8
Hannah se alejó lentamente de las mujeres reunidas en la calle en torno al boletín de bajas. Había fallecido un hombre de Cherry Hinton, daban por desaparecido a otro de Haslingfield, no figuraba nadie de St. Giles. El alivio anidó en el corazón de todas las personas que se habían juntado. Podrían mirarse a los ojos durante un tiempo más. Había sonrisas titubeantes, la libertad de pensar en asuntos cotidianos: coser, y zurcir, comprar, trabajar, el inminente fin de semana de Pascua. Pero las voces eran quedas, acalladas por el peso de saber que justo al otro lado de la colina, del bosquecillo, del campanario de la iglesia del pueblo vecino, acechaba el sentimiento de pérdida que la próxima vez podría arremeter contra ellas.
Hannah iba hacia casa caminando despacio en la mañana húmeda y serena. Los rayos del sol atravesaban la neblina pintándolo todo de verde y plata, arrancando destellos de las gotas de lluvia de las ramitas de los árboles y los tallos de hierba. Parte de las flores tempranas habían volado al viento y sus pétalos blancos alfombraban la senda.
Estaba a unos doscientos metros de la esquina cuando se topó con Ben Morven que salía de la ferretería. Llevaba una chaqueta de pana sobre una camisa blanca almidonada y pantalones grises de sport. Se le iluminó la cara de placer al verla. En verdad era una reacción desmesurada, pero su sonrisa tuvo el efecto inmediato de levantarle el ánimo y se encontró caminando más ligera y como reconfortada. Recordó cómo había trabajado en la estación del ferrocarril de Cambridge, la intensidad de su concentración, procurando no dar sacudidas a los heridos, ser rápido y cuidadoso, y cómo había ignorado sus propias magulladuras.
Ben se puso a caminar a su lado ajustando su paso al de ella.
—Las noticias no son muy buenas —dijo Hannah, y se mordió el labio—. Según parece han arrestado a alguien que estaba entrando una cantidad fabulosa de armas en Irlanda. Como si no tuviéramos bastantes problemas allí tal como están las cosas ahora.
Ben negó con la cabeza.
—Lo he leído. Es una locura. ¡Lo último que necesitamos es más caos en Irlanda! No pueden vencer: ¡no podemos permitirlo! Eso sólo traería más derramamiento de sangre.
Echó un vistazo en derredor, a la calle tranquila, casi desierta; la tensión se había disipado, la gente se había dispersado. Un perrito marrón correteaba por la acera. Dos muchachas estaban enfrascadas en una conversación. Un anciano descansaba en un banco junto al estanque de los patos mordisqueando la boquilla de su pipa. El viento era racheado pero cálido al acariciar la piel.
—Abundan las malas noticias de un tiempo a esta parte —agregó Ben—. A veces me pregunto si todos nos hemos vuelto locos o si de pronto me despertaré y descubriré que aún estamos en 1914 y que todo esto nunca ha sucedido. Que soy yo quien está equivocado, no el resto del mundo.
—Eso sí que me gustaría —dijo Hannah en voz baja—. Daría cualquier cosa para que todo volviera a ser como antes. Era tan...
—Sensato —terció Ben sonriendo con ojos brillantes y tiernos.
—Sí que lo era, ¡desde luego! ¿Piensa que alguna vez volverá a ser así, cuando termine la guerra?
Deseaba una respuesta afirmativa aunque él no pudiera saberlo o no osara creerlo.
—Por supuesto que sí —contestó Ben sin el menor titubeo y con la voz llena de afecto—. Lo conseguiremos. Quizá nos lleve algún tiempo, y habrá mucha gente de la que ocuparse. Pero no hemos cambiado por dentro. Seguimos creyendo en las mismas cosas, amando las mismas cosas. Nos repondremos como quien se cura de una enfermedad. La fiebre remite y entonces comenzamos a recuperar las fuerzas. —Le lanzó una breve mirada—. A lo mejor nos sirve para inmunizarnos.
Hannah sonrió; la idea, de tan trillada, no carecía de sentido.
— ¿Como pasar el sarampión o la varicela?
—Sí —confirmó Ben—. Exacto. Habremos tomado una dosis tan fuerte que nunca lo volveremos a hacer. Si te quemas de verdad nunca vuelves a jugar con fuego.
— ¡Me gusta! —exclamó Hannah enseguida—. Entonces, aunque sea de un modo espantoso, quizás hasta habrá merecido la pena. Remataremos nuestra insensatez con algo tan horrendo que servirá de lección a las generaciones venideras. Así el precio que estamos pagando habrá comprado algo que vale la pena tener. Gracias...
Ben la miró con una dulzura tan manifiesta que de pronto se sintió incómoda. Por primera vez le resultó imposible no adivinar sus pensamientos.
El momento se vio roto por un chillido indignado veinte metros calle arriba y Hannah se llevó tal susto que se quedó petrificada y con el rostro colorado.
Ben se dio la vuelta para ver qué ocurría.
La señora Oundle, una mujer muy gorda con un vestido verde, de pie ante la carnicería, tenía firmemente agarrado un trozo roto de papel, y un perro marrón cruzaba la calle a toda mecha con un par de chuletas de cordero en la boca.
El anciano del banco junto al estanque del pueblo se levantó e intentó detener al perro, que con un repentino viraje entró chapoteando en el agua y dejó empapado al buen hombre. La señora Oundle seguía chillando.
El carnicero salió de su tienda y ella le increpó hecha una furia. Dos niños saltaban de júbilo, pero en cuanto la señora Oundle los vio huyeron despavoridos haciendo resonar las botas sobre la acera.
Hannah intentó aguantarse la risa sin éxito.
El perro soltó las chuletas en el agua y se puso a ladrar. Ben se tronchaba de risa con lágrimas de regocijo bajándole por las mejillas.
