3
Calder Shearing levantó la vista de la escribanía cuando Matthew Reavley entró en su despacho. Shearing era de estatura mediana, con el pecho prominente y pobladas cejas negras muy expresivas.
— ¿Cómo está su hermano? —preguntó.
—Contento de conservar el brazo —contestó Matthew—. Pasarán varias semanas antes de que esté en forma para regresar. Gracias, señor.
—Me figuro que regresará —dijo Shearing con mirada inquisitiva. Sabía unas cuantas cosas sobre Joseph y sentía un profundo respeto por él fruto de sus extraordinarias acciones de un año atrás.
—Su conciencia lo crucificaría si no lo hiciera —observó Matthew, y se sentó obedeciendo la indicación de Shearing, que presentaba un humor sombrío.
—El sabotaje está empeorando —dijo con gravedad abandonando toda pretensión de cortesía—. ¿Cuánto más tendremos que aguardar antes de actuar? —Había un dejo de desesperación en su voz—. ¡Nos están desangrando a muerte!
—Ya lo sé —comenzó Matthew.
— ¿De veras? —interrumpió Shearing—. Están masacrando a los franceses en Verdún. El mes pasado la División 72 se vio reducida de veintiséis mil hombres a diez mil en Samogneux. La situación en el frente ruso es atroz. Stürmer, un títere de Rasputín, ha sustituido a Goremykin como primer ministro. —Su rostro se tensó—. Nuestra gente allí estima que una cuarta parte de toda la población activa está muerta, capturada o en el ejército. La cosecha ha sido un desastre y se enfrentan a la inanición. Estamos combatiendo en Italia, Turquía, los Balcanes, Mesopotamia, Palestina, Egipto y más de la mitad de África.
Matthew no interrumpió. Le pareció absurdo señalar que al menos habían conseguido sacar a sus tropas del desastre de Gallípoli sin que al final pereciera un solo hombre. La evacuación en sí había sido una obra maestra militar si bien nada podía compensar el fiasco de la tentativa de invasión, la cual se había cobrado la vida de un cuarto de millón de hombres. En los días peores el avión de reconocimiento había informado que avistaba un mar rojo de sangre.
Shearing lo miraba fijamente con los ojos ensombrecidos por el agotamiento y por estar en posesión de un profundo y corrosivo conocimiento de los hechos. Su emoción dominaba la lóbrega habitación en la que no había traza alguna de su hogar, de su pasado o del hombre que era fuera de aquellas cuatro paredes.
Matthew se vio obligado a darle la sucinta información que podía acerca de su cometido específico.
—El hecho de que están poniendo bombas de humo en las bodegas de los barcos entre la munición de modo que los capitanes no tengan más alternativa que la de inundar dichas bodegas resulta fácil de deducir. No precisa explicación —dijo
Para rastrear el dinero con que se pagan esas bombas y a los agentes que las colocan desde Berlín hasta Estados Unidos se necesitan varias personas. Podemos infiltrar falsos empleados de banca, funcionarios y demás, sugerir cohecho o traición, cierto grado de descuido, pero todo tiene que ser verificable.
— ¡Eso ya lo sé! —espetó Shearing—. Dispone de hombres. ¡Hágalo!
Se refería a Detta Hannassey, la agente irlandesa que los alemanes estaban utilizando para comprobar si su vital código naval había sido descifrado. La tarea de Matthew consistía en convencer a Detta y a los alemanes de que no había sido así, pues de lo contrario cambiarían el código y el Reino Unido perdería una de las escasas ventajas que poseía. Todas las comunicaciones entre Berlín y sus hombres en el neutral Estados Unidos pendían de un hilo.
—Estoy en ello. Sólo que no puedo exponérselo a las claras. Tengo que aguardar a que pregunte o suceda algo que invite a sacarlo a colación con naturalidad. Cuento con una historia de alguien que se pasó de su bando al nuestro pero necesito una tapadera para hacerla creíble.
Shearing mantuvo su impaciencia a raya con visible esfuerzo.
¿Cuánto tiempo?
—Tres semanas —estimó Matthew—. Dos con un poco de suerte. Si me precipito sabrá exactamente qué estoy haciendo. —Shearing estaba pálido—. ¿Cómo está nuestro estatus en Washington? —preguntó Matthew secamente. Abrigaba pocas esperanzas de cambio. Ni el rumor de una base japonesa en Baja California ni toda la violencia y el caos imperantes en México bajo Pancho Villa habían influido en la postura de Estados Unidos.
El enojo y la capacidad para burlarse de sí mismo iluminaron los ojos de Shearing.
—Prácticamente igual que el de los alemanes —dijo con acritud—. El presidente Wilson sigue aspirando a ser el árbitro de la paz en Europa. A enseñar al Viejo Mundo cómo se hacen las cosas.
Matthew habría soltado un improperio de no haber estado en el despacho de su superior.
— ¿Qué hará falta para hacerle cambiar?
— ¡Si lo supiera lo haría yo mismo, caray! —exclamó Shearing—. Trabaje duro, Reavley. No pasará mucho tiempo antes de que den el paso siguiente y comiencen a hundir los transportes de munición. Sólo hace falta una bomba incendiaria en vez de humo.
Matthew mantuvo la calma.
—Sí, señor, lo sé.
Shearing asintió despacio con la cabeza y empezó a leer el documento que tenía sobre el escritorio antes de que Matthew llegara a la puerta.
