7
Hacía muy buen día y Joseph decidió dar un paseo hasta el pueblo y visitar a algunos conocidos, sobre todo a Tucky Nunn, que ahora estaba en casa, a la madre de Charlie Gee y al padre de Plugger Arnold. Cogió el bastón y Hannah le observó recorrer el sendero y salir por la verja. Sabiendo que era observado, Joseph se volvió una vez con una sonrisa sardónica y luego desapareció por la calle soleada con Henry trotando alegremente pegado a sus talones.
Hannah reanudó sus quehaceres apartando de la mente los pensamientos sobre hasta qué punto estaba Joseph restablecido, si llegaría un momento en que habría recobrado realmente las fuerzas. Fregó el suelo con ahínco y revolvió todo el contenido de la despensa sin un motivo razonable. Tenía costura y plancha pendientes y escribió una larga carta a Judith.
Joseph regresó poco después de las dos, habiendo almorzado en el pueblo. Se le veía cansado, sin duda cojeaba más que antes, pero extraordinariamente satisfecho consigo mismo.
Mira! —dijo en cuanto cruzó la puerta. Sacó de una gran bolsa de papel una hermosa copa de peltre de exquisito diseño con el pie delicadamente labrado. Las líneas eran simples, el brillo como satén gris oscuro.
— ¡Oh, Joseph! ¡Es preciosa! —exclamó Hannah entusiasmada—. Quedará de maravilla en la estantería de tu habitación. Necesitas algunas cosas para reemplazar las que te llevaste a Flandes. Esto será perfecto. ¿Es muy antigua?
Sabía sin preguntarlo que no era una reproducción; Joseph jamás aceptaría algo así. Sin duda la había encontrado en la tienda de viejo del final de High Street donde John Reavley había pasado tantas horas.
—No es para mí—contestó Joseph alegremente—. Dentro de un par de semanas es el cumpleaños de Shanley Corcoran. He pensado que sería perfecto para él. ¿No estás de acuerdo?
Hannah se quedó perpleja un instante. Joseph se percató.
— ¿No lo estás? —preguntó decepcionado—. Le encantan estas cosas. Es del siglo XVII. ¡Y auténtica!
—Claro que es auténtica—dijo Hannah en voz baja. Vio la ternura de su mirar y, con una sacudida de pena tan grande que le cortó la respiración, supo lo que había ocurrido. No deseaba decírselo pero tenía que hacerlo—. Pero el cumpleaños de Shanley no es hasta el próximo febrero, Joe. A primeros de mayo es el de papá. —Joseph la miró. Hannah tragó saliva—. Me parece... me parece que los has confundido. Puedo guardarla hasta entonces.... si quieres.
Joseph miró la copa frunciendo el ceño.
—Supongo que ha sido eso —dijo—. Qué estúpido.
Se levantó y salió cojeando al vestíbulo. Hannah le oyó subir la escalera con pasos desiguales. Ella se había ensimismado demasiado en su propia soledad sin Archie; apenas había pensado en Joseph, tan atareado tratando de aliviar los miedos y pesares del prójimo que no tenía tiempo para sí mismo. Debía de añorar terriblemente a su padre. Los había unido una amistad que nada podía reemplazar aunque a veces la de Shanley Corcoran quizá se aproximara. Su afecto, su optimismo y sentido del humor, su infinidad de recuerdos eran más valiosos de lo que probablemente él mismo se figuraba. Estaría bien regalarle la copa, no para señalar una ocasión, sino como mero obsequio. Se lo diría a Joseph.
Por la tarde Hannah llevó un atado de cuadrados de punto al ayuntamiento y por el camino la adelantó Penny Lucas montada en su bicicleta. La saludó con la mano. Aunque la conocía poco le había gustado su talante afectuoso y entusiasta, aunque ahora hacía semanas que no la veía. Penny no tenía hijos, de modo que a lo mejor andaba ocupada con algún trabajo de guerra que la había retenido fuera de St. Giles.
Penny se detuvo junto al bordillo un poco más adelante y desmontó con destreza y notable elegancia. Aguardó a que Hannah la alcanzara.
— ¿Qué tal está? —preguntó Hannah.
Penny hizo una mueca de resignación. Era una mujer guapa con el pelo castaño, ojos entre verdes y azules y un cutis ligeramente pecoso que siempre lucía perfecto. Ahora presentaba las mejillas un tanto apagadas pese al esfuerzo de pedalear.
—Bastante bien, supongo —contestó encogiéndose un poco de hombros—. ¿Y usted?
—Voy tirando —respondió Hannah sonriendo. Penny empujó la bicicleta y caminaron juntas sin prisa—. Hacía siglos que no la veía —prosiguió—. ¿Está haciendo algo interesante?
—La verdad es que no. —Penny sonrió compungida—. Estoy a cargo de la lavandería del hospital de Cambridge. Es importante, supongo, pero una vez que lo tienes todo organizado y funciona por sí mismo, no puede decirse que requiera una ciencia muy innovadora. —La peculiar elección de palabras de Penny crispó a Hannah al despertarle el recuerdo de Theo Blaine y su espantosa muerte. Penny tuvo que percatarse de su cambio de expresión—. Perdón —se disculpó—. Supongo que todos lo tenemos presente. Era un hombre extraordinario, ¿sabe? — Apartó la falda para que no quedara atrapada en las ruedas de la bicicleta—. No, claro que no. Apenas tuvo tiempo para conocer a nadie. Corcoran los hace trabajar de sol a sol, como quien dice. Debe de ser necesario, por la guerra, supongo, pero a veces cuesta aceptarlo. —Su rostro se tensó—. Se olvida de que esos hombres son jóvenes y que quizá no están tan obsesionados como él por la ciencia y por hacer historia. —Miró a Hannah de reojo—. Perdón otra vez. Es amigo suyo, ¿verdad?
—Era el mejor amigo de mi padre, en realidad —corrigió Hannah preguntándose cómo era que Penny Lucas sabía tanto. Recordaba haber coincidido con su marido, Dacy, sólo un par de veces. Era un hombre de genio vivo y sonrisa fácil que coleccionaba piezas de ajedrez de distintas culturas y gustaba de hablar de ellas.
—Pero también es amigo suyo —agregó Penny observándola.
—Desde luego, y es el padrino de mi hermano Joseph.
— ¿El que está en el ejército? Lo hirieron, ¿verdad? ¿Cómo se encuentra?
El carro del panadero pasó tirado por un viejo caballo negro, lustroso bajo el sol y con el arnés reluciente.
—Restableciéndose, aunque eso lleva tiempo —contestó Hannah.
—Lo echará de menos cuando regrese al frente.
