13
Matthew durmió bien aquella noche.
Al despertar por la mañana se enteró de que la gran flota británica había recibido órdenes de hacerse a la mar y que la flota de alta mar germana había salido de puerto. En un momento de idiotez, sintiendo los escalones de acero bajo sus pies y las barandillas en sus manos, Matthew se preguntó si así había sido la mañana de Trafalgar ciento once años atrás. Entonces habría reinado el silencio del viento y las velas pero con el mismo hormigueo en el ambiente, la insoportable dulzura de la vida estrechamente ligada al conocimiento de que aquél podía ser el último día para miles de ellos. En aquella ocasión la flota británica había sido superada en número de buques y sobrepasada en potencia de fuego, y sabía que Napoleón había concentrado sus tropas en las costas de Francia.
Ahora se enfrentaban al káiser y al poderío de Alemania y Austria. Francia estaba contra las cuerdas e Inglaterra desesperada otra vez.
Matthew se agarró con fuerza y de un tirón subió al puente. Ragland estaba en la caseta de señales inspeccionando un mar en calma ligeramente brumoso.
—Parece que va a tener más acción de la que esperaba, Matthews —dijo—. Me temo que la llamada será de todos a cubierta.
— ¿Vamos a llegar a tiempo? —preguntó Matthew. Ragland sonrió.
—Por supuesto. Pero al menos usted tiene a su hombre. Si quiere preguntarle algo, más vale que lo haga ahora. Hacia mediodía quizá ya no tenga ocasión. Es probable que demos alcance al grueso de la flota hacia esa hora.
Matthew lo tuvo en cuenta, pero ¿qué podía preguntar? ¿Qué más había que no supiera ya? No quería enfrentarse a Hannassey, pero quizá lo apropiado era hacerlo aunque no hubiera nada que averiguar.
Aceptó el consejo y volvió a bajar a las entrañas del barco y a recorrer estrechos pasillos de acero. Notaba el casco entero vibrar por los motores a toda máquina. Los fogoneros debían de estar paleando carbón hasta que la espalda les doliera y sintieran los músculos como si se los arrancaran de los huesos.
Hannassey estaba en el calabozo, vigilado por dos marineros armados. Sabían quién era Matthew y lo dejaron pasar, no sin antes advertirle que tuviera cuidado.
Hannassey estaba sentado en un banco de madera. Despojado de su falso uniforme era un hombre delgado, musculoso, con el vientre liso y las manos grandes y ágiles. Pero fue su semblante lo que atrajo la atención de Matthew. Ya no fingía ser un hombre corriente y su fría y brillante inteligencia resultaba manifiesta. Sus rasgos eran acusados, sus ojos entre verdes y azules. Miraba a Matthew con soma.
— ¡Bueno, nunca hubiese pensado que me hundiría en la panza de un maldito barco inglés! — dijo irónicamente. Matthew lo escrutaba buscando alguna semejanza entre Detta y el hombre que tenía delante. Su tez era radicalmente distinta, pálida, deslavazada, mientras que la de ella era morena y rebosante de vida. Él era pura frialdad y ella afectuosa. Él anguloso y ella puro fuego, suaves curvas y gracia. Hannassey sonrió—. No encuentras el parecido, ¿verdad? No lo hallarás. Detta es como su madre. Pero es mía, toda ella, en cuerpo y alma. Te tenía calado, muchacho.
Curiosamente era su sonrisa la que se parecía a la de ella, la disposición de los dientes. El recuerdo le desgarró el corazón.
— ¿De veras? —respondió.
—Pues claro. —La sonrisa de Hannassey se ensanchó, más fría que el viento sobre el mar—. Estabas desesperado por engañada y así confirmar lo que sospechabas sobre el sabotaje de vuestros barcos de munición. Esperabas que si ella creía que de todos modos lo sabías te contaría el resto. ¡Y no soltó prenda! Pero te sonsacó lo que necesitaba.
—Vaya. ¿Y qué era eso?
Matthew percibió el temblor de su propia voz.