El club nocturno donde Matthew había quedado con Detta estaba atestado de soldados de permiso. Armaban un alegre alboroto, como si precisaran toda su energía mental para absorber cuanto veían y oían para luego recordarlo en días venideros. Hasta las muchachas que los acompañaban captaban el ambiente elegante, romántico, un tanto alocado, como si también ellas supieran que aquella noche lo era todo y que el mañana podía escurrírseles de entre las manos.
Sólo había tres músicos en el pequeño escenario: un pianista, un hombre flaco y de pelo ralo con un saxofón y una muchacha de unos veinte años con un vestido largo azul. Cantaba la evocadora e inquietante letra de una conocida canción de music—hall, aunque alterada de vez en cuando para hacerla más triste, más dura, más próxima a la cruel realidad de la muerte. Su voz neblinosa añadía ardor a la Canción contradiciendo la inocencia de su rostro. Llevaba el pelo corto recogido con una cinta por encima de la frente.
Matthew encontró un sitio en la barra y se sentó.
Tendría que aguardar casi media hora y se sorprendió y molestó consigo mismo por lo nervioso que se estaba poniendo. Escuchó la música. Todas las tonadas le sonaban, desde la alocada Yaacka Hula Hickey Dula de Al Jolson hasta la desgarradora Keep the Home Fires Burning.
Fue bebiendo su copa a sorbitos, dándole vueltas, mirando a las parejas que bailaban. Era normal que estuviera ansioso por ver a Detta con vistas a completar su trabajo convenciéndola de que el código no se había descifrado, pero su desilusión era de cariz personal. El sentimiento de la música y el miedo en los ojos de los jóvenes que le rodeaban lo hacían abrumadoramente consciente de su soledad, de su aislamiento, de estar aferrado con demasiada fuerza al presente porque el futuro era insoportable.
Entonces oyó un ligero revuelo en la entrada seguido de un silencio momentáneo y Detta bajó la escalera. Aun no siendo alta caminaba como si lo fuese, con un despacioso y excepcional garbo, como si nunca fuese a tropezar o cansarse. Llevaba un vestido negro muy escotado con una rosa roja en la cintura. La falda estaba forrada de raso y hacía un ligero frufrú al moverse. El tejido hacía que la piel inmaculada del cuello pareciera todavía más blanca y la nube de su pelo moreno le realzaba los ojos. Una de sus cejas era un poco diferente de la otra y le otorgaba un aire vulnerable, ligeramente divertido, atentando contra su belleza perfecta.
Tal como ocurría cada vez que Matthew la veía, por más que intentara evitarlo, el pulso se le aceleró y se le secó la boca.
Al principio Detta no dio muestras de haberlo visto, y lo cierto era que Matthew no deseaba levantarse y atraer su atención. Luego se volvió y sonrió, caminó con elegancia dejando atrás a los jóvenes admiradores que se habían aglomerado a su alrededor y fue hasta donde Matthew la aguardaba. Primero se dirigió al barman, como si eso fuese en realidad a lo que había venido, y luego se volvió hacia Matthew.
—Cuanto tiempo sin verte —comentó Detta con bastante indiferencia. Su voz era grave y la suavidad del acento irlandés le daba una musicalidad distintiva.
Habían transcurrido cinco días desde su último encuentro, para ser exactos, pero Matthew se guardó mucho de decirle que los había contado. No debía dejarle saber que era tan importante o desconfiaría de sus intenciones. Sintiera lo que sintiese, y sentía mucho más de lo que deseaba, nunca debía afectar a la equidad de su juicio. No podía permitirse olvidar ni un instante que estaban en bandos contrarios. Ella era una nacionalista irlandesa y sus simpatías estaban con Alemania y quizá con cualquier enemigo de Inglaterra. Sólo allí, bajo los reflectores, con la risa y la música, fingían que no revestía importancia.
Matthew pagó la copa de Detta y otra para él, y fueron hasta una de las pocas mesas que estaban libres.
—Estuve en Cambridgeshire —explicó Matthew—. Mi hermano sufrió heridas bastante graves y lo enviaron a casa. Detta abrió los ojos.
—Lo siento —dijo al instante, sin tiempo para considerar lealtades o causas—. ¿Cómo está?
La chica del vestido azul estaba cantando de nuevo; una breve canción triste y atormentada de notas descendentes.
—Mejor que muchos, supongo —contestó Matthew. Podía ser razonablemente ecuánime cuando se trataba de otras personas, pues había que serlo, pero ver a Joseph con el rostro ceniciento y a todas luces padeciendo dolores atroces le había afectado mucho más de lo esperado. La impresión le trajo el recuerdo de los cuerpos destrozados de sus padres después del accidente de coche. La policía lo había calificado de accidente y ningún comunicado público había sugerido jamás que fuese otra cosa.
Hablar sobre las cifras de bajas era una cosa; ver la sangre y el dolor de personas reales era bastante diferente. Comprendió muy bien que los soldados salieran huyendo en vez de empuñar el frío acero con sus manos para hincarlo en otro ser humano. El hecho de que el oponente fuese alemán era irrelevante. Era de carne y hueso, capaz de sentir exactamente las mismas emociones que ellos. Quizá para algunos las pesadillas nunca dejarían de existir del todo. Matthew no quería contarse entre ellos. Agradecía en grado sumo a su trabajo que no le exigiera encontrarse cara a cara con el enemigo y ejercer la violencia de la muerte. Pero no se engañaba a sí mismo pensando que sería absuelto de los resultados de cualquier victoria que alcanzara.