La señora Oundle y el carnicero estaban cada vez más enojados, pero eso no impedía que Hannah fuese incapaz de parar de reír. Todo el miedo y el sufrimiento que anidaban dentro de ella se liberaron en un glorioso estallido de hilaridad, colmándola de dicha al poder compartirlo con alguien que veía el divino absurdo de la situación exactamente igual que ella. No tenía sentido tratar siquiera de disculparse ante la señora Oundle. Para empezar, Hannah no lo sentía, y cualquiera se daría cuenta. Más bien al contrario, estaba sumamente agradecida por aquel momento disparatado.
Agarró el brazo de Ben y ambos se volvieron todavía riendo.
El perro marrón se zambullía como un pato en busca de las costillas y la señora Oundle y el carnicero se medían con recelo para decidir de quién era la culpa cuando Ben dejó a Hannah en su verja, tras la cual Joseph arrancaba las malas hierbas del jardín con una sola mano.
Cruzó cuatro palabras con Ben y siguió a Hannah hasta la cocina.
— ¿Té? —preguntó Hannah aún sonriente—.. Gracias por arrancar las hierbas.
Llenó la tetera en el grifo.
—Es mi jardín —contestó Joseph.
Hannah se quedó helada. Era un comentario insólito. Se volvió despacio de cara a él. Estaba plantado en medio de la cocina con una manga arremangada, el brazo bueno ligeramente arañado y manchado de barro y de la savia verde de la hierba.
— ¿Por qué dices eso? —preguntó—. Sé perfectamente que ésta es tu casa. Cuando la guerra termine y tú regreses aquí, yo me marcharé a Portsmouth o adonde quiera que destinen a Archie..., si es que aún sigue vivo. ¿O es que me estás diciendo que vas a quedarte aquí y que prefieres que me vaya cuanto antes?
Joseph se sonrojó.
—No, claro que no. Sólo he querido decir que es justo que haga parte del trabajo para mantenerla en condiciones mientras esté aquí. Y aunque me quede, seguirá siendo tu casa por tanto tiempo como desees.
—Pero ¿entonces es posible que te quedes? —preguntó Hannah con entusiasmo, pasando por alto el hecho evidente de que algo lo había enojado.
—No lo sé—contestó con expresión de profunda desdicha.
—No tienes que decidirlo ahora mismo —dijo Hannah procurando confortarlo—. Pasarán tres o cuatro semanas antes de que empieces a notar mejoría en el brazo.
—Ya lo sé.
Su rostro seguía igual de consternado.
— ¿Por qué estás tan enfadado? —preguntó Hannah—. ¿Es por las noticias de Irlanda? ¿Piensas que allí también habrá guerra?
—No, no es por las noticias de Irlanda —repuso Joseph—. Hannah, ese muchacho se está enamorando de ti, y no finjas que no te has dado cuenta. Eso sería indigno de ti.
Le subieron todos los colores a la cara. Ayer podría haberlo negado pero hoy era imposible. Sintió que se había inmiscuido en sus asuntos. Joseph no tenía derecho a meterse en aquella parte de su vida. No era sólo vergüenza lo que ardía en su pecho sino ira.
— ¡Yo no he negado nada! —le espetó—. ¿Cómo te atreves a acusarme así de algo que no he hecho? No te he dicho nada porque no es asunto tuyo.
Joseph no rechistó, como si hubiese contado con que iba a reaccionar justo como lo había hecho, cosa que añadió insulto a la confusión de sentimientos que se había adueñado de ella.
— ¿Esto es todo lo sincera que puedes ser, Hannah? —preguntó—. Tienes miedo de que le ocurra algo a Archie y por eso te permites encariñarte con alguien que está a salvo, permitiendo que te tome afecto. Entiendo el miedo y el sentimiento de pérdida, pero ni lo uno ni lo otro hace que tu actitud sea correcta.
Hannah perdió los estribos. Toda la soledad, la tensión y el miedo, la sensación de exclusión burlaron la estrecha vigilancia a la que los había sometido.
— ¡Mentira! ¡Tú no entiendes nada! —dijo ferozmente—. No tienes ni idea de lo que pesa la espera, de lo que es verte marginada. No comprendes lo que es tener que fingir en todo momento que no sufres para proteger a tus hijos. No entiendes lo que es ser una familia durante unos pocos días y luego quedarte sola, y después tener familia otra vez y preguntarte si ésa será la última. ¡Cuando las cosas avanzan en un sentido puedes comenzar a recobrarte pero eso nunca deja que te acostumbres a nada! —Tomó aire estremeciéndose, fulminándolo con la mirada—. ¡Odio todos estos cambios! No quiero mujeres directoras de banco, mujeres policía, mujeres taxista, y no quiero tener derecho a votar a los miembros del Parlamento. Quiero hacer lo que siempre han hecho las mujeres: ¡ser la esposa de mi marido y la madre de mis hijos! Odio la incertidumbre, la ira, la lucha, la destrucción de todo lo que solíamos valorar.
—Ya lo sé. —El rostro de Joseph era lúgubre y pálido—. A mí tampoco me gusta demasiado. Creo que mucha gente que intenta llevarlo lo mejor posible lo hace porque no tiene otra alternativa. Puedes dejarte arrastrar hacia el futuro pataleando como un niño o puedes avanzar hacia él con la cabeza bien alta y cierta dignidad. A mí me parece que no hay más opciones.
—No te pongas tan pedante, Joseph. Sólo estamos diciendo que Ben Morven se ha enamorado un poco de mí—respondió Hannah. Sabía que Joseph despreciaba la pedantería. Suspiraba por el afecto y la alegría de saberse querida, por esa ternura que veía en los ojos de Ben Morven cuando la miraba. Le daba la esperanza de que aunque mataran a Archie seguiría habiendo alguien que la amaría. Por fin lo había expresado con palabras: si mataban a Archie. El mero hecho de pensarlo era como una muerte en miniatura.
Joseph se apoyó un poco contra la mesa de la cocina aligerando el peso de su pierna lesionada.
— ¿Así es como se lo explicarías a Tom? —preguntó.
— ¡Esto es horriblemente injusto! ¡Tom tiene catorce años! —protestó Hannah—. No tiene ni idea de...