—Que estáis desesperados —contestó Hannassey con expresión lobuna—. No sabéis nada. No hacéis más que suponer y andar a la caza de pruebas de lo que sea. —De modo que Detta le había dicho lo que Matthew quería que le dijera. Se había tragado que el código seguía intacto. Entonces le entró un miedo por ella que le puso los pelos de punta. Sin querer miró a Hannassey. Hannassey vio su miedo y lo entendió en un ramalazo de lucidez—. ¡Lo habéis descifrado! —dijo poniéndose muy pálido. La voz se le atragantó como si estuviera vomitando sangre. Se abalanzó sobre él con los brazos extendidos para agarrarlo y hacerlo pedazos pero lo retuvo la cadena que llevaba atada a los tobillos—. Madre de Dios, ¿sabes lo que le harán? —gritó lastimosamente—. ¡Le romperán las rodillas! Mi hermosa Detta...
Se interrumpió y levantó la vista hacia Matthew. Los ojos le ardían de odio.
Matthew se quedó paralizado. Sabía que la castigarían por haber fracasado cuando al final lo descubrieran. Había pensado que eso ocurriría mucho más adelante, cuando se hubiesen perdido tantas cosas que una persona más no importaría.
—Estará viva —susurró con voz ahogada por la emoción—. Mis padres están muertos y Dios sabe cuánta gente más morirá. Usted también, ahora, tanto si este barco se hunde como sino.
No tenía nada más que decir. Le enfermaba pensar en Detta mutilada, incapaz para siempre de caminar con su característica y grácil desenvoltura.
Se volvió y salió sin mirar otra vez el rostro transido de dolor de Hannassey. Oyó a los guardias cerrar la puerta del calabozo pero no les dirigió la palabra.
De nuevo arriba en la sala de señales encontró en qué atarearse para mantener ocupada la mente. Bajó al puesto de transmisiones donde el panel de control de tiro registraba sin cesar los datos sobre el alcance y la demora de cualquier buque enemigo avistado. En todos los mamparos había instrumentos eléctricos para enviar información a los artilleros, conductos de voz y teléfonos. Había una veintena de hombres allí, cada cual con una función específica.
De nuevo en cubierta cogió unos binoculares y oteó el horizonte tratando de apartar a Detta de su mente.
El mar estaba en calma, apenas había oleaje. Sobre el agua flotaba una bruma que el viento del sur no alcanzaba a disipar por completo.
Todo el mundo buscaba algo que hacer para apartar del pensamiento la creciente tensión. Todas las puertas estancas eran examinadas a conciencia, cada pieza de cada aparato se revisaba y se hacía acopio de piezas de repuesto para tenerlas a mano en caso de emergencia. ¿Iba a ser aquélla por fin la gran batalla naval? Quizás al día siguiente a esa hora ya habría terminado, para bien o para mal. La guerra de trincheras se prolongaba eternamente, era un combate de lento desgaste, un mes mortal tras otro, cuestión de quién sobrevivía por más tiempo.
Aquí en el mar la guerra podía perderse en un día porque sin supremacía naval el Reino Unido estaba acabado.
La tarde transcurrió lentamente, minuto a minuto. Matthew obedecía órdenes esporádicas y aguardaba observando el rostro de Ragland, su controlada serenidad. ¿Qué estaría pensando? ¿Tendría también el estómago revuelto por miedo al dolor físico imaginado, a no ser lo bastante bueno, lo bastante listo, lo bastante rápido y, por encima de todo, lo bastante valiente?
¿Qué pasaba por la mente de Archie en el puente? A fin de cuentas todo dependía de él. Ciento veintisiete hombres. ¿Tomaría la decisión más acertada cada vez? ¿Se atrevería a pensar siquiera en equivocarse? ¿Tenía Hannah la más remota idea de lo que eso suponía para él? Matthew jamás había concebido una soledad como aquélla.
Faltaba poco para que dieran las cuatro de la tarde cuando vieron el humo de unos cañonazos en el horizonte y después de eso avistaron el resto de la flota desplegada en orden abierto por la parte de levante. Cornetas y tambores tocaron a «Marcha general» para llamar a toda la tripulación a los puestos de combate. En cuestión de minutos todos los puestos informaron al puente de que estaban listos para entrar en acción.
Después de eso Matthew estuvo ocupado con las señales, enviando y recibiendo mensajes. La flota de alta mar alemana al completo entablaba combate.
Vio humo por la amura de estribor y al cabo de unos interminables y tensos minutos comenzó a oír los cañonazos. Al parecer había no menos de dos escuadras de cruceros ligeros avanzando hacia su proa. Ahora el rugido del cañoneo era casi incesante y grandes columnas de agua se alzaban por los aires alcanzando hasta sesenta metros de altura donde los proyectiles explotaban al estrellarse contra la superficie del mar.