Detta lo miraba con curiosidad. Matthew sorprendió en sus ojos un instante de compasión sin reservas.
—Es capellán —se aprestó a decir Matthew para explicar que Joseph no era soldado. Aunque dado que era protestante, no católico, quizás a su entender eso fuese incluso peor. Se encontró sonriendo ante aquella locura; sin ironía sólo quedaban la ira o las lágrimas—. Un obús le laceró la pierna y le hizo añicos el brazo, pero los médicos dicen que no lo perderá —agregó.
Detta hizo una mueca.
—Debe de sufrir mucho —dijo con delicadeza.
—Sí. —Tenía que seguir con aquello; había que decir lo que tocaba por más que lo aborreciera—. Estamos teniendo muchas bajas en estos momentos. Mi hermano había salido a la tierra de nadie a buscar a un soldado bastante malherido, un muchacho de nuestro pueblo, aunque me figuro que eso es lo de menos. Vamos muy escasos de munición. Estamos teniendo que racionarla, tantas balas por cabeza. Les disparan y no pueden disparar a su vez. Compramos material en Estados Unidos pero lo están saboteando en el mar. Cuando llega aquí no tiene ninguna puñetera utilidad!
Imprimía a su voz más enojo del que se había propuesto y la mano que apoyaba en la mesa al lado de su copa estaba cerrada en un puño. Debía pensar con claridad. Estaba allí para desempeñar un trabajo, no para regodearse en su furia.
— ¿Sabotaje? —Fingió sorprenderse con sus ojos negros muy abiertos—. Los estadounidenses nunca harían algo así, ¿no?
—En el mar —la corrigió Matthew.
— ¿En el mar? ¿Cómo?
No disimuló su interés.
Aquello lo hacía más fácil. Ahora volvían a jugar limpio, entretejiendo mentiras y verdades, poniéndose mutuamente a prueba, apretando los nudos de emoción cada vez con más fuerza.
—Bombas de humo —contestó Matthew—. Las meten en las bodegas junto con los obuses y las programan para que se enciendan cuando el buque está en alta mar. Parece que haya un incendio. Entonces, naturalmente, el capitán no tiene más alternativa que inundar las bodegas, con el consiguiente daño de los obuses. Pero no todos los proyectiles se estropean, sólo que no hay manera de saber cuáles. Por fuera todos parecen en perfecto estado. Hay tanta escasez de munición que no podemos permitirnos desecharlos.
— ¿Cómo sabéis que son bombas de humo? —preguntó Detta—. ¿Las habéis encontrado?
—Nos consta que las están poniendo —le contestó Matthew—. Tenemos hombres en varios puertos de la costa este de Estados Unidos.
No estaba seguro de si debía proseguir. ¿Bastaba con lo dicho? ¿Acaso Detta se daría cuenta de lo que estaba haciendo si añadía algo más?
— ¿Y por qué no lo impiden? —dijo Detta con curiosidad, sus cejas levemente irregulares dándole un aire un tanto socarrón—. ¡No podéis andaros con remilgos! ¿O es que tenéis miedo de molestar a los estadounidenses?
Matthew la miró de soslayo con incredulidad.
— ¡Claro que no somos escrupulosos! ¿Sobre qué? ¿Por desenmascarar a un par de saboteadores y ponerlos en evidencia ante los estadounidenses? Eso podemos hacerlo sin provocar un incidente diplomático. Sólo que es demasiado pronto para actuar. Sabemos quiénes son. Si los neutralizamos ahora serán reemplazados por otros que no conocemos. Es mucho mejor aguardar y seguir el rastro de toda la organización; entonces podremos librarnos de todos ellos de un plumazo.
— ¿Cómo vais a hacerlo? —Detta levantó las palmas de las manos y sonrió de oreja a oreja—. ¡Perdona! No tendría que preguntarlo. Soy irlandesa: ¡cómo vas a contarme nada!
Lo miraba divertida y rió de verdad. Matthew se había percatado semanas atrás de que la caza, la batalla, era parte integrante de su vida. Las leyendas sobre el misticismo y la conquista celtas, los héroes del pasado con su amor y su pérdida inextricablemente unidos eran parte de su identidad. Si Detta ganaba aquella lucha tendría que buscar otra. Necesitaba perseguir lo inalcanzable, viajar hacia lo desconocido. Sus cruzadas alimentaban sus sueños y avivaban la sed de su corazón.
Si fuese más realista, si su fuego ardiera bajo control, quizá le resultara tan simpática como ahora, pero la magia que lo hechizaba desaparecería, así como la vulnerabilidad que la hacía tan humana.
—Si fuese un secreto no te contaría nada aunque fueses inglesa de pura cepa —contestó Matthew sonriéndole al verla hacer una mueca ante semejante perspectiva—. Pero se trata de algo obvio —prosiguió—. Tú harías lo mismo, seguir la traza del dinero. Si infiltramos agentes en todos los puntos clave del sistema bancario estaremos en condiciones de demostrar a los estadounidenses qué está ocurriendo exactamente. El otro paso, por descontado, es ejercer presión en los lugares oportunos en el momento adecuado y hacer cambiar de bando a uno de sus agentes. ¿O debería decir vuestros agentes?
Detta negó con la cabeza.
— ¡Nuestros no! Yo me centro estrictamente en la liberación de mi tierra de la opresión británica, y punto.
