9

Patrick Hannassey quizá fuese el Pacificador. De hecho tal posibilidad se clavaba como un cuchillo en los pensamientos de Matthew, siguiera la vía de investigación que siguiese. Se dijo a sí mismo que eso era ridículo. Siempre había sabido que Hannassey era un enemigo de Inglaterra dispuesto a recurrir a la violencia. Pero era muy distinto pensar que podía ser el hombre que había orquestado el asesinato de sus padres. Las implicaciones personales no podían dejarse a un lado. Eran tan próximas como la propia piel, un recuerdo que jamás cicatrizaría del todo. Se encontró con que las palabras de Detta llenaban su mente incluso cuando deseaba desesperadamente escapar de ellas.

Él y Joseph habían hecho lo posible por averiguar la identidad del Pacificador. Habían tomado en consideración todo lo que a su juicio debía definirlo: en primer lugar, su acceso tanto al káiser como al rey de un modo lo bastante confidencial como para presentarles el tratado y su pasmoso contenido; en segundo lugar, John Reavley tenía que conocerlo suficientemente bien como para toparse por casualidad con el tratado y apoderarse de él. Había ocasiones en las que para cometer otros actos que le constaba que el Pacificador había efectuado en persona éste había tenido que estar en Londres. Y por último, estaba bastante claro que también había ejercido una poderosa influencia sobre Eldon Prentice y Richard Mason. Por consiguiente tenía sólidos contactos en la prensa; no en los periódicos nacionales que obedecían a las restricciones informativas dictadas por el gobierno pero sí en otros de provincias, más pequeños y menos responsables.

¿Cómo se aplicaban estos criterios a Patrick Hannassey? Matthew tenía que ponerlos a prueba, hallara la respuesta que hallase.

La devastadora violencia de los levantamientos de Pascua en Dublín y la consiguiente represión británica le brindaron la oportunidad que necesitaba. El Lunes de Pascua la cañonera Helga abrió fuego sobre Dublín prendiendo fuego a Liberty Hall y unos cuantos edificios más, y matando a civiles. Las tropas británicas desembarcaron en Kingstown y se dirigieron a Dublín, entrando en la ciudad pese a la emboscada tendida por los hombres de De Valera.

Al día siguiente las tropas del general sir John Maxwell, enviadas por el primer ministro Asquith, y en su mayoría carentes de instrucción, dispararon contra todos los irlandeses que veían y la Dirección General de Correos fue pasto de las llamas. Se hizo patente que lo peor aún estaba por venir. Las preguntas sobre los dirigentes del movimiento nacionalista irlandés no precisaban explicación.

Matthew estaba cenando con un amigo a quien conocía desde que iban juntos al colegio. Habían jugado en los mismos equipos de cricket y compartido un breve entusiasmo por las colecciones de sellos. Ahora Barrington ocupaba un puesto en el Foreign Office. Se hallaban en un restaurante tranquilo y ocupaban una mesa ubicada en un discreto rincón, regando con una botella de clarete una empanada de carne de corzo bastante apetitosa. Matthew hizo las preguntas que resonaban en su cabeza, ansioso por conocer las respuestas y al mismo tiempo temiéndolas.

— ¿Hannassey? —dijo Barrington meditabundo—. ¿Piensas que está detrás de este levantamiento? ¿Detrás de Connolly y Pearse?

—No puedo asegurarlo —contestó Matthew dando a entender que sí.

Barrington sonrió.

— ¿Qué es lo que quieres saber?

Matthew comenzó por el asunto menos controvertido. —Su historia. Por ejemplo, ¿qué clase de influencia tenía antes de la guerra? ¿Adónde viajaba?

— ¿Viajar? —Barrington se sorprendió—. Al continente. Tenía alguna clase de puesto diplomático relacionado con intereses anglo—irlandeses.

— ¿Con inclusión de Alemania?

—Naturalmente. ¿No sería mejor que me contaras de qué va todo esto, Reavley?

—Todavía no lo sé demasiado bien yo mismo —respondió Matthew saliendo por la tangente—. Aún estoy en la fase de ver si realmente es algo. ¿Servicio diplomático en Alemania?

—Si lo que me estás preguntando es si es simpatizante de Alemania la respuesta es que sí, por supuesto. Simpatiza con cualquiera que vaya contra nosotros.

—Lo habría dado por sentado, en otras circunstancias. ¿Cabe que conozca a alguien vinculado al káiser?

Barrington frunció el ceño y jugueteó con su cucharilla de café.

—Sí. Es un hombre muy afable, sumamente inteligente y, cuando quiere, muy cultivado. El káiser, desde luego. Y el rey también, llegado el caso.

— ¿Y miembros de nuestro Parlamento? —insistió Matthew.

—Es posible que conozca bastante bien a cualquier personaje influyente. —Barrington negó levemente con la cabeza—. ¿A quién tienes en mente, Reavley? Estás siendo muy evasivo. ¿Seguro que no se trata de algo que deberíamos saber?

—Está relacionado con algo que dijo mi padre antes de morir.

Aquello era una verdad a medias, más o menos.

—Me enteré. Accidente de carretera, ¿verdad? Lo siento mucho.

—Sí. En su momento pasó bastante inadvertido entre las demás noticias.

— ¿Y eso?

—Fue el mismo día del magnicidio en Sarajevo.

—Vaya. Qué mala sombra. ¿Piensas que sabía algo acerca de Hannassey que todavía es relevante? —preguntó Barrington.

—Estoy investigando esa posibilidad. ¿Tenéis a Hannassey bajo vigilancia?

—A veces. Lo perdemos la pista cada dos por tres. Es un maestro en el arte de pasar desapercibido y cuando menos lo esperas desaparece. ¿Qué fechas te interesan?

—Últimos de mayo y primeros de junio del año pasado —precisó Matthew.

—Londres, mayormente. Pero no sé decirte exactamente dónde.

—Gracias. Última pregunta: ¿tiene contactos para influir en la prensa?

Barrington no dudó:

—No, que yo sepa. Y no lo creo.

— ¿Ni siquiera en la prensa local? ¿Periódicos pequeños del norte?

—Ni idea. ¿Por qué?