Matthew se encontró temblando descontroladamente, pero también sentía una extraña especie de excitación, una mezcla de miedo y ansias de participar en el contraataque.
Surcaban las aguas a una velocidad tremenda. Se oía cañoneo, pesado y continuo, por la parte de popa, pero las nubes de humo y las columnas de agua que se alzaban por doquier impedían hacerse una idea más o menos clara de lo que estaba ocurriendo.
En dos ocasiones divisó estelas de torpedos corriendo hacia ellos y el barco se balanceó bruscamente, los tornillos retorciéndose, el casco retemblando bajo la tensión mientras viraban infinitamente despacio describiendo el círculo más cerrado posible. Oyó un grito y vio a través del caos circundante la inmensa mole de un crucero de batalla con la proa en alto y la popa bamboleándose. No fue consciente de que estaba gritando. Aquel barco se hundía escupiendo humo y con los cañones delanteros todavía disparando. Fue alcanzado de nuevo y la proa subió más entre rugidos de vapor y llamas amarillas al incendiarse la santabárbara. Matthew tuvo náuseas ante semejante horror y el sabor amargo del vómito le llenó la boca.
Un obús cayó a tan sólo unos quinientos metros del Cormorant y Matthew vio el agua azotar la cubierta, el puente y la caseta de señales.
— ¡Ha faltado poco! —dijo Ragland lacónicamente.
Instantes después Matthew sintió un bandazo y una sacudida cuando un obús alcanzó la cubierta superior y explotó. Dio media vuelta empujado por el instinto a hacer algo, cualquier cosa. Ragland lo agarró por el brazo apretando hasta hacerle daño.
— ¿Todavía no! —gritó en medio del ruido del cañoneo de sus propias torretas—. Ha sonado como en la cubierta del comedor de los marineros o el puesto de socorro de popa. Otros se encargarán de eso. Aquí no le faltará qué hacer si dan al sistema de señales.
Matthew hizo un supremo esfuerzo para dominarse. El cerebro le decía que tenía su propio cometido que desempeñar y que los demás confiaban en que no abandonara su puesto y mantuviera los canales de comunicación abiertos en todo momento.
Dejaron atrás el lugar donde se estaba hundiendo el acorazado. Se volvió para mirar pero no logró verlo. Debía de estar detrás del humo.
Otro disparo cayó a unos cuatrocientos metros de ellos y de nuevo el puente y la caseta de señales quedaron empapados de agua negra y hedionda.
— ¡Se ha hundido! —le dijo Ragland. Matthew se quedó pasmado—. ¡Era alemán! ¡Preste atención a lo que está haciendo!
—Sí, señor.
De nuevo cambiaron de rumbo en redondo y esta vez Matthew vio que se dirigían directamente a la zona donde habían caído los obuses anteriores. Miró hacia el puente que se alzaba delante de él pero no llegó a ver a Archie. Debía de estar allí, consciente de que todo dependía de su criterio.
Había barcos por doquier. En un momento dado veía los barcos alemanes a proa y la flota británica a babor y estribor, acorazados de siluetas grises que hendían las aguas escupiendo fuego, y al siguiente volvía a quedar cegado.
El ruido resultaba casi insoportable, el rugido y el estrépito de los disparos, el mar revuelto, la chirriante vibración de los motores. Había aceite y agua por todas partes, alzándose por los aires, estrellándose sobre cubierta, esquirlas de obús despedidas de las explosiones en el mar, y nubes de bruma y humo.
Matthew trabajaba en la caseta de señales escuchando el intermitente pitido de la radio, voces por teléfono, gritos. Tenía que concentrarse para dar sentido a todo ello, desenmarañar un mensaje de otro.
Entonces llegó uno que le heló la sangre en las venas. El crucero de batalla británico Indefatigable había sido hundido con toda su tripulación. Aquello era espantosamente real. En medio del ruido y la violencia había hombres muriendo aplastados, desmembrados, quemados y ahogados.
El tiempo transcurría en una media ceguera y un fragor que dañaba los sentidos. Los barcos parecían evolucionar con una lentitud exasperante, el mar arremetía contra todo entorpeciendo la huida, el cambio, los virajes y maniobras de cualquier tipo. Reinaba un caos de destrucción. Matthew no tenía ni idea de qué estaba sucediendo, ni siquiera de si iban ganando o perdiendo.
