14

Joseph había ido a visitar a Gwen Neave otra vez y estaba regresando a casa a pie por la carretera con Henry pegado a sus talones. Ya casi no notaba el ligero dolor de la pierna. Llevaba más de siete semanas alejado de su regimiento y lo cierto era que gozaba de mejor salud que muchos de los hombres que seguían allí. Lo que le retenía en la patria bajo la calidez del sol y la relajante paz de los campos era su miedo por la vida de Shanley Corcoran.

Sus pies aplastaban los tallos de hierba y olía la frescura en el aire. Las alondras cantaban en las alturas, tan arriba que apenas se veían como puntos negros contra el azul del cielo.

¿Por qué Corcoran aún no había hablado con Perth? ¿Por falta de pruebas? ¿O era que aún lo necesitaba, suponiendo que fuese Ben Morven? Era un juego muy peligroso. No era de extrañar que su voz sonara forzada por teléfono. Había mucho que ganar o perder.

Archie acababa de regresar al mar y Matthew había telefoneado para decir que también él se ausentaba por una semana o más.

Entonces lo comprendió como si le hubiesen asestado un golpe. El prototipo estaba terminado y se disponían a efectuar las pruebas de mar. Por eso Matthew se había marchado.

Y allí estaba Joseph paseando por los prados con el aire preñado de perfumes de mayo como si no hubiera nada mejor que hacer que empaparse del esplendor de las flores.

Tenía que ser el barco de Archie el que usaran para las pruebas de mar. Archie había dicho que Corcoran le habló acerca de esas pruebas la noche en que mataron a Blaine. Habían estado en el Cutlers' Arms, en Madingley.

No, Corcoran había dicho que habían estado allí. Archie había dicho... Se detuvo. Lo tenía absolutamente claro en la mente, como si hubiese ocurrido pocos minutos antes: Archie había dicho que se encontraron a las ocho, cuando Blaine aún seguía con vida, en el Drouthy Duck, allí mismo, en St. Giles.

¿Cabía pensar que Archie estuviera equivocado? Seguro que lo estaba. A él le traía sin cuidado dónde o cuándo habían conversado. Nadie podía sospechar que tuviera relación alguna con Theo Blaine, ni personal ni profesional. Para Corcoran era mucho más importante porque había dicho que se hallaba allí en el momento en que su mejor científico era asesinado. Era de suponer que le habría dicho lo mismo a Perth, si éste lo había interrogado. Cosa que sin duda habría hecho, como parte de la rutina, al menos, para averiguar si Corcoran había podido ver u oír algo relevante. Tampoco era que normalmente tuviera motivos para estar cerca de la casa de Blaine. Corcoran vivía en Madingley. Sólo que aquella tarde había salido, cosa nada habitual en él. Trabajaba con demasiada dedicación como para tomarse tiempo libre, excepto si se trataba de asuntos verdaderamente importantes, como una conversación sobre las pruebas de mar.

Sin duda tenía que haberse equivocado debido al cansancio, la preocupación, incluso el pesar por la pérdida de su mejor científico, a la postre un amigo, circunstancias que lo llevarían a obrar con un descuido impropio de él. Y, por descontado, ahora era imposible ponerse en contacto con Archie para que lo corroborase.

¿Por qué se sentía tan incómodo? ¿Por qué había llegado a barajar la posibilidad de que Shanley Corcoran estuviera mintiendo acerca de dónde había estado? ¿Qué era lo que pensaba? ¿Que de un modo u otro Corcoran sabía la verdad y mentía a propósito? Joseph tenía constancia de que estaba protegiendo al asesino de Blaine porque lo necesitaba para completar el proyecto. Casi no tenía dudas de que se trataba de Ben Morven. Lucas no tuvo ocasión de matar a Blaine y Joseph no creía que lo hubiese hecho Iliffe aunque no fuese imposible.

¿Era concebible que Corcoran lo hubiese adivinado con antelación y fuera a casa de Blaine para evitar su asesinato, llegando demasiado tarde? Qué trágica ironía.

Pero entonces ¿por qué había mentido? Para eludir el verse obligado a delatar a Morven antes de haber terminado el trabajo.

¿Había ido abiertamente o en secreto? Joseph ahora sentía frío a pesar del sol, y las alondras se oían muy bajito y remotas. ¿Lo sabía Morven? ¿Había visto a Corcoran allí? No, seguramente no, o a esas alturas ya lo habría matado. No podía permitirse no hacerlo.

No, todavía peor, ¿estaba aguardando a que Corcoran finalizara el prototipo, tal como Corcoran lo había estado aguardando a él?

Pero si Joseph estaba en lo cierto, ¡el proyecto estaba concluido y el dispositivo en el mar! ¿Estaría Morven aguardando noticias sobre su buen funcionamiento? No lo creía: sería un riesgo temerariamente innecesario. Era mucho más probable que simplemente estuviera buscando el momento oportuno para matar a Corcoran y salvar el pellejo, convirtiéndose en el único hombre capaz de recrear el aparato.

Joseph apretó el paso y llamó a Henry para que lo siguiera. Caminaba a grandes zancadas sin prestar atención a la hierba pisoteada. Llegó a la verja del manzanal, la abrió de par en par, la cerró con un portazo en cuanto Henry hubo entrado y echó a correr bajo los árboles hacia el seto vivo que lo separaba del jardín. Alcanzó la puerta de atrás resollando y entró en la cocina sin reparar en el rastro de fango que dejaba sobre el suelo recién fregado por la señora Appleton.

Fue derecho al teléfono del vestíbulo y pidió a la operadora que le pusiera con Lizzie Blaine. Rogó para que se encontrara en casa. Era la única persona que se le ocurría que podría llevarlo al Claustro. Aguardó con impaciencia mientras el teléfono sonaba. ¿Por qué tenía que estar en casa? Había un montón de sitios en los que podía estar a aquellas horas.

Oyó su voz con una inmensa sensación de alivio.

— ¿Señora Blaine? Soy Joseph Reavley. ¿Podría llevarme al Claustro ahora mismo, por favor? Se trata de algo extremadamente urgente.

—Sí, por supuesto —contestó ella de inmediato—. ¿Va todo bien? ¿Ha sucedido algo?

—De momento no, pero tengo que ir allí y advertirles para que no suceda. La espero en la calle. ¡Gracias!

Pasaron diez minutos antes de que llegara y durante ese tiempo pidió disculpas a la señora Appleton y dejó una nota para Hannah diciendo que salía a hacer un recado y que regresaría a la hora de cenar.

Lizzie llegó zumbando al volante de su Modelo T. Se la veía preocupada, el pelo le salía de las horquillas y tenía una mejilla manchada. Obviamente había creído a Joseph a pies juntillas a propósito de la gravedad del asunto.

—Gracias —dijo Joseph tras subir al coche y cerrar la portezuela.

Lizzie soltó el freno de mano y aceleró antes de preguntar:

— ¿Piensa decirme qué ocurre? ¿Sabe quién mató a Theo?

—Sí, me parece que sí —contestó Joseph mientras doblaban la esquina de High Street—. Pero debo asegurarme de que no mate a Corcoran también. Creo que están probando el invento y si resulta ser un éxito ya no necesitará a Corcoran.

—Eso no es motivo para matarlo —dijo Lizzie. Aumentó la velocidad al entrar en la carretera esquivando por poco las ramas que la primavera derramaba a ambos lados de la calzada—. Sería un riesgo estúpido.

—No es sólo que no le necesite —explicó Joseph—. Ese hombre mató a su marido y Corcoran lo sabe. No comprendo cómo no lo ha denunciado todavía.

—Tal vez no tenga pruebas —sugirió Lizzie con los nudillos blancos de sujetar el volante para tomar una curva cerrada con considerable destreza y enderezar el coche otra vez—. ¿Tiene intención de decirme quién es?

—Sí, cuando esté absolutamente seguro. Con Corcoran muerto sería el único hombre vivo que sabría cómo recrear el invento con toda exactitud. —Lizzie se concentró en la conducción durante varios minutos guardando silencio, centrando su atención en la carretera—. Lo siento —agregó Joseph con súbito arrepentimiento. Estaba hablando del asesinato de su marido como si fuese un incidente inherente al logro científico, no la muerte del hombre que ella había amado, probablemente más que a ninguna otra persona en el mundo.

Lizzie le dedicó una repentina sonrisa que se desvaneció acto seguido.

—Gracias. No estoy muy segura de hasta qué punto quiero saber qué ocurrió. Pensaba que sí, pero ahora que podría descubrirse en cualquier momento resulta más real y mucho más desagradable. En cierto modo era mejor dejar que se perdiera en el pasado sin resolver. ¿Soy una cobarde?

Había dolor en su voz, como si le importara lo que Joseph pensase y tuviese claro que sería severo con ella.

—No —dijo Joseph en voz baja—. Es muy sensato aceptar que las respuestas no siempre nos ayudan.

—Voy a añorarlo cuando regrese a Francia.

Mantuvo la mirada al frente, evitando deliberadamente sus ojos. Pisó el acelerador y aumentó la velocidad, obligándose así a poner los cinco sentidos en la conducción. El silencio se instaló entre ellos como de mutuo acuerdo. Ambos tenían mucho en que pensar.

El coche chirrió al frenar ante la verja del Claustro y Joseph se apeó, dio las gracias a Lizzie y le pidió que lo aguardara. Pasó casi un cuarto de hora explicando a los agentes que tenía que ver a Corcoran con urgencia y luego aguardó, cambiando el peso de pierna, mientras se enviaban mensajes, se recibían contestaciones y se enviaban nuevos mensajes de respuesta.

Al cabo de casi veinticinco minutos después de su llegada, Joseph entró en la sala de espera. Transcurrió un cuarto de hora antes de que le hicieran pasar al despacho de Corcoran. Corcoran, pálido y ojeroso, levantó la vista del escritorio lleno de papeles.

— ¿Qué ocurre, Joseph? ¿Seguro que no podías aguardar a esta noche? Me habría encantado invitarte a cenar.

—Creo que esto no puede esperar —contestó Joseph, demasiado tenso para sentarse en la silla—. Sería imprudente. Y de todos modos no habría podido decirlo delante de Orla. Tienes que hacer que Perth arreste a Morven antes de que también te mate a ti. —Se apoyó en el escritorio y se inclinó hacia él, negándose a dejar que el mueble los separase—. ¡No estoy dispuesto a permitir que sigas corriendo este riesgo!

Faltó poco para que añadiera que le importaba demasiado, pero eso habría sonado melodramático y egoísta.

—El trabajo... —comenzó Corcoran.

— ¡Está terminado! —exclamó Joseph con impaciencia—. Están haciendo las pruebas de mar, ¿no? Con Archie. Dijiste que él se encargaría de hacerlas. ¿No es por lo que Matthew se ha marchado?

Corcoran abrió mucho sus ojos oscuros.

— ¿Piensas que lo sé? —dijo pausadamente, con sorpresa y un atisbo de miedo en el rostro.

— ¡No finjas ignorancia! —El enfado se acumulaba peligrosamente dentro de Joseph amenazando con hacerle perder los estribos. El peligro era real y no soportaría perder a Corcoran también. Era como si el pasado y cuanto amaba en él le estuviera siendo arrebatado trozo a trozo—. Quizá no sepas adónde han ido, ¡pero sabes de sobra que acabaste el prototipo y que se lo llevaron! Y Morven lo sabe.