Penny se volvió como si quisiera ocultar alguna emoción que sabía que sus ojos revelaban. A juzgar por su voz parecía que fuese pesar, un súbito sentimiento de soledad demasiado fuerte para controlarlo.
Hannah se preguntó hasta qué punto había conocido Penny a Theo Blaine. ¿O acaso era pensar en otra persona lo que le dolía tanto? ¿Habría perdido hermanos o primos en la guerra?
— ¿Tiene familia en Francia? —preguntó.
—No —respondió Penny categóricamente—. Todas somos chicas. Mi padre está muy avergonzado. Ningún hijo que enviar al frente. —Se estremeció haciendo un gesto curiosamente vulnerable—. Apenas toma en consideración que tiene un yerno trabajando en un proyecto científico. Podría ser una fábrica, por lo que a él concierne, sólo que ni siquiera lo ve como un trabajo de verdad, el que se hace con la pluma. En realidad Dacy trabaja muchas más horas que cualquier otra persona que yo conozca. Salvo Theo; él sí que era brillante de verdad, probablemente uno de los mejores cerebros que viven hoy. —Tomó aire y casi se atragantó—. Al menos..., ayer. ¡Es espantoso!
—En efecto, crees que puedes soportarlo pero es sólo que no hay escapatoria —convino Hannah desconcertada por la profundidad del sentimiento que percibió en la voz de la otra mujer. Resultaba extraño estar de pie en medio del sendero bajo el sol, conociéndose tan poco y hablando de las más profundas pasiones de la vida y la muerte como si fuesen amigas. Pero eso era probablemente lo que ocurría a las mujeres de todo el país. Así como las trincheras hermanaban a los hombres, el verse desposeídas de las antiguas certidumbres, la dolorosa soledad del cambio y la aflicción unían a mujeres que quizá nunca hubiesen llegado a conocerse en tiempos de paz.
Penny enderezó la espalda y reanudó la marcha. El padre de Plugger Arnold las adelantó conduciendo un caballo percherón y Hannah le sonrió.
—Ese detestable policía no para de ir de un sitio a otro haciendo preguntas —dijo Penny enojada—. Husmeando y entrometiéndose en nuestras vidas. Supongo que no registrará mi canasta de la ropa sucia, pero tengo la sensación de que ni siquiera puedo darme un baño sin correr el riesgo de que llame a la puerta para ver cuánta agua estoy usando.
—Tiene que ser un trabajo muy difícil. —Hannah acomodó su paso al de Penny—. ¿Por dónde va a comenzar? Si realmente hay un espía en St. Giles, podría tratarse de cualquiera, ¿no?
—Supongo que sí —convino Penny—. ¡Es una idea horrible! Aunque se me ocurren unos cuantos que no pueden ser. Me figuro que no tendrá en el punto de mira a las viejas familias del pueblo, sobre todo las que tienen hombres en el frente. Bien pensado, eso no deja a muchos.
—De todos modos, también tendrá que investigar en los pueblos que quedan lo bastante cerca como para ir en coche —razonó Hannah.
—Es imposible meter un coche por ese camino trasero—señaló Penny—. Las ramas lo harían pedazos y dejaría rodadas por todas partes. Nuestro diligente inspector las habría visto. Quizá por eso anda interrogando a cuantos viven lo bastante cerca como para haber ido a pie..., o en bicicleta, supongo. —Esbozó una sonrisa compungida—. ¡Es increíblemente asqueroso! —Volvía a estar enojada—. ¡Lo odio! No es culpa suya, pero a él también lo odio, con todas esas observaciones arteras y esos ojitos perspicaces, como si estuviera todo el rato imaginando... no sé qué. ¿Ha pensado cómo sería estar casada con un hombre así, que se pasa la vida hurgando en los pecados y las tragedias de los demás? —Apartó la idea de sí con un ademán—. Lo siento... ¿Cómo iba a saberlo?
Los pensamientos se agolpaban en la mente de Hannah, recuerdos de cosas que había dicho y hecho que preferiría que nadie supiera; no forzosamente cosas malas, sólo tonterías. Pero también había pensado en otras cosas, como en B en Mor—ven, en su manera de reír, en la desenvoltura de sus gallardos andares, el aspecto de su cuello con una camisa limpia de algodón. Tenía unas hermosas manos morenas y finas.
¿Por eso Penny Lucas aborrecía tanto a Perth, hasta el punto de asustarla? ¿Sabía lo estrecho que era el camino trasero que llevaba a casa de Theo Blaine porque—había estado allí?
— ¿Conoce a la señora Blaine? —dijo Hannah.
La pregunta pilló a Penny desprevenida. Adoptó una expresión hermética.
—Bueno... Un poco, por supuesto. Theo trabajaba con mi marido. — ¡Qué manera tan extraña de expresarlo! No aludía a Theo como el marido de Lizzie Blaine, como si deseara eludir la cuestión—. ¿Por qué? —inquirió entrecerrando sus ojos azul verdes.
—Pensaba en lo mal que lo estará pasando —mintió Hannah—. Es una manera espantosa de perder a alguien. Espero que tenga buenos amigos, quiero decir aparte de personas como el párroco o... esa clase de relaciones.
Penny miró al frente.
—Todos perdemos personas, más aún en los tiempos que corren. Lo cierto es que no sé si tiene amigos o no. Es una persona bastante fría y reservada. Cada cual hace frente a la desgracia a su manera.
—Por supuesto. Y seguro que el policía la molestará más que a nadie.
Penny se paró en seco y se volvió con los ojos muy abiertos y enojada.
— ¿Qué ha querido decir con eso?
—No lo sé. —Hannah adoptó una expresión de inocencia rayana en la disculpa—. Supongo que porque era quien mejor lo conocía a él, y la casa, el jardín, todo. —Penny se mostró vencida. Su coraje y presencia de ánimo se deshincharon súbitamente—. Lo siento mucho —dijo Hannah enseguida, dejando que la compasión barriera la sensatez—. No me imagino cómo debe de ser perder a alguien que conoces y con quien has compartido una amistad como ésa. —Se había acostumbrado tanto a la mentira de que la muerte de sus padres había sido un accidente que casi se lo creía ella misma. Y a pesar de eso sabía, por lo que Joseph le había contado al respecto, que nunca debía ser puesto en duda—. Si quiere..., si quiere hablar con alguien capaz de comprenderla un poco, mi hermano la escuchará —ofreció a Penny—. Hace un par de años uno de sus mejores amigos murió asesinado. De ahí que conozca al inspector Perth. Fue un caso espantoso.
— ¿En serio? —El rostro de Penny reflejó sorpresa, aunque poco más que un educado interés—. Tal vez. Ahora mismo debo irme a casa. Tengo un montón de cosas que hacer y mañana me esperan en el hospital a primera hora. Gracias por...