Caía la noche. El Cormorant recibió varios impactos más, un obús atravesó la coraza del blindaje pero no explotó. Había un incendio en popa y Matthew fue enviado a echar una mano para controlarlo. La colisión del obús los dejó momentáneamente sin luz, pero encendieron velas. Había cristales rotos por doquier y la resina del corticeno lo cubría todo de una sustancia negra, pegajosa y fétida que se adhería a la garganta y revolvía el estómago. El suyo estaba tan vacío que ahora ya no se mareaba.
Unos hombres se afanaban en apagar las llamas, otros en rellenar y tapar el boquete del blindaje, otros socorrían a los heridos. Matthew carecía de experiencia y aptitudes. En su mente veía el Zepelín, una sábana en llamas, descendiendo del cielo encima de él y volvió a sentir el calor que desprendía y la presencia de Detta a su lado.
Aborreció no saber qué hacer. No sabía nada sobre incendios ni sobre la fuerza del agua intentando aplastar un casco de acero desde el exterior. Apartó, levantó, acarreó cuanto le dijeron, trasladó a hombres ensangrentados trastabillando bajo su peso.
Subió de nuevo a cubierta antes de que oscureciera, con la piel chamuscada y los ojos irritados por la arenilla del humo. Al despejar con el viento vio una torreta quemada, madera carbonizada, mástiles rotos y la popa de un crucero de combate alemán justo enfrente, casi a tiro. Los cañones de estribor de su barco disparaban uno tras otro desde las torretas en buen estado y Matthew vio al menos media docena de columnas de agua elevarse. Aún no llegaban al crucero de combate pero le estaban dando alcance.
Había otro destructor en la banda de babor, a unos doscientos metros según sus cálculos, y más allá, casi oculto por el humo, otro más. El crucero de combate estaba disparando. Una andanada de obuses les cayó casi encima levantando montañas de agua que empaparon el barco entero. Hicieron un viraje muy rápido haciendo temblar todo el casco para salir de su alcance y luego otro igual de brusco acortando distancias.
Las baterías de estribor disparaban sin tregua provocando un ruido infernal. Una torreta de otro de los destructores fue alcanzada y Matthew supo que todos los hombres que servían en ella habrían fallecido. Se encontró rezando para que hubiesen encontrado una muerte rápida sin pasar por el suplicio de abrasarse lentamente. Había visto los rostros pálidos de los hombres cuando lo veían suceder a menos de cien metros y sabía que aunque hubiesen estado a bordo no habrían podido hacer nada.
¿Era así cómo se sentía Joseph, maltrecho y ensordecido por el ruido, al ver hombres destrozados esforzándose por combatir, por sobrevivir, por hacer lo que se esperaba de ellos? Matthew lo había experimentado durante unas cuantas horas, menos de doce. Joseph lo había visto cada noche y sabía que se prolongaría en el tiempo, quizá durante años. Conocías a los hombres, les tomabas afecto, te reías, compartías bromas y recuerdos, fotos de tu familia, comida cuando escaseaba, la interminable guardia diurna, sabiendo en todo momento que cabía que tarde o temprano los mataran o mutilaran dejándolos irreconocibles.
¿Cómo podía Joseph soportarlo y conservar la cordura? ¿O Archie? Y más aún, ¿cómo se las arreglaba Joseph para encontrar algo que decir que no sonara idiota ante semejante realidad? La clase de coraje que se requería llenaba a Matthew de asombro y despertaba su admiración. Nunca volvería a mirar a Joseph, o siquiera a pensar en él, del mismo modo desenfadado y familiar de antes. Siendo niño veía a su hermano como un héroe porque era el mayor, pero esto era totalmente distinto. El Joseph que había conocido toda su vida sólo era una parte de ese hombre; en su fuero interno moraba un extraño a quien hasta ahora no había tenido ocasión de conocer.
El ruido era incesante, cañones en todas direcciones, inmensas monstruosidades de acero de tres y seis metros de largo disparaban obuses que requerían la fuerza de dos hombres para ser cargados. Cuando daban en el blanco desgarraban el blindaje de acero y si alcanzaban la santabárbara ésta explotaba lanzando cortinas de fuego al rojo vivo que envolvían cubiertas enteras matando abrasados a los tripulantes en cuestión de minutos.
El cielo y el mar estaban iluminados por los fogonazos que escupían las bocas de los cañones. Matthew sabía que debía de faltar poco para medianoche. Seguían disparando contra el crucero alemán. Recibían señales entrecortadas de radio procedentes de todas direcciones; algunas tenían sentido, otras resultaban ininteligibles. Las bajas eran abrumadoras, un sinfín de barcos y miles de hombres. El mar se había embravecido y estaba picado; el viento había rolado al oeste.