— ¡Para probarlo! —Corcoran negó con la cabeza. Hay muchas cosas que no comprendes y que no te puedo contar. Morven no me matará...

— ¡No puede permitirse no hacerlo! —Joseph estaba levantando la voz a su pesar—. ¡Por el amor de Dios, tú estabas allí la noche de autos! ¡Lo viste todo! O al menos lo suficiente para sacar conclusiones.

Corcoran tragó saliva.

— ¿Qué te hace pensar eso, Joseph?

La paciencia de Joseph se estaba agotando.

— ¡No me trates como si fuese idiota, Shanley! Me mentiste acerca de dónde estabas cuando mataron a Blaine. Dijiste que estabas con Archie en el Cutlers' Arms. Y no es verdad. —Vio que Corcoran torcía el gesto como si le hubiese pegado un puñetazo—. ¡No estoy comprobando tu coartada! —dijo Joseph enojado—. ¡Archie me dijo que se había reunido contigo en el Drouthy Duck! Hasta hoy no me dado cuenta de lo que habías dicho tú. —Procuró hablar con más calma, bajando la voz para que sonara más amable, oyendo su propia angustia en ella pero siendo incapaz de moderarla—. Estabas protegiendo a Morven porque necesitabas sus dotes para terminar lo que estabais haciendo. ¡Bien, ahora está terminado! Y en cuanto tenga ocasión te matará. ¡Desenmascáralo!

Corcoran lo miraba fijamente con una mezcla de asombro y pesar. Parecía más viejo, casi vencido. Sólo le quedaba un último hilo de voluntad al que se aferraba.

—Aún...

— ¡Shanley, no puedes seguir protegiéndolo! —suplicó Joseph. ¡Dios, cómo odiaba aquella guerra! Año tras año le iba arrebatando todo lo que amaba—. Entiendo que le tengas afecto — insistió con la voz aguda por el pánico—. Maldita sea, a mí también me gustaba pero mató a Theo Blaine. Le clavó un bieldo de jardín en el cuello y lo dejó desangrándose en el barro bajo sus propios árboles... ¡Para que lo encontrara su esposa! —Se inclinó más hacia delante—. ¡Y te hará lo mismo a ti, sólo que yo no voy a permitirlo!

—Aún..., aún lo necesitamos, Joseph dijo Corcoran lentamente—. Sólo son pruebas de mar. Quizás haya que seguir trabajando. —Se incorporó en el asiento y apoyó los codos en el escritorio. Su rostro casi sin vida quedó a menos de un metro del de Joseph—. Se trata del invento más importante de la guerra naval desde el torpedo. Tal vez incluso de mayor trascendencia. ¡Podría salvar a Inglaterra, Joseph! —Sus ojos ardían apasionados—. Todo el Imperio británico depende de nuestro dominio del mar. —Le temblaba la voz—. Si dominamos el mar, dominamos el mundo y garantizamos la paz. ¡Aún no puedo denunciarlo!

— ¿Y si te mata antes? —inquirió Joseph. Oía lo que Corcoran decía sobre Inglaterra, sobre el imperio, incluso sobre la victoria y la paz, palabras que sonaban como la visión de un olvidado paraíso del pasado, una gloria ahora recordada como un sueño dorado. Pero no soportaba desprenderse del amor que aún le quedaba, de los recuerdos que encerraban toda la certeza y la bondad ligadas a aquel hombre—. ¡Morven es un espía! ¡Mató a Blaine y te matará a ti!

Corcoran pestañeó como si viera borroso o tuviera la vista cansada. Luego, poco a poco, hundió la cabeza entre sus manos.

—Lo sé —dijo en voz baja, casi un susurro.

— ¡Díselo a Perth!

Joseph alargó el brazo y apoyó una mano en la muñeca de Corcoran sin llegar a asirla.

—Todavía no. —Corcoran levantó la cara—. Déjalo, Joseph. Hay más que lo que sabes.

— ¡No voy a permitir que te maten!

Pensó en su padre. El dolor de su pérdida le roía las entrañas como un hueso roto, como si le hubieran dado una paliza y le hiciera daño hasta respirar. ¿Por qué no lograba hacerle vera Corcoran el peligro que corría? Su padre habría sabido qué decir. Incluso Matthew habría manejado la situación con más tino. Deseó que Matthew estuviera presente con su capacidad de razonamiento y su cordura. Pero no estaba allí. No había nadie más.

Corcoran lo miró a los ojos con el rostro demacrado, casi como el de un cadáver.

—Déjalo, Joseph—dijo otra vez—. Ya sé lo que es Morven. Hace meses que lo sé. ¡Pero aún no ha llegado el momento!

— ¿Por qué no? —preguntó Joseph.

—No puedo prescindir de él hasta que estemos seguros de que el prototipo funciona. — Corcoran trató de sonreír. Parecía un anciano mirando la muerte a la cara con toda la valentía que aún era capaz de reunir—. Por favor, Joseph, déjalo estar de momento. Sé lo que me hago. Pilló a Blaine por sorpresa. El pobre no tenía ni idea. Yo sí, y me andaré con cuidado. Aún no le conviene acabar conmigo.

— ¿Por eso estabas allí? —preguntó Joseph debatiéndose aún con la idea de pedir a Perth que zanjara el asunto de una vez, asegurándose así de que Corcoran saliera indemne.

Corcoran mostraba una fatiga indescriptible, como si de repente su mente hubiese perdido el hilo. Pestañeó.

— ¿Intentabas salvar a Blaine la noche en que murió? —insistió Joseph.

Corcoran suspiró y se atusó el pelo con ambas manos, como si quisiera apartarlo de su frente, aunque desde hacía poco tiempo lo tenía menos abundante y el gesto era innecesario.

—Sí. Llegué demasiado tarde.

— ¡Díselo a Perth! —instó Joseph—. ¡Deja que pongamos hombres aquí!

Corcoran sonrió.

—Mi querido Joseph, ¡vuelve a la realidad! Me consta que tienes miedo por mí, y es justo el afecto y la preocupación que hubiese esperado de ti. Siempre has sido el más parecido a tu padre, el más apasionado y blando de corazón. —Pestañeó como para contener las lágrimas y su voz se suavizó—. Heredaste buena parte de su intelecto pero no su capacidad para separar los sueños de los asuntos prácticos. En esta institución realizamos un trabajo que quizá salve miles de vidas, decenas de miles, incluso que ponga fin a la guerra con una victoria y salve a Inglaterra, y con ella toda la literatura, las leyes y los sueños que han construido un imperio. —Apretó los labios—. Perth es un hombre decente, competente a su manera, pero es totalmente imposible tenerlo a él o a sus hombres por aquí más de una o dos horas seguidas, bajo supervisión, como tiene que ser. Y yo necesito reanudar mi trabajo. Hay otros inventos, otros planes. Si hubieses sido cualquier otro no les habría robado tiempo para atenderte. —Se puso de pie con rigidez. Daba la impresión de que cada año de su edad le pesara dolorosamente sobre los hombros—. Pero significa mucho para mí que estés tan preocupado. Buscaré tiempo para verte otra vez antes de que regreses a Flandes.

Joseph tuvo una curiosa sensación de derrota. No le quedaba más que despedirse y marcharse.

Encontró a Lizzie aguardándolo en el coche aparcado justo al otro lado de la verja. Subió, se sentó y cerró la portezuela. Se sentía exhausto y hondamente abatido. Corcoran sabía lo que ocurría pero aun así Joseph no había conseguido hacer nada para garantizar su seguridad. Y aunque se daba cuenta de que sin lugar a dudas el asesino era Ben Morven, no dejaba de resultar muy desagradable haberlo confirmado. Ben le había caído bien. Había pensado que había algo bueno en él, cierta caballerosidad y sentido del honor.

Tal vez, pensó Joseph, él mismo era un completo fracaso como juez de personas. Veía lo que quería ver. Juzgar con benevolencia era una virtud, a veces la diferencia entre el amor y el fariseísmo, pero no percibir la verdad, no atinar en identificar el mal, permitía que éste creciera hasta envenenarlo todo. Era una especie de cobardía moral que dejaba la batalla en manos de terceros mientras se hacía llamar caridad. Al final no tenía nada de coraje, honor o amor sino que era una mera evasión de la incomodidad de uno mismo.

— ¿Se encuentra bien? —preguntó Lizzie en voz baja—. Hace muy mala cara.

—Lo siento —se disculpó Joseph—. Ni siquiera le echo una mano. Le daré a la manivela. Usted arranque. —Tras recorrer un breve trecho para enfilar el camino de regreso a St. Giles, Lizzie preguntó de nuevo—. Sí, estoy bien —insistió Joseph. ¿Cómo iba a decir lo contrario, y mucho menos a ella? Por supuesto que se encontraba bien—. ¿Quiere saberlo o no? No tiene por qué. — Mentiroso, se dijo a sí mismo. Claro que tiene que saberlo.

Lizzie sonrió. A pesar de las circunstancias lo hizo con afecto; le brillaron los ojos.

—Deje de ser tan amable conmigo —dijo irónicamente—. Parece un dentista vacilando ante un diente careado. ¡Tiene que ocurrir! ¿Quién mató a Theo?

—Ben Morven —contestó Joseph—. Es el espía alemán infiltrado. Tenía que ocupar el lugar de Theo en el trabajo para conseguir la información necesaria y de paso tener la oportunidad de sabotear el proyecto en su conjunto.

Lizzie guardó silencio durante un rato, frunciendo el ceño mientras trazaba dos curvas bastante cerradas.

—Eso no tiene sentido —dijo por fin—. Ben Morven es muy competente pero no en el mismo campo. A un profano en la materia quizá le parezca que trabajaban en lo mismo, pero no era así. Theo me hablaba sobre su trabajo; sin entrar en detalles, por supuesto, pero sé qué aptitudes tenía. —Miró un instante a Joseph y volvió a concentrarse en la carretera—. Ambos eran físicos, pero Theo se había especializado en el campo de la transmisión de ondas por el agua y Ben Morven en servomecanismos. No hubiese podido ocupar el puesto de Theo. A lo mejor el propio Corcoran sí, sólo que no es tan bueno.

— ¡No es tan bueno! —repitió Joseph incrédulo.

—No en ese campo —repuso Lizzie—. La física y las matemáticas de ese orden, inventivas, originales, son coto vedado de los jóvenes. Corcoran fue el mejor en su época, pero de eso hace ya veinticinco años o más.

—Pero... —Joseph buscaba explicaciones, algo con que refutar lo que Lizzie estaba diciendo. Iba de cabeza a un abismo que le horrorizaba.

—Lo siento —dijo Lizzie en voz baja.

Joseph estaba anonadado. No quería pensar en ello pero el razonamiento se desplegaba delante de él como la cinta de asfalto de la carretera y se veía empujado por su energía tan inevitablemente como si fuera a bordo de un vehículo mental que no pudiera detener ni desviar.

Corcoran había mentido acerca de Morven, no para proteger el trabajo sino sobre sus capacidades respectivas, incluso sobre sus especialidades. Morven no había ocupado el sitio de Blaine, era el propio Corcoran quien lo había ocupado o al menos intentado. ¿Por eso la conclusión del proyecto se había demorado tanto? Corcoran no era tan bueno, no poseía la agudeza ni la agilidad mental del finado.

Lizzie conducía en silencio.