—Te lo diré si todo esto me lleva a alguna parte. —Matthew apuró su taza de café—. ¿Te apetece un brandy?

De nuevo en su despacho, Matthew recibió un mensaje por radio procedente de Estados Unidos y lo descifró. Lo leyó con aprobación y tal vez cierta satisfacción a pesar de su crudeza. Un estibador del puerto de Nueva York había sido asesinado.

Escribió la respuesta. No era preciso decir mucho. Su hombre ya tenía instrucciones. Había que hacer que el cadáver pareciera el de un espía entrenado por Alemania que hubiese cambiado de bando para revelar los planes germánicos al Reino Unido. Su asesinato era un castigo ejemplar por tal acto, una perfecta demostración de lo que aguardaba a los traidores.

Ahora también era el momento de mostrar pruebas documentadas sobre la existencia de un agente ficticio en el sistema bancario germano—estadounidense, agente que habría revelado todos los detalles de las transacciones para pagar al hombre de los muelles que había colocado las bombas en las bodegas de los barcos.

Matthew releyó su carta una vez más revisando todos los pormenores, luego la cifró y se la entregó al operador para que la enviara.

Informó a Shearing a última hora de la tarde como si en su cabeza no hirvieran más pensamientos que los relativos a los mercantes aliados que cruzaban el Atlántico con bombas de humo ocultas entre los cargamentos de munición. Se obligó a apartar de su mente la idea de que por fin estaba a punto de desenmascarar al Pacificador, así como el doloroso conocimiento de que se trataba del padre de Detta. Se veía incapaz de hacer frente a la idea del daño que iba a causarle. En su lugar se concentró en el vasto enredo de lealtades, políticas y opiniones que constituían la relación anglo—estadounidense.

— ¿Y bien? —preguntó Shearing. Parecía cansado. Su traje usualmente impecable estaba un poco arrugado y la corbata no acababa de ponerse derecha. Matthew se preguntó una vez más dónde vivía Shearing y por qué nunca había mencionado siquiera a sus padres o hermanos. ¿Por qué no había nada en su despacho que revelara un amor o un recuerdo, algún vínculo con un lugar o cultura? Se diría un hombre sin raíces. Y ese buscado anonimato resultaba vagamente inquietante. Lo convertía en un ser deshumanizado. Todos los demás hombres tenían una fotografía, un adorno, cuadros, algún indicio de quiénes eran. Menos mal que el miedo a que fuera el Pacificador se había disipado.

—Tenemos un cuerpo adecuado para el agente doble—dijo Matthew sucintamente—. Esta noche voy a hablar del asunto con Detta Hannassey.

Shearing asintió con la cabeza.

—No se precipite, Reavley. Se dará cuenta si la ceba. No lo suelte todo de una vez.

—No lo haré.

Shearing sonrió con amargo humor.

—Pero dese prisa. El tiempo apremia.

—Sí, señor.

Matthew se cuadró, se volvió y se marchó. Como tantas veces antes, deseó con toda su alma poder confiar en Shearing. Quizás ahora podía, pero el antiguo recelo era demasiado profundo para ser dejado de lado. Las últimas palabras que le había dirigido John Reavley habían sido que la conspiración alcanzaba las cimas del poder. ¿Quién estaría salpicado? Y si se confiaba, ¿quién más moriría?

Había momentos en los que echaba de menos a su padre exactamente con el mismo dolor incrédulo y desesperado del primer día. Había un vacío dentro de él que nadie más podía llenar. Se habrían sentado juntos, probablemente en un banco de Regent's Park, a contemplar los patos y conversar sobre el problema que fuera. Quizás habrían visitado una galería de arte, a ver qué había en venta, buscando gangas, viejas acuarelas que necesitaban un poco de limpieza y restauración para mostrar su belleza con todo esplendor.

Matthew hubiese querido hablarle de aquella extraña relación con Detta Hannassey, de cómo ambos sabían que cada cual jugaba con el otro con una mezcla de mentiras y verdades. En los asuntos importantes, los ideales y las batallas, estaban enfrentados, incluso hasta el punto de servirse del engaño. En las cuestiones irrelevantes, los chistes y bromas, la ternura, incluso los efímeros placeres de las flores y la música, el reflejo instantáneo de un rayo de sol en el agua, el vuelo de un pájaro, eran apasionadamente sinceros. Pero no habría podido confiarse a su padre. John Reavley lo hubiese visto como un ejemplo más de la duplicidad y la traición consustanciales a la naturaleza de un trabajo que despreciaba profundamente. ¿Alguna vez habría llegado a entender cuántas vidas salvaba? Matthew deseó haber tenido ocasión de decírselo y así librarse de un daño que nada podía reparar.

Todo esto ocupaba su mente cuando se encontró con Detta en el teatro aquella tarde. Nunca iba a recogerla a su casa como hubiese hecho con cualquier otra mujer. Ella no le permitía saber dónde vivía. Matthew veía harto posible que no durmiera en la misma cama cada noche. Prefería no saberlo. Los celos resultarían ridículos, pero conocía suficientemente bien su sabor como para evitar incluso toda sospecha.

Se había propuesto llegar antes que ella, lo cual no debería presentar mayor dificultad. Detta solía llegar tarde, apareciendo con toda tranquilidad en el último momento, cuando él estaba a punto de asumir el plantón, con su sonrisa tan radiante como de costumbre. Pero aquella noche ya estaba allí. La vio de pie en el vestíbulo en cuanto franqueó la puerta. Iba vestida de azul oscuro. Tendía a elegir colores fríos pero su aspecto nunca era frío. Esos tonos acentuaban su dramatismo, como si no perteneciera al mundo cotidiano y su presencia fuese una mera visita desde un lugar más místico. Su vestido era muy sencillo y llevaba una capa oscura encima ya que la noche refrescaría después de la función.

Detta no fue a su encuentro; se quedó donde estaba, sonriente, hasta que él llegó a su lado. Matthew se preguntó si siempre estaría tan segura de sí misma como aparentaba. Quizá sus dudas fueran más sobre los demás, sobre la vida misma. A pesar de su humor, había en ella una tristeza que nunca conseguía alcanzar, como si supiera algo demasiado sutil y complejo para ser expresado con palabras.