Los cañones del Cormorant se callaron unos minutos. Se estaban aproximando al crucero.
Entonces abrieron fuego otra vez, con un ruido ensordecedor. Parecía que hubiera llamas y humo en todas partes chamuscando el pelo y la piel, asfixiando los pulmones. El puente y la caseta de señales estaban envueltos en él. Matthew no tenía modo de saber si estaban dando en el blanco.
Se volvió hacia el este forzando la vista hasta que el humo se disipó. Ragland, que estaba a su lado, parecía que aguantara la respiración, su rostro era como una máscara en el resplandor de las luces.
Poco a poco el viento se fue llevando el humo, sal fría en vez de cordita encendida, y vieron el crucero envuelto en llamas. Las santabárbaras habían recibido un impacto directo y explotado, rompiendo la parte trasera del barco. Ya estaba escorado iniciando así la terrible agonía del largo hundimiento hasta su tumba en las profundidades.
Matthew se quedó estupefacto. La táctica había sido brillante. El Cormorant había hundido un crucero enemigo de más desplazamiento, con más cañones y más hombres, pero no había ninguna gloria en todo ello. El hecho de que fuese alemán y que si hubiese podido habría hundido el Cormorant parecía casi irrelevante. Eran cerca de mil hombres con vida, marinos como ellos mismos, dirigiéndose a una muerte espantosa y segura. Matthew no podía pensar en otra cosa mientras observaba, paralizado de compasión, el gran navío incendiado sumergiéndose despacio en el agua. La munición siguió explotando y desgarrándolo hasta que se deslizó bajo la negra superficie donde centelleaban las llamas de otros disparos, dejando el mar sembrado de hombres desesperados y restos del naufragio.
No había nadie a quien socorrer y nadie acudió. Estaban bajo los cañones del Cormorant. Dios quisiera que Archie no hubiese disparado contra un barco de rescate, aunque eso no habían podido saberlo, como tampoco podía el Cormorant arriesgarse a aproximarse al despliegue de destructores alemanes poniéndose al alcance de sus baterías.
Matthew se dio media vuelta con el estómago en un puño y vio el rostro de Ragland. Sus ojos y la fina línea de sus labios presentaban la misma desgarradora piedad, aunque era imposible decir, con el resplandor rojo y amarillo de las llamaradas de los cañones y la oscuridad tiznada de humo flotante, si estaba tan pálido como parecía. El ruido había recomenzado más cerca al aproximarse más barcos a los que habían sufrido daños. No había tiempo para impresionarse o llorar. La encarnizada batalla continuaba.
Pasó la medianoche. En la sala de señales oyeron que tanto el Ardent como el Fortune habían sido hundidos.
A las dos de la madrugada llegó la noticia de que el crucero acorazado Black Prince había cometido el error garrafal de ponerse en la línea de fuego alemana hundiéndose con toda su tripulación. Por primera vez Matthew comenzó a creer que la flota británica podía perder. Era una idea extraña, ajena y difícil de aceptar. El Reino Unido no había perdido una sola batalla naval de importancia desde que fuera derrotada por la Armada Española durante el reinado de Isabel I, hacía más de trescientos años. Eso significaría el fin. Sin una marina para vigilar las rutas de navegación, evacuar al ejército de Francia y evitar que el ejército alemán desembarcara en las playas inglesas, la guerra estaba perdida. En un par de meses los campos y árboles de Inglaterra podrían ser pisoteados por botas alemanas, quemados, arrancados, destruidos por un ejército de ocupación.
¿Y entonces qué? ¿Retirarse a las montañas de Gales y Escocia? ¿O someterse, hacer un llamamiento a la paz y a alguna clase de supervivencia? ¿Bajo qué condiciones? ¿Supondría traicionar a los muertos que habían pagado tan alto precio por algo que ahora sería desechado? ¿O a los vivos, que tendrían que sacar el mayor provecho de lo que quedara? ¿En qué momento dejaba de merecer la pena la lucha?
Escuchaba las señales que recibían sumido en una lúgubre desesperación. Pensaba en Hannah y los niños, el pueblo, los campos bajo los inmensos olmos silenciosos. ¿Estarían mejor destruidos en la batalla final o conquistados, sobreviviendo y cambiados para siempre?