No supo cómo terminar la frase y, tras una breve sonrisa, montó en la bicicleta y se fue pedaleando a bastante velocidad, dejando las palabras sin decir.
Hannah se quedó plantada en la acera observando a Penny alejarse con la blusa ondeando al viento y el cabello brillante de sol hasta que desapareció tras una curva de la calle. Parecía sentir la pérdida de Theo Blaine muy profundamente y, sin embargo, era obvio que su esposa le caía mal o la conocía muy poco.
¿Era posible que hubiese tenido una aventura amorosa con Blaine y que su marido lo hubiese descubierto? ¿Era eso lo que Perth estaba percibiendo e intentaba demostrar y por eso Penny se sentía tan amenazada con su intromisión? Si se encontraba con Theo Blaine en secreto, ¿dónde lo hacían? ¿Y cuándo? Desde luego no donde había sido asesinado, pero ¿y en el bosque vecino? Costaba imaginárselo en invierno, pero ¿en primavera y verano? Sólo después del ocaso. Demasiadas probabilidades de que hubiera niños jugando durante el día.
Ahora bien, aparte de en las novelas románticas, ¿la gente realmente hacía el amor en el bosque? Sería incómodo, casi con toda seguridad habría barro y humedad, y con la espantosa posibilidad de ser sorprendido por alguien que paseara a su perro, un botánico entusiasta o un coleccionista de mariposas. ¡Qué infame vergüenza! Notó que se ruborizaba y no pudo evitar imaginárselo y echarse a reír.
¡Basta de pasiones ilícitas en el bosque!
Tampoco serviría encontrar un sitio en las aldeas de los alrededores. Alguien lo descubriría tarde o temprano. Ni siquiera podías estornudar sin que todo el mundo se enterara. Sería una invitación al desastre, a las bromas groseras, incluso a un conato de repugnante chantaje.
Caminaba lentamente, sumida en sus pensamientos. En realidad habría que ir a un lugar bastante grande para conservar el anonimato, y eso significaba Cambridge. Penny estaba allí, además, por su trabajo en el hospital. ¿Y Theo Blaine? Dispondría de un coche para ir y venir del Claustro. Le resultaría muy fácil ir a Cambridge cuando quisiera. En el Claustro pensarían que se había ido a casa y Lizzie Blaine pensaría que trabajaba hasta tarde.
Quizá Dacy Lucas había cogido la bicicleta de la propia Penny y había enfilado el sendero de atrás entre los árboles para encararse a Blaine y habían peleado. Blaine se había negado a renunciar a su aventura y Lucas le había agredido llevado por la ira. O quizá Lucas había amenazado con decírselo a Lizzie Blaine, Blaine lo había atacado y Lucas se había defendido demasiado bien. Luego, al ver lo que había hecho, se había horrorizado y huido. ¿Quién iba a creer que lo había hecho sin querer?
Hannah caminaba más despacio, ajena a los demás transeúntes.
Probablemente el inspector Perth ya sabía todo aquello. Pero ¿y si no era así? Quizás aún estuviera convencido de que el asesino era un espía alemán. La idea era tan horrible que de pronto se sintió como si hubiesen violado su propio domicilio, como si alguien sucio y violento hubiese allanado su morada ensuciándolo todo. Tardaría meses, incluso años en dejarlo todo limpio otra vez.
Quizá debería dar a Perth algún indicio para que lo investigara. La habían educado según el código de honor de no chivarse y reconocer que tenías la culpa cuando te pillaban. Por encima de todo, nunca jamás permitirías que castigaran a otros por algo que habías hecho tú. Eso era el colmo de la cobardía.
Pero esto era distinto. ¿Cuánto iban a sufrir todos si Perth se quedaba en el pueblo y seguía hurgando en sus vidas, husmeando cual sabueso, despertando sospechas, resucitando antiguas enemistades? Ya tenían suficientes pesares, tal como estaban las cosas, y sin duda vendrían más. Los primeros rumores de sospecha ya habían comenzado a circular.
Sin darse cuenta siquiera, había cambiado de dirección y caminaba con brío dirigiéndose a la estación del ferrocarril.
El inspector Perth no estaba cuando Hannah llegó a la comisaría de Cambridge, de modo que tuvo que aguardar más de media hora a que llegara. Presentaba un aspecto acalorado y cansado, como si le dolieran los pies, cosa que seguramente le ocurría. Tenía los zapatos gastados por los lados y cojeaba un poco.
—Dígame, señora MacAllister, ¿qué puedo hacer por usted?
Aguardó a que Hannah se sentara antes de tomar asiento a su vez descansando los pies con ostensible alivio.
De forma breve y bastante concisa Hannah le contó lo que había oído y lo que sospechaba.
— ¿En serio? —Perth se mostró cauteloso pero no falto de interés—. ¿Iba en bicicleta, dice?
—Sí. Casi todo el mundo va en bicicleta en Cambridgeshire, sobre todo ahora. Es lo mejor para ir de un sitio a otro.
—Eso ya lo sé, señora. Nací y me crié aquí—dijo Perth con paciencia—. ¿Hablamos de una bicicleta de mujer?
— ¡Sí, claro!
— ¿Por casualidad se fijó usted en sus manos?
—Pues no en especial. ¿Por qué?
— ¿No tenía un pequeño corte o un arañazo, o una tirita, quizá? Como aquí.
Le mostró la tirita que llevaba en la mano, a través de la palma cerca de la base del dedo índice.
—Me parece que no. No me acuerdo. ¿Por qué? ¿Piensa que...? —Su imaginación trabajaba deprisa—. ¿Cómo se hizo eso?
—Más vale que no lo sepa, señora —respondió Perth haciendo una mueca.
— ¡Usted agarró..., el bieldo!
Entendió con un estremecimiento por qué se resistía a contárselo.
—Sí, señora. Sólo es un rasguño. Un tornillo que sobresalía. Pero me hizo sangrar. Me levantó la piel.
Lo cierto era que Hannah no había mirado las manos de Penny Lucas. Era una idea repulsiva aceptar que pudiera haber sentido una ira tan bestial como para matar a Theo.
— ¿No le es posible determinar si ella lo agarró? —preguntó.
—No, señora. Quienquiera que lo usara lo manchó con tanto barro que no dejó ningún rastro. No hay huellas dactilares ni sangre. Puede que llevara guantes.
— ¿Por qué iba ella a matarlo? —preguntó Hannah—. Si ella lo amaba...