—Hola, Matthew —dijo calurosamente. Nunca abreviaba su nombre—. Ha sido una buena elección. Me apetece una farsa.

Levantó la vista hacia él, sus ojos tan oscuros. Matthew vio la risa que asomaba en ellos, y también el dolor. Ya había decidido no mencionar el levantamiento de Dublín salvo si ella insistía, aunque con mucha frecuencia sus presunciones y resoluciones a propósito de Detta se descarriaban.

—Hola —contestó Matthew—. Se supone que es un buen espectáculo. Lleva un par de semanas en cartel y los actores se han acostumbrado a sus papeles así como a trabajar juntos.

Detta echó un vistazo al público que iba llegando. Como tan a menudo esos días, todos parecían muy jóvenes, en su mayoría veinteañeros, pero sus rostros demacrados hablaban de algo más que de hambre o cansancio. Había algo en su cutis, una cierta mirada en sus ojos. Eran hombres de permiso, alejados por unos días de las trincheras, fingiendo que lo único que existía eran aquellas luces alegres, las bromas, la música, las muchachas entre sus brazos. Deseaban pasarlo bien, volver a saborear la juventud y la irresponsabilidad que engullían a bocanadas como los buzos cuando suben a tomar aire.

—Pobres diablos —dijo Detta en voz baja—. ¡Lo saben, no hay duda! —No agregó nada más, la suave cadencia de su voz dejaba traslucir una larga familiaridad con el lado oscuro del amor—. Son tan anglosajones como tú. —Entonces su boca se torció con una sonrisa sardónica—. Pero igualmente lo saben. Supongo que si lo expones con sencillez y con suficiente frecuencia, hasta un inglés acabará viéndolo con el tiempo.

— ¿A diferencia de un irlandés, que lo ve de inmediato, tanto si es obvio como si no?

— ¡Algo así!

Detta se encogió de hombros. Dejaron de hablar mientras buscaban sus asientos.

—Mr. Manhattan. —Detta dijo el título de la obra cuando se hubieron acomodado—. ¿Tu mente sigue en América?

Era la oportunidad que deseaba, pero en realidad había elegido el espectáculo porque era una comedia musical ligera, con énfasis en la comedia. El protagonista, Raymond Hitchcock, tenía fama de cautivar al público de un modo que lo subyugaba tanto si éste lo quería como si no. Un amigo le había dicho que Iris Hoey estaba excelente en lo burlesco y que la música era muy buena.

—Cuesta que no lo esté —contestó a la pregunta de Detta—. A nuestros hombres les siguen suministrando una birria de munición.

Detta no lo miró.

—Pero estás haciendo algo al respecto, ¿no? Es decir, cuando no estás conmigo ¡olvidando tus responsabilidades y pasándolo bien!

Fue más un comentario que una pregunta, y había un matiz de humor en su forma de torcer la boca.

Matthew conocía las complejidades de su pensamiento. Aquello era una pulla por ser siempre tan prosaico, por carecer de la desbocada imaginación irlandesa. Tenía los pies sobre la tierra y la mente también. Y ella le estaba brindando la oportunidad de abundar en el tema, que era para lo que ambos estaban allí. ¿Estaría además comprobando si Matthew sentía algo por ella y estaba dispuesto a confesarlo? A Detta le constaba que era así; Matthew no era tan buen actor como para fingir en ese terreno. ¿Acaso sus súbitos arranques de vulnerabilidad no eran más que mero disimulo por parte de ella? No debía permitir que esa idea le doliera más de la cuenta.

—Olvido todas mis responsabilidades cuando estoy contigo —contestó Matthew, dejando traslucir sinceridad y diversión en su voz. Vio el placer de Detta, demasiado real para disimularlo de inmediato—. Hasta que miro los rostros de los soldados de permiso —agregó—. Entonces recuerdo que soy parte del conflicto tanto si me gusta como si no.

Debía recordar que estaban en guerra para no dejarse arrastrar por sus sentimientos hacia Detta. El precio del olvido podía ser sus propias vidas.

Detta se volvió de cara a él con los ojos muy abiertos como si le hubiese dado un bofetón. Pero en su mirada había admiración además de una súbita pérdida de alegría.

—Claro que lo eres —dijo en voz baja—. Has venido a trabajar aunque tu tarea conlleve ciertos placeres. Si yo no fuese irlandesa, tú no estarías aquí.

—Si no fueses irlandesa, tampoco tú estarías aquí —señaló Matthew, aunque manteniendo el tono de broma y la sonrisa.

— ¿Y te imaginas que sé quién está saboteando vuestras balas y obuses? —preguntó Detta volviendo la cara para que sólo le viera el perfil.

—Es posible —respondió Matthew—. Pero apenas importa. Estoy casi convencido de que no me lo dirías. Aunque me parece mucho más probable que simplemente sepas que es algo que se está haciendo y a lo mejor incluso cómo. Pero no necesito que me lo cuentes porque resulta que ya lo sé.

— ¿Pues entonces qué haces aquí?

Seguía sin mirarlo. Su voz era casi un susurro. Matthew tuvo que arrimarse a ella para estar seguro de no perderse nada de lo que decía. Alcanzó a oler el perfume de su pelo y ver la sombra de sus pestañas en su mejilla.

La orquesta comenzó a afinar en el foso. La gente aún se estaba acomodando en sus asientos, saludando a amigos que reconocía, voceando saludos. Las muchachas reían y flirteaban. Flotaba un febril ambiente festivo en el aire. Cualquier comediante lograría divertirlos aunque por otra parte nadie pudiera ahuyentar por completo la sombra de los acontecimientos que oscurecían el mundo más allá de las candilejas.

—Estoy aquí engañando a todos —contestó Matthew con un hilo de voz—. Me digo a mí mismo que estoy aquí para que corrobores mis datos pero eso no es verdad porque no lo necesito. Hicimos cambiar de bando al espía de Nueva York. Nos facilitó toda la información que queríamos, hasta el nombre de su hombre en el banco alemán y los números de cuenta. Pero pagó por ello con su vida.

Detta guardó silencio varios minutos.