Se interrumpió. Joseph estaba allí de pie con los ojos muy abiertos enarcando un poco las cejas. Notó que le ardía la cara.
— ¿En serio? —preguntó Joseph con fingida sorpresa. Hannah dio media vuelta y salió de la cocina a grandes zancadas dando un portazo a sus espaldas.
Jenny estaba en el vestíbulo. Su expresión era solemne.
— ¿Estás enfadada con el tío Joseph? —preguntó muy seria—. ¿Es porque tiene que volver a la guerra y dejarnos solos otra vez?
Hannah se desconcertó.
—No. No, claro que no...
—Cuidaremos de ti, mamá. Ayudaré más. No desordenaré mi cuarto. Y me haré la cama.
Hannah tuvo ganas de llorar y abrazar a Jenny con tanta fuerza que le habría hecho daño. La pasión que anidaba en ella estaba siendo demasiado intensa pero tenía que controlarse o de lo contrario asustaría a Jenny. Sólo era una niña. No se asustaría en la medida en que no lo hiciera la propia Hannah. Todo dependía de ella. Aquél era el problema, siempre el mismo problema, y Joseph no lo comprendía.
—Ya estás siendo de gran ayuda, cariño —dijo obligándose a sonreír—. Sólo estaba disgustada por algo que ha ocurrido en el pueblo. El tío Joseph me estaba diciendo que me había equivocado y me he enfadado con él porque no me gusta que me digan que me equivoco. Y el tío Joseph no va a marcharse a la guerra hasta dentro de mucho tiempo, si es que finalmente se va. Aún no está muy bien de salud.
— ¿Se pondrá bien? El papá de Margaret no se pondrá bien. Dice que lo gasearon y que siempre estará enfermo.
Hannah acarició el pelo de Jenny apartándoselo de los ojos con un gesto automático. Era tan fino que se salía del pasador.
—Eso es terrible, pero no es lo que le ocurrió al tío Joseph. Se pondrá bien, sólo que tardará un poco. Quizá podrías echarme una mano yendo a prepararle una taza de té. Deja que él ponga el recipiente en el fogón y tú prepara la tetera. Tengo que salir enseguida, sólo un ratito.
— ¿Vas a volver?
— ¡Pues claro que voy a volver! Di al tío Joseph que me he ido a deshacer el entuerto.
— ¿Qué entuerto?
—Él sabrá a qué me refiero.
Resultó ser algo extraordinariamente difícil de hacer porque sabía que había sido culpable de engañar, tanto a Ben como a sí misma. Varias veces vaciló, llegando a detenerse en la acera, preguntándose si no sería ridículo ir a buscarlo al salón de té donde con toda probabilidad estaría almorzando, quizá ni siquiera solo. ¿Estaba dando más importancia de la debida a una simple mirada? ¿Acabaría aún más avergonzada de lo que ya estaba? Resultaría mucho más simple dejarlo correr hasta la próxima vez que se encontraran por casualidad.
Seguramente sucedería al día siguiente en la iglesia y aquél era el lugar menos indicado para sostener la conversación que tenía pendiente con él. ¿Cómo podía ser breve, sincera y salvaguardar cierto grado de dignidad para ambos? Debería dejarlo hasta que la ocasión se presentara por sí sola. ¡Cosa que podía demorarse una semana entera!
Llegó al salón de té y se detuvo en la calle. El sol centelleaba en las ventanas y un gato blanco y negro dormitaba muy a gusto en el interior del alféizar. Podría entrar a comprar algo para Joseph y aún estaría a tiempo de cambiar de parecer. ¿Un pastel de chocolate para tomar en la cena?
Empujó la puerta para abrirla. En el local reinaba un ambiente bullicioso y jovial. Media docena de parea comían emparedados y charlaban. Vio a Ben sentado a una mesa en compañía de otro hombre unos pocos años mayor que él, quizá de treinta y tantos. Justo la excusa perfecta para eludir la cuestión. ¿Cómo iba a decirle algo semejante en presencia de su amigo?
Se dirigió al mostrador y sonrió a la señora Bateman, a quien conocía desde que tenía uso de razón.
—Buenas tardes, señorita Hannah —saludó ésta en tono alegre—. ¿Qué va a ser, un pastel de chocolate para el señor Joseph?
Sin aguardar la respuesta desapareció en la cocina dejando a Hannah sola ante el mostrador. Un instante después tenía a Ben detrás de ella.
— ¿Se encuentra bien? —preguntó muy solícito—. La veo...
No hallaba una palabra lo bastante diplomática.
—Aturullada —dijo Hannah acabando la frase por él. Le miró a los ojos y acto seguido se arrepintió. El cariño seguía allí, con todas las posibilidades que estaba dispuesta a aceptar y temerosa de ver. Ahora era el momento—. Lo estoy—agregó—. Me parece que me he comportado bastante mal hace cosa de una hora cuando la pobre señora Oundle se quedó sin chuletas.
Ben sonrió de oreja a oreja.
— ¡Yo también! Hacía meses que no veía nada tan divertido y necesitaba reír. ¿Cree que deberíamos pedirle disculpas? ¿O sólo empeoraríamos la situación? Hay cosas que es preciso fingir que no han sucedido, o al menos que no te has fijado.
—Puesto que nos hemos partido de risa en sus narices, dudo mucho que eso dé resultado— contestó Hannah sonriendo a su pesar—. Pero en realidad no me refería a eso.
Ben se mostró desconcertado.
Hannah siguió hablando sin darle ocasión de decir algo que le imposibilitara continuar. ¿Cómo diablos podía expresarlo sin parecer torpe, hosca y arrogante? La única salida era la sinceridad. Lo miró de hito en hito viendo ironía, inteligencia y capacidad de sufrimiento en su rostro.
—Me he estado portando como si no fuese una mujer casada, y resulta que lo soy —dijo en voz baja—. Estoy bien casada y amo a mi marido. Sólo es que lo echo mucho de menos cuando está fuera y me he olvidado de comportarme como es debido. Por eso le debo una disculpa, Ben. Y créame que lo siento. Estoy avergonzada.