—Enamorada, señora MacAllister —corrigió Perth con tristeza—. A veces eso es muy distinto. Tiene que ver con el deseo, con una especie de sentido de la propiedad, no con preocuparse por lo que le ocurre a la otra persona. He conocido gente que ha matado a su pareja por creer que le era infiel. O incluso sólo por sentirse rechazada de mala manera.
—No puedo... —comenzó Hannah y se interrumpió.
—Claro que no —convino Perth—. Nadie puede. No harían falta detectives en la policía si estuviera claro. Le agradezco que haya venido.
Hannah se marchó con el estómago revuelto. Se había equivocado al ir, pero no haber ido también hubiese sido un error. Ninguna opción era buena.
Caminó de regreso a la estación para tomar el tren siguiente a casa y ya casi había llegado cuando por poco chocó con Ben Morven que cruzaba la calle y al parecer iba en la misma dirección. A éste el placer le iluminó la cara de inmediato.
—Vamos bien de tiempo para tomar el próximo —dijo. Acto seguido frunció el ceño mirándola con más detenimiento—. ¿Se encuentra bien?
— ¿Tanto se nota? —repuso Hannah atribulada. Ben se sonrojó.
—Perdone la torpeza pero parece que le haya ocurrido algo malo.
Hannah vio la inquietud de sus ojos y se encontró riendo.
—He estado hablando con ese desdichado policía —dijo—. Lo cierto es que no soporto la idea de que haya un espía alemán en St. Giles que matara al pobre señor Blaine para interrumpir su trabajo, y tampoco que exista un odio personal tan intenso como para acabar en asesinato.
—Me temo que no cabe sacar otra conclusión —dijo Ben con tristeza mientras proseguían hacia la estación cruzando la calle entre el tráfico hasta la acera de enfrente—. Por lo que sé no pudo tratarse de un accidente —agregó.
—No.
Hannah rehusó imaginarlo. Ben la tomó del brazo sin brusquedad pero con la fuerza suficiente como para hacerla parar.
—No piense en ello, Hannah. Déjelo en manos de Perth. Es su trabajo y probablemente sabe cómo hacerlo. Usted perderá el tiempo sin averiguar nada o descubrirá un montón de cosas sobre la gente que preferirá con mucho no saber. Todos necesitamos un poco de espacio... —Titubeó y le soltó el brazo—. Un poco de sitio para ocultar nuestros errores y olvidarlos. Es mucho más fácil hacerlo mejor la siguiente vez cuando la última no está impresa en los ojos de tus vecinos.
Estaban entorpeciendo el paso del gentío pero a Hannah le daba igual. Miró a Ben con gravedad.
—Usted lo conocía. ¿Le caía bien?
—Sí—dijo Ben sin evasivas—. La verdad es que era un buen tipo, amable y un tanto excéntrico. Un poco egoísta en ocasiones, pero creo que eso era porque estaba tan absorto en su trabajo que no se daba cuenta de que la mayoría de la gente ni siquiera sabía qué estaba haciendo y mucho menos le importaba. Me caía muy bien.
— ¿Y era realmente brillante? ¿Quiero decir, habría pasado a la historia, como Newton o... quien sea?
Ben esbozó una sonrisa.
—No estoy seguro pero creo que sí.
— ¿Era capaz de hacer daño a alguien sin querer, sólo porque no estuviera... prestándole la atención debida?
No sabía cómo expresarlo sin ponerse en evidencia. Ben lo entendió de inmediato.
— ¿Como por ejemplo a Lizzie?
—O a cualquier otro —agregó Hannah.
—No lo sé. —Ben frunció el ceño—. Lizzie no estaba encasa aquella noche. Llamé por teléfono para hablar con Theo. Insistí dos o tres veces pero no me contestaron. Supongo que voy a tener que contárselo a ese maldito policía, si pregunta. Preferiría no hacerlo. Ella también me cae bien.
— ¿Eso cambia las cosas? —preguntó Hannah con franqueza.
Ben encogió un poco los hombros.
—No, supongo que no. Y mientras Perth no tenga la respuesta seguirá investigando, pondrá el pueblo patas arriba y abrirá toda clase de antiguas heridas. Alguien lo hizo. Tenemos que saber quién. Pobre Theo. Qué manera tan terrible de morir. —Volvió a tomarla del brazo—. Vamos, que si no perderemos el tren.
Se apresuraron por la acera y atravesaron el vestíbulo hasta el andén atestado de gente. Un tren militar acababa de detenerse, traía heridos del frente y allí donde miraban veían mujeres pálidas llenas de esperanza ante la inminente llegada de sus seres queridos, con los ojos muy abiertos y apagados por miedo a lo que se iban a encontrar. Algunas sólo disponían de la información más somera y estaban aturdidas por el agotamiento de la espera.
La locomotora aún escupía vapor, las puertas se abrían con estruendo, las voces gritaban resonando en los inmensos tejados de la estación. Había quien pedía ayuda a pleno pulmón, quien daba órdenes a voz en cuello. Las enfermeras de uniforme gris trataban de organizar a los camilleros, encontrar conductores de ambulancia. Los mozos de equipaje hacían cuanto estaba en su mano para llevarse primero a los heridos más graves.
Hannah contemplaba las figuras inmóviles tendidas en las camillas, algunas con vendajes. Un hombre al que vio claramente presentaba uno muy abultado y empapado de sangre allí donde debería haber tenido la pierna derecha. Pensó en Joseph y en lo fácil que habría sido que le hubiese sucedido a él.
—Tengo que ayudar —dijo Ben con premura en medio del clamor general—. Tomaré el próximo tren. Me quedo a echar una mano a los camilleros. Tendrá que seguir sola.
—Quizá yo también pueda ayudar —contestó Hannah sin pensarlo. ¿Qué podía hacer ella?
—Pues manos a la obra —convino Ben—. Tal vez podría servir de apoyo a quienes no necesitan camilla.
Trabajaron sin tener conciencia del tiempo. Su tren para St. Giles vino y se fue. Ben ayudaba a llevar camillas y cargarlas en las ambulancias que aguardaban fuera; Hannah prestaba su fuerza y equilibrio a heridos que caminaban con el rostro ceniciento, agotados por la falta de sueño y el dolor.
Transcurrió más de una hora antes de que todos se hubiesen marchado y los camilleros les dieran las gracias. Hannah tenía la ropa arrugada, sucia de polvo y con algunas manchas de sangre.
El cuero de los zapatos presentaba rozaduras debido a los pisotones.
Ben estaba mucho más desastrado y tenía la camisa desgarrada y mugrienta. Se echó el pelo hacia atrás y le sonrió. No hubo necesidad de palabras entre ellos, fue una especie de victoria silenciosa.
—Tiene sangre en la cara —señaló Hannah—. ¿Tiene un pañuelo?