Todavía pensaba en eso, enojado y atormentado, ensordecido por el ruido, cuando oyó gritos y vio que Archie agitaba los brazos señalando frenéticamente a los hombres que había en cubierta debajo de él.
Ragland aguzó la vista. Entonces Matthew también lo vio: un crucero alemán venía derecho hacia ellos. Se dio cuenta de cuál había sido la orden de Archie: « ¡Despejen el castillo de proa! »
Acto seguido ambos buques chocaron con un impacto que lanzó a Matthew por los aires al tiempo que toda la sala cabeceaba ladeándose para luego enderezarse y arrojarlo hacia atrás otra vez lanzándolo contra la mesa. El barco entero se balanceó hacia estribor e instantes después se oyeron los rugidos y chasquidos del fuego al prender de la roda al codaste.
Matthew se levantó con dificultad, zarandeado y dolorido. Ragland estaba haciendo lo mismo, pero luego, con más presencia de ánimo, fue hasta la puerta, arremetió contra ella y la abrió. Matthew lo siguió. El cristal delantero estaba hecho añicos. Sólo entonces atinó a ver en la banda de babor la gigantesca y encumbrada proa del crucero alemán prácticamente clavada a media eslora del Cormorant, combando y arrancando el blindaje de acero.
— ¿Dios Todopoderoso! —dijo Ragland jadeando, momentáneamente paralizado en cubierta.
El barco alemán retrocedió muy despacio hacia el mar y el Cormorant dio una brusca sacudida que lo enderezó un poco y se quedó bamboleándose en el agua.
Los cañones alemanes habían barrido la cubierta. El palo trinquete había caído, igual que el reflector de proa, y la chimenea había cedido hacia popa quedando apoyada entre los dos respiraderos más grandes. Los botes habían bajado y hasta sus pescantes aparecían arrancados de cuajo. Los cañones del crucero debían de haber apuntado demasiado alto para reventar la cubierta, pues de lo contrario el Cormorant ya estaría siendo pasto del fuego y dejándose engullir por el agua.
Matthew lo supo antes de que llegara la orden de abordar los botes: se estaban hundiendo. No había modo de salvar la nave. Matthew fue presa del terror al pensar que Archie quizá se hundiría con su barco. Dio media vuelta y trató de localizarlo pero el puente resultaba invisible a través del humo.
Alguien manejaba las baterías, disparando la munición disponible contra el barco alemán, vomitando obuses, llamas y asfixiantes nubes de humo negro. ¡Iban a hundirse enganchados el uno al otro!
Sólo que el barco alemán no estaba agujereado. Se mantenía perfectamente a flote.
Uno de los grumetes, no mucho mayor que Tom, trepaba por la escalera gritando algo ininteligible. Matthew intentó leerle los labios y desentrañar el significado de los gestos que hacía con los brazos.
— ¡El calabozo ha reventado! —chillaba el chaval. Sus palabras rasgaron un instante de calma.
¡Hannassey! Iría en busca del prototipo. No sabía que era inservible. ¡Pero los alemanes tal vez serían capaces de terminarlo!
No tenía sentido tratar de explicar nada a Ragland. El fragor del combate había vuelto a empezar y de todos modos no iba a oír nada. Matthew lo apartó y bajó presuroso por la escalera, ahora retorcida y con la base suelta.
Los hombres corrían hacia arriba. El humo atoraba la nariz y la garganta de Matthew cegándolo, haciéndolo toser y llorar, pero estaba decidido a atrapar a Hannassey costara lo que costase. Si se iban a hundir todos ellos, Archie, Ragland, todos los hombres y muchachos con quienes había comido, trabajado codo con codo y cuya valentía y buen humor había conocido, entonces el maldito Hannassey se iría al fondo con ellos. Le impediría huir al barco alemán que los había embestido, ni siquiera unos minutos antes de que aquél se hundiera a su vez. ¿Y si no zozobraba? ¡A lo mejor habría supervivientes, pero ninguno de ellos sería el Pacificador!
¿Adónde habría ido al abrirse el calabozo? Hacia el prototipo, sin duda. No podía abandonar el Cormorant sin al menos intentar robarlo. ¡No era la clase de hombre que salvaba su propio pellejo sin jugar su última baza!
Matthew dio media vuelta y enfiló hacia la sala de torpedos donde se guardaba el prototipo, en teoría listo para ser probado.