El semblante de Ben palideció haciendo que resaltaran las pecas.
—Entiendo —dijo con voz ronca—. Sí, claro que lo está... Casada, quiero decir.
Hannah supo que lo había herido y sintió un agudo desprecio por sí misma. Qué increíble y deleznable egoísmo el suyo. Sintiera lo que sintiese Joseph por ella sería suave comparado con el asco que sentía por sí misma.
La señora Bateman regresó con un gran pastel de chocolate. —Aquí tiene, señorita Hannah. Dígale al señor Joseph que es el mejor que tengo y que invita la casa.
— ¡De ningún modo! —protestó Hannah—. Voy a...
—Lléveselo —dijo la señora Bateman con una sonrisa de satisfacción—. Si el señor Joseph no quiere aceptarlo, deje que sea él quien me lo devuelva y me lo diga a la cara. ¡Verá como no viene! El pueblo entero lo admira muchísimo, señorita Hannah. Dígaselo de mi parte. Bueno, señor Morven, ¿se le ofrece algo más, señor?
Joseph aceptó el pastel. Sabía que la señora Bateman era una excelente repostera y que disfrutaba regalando sus mejores creaciones de vez en cuando. Era la manera que tenía de señalar su respeto por ciertos clientes favoritos. Le habría dolido que lo rehusara.
Hizo una tarde templada y agradable. Hannah no dijo nada pero Joseph entendió, por la mirada directa que ésta le lanzó con un amago de sonrisa atribulada, que su hermana había encarado y resuelto el problema.
Sin embargo, más tarde, a solas en su habitación, permaneció despierto en la cama consciente de lo brusco que había sido con ella y lo seguro de sí mismo que se había mostrado cuando ni siquiera había tomado en consideración qué porvenir le aguardaba. ¿Y si Archie era uno de los miles que nunca regresarían del mar?
Hannah lo había acusado de ser pedante. ¿Era sólo que había arremetido contra él con la acusación que sabía que más daño le haría? ¿O acaso llevaba razón? ¿Era un hombre vacío que criticaba lo que desconocía? ¿Cuánta vida y amor había en su fuero interno? ¿Estaba juzgando una pasión que ya no recordaba cómo sentir, una calidez y un apetito que había perdido?
Había estado tan ocupado tratando de satisfacer las necesidades del prójimo que había reprimido las propias. Y sin esas ansias de vivir, sin vulnerabilidad para sufrir, ¿qué comprensión podía alcanzar de ellas? ¿O de cualquiera que tuviera el coraje de ser como era, de ser vaciado por la alegría y el dolor hasta convertirse en un recipiente tan grande que diera cabida a la vida entera?
«Cobarde» era una palabra horrible, la más fea que conociera un soldado y tal vez, siendo honestos, cualquier ciudadano. Estaba acostumbrado a la realidad del coraje en las trincheras, a lo que les costaba a los hombres enfrentarse al sufrimiento a diario, a ver a sus amigos hechos pedazos de tal modo que uno apenas reconocía que una vez habían sido hombres. Y los había visto enfrentarse al padecimiento con silenciosa dignidad.
¿Qué coraje tenía él? ¿El coraje de enfrentarse a las heridas de los demás pero sin correr el riesgo de sufrirlas en su carne?
No, eso no era justo. A él lo hería el dolor de ellos. Se dio cuenta con cierta conmoción de lo mucho que le espantaba regresar a Flandes. Hacía más de una semana que evitaba pensar siquiera en ello. Había llenado su mente con la necesidad que tenían de él, entre su propia gente, en el pueblo donde había nacido y cuyo titular del beneficio eclesiástico era un incompetente.
Se durmió todavía preocupado, sin gustarse mucho a sí mismo.
El sábado Joseph estaba invitado a cenar con Shanley y Orla Corcoran. A Hannah también la habían invitado, pero más por cortesía que porque creyeran que iría. Tenía un compromiso previo para llevar a los niños a una fiesta en el pueblo.
—No tengo cómo ir a vuestra casa —le dijo Joseph a Corcoran.
—Lizzie Blaine pasará a buscarte —contestó su amigo—. Va a visitar a una vecina que vive a poco más de un kilómetro de aquí y te llevará encantada.
De modo que Joseph aceptó. Envolvió la copa de peltre con esmero, haciendo un paquete tan bonito y elegante como pudo, y se la llevó consigo. Le entusiasmaba pensar en el placer que experimentaría Corcoran al verla.
Lizzie llegó exactamente a la hora que había dicho y Joseph subió al coche. Era un utilitario Ford modelo T que le recordó vivamente el que su hermana Judith solía conducir disfrutando hasta la temeridad antes de la guerra. Se lo comentó en cuanto arrancaron.
— ¿Su hermana? —dijo con interés—. ¿La que ahora conduce ambulancias en Flandes?
—Sí.
—He pensado en eso. Debería intentar hacer algo útil de verdad. Apartar la mente de mí misma por una temporada. —Lo dijo haciendo una mueca atribulada—. ¿Qué clase de requisitos me pedirían?
— ¿Está segura de que eso es lo que quiere? —preguntó Joseph mirándole la cara de perfil mientras ella mantenía la vista clavada en el parabrisas, atenta a la carretera. No era una mujer bonita pero su carácter e inteligencia agradaban a Joseph. Tenía la nariz un poco torcida y demasiado larga para ser bella. Los ojos eran de un azul muy claro pese a su cabellera morena y su boca indicaba sentido del humor y vulnerabilidad. Se la veía menos aturdida que cuando la conoció, el día de la muerte de su esposo, aunque sin duda debía de estar sufriendo con amarga aflicción. Sólo que ahora el dolor era más profundo y Lizzie había amañado una frágil máscara para tapar la superficie.
¿Acaso también se sentía profundamente traicionada? ¿Por eso deseaba marcharse a Francia y perderse en la guerra? Aquélla no era una buena razón para hacerlo. Los hombres heridos necesitaban a personas con ganas de vivir cuyas mentes estuvieran en disposición de entregarse totalmente a la tarea de trasladarlos a los hospitales de la retaguardia.