— ¿De veras? Vaya. —Negó con la cabeza—. Es de mi mano. Se me ha enganchado con un trozo astillado de camilla.
Se miró la mano izquierda. El arañazo estaba justo debajo de la base del dedo índice, exactamente donde el inspector Perth se había arañado con el bieldo de Blaine. Sólo que el de Ben era reciente y todavía sangraba, un pequeño rasguño, causado por agarrar algo afilado.
Hannah notó que se le helaba la sangre en las venas.
— ¡No me diga que le marea ver sangre! —dijo Ben sin dar crédito—. ¡Hace un momento estaba ayudando a personas con heridas de verdad!
Hannah se controló con esfuerzo, procurando disipar el horror de sus ojos.
— ¡No, claro que no! A nadie que tenga hijos le marea. Es sólo que estaba pensando... No sé qué. Supongo que recordaba el regreso de Joseph. Llegó hecho una piltrafa. Me espanta que tenga que volver a marcharse. La próxima vez podría ser peor.
—No piense en la próxima vez. —Intentó sonreírle con expresión preocupada y amable—. Quizá no la haya. La guerra tendrá que terminar algún día. Podría ser pronto. Vamos, o también perderemos este tren.
Avanzó con prontitud hacia el andén, donde ya entraba la locomotora soltando nubes de vapor y las puertas comenzaban a abrirse para que los pasajeros pudieran apearse.
La tarde siguiente Perth fue de nuevo a ver a Joseph. Salieron al jardín seguidos por Henry y cruzaron la verja del fondo para pasar al huerto de manzanos, en parte para evitar toda posibilidad de ser oídos por alguno de los niños cuando regresaran a casa del colegio.
Perth se veía cansado y agobiado. Joseph recordaba aquella expresión de St. John's dos años atrás, así como el suplicio de las sospechas surgidas entonces. Sólo que en St. John's él sabía que quienquiera que hubiese cometido el crimen tenía que ser o bien uno de sus propios alumnos o bien un catedrático que como mínimo sería colega suyo y muy probablemente un amigo. Esta vez no había tal certidumbre y le avergonzaba que ello le supusiera un alivio tan grande.
—Apenas he hecho progresos —dijo Perth lúgubremente—. No he encontrado a nadie con un corte en la mano, y eso que he buscado. Pero según parece es posible, según ciertas informaciones, que el señor Blaine tuviera una aventura con la esposa de uno de sus colegas. — Lanzó a Joseph una mirada asombrosamente penetrante y luego volvió a apartar la vista para observar a un tordo aterrizar en la hierba junto a uno de los manzanos—. Hace falta lluvia para que salgan los gusanos —agregó.
— ¿Y la bicicleta? —preguntó Joseph.
Perth negó con la cabeza.
—No encuentro a nadie dispuesto a decir que la vio. Al menos no a una hora que nos sirva de algo. Sabemos cuándo tuvo que llegar a casa por la hora en que se marchó del Claustro, y eso es un dato fiable. —Se mordió el labio—. Tampoco es que la señora Blaine sostenga algo distinto. Cenaron juntos. Discutieron por una tontería, dice ella, y él salió fuera y ella se quedó dentro y tomó un prolongado baño. Nadie para corroborarlo o desmentirlo. Aunque tampoco es de extrañar. Ya había anochecido, así que habría poca gente en la calle, y nadie en ninguna parte que viera a un ciclista solitario por el sendero, cosa con la que sin duda contaba el ciclista.
—Si ya era de noche, un ciclista habría llevado una luz —señaló Joseph—. Sólo un loco iría en bicicleta por un camino boscoso a oscuras. Sería como querer tropezar con una raíz o un bache y caerse. Ese sendero está muy descuidado. Y mucha gente podría estar dando un último paseo a su perro.
Perth miró a Henry, que lo pasaba en grande escarbando la tierra con el hocico entre la hierba.
—Yo no tengo perro —dijo Perth con pesar—. Pero tiene razón. Tendré que preguntar de nuevo a los amos de perros: «¿Acaso alguien vio a una mujer en bicicleta a menos de un kilómetro de casa de los Blaine?» Aunque es un poco raro, ¿no le parece? ¿Se imagina a una mujer cometiendo un asesinato como ése, capitán Reavley?
—No —dijo Joseph con sinceridad. A pesar de todas las muertes que había visto, la idea de una mujer derribando a un hombre para luego, cuando estaba en el suelo, romperle deliberadamente el cuello con las púas de un bieldo resultaba nauseabunda. Perth lo miró con tristeza.
—La cuestión es, capitán, si lo mató un espía alemán del pueblo, ¿quién podría ser? ¿Y por qué Blaine en lugar de cualquier otro científico del Claustro?
— ¿Azar? —sugirió Joseph—. Tal vez el asesino los estuviera vigilando a todos y Blaine fue el primero que le brindó una buena oportunidad.
Henry hizo levantar el vuelo a un par de pájaros y salió disparado tras ellos ladrando.
Perth observaba acongojado a Joseph.
—Eso no encaja —arguyó—. He andado preguntando por ahí, averiguando quién estaba dónde y esa clase de cosas. Sobran ocasiones para matar al señor Iliffe si alguien se lo propusiera. Pasea a solas bastante a menudo, al parecer. Se pasa por el pub de su vecindario cada tarde y regresa a su casa por los caminos traseros después del anochecer. Soltero. Sin motivo para no hacerlo. Dice que nunca pensó que corriera peligro. Lo mismo sirve para el joven Morven. Habría sido presa fácil si alguien hubiese ido a por él. Vive solo. Tiene una casita en la carretera de Haslingfield. Un sitio pequeño. Fácil de allanar, si te lo propusieras. Podría pasar por un robo.
—Pues entonces no sé qué decir —admitió Joseph—. Da la impresión de que quisieran a Blaine. El señor Corcoran me dijo que era el mejor cerebro del Claustro, brillante y original.
Henry regresó al trote meneando la cola y Joseph se agachó un poco para acariciarlo.
—Buen perro, éste —observó Perth—. Siempre quise tener uno. Eso nos deja con la pregunta de quién sabía que el señor Blaine era tan importante. Y otra cosa: ¿por qué ahora? —Miró a Joseph con desafío—. ¿Por qué no hace un mes o la semana que viene? ¿Por azar otra vez? No me gusta el azar, capitán Reavley. He descubierto que no suele desempeñar un papel importante en estas cosas. Por lo general cuando la gente hace algo como asesinar hay un motivo de bastante peso para ello.
—Si Blaine era realmente crucial para el trabajo que están haciendo —dijo Joseph meditabundo—, me imagino que en el Claustro todo el mundo lo sabría, y probablemente también quienes tuvieran una relación estrecha con él, como la señora Blaine, y quizá las esposas de los demás científicos de allí.