Otras cosas acudían a la mente de Joseph como las ramas que surgían ante la vista cada vez que tomaban una curva: Corcoran sentado a la mesa familiar haciéndolos reír a todos, años atrás, cuando Joseph era niño; Corcoran contando historias, alabando a Alys hasta hacerla sonrojar y reír al mismo tiempo; Corcoran hablando de su trabajo con la mirada brillante de orgullo y entusiasmo, diciendo cómo revolucionaría la guerra naval, cómo salvaría al Reino Unido. No había alardeado de que su nombre pasaría a la historia como el del hombre cuyo ingenio había alterado el curso de la vida de los británicos, pero resultaba fácil leerlo entre líneas.

Sólo que de haber vivido hubiese sido el nombre de Theo Blaine el que quedaría escrito en los libros, no el de Corcoran. ¿Eso era todo? ¿Mero afán de alcanzar la gloria? ¿Era él, y no Morven, quien había asesinado a Blaine creyéndose capaz de ocupar su lugar para luego descubrir que no era así? ¡Era una idea inadmisible! ¡Qué traición al pasado, a la amistad, a su padre, permitir que semejante pensamiento le pasara siquiera por la cabeza! Joseph se despreció por haberlo permitido pero allí estaba, inamovible.

¿Cómo podía haber estado tan equivocado toda su vida? ¿Y su padre también? John Reavley había querido a Corcoran como amigo desde sus tiempos de universitario. ¿Tan engañado había estado como para pasar por alto semejantes ansias de fama, de adoración infinita?

Finalmente Lizzie interrumpió el hilo de su pensamiento con la voz tomada, como si ya no soportara seguir callada.

— ¿Qué sucede? —preguntó—. Algún día tendré que saberlo. No tiene por qué protegerme.

—En realidad... —comenzó Joseph. Entonces se dio cuenta de lo grosero que sonaría decir que se estaba protegiendo a sí mismo, sus sueños y sus creencias, la certidumbre de un pasado que ahora le servía de consuelo y sostén. Miró el semblante decidido, inteligente y valiente de Lizzie tratando de hallar un camino a través de la desolación. Merecía saber la verdad, y se sorprendió al constatar que le gustaría compartirla con ella.

Hallando las palabras adecuadas con suma dificultad, le describió lo que había pensado y cómo habían ido encajando las piezas hasta formar una imagen ineludible.

Lizzie se tomó su tiempo antes de contestar.

¿Había cometido un error espantoso al culpar al único hombre que estaba haciendo desinteresadamente cuanto estaba en su mano por el bien común? ¿Lizzie lo despreciaría por ello tanto como el propio Corcoran lo haría, igual que Matthew y Hannah?

Pero una voz interior le decía que no andaba errado. La guerra desnudaba a los hombres hasta su esencia, descubriendo la fuerza o la debilidad que las comodidades de la paz habían cubierto de engaño. Revelaba defectos que en tiempos menos exigentes quedaban ocultos tras un barniz de honradez.

Lizzie detuvo el coche a un lado de la calzada y se volvió de cara a Joseph. Sus ojos derramaban tristeza y una profunda piedad.

—Ojalá se me ocurrieran argumentos para que descartase esa idea, pero si lo hiciera estaría mintiendo y no podemos permitirnos nada más que la verdad, ¿no? —La de Lizzie fue una declaración, no una pregunta—. Lo lamento mucho. Resultaría mucho más llevadero si se tratase de cualquier otra persona.

Ya no era el único que lo pensaba. Ahora no tenía elección. El dilema y la culpabilidad se habían esfumado, y sólo quedaba la verdad. Se veía impulsado hacia delante, aunque fuese contra su voluntad.

—Entiendo, sí...

— ¿Seguro que se encuentra bien? —preguntó Lizzie una vez más en voz baja.

—Sí, no se apure —contestó Joseph mirándola. Lizzie apartó la vista. Era evidente que no abrigaba la menor duda y que comprendía lo que significaba—. Lizzie, es importante que no diga nada. No por la seguridad de Corcoran sino por la de usted misma. ¿Me comprende? —dijo con apremio, casi bruscamente.

Lizzie se estremeció.

—Sí. De acuerdo. Siempre y cuando usted vaya a hacer algo al respecto. No estoy dispuesta a encubrir a quien haya matado a Theo, bajo ningún concepto. —Se hallaban en la calle mayor de St. Giles. Lizzie arrancó de nuevo, dobló la esquina, detuvo el coche otra vez delante de casa de Joseph echando el freno de mano y se volvió hacia él—. No se merece esto. Se portó como un tonto con Penny Lucas pero eso no justifica su muerte ni que vayamos a olvidarlo como si no tuviera importancia. —Había recobrado el aplomo—. Theo era importante. Era brillante, y estúpido, valiente y vulnerable y desconsiderado, como la mayoría de nosotros, salvo que en él todo era más. No voy a permitir que sea olvidado. No estoy buscando venganza, supongo que ni siquiera justicia. Soy consciente de que la mitad de los jóvenes de Europa están muriendo. Simplemente me niego a dejarlo correr como si no mereciera la pena intentar hacer lo que es debido.

—Haré lo que es debido —prometió Joseph. Lo dijo muy en serio, tanto por el bien de ella como por el suyo propio—. Mañana iré a Londres y hablaré con las personas que pueden ocuparse del asunto, pero no aquí, no con el inspector Perth. Carezco de la clase de pruebas que él necesitaría. Sólo es mi palabra, por ahora. —Lizzie le tomó la mano, le dedicó una sonrisa contenida y asintió con la cabeza—. Gracias por acompañarme —dijo él y se apeó del coche. Volvió la vista atrás un momento para mirarla y la vio sonriéndole a la luz de la farola con las mejillas surcadas de lágrimas. Dio media vuelta y entró en la casa.

Por la mañana tomó el autobús hasta Cambridge y luego el tren hasta Londres. Había dicho a Hannah que tenía asuntos que resolver pero no de qué clase. Viendo su semblante adusto, Hannah se abstuvo de preguntar.

Joseph no tenía idea de cuánto tiempo estaría fuera pero tenía una llave del apartamento de Matthew y si tenía que permanecer en Londres lo haría cuanto tiempo fuese necesario hasta que el almirante Hall de Inteligencia Naval lo recibiera. No iba a confiar en Calder Shearing porque sabía que Matthew no lo hacía. Aquello tenía que comunicárselo a la instancia más alta a la que pudiera llegar. Todavía abrigaba una vana esperanza de que alguien pudiera demostrarle que estaba equivocado. Parecería un idiota desleal pero no le importaría enfrentarse a su propia debilidad, cargar con la culpa y cumplir con la penitencia correspondiente. Siempre sería mejor que aceptar una verdad tan amarga como la que sabía que su mente ya había aceptado.

Fue a Inteligencia Naval. Sabía dónde se hallaba la sede porque había tenido que presentarse allí el año anterior después del asunto de Gallípoli. Por descontado esta vez lo atendió un hombre distinto.

—Dígame, señor —dijo el hombre de manera insulsa. Joseph le dio su nombre, rango y regimiento y explicó que Matthew era su hermano.

—Tengo información acerca del asesinato de Theo Blaine en el Claustro Científico de Cambridgeshire —prosiguió—. Sólo puedo comunicársela al almirante Hall en persona.

—Lo lamento, señor, pero eso no va a ser posible —respondió el hombre de inmediato—. Si desea presentar una instancia por escrito le será entregada en su debido momento.

Joseph tuvo que hacer un soberano esfuerzo para no perder los estribos. Tantas dificultades convertían en una absurda pesadilla una tarea de por sí harto complicada. Era como si el destino pusiera a prueba su determinación.

—El asunto guarda relación con un peligro inminente que se cierne sobre un artilugio que en estos momentos están sometiendo a pruebas de mar a bordo del Cormorant —explicó al hombre.

Eso produjo el efecto deseado. Un cuarto de hora después se hallaba en el despacho del almirante «Blinker» Hall, un hombre fornido de corta estatura con un rostro perspicaz y una mata de pelo blanco. En cuestión de minutos hizo patente por qué le habían puesto aquel mote. [6]

—Veamos, capitán Reavley, ¿qué pasa? —preguntó Hall sin rodeos—. Y no pierda tiempo con explicaciones, sé de sobra quién es usted. Enhorabuena por la Cruz al Mérito Militar.

—Gracias, señor. Sé quién mató a Theo Blaine y me temo que también sé por qué. Al parecer no tiene nada que ver con los alemanes.

Hall frunció el ceño.

—Más vale que tome asiento y me cuente exactamente lo que quiere decir.

—Sí, señor. ¿Le interesa saber cómo llegué a saberlo...?

—No. Sólo dígame quién hizo qué y yo ya preguntaré lo que no pueda deducir por mí mismo.

Tan sucintamente como pudo, Joseph relató lo que creía que había sucedido. Hall lo interrumpió cada vez que necesitaba pruebas o que le aclarara algún razonamiento, aunque eso no se dio con frecuencia. A medida que Joseph iba exponiendo lo que sabía, más horrorosamente obvio resultaba.

—Y si no me equivoco, en estos momentos están probando el dispositivo —concluyó—. Si funciona bien, Corcoran ya no necesitará a Ben Morven y mi miedo es que lo mate o que le haga cargar con el asesinato de Blaine.

Sentía una opresión en el pecho, como si no pudiera llenar los pulmones de aire. Expuesta tan lisa y llanamente, su lógica era ineludible y sin embargo eso no impedía que tuviera la impresión de haber traicionado el pasado y en cierto modo haber roto algo de infinito valor que no era sólo suyo sino que pertenecía a toda su familia. Sobre todo le pertenecía a Matthew y éste quizá nunca le perdonaría que lo destrozara. Con sus pesquisas había generado un dolor inconmensurable y tendría que haber hallado algún modo de evitarlo.

—Eso no ocurrirá —dijo Hall en voz baja.

—Sí que ocurrirá —replicó Joseph—. En cuanto el Cormorant regrese y Corcoran sepa que el dispositivo ha funcionado.

Hall lo miraba fijamente con ojos brillantes y tristes.

—No funcionará. Corcoran fue incapaz de acabarlo. La señora Blaine está en lo cierto: no posee el talento de Blaine. Creyó que sabría dar los últimos pasos por su cuenta pero sobreestimó su capacidad. Mató a Blaine demasiado pronto.

Joseph se quedó pasmado.

— ¿Quiere decir que hemos..., que hemos perdido el invento?

—Sí.

Se negó a aceptarlo.

— ¡Pero lo estamos probando! A bordo del Cormorant...

—Con la esperanza de que los alemanes intenten robarlo. —Una chispa de cáustico humor negro asomó al rostro de Hall—. Así quizá podamos rastrear la filtración del Claustro, al menos. Pero si fue el propio Corcoran quien mató a Blaine, y usted me ha convencido a ese respecto, es posible que no haya ningún infiltrado. Todo indica que él mismo destruyó el primer prototipo con vistas a ocultar que era incapaz de acabarlo. Eso le hizo ganar tiempo y reforzó nuestra creencia en que había un espía alemán en St. Giles.

— ¿Y no se sorprende? —dijo Joseph con profunda desdicha, luchando aún por hallar algún indicio de incredulidad. Era en vano, y su corazón lo sabía, pero se resistía a darse por vencido.