Salieron de las calles del pueblo y enfilaron la carretera de Madingley. Los campos estaban tapizados de verde y un anciano con la espalda encorvada llevaba unos caballos cansados por el camino que conducía a la granja de los Nunn.
—Debería pensárselo mejor —aconsejó Joseph—. Aguarde al menos hasta que haya tenido oportunidad de sobreponerse un poco a su pérdida. Todavía está bajo los efectos de la primera impresión.
— ¿Piensa que me sentiré mejor? —dijo Lizzie irónicamente, apartando la vista de la carretera un instante para mirarlo—. ¿Todas las conductoras de ambulancia que hay en Francia están serenas y a gusto consigo mismas? ¿Ninguna de esas chicas ha perdido un marido, un hermano o un prometido? —Sorteó un bache con destreza—. ¿Acaso no ha perdido usted a nadie que le importara? ¿Y lo mandaron a casa por esa razón?
Por supuesto resultaba ridículo. Apreciabas a los hombres que estaban contigo. Nadie que no hubiese estado allí podría comprender la amistad que se forjaba en las trincheras, el modo en que se compartía todo: la comida, el calor corporal, los sueños, las cartas de casa, las bromas, el terror, secretos que no contarías a nadie más, quizás incluso la sangre. Era un vínculo sin igual, intenso y de por vida. En algunos aspectos nadie más estaría tan cerca como un compañero de armas, los recuerdos te involucraban más allá de las palabras.
Pensó en Sam Wetherall y por un momento se sumió en un dolor que era como un incendio que arrasara todo lo demás. Parecía que hubiese sido ayer cuando estaban sentados en el refugio subterráneo hablando sobre Prentice y compartiendo las últimas galletas de chocolate de Sam. Joseph aún podía oler la tierra de Flandes, arcilla húmeda y resbaladiza, y las letrinas, así como el olor a muerte que lo impregnaba todo.
—No, no nos mandan a casa —contestó a Lizzie—. Y a veces, cuando hemos perdido a alguien particularmente próximo, o cuando hemos cometido errores, cuando hemos estado demasiado cansados para pensar con claridad, otros pagan por ello. Pero no salimos para allá deliberadamente cuando estamos tan magullados como para que nada nos importe.
Lizzie esbozó una sonrisa.
—Es usted muy franco.
—Lo siento.
—Pues no lo sienta. Lo prefiero así. Ese policía no parece tener todavía la menor idea sobre quién mató a Theo.
—Lo descubrirá, aunque tal vez le lleve algún tiempo.
Una comadreja cruzó la carretera. Lizzie frenó un poco y volvió a acelerar.
—Usted ya lo conocía, ¿verdad?
Fue más una afirmación que una pregunta. Joseph se sorprendió.
—Sí. Justo antes de la guerra asesinaron a un amigo mío. —Lo siento. Tuvo que ser algo horrible.
—Sí que lo fue. Pero Perth es un buen hombre.
Lizzie conducía con innata destreza, como si le encantara la sensación de control y potencia. Se manejaba con soltura, sin prisa ni arrogancia. Sus manos sostenían el volante con suavidad. Sería una buena conductora de ambulancia si no estuviera demasiado enfadada o lastimada para poner los cinco sentidos en la conducción.
—Sé que estaba teniendo una aventura con Penny Lucas —dijo en voz baja—. No sé muy bien cómo empezó. Ni siquiera estoy segura de si en parte fue culpa mía.
La mente de Joseph daba vueltas a pensamientos acerca de Hannah, de Judith y de otras personas a las que había conocido. Amor, envidia, soledad, la necesidad de saber de modo incuestionable que le importabas a alguien... Las relaciones humanas eran complejas, estaban llenas de apetitos tan intensos que invalidaban toda prudencia, así como la comprensión de la moralidad y el sentimiento de pérdida.
Tendría que haber sido más comprensivo con Hannah. ¿Qué había lisiado tanto su imaginación como para haberse permitido enojarse mucho más con ella de lo que se hubiese enojado con cualquier otra?
— ¿Por qué iba a ser culpa suya? —preguntó en voz alta.
Lizzie mantuvo los ojos clavados en la carretera.
—No lo sé. A veces deseo que la vida pudiera seguir siendo como antes pero una parte de mí está entusiasmada con los cambios, con las nuevas oportunidades que se nos abren. Lo único que he hecho siempre ha sido atender a Theo. —Su rostro era inexpresivo a la luz de la tarde—. Era un hombre realmente brillante, ya sabe, quizás uno de los mejores científicos que hayamos tenido jamás. No soy sólo yo quien lo ha perdido, es el Reino Unido, quizás el mundo entero. Pero en cierto modo ahora puedo ser yo. —Una temblorosa sonrisa asomó a sus labios—. Tengo que serlo. Estoy muerta de miedo pero podría haber cosas positivas en ello, también. Ahora ya no puedo quedarme en casa aguardándolo para cuidar de él. —Pestañeó para reprimir unas súbitas lágrimas—. Lo que quiero decir es que tal vez no lo estaba haciendo tan bien, después de todo.
Joseph la creyó. La emoción era tan palpable dentro del pequeño coche que circulaba entre los setos cuajados de brotes frescos que resultaba imposible dudar. Lizzie rezumaba arrepentimiento y su determinación era un equilibrio entre el miedo y la esperanza, amén de una máscara que ocultaba un dolor demasiado profundo para enfrentarlo.
¿Había amado a Theo hasta el punto de estar apasionadamente celosa? Joseph no quería plantearse siquiera tal posibilidad. Pero se había equivocado en ocasiones anteriores. Otras personas que le importaban, a quienes amaba y conocía mucho mejor de lo que la conocía a ella habían tenido el coraje, la violencia y el momento de ardor irracional que los había cegado ante los valores de la eternidad para ver sólo la necesidad del momento y matar.