—Sí —convino Perth—. Y la gente habla. Una mujer orgullosa de su marido. ¿Quizás una cierta rivalidad, cierta jactancia? Si hay un espía en el pueblo, prestará atención a todos los rumores y chismes. Es su trabajo. Pero aún nos queda la pregunta de por qué ahora. ¿Qué ocurrió ese día o el día anterior?
—Algo relacionado con el trabajo en el Claustro —respondió Joseph—. Supongo que habrá hablado con el señor Corcoran.
Sí, claro. Dice que estaban muy cerca de un gran avance en uno de sus proyectos secretos. No pudo decirme cuál, por supuesto.
—Eso es significativo si el asesino era un espía y el motivo no fue animadversión personal —dijo Joseph.
—Exacto. Y si el señor Blaine realmente tenía una aventura con alguien, es de suponer que no tendría nada que ver con su trabajo.
— ¿Tiene motivos para suponer que la tenía?
—Eso parece, capitán. Lo cual es una pena. Y según parece la señora Blaine es posible que no estuviera en la casa, aunque ella sostenga que sí. Podría ser que estuviera en el baño, como asegura, y que no oyera el teléfono. Difícil decirlo, ¿verdad? —Paseó la vista por los manzanos—. Tendrá una buena cosecha si el viento no se las lleva. Yo he perdido unas cuantas. Empiezan bien y luego el viento las arranca antes de que estén maduras. No es que tenga tantos árboles como usted, por supuesto.
—Mayormente son para cocinar —explicó Joseph—. ¿De verdad piensa que Blaine tenía una aventura? ¿No es sólo una posibilidad que tiene que considerar?
—Considerar —convino Perth con tristeza—. Considerar cuidadosamente. Me encanta la tarta de manzanas. No hay nada igual, con un buen chorro de nata. Tiene que ser alguien que lleve poco en el pueblo, ese espía. No me figuro a ninguna de las antiguas familias dispuesta a hacer algo así. Casi todas tienen muchachos en el frente, además. He investigado quién ha venido durante los dos
o tres últimos años. A partir de 1913, digamos. Son pocos. Por ejemplo, ¿qué sabe acerca del párroco, capitán? Siendo usted clérigo y todo lo demás, ¿qué opinión le merece?
Joseph se alarmó. Nunca le había pasado por la cabeza pensar en Hallam Kerr como alguien que no fuese la clase de hombre que acababa abrazando la Iglesia como ocupación porque en realidad carecía de aptitudes para ganarse la vida dignamente en cualquier otra profesión. El sacerdocio le ofrecía la clase de seguridad y posición social a la que muy probablemente lo había acostumbrado su familia permitiéndole contar con eso de por vida. El hecho de que fuera tan inepto para el desempeño de sus funciones sólo habría salido a la luz una vez ordenado.
—Talentoso por naturaleza, no —observó Perth irónicamente.
Joseph pescó una chispa de humor en sus ojos.
—No —convino Joseph—. Ni mucho menos.
—Y sin una esposa que lo ayude —agregó Perth—. ¿Es eso usual, capitán?
—No en una parroquia, no. Pero en tiempos de guerra nada lo es. El párroco anterior se marchó a Birmingham, me parece. Lo necesitaban en una zona más poblada. Más trabajo que aquí. Y ahora su coadjutor se ha ido a Londres.
¿Era siquiera concebible que Kerr no fuera el zopenco que aparentaba ser sino algo mucho más siniestro? Era una idea tanto más escalofriante por inesperada.
—Desde luego —convino Perth—. La diferencia es inmensa. Usted ha sido sacerdote, capitán. En cierto modo aún lo es. ¿Qué opina usted, señor? ¿Cree que es un buen hombre?
Joseph se vio en un aprieto. Kerr le irritaba pero parte de esa irritación se debía a que le daba lástima aquel hombre. La lástima era un sentimiento sumamente incómodo.
Perth aguardaba escrutándole el rostro.
—Es incompetente —contestó Joseph—, pero ¿qué puedes decir o hacer cuando vas a visitar a alguien que se enfrenta a un sufrimiento insoportable que no tienes modo de aliviar? ¿Quién puede explicar la voluntad de Dios a alguien que acaba de perder todo lo que le importa de una manera que parece carecer por completo de sentido? No se puede responsabilizar a Kerr de no saber hacerlo.
Perth negó con la cabeza muy despacio.
— ¿No es una cuestión de grado, capitán Reavley? No es posible aliviar todo el sufrimiento pero sí una parte. Tener al menos el coraje de mirarlo de frente y no decir mentiras a la gente o hablarle recurriendo a citas.
Aquella reflexión era mucho más perspicaz de lo que Joseph había esperado, cosa que lo desconcertó.
—Sí —convino enseguida—. Y a Kerr aún le queda mucho que aprender, pero eso no significa que no vaya a hacerlo.
—No, señor, me figuro que no. En cualquier caso, me parece que me gustará investigar un poco más acerca de él. De dónde procede, en qué seminario estudió, cosas así. ¿Sabe si conocía al señor Blaine?
—No tengo ni idea.
—A lo mejor usted podría averiguarlo, señor, sin meterle miedo. Le quedaría muy agradecido.
Resultó que Joseph se ahorró tener que decidir cuándo ir a ver a Kerr y cómo explicar su visita. Aquella misma tarde Kerr se presentó en la puerta principal y Hannah no tuvo más remedio que hacerlo pasar a la sala de estar donde Joseph estaba leyendo.
— ¡No se levante! —dijo Kerr enseguida extendiendo el brazo como para mantener a Joseph sentado a la fuerza. Se lo veía agobiado y asustado. Presentaba la piel oscurecida alrededor de los ojos y los labios tirantes. Por la mañana probablemente se había peinado con raya en medio alisando el pelo con agua pero ahora se le había secado y lo llevaba de punta.
—Siéntese, reverendo —invitó Joseph procurando sonar al menos razonablemente cordial. Saltaba a la vista que el pobre hombre estaba afligido—. ¿Qué tal está?
Hannah tomó aire para ofrecerle una taza de té, pero Kerr ya se había olvidado de ella. La mujer se encogió ligeramente de hombros y se retiró cerrando la puerta a sus espaldas. Joseph entendió, con desasosiego, que no los interrumpiría.
—Esto es terrible —contestó Kerr sentándose pesadamente en una butaca enfrente de Joseph—. En cierto modo es peor que la guerra. Es el enemigo supremo, ¿verdad? Miedo, sospecha, todo el mundo piensa lo peor. Ya no estamos unidos. ¿O es que nunca lo estuvimos? ¿Sólo era una falsa ilusión que nos resultaba cómoda?