Le costaba mantener el equilibrio, la escora hacia estribor era cada vez más acusada. Resbalaba, perdía pie y tenía que agarrarse, una mano contra el mamparo, luego un codo, después un hombro al echar a correr. Tropezaba con cadáveres y escombros. Los cañones seguían rugiendo como si los artilleros estuvieran empeñados en arrastrar el barco alemán al abismo con ellos. Había vidrios rotos por el suelo y el aire apestaba al humo de las baterías, a aceite quemado y al caucho del corticeno. Y el calor iba en aumento a medida que se aproximaba a los incendios.
Hubo otra explosión, un estruendo desgarrador, y el barco entero retembló y se sumergió un poco más, haciendo que Matthew se cayera de bruces y rodara por el suelo, magullado y herido, con cortes en las manos, quemaduras y sangre manando a chorros. Se incorporó con esfuerzo, jadeando y tosiendo, intentando recobrar el aliento.
¿Hannassey aún se hallaría en algún sitio más adelante? ¿Y si se equivocaba y había abandonado el prototipo, y en ese preciso momento estaba salvando la vida saltando al barco— alemán? Sería posible hacerlo. Ahora su cubierta quedaba más baja en el agua, al menos desde la inclinada banda de babor.
Titubeó. ¿Hacia dónde ir?
El barco dio otra sacudida. ¿Se había hundido más? ¡El humo parecía llenarlo todo y el calor era intenso! ¿Estaban incendiados? ¡Dios quisiera que si lo estaban no tardara en explotar! Mejor ser consumido por una bola de fuego, despedazado en un instante, que hundirse teniendo conciencia de ello, con los sentidos a flor de piel, en la oscuridad y el aplastante peso del océano, luchando por respirar, o ahogarse mientras el agua entraba a raudales, negra y gélida, desde las tinieblas del abismo.
¡Pero antes atraparía a Hannassey! Si ya se había hecho con el prototipo y cargaba con él, ¿qué dirección tomaría?
Hacia la banda de babor, por supuesto. Estaba más alta. Si el barco escoraba un poco más corrían el riesgo de que la banda de estribor quedara por debajo del nivel del agua, y si se abría un boquete, fuese por un disparo enemigo o de sus propias torretas o la santabárbara explotara, eso sería el fin.
No era su imaginación, el calor iba en aumento. Las manos le dolían a causa de los cortes que se había hecho con cristales rotos. En algún lugar había fuego. Podía alcanzar la santabárbara en cualquier momento. No tenía ni idea de dónde estaba el incendio ni de su gravedad. ¡Una voz interior le gritaba que subiera hacia la luz y el aire! ¡Huye... huye... huye!
El humo era más denso. Le costaba trabajo respirar. Los ojos le chorreaban y apenas podía ver. Cayó encima de un cuerpo inerte y empapado en sangre.
Pero atraparía al Pacificador y moriría sabiendo a ciencia cierta que había acabado con él. Valía la pena. No morir por nada. Sólo deseó haber podido contarle a Joseph que lo había hecho.
Y a Judith y a Hannah: también ellas merecían saberlo. Sobre todo Judith. No podría decírselo a Detta, nunca podría, pero incluso ella merecía saberlo por el modo en que la había utilizado, destrozándole la vida y arrebatándoles a ambos lo que hubieran podido tener.
Fue hacia la banda de babor dando resbalones por el suelo al acentuarse la escora, agarrándose a cualquier cosa a su alcance y encontrándolo todo resbaladizo por culpa del aceite. El ruido retumbaba en sus oídos, los motores a toda máquina, el siseo del vapor, el estrépito de los cañones y el trueno de cada explosión.
Entonces vio a Hannassey a unos cinco metros delante de él. Hacía equilibrios con el prototipo en brazos. Era fácil de transportar, un disco del grosor de un reloj y unos cuarenta centímetros de diámetro. Hannassey vio a Matthew en ese mismo instante.
—Te advertí que te irías a pique —gritó Hannassey por encima del ruido—. No habéis tenido tiempo de probar vuestro maravilloso inventito, ¿verdad? —dijo con soma, casi riendo, los dientes relucientes bajo las pocas luces que quedaban encendidas. Entonces su expresión—cambió. Toda su triunfal arrogancia se desvaneció en un gruñido de ira furibunda al comprender la situación—. ¡Esta mierda no funciona! —chilló. Lo lanzó con todas sus fuerzas contra Matthew como si pudiera darle con él—. ¡El maldito aparato es inútil! ¡No lo habéis usado porque no podéis! ¡Madre de Dios! Todo esto por... ¡nada!