Matthew no la retó a demostrar que estuviese diciendo la verdad. Podría enzarzarse en una discusión que lo llevara a hablar en demasía y revelar más sobre su propósito de lo que se podía permitir, o demasiado poco, y hacer evidentes sus motivos para estar con ella. Sonrió.
—De acuerdo, vuestros no —concedió—. Alemanes.
La muchacha de azul ahora cantaba una canción ligera y sarcástica con la melodía de Pack Up Your Troubles in Your Old Kit Bag [5].
Detta miró su copa, haciéndola girar lentamente con los dedos.
— ¿Piensas que se puede hacer cambiar de bando a alguien así como así? —preguntó dubitativa—. ¿Cómo sabrías que lo has conseguido y que no te estaba suministrando la información que sus jefes querían que tuvieras? ¿O que estaba averiguando cosas acerca de ti?
Lo miró de hito en hito con aquellos ojos suyos brillantes y oscuros que siempre apuntaban una risa al borde de la tristeza.
Matthew le sonrió levantando un muro de humor contra la realidad.
—No lo sé.
Detta se encogió de hombros con elegancia. Tenía unos hombros preciosos. Matthew no sabía si era consciente de ello o no.
—Hay maneras de hacerlo —agregó, avisado de no haber dicho suficiente—. Comparas una cosa con otra, adelantas información contra lo que está sucediendo realmente. Pero lo cierto es que es muy difícil que alguien cambie de bando. Hay que tener motivos muy poderosos para hacerlo y, si no son estúpidos, saben el riesgo que corren. Su propia gente los matará si los pescan.
Detta se estremeció y miró hacia el fondo de la sala.
—Es parte del precio. No me figuro traicionando a los tuyos así.
Matthew no dijo nada. Los irlandeses no mataban a sus traidores con facilidad; era más frecuente que les dieran un castigo ejemplar rompiéndoles las rodillas. Muchos hombres no volvían a caminar nunca. Pero aquél no era un momento indicado para decirle cuánto sabía al respecto.
—Seguramente hay que probar con quienes espían por dinero y no por un ideal —dijo en cambio. Detta no contestó. Contemplaba absorta algún rincón del vacío y la pena de su mente—. Es repugnante hacer que alguien cambie de bando —prosiguió Matthew en voz baja—, pero no lo es menos lo que está sucediendo en las trincheras. Necesitamos munición que sea fiable.
Pensó en Joseph y dejó que su rostro reflejara su dolor. Sabía que ella lo estaba observando.
—No te imagino emparentado con un sacerdote —dijo Detta a media voz—. En realidad no estoy segura de poder imaginarme un cura inglés en absoluto. Carecéis de la pasión y el misticismo necesarios para ello.
— ¿Es eso lo que se necesita? —preguntó Matthew adoptando de nuevo el tono levemente jocoso de antes.
— ¿No lo es? —replicó ella.
—Dudo que haya mucho sitio para el misticismo cuando los hombres pasan frío y hambre agachados entre las ratas o mueren sufriendo dolores atroces, sin brazos, sin piernas, con las tripas rotas. Lo que se requiere entonces es la realidad de la compasión y el amor humanos. Se trata de salvar lo que queda.
Detta hizo ademán de ir a tocarle la cara pero de repente cambió de parecer y la ternura se esfumó de sus ojos.
— ¿Y no es en esos momentos cuando más necesario es un sacerdote? —repuso—. ¿Para dar sentido al sinsentido? ¿O es que los curas protestantes no hacen eso?
—No lo sé. Me suena un poco a retirada —dijo Matthew con más franqueza de la que quería—. Recitas un pasaje reconfortante de las escrituras y piensas que has resuelto el problema.
—Le falta magia a tu corazón —acusó Detta, pero lo estaba mirando con ojos inquisitivos, amables y sorprendidos, como si hubiese visto algo que despertara un nuevo sentimiento en ella.
— ¿Ayuda la magia? —preguntó Matthew enarcando las cejas.
De pronto Detta se mostró completamente sincera, sin el menor atisbo de ironía.
—Creo que eso lo averiguas cuando te enfrentas cara a cara con el diablo. Me da un miedo espantoso que después de todo no sea así. ¿Y entonces qué queda, Matthew? ¿El coraje inglés desnudo, sin bonitos vestidos ni música?
—No tiene que ser inglés —respondió Matthew—. Sirve cualquiera.
Detta guardó silencio un rato, contemplando a los bailarines en la pista. Las parejas estrechamente abrazadas evolucionaban al son de la música como llevadas por una marea. Una mezcla de tristeza y enfado le pintaba el rostro mientras los observaba.
—Lo saben, ¿verdad? —dijo al cabo—. Puedes verlo en sus ojos, oírlo en su tono de voz un poco agudo. Podrían estar muertos en el barro de Flandes a estas alturas de la semana que viene. —Suspiró estremecida. La pasión se encendía en su fuero interno, una rabia y un pesar que se derramaban en forma de lágrimas por sus mejillas—. No tendría por qué ser así, ¿sabes? —dijo furibunda perdiendo el control de su temblorosa voz—. No teníais por qué combatir contra los alemanes. Todo esto pudo haberse evitado, pero un idealista insensato, un inglés con un patriotismo arrogante y limitado, incapaz de una visión amplia del mundo, encontró los papeles que lo habrían detenido a tiempo. Y como no lo comprendió, los robó y destruyó. —Pestañeó pero no pudo contener las lágrimas—. No tengo ni idea de quién es ni de lo que ha sido de él pero, Madre de Dios, si puede ver lo que ha hecho, debe de estar en un manicomio consumido por la culpa y la aflicción. Todos estos hombres, tan jóvenes, sacrificados en el altar de la estupidez. ¿No te desespera la condición humana, a veces?