—Sí, lo cierto es que estoy sorprendido —admitió Hall—. Pero la lógica de su razonamiento es perfecta. Ante todo estoy apenado. Conozco a Corcoran; no muy bien pero lo conozco. Sabía que era ambicioso y que le encanta ser admirado. —Sus ojos claros mostraban tristeza y tal vez culpabilidad—. No supe reconocer las ansias de gloria que aparentemente destruyeron todo lo demás en su ser. —Bajó la voz—. Lo he visto otras veces, en militares así como en políticos cuyo deseo original de ganar la batalla ha sido relegado por la lujuria de la fama y la admiración, para finalmente pasar a ser inmortales en la memoria colectiva, como si su existencia sólo se midiera por lo que los demás piensan de ellos. Se vuelven tan adictos a la gloria que su apetito deviene insaciable. No supe verlo en Corcoran, pero tendría que haberlo hecho.

— ¡No puedo demostrarlo! —dijo Joseph llevado por la desesperación. Era de Shanley de quien Hall estaba hablando como si fuese un desconocido, alguien a quien cabía diagnosticar con imparcialidad, no un amigo, su padrino y una parte de su vida entretejida inextricablemente con todos y cada uno de sus recuerdos—. No lo demostrará con el testimonio que aporte Archie — prosiguió, insistiendo como si fuese a servir de algo—. No sin sembrar una duda razonable.

Hall lo miró compadecido.

—Ya lo sé. Tendrá que ser arrestado de inmediato y juzgado en secreto. Nada de esto debe salir a la luz pública. Hablamos de asesinato y traición. Los testimonios se darán a puerta cerrada porque atañen al prototipo y porque semejante traición minaría la moral, y quizá no sobreviviríamos a eso ahora mismo.

— ¿En secreto?

Joseph se asustó.

—Sí. Lo llamaremos cuando sea preciso.

— ¿A mí? Pero...

—Tiene que testificar acerca de lo que el capitán MacAllister y la señora Blaine le dijeron.

— ¡Pero si es un testimonio de oídas! —protestó Joseph—. ¡No pruebas concluyentes!

— ¿Me ha dicho la verdad? —preguntó Hall abriendo mucho los ojos.

— ¡Sí! Pero...

— ¿Lo jurará? —Joseph titubeó, no porque abrigara duda alguna sino porque significaba que estaba formulando los toques finales que supondrían la condenación de Shanley Corcoran—. ¿Está diciendo la verdad, capitán Reavley? —repitió Hall.

—Sí...

—Pues entonces lo jurará ante el tribunal cuando sea requerido. Le agradezco que se haya presentado. Comprendo cuánto le ha costado.

Joseph se puso de pie lentamente enderezando la pierna mala y la espalda.

—No, no lo comprende —dijo cansinamente—. No tiene la más remota idea.

Se volvió y se dirigió hacia la puerta despacio, como si cada paso fuese demasiado largo y demasiado lento. Oyó que Hall decía algo a sus espaldas pero no lo escuchó. Nada de lo que pudiera decirle le haría ningún bien.

Joseph regresó a St. Giles el día siguiente. Llegó a su casa a primera hora de la tarde y apenas entró en el vestíbulo, Hannah salió de la cocina con la tez pálida y algunos mechones de pelo desprendidos de las horquillas.

—Joseph, ha ocurrido algo terrible —dijo de inmediato sin tan siquiera saludarlo—. Orla Corcoran ha llamado por teléfono pero no he conseguido dar contigo en el piso de Matthew. Seguramente ya habías salido. —Se detuvo delante de él, tan cerca que alcanzó a oler el aroma a jabón de lavanda de su piel. Le temblaba la voz—. Joseph, esta mañana han venido a arrestar a Shanley y se lo han llevado. No han dado explicaciones y Orla está casi fuera de sí. No tiene ni idea de qué va el asunto y no sabe qué hacer. Le advirtieron que no dijera nada a nadie, de modo que ni siquiera puede avisar a un abogado. ¿Cómo podríamos ayudarla? Le he dicho que tú lo sabrías.

—No podemos hacer nada —contestó Joseph viendo pesar e incomprensión en el rostro de su hermana. Abrió la puerta de la sala de estar y la hizo entrar, cerrándola en cuanto estuvieron dentro. No quería que la señora Appleton les oyera—. Tiene que ver con el asesinato de Blaine — explicó—. Y con el proyecto que desarrollan en el Claustro. Hay que guardar el secreto.

— ¿Ya han encontrado al espía? —Hannah le escrutó el semblante con una mirada muy seria, como exigiendo sinceridad—. ¿Es que Shanley lo estaba protegiendo? ¿Es ése el problema?

—No, en realidad no lo han encontrado. Ni siquiera estoy seguro de que haya uno.

— ¡Tiene que haberlo! Asesinó a Theo Blaine.

Lo aseveró como si fuese un hecho probado.

¿Debía dejarse llevar? Sería más fácil. La tentación era tan poderosa que le atravesaba la mente como un hierro al rojo vivo, destruyéndolo todo.

Hannah percibió parte de su agitación y alzó una mano con gesto inseguro para acariciarle la mejilla.

—Joseph, por favor, no me dejes al margen. No volveré a huir. Estoy convencida de que sea lo que sea, se trata de algo terrible. No había visto tanta aflicción en tus ojos desde la muerte de Eleanor. ¿Qué ha pasado?

Joseph la miró. Se parecía mucho a su madre y sin embargo era más fuerte. Había perdido la inocencia; no destruida sino transformada en otra cosa que la había preparado para amar al precio que fuese. Necesitaba que confiara en ella y ahora él tenía la abrumadora necesidad de compartir su carga con ella. Sin habérselo propuesto, se lo refirió todo.

—Shanley mató a Blaine porque Blaine iba a crear algo brillante y se llevaría todos los honores —dijo—. El mérito era suyo, a fin de cuentas. Shanley lo mató por envidia, creyendo que podría concluir el trabajo sin él, pero se equivocó. No era tan inteligente como su discípulo.

Vio la incredulidad en el rostro de Hannah convertirse en dolor y finalmente aflicción.

— ¡Oh, Joe, lo siento mucho!

Lo estrechó entre sus brazos como si fuese mucho más joven que ella; el herido, el insomne cuyas noches se hacen interminables, demasiado oscuras y frías para soportarlas a solas.

Joseph se alegró. Era lo único que podía hacer para no permitir que las ardientes lágrimas de la desilusión y la traición le quemaran la cara.

Pasó un buen rato antes de que Joseph recobrara la compostura lo bastante como para telefonear a Orla Corcoran y comunicarle que de momento él no podía hacer nada para ayudarla y que por el bien de Shanley lo más sensato sería contar lo menos posible. Si alguien le preguntaba debía decir que no se encontraba bien y no hablaba con nadie.

Orla no se contentó con ese consejo, sabiendo como sabía que estaba ocurriendo algo muy grave, pero Joseph se negó a decirle más. Salió del estudio, donde había estado encerrado, para encontrar a Hannah en el vestíbulo diciéndole que Hallam Kerr estaba otra vez allí, bastante inquieto porque la señora Hopgood estaba aguardando la llegada de su hijo desde Francia y que éste había perdido ambas piernas. El chico tenía diecinueve años.

— ¿Quieres que le diga que se vaya? —preguntó Hannah con una sonrisa ligeramente torcida.

—Gracias, pero se lo diré yo mismo —contestó Joseph dirigiéndose a la sala de estar.

—Joseph... —Joseph se detuvo y la miró. Hannah le sonrió con ironía y una mirada tierna—. ¿No crees que también va siendo hora de que le digas que vas a regresar con tu regimiento y que tendrá que tratar con ella por su cuenta? —preguntó.

¿Cómo lo sabía? Aún no se había atrevido a decírselo, sabiendo lo mucho que deseaba que se quedara en St. Giles.

— ¿Cómo lo...?

Hannah reparó en su consternación.

—Voy aprendiendo—dijo haciendo ademán de mofarse de sí misma. Se volvió y fue hacia la cocina con la cabeza bien alta y la espalda muy tiesa, absteniéndose deliberadamente de volver la vista atrás para mirarlo. Su mutuo entendimiento no lo hacía necesario.

Joseph entró en la sala de estar, donde encontró a Kerr de pie delante de la chimenea aunque, por descontado, el fuego no estaba encendido. El sol llenaba la estancia de luz. Kerr se mostraba inquieto y sus ojos reflejaban algo rayano en el pánico. Carraspeó pero aun así habló con voz ronca.

—He venido a hablarle sobre William Hopgood —dijo con cierta torpeza—. Pensé que le gustaría cuando menos estar informado. No estaba en su regimiento pero seguramente lo conocía.

—Sí..., un poco.

Kerr vaciló. Sus ojos buscaron los de Joseph.

—Voy... Voy a ir a verlo —dijo—. No tengo ni idea de qué puedo decirle. ¡Dios me asista! Pero juro que me quedaré tanto tiempo como él quiera. —Tragó saliva como si tuviera un nudo en la garganta—. Si... si me dice que me marche, ¿debo irme?

Joseph sonrió a su pesar.

—En eso ando tan perdido como usted. Quizá debería aguardar a que se lo diga tres veces. Eso significará que lo dice de verdad.

—Pasaré allí toda la noche, si eso es lo que necesita —prometió Kerr—. Las dos de la madrugada puede ser una hora terrible para encontrarte solo. Yo..., sé lo que digo. He pasado por ello. Aún conservo mis brazos y piernas pero me siento como si Dios hubiese abandonado el mundo. —Tragó saliva otra vez—. No..., no lo habrá hecho, ¿verdad?

Miró a Joseph con ojos suplicantes.

Joseph le devolvió la mirada rebuscando en su mente lo que debía decir. ¿Era Kerr lo bastante fuerte como para hablarle con sinceridad? ¿Acaso era demasiado débil para sobrevivir y perdonar?

—No lo sé —contestó Joseph—. Hay veces en que al ver lo que está sucediendo, jóvenes destrozados y agonizantes, la tierra envenenada y convertida en inmundicia, la corrupción de aquello en lo que creía a ciegas, no las tengo todas conmigo. —Miró el rostro ojeroso de Kerr—. Pero las enseñanzas de Cristo siguen siendo verdaderas, de eso no me cabe la menor duda. Venga conmigo hasta el fin del mundo cuando nos enfrentemos al abismo, se lo diré a Satán a la cara con la misma certidumbre: aún merece la pena vivir o morir en nombre del honor; no importa lo cansado, herido o asustado que estés, mira adelante y busca la luz, e incluso si ésta se ha apagado y no recuerdas dónde estaba, sigue avanzando. Siempre es correcto preocuparse. A veces te dolerá lo indecible, pero si cejas en tu empeño habrás perdido por completo el sentido de la existencia.

Kerr lo miró fijamente con un lento, casi hermoso albor de comprensión en los ojos, como si hubiese visto algo que por fin tuviera sentido, un sólido cimiento sobre el que comenzar a construir.

—Sí—dijo simplemente—. Me voy ahora mismo. Gracias, capitán Reavley. —Le tendió la mano—. Gracias por todo.

Joseph se la estrechó con fuerza y notó el firme apretón de Kerr.

—Buena suerte —le deseó, diciéndolo muy en serio. Kerr asintió con la cabeza.

—Lo mismo digo, señor.