Matthew esquivó el prototipo con facilidad, la inclinación del barco lo hizo golpear el mamparo y Hannassey trastabilló al librarse de su peso.
— ¡Exacto! —gritó Matthew a su vez—. ¡Ha venido por nada! ¡Y morirá por nada! ¡Nunca verá su maldito imperio!
—No sé... —comenzó Hannassey, pero el resto de su frase quedó ahogado por otro bramido de obuses. Se volvió y saltó entre las ruinas del barco hacia la escala que conducía arriba.
Matthew fue tras él abriéndose camino como podía, dando resbalones sobre corticeno quemado y cristales rotos, encaramándose a hierros retorcidos y sorteando cadáveres que no cabía socorrer, con Hannassey siempre pocos metros por delante de él.
Hubo otro estrépito en algún lugar de arriba y el barco dio una sacudida haciéndolos volar por los aires. Hubo varias explosiones más al prenderse la munición y un rugido tremendo cuando una torreta se encendió como una tea gigantesca. El calor hacía daño en la piel y cortaba la respiración incluso allí donde Matthew y Hannassey yacían despatarrados sobre el suelo ardiente de lo que quedaba del pasillo.
Entonces Hannassey se dio impulso y saltó al trozo de escala que colgaba desde la cubierta destrozada, trepó a pulso, volteó el cuerpo y siguió subiendo.
Matthew corrió y saltó a su vez, se agarró al tercer listón y se debatió agitando las piernas hasta que los pies encontraron el de abajo y pudo trepar en pos de Hannassey.
Salió a cubierta y bendijo el aire justo a tiempo de ver a Hannassey entrar corriendo en un manto de humo bajo una renegrida torreta. La proa del barco alemán quedaba sólo a unos metros por debajo de ellos. Se había retirado un poco pero ahora regresaba. ¿Deliberadamente por Hannassey? Éste podía conseguirlo. Sólo tenía que saltar. Se volvió un instante con el rostro jubiloso y su afectada sonrisa mostrando los dientes.
Matthew se abalanzó sobre Hannassey, lo agarró por las rodillas y lo derribó. Hannassey luchaba como una fiera, pateaba, arañaba la cara de Matthew, le tiraba del pelo.
¡Ése era el Pacificador, el hombre que podía haber vendido Inglaterra protagonizando la mayor traición de su historia! Pero para Matthew, con ese conocimiento como una ola embravecida, aquél era el hombre que había asesinado a John y Alys Reavley, simplemente porque John Reavley había descubierto su plan. Matthew sólo pensaba en sus cuerpos ensangrentados dentro del coche y lo tenía agarrado con tanta fuerza que Hannassey sólo lograría zafarse rompiéndole todos los huesos de las manos.
Estaban cerca de la borda. El barco alemán se encontraba apenas a quince metros o menos, y aproximándose. Incluso a través del humo discernía su imponente mole oscura.
Se apartó con todas sus fuerzas y arremetió otra vez, golpeando la mandíbula de Hannassey con la cabeza. Hannassey dio un grito ahogado y lo saltó un instante. Fue suficiente. Matthew se puso de pie de un salto y tomó la decisión sin pensar. Se agachó, agarró a Hannassey y lo arrojó por la borda.
Le oyó gritar despavorido mientras caía y a la luz de los incendios lo vio agitarse en el agua durante unos eternos, desesperados, terribles segundos hasta que la proa de acero del barco alemán lo aplastó como una mosca contra el casco del Cormorant.
Matthew se aferró a la baranda, la náusea lo convulsionaba, la cubierta daba bandazos bajo sus pies hasta que cayó de rodillas, pero no se soltó. Había matado a Hannassey. Con sus propias manos lo había lanzado a una muerte espantosa. Recordaría aquel chillido agudo por encima del rugido de los cañones. La silueta cayendo con los brazos abiertos quedaría marcada a fuego en su cerebro, y luego el crujido de la carne y los huesos perdidos en el fragor del mar, las llamas y la fragorosa explosión de la torreta de popa. Después todo se desvaneció en el humo y las tinieblas, los pulmones le iban a estallar, la cubierta daba brutales sacudidas. Moriría con el barco y todos los hombres que quedaban a bordo pero el Pacificador había dejado de existir para siempre.