Joseph carecía de energías para discutir con él, pero las palabras de Perth regresaron con una oscuridad que ahora parecía más densa. ¿Era realmente posible que Kerr fuese un agente alemán o simpatizante?
— ¿Qué ha ocurrido? —preguntó. A fin de cuentas era la cuestión que importaba.
Kerr se inclinó hacia delante en su butaca.
—Uno de mis feligreses, cuyo nombre no puedo decir, por supuesto, me ha contado que la noche en que asesinaron al pobre Blaine oyó a Dacy Lucas y su esposa discutir acaloradamente. Estaban muy enojados y ambos gritaban, y luego él salió hecho una furia y se marchó en coche.
—La gente discute de vez en cuando —contestó Joseph—. No significa gran cosa.
Kerr no se mostró para nada aliviado o más tranquilo. De hecho, más bien lo contrario.
—No fue una trifulca como tantas —dijo con apremio—. Aunque no esté casado me consta que a veces las mujeres se sienten desatendidas. No comprenden las exigencias morales y éticas de ciertas vocaciones y que en tiempos de guerra los descubrimientos e inventos científicos tienen que estar al frente de nuestros empeños. Tal vez resulte más fácil comprenderlo cuando un hombre sirve en el ejército, pero todo esto no viene al caso. —Agitó la mano hacia un lado como descartando la idea—. En esta pelea, porque fue una pelea, capitán Reavley, no sólo una queja, salió a colación la peor y más terrible clase de celos que existen, y de forma inequívoca.
Por un instante Joseph se preguntó qué clase de celos sería la peor para Kerr, como si existiera alguna que cupiese considerar aceptable. Pero al recordar lo que le había dicho Perth entendió el eufemismo.
—Comprendo —dijo en voz baja sin estar seguro de si deseaba que el asesinato de Blaine se debiera a mera rabia sexual en vez de ser obra de un simpatizante alemán que viviera en el pueblo. Tal vez sí. Eso venía sucediendo y entendiéndose desde los albores de la humanidad. Había traición en ello, pero a un hombre, no a una comunidad entera.
—Eso no es todo —prosiguió Kerr con pesadumbre—. El difunto Theo Blaine riñó con su esposa la misma noche, también con bastante saña. Salió de la casa y fue al cobertizo que tenía al fondo del jardín, que es donde lo mataron. La señora Blaine jura que no salió de la casa pero que no vio ni oyó nada que le hiciera sospechar que algo iba mal. Al menos eso es lo que dice.
Miró a Joseph expectante.
—Vaya.
Joseph permaneció inmóvil, preguntándose cómo era que Kerr sabía todo aquello. Era la historia de siempre, con muchas posibilidades, todas ellas lamentables y harto predecibles.
— ¿Eso puede ser cierto? —inquirió Kerr inclinándose aún más, mirando fijamente a Joseph—. ¿Cree que realmente no vio ni oyó nada?
—Es de suponer. —Joseph procuró recordar la casa de los Blaine de cuando fue a visitar a la viuda. El cobertizo quedaba a considerable distancia incluso de la puerta de atrás, y mucho más de la fachada donde estaba la sala de estar; el dormitorio principal también daba delante—. Si no gritó pidiendo auxilio, habría poco que oír. Deje que el inspector Perth lo resuelva.
— ¡Pero si ésa es la clave! —dijo Kerr casi fuera de sí—. ¡No lo sabe!
— ¿Saber?
Seguro que Perth había tomado nota de las dimensiones de la casa y el jardín. Kerr estaba exasperado.
— ¡No sabe nada de las peleas! A mí me lo refirió un feligrés en la más absoluta reserva, ¿no se da cuenta?
Joseph estaba familiarizado con la absoluta reserva de los feligreses.
—Tendrán que juzgar por sí mismos si deben informar a la policía o no —dijo a Kerr—. Usted no oyó esas riñas en persona, de modo que no tiene conocimiento de ellas...
— ¡Sí lo tengo! —protestó Kerr—. La persona que me lo contó es absolutamente honesta. Hace años que conozco a su familia y no tienen ninguna malicia. Estaban consternados, diría que aterrados, sólo de pensar que el veneno de la existencia de un simpatizante enemigo entre nosotros se extendiera cuando en realidad podría no ser más que una tragedia doméstica en la que no haya participado nadie más.
— ¿Tanto miedo hay a que tengamos un simpatizante aquí? —preguntó Joseph sin tener demasiado claro qué respuesta deseaba oír. ¿Acaso una traición era mejor o peor que la tragedia de un asesinato cometido por uno de los suyos?
— ¡Sí! —Kerr abrió más los ojos—. Por supuesto que sí. Es terrible pensar que uno de nosotros sea en realidad un enemigo. Seguro que usted, precisamente, lo entiende mejor que nadie. Nuestros hombres están entregando sus vidas en Francia, en condiciones terribles, para salvar Inglaterra. —Extendió el brazo bruscamente—. Y aquí hay una persona dispuesta, incluso impaciente por vendernos a Alemania mediante el asesinato y la traición. Tanta.., tanta maldad desafía a la imaginación.
Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes.
— ¿Y qué me dice de nuestros espías en Alemania? —preguntó Joseph pensando en las sospechas de Perth. Entonces, al ver la mirada de Kerr, se arrepintió de haberlo hecho. El hombre estaba confundido y, como no comprendía, tenía la impresión de estar siendo atacado, cosa que lo agriaba.
— ¡No sé qué quiere decir con eso! —protestó—. ¿Está dando a entender que no somos diferentes, capitán Reavley? Si fuera así, ¿por qué estarían luchando y muriendo lejos de casa nuestros jóvenes? Lo que dice es manifiestamente ridículo.
—En teoría existe una diferencia enorme —dijo Joseph cansinamente. Si Kerr era realmente un agente alemán tal como Perth lo consideraba, sus aptitudes para la interpretación rayaban en la genialidad—. Pero cuando pasamos a los hechos —prosiguió—, la única diferencia es que ellos luchan contra nosotros mientras que nosotros luchamos contra ellos.
— ¡No sé qué quiere decir con eso! —repitió Kerr.
—Yo tampoco estoy seguro de saberlo —concedió Joseph; aunque no era verdad, no tenía sentido discutir—. ¿Tan seguro está de que Dios es inglés? ¿No cree que Él verá poca diferencia entre una nacionalidad u otra, sino más bien entre un hombre que da lo mejor de sí mismo y otro que no?
Kerr pestañeó. Su rostro hizo patente que le estaba siendo presentada una vasta idea que no se le había ocurrido hasta entonces. De súbito lo simple había devenido despiadada y extremadamente complicado.