Al día siguiente Orla volvió a telefonear y esta vez no fue posible desembarazarse de ella con evasivas. Su tono de voz sonaba áspero debido al miedo y al agotamiento y también, inequívocamente, al enfado.

— ¿Joseph? Shanley me ha pedido que hablara contigo. Da la impresión de estar muy enfermo pero se niega a contarme qué está sucediendo. Dice que posee información sobre un enemigo infiltrado en el Claustro. Supongo que se refiere a quien mató al pobre Theo Blaine. —Ahora su ira era muy contundente—. Me parece que Shanley ha descubierto quién nos está vendiendo a los alemanes. No se atreve a fiarse de nadie más que de ti. Dice que ni siquiera puede hablar con Matthew y que tú sabes por qué, pero que es extremadamente urgente. Tienes que ir a verlo, Joseph. Parece muy apurado. Nunca lo había oído hablar de ese modo. —Se le quebró la voz—. Creo que tiene que ser alguien a quien apreciaba mucho, en quien confiaba de veras. La desilusión es una de las más dolorosas de las experiencias humanas, sobre todo para un hombre como Shanley que se preocupa tanto por la gente. Por favor, ve cuanto antes, Joseph. ¿Me lo prometes?

¡Hablaba de desilusión! Qué amarga ironía. Ver a Shanley Corcoran era lo último que deseaba hacer. No había nada que decir, nada que agregar salvo recriminaciones y excusas que ninguno de los dos iba a creer.

¿Era concebible que Corcoran supiera algo sobre la filtración de información desde el Claustro a los alemanes? ¿Por medio de quién? ¿De Ben Morven? Eso no tenía nada de nuevo. Sin duda la Inteligencia Naval le sonsacaría cuanto supiera al respecto.

¿O acaso Corcoran sabía algo que Morven nunca revelaría?

No lo creía. Pero iría a verlo, no para que Corcoran le refiriera nada de interés para la Inteligencia Naval, sino porque quería mirar a Corcoran otra vez y ver si acertaba a comprender cómo había pasado por alto todos esos años su verdadero carácter. ¿Siempre había sido tan inepto? ¿Cómo no se había percatado? ¿Cuál era su comprensión de la bondad y la maldad humanas si había interpretado tan mal la naturaleza de un hombre que le era tan próximo?

¿Y su padre también había estado tan ciego? ¿Había preferido no ver o no creer lo que veía? ¿Había pensado que abrigar esperanzas contra todo pronóstico era una especie de caridad, una muestra de fe en lo mejor de sus semejantes? ¿Acaso la amistad más profunda debía cerrar los ojos deliberadamente? ¿En eso consistía la lealtad?

Estaba de pie junto al teléfono del vestíbulo. Todos los demás se hallaban en la cocina. Olía a pan recién horneado.

—Sí —dijo tras carraspear—. Sí. Por supuesto que iré. Me figuro que me dejarán entrar. ¿Dónde está?

Hubo un momento de silencio.

— ¿No lo sabes? ¡Shanley me ha dicho que sí lo sabes!

—No, no lo sé. Pero descuida que lo averiguaré. Quizá no vaya hoy mismo pero iré.

—Gracias.

Orla no insistió ni le pidió que lo jurara o prometiera. Aceptó su palabra. Eso le hizo sentir aún peor.

Tras varias llamadas y mucho esperar por fin alguien de la oficina del almirante Hall dijo a Joseph dónde estaba Corcoran y le concedió permiso para visitarlo gracias a su condición de capellán del ejército. Corcoran no podría tener un abogado civil pero sí un letrado militar, así como un sacerdote militar de su elección. Al parecer éste era Joseph.

Un coche lo recogería la tarde siguiente y luego lo acompañaría de regreso. No estaría autorizado a comentar la visita con nadie y mucho menos con Orla Corcoran. Joseph dio su palabra; era la condición de la visita. Y vestiría de uniforme para no dar pie a ningún malentendido acerca de sus funciones.

La campiña lucía gloriosa, campos veteados de sol, setos todavía cuajados de flores blancas, árboles mecidos por el viento con las faldas al vuelo. Había caballos percherones tirando de rastras con los cuellos inclinados. Nubes apiladas alejándose a merced de la brisa en largas procesiones de borregos que recordaban los del mar. Por una vez Joseph no vio nada de aquello.

El camino se hizo largo y perdió la noción de dirección, salvo que a grandes rasgos avanzaban hacia Londres. Tardaron más de dos horas. Cuando por fin llegaron al edificio, se encontró con que era una antigua prisión hecha de piedra y que olía como si siempre estuviera húmeda. Parecía rezumar la negrura de antiguos pesares, amarguras y sueños rotos.

Joseph volvió a identificarse y lo llevaron adentro.

—Me han ordenado que le conceda una hora, capellán, pero será sólo por esta vez —le dijo el oficial al mando—. No sé por qué lo han internado aquí pero es por algo grave. No debe darle nada ni aceptar nada que quiera darle él. ¿Entendido?

—Sí. No es la primera vez que visito a un preso militar —contestó Joseph con abatimiento.

—Tal vez, pero éste es diferente. Perdone, capellán, pero tenemos que registrarlo.

—Por supuesto.

Joseph se sometió obedientemente al registro y finalmente lo condujeron por un largo pasillo. Sus pasos, en lugar de resonar como había esperado, eran engullidos por el silencio como si en realidad no estuviera pasando por allí.

Corcoran ocupaba una habitación normal y corriente que nada indicaba que fuese una celda salvo la altura de la ventana, que quedaba por encima de la cabeza, y cuyo cristal era tan grueso que resultaba imposible ver nada a través de él. La única puerta estaba hecha de acero sin ninguna clase de herraje en el interior; ni bisagras ni picaporte.

Corcoran estaba sentado sobre un catre con el colchón desnudo.

Levantó la vista al cerrarse la puerta y Joseph quedó a solas con él. Se había transformado en un anciano con el rostro marchito, la tez carente de vida. Sus ojos parecían más pequeños, más hundidos en las cuencas.

Joseph sintió una desgarradora compasión, como un calambre en el estómago, e incluso una especie de repulsión. Aquello hubiese sido inimaginable una semana antes. ¡Ése era Shanley Corcoran! Un hombre a quien había querido toda la vida, cuyo rostro y voz, su forma de reír estaban entretejidos en sus mejores recuerdos. Y había matado a Theo Blaine, no llevado por la ira

o la pasión, no en defensa de algo bueno, sino porque Blaine iba a alcanzar la gloria de salvar al Reino Unido dejando a Corcoran como una mera nota al pie en las páginas de la historia.

Que esa gloria ensalzara las mentes de otros hombres le había importado más que el propio proyecto, más que la vida de Blaine y, Dios se apiadara de él, más que las vidas de los marineros que habrían podido servirse del invento, fuera éste lo que fuese. ¿Habría pensado en ellos?

Joseph se quedó plantado junto a la puerta, permaneciendo de pie porque no había dónde sentarse. Tenía que decir algo, continuar con la farsa.

— ¿Qué es lo que sabes, Shanley? —preguntó. No se vio con ánimos de decir «¿Cómo te encuentras?». Eso hubiese sido absurdo ahora, y también insincero. Su estado era dolorosamente patente, y Joseph no podía hacer nada por él aunque lo deseara, y no estaba seguro de que así fuera, como tampoco de qué era lo que ahora sentía aparte de sufrimiento.

Corcoran soltó una amarga carcajada.

— ¿Es lo único que te importa, Joseph? Después de todos estos años, el resumen es «¿Qué es lo que sabes?».

Joseph sintió una punzada de piedad y repugnancia que por poco le provocó una arcada. Fue como si se le revolviera el estómago en sentido literal.

—Por eso me mandaste llamar —contestó—. Y, dicho sea de paso, por eso me han dejado entrar.

— ¿Y es el único motivo que te ha traído aquí? —replicó Corcoran en tono acusatorio.

Aquello estaba siendo peor de lo que Joseph se había temido. En la habitación no hacía calor pero faltaba el aire, y notaba las gotas de sudor corriéndole por todo el cuerpo. No podía preguntar a Corcoran cuándo había comenzado su corrupción o si siempre había sido así. Siguió fingiendo.

— ¿Hay otro espía en el Claustro, Shanley? —preguntó.

Corcoran levantó la mirada hacia él.

— ¿Sabes una cosa? No tengo la más remota idea. Podría haberlo. Hasta podría ser uno de los técnicos o de los guardias, por lo que a mí respecta. —Ahora afloraba su enfado, como si algo o alguien lo hubiese decepcionado—. Pero sabía que no vendrías excepto si creías que había alguna gloria para ti, algún trofeo que llevar al almirante Hall. —Torció el gesto con una mueca de amargura—. No te pareces en nada a tu padre, Joseph. Él conocía el valor de la amistad, a las duras y a las maduras. Nunca hubiese vuelto la espalda a una vida entera de lealtad, a toda la pasión humana y el tesoro del pasado. Pero con toda tu presunta religiosidad, tu fariseísmo al irte a las trincheras donde puedes hacerte el héroe, eres tan superficial como un charco de la calle.

¡Era ridículo que eso le doliera! Era extremadamente injusto, distorsionado por el miedo y, Dios lo quisiera, también por la culpabilidad, pero con todo dejó a Joseph jadeando de dolor. —No metas a mi padre en esto —dijo entre dientes—. La mayor parte del tiempo lo añoro con una constante sensación de vacío. Se me ocurren cosas que quiero preguntarle, cosas que contarle o simplemente comentar. Aunque me alegra que no tenga que verte ahora. Le habría resultado insoportable porque tú has traicionado no sólo el futuro sino también el pasado. Nada es lo mismo que solía ser. Toda mi vida he pensado que tú, entre todos los hombres, eras honesto. Pero no lo eres, eres un hipócrita redomado. ¡Lo único que me preguntaba era si lo habías sido siempre y por alguna razón no me había dado cuenta!

Corcoran se levantó de un salto, los dolores y el anquilosamiento olvidados.

—Eres un ignorante, Joseph, y con la arrogancia propia de todas las personas que se creen que hablan en nombre de Dios y de la moralidad, juzgas sin comprender. No tenía elección. —Miró a Joseph de hito en hito, con los ojos encendidos de enojo—. Cuando he dicho que no tenía ni idea de quién era el espía infiltrado en el Claustro, he dicho una media verdad. No sé quién queda ahora, quién destrozó el prototipo ni quién podría seguir en contacto con los alemanes. —Su voz se hizo más aguda—. ¡Theo Blaine no era ni mucho menos tan inteligente como todo el mundo pensaba que era! ¡Oh, tenía talento, sí! —Lo dijo con amargura, como si en cierto modo fuese una condenación—. Había hecho grandes progresos en su campo pero hay una diferencia insalvable entre el talento y la genialidad. Igual que Ícaro, volaba demasiado cerca del sol. Pensó que podía diseñar una máquina capaz de guiar torpedos y cargas de profundidad de modo que dieran en el blanco cada vez. ¡Eso dijo!

A Joseph le daba vueltas la cabeza. ¡La idea era extraordinaria! Realmente habría cambiado la guerra para siempre. El bando que tuviera semejante artilugio borraría al contrario de la superficie del mar. Eso era lo que Archie estaba probando ahora y Matthew con él. ¿Sabían la verdad, sabían que no funcionaba? ¿Por qué, en nombre de Dios, había Corcoran matado a Blaine si Blaine no poseía el genio para construirlo?