La muerte y la aflicción los rodeaban por doquier. Las listas de bajas se publicaban a diario. ¿Cuán fácil era pensar en Francia, tan sólo a veinte millas a través del Canal, y conservar la cordura intacta?
—Aguarde hasta que Perth lo haya resuelto y usted haya tenido tiempo de recobrar fuerzas y tomar una decisión firme —dijo Joseph—. Me parece que sería una conductora de ambulancia bastante buena.
Lizzie sonrió, inspiró profundamente y sacó un pañuelo del bolsillo. Le estaba costando demasiado mantener la compostura como para darle las gracias de nuevo.
Ya casi habían llegado a casa de los Corcoran y no volvieron a hablar salvo para acordar a qué hora pasaría a buscarlo para regresar a casa.
La visita fue justo lo que Joseph necesitaba: la calurosa bienvenida, las habitaciones conocidas con sus recuerdos del pasado, cuadros antiguos, libros viejos, sillas que el uso había gastado hasta darles forma para acoger su cuerpo. Las cristaleras estaban abiertas al canto de los pájaros en el jardín pese a que ya refrescaba. En todo ello había una comodidad que ponía las equivocaciones en perspectiva.
Corcoran estuvo encantado con la copa. La sostuvo en alto para dejar que la luz jugara en su superficie satinada y la tocó con las yemas de los dedos, sonriendo. La belleza intrínseca de la pieza lo cautivó, pero mucho más que eso lo hizo el hecho de que Joseph la hubiese elegido para regalársela. La puso en medio de la mesa del comedor y sus ojos no dejaron de desviarse hacia ella durante toda la velada.
Durante la cena conversaron sin aludir a la guerra ni a otras tragedias: ideas intemporales y la belleza de poemas, música y cuadros que resistían las tormentas de la historia.
Después Orla se excusó y dejó a Joseph y Corcoran a solas en la penumbra. Finalmente abordaron los asuntos del presente.
—Debías de conocer a Theo Blaine bastante bien —dijo Joseph casi como si no tuviera importancia—. ¿Te gustaba? Corcoran se mostró sorprendido.
—Sí, lo cierto es que sí. Poseía un entusiasmo tan puro que era imposible que no te gustara.
— ¿Realmente era uno de los mejores científicos de Inglaterra?
Una sombra muy leve cruzó el semblante de Corcoran, poco más que un cambio en sus ojos.
—Sí, no tengo duda de que lo era, o al menos de que hubiese podido llegar a serlo. Sin embargo, aún le faltaba un poco para madurar y darse cuenta de su potencial. Desde luego era extraordinario. Pero no te preocupes, Joseph, terminaremos nuestro proyecto aunque no contemos con él. No era indispensable.
¿Piensas que fue un simpatizante o espía alemán quien le mató?
Corcoran se mordió el labio.
—He estado pensando en ello, no porque quisiera, pero no es el tipo de asunto que uno puede quitarse fácilmente de la cabeza. Cuanto más lo medito, menos convencido estoy. —Miraba a Joseph de hito en hito—. Al principio di por sentado que debido al trabajo que estamos haciendo tenía que ser así. Ahora estoy comenzando a recordar que además de ser una mente privilegiada también era un hombre joven, con los apetitos propios de la juventud y en ocasiones una manera poco práctica de ver las cosas, y sobre todo a las personas.
Joseph sonrió a pesar suyo.
— ¿Eso es una forma eufemística de decir que hacía caso omiso de los sentimientos de los demás, como por ejemplo los de su esposa? ¿O los de Dacy Lucas?
Corcoran abrió mucho los ojos.
— ¿Estás al corriente de eso?
—Algo sé. ¿Era muy egocéntrico?
Una chispa de humor negro cruzó el rostro de Corcoran.
—Supongo que sí. Muchos jóvenes lo son en ese aspecto de su vida. Y me parece que la señora Lucas es una mujer testaruda, quizás una pizca aburrida de ser la esposa de un hombre consagrado a su trabajo, en el que ella no participa y que apenas entiende. —Negó con la cabeza—. Tiene un carácter explosivo y me parece que un considerable apetito, cuando menos de ser admirada. —Hizo una mueca—. De verdad que lo siento, Joseph. A veces pedimos mucho a la gente y olvidamos que además de un talento maravilloso o un intelecto superior quizá también tengan las mismas debilidades y necesidades humanas que el resto de nosotros.
—Shanley, ¿estás hablando de Theo Blaine o de la señora Lucas?
—O de Lizzie Blaine —añadió Corcoran con ironía—. En realidad no tengo ni idea. Y hablando con franqueza, prefiero no saberlo. No quiero mirar a personas que conozco y aprecio y pensar estas cosas de ellas. —Torció un poco la boca—. Perth me dijo que alguien vio a una mujer que iba en bicicleta a cosa de un kilómetro de casa de los Blaine, y en la tierra húmeda del sendero de atrás había huellas de bicicleta. No me gustaría pensar que el criminal fue la señora Lucas. Sería espantoso. Aunque me figuro que debo admitir que es posible.
— ¿Por qué iba a ella a matar a Blaine? No tenía motivos para estar celosa. Si deseaba poner fin a la aventura podría haberlo hecho sin más —razonó Joseph.
—Quizá no fuese lo que deseaba ella —respondió Corcoran mirando a Joseph con una sonrisa paciente—. Pero silo que deseaba él.
Joseph se dio cuenta de la obviedad, pero la idea le repugnaba.
— ¿Y lo mató? —protestó Joseph—. Eso me parece...
—Una pasión muy violenta —señaló Corcoran—. Y lo es. Una locura, para ti o para mí. Lo más probable es que fuese un espía alemán. Al menos eso espero. Sería infinitamente preferible a que fuese alguien a quien conozco y que probablemente aprecio. Tal vez peque de inocente, pero me gustaría conservar mis ilusiones... Al menos algunas de ellas.
— ¿Estabas enterado de esta aventura antes del homicidio? —preguntó Joseph.
Corcoran abrió las manos en un gesto de disculpa.
—Preferí hacer la vista gorda pero supongo que era consciente. —La culpabilidad le arrugó la cara—. ¿Crees que tendría que haber intervenido de alguna manera?