—Yo... no... —balbuceó Kerr.
Joseph lamentó haberle dado más de lo que podía asimilar, pero no podía decirlo. De una cosa estaba convencido: Perth se equivocaba de plano; el reverendo era hasta la médula el idiota supino que aparentaba ser.
—Es probable que sea una tragedia doméstica, tal como usted supone —dijo en voz baja. La conciencia exigía que fuese más amable con él—. Pero deje que Perth lo averigüe. Es muy buen policía. Le vi trabajar en otra ocasión. Descubrirá la verdad pero lo hará con cuidado, paso a paso, sin equivocarse. Lo único que puede hacer usted es contarle lo que sepa, no lo que otras personas le hayan referido. Pueden obrar con malicia o simplemente estar equivocadas, y entonces usted agravaría la injusticia sin darse cuenta. Llegado el caso, si sabe usted con certeza que van a condenar a un inocente, tendrá ocasión de reconsiderarlo. Pero aún falta mucho para eso. No cargue a cuestas con el mundo. No lo intente. Se romperá la espalda y no ayudará a nadie. Y luego no estará en condiciones cuando lo necesite otra persona que requiera su consuelo o asistencia.
Kerr tragó saliva pero sus hombros estaban relajados, las manos quietas.
—Sí —dijo, y añadió con más firmeza—: Sí, por supuesto. Es usted muy sensato. Muy ecuánime. Lamento no haber sabido verlo antes.
Ahora Joseph se avergonzaba de su brusquedad. Se obligó a sonreír.
—Tendría que haberme explicado con más claridad. Kerr le miró de hito en hito.
—Todo es... ¡es tan extraño! Todo está cambiando.
Joseph pensó que no era tanto que el mundo cambiara como que los estaban forzando a verlo de manera más realista. Se guardó de decirlo.
—Sí —convino sintiéndose hipócrita—. Me parece muy duro, de distintas maneras, para todo el mundo.
Resultaba obvio que Kerr seguía trastornado por algo.
—Ese hombre, Perth —dijo con inquietud—, está desenterrando toda clase de cosas sobre personas que no tienen nada que ver con la muerte del pobre Blaine. Indiscreciones, antiguas riñas que estaban comenzando a cicatrizar... —Hizo un ademán de impotencia—. Es como arrancar los vendajes de las heridas de todo el mundo. Por más que lo he intentado, no puedo hacer nada para detenerlo. Me siento... ¡impotente! La gente cuenta con que cuide de ella, ¡y no puedo!
Joseph sintió una repentina y completamente humilde compasión por él.
—La gente suele esperar demasiado de nosotros —dijo pesaroso—. Pasa un poco como con los médicos. No podemos curarlo todo, sólo aliviar un poco el dolor y dar consejos que no tienen por qué seguir. Y es muy posible que nos culpen si las cosas salen mal, cuando nosotros nunca hemos dicho que no iba a ser así; son ellos quienes deciden creerlo. Quizás ésa sea la única manera que tengan de soportarlo.
—Estoy... estoy muy agradecido de hablar con usted—dijo Kerr impulsivamente con el rostro sonrosado—. Todo este asunto resulta bastante desagradable. Los demás jóvenes del Claustro tampoco pueden demostrar dónde estaban cuando mataron a Blaine. Todos están bajo sospecha. Y por supuesto lo conocían. Podría tratarse de una mera desavenencia personal, supongo, una rivalidad o una pelea por asuntos del trabajo. ¿Usted qué cree?
—Sería una respuesta más llevadera para el pueblo aunque no para la campaña solidaria de la población civil —concedió Joseph—. Aunque entiendo lo que quiere decir.
—Bien. Bien. Ha sido usted muy amable. —Kerr se puso de pie, satisfecho. Su porte era más erguido; como si hubiese renovado sus fuerzas—. Le quedo muy agradecido, capitán. Lo ve todo con suma claridad.
Joseph no lo negó. Era una verdad que Kerr no necesitaba oír. Ya le había planteado bastantes dificultades para una sola visita.
Cuando Kerr se hubo marchado salió al jardín. El atardecer de primavera era templado y bochornoso. El aire aún estaba lleno de oro del sol poniente. No corría brisa alguna que susurrara entre las ramas de los olmos y los estorninos se arremolinaban en inmensas bandadas dando vueltas contra el azul del cielo y los jirones de cirros que resplandecían por la parte de poniente.
Se quedó plantado a solas en medio del ardiente colorido de los tulipanes; carmesí, morado y escarlata. Kerr estaba satisfecho cuando por fin se había marchado, quizá porque ya no se sentía solo ante su responsabilidad. Eso era lo que Joseph se había prometido a sí mismo al decidir consagrar su vida a ejercer de capellán durante la guerra. Intentaría hacer lo que pudiera por todo el mundo, fuera lo que fuese lo que necesitaran. No podía curar, ni siquiera podía compartir el dolor físico o emocional, pero podía brindar su apoyo. Al menos no saldría huyendo.
Pero ¿acaso se había apartado en su fuero interno? Al tratar de ser lo que los demás necesitaran, ¿había acabado por no ser nada para sí mismo? Había dicho lo que creía que Kerr necesitaba oír. Estaba pensando en las debilidades de Kerr, en su más que aparente confusión. Estaba haciendo lo mismo por Hannah, pensar en su temor al cambio, a perder las gratas costumbres de antaño.
En todo lo que hacía y decía, ¿dónde residía su propia pasión, su integridad, aquella parte de su mente o espíritu que tan arraigada estaba en la creencia de que lo mantendría anclado por más tormentas que soplaran? ¿Por qué viviría o moriría? ¿Qué lo sostendría en pie si se enfrentaba a la tormenta suprema y no había nadie más a quien tomar en consideración, ni una sola voz que gritara «¡Socorro!» y le proporcionara algo que hacer, una dirección en la que consumir sus pensamientos para así no tener tiempo ni necesidad de examinar su propio yo?
Si se enfrentaba al silencio, ¿dónde hallaría su fuerza interior? ¿De qué color era el camaleón? ¿De ninguno? ¿Era sólo lo que reflejaban los demás? Eso sería una especie de suicidio moral, el vacío total. ¿Era eso lo que estaba haciendo consigo?
Rezó de todo corazón.
—Padre, ¿me quedo aquí y asumo la tarea que Kerr no puede ni quiere hacer? ¡Ésta es mi gente también! ¿O regreso a las trincheras, el fango y la pestilencia de la muerte, y permanezco allí con mis hombres? ¿Qué quieres que haga? ¡Ayúdame!
Los estorninos revolotearon de regreso y se posaron en los olmos. La luz se iba apagando, los colores del cielo se intensificaban. El silencio era absoluto.