Matthew aguardó. Lo que en realidad quería saber ella era si habían descifrado el código, pero ¿qué fingiría querer? De repente anheló que Detta fuese como la gente que tenían alrededor, que estuviera allí sólo para divertirse, para flirtear, quizás incluso para amar y perder, pero sin engaño. Lo anheló con tanta intensidad que sintió un dolor sordo dentro de sí.

Detta se volvió y lo miró a los ojos. Le bastó con un vistazo para comprender y permitió que el reflejo de ello asomara a su rostro. Entonces, deliberadamente, como si estrellara una copa convirtiéndola en cien fragmentos de luz, lo rompió.

— ¿Lo mató tu gente? —preguntó Detta.

Matthew sintió frío en el caluroso teatro.

—No. Supongo que lo hizo su propia gente —contestó Matthew.

—Entonces sabían que los había traicionado —señaló Detta—. Cambiarán de rutina. Vuestra información no valdrá nada.

Matthew sonrió torvamente.

—Actuaremos antes de eso, si es que no lo hemos hecho ya.

— ¿Y de qué os servirá? —Encogió levemente los hombros en un gesto de futilidad—. ¿Vais a convencer a otro agente y también dejaréis que lo maten?

¿Por qué le decía eso? ¿Para hacer añicos la momentánea ilusión de paz antes de que uno de ellos pudiera aprehenderla y asegurarse de que era válida?

—Con una vez bastará —dijo Matthew procurando que su voz no revelara ninguna emoción—. Los alemanes no correrán el riesgo de provocar a los estadounidenses volviéndolo a hacer. Tendrán que pensar en alguna otra cosa, y sin duda lo harán. Pero Wilson tiene esa grandiosa idea de entrar en escena para ser el árbitro de la paz en Europa. Al parecer eso le importa sobremanera. Su lugar en la historia. Ni nosotros ni Alemania podernos permitirnos destruir esa ilusión, menos aún con unas elecciones presidenciales en noviembre. Buena parte de este asunto tiene mucho más que ver de lo que te figuras con la política interna estadounidense.

—Hay muchos alemanes en Estados Unidos —dijo Detta mirando al escenario donde el tempo de la música se había acelerado.

—E irlandeses —agregó Matthew—. Pero también hay un montón de británicos, e incluso un buen puñado de franceses e italianos. No te olvides de los italianos. Sabe Dios cuántos han sido masacrados en la frontera con Austria.

Detta no contestó. Torció el gesto con amargura, como si de pronto hubiese recordado un inmenso y antiguo pesar.

La música los envolvió. A su alrededor los jóvenes vivían el momento negándose a pensar en ayer y mañana. Algunas parejas estaban muy juntas, con los brazos entrelazados.

Detta no dijo nada más hasta el intermedio, cuando salieron al bar del foyer. Matthew la invitó a una bebida y chocolatinas. A pocos metros un grupo de muchachos de uniforme repetían un mismo chiste y reían demasiado alto, demasiado tiempo. El trasfondo de desesperación de sus voces alcanzó sus oídos como un grito.

Lanzó una mirada a Detta. En sus ojos había una compasión desnuda tan intensa que Matthew le puso una mano en el brazo sin pensar lo que hacía.

Detta se volvió sorprendida y la compasión se desvaneció aunque ocultarla le costó un considerable esfuerzo. Entonces ella descifró en el rostro de Matthew que su actitud había suscitado ternura en él, no una sensación de victoria sobre ella porque hubiese bajado la guardia un momento. Cuánto la echaba en falta Matthew, cuánto ansiaba ser capaz de romper la barrera de mentiras y juegos para por un momento aferrarse el uno al otro con las pasiones de la mente y el corazón que mantienen unidas a las personas. Ambos comprendían de un modo semejante la misma belleza, la misma dulzura, igual compasión ante el dolor y la pérdida, el infinito tesoro de las cosas buenas de la vida y, por encima de todo, la necesidad de no estar solos en ella.

Pero él estaba solo. Las lealtades respectivas los asían con demasiada fuerza. Revelar cualquier cosa sería traición, y si renunciaban a aquella parte de ellos mismos ¿qué les quedaría para dar al prójimo, y menos aún para darse el uno al otro?

¿Acaso la soledad hendía a Detta hasta lo más hondo tal como le ocurría a él? ¿O esa parte indescifrable de ella, el sueño celta con su quejumbrosa música, sus mitos que se remontaban a través de la historia, bastaba para satisfacer sus anhelos?

Contempló la vitalidad del rostro de la joven, la delicada curva del cuello, sus hombros un poco demasiado delgados para ser perfectos, y sintió que el cristal impenetrable que los separaba nunca se rompería.

Entonces Detta se volvió y Matthew borró la expresión de su rostro justo a tiempo de impedir que ella advirtiera su herida. O al menos eso creyó.

— ¿No te hacen sufrir, Matthew? —preguntó Detta juntando un poco las cejas en un instante de pasajera confusión—. Tienen este momento y saben que esto podría serlo todo. Los han arrancado del infierno por unas pocas horas y mañana o pasado volverán a él. Quizá nunca regresen a casa. ¿No lo ves en sus rostros, no lo oyes en el tono desquiciado de su risa? Está en el aire, como el olor de una tormenta que se avecina. —Irradiaba hermosura, tan solitaria, persiguiendo su sueño. ¿Qué ocurriría si alguna vez lo alcanzaba? ¿Se detendría y lo abrazaría, probaría su dulzura y sería feliz? ¿O acaso crearía otro sueño que anhelar, con el corazón tan esquivo e inquieto como ahora? Le daba miedo saber la respuesta. Tampoco era que importase. La persecución misma siempre se interpondría entre ellos. Detta alargó el brazo y le acarició la mejilla. Estaba sonriendo pero el dolor detrás de sus ojos era real—. No hay quien entienda a los ingleses —dijo con voz ronca—. Estoy convencida de que hay alguien fiero y maravilloso detrás de esta calma aparente. Sólo que no sé cómo romper la cáscara. Quiero que se levante el telón de la obra cuanto antes y volver a reír, si no el dolor que llevo dentro va a explotar.

Y dicho esto se alejó a través del foyer tan elegante como un junco mecido por el viento.

