y su cara torcida pareció inhumana bajo la luz amarilla—. Corre la voz de que esos cabrones van a seguir perforando hasta que atraviesen un río y ahoguen a la mitad de los pobres diablos que están cavando como una manada de puñeteros topos.

Hester abrió la boca para pedirle que fuese más concreto, pero Sutton le dio disimuladamente una patada que le hizo soltar un grito ahogado. Se mordió el labio para no llorar por el dolor.

—¿En qué obra? —preguntó Sutton sin darle mayor importancia—. No me gustaría que me pillara dentro.

—¿Tú te metes en esos sitios? —preguntó Blackie, mirándolo de reojo.

—Ya se sabe —reconoció Sutton—. ¿Crees que serán Bracknell y su gente?

—Quizá. Pero más bien diría Pattersons.

—¿Argyll?

Blackie lo miró con cautela.

—Te has enterado de algo, ¿verdad?

—Rumores. ¿Son ciertos?

—Avanzan más deprisa que la mayoría, pero Sixsmith es un cabrón muy astuto. Aunque pone mucho cuidado en lo que hace, los motores que usa son más potentes que la mayoría. Me da que los han trucado para sacar más provecho de ellos. Podrían romper una alcantarilla vieja y provocar un hundimiento en un abrir y cerrar de ojos.

Hester deseaba preguntar detalles, pero aún le dolía la pierna por la patada que Sutton le había dado.

—Eso he oído —confirmó Sutton—. Pero pensaba que eran tonterías de una chica. Su padre tenía miedo a la oscuridad o algo así. Perdió la cabeza y se pegó un tiro, según dicen. Sólo que ella no se lo tragó. En su opinión, alguien se lo había cargado.

Blackie entornó los ojos y se inclinó bruscamente hacia delante.

—Yo de ti mantendría el pico cerrado, Sutton —dijo en voz muy baja—. Sigue cazando ratas, ¿vale? Es un buen trabajo, es seguro y sabes hacerlo. No te metas en las excavaciones ni vayas por ahí preguntando. Está claro que tienen normas de seguridad, y más claro aún que se las saltan cuando quieren. El más rápido es el que pilla el contrato siguiente, así de fácil. Es mejor arriesgarte a acabar enterrado vivo que estar seguro de que vas a morirte de hambre. —Bajó aún más la voz—. Estoy en deuda contigo, Sutton, como lo estuve con tu padre, así que voy a decirte esto a cambio de nada: tú a lo tuyo, que es matar ratas. Es algo limpio, y sólo molestas a las malditas alimañas. Hay cosas en los túneles que es mejor no saber, y gente que preferirás no haber conocido, ¡tan seguro como que el infierno está en llamas! Sobre todo un sujeto, así que no te metas donde no te llaman. ¿Entendido?

—Quizá tengas razón —concedió Sutton asintiendo con la cabeza—. Tú tampoco bajes a esos agujeros, Blackie. Si dan con un río por accidente, poco importará que seas alcantarillero y lleves toda la vida trabajando bajo tierra. Se vendrá abajo más deprisa de lo que puede correr un hombre, llevándoselo todo por delante.

—Descuida que a mí no me verán más ahí abajo —dijo Blackie torciendo la boca—. Sé cuáles son seguros y cuáles no. ¡Pero escúchame bien, Sutton! ¡El agua, el gas, el fuego y las ratas no son lo único de lo que hay que cuidarse! Hay mucho dinero metido en esto y, por tanto, hombres dispuestos a asesinar. Quédate al margen, ¿estamos? Lárgate y llévate contigo a ese chaval —añadió mirando a Hester—. No sé a qué has venido, pero aquí no hay nada para ti.

—Ya lo veo —convino Sutton. Cogió a Hester del brazo con fuerza, se volvió y echó a andar por donde habían llegado. Avanzaron más de cien metros antes de que Hester se atreviera a hablar.

—¿Piensa que Mary pudo haber bajado aquí? —preguntó con voz temblorosa.

—Quizá sí, quizá no, pero, desde luego, la conocían —contestó Sutton—. Está claro que hizo muchas preguntas, y las acertadas, según parece.

—Pero nadie debió de contestar —protestó Hester—. ¿Qué perjuicio podía causar para que la mataran?

—No lo sé —admitió Sutton apenado—. Pero si alguien lo hizo, tuvo que ser Toby Argyll. La cuestión es: ¿quién se lo ordenó?

—¡He de descubrirlo! —insistió Hester—. De lo contrario, ¿cómo demostraremos que no se quitó la vida?

—Yo también necesito saberlo —dijo Sutton—, si no, ¿cómo vamos a impedir que vayan cada vez más deprisa hasta que hundan todo el maldito techo y entierren vivos a más de cien hombres? O, aún peor, que haya una explosión de gas y que origine otro Gran Incendio.

Hester se abstuvo de contestar. No sabía la respuesta y eso la irritaba. Si Mary había estado en lo cierto, ¿era posible que fuese la única que advirtiera el peligro? ¿Acaso sus preguntas no habrían bastado para alarmar a otras personas? ¿Era eso lo que tanto había preocupado a Alan Argyll: no la situación real sino los miedos y sospechas que Mary estaba suscitando? ¿Había algún motivo para pensar que había comenzado a sembrar el pánico?

—No me parece que tengan miedo —dijo en voz alta—. En realidad, no piensan que vaya suceder, ¿verdad?

Sutton la miró.

—¿Miedo a qué? —dijo—. En la vida, si piensas demasiado en las cosas, al final te da miedo todo. Hacerte daño, pasar hambre, pasar frío, estar solo. ¿O se refiere a ahogarse o ser enterrado vivo? No hay que pensar demasiado en el futuro. Hay que vivir el presente.

—¿Así piensa Argyll? Pobre Mary.

—No lo sé —confesó Sutton—. Aunque a mí no me cuadra.

Hester no discutió. Sumidos en un silencio cómplice, se dirigieron hacia la parada del bus.