Matthew dejó de oír lo que le decía la joven. Las palabras prendieron en él como el fuego, abrasándolo con un dolor inimaginable. Detta estaba hablando de John Reavley y del tratado que éste había encontrado y a raíz del cual el Pacificador había ordenado su asesinato. El documento estaba en la sala de armas de St. Giles, donde él y Joseph lo habían vuelto a esconder después de leerlo.
Aparte de los miembros de la familia, sólo otro hombre se había enterado de su existencia y lo había pagado con su vida.
El documento era una conspiración para crear un imperio anglo—germánico de paz, prosperidad y dominación cuyo coste era traicionar a Francia y Bélgica y, a la larga, casi al mundo entero. Tamaño deshonor arrojaría un paño mortuorio negro sobre todo aquello que Inglaterra había sido siempre, o en lo que había creído. ¿Y cómo iba Detta a estar enterada salvo si formaba parte de ello?
Detta le seguía hablando pero sus palabras eran una maraña de sonidos ininteligibles.
Matthew nunca se había planteado siquiera la posibilidad de que ella estuviera involucrada en los planes del Pacificador. Podía entender su nacionalismo irlandés. Si estuviera en su lugar sentiría lo mismo. Quizás habría luchado por Alemania, si la recompensa hubiese sido la independencia de su propio país aunque la mitad de la población no la deseara. Pero eso sin duda significaba que estaba lo bastante cerca del Pacificador como para que le confiaran al menos las líneas maestras del plan, el sueño que encerraba. No habría necesidad alguna de decirle el nombre
o lo que había sido del hombre que lo había desbaratado. Todo el mundo consideraba que su muerte había sido un accidente y ningún miembro de la familia lo había puesto en entredicho. El propio Pacificador nunca llegó a saber si habían hallado el tratado o comprendido su naturaleza. John Reavley se había limitado a decir que había encontrado un documento que deshonraría a Inglaterra y cambiaría el mundo.
Detta era una idealista. Podría resultar peligroso hablarle más de lo estrictamente necesario acerca de asesinatos. El Pacificador no corría riesgos en vano.
Hasta ahora Matthew no había averiguado gran cosa acerca de su identidad por mucho que había investigado. No era Ivor Chetwin; él y Joseph lo habían demostrado en Gallípoli. Tampoco Aiden Thyer; aunque a decir verdad el barajar su nombre sólo había sido una ocurrencia pasajera debido a su poder en Cambridge como director de St. John's. El mayor miedo de Matthew había sido que fuese el propio Calder Shearing, justo en el corazón del Servicio Secreto de Inteligencia británico. Shearing era brillante, encantador y esquivo, y Matthew no sabía casi nada sobre su vida fuera del trabajo.
Jamás se le había pasado por la cabeza que pudiera ser Patrick Hannassey. Sólo lo había considerado el más inteligente y entregado luchador por la libertad de la Irlanda católica del dominio británico. Ahora debía enfrentarse a la posibilidad, de hecho a la probabilidad, de que estuviera equivocado.
¡El padre de Detta!
Ella lo miraba enarcando las cejas con amarga ironía. —No sabías nada sobre ese papel, ¿verdad? Creías que todo esto era inevitable.
Fue una aseveración.
—Habida cuenta de las corrientes políticas —respondió Matthew en voz muy baja—, las alianzas entre Austria, Alemania y Rusia, y las nuestras con Francia y Bélgica, sí, pensaba que no había modo de evitar la guerra.
—No me estás preguntando si estoy segura de ello —señaló Detta.
— ¿Acaso lo dirías si no lo estuvieras? —demandó Matthew volviendo a mirarla—. No. ¿Existe un momento en el que la locura deviene tan común que la creemos cordura?
—No lo sé. —Detta no iba a decir nada más. Matthew se abstendría de intentar que lo hiciera.
— ¿Quieres bailar? —preguntó Matthew. Deseaba olvidarse de hablar durante un rato. No
podía permitirse decir nada más; sería demasiado fácil delatarse. Simplemente quería sostenerla entre sus brazos, sentir la gracia y desenvoltura de sus movimientos, oler el perfume de su pelo y, por encima de todo, fingir por unos instantes que estaban en el mismo bando.
— ¿Bailar? —preguntó Detta levantando la voz—. ¡Quizás entiendas la magia después de todo! ¿Qué diferencia hay entre buscar una respuesta sobrenatural y simplemente huir, Matthew?
—La ocasión—contestó él—. Ahora mismo sólo estoy huyendo.
—Sí —convino Detta con la risa asomando de nuevo a sus ojos, aunque sólo para reírse de sí misma—. Sí, bailemos. ¿Acaso hay algo mejor que hacer?
A la mañana siguiente Matthew llegó a la oficina de buen talante. Su optimismo, no obstante, se truncó en cuanto se topó con Hoskins en el pasillo, cuyo rostro enjuto torcía el gesto con ansiedad.
Por un instante Matthew pensó en evitar preguntarle qué iba mal y seguir hacia su despacho sin más, pero tarde o temprano todas las malas noticias tenían que afrontarse.