Matthew fue tras ella sabiendo irrefutablemente que ya estaban al borde de ese punto en el que tendrían que traicionarse mutuamente o a sí mismos. Si ella ganaba la batalla de ingenio, otros cientos, quizá miles de soldados jóvenes como aquellos allí presentes lo pagarían con sus vidas. No quiso ni pensar lo que su propia victoria podría costar. Los irlandeses no trataban nada bien a quienes les fallaban.

Richard Mason halló las calles de París sorprendentemente vacías. Era finales de abril, justo después de Pascua, cuando torció hacia la estrecha rue Oudry donde sabía que vivía Trotsky, y sin embargo el ambiente era cualquier cosa menos primaveral. El sol era más cálido y corría una ligera brisa que arrastraba periódicos y panfletos por la acera. No había un alma sentada en los cafés y muchas de las mujeres que había visto iban vestidas de negro, incluso las jóvenes que en otro momento habrían tenido una sonrisa y una palabra para él.

Por el camino se había fijado en cuántos relojes de la calle estaban parados, y la estatua del León de Belfort tenía paja sucia saliéndole de la boca. La gente sólo pensaba en las noticias que llegaban de Verdún.

Era media tarde. Mason esperó que Trotsky estuviera en casa. Trabajaba en un periódico de refugiados políticos rusos ganándose la vida a trancas y barrancas y, como siempre, persiguiendo sus sueños de una revolución de justicia social, un mundo donde los obreros derrocaran a la opresión y hubiese alimentos y calor para todos.

A Mason le sudaban las manos y le costaba trabajo respirar. Desde que había salido de Londres las palabras del Pacificador resonaban en su cabeza: « ¡Mátelo! Si va a continuar la guerra, ¡mátelo! »

¡Por descontado no podría hacerlo aquella misma noche!

Lo único que tenía que hacer ahora era verse con Trotsky otra vez y comenzar a formarse un juicio sobre él. Aunque no habría cambiado, ¿o sí? ¡La gente como Trotsky no cambiaba nunca! Había en él un fuego que nada apagaría. Había sido condenado al destierro en Siberia, escapado de Rusia a Sèvres y luego París. Había sido pobre hasta el punto de pasar hambre, y era un extranjero en tierra extraña. Aun así escribía con la misma pasión que antaño, en todo caso aún mayor. El Pacificador quizá no conociera a Trotsky pero Mason sí.

Llamó a la puerta. Le vinieron ganas de salir corriendo, pero sus pies eran como de plomo y las rodillas le fallaban. Dijera lo que dijese Trotsky, Mason sería incapaz de asesinarlo, y eso era lo que el Pacificador quería que hiciera.

Una mujer vestida de negro pasó junto a él, su rostro era una máscara de pura aflicción. ¿A cuántos seres queridos habría perdido? Mason había visto los cadáveres amontonados en Verdún, tantos que resultaba imposible contarlos, demasiados para ser enterrados. Se quedarían allí hasta que las ratas los devorasen y la propia tierra reblandecida por la lluvia los engullera con sus fauces de lodo. Se le hizo un nudo en el estómago. Sí, claro que podría matar a un exiliado ruso si eso servía para adelantar el advenimiento de la paz aunque sólo fuese un día.

La puerta se abrió y otra mujer de luto lo miró sin interés.

Mason preguntó en francés si Monsieur Trotsky estaba en casa.

La mujer dijo que sí y lo hizo pasar al apartamento donde Trotsky vivía con su esposa y dos hijos.

El propio Trotsky abrió la puerta del piso. Era un hombre bajo y fornido con una poblada mata de pelo negro rizado tan abundante que añadía varios centímetros a su estatura. La inteligencia iluminaba su rostro cuadrado de labios carnosos y mentón prominente, radicalmente distinto al del enjuto y más ascético Lenin. Miró al hombre alto que tenía en el umbral de su casa con desconcierto y luego, al oír hablar a Mason, el recuerdo y el placer le encendieron la mirada.

— ¡Mason! —exclamó con incredulidad—. ¡Pase! ¡Pase! —Retrocedió haciendo sitio para que Mason lo siguiera al interior de la pequeña habitación—. ¡Ha pasado un siglo! ¿Cómo está? — Indicó una silla y señaló una botella de Pernod—. ¿Una copita?

Trotsky le presentó a su esposa, que sonrió brevemente y se disculpó diciendo que tenía que acostar a los pequeños. Mason la saludó circunspecto, incómodo al ser consciente de la otra familia que Trotsky tenía en San Petersburgo.

Mason relató sus viajes como corresponsal de guerra dejando que Trotsky supusiera que ése era el motivo de su presencia en París. No obstante, se vio obligado a ser poco pródigo con la verdad, teniendo que dejar al margen todo lo relacionado con el Pacificador, con su reciente visita a Ypres y, desde luego, con Judith Reavley. No se le escapaba detalle de la pequeña habitación y sus contrastes. Por toda la mesa había papeles garabateados con disquisiciones políticas. Y sin embargo, esparcidos por el suelo, abundaban indicios de vida familiar: juguetes hechos a mano y muy usados; una labor de costura con la aguja enhebrada clavada en un pliegue; un jarroncito con media docena de flores; un plato desportillado; un libro con un trozo de papel a modo de punto.

Trotsky le estaba hablando de Jean Jaurès, el gran socialista francés que había sido asesinado justo antes del estallido de la guerra.

— ¡Podría haber evitado todo esto! —dijo Trotsky ferozmente observando el rostro de Mason—. Fui al Café Croissant, donde lo mataron. Pensé que a lo mejor aún podría percibir su presencia. No estaba de acuerdo con su ideario político, por supuesto, pero lo admiraba. ¡Qué bien hablaba! ¡Como una gran catarata, una fuerza de la naturaleza! Y al mismo tiempo podía ser la amabilidad en persona, explicándose con una paciencia infinita.

Mason lo observó mientras cantaba las alabanzas de Jaurès, y luego de Julius Martov, el líder de los mencheviques en París, un hombre de sobresaliente talla intelectual pero voluntad irresoluta. Habló de una docena de hombres más embebido de su propio entusiasmo.