Joseph tomó aire para decir que sí pero cambió de parecer.
—No lo sé. Seguramente habría parecido más una intromisión que la advertencia de un amigo. Dudo que eso hubiese cambiado las cosas.
—No podía amenazarle con el despido —dijo Corcoran compungido—. Su genialidad lo situaba por encima de la ley laboral, y él lo sabía.
— ¿Igual que a su asesino? —preguntó Joseph y casi al instante deseó haberse mordido la lengua. ¿Acaso Corcoran protegería a un hombre, incluso de pagar por un homicidio, si su cerebro fuese necesario para concluir un proyecto que podía ser crucial para la guerra?
Se acordó de Prentice, de Mason y de lo que había ocurrido en Gallípoli. ¿Tan diferente era él?
—No me preguntes eso, Joseph —contestó Corcoran en voz muy baja—. No lo sé. ¿Cabe aplicar las leyes corrientes de la sociedad a hombres como Newton, Galileo y Copérnico o a genios del espíritu como Da Vinci o Beethoven? ¿Habría salvado a Rembrandt o a Vermeer de la horca si merecieran ser colgados? ¿O a Shakespeare, a D ante o a Homero? Sí, seguramente. ¿Tú no?
Joseph no tenía una respuesta adecuada. ¿Cabía sopesar un don contra otro, calcular el precio de la vida de otras personas, personas inocentes, emitir juicios? Rehusó pensar si tal cosa había sido necesaria o llegaría a serlo. Shanley Corcoran estaba tan lejos como él mismo de saber quién había matado a Theo Blaine.
Sonrió, y ambos se permitieron enzarzarse en una discusión sobre quién era mejor, Beethoven o Mozart. No era la primera vez que lo hacían, habían perdido la cuenta, y era una especie de juego. Corcoran siempre defendía la lírica claridad de Mozart y Joseph la turbulenta pasión de Beethoven.
Cuando Lizzie Blaine regresó tuvieron la impresión de que llegaba temprano, pero en realidad ya eran más de las diez y media y, por supuesto, Corcoran tenía que madrugar y acudir a su despacho del Claustro por más que al día siguiente fuese domingo. Sólo entonces reparó Joseph en lo cansado que debía de estar. Se movía despacio y al dirigirse hacia la puerta con Joseph, éste se fijó en la sequedad de su cutis alrededor de los ojos.
—Perdona —dijo Joseph avergonzado del tiempo que le había robado. Tendría que haber pensado en marcharse más temprano y pedido a Lizzie que lo recogiera antes de la diez.
—Mi querido muchacho —dijo Corcoran negando con la cabeza—. Ha sido un placer verte. No importa cuánto trabajo tengamos por hacer, hasta yo tengo derecho a condescender un poco conmigo de vez en cuando. Unas pocas horas haciendo lo que te place te devuelven el ánimo y te dan fuerzas para continuar. Estoy mucho mejor después de haberte visto, te lo aseguro.
Joseph también dio las gracias a Orla y salió sonriente a la oscuridad exterior.
No podía ayudar a Lizzie a arrancar el motor con la manivela pero ella demostró ser tan capaz como Judith de hacerlo sola y en un abrir y cerrar de ojos estuvieron recorriendo la misma ruta de antes camino de St. Giles.
—Lo he visto terriblemente cansado dijo Lizzie al cabo de un rato. La carretera nocturna no parecía desconcertarla lo más mínimo. Las ramas colganderas de los setos, los peraltes inclinados y la maleza de los arcenes la hacían titubear tan poco como las resplandecientes rayas de luz de luna sobre el asfalto de los tramos lisos.
—Sí, lo está —convino Joseph recordando el esfuerzo del rostro de Corcoran en reposo, la tensión de sus manos por lo general tan relajadas—. Debe de costarle lo suyo cargar con esa responsabilidad adicional. La pérdida de su esposo le pesa mucho.
— ¿Él cree que han sido los alemanes? —preguntó Lizzie enseguida.
Joseph no supo qué contestar. ¿Qué debía decirle para hacerle el menor daño posible sin faltar a la sinceridad? Joseph contestó con una pregunta:
— ¿Piensa usted que los alemanes lo elegirían a él en concreto, más que a Iliffe, Lucas o Morven, o incluso que al propio Corcoran?
Lizzie sonrió; un tenso, amargo, breve movimiento de los labios.
—Theo era un pensador muy original. Se le ocurrían cosas que de entrada parecían una locura, completamente fuera de lugar, y luego, al cabo de un momento, veías que había ido por otro lado en vez de seguir tu línea de pensamiento. Sabía cómo dar la vuelta a las cosas para mostrarlas con otro sentido.
Joseph se sorprendió.
— ¿Hablaba sobre su trabajo con usted?
Procuró no sonar incrédulo.
De nuevo la chispa de humor.
—No, pero le conocía bastante bien. —La chispa se apagó—. O al menos una parte de él —se corrigió—. Antes de la guerra solíamos hablar de toda suerte de cosas, ideas... Tendría que haberlo visto jugar a las charadas. Ahora parece ridículo. Solía inventarse las pistas más inverosímiles, pero que una vez dabas con lo que significaban, resultaban de lo más acertado. Le encantaban las cantinelas de Gilbert y Sullivan. Y los versos absurdos de Edgard Lear. Podía recitar La caza del snack, de Lewis Carroll, de principio a fin. Carroll también era matemático, o más bien debería decir que Charles Dogson lo era. Theo adoraba las matemáticas. Le entusiasmaban tanto como a mí la buena poesía.
Se calló de repente.
Joseph fue dolorosamente consciente de lo mucho que ella había amado a Theo. Tal vez ella también se estaba dando cuenta pese al empeño que ponía en fingir lo contrario. Mantenía la vista al frente pestañeando con fuerza, un poco inclinada hacia delante como si la luz de la luna en la carretera la deslumbrara.