—Buenos días, Hoskins. ¿Qué sucede?
—Buenos días, Reavley. Otro barco se ha ido a pique —contestó Hoskins con abatimiento—. Lo alcanzaron los submarinos. Llevaba víveres y munición. Toda la tripulación pereció. —Hoskins permaneció inmóvil salvo por el ligero tic de su párpado izquierdo—. Es el cuarto este mes.
—Lo sé —dijo Matthew en voz baja. No se le ocurrió qué más añadir. No había consuelo que ofrecer, nada que salvar.
—Shearing quiere verte —agregó Hoskins—. Yo iría cuanto antes, si estuviera en tu lugar.
Matthew agradeció el mensaje, colgó el abrigo en su despacho y echó un vistazo a su mesa por si le habían dejado algún mensaje urgente durante la noche. No había nada que Shearing necesitara saber, sólo los informes habituales de sus hombres en el este de Estados Unidos. Progresaban lentamente.
Cruzó el pasillo y, tras llamar brevemente a la puerta, entró en el despacho de Shearing.
Shearing levantó la vista de su escritorio. Tenía los ojos hundidos y ojerosos, lo cual acentuaba lo oscuros que eran de por sí.
— ¿Ha hecho algún progreso con la Hannassey? —preguntó.
La situación presentaba una amarga ironía. Shearing estaba al corriente de las muertes de John y Alys Reavley y de la creencia de Matthew en que detrás de éstas había una conspiración, pero debido a la advertencia de John Reavley, Matthew no había contado nada siquiera a su superior en los servicios de inteligencia.
— ¿Y bien? — espetó Shearing.
Matthew no podía referirle que Detta, en una alocada explosión de cólera, había puesto de manifiesto que estaba enterada de la conspiración del Pacificador, y eso le martilleaba la cabeza como si pudiera expulsar cualquier otro pensamiento haciéndole muy difícil mantener la compostura. Cada conclusión que sacaba inundaba todas las demás. Sin duda Hannassey tenía que ser el Pacificador. Éste era alguien que confiaba en Detta lo bastante como para poner su propia vida en manos de ella. No podía ser Shearing.
Matthew carraspeó para aclararse la garganta. Seguía de pie más o menos en posición de firmes ante el escritorio de Shearing.
—Le hablé sobre las bombas de humo que ponen en las bodegas de los barcos, señor — contestó—. Y le dije que ya casi hemos acabado de rastrear el dinero: Que sólo nos falta hacer cambiar de bando a uno de sus agentes para cerrar el caso.
—Entiendo. ¿Y cómo se propone convencerla de que ya lo ha hecho?
La expresión de Shearing era escéptica; apretaba mucho los labios.
—Con la información y un cadáver apropiado —respondió Matthew.
Shearing asintió muy despacio sin apartar los ojos del rostro de Matthew.
—Bien. ¿Cuándo?
—Dentro de una semana como mínimo. Tengo que dejar que pase algo de tiempo para que resulte creíble.
—Supongo que sabe que anoche perdimos otro barco. Toda la tripulación.
—Sí, señor.
— ¿Cuándo tuvo noticias de Shanley Corcoran por última vez?
—Hace dos días —contestó Matthew. Hacía poco más de un año que ejercía de enlace entre los Servicios Secretos de Inteligencia en Londres y el Claustro de Ciencias en Cambridgeshire, donde estaban desarrollando un sistema de guía submarina que significaría que los torpedos y las cargas de profundidad dejarían de alcanzar sus objetivos al azar para dar en el blanco cada vez. Ese invento revolucionaría la guerra naval. Quien tuviera semejante dispositivo devendría mortífero. Ni la pericia ni la velocidad permitirían al enemigo escapar una vez localizado. Los interminables juegos al ratón y el gato que ahora significaban que un comandante diestro y osado podía burlar a sus perseguidores resultarían inútiles. El criterio para decidir la velocidad, el rumbo e incluso la profundidad sería irrelevante. Todos los proyectiles alcanzarían su objetivo.
Y, por supuesto, si los alemanes llegaran a hacerse con un arma semejante, los submarinos que ahora recogían tan terribles cosechas se volverían imparables. El Reino Unido se vería doblegado en cuestión de semanas. Las existencias de alimentos y munición se agotarían. No habría armada para llevar refuerzos a Francia ni para evacuar a los heridos y, en última instancia, tampoco para rescatar a lo que quedara del ejército, derrotado al carecer de armamento, de víveres, de obuses, de medicinas, de tropas de refresco.
Shearing aguardaba una respuesta.
Matthew sonrió un poco al dársela.
—Están muy cerca de completarlo, señor. Me dijo que en cuestión de una semana.
Shearing tenía los ojos muy abiertos.
— ¿Está convencido?
—Sí, señor.
Shearing se retrepó un poco en su sillón. El sudor le perlaba la frente.
—Gracias a Dios —musitó—. Entonces, si no se repite otra acción tan descabellada como la masacre de Santa Isabel y si Pancho Villa no pierde el oremus y manda a sus tropas cruzar el río Grande, quizá lo consigamos. ¡Por el amor de Dios, tenga cuidado! ¡Haga lo que haga, no ponga en peligro el código!
—No, señor.