Pero ¿deseaba la paz? Si regresaba a Rusia para derrocar al zar y a todo el corrompido aparato represor del antiguo gobierno, ¿sacaría a Rusia del conflicto? ¿O permanecería con la alianza, por la razón que fuera, y seguiría combatiendo hasta el final atravesando más mares de sangre?

¡Era absurdo! Mason estaba sentado en casa de aquel hombre, conversando de una revolución mundial, del orden y la justicia sociales, ¡pensando si tendría que matarlo o no!

Pero hombres que no se conocían estaban siendo aplastados en el fango a un puñado de kilómetros de allí, matándose a millares. Desde luego la cordura exigía que se pusiera fin a la masacre costara lo que costase.

La conversación había derivado hacia los planes de Trotsky para regresar a Rusia.

—Cuando regrese a Rusia, cuando se deshaga del zar, ¿qué ocurrirá? —preguntó Mason—. ¿Cuáles son sus intenciones? ¿Qué pasará con la guerra?

—No podemos ayudar al resto de Europa —dijo Trotsky con resignación—. Firmaremos la paz, por supuesto, en cuanto hagamos oír nuestra voz.

Mason sintió que el alivio lo inundaba casi como si estuviera borracho. Pero entonces se preguntó si no se estaría precipitando al dar por buena aquella respuesta. ¿Estaba sacando conclusiones por sus ansias de anticipar el fin de la guerra o para no tener que llevar a cabo la suprema atrocidad de matar al hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa hablando de reformas, justicia, esperanza, revolución?

— ¿Ya se ha detenido a pensar que si se retira de la guerra es posible que el resto de Europa no apoye la revolución? —preguntó.

— ¿Qué diablos le pasa? —inquirió Trotsky—. No podemos seguir combatiendo con las bajas que estamos sufriendo. Y tenemos mucho que hacer para poner en marcha nuestro país. Lo último que necesitamos es la guerra, más muerte, el pueblo masacrado. Son los hombres corrientes, los soldados, los obreros, quienes traerán el nuevo orden. Ésta es una guerra injusta: proletarios contra proletarios. Hay que ponerle fin cuanto antes.

Frunció el ceño, perplejo ante la aparente estupidez de Mason.

Era verdad. Claro que era verdad. ¿Cómo no iba a creerle Mason? Era lo único que tenía sentido. Apoyó los codos sobre la mesa.

— ¿Cuándo? —preguntó con más apremio del que se había propuesto—. No puede permitirse aguardar hasta que Alemania los haya vencido o entonces sólo será un mero cambio del zar por el káiser. Y si Estados Unidos entra en la guerra, tampoco los ayudará. Entonces los aliados vencerán y eso significa el zar otra vez. Volverán a encontrarse donde estaban al principio, aunque sólo Dios sabe con cuántos conciudadanos suyos muertos.

—Ya lo sé —dijo Trotsky con el rostro transido de pena—. Tiene que ser pronto. Pero nos persiguen por todas partes, incluso aquí, en París. Martov es brillante pero no acaba de decidirse a hacer nada. Lenin está en Zurich y tiene miedo de moverse. Créame, hago cuanto puedo. Si no tuviera amigos aquí correría el riesgo de ser expulsado de Francia. Pero nunca pierdo la esperanza, amigo mío, al final venceremos, y ya no falta mucho para eso: un año más, quizá menos.

—Menos —dijo Mason en voz baja—. Tiene que ser menos. Ahora estaba en paz consigo mismo, libre de una carga terrible.

No fue hasta que por fin se hubo despedido de Trotsky y caminaba por la calle desierta que se puso a considerar cuánta gente sería ejecutada, pasaría hambre o se vería desposeída en la «paz» con la que soñaba Trotsky.

La luz de la tarde se desvanecía trazando un alto arco azul pálido como de seda desteñida que cruzaba el cielo entero, y los colores se diluían bajo la arboleda donde Joseph y Corcoran habían estado paseando junto al linde de los campos.

—Hace tan poco frío que se me olvida que aún no es verano —dijo Corcoran sonriendo.

Joseph miraba la hierba que el viento mecía hacia Madingley, por la parte de poniente. Había sido un breve interludio de evasión del presente, de los dilemas de la aflicción y la toma de decisiones, incluso de la conciencia de las terribles masacres en Verdún y el levantamiento en Irlanda. Este último había sido sofocado con una brutalidad tal que había acabado con cualquier asomo de buena voluntad que los dublineses hubiesen mostrado al principio ante las tropas británicas.

Entonces se volvió hacia Shanley y bajo la luz del ocaso reparó en lo demacrado de su rostro, las cuencas hundidas de los ojos, las arrugas profundas que surcaban la piel de la nariz a los labios. Parecía un anciano acabado y rendido. Su aspecto suscitó en Joseph un inesperado temor. La confianza de pocos momentos antes se esfumó. Había sido una ilusión fruto de la valentía y la fuerza de voluntad, la necesidad de creer en lo imposible porque era lo único que los separaba de la derrota.

El instante pasó. Joseph volvió a ponerse la máscara de serenidad como si no se hubiese dado cuenta de nada. Desde que tomara la decisión de quedarse en St. Giles su mente estaba mucho más relajada. El futuro no encerraba nada más pavoroso que las cargas del pueblo, los consabidos sufrimientos del pesar y de la confusión.

Corcoran sonrió con una mirada triste y cansada. Joseph había borrado la expresión de su rostro demasiado tarde.

—Conoces a ese tal Perth, ¿verdad?

Fue una observación, no una pregunta.

—Un poco —reconoció Joseph—. Quizás haya cambiado en estos dos últimos años. ¿Te está complicando la existencia?

Corcoran se demoró antes de contestar. Dio la impresión de sopesar sus palabras. Un labrador recorría el camino del otro lado del campo tirando de dos caballos percherones cuyos jaeces tintineaban a cada paso. Sin duda venía de escarificar la loma del otro lado del bosque.

No habían comentado nada acerca del asesinato. Ahora el tema se interponía entre los dos como la presencia de un tercero.