—No tiene sentido —dijo en voz alta—. Si no podía acabarlo, ¿por qué matarlo?

— ¿Ahora dudas de que lo hiciera? —Corcoran estaba furioso—. ¿De repente lo sientes y vuelves a estar de mi parte?

Joseph se quedó estupefacto. ¿Era concebible que se hubiese equivocado? Fue un momento de alocada y dulce esperanza. ¡Pero Blaine desde luego no había desgarrado su propio cuello con un bieldo de jardín!

— ¡Porque no podía acabarlo e iba a vendérselo a los alemanes, idiota! —escupió Corcoran—. Estaba dispuesto a lo que fuera con tal de no admitir que no daba la talla. De esta manera nunca se hubiese sabido. Era su oportunidad para cubrirse las espaldas. ¡Pero tal vez los alemanes lo habrían terminado partiendo de la que teníamos! Tienen hombres brillantes. —Se inclinó más hacia delante—. ¿No te das cuenta, Joseph? ¡Tuve que hacerlo! No tenía elección. ¿A quién podía decírselo? Nadie más en todo el país sabía lo suficiente para entender si yo estaba en lo cierto o no. El destino de la guerra dependía de ello...

Joseph seguía pasmado. ¿Era posible? Tenía sentido, aunque resultara espantoso: un científico que alardeaba de lo que podía lograr, que sobrevaloraba su propia capacidad, brillante como era, pero no con una genialidad de tal esplendor. Entonces, cuando no supo qué más hacer, cuando se vio encarado al fracaso y a su propia humillación, lo vendió al enemigo en lugar de reconocer la verdad. ¡Qué funesta arrogancia!

—También intenté detener al espía —prosiguió Corcoran recobrando firmeza al hablar—, pero no lo logré. Blaine se negó a delatarlo pero no me cabe la menor duda de que es Morven. — Avanzó hasta situarse tan cerca de Joseph que alcanzaba a tocarlo—. Tienes que continuar desde aquí. No sé en quién confiar. Matthew está en el mar, a bordo del barco de Archie. Desconfía de Calder Shearing, él mismo me lo dijo. Hall no me hará caso. Tienes que encargarte tú; por Inglaterra, por la guerra. Por todo aquello que amamos y creemos...

Joseph lo miró. Todo pendía de un hilo, los afectos de antaño, los recuerdos, tiernos e íntimos, las desesperadas ganas de creer como cuando uno se aferraba a un sueño que se hacía jirones al despertar.

Pero la honestidad se impuso. Corcoran estaba mintiendo. Se notaba en los detalles, en el modo en que el esquema de su discurso cambiaba cada vez que relataba los hechos, siempre cargando la culpa a un tercero. Recordó las palabras de Lizzie sobre la especialidad de Blaine, que no era la misma de Morven sino la de Corcoran. Y ahora lo veía en los ojos de Corcoran, en el brillo de su piel, en su imaginación podía hasta olerlo. Era el mismo terror a la muerte que veía en las trincheras, sólo que allí, pese a todo el horror y la compasión, en cierto modo era limpio.

Joseph dio media vuelta, muy angustiado.

—Estás mintiendo, Shanley —dijo en voz baja—. Blaine quizá lo hubiese terminado. Fuiste tú quien se lo impidió para hacerlo por tu cuenta y saltar a la fama en la historia, la gloria de salvar tu país. Pero estuviste dispuesto a dejar que el país perdiera con tal de no ver a Blaine coronado en tu lugar.

— ¡Eso no lo sabes! —le gritó Corcoran—. ¡Nada lo demuestra, salvo tu palabra! Podrías equivocarte...

Joseph se volvió. Detestaba mirar a Corcoran a los ojos y ver en ellos el terror y la autocompasión pero apartar la vista ahora sería una cobardía que nunca podría enmendar.

—No, no me equivoco. No mataste a Blaine para salvar el proyecto; lo mataste para evitar que te eclipsara. Tú necesitas ser el centro de atención, tener todos los ojos puestos en ti.

— ¡No testifiques! —La voz de Corcoran se quebró—. ¡No tienes por qué! ¡Eres mi sacerdote, no pueden obligarte! —Ahora tenía el rostro húmedo de sudor y temblaba—. Tu padre no lo habría hecho. Sabía lo que era la amistad, la lealtad suprema.

Joseph pensó en todos los argumentos que tenía en mente. Pensó en Archie en el mar, y en los hijos de Gwen Neave, y en las pérdidas y pesares aún por venir. Por más que se sintiera traidor de sí mismo, les debía algo mejor que una huida. Se volvió, fue hasta la puerta y llamó golpeando con ambos puños.

El guardia acudió y lo dejó salir. Sólo una vez al aire libre, expuesto al sol y el viento del patio, se dio cuenta de que tenía las mejillas surcadas de lágrimas y que la garganta le dolía tanto que no podía hablar.

Transcurría el día uno de junio, cálido y sereno. Unas pocas nubes flotaban atravesando el cielo como relucientes barcos con las velas desplegadas para ser llenadas de sol. Los manzanos ya habían perdido las flores y los frutos comenzaban a asomar. El jardín era un estallido de colores y perfumes.

Joseph iba en mangas de camisa y trabajaba con placer. Daba gusto hundir los dedos en la tierra, arrancar los gruesos tallos de hierba verde y moverse con sólo un leve rumor de dolor, sin sufrir, sin temor a tirar de un músculo o a reabrir las cicatrices que se estaban cerrando. No podía quedarse mucho más tiempo, sólo hasta que hubiera testificado para el almirante Hall, y luego perdería todo aquello de nuevo convirtiéndose en un tesoro que recordar.

Hannah salió por la puerta trasera y se dirigió hacia él con la cara muy pálida y la voz entrecortada.

—Joseph, ha habido una enorme batalla en el mar del Norte frente a las costas de Jutlandia. Toda nuestra flota contra la flota de alta mar alemana. Todavía no saben qué ha sucedido. Ni siquiera saben si hemos ganado o perdido, pero se han hundido muchos barcos de ambos bandos.

Lo miró fijamente con los ojos muy abiertos.

¿Qué debía decirle? ¿Darle esperanzas? ¿Qué se aferrara a creer que todo había ido bien mientras fuese posible? ¿Y si había ido mal, y si Archie y Matthew se contaban entre los miles de bajas, qué ocurriría? ¿Acaso servía de algo prepararse para encajar las malas noticias? ¿Cabía amortiguar así el golpe?

No. Siempre dolía extremada e increíblemente. ¿Le habría resultado más llevadero, se habría recobrado antes si hubiese imaginado con antelación la muerte de sus padres o la de cualquier otro? ¿Habría añorado menos la amistad de Sam, habría sido capaz de conciliar el sueño en su refugio subterráneo de Ypres sin preguntarse si Sam seguía con vida, sin imaginarse que oía su risa o lo que hubiese dicho ante tal o cual situación? Tocó a Hannah tiernamente, apoyando ambas manos en sus hombros pero con suavidad; la más leve sacudida la haría venirse abajo. —Los que regresen a casa serán mayoría —dijo Joseph—. Piensa en ellos y no te enfrentes a nada más hasta que tengamos que hacerlo.

Hannah dominó su miedo con un esfuerzo tan grande que Joseph no sólo pudo verlo en su rostro sino que sintió cómo su intensidad le recorría el cuerpo entero. Hannah pestañeó varias veces.

—Gracias por no decirme que tenga fe en Dios. —Sonrió torciendo un poco el gesto—. Quiero un hermano, no un sacerdote.

—Ten fe en Dios, también—contestó Joseph—, pero no le culpes a Él si algo va mal, ni tampoco imagines que alguna vez Él dijera que no sería así. Si te prometió que Archie y Matthew regresarían, lo harán. Pero no creo que lo hiciera. Me parece que Él dijo que tendríamos todo lo que necesitásemos, no todo lo que deseáramos.

— ¿Todo lo que necesitemos para qué? —preguntó Hannah con voz temblorosa.

—Para dar lo mejor de nosotros mismos —contestó Joseph—. Para practicar la piedad y el honor hasta que devengan parte de nosotros, y el coraje para no cejar mientras nos queden fuerzas, para entregarlo todo.

Hannah frunció el ceño.

— ¿Y yo quiero todo eso? ¿No bastaría con hacerlo «bastante bien»? ¿Tiene que ser «perfecto»?

Joseph sonrió de oreja a oreja con sinceras y afectuosas ganas de reír.

—Bueno, decide lo que no quieres y dile a Dios que puedes pasarte sin ello. A lo mejor te escucha. No tengo ni idea.

— ¿Todavía crees que está entre nosotros? —preguntó

Hannah muy seria—. ¿Pensarás lo mismo si han fallecido? Quería una respuesta; sus ojos lo miraban con gravedad. —Sigue siendo la mejor opción que conozco —contestó

Joseph—. ¿Se te ocurre una mejor, otra estrella que seguir? Hannah lo meditó unos instantes.

—No. Me figuro que la alternativa es dejar de intentarlo. Tirar la toalla. Hay momentos en que eso parece mucho menos complicado.

— ¡Tienes que estar bien convencida de estar a gusto donde estás para hacer eso! —Joseph la soltó y le acarició la cara, apartándole un mechón de pelo suelto de la mejilla—. Personalmente pienso que es una mierda de sitio y tengo que creer que existe otro mejor, más justo con quienes apenas tienen oportunidades aquí.

Hannah tragó saliva y asintió con la cabeza.

—Prepararé el almuerzo. Ahora sólo podemos esperar. Te ruego que no salgas, Joseph.

— ¿Que no salga? ¿No ves que estoy tan preocupado como tú?

—Sí, claro. Perdona.

La tarde se eternizó, los minutos transcurrían con exasperante lentitud. De vez en cuando Joseph tomaba aire para decir algo y entonces se daba cuenta de que en realidad no tenía intención de hacerlo o que a fin de cuentas sería inútil, pues sólo haría más patentes los temores que se agolpaban en su mente. Miró a Hannah y sonrió, haciendo una mueca. Luego ella se fue a seguir planchando, repasando una y otra vez la misma sábana, que corría peligro de acabar chamuscada.

La noticia llegó al caer la tarde. El Cormorant se contaba entre los barcos hundidos. Joseph y Hannah permanecieron de pie un buen rato en la sala de estar, estrechamente abrazados, aturdidos, con la cabeza dando vueltas sobre un abismo de aflicción, esforzándose en vano para no ser engullidos por él.

No sólo había perecido Archie, Matthew también. Nunca sabrían cómo; hechos pedazos por una explosión, quemados vivos, arrojados al mar para debatirse en el agua hasta agotar todas sus fuerzas o, lo peor de todo, encerrados en su propio barco mientras éste se sumergía hacia las tinieblas del fondo del océano hasta que los costados cedían a la presión y el agua los ahogaba.

La pérdida era abrumadora. El tiempo se detuvo. El sol se ocultó en el horizonte y la noche llegó. Los niños se acostaron y ni Joseph ni Hannah encontraron palabras ni para comenzar a contarles lo que había sucedido.

—Ha habido una gran batalla naval —dijo Hannah con voz curiosamente desapasionada y firme—. Todavía no sabemos cómo ha terminado.

Era mentira. Necesitaba tiempo. Quizá necesitase entristecerse a solas y entregarse al primer y más terrible acceso de llanto antes de reunir fuerzas para hacerlo con ellos.