Shearing hizo un contenido ademán dándole permiso para retirarse y volvió a centrar su atención en los papeles que tenía sobre el escritorio. En Marchmont Street, en una discreta zona residencial cerca del corazón de Londres, el hombre conocido como el Pacificador estaba de pie en la sala de estar del primer piso de cara a su visitante. Odiaba la guerra con una pasión que consumía cualquier otro deseo o anhelo que tuviera. Había visto el sufrimiento humano en la guerra de los Bóers en África a principios de siglo, la muerte y la destrucción, los campos de concentración para civiles, incluso mujeres y niños. Entonces había jurado que costase lo que costara haría cuanto estuviera en su poder para asegurarse de que algo semejante jamás volviera a ocurrir.
La pasión del hombre que tenía enfrente era bastante distinta. Era irlandés, y la libertad de su país y su independencia de Inglaterra dominaba cada emoción que sentía y justificaba todos los actos que sirvieran a su fin. Pero podían utilizarse mutuamente y ambos lo sabían.
El asunto que estaban discutiendo era el dinero que el irlandés iba a emplear para seguir sobornando a líderes sindicales de Pittsburgh y de diversos puertos de la costa este de Estados Unidos para sabotear las municiones destinadas a los aliados.
—No más de cinco mil —dijo rotundamente el Pacificador.
—Seis —contestó el otro hombre. Su aspecto era insignificante, la clase de hombre en quien nadie repararía entre la multitud, de talla y constitución normales, anodino el color de su tez y corrientes sus rasgos. Era capaz de cambiar de aspecto según la postura y la expresión que adoptara y la ropa que se pusiera. Aquello formaba parte de su genialidad. Iba y venía a su antojo y nadie se acordaba de él. Otro don del que hacía gala era una memoria casi absoluta.
El Pacificador contestó con dos únicas palabras.
— ¿Por qué?
El irlandés no le resultaba simpático, tampoco confiaba en él, y de un tiempo a esa parte se había vuelto demasiado exigente. Además estaba al corriente de un montón de información. A no ser que demostrara ser más valioso de lo que había demostrado hasta entonces, habría que deshacerse de él.
— ¿Quiere impedir que las municiones estadounidenses lleguen a Inglaterra sin ningún percance y mantener su muy notable interés en México? —preguntó el irlandés—. Eso cuesta dinero. —Se expresaba casi sin inflexión. No hablaba con acento; había erradicado deliberadamente la suave musicalidad y la manera de pronunciar las erres tan características de su tierra natal. Eso reforzaba su anonimato y había aprendido a no dejar que se le escapara jamás.
A diferencia de él, el Pacificador era sumamente vistoso y recordable, un hombre cuya apariencia dinámica y extraordinario carácter nadie olvidaba.
El Pacificador tenía la firme sospecha de que muchas de las armas en cuestión, así como la munición correspondiente, iban a terminar en Irlanda, pero en aquellos momentos eso carecía de importancia.
—En efecto —contestó—. Por nuestros respectivos intereses.
—Entonces necesito seis mil—dijo el irlandés. Su rostro era inexpresivo, no revelaba nada que pudiera emplearse en su contra—. De momento —agregó—.Tenemos que meter hombres en todos los barcos, y éstos corren un riesgo considerable colocando las bombas en las bodegas. Silos atrapan es harto probable que los fusilen. No puedo confiar en que nadie vaya a hacer eso por amor o por odio. Tenemos que estar en condiciones de garantizarles cuando menos que sus familias no quedarán desatendidas.
El Pacificador no discutió. Debía manejar aquello con la mezcla exacta de escepticismo y generosidad. Sus metas eran diferentes, sólo que de momento prefería que el otro no supiera hasta qué punto. Le constaba que el objetivo del irlandés era una Irlanda libre e independiente y que un toque de venganza le daría más calor al asunto.
El propósito del Pacificador era crear un imperio anglo—germánico que pondría paz no sólo en la Europa en guerra sino en el mundo entero, tal como lo había hecho el Imperio británico en buena parte de África, India, Birmania, el Lejano Oriente y las islas de los océanos Atlántico y Pacífico. Éste sería aún mayor. Pondría fin a los conflictos que habían destrozado la cuna de la civilización occidental durante los últimos mil años. Europa y Rusia pertenecerían a Alemania, África sería dividida. El resto, con inclusión de Estados Unidos de América, pertenecería al Reino Unido. Tendrían lo mejor de las artes y las ciencias y la cultura más rica del mundo. Habría seguridad, prosperidad y los valores del libre comercio, justicia, medicina y alfabetización para todos. El precio sería la obediencia. Así lo dictaba la naturaleza de los hombres y las naciones. Quienes no obedecieran de buen grado tendrían que ser obligados por el bien de la inmensa mayoría, cuya vida se enriquecería y que estaría más que dispuesta, de hecho ansiosa por aprovechar semejante riqueza moral y social.
Naturalmente Irlanda estaba incluida y no tendría más independencia que ahora. Por carácter y geografía formaba parte de las Islas Británicas. Aunque por descontado el Pacificador no diría nada de eso al hombre que tenía delante.
—Muy bien—aceptó a regañadientes—. Asegúrese de emplear bien hasta el último penique.
—Yo no malgasto el dinero —le contestó el irlandés. No había emoción alguna en su voz; el Pacificador sólo reparó en la frialdad que había en él al mirar la firmeza y el pálido azul acerado de sus ojos. Supo mejor que nunca que no debía subestimar a un enemigo ni tampoco a un amigo.
El Pacificador fue hasta su escritorio y sacó de un cajón el cheque bancario. Lo había preparado por valor de seis mil libras puesto que sabía que tendría que resignarse a pagar aquella suma. Había efectuado sus cálculos con antelación.