—Gwen Neave lo vio —dijo Joseph—. Un hombre con un abrigo claro, montado en una bicicleta de mujer; salió de entre los árboles del sendero poco después de la hora en que tuvieron que matar a Blaine. Eso explicaría que las huellas fuesen más profundas que si el ciclista hubiese sido una mujer; pesaba más. —Corcoran estaba acartonado y el horror inherente a la idea lo paralizó. Joseph sintió una punzada de culpabilidad por haberlo mencionado—. Lo siento —dijo en voz baja.

Corcoran no se movió y cuando habló lo hizo con voz ronca.

—No es culpa tuya, querido amigo. ¿Dices que la señora Neave vio a un hombre salir del bosque? ¿Había claridad suficiente para distinguirlo?

Joseph fue consciente de su propia torpeza.

—No, me dijo que no. Pero al parecer el sujeto estaba bastante angustiado. Vomitó y luego orinó. En ese momento es cuando estuvo segura de que se trataba de un hombre. Hasta entonces había dado por sentado que era una mujer, quizá porque iba en una bicicleta de mujer.

Corcoran presentaba un rostro casi inexpresivo. Era como si la idea le resultara demasiado fea para captarla.

Joseph se aproximó a él, súbitamente inquieto. Corcoran se volvió lentamente.

—Qué época tan espantosa nos ha tocado vivir, Joseph —dijo en voz baja—. Sabía lo de la aventura de Blaine y, Dios me perdone, pero confiaba en que sólo fuera ese antiguo mal de los celos el que había alentado ese acto infame. Si quieres que te diga la verdad, pensaba que Blaine había entrado en razón y le había puesto fin. La señora Lucas es una mujer de intenso y más bien egoísta apetito. Supuse que había perdido el dominio de sí misma y que en un arranque de celos había golpeado al pobre Blaine. —Cerró los ojos como si así pudiera apartar la idea de su mente—. Resulta sumamente desagradable y quizá la juzgué mal al permitirme siquiera pensarlo. —Se mostró culpabilizado y profundamente arrepentido—. Me figuro que es lo que deseaba pensar. Se me antojaba... más normal. No una nueva amenaza. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí, por supuesto.

—Pero ¿dices que fue un hombre? —preguntó como si aún esperase que Joseph abrigara alguna duda al respecto.

—Sí. Y supongo que si tenemos en cuenta la manera en que mataron a Blaine, no deja de resultar llamativo que lo hiciera una mujer. Se precisa mucha fuerza para... —Se calló. Era un pensamiento repulsivo.

Corcoran apretó la boca con desagrado y acto seguido torció los labios.

—Las mujeres pueden ser fuertes, Joseph. Si estaba furiosa y lo pilló por sorpresa... ¿Un bieldo, dijiste?

—Sí.

—Quizá primero lo golpeara con él. —Blandió un arma imaginaria con las manos—. Y luego...

No pudo terminar. Cerró los ojos y se estremeció ante lo que le mostraba la imaginación.

—Yo también diría que así es como ocurrió —convino Joseph—. En realidad Perth cogió el bieldo e hizo lo mismo. Se levantó la piel. —Levantó la mano y mostró a Corcoran dónde. Corcoran imitó el gesto mirándose su piel intacta. Tenía las manos bonitas, fuertes y bien formadas. Joseph recordó que siempre le habían parecido cálidas al tacto—. ¿Dacy Lucas? —preguntó en voz alta.

Corcoran negó con la cabeza.

—Eso pensaba yo, Joseph, pero me estaba engañando. En el fondo me temo que este asesinato no tiene nada que ver con el desafortunado desliz de Blaine. Tengo que pensar que lo mataron porque alguien creía que estaba a punto de hacer un gran descubrimiento científico, de dar un paso decisivo hacia una manera radicalmente distinta de entender el combate naval que sin lugar a dudas supondría la victoria británica en la guerra en el mar.

Joseph sintió frío como si los campos bajo la luz oblicua del anochecer de repente se hubieran cubierto de nieve. El mundo que amaba se le escurría entre los dedos sin que la pasión o el pesar, por fuertes que fueran, pudieran evitarlo.

—La victoria en el mar...

— ¡Tendremos que terminarlo sin él! —digo Corcoran bruscamente—. Trabajar más duro. —Se volvió hasta que su rostro brilló como si fuese de bronce—. Ya casi he llegado. Créeme, Joseph, será un momento crucial de la historia. Las generaciones futuras volverán la vista hacia este verano en Cambridgeshire como el principio de una nueva era. Sólo me falta... —encogió un poco los hombros y sonrió— avanzar un poco más. Unos pocos pasos. ¡Ojalá me concedan el tiempo necesario!

Entonces se estremeció y el miedo asomó a sus ojos sin darle tiempo a volverse otra vez.

— ¡Shanley! —Joseph hizo ademán de tocarlo.

— ¡No, no! —Corcoran negó su ansiedad bajando la voz—. Sólo es que detesto tener a ese desdichado y pedestre hombrecillo entrometiéndose en todo, haciendo preguntas, suscitando malos pensamientos. Supongo que se limita a hacer su trabajo, según él lo ve. Y por descontado no tiene conciencia de ciertos asuntos de mayor alcance que no se le pueden contar. —Apretó los labios formando una línea—. Aborrezco que todo levante sospechas, es como una enfermedad que flotara en el aire. Nada es como antes. Uno no puede permitirse confiar en nadie y flaco favor sería el hacerlo. Un desliz, una palabra o una omisión, cualquier cosa, y una persona cae bajo sospecha. No saber nada es lo único seguro.

Joseph vio un vasto panorama de miedo que ni siquiera había imaginado hasta entonces. No era de extrañar que Corcoran estuviera agotado. Sin duda había cosas que no podía compartir con nadie. La presión por tener éxito debía de ser casi insoportable sabiendo lo que había en juego, incluso la diferencia entre la victoria y la derrota. Y más próximo y apremiante que eso debía de ser la constatación de que uno de sus propios hombres seguramente era el culpable.

Pero la mente de Joseph daba vueltas a un pensamiento todavía peor, una incertidumbre que lo llenaba de pavor como una mano que le oprimiera el pecho.

— ¿Podrás terminar el trabajo? ¿Estás seguro? —preguntó odiando su propia duda.

— ¡Sí! —Corcoran se mostró asustado, como si la pregunta lo enojara—. Tardará más, eso es todo.