Joseph también necesitaba tiempo. Sufría por Hannah y también, amargamente, por sí mismo. Siempre había querido mucho a Matthew pero lo dejó atónito constatar hasta qué punto su hermano estaba inextricablemente entretejido en el lienzo de su vida. Fue como si John Reavley hubiese fallecido otra vez, una gran parte de sí mismo desaparecía de un modo nuevo y descorazonador. No había contado con que Matthew afrontara ningún peligro, ni siquiera saliendo al mar a probar el prototipo. La pérdida era tan devastadora que no le cabía en la cabeza. ¡Matthew no podía haber muerto!

¿Era así para toda la gente? ¿El mundo desmoronándose, la razón y la alegría desintegrándose en una oscuridad que lo envolvía todo?

Y eso obligaba a tomar otra decisión. ¿Podía regresar a las trincheras ahora dejando solos a Hannah y los niños?

La encontró delante del espejo de su dormitorio. Hannah llevaba un viejo albornoz y el pelo suelto le cubría los hombros. Su tez había perdido el color por completo, como si no le quedara una gota de sangre, pero parecía bastante serena. Sólo que se movía despacio, como si temiera que la falta de coordinación pudiera hacerla tropezar o incluso caer.

Era la viva imagen de lo que Joseph sentía. La entendió a la perfección.

—No voy a regresar a Ypres —dijo en voz baja—. Seguro que ya lo suponías pero aun así he preferido decírtelo, por si acaso.

Hannah asintió con la cabeza.

—Avisaremos a Judith..., pero todavía no. No..., no estoy preparada. —Lo miró con curiosidad, arrugando el semblante—. Joseph, ¿cómo lo hacen los demás, cómo siguen adelante, cómo viven? ¡Todo lo que llevo dicho a las mujeres que han perdido maridos e hijos son idioteces! —Puso cara de asombro—. ¿Cómo he osado? ¿Fueron amables conmigo o es que, estaban tan abatidas y aturdidas que les traía sin cuidado?

—No estoy seguro de que llegue a la gente lo que decimos en esos casos. —Se corrigió—. En estos casos. Lo peor viene cuando la primera impresión remite y el sentimiento vuelve a aflorar. Pero me tendrás aquí. No pienso dejarte..., ni permitir que me dejes.

Hannah se volvió de espaldas.

—Ve a la cama —dijo con la voz quebrada—. Todavía no estoy preparada para llorar. Si lo hago seré incapaz de parar y tengo que pensar cómo voy a contárselo a los niños, sobre todo a Tom. ¡Por favor!

Joseph obedeció en silencio y cerró la puerta al salir.

Durmió de manera irregular. Oyó a Hannah subir y bajar las escaleras tantas veces que perdió la cuenta. A las cinco de la mañana también se levantó y bajó a la cocina sabiendo que la encontraría allí.

Se había vestido y estaba limpiando la despensa. El cuarto que era como un gran armario empotrado estaba vacío, no quedaba nada en los estantes. Lo había amontonado todo en la mesa de la cocina y en el banco que cubría los cajones para la harina, las verduras y los cubiertos. Había cajas, bolsas, latas y vasijas por doquier. Hannah iba arremangada hasta los codos y con un delantal encima de un vestido viejo. No se había molestado en peinarse y llevaba el pelo recogido en una trenza holgada como la de una colegiala.

— ¿Puedo ayudar? —se ofreció Joseph.

—Realmente, no —contestó Hannah apartándose el pelo de los ojos—. No sé por qué estoy haciendo esto, pero es mejor que estar tumbada en la cama.

¿Te apetece una taza de té?

—Si consigues encontrar el hervidor y el té, sí, gracias.

Media hora más tarde todos los estantes estaban limpios pero todavía húmedos y Joseph había puesto un poco de ordenen los montones de comestibles. Ambos estaban sentados a la mesa de la cocina y ya era pleno día; el sol entraba a raudales por la ventana saludando la nueva jornada.

Sonó el teléfono.

Hannah asió su taza tan fuerte que derramó un poco de té sobre el vestido y el brazo. Se disgustó ante su propia torpeza y las lágrimas asomaron a sus ojos por aquella mera grieta apenas visible en su fachada. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no desmoronarse.

Joseph salió al vestíbulo y descolgó el auricular. —Joseph Reavley —dijo en voz baja.

—Buenos días, capitán Reavley —dijo una voz al otro lado de la línea, sonando distante—. Soy Calder Shearing.

Joseph no abrigaba el menor deseo de hablar con aquel hombre. Le faltaban ánimos para hablar de la muerte de Matthew. Era demasiado reciente.

—Señor Shearing... —comenzó.

—Tengo noticias que se alegrará de oír —interrumpió Shearing—. Ha habido un considerable número de supervivientes del Cormorant. El capitán Reavley y el comandante MacAllister se cuentan entre ellos. Sus heridas son leves. Pasaron bastante tiempo en el agua pero se pondrán bien.

Joseph se encontró sin habla, con la garganta obturada, la boca seca.

— ¿Capitán Reavley?

Joseph tosió.

—Sí... ¿Está seguro?

—Claro que estoy seguro —dijo Shearing con irritación, como si también estuviera embargado de emoción—. ¿Se figura que habría llamado si no lo estuviera? La batalla fue atroz. Las bajas se calculan en más de seis mil hombres y no menos de catorce barcos. Su hermano y su cuñado estarán en casa dentro de dos o tres días.

—Gracias..., sí... —Joseph tragó saliva—. Gracias.

Colgó el auricular y regresó a la cocina. Chocó contra la jamba de la puerta y con el golpe se le durmió el codo. Tendría que haberle hecho daño pero ni siquiera se percató.

Hannah lo miró con gravedad. No había rastro de temor en su rostro, no había nada que pudiera lastimarla, lo peor ya había ocurrido.

—Era Shearing... —comenzó Joseph.

Hannah frunció el ceño.

— ¿Quién es Shearing?

—Servicio de Inteligencia. ¡Hannah, están vivos! ¡Buena parte de la tripulación se salvó y Archie y Matthew están bien! ¡Me ha dicho que está seguro! No es una equivocación, lo sabe con toda certeza.

Hannah puso ojos como platos. Ahora volvía a tener miedo, miedo de creer, de abrazar el dolor de la esperanza, pasar por la tortura de amar y temer y aguardar y horrorizarse.

— ¿En serio?

— ¡Sí! ¡De verdad! ¡Me lo ha asegurado!

Rodeó la mesa en dos zancadas, tiró de ella para levantarla y la estrechó con fuerza entre sus brazos. Hannah lloró soltando grandes sollozos, liberando toda la emoción y la inquietud contenidas.

Joseph sonreía, también con el rostro surcado de lágrimas. Por encima de todo, ¡Matthew estaba vivo! Matthew estaba vivo, se encontraba bien y no tardaría en volver.

Y eso significaba, por supuesto, que Joseph tendría que regresar a Ypres. Aunque no de inmediato, todavía no.

Tras un receso de veinticuatro horas, Joseph fue a Londres para testificar en el juicio de Shanley Corcoran. Estaba acusado de alta traición. La vista se celebraba a puerta cerrada; lo único que diferenciaba la sala de otras en las que se despacharan asuntos de diversa índole era la disposición de las sillas, la altura de las ventanas, muy separadas del suelo, y los guardias uniformados y armados que custodiaban las puertas.

Como en cualquier otro juicio, Joseph no oyó los testimonios previos al suyo. Aguardó solo en la antesala caminando de un lado a otro, sentándose brevemente en la silla de respaldo duro y volviendo a levantarse para seguir caminando de aquí para allá. Daba vueltas en la cabeza a lo que iba a decir. Si simplemente se limitara a contestar a las preguntas que le formularan, su contribución a la verdad en cierto modo quedaría en manos de otras personas. Eso le descargaría de la responsabilidad final, de la culpa por la caída de Corcoran y las consecuencias que ésta trajera aparejadas. No sería decisión de Joseph establecer su culpabilidad.

La puerta se abrió y un hombre menudo y silencioso que llevaba un traje oscuro le dijo que había llegado el momento. Joseph fue con él.

La sala lo recibió en silencio. Vio a Corcoran de inmediato. Sólo había una docena de personas y ningún jurado. Aquél no era un juicio que pudiera presenciar el público. Tanto las pruebas como el fallo del tribunal se guardarían en secreto. A Joseph le recordó un consejo de guerra.

Se había propuesto no mirar a Corcoran a los ojos pero sus ojos se dirigieron hacia él, a su pesar. Corcoran estaba sentado a una mesa pequeña junto con su defensor. Presentaba la tez cenicienta y el cuerpo rígido pero en cierto modo más menudo de lo que Joseph lo recordaba.

Ahora Corcoran estaba enfadado y en sus oscuros ojos brillaba todavía una pregunta, una exigencia: ¿finalmente estaría Joseph a la altura de la lealtad que su padre le habría mostrado, la lealtad a todo el amor y los buenos momentos del pasado, de las pasiones compartidas, y que estaba convencido que merecía?

El fiscal tomó la palabra.

—Por favor, declare su nombre, su ocupación actual y su domicilio —ordenó. Su voz era amable, muy educada; era un hombre bastante elegante.

—Joseph Reavley. Soy capellán del ejército. Vivo en Selbourne St. Giles, en Cambridgeshire.

— ¿Y por qué no está ahora con su regimiento, capitán Reavley?

—Me hirieron. Pero está previsto que regrese en cuanto ustedes me autoricen —contestó Joseph.

— ¿Cuando sus obligaciones aquí hayan concluido, quiere decir?

—Sí.

—Muy bien. ¿Cuánto tiempo hace que lo hirieron y cuándo salió del hospital para convalecer en St. Giles?

Joseph fue respondiendo y detalle tras detalle el fiscal le fue sonsacando su participación en el esclarecimiento del asesinato de Theo Blaine, su relación con la viuda de Blaine, sus conversaciones con Hallan Kerr y con el inspector Perth. Fue un relato meticuloso, casi árido, pero tampoco había ningún jurado al que impresionar, ninguna emoción que manipular. Los tres jueces se atendrían sólo a los hechos.

En todo momento fue una batalla entre Joseph y Corcoran, que desde su asiento fulminaba a Joseph con la mirada como si éste fuese el traidor y él la víctima, un hombre en una situación desesperada que había sido derrotado por las circunstancias para acabar siendo delatado por la única persona en quien confiaba como en un hijo. Tal era el sufrimiento que reflejaba su rostro que Joseph acabó teniendo claro que Corcoran se había convencido a sí mismo de ello.

Lo peor estaba aún por venir. El abogado defensor, un hombre enjuto de pelo rubio y ralo, se levantó y se aproximó a Joseph deteniéndose a un par de metros de él.

— ¿Desea usted sentarse, capitán Reavley? —preguntó con cortesía—. Me consta que sus heridas fueron graves y que aún se estarán curando. No quisiéramos causarle ninguna molestia innecesaria.

Joseph cuadró los hombros acentuando su posición de firmes.

—No, gracias, señor, me encuentro perfectamente. —Tengo entendido que le fue concedida la Medalla al Mérito Militar por sus heroicos esfuerzos en Flandes para rescatar soldados muertos y heridos en tierra de nadie.

Joseph notó su propio sonrojo.

—Sí, señor.

— ¿Eso forma parte del cometido de un capellán del ejército?