—Parte de esto es para México —dijo al entregarlo. El irlandés nunca sabría si había preparado dos cheques por distintos importes, uno para cada misión.
El irlandés cogió el papel y se lo metió en un bolsillo interior.
— ¿Qué me dice de la guerra naval? —preguntó—. He oído rumores sobre ese proyecto del Claustro de Cambridge. ¿Cree que están a punto de inventar algo que derrotará a la marina alemana?
El Pacificador sonrió. Fue un gesto medido y taimado.
—Le informaré cuando sea preciso que esté usted al corriente —contestó. Le asustó que hubiese llegado a oídos del irlandés; resultaba alarmante. Obviamente tenía fuentes que el Pacificador ignoraba. ¿Sería ésa su intención al preguntar, dárselo a entender? Contemplando su insincera falta de expresión con sus prominentes huesos e implacables ojos, dedujo que sí.
—Así que es verdad —dijo el irlandés.
—O no lo es —repuso el Pacificador—. O quizá yo no lo sepa.
El irlandés sonrió con amargura.
—O que eso sea lo que usted quiere que yo piense.
—Exacto. Viaje con prudencia.
Cuando se hubo marchado, el Pacificador se quedó a solas. El irlandés era una buena herramienta: muy inteligente, con recursos e incorruptible en su entrega. Ninguna cantidad de dinero, poder personal, lujo o puesto, ninguna amenaza contra su vida o su libertad le apartaría de su camino.
Por otra parte era implacable, manipulador y artero. Resultaba imposible controlarlo, cosa que el Pacificador admiraba y al mismo tiempo reconocía como un peligro. Se estaba aproximando el momento en que deshacerse de él se convertiría en un asunto urgente.
Media hora después llegó el correo con varias cartas y las facturas habituales. Un sobre llevaba sello de Suiza y lo abrió con impaciencia. Contenía varias páginas escritas con letra apretada, en inglés, aunque el uso de palabras era muy característico, como de alguien que hubiese traducido literalmente de otro idioma lo que quería contar antes de pasarlo al papel.
A primera vista parecía una carta bastante corriente, el relato de la vida cotidiana de un hombre anciano en un pueblo pequeño a no menos de doscientos kilómetros de cualquier frente de batalla. Los parroquianos se mencionaban sólo por su nombre de pila, siendo en su mayoría franceses e italianos. Estaba llena de chismes, opiniones, disputas vecinales a propósito de ofensas, celos y rivalidades amorosas.
Leída con los conocimientos del Pacificador era completamente distinta. El pueblo en cuestión no era ninguna comunidad rural suiza sino la Rusia imperial; los personajes locales eran los grupos y actores sobre ese vasto escenario de tragedia y agitación, guerra y creciente malestar social.
Nuevas ideas bullían en la superficie y las posibilidades eran casi demasiado enormes para captarlas. Podían cambiar el mundo.
Pero aquéllos eran sólo los pensamientos de un hombre, por más que fuesen confidenciales y fruto de una sagaz observación. El Pacificador necesitaba más información, un aliado mejor, un hombre que pudiera viajar libremente y emitir juicios con fundamento, que contara con la dilatada experiencia y el idealismo necesarios para ver la humanidad bajo el prisma de la causa. El irlandés poseía una inteligencia aguda pero sus sueños eran estrechos de miras e interesados. Había demasiado odio en él.
El Pacificador volvió a pensar en Richard Mason con pesadumbre. Había sido un colaborador entusiasta hasta hacía poco más de un año. Él también había presenciado las abominaciones de la guerra de los Bóers y le habían asqueado. Y en el conflicto presente había visto más que la mayoría de los hombres. Su ocupación como corresponsal de guerra lo había llevado desde las trincheras del frente occidental hasta las playas empapadas en sangre de Gallípoli, los campos de batalla de Italia y los Balcanes e incluso la enconada carnicería del frente ruso. Había escrito sobre ello con una pasión y humanidad sin parangón entre los demás periodistas, y con una valentía sin igual.
Amén de ser el aliado ideal, se había granjeado el más sincero aprecio del Pacificador. Perderlo el año pasado había supuesto un duro golpe por partida doble. Todavía recordaba su abatimiento más que su enojo cuando Mason se personó en aquella misma sala, exhausto y vencido, para contarle que había cambiado de parecer.
¡Aquello había sido obra ni más ni menos que de Joseph Reavley! Reavley, a quien había despreciado por completo considerándolo un inútil soñador, un hombre lleno de buenas intenciones pero falto de coraje para actuar.
Maldito fuera Joseph Reavley y su estúpido y sumamente equivocado sentimentalismo. Era igual que su padre, y le había costado al Pacificador su mejor aliado.
Nada de lo que dijo después logró quebrantar la firme determinación de Mason. Pero ahora, un año después, había llegado el momento de intentar otra vez, incluso con más empeño, tragarse su propio orgullo y recuperar a Mason. Para ello debería servirse de las emociones, tal como había hecho Reavley, y de su muy considerable encanto. Quizás en su fuero interno resultara humillante, pero siendo como era en nombre de una paz duradera merecía la pena en grado sumo. Y esa paz no llegaría sin un coste para todos ellos. No debía contar con ser inmune ni en el ámbito profesional ni el personal.
Se apartó de la ventana. Aquella misma noche se pondría manos a la obra.