— ¿Saben eso los demás miembros del Claustro? ¿Cabe esperar que lo deduzcan al ver que sigues trabajando en el prototipo?

—Sí... —Entonces Corcoran entendió qué era lo que había pegado a Joseph un golpe casi en sentido literal. Suavizó su expresión y le brillaron los ojos—. Tendré mucho cuidado, te lo aseguro.

— ¿Lo harás? —inquirió Joseph—. ¿Cómo? ¿Qué harás para protegerte? ¿Guardarte las espaldas constantemente? Te conozco demasiado bien. ¿Tienes la más remota idea de quién es el asesino?

Corcoran enarcó las cejas.

— ¿Remota? —Suspiró—. Si confío en la honestidad y la habilidad del inspector Perth, al menos sé que no fue Dacy Lucas.

— ¿En serio? ¿Por qué? —cuestionó Joseph.

—Porque Perth comprobó su paradero y descartó que pudiera estar cerca de la casa de Blaine.

— ¿Estás seguro? ¿Absolutamente seguro? —Joseph estaba ansioso.

Corcoran se dio casi media vuelta.

—No. No lo sé por mí mismo. En realidad yo me encontraba en el Cutlers' Arms, en las afueras de Madingley, hablando con tu cuñado sobre posibles ensayos del prototipo en el mar. —Su voz estaba cargada de ironía—. Para que veas lo seguro que estaba entonces de que ya casi lo habíamos completado. Ahora parece que eso sucediera en otra vida.

Las sombras eran tan alargadas que en la distancia los árboles parecían extenderse a través de medio campo. La negra bandada de estorninos se elevó contra el dorado del cielo, giró y se dejó caer hacia un lado completando un círculo antes de posarse otra vez.

La infelicidad del rostro de Corcoran era más que patente. Joseph lo conocía demasiado bien como para malinterpretar—la. Y también había miedo en su expresión, aunque sutil como un aroma medio olvidado. ¿Sospechaba quién era o la aflicción que lo abrumaba era por un hombre con quien había trabajado codo con codo, en quien había confiado, con quien había compartido alimentos y sueños? ¿Entendía ahora una verdad tan amarga que la pena que le causaba superaba lo que podía afrontar?

¿O estaba aguardando la prueba definitiva antes de tragarse la última negación y hacer frente a la realidad? O peor todavía, una idea tan fea que encogía el estómago, ¿acaso lo protegía porque era necesario para completar el proyecto?

Joseph ni siquiera sabía en qué consistía el prototipo ni para qué estaba diseñado. Deducía su importancia por la actitud de Corcoran, la implicación de Matthew y, por encima de todo, por el hecho de que el mismo Corcoran creyera que uno de sus propios hombres pudiera estar motivado a cometer un asesinato con tal de impedir que fuese creado. Aquello sin duda significaba que los alemanes habían infiltrado a un hombre en el Claustro, alguien que aguardaba en secreto el momento de actuar, quizá desde el mismo inicio de la guerra, un inglés dispuesto a traicionar a su propio pueblo.

¿Acaso Corcoran perdonaría un asesinato en aras de salvaguardar el invento? Si éste iba a salvar tantas vidas como había dado a entender, si servía para volver las tornas de la guerra en el mar, entonces sí, ¡claro que lo haría! La guerra era muerte y destrucción, destrozar y matar; arruinar cuanto fuera posible. La guerra dirimía tu propia supervivencia y la de tu país, y el coste era siempre muy alto. Podía conllevar violencia, traición, actos impensables en tiempos de paz.

—Shanley... —Joseph se volvió de nuevo hacia él—. Por el amor de Dios, ten cuidado. Si sabes quién es, ¡protégete! Si ha matado a Blaine para sabotear el proyecto, ¡no dudará en matarte a ti para protegerse! Es despiadado y desconoces sus planes.

La idea de Corcoran asesinado resultaba insoportable. Ese hombre encarnaba la alegría y los recuerdos felices, la razón, el coraje y las ganas de vivir. Era el vínculo con todas las cosas buenas del pasado que ahora se escapaban como la luz desvaneciéndose en el horizonte mientras el viento susurraba entre los olmos. Joseph necesitaba aferrarse a él, salvarlo, protegerlo, consolarlo como si de alguna manera pudiera alcanzar a su padre a través de Shanley Corcoran.

Corcoran sonrió y por un instante brilló una intensa alegría en sus ojos.

—Gracias, Joseph —dijo con voz ronca—. Pero estaré a salvo. No debes preocuparte.

— ¿Sabes quién es, Shanley?

Joseph exigía una respuesta.

— ¿Piensas que lo defendería si lo supiera? —replicó Corcoran.

— ¿No lo harías si fuese esencial para el proyecto?

— ¿Para que se lo entregara a los alemanes? —dijo Corcoran en un tono de incredulidad y algo de mofa.

Joseph no iba a dejarse distraer.

—Si pensaras que puedes servirte de él hasta el momento preciso y entonces traicionarlo antes de que te traicione a ti... ¿No es así cómo funciona esta clase de batalla?

Corcoran sonrió.

—Querido Joseph, no puedo contestarte a eso. No lo sé porque aún no me he enfrentado a esa situación. —Sus ojos eran oscuros y tiernos cuando se volvió hacia el ocaso—. Pero no temas por mí. Soy muy prudente. Créeme, este proyecto me importa más que cualquier otra cosa de mi vida. ¡Es brillante! Más de lo que me atrevo a decirte. No sólo salvará un millón de vidas sino a la propia Europa. Eso tiene más peso que el hecho de hacer justicia con un individuo e incluso que la vida de un hombre, por más duro que resulte aceptarlo.

No había más que discutir. Joseph guardó silencio mientras el miedo por Corcoran anidaba en lo más hondo de su ser.

A Joseph no le bastaba con compadecerse o temer. Todo el amor del mundo carecía de valor si no actuaba. Ya había desentrañado un asesinato con anterioridad y en aquella ocasión no había deseado saber quién lo había perpetrado. Ahora, cuando el caso revestía tan apremiante importancia, debía intentarlo de nuevo, esforzándose más.

Se obligó a sonreír, pero las lágrimas le hicieron un nudo en la garganta.