La defensa parecía sorprendida.

—Técnicamente no, señor, pero moralmente considero que sí.

— ¿De modo que está dispuesto a definir sus obligaciones morales al margen de las atribuciones y responsabilidades del ejército? —Esbozó una sonrisa pero no levantó la voz—. ¿El ejército le dice una cosa pero usted le ha añadido otras mucho más peligrosas arriesgando su propia vida, llegando casi a perderla, debido a la manera en que concibe su propio deber?

Joseph vio la trampa que se había tendido él mismo. No había forma honesta de evitarla.

—Sí, señor. Aunque disto mucho de ser el único capellán que lo hace.

—Ah, acabáramos. Los soldados tienen que obedecer órdenes pero los capellanes tienen un mando superior, una moralidad diferente, y pueden hacer lo que consideran más apropiado. ¿Es eso?

Joseph notaba el ardor de su rostro y supo que debía resultar obvio a los demás presentes.

—Cualquier soldado arriesgaría su vida para salvar a sus camaradas, señor—contestó fríamente. Dios, qué farisaico sonaba. Cómo lo aborrecía—. Si usted fuese responsable de alguien —prosiguió—, de un muchacho de diecinueve o veinte años que hubiese salido a luchar por su país y cayera herido, desangrándose en el fango de la tierra de nadie, y estuviera en sus manos ir en su busca, quizá para traerlo con vida, ¿no iría?

Un susurro recorrió la sala, una especie de suspiro.

—Lo que yo haría no viene al caso, capitán Reavley —contestó el defensor cambiando el peso de pie para luego dar un par de pasos y encararse a Joseph desde otro ángulo—. Lo que tratamos de establecer es lo que haría usted. A juzgar por lo que ha dicho queda bastante claro que usted establece sus propias normas, respondiendo a lo que considera una autoridad que está por encima de las leyes de los hombres.

El fiscal se puso de pie.

—Sí, sí—convino el juez que presidía el tribunal. Se volvió hacia la defensa—. Señor Paxton, está sacando demasiadas conclusiones. Entendemos su argumento de que el capitán Reavley es un hombre que sigue sus creencias morales sin que se lo hayan ordenado. Continúe por favor.

—Gracias, señoría. —Paxton se volvió hacia Joseph de nuevo—. No le pediré que repita su declaración acerca de la muerte del señor Blaine ni de la relación que entabló con la señora Blaine cuando enviudó. Todo parece haber quedado bien claro. Pero sí le pediré que repita lo que ella le dijo sobre las aptitudes de su marido. Y luego, si tiene la bondad, díganos qué hizo para corroborar por su propia cuenta que en efecto era cierto. ¿Qué conocimiento tiene la señora Blaine de lo que ocurre en el Claustro, aparte de lo que le contó su marido? Y aunque resulte lamentable me veo obligado a recordar que sin asomo de duda estuvo más que dispuesto a engañarla en asuntos que seguramente eran más importantes para ella que su prestigio profesional en comparación con el del señor Corcoran.

Joseph no tenía elección. Admitió a regañadientes que había aceptado la palabra de Lizzie sin posterior corroboración.

—Parece usted un tanto crédulo, capitán Reavley—observó Paxton—. Bien intencionado, sin duda, pero fácil de manipular en lo que atañe a sus afectos o su particular concepción del deber.

— ¿Esto es una pregunta, señoría? —inquirió el fiscal con la voz aguda y el rostro pálido.

—Quizá debería serlo —prosiguió Paxton de inmediato. Miró a Joseph—. Da usted la impresión de querer contentar a todo el mundo, capellán. Un deseo noble y cristiano, desde luego, pero es fácil que termine traicionando a una persona para ser leal con otra. Y me temo que en este caso es su amigo de toda la vida Shanley Corcoran quien va a sufrir las consecuencias de su confusión emocional y de lo que usted contempla como un deber más alto que el que le ha sido asignado. Me atrevería a aconsejarle que haga lo que le ordenen y que procure hacerlo bien. Deje el resto a los demás antes de inmiscuirse en asuntos que no comprende y así no causará daños irreparables, no sólo a hombres concretos, sino a su país.

Joseph permanecía muy tieso. ¿Era verdad, como había temido? ¿Intentaba complacer a todo el mundo porque en realidad no había nada dentro de él, sólo vacío? Miró a Corcoran. Tenía el rostro sudoroso pero los ojos brillantes. Había visto un atisbo de esperanza y dejaría que Joseph fuese aniquilado si era preciso, con tal de salvarse. En aquel desagradable momento final Joseph estuvo seguro: Corcoran sobreviviría a toda costa.

Joseph se volvió con el corazón desgarrado. Se encaró a Paxton.

—Un consejo muy bueno —dijo con claridad—. Y es justo lo que hice. El señor Corcoran me había dicho que había matado a Blaine porque Blaine era incapaz de acabar el proyecto en el que estaban trabajando pero que para salvaguardar su reputación como científico iba a vendérselo a los alemanes.

Paxton enarcó las cejas.

— ¿Aunque no funcionara?

—Yo tampoco me lo creí —contestó Joseph viendo cómo se encendían las mejillas de Paxton—. Fui a ver al almirante Hall de Inteligencia Naval y le conté todo lo que sabía. Él sabía cómo valorar las aptitudes de Theo Blaine, así como las de los demás hombres empleados en el Claustro.

Paxton cambió de posición otra vez.

—Y si Blaine no podía completar el trabajo, capitán Reavley, pero intentaba pasar al enemigo la parte que habían desarrollado, ¿qué hubiese hecho usted de hallarse en el lugar del señor Corcoran? ¿Usted que se excede en el cumplimiento de las órdenes recibidas y «salta el parapeto» para adentrarse en la tierra de nadie a fin de recuperar a los muertos? ¿No fue por eso, en realidad, por lo que le concedieron la Medalla al Mérito Militar? ¿No estaba muerto el periodista Eldon Prentice en realidad? Usted arriesgó su vida para ir en busca de un cadáver, ¿me equivoco?

—La Cruz Victoria se concede por un acto concreto de extraordinario valor —le corrigió Joseph—. La Cruz al Mérito Militar por un conjunto de actos menores. Muchos hombres salen a recoger heridos. No siempre es posible determinar si están muertos o no hasta que has regresado a la trinchera. Allí fuera sólo hay humedad, frío y oscuridad, y te disparan. A veces los hombres mueren mientras los están trasladando.

Se hizo un momento de silencio.

—Muy conmovedor —dijo Paxton—, pero irrelevante. Existen muchas clases de valentía, por ejemplo la moral además de la física. Repito, si usted tuviera la certeza de que el más destacado científico de su Claustro es un traidor pero careciera de pruebas para demostrarlo, ¿qué haría, capitán Reavley?

Joseph cerró los ojos. Aquél era el momento. Corcoran estaba muy tieso mirándolo fijamente. Notaba sus ojos clavados en él como si le estuvieran abrasando la piel.

—Haría lo mismo que he hecho —contestó Joseph—. Informaría de lo que supiera a Inteligencia Naval y dejaría que ellos dedujeran lo que les pareciera oportuno. Yo podría estar equivocado.

— ¿Y estaba equivocado el señor Corcoran, en su opinión? ¿Actuó por error?

Joseph tenía la boca seca y le latía el corazón.

—No. Creo que no. Describió a un científico cuya ambición y ansias de gloria eran tan grandes que traicionaría a quien fuese con tal de no ceder el logro definitivo a otro. Antes vería a Inglaterra perder que ganar con el invento de un colega. Pero no era a Theo Blaine a quien estaba describiendo, se describía a sí mismo.

Paxton levantó los brazos.

— ¡Usted conoce a este hombre de toda la vida! —La incredulidad le quebró la voz—. ¿Fue el mejor amigo de su difunto padre y esto es lo que piensa de él? —Ahora reflejaba escarnio y un hiriente desdén—. ¿Qué le hizo cambiar de parecer, reverendo? ¿Una pérdida de fe en todo, quizás incluso en Dios? ¿Qué le ocurrió en las trincheras, en la tierra de nadie que describe tan bien, el frío, la humedad, la agonía, que te disparen? —Agitó los brazos—. Y le alcanzaron, ¿no es así? ¿Está arremetiendo contra Dios nuestro padre porque no le brindó protección? —Señaló a Corcoran—. ¿O contra el padre que falleció y le dejó solo ante ese horror? ¿Qué lo cambió, capellán? ¿Qué lo convirtió en un traidor?

¿Cuál había sido ese momento, exactamente? Joseph buscó en su mente y lo supo.

—Llevaba razón cuando ha dicho que intentaba complacer a todo el mundo —contestó con una extraña y dolorosa serenidad—. Fue mientras conversaba con el párroco de St. Giles acerca de qué decir a un joven soldado que ha perdido ambas piernas. A veces no puedes hacer nada, salvo hacerle compañía. Me preguntó si estaba seguro de que existía Dios. ¡Y a veces no lo estoy!

Una breve conmoción recorrió la sala. La mirada de Corcoran no se alteró.

—Pero hay cosas de las que sí estoy seguro —prosiguió Joseph inclinándose un poco hacia delante—. Las cosas que Cristo nos enseñó sobre el honor, el coraje y el amor siempre serán verdaderas, en cualquier mundo que se pueda imaginar. Y que uno decida o no seguir esas enseñanzas con todo su empeño no tiene nada que ver con nadie más que con uno mismo. Y cuando te sostienes por ti mismo, lo haces. No lo haces para complacer a tal o cual persona, ni como una orden, ni por obediencia, y desde luego no por una recompensa. Lo haces porque ése es quien tú has decidido ser. —Paxton intentó interrumpir pero Joseph siguió hablando—. Nunca sabrá cuánto me duele mirar a Shanley Corcoran y verlo tal como es, pero la alternativa sería traicionar el bien en el que creo, y eso no puedo hacerlo por lealtad. Si lo hiciera no quedaría nada dentro de mí que ofrecer a los hombres en las trincheras, a las personas que amo, ni siquiera a mí mismo. Juzgar y sentenciar es tarea del tribunal, no mía, pero yo he dicho la verdad.

Paxton entendió que había perdido y se rindió con elegancia.

El veredicto fue inmediato. Shanley Corcoran fue hallado culpable de traición y sentenciado a morir en la horca. Se enfrentó a ello con terror y compadeciéndose a sí mismo. El sudor le humedecía el semblante gris ceniciento. Pareció arrugarse y consumirse dentro de sus ropas dejando que colgaran de su cuerpo. Pese a todo el buen humor, el afecto y la inteligencia que había poseído, había un núcleo de vacuidad en su ser, y Joseph no soportaba mirar su desnudez.

Tenían que pasar tres domingos antes de la ejecución, pero algo había muerto allí aquel día; una ilusión de afecto y belleza se había desvanecido por fin, dejando sólo un vacío.

Pero cuando Joseph salió a la escalinata bañada de sol también supo que había conocido la traición y sobrevivido a ella. Al verse obligado a mirar en su interior no había visto a un hombre débil tratando de cumplir su propósito de convertirse en lo que los demás necesitaban de él., sino un conocimiento consciente del bien que no dependía de nada ni de nadie más. Amaría y necesitaría a las personas por un sinfín de razones, mas no para subsanar sus propias dudas ni para llenar un vacío en su fuero interno.

Bajó hasta la calle sonriendo para reencontrar a sus amigos y su razón de ser.