Por supuesto nunca reemplazaría a Theo, dijera lo que dijese. Éste había dejado un abismo que nada volvería a llenar. ¿Habría dejado un vacío semejante para Corcoran en el ámbito profesional? Ése era el miedo que anidaba en el fuero interno de Joseph. ¿Acaso su muerte no tenía nada que ver con ninguna aventura amorosa, ninguna lealtad ni traición, y se reducía a la mera existencia de un enemigo oculto entre ellos? ¿Había alguien libre de sospecha y lo bastante listo como para matar al único hombre capaz de inventar una máquina que cambiaría el curso de la guerra? ¿Qué era la viudez de una mujer comparada con eso? Una pequeña, terrible, parte de un todo que se extendía hasta lo inconcebible.
Tenía que reflexionar más en todo aquello. Conocía el pueblo y sus gentes de un modo que Perth nunca alcanzaría. Joseph no sólo oiría los rumores sino que sabría interpretarlos. La buena voluntad pasiva no bastaba.
Llegaron a St. Giles y mientras Lizzie detenía el coche Joseph reconoció el Ford de Hallam Kerr aparcado delante de su casa. Había luces encendidas en el vestíbulo y la sala de estar pese a lo avanzado de la hora.
Joseph se volvió hacia Lizzie. Ella lo estaba mirando, comprendiendo la súbita expresión de inquietud de su rostro.
—Gracias —dijo Joseph con más sinceridad de lo que su prisa daba a entender. Ni siquiera sabía de qué tenía miedo pero Kerr no estaría allí ni Hannah todavía levantada si no hubiese ocurrido algo realmente grave. Se inclinó para abrir la portezuela con la mano buena.
—Buenas noches —respondió Lizzie cuando sus pies crujieron sobre la grava.
Hannah y Kerr estaban de pie en el salón y ambos se dieron media vuelta con los rostros pálidos, los ojos hundidos y muy abiertos como si no supieran pestañear.
— ¿Qué pasa? —inquirió Joseph con el corazón palpitante y faltándole el aire—. ¿Qué ha sucedido?
Le aterraba que se tratara de Archie.
Hannah fue a su encuentro presurosa y algo en el mero hecho de que se moviera disipó parte de su temor.
— ¿Qué ha sucedido? —repitió Joseph levantando la voz.
—Joseph, hoy han hundido otro barco. Los hijos de Gwen Neave iban a bordo. Los dos. ¡Ha perdido a toda su familia!
Joseph recordó la paciencia de Gwen, sus manos firmes, delgadas y morenas, el modo en que siempre la encontraba a su lado cuando salía del sopor del dolor, cada vez que la necesitaba. La compasión por ella se apoderó de él haciéndole sentir vacío. No acertaba a imaginar la pérdida de dos hijos adultos, hombres a los que conocías como tales. Su, propio hijo había muerto al nacer, junto con su madre.
Pero ahora no era momento para pensar en su pérdida; era Gwen Neave quien importaba. Tocó a Hannah, sosteniéndole el brazo con la mano buena, y miró más allá de ella hacia Kerr.
— ¿Ha ido a verla? —preguntó.
— ¡No puedo! Por el amor de Dios, ¿qué voy a decirle? —exclamó Kerr con la voz estrangulada—. ¿Que hay un Dios que está a cargo de esta... esta... —agitó el brazo en gesto de desesperación— parodia de la vida?
Kerr había perdido los estribos y se tambaleaba al borde de la histeria. Sus ojos reflejaban la desesperación de quien busca una escapatoria que no consigue encontrar.
Joseph se volvió hacia Hannah.
—Me consta que es muy tarde, pero ¿nos prepararías un poco de té, por favor?
No era que le apeteciera el té pero le sirvió de excusa para pedirle que se marchara. Cerró la puerta detrás de ella y se volvió hacia Kerr.
— ¡No puedo! —dijo Kerr otra vez levantando la voz aguda y estridente—. ¿De qué voy a servirle? ¿Quiere que vaya a su casa, con lo afligida que estará la pobre, y que le recite una retahíla de tópicos como si no me diera cuenta de lo que está sufriendo? —Ahora estaba irritado y arremetía contra Joseph—. ¿Qué me sugiere que le diga, capitán? ¿Que volverán a estar todos juntos el día de la resurrección? ¿Tenga fe, Dios la ama, tal vez? ¿Acaso es verdad? —acusó—. ¡Míreme a la cara, capitán Reavley, y dígame que cree en Dios! —Volvió a agitar las manos—. Si es capaz de hacerlo, dígame entonces cómo es, dónde está y por qué demonios permite que esté sucediendo esto. Todos hacemos frente a pérdidas inconcebibles. ¡El mundo se ha vuelto loco! Es la destrucción de todo. Es un insulto a la realidad del dolor ajeno pronunciar palabras sin sentido. Nadie quiere ni necesita razones, lo que hace falta es esperanza y yo no tengo ninguna que ofrecer.
Joseph pensó en el afecto y la vitalidad de Shanley Corcoran, en su voluntad por reunir los fragmentos de la tarea de Theo Blaine y trabajar día y noche para completarla tal como lo habría hecho el propio Blaine si todavía viviese. No cejaría pese al agotamiento, la sensación de derrota, el pesar, incluso el miedo al fracaso y, tal vez peor aún, el miedo a que el mismo hombre que había matado a Blaine ahora fuera, a por él. En ningún momento se había planteado siquiera la posibilidad de abandonar o rendirse.
Y allí estaba Kerr lloriqueando porque tenía que visitar a Gwen Neave e intentar decirle algo que la ayudara a encontrar sentido o esperanza en su desolación.
—Pues deje de pensar en lo que sabe o cree —repuso Joseph lacónicamente oyendo el enfado de su voz como una bofetada en la mejilla—. Piense en lo que puede decir para ayudar a Gwen Neave. Es una viuda que acaba de enterarse de que también ha perdido a sus dos hijos. Su tarea es ocuparse de ella, no del temor o las dudas que tenga usted. Y lo necesita ahora, esta noche, no cuando usted considere que está preparado para verla.
El rostro de Kerr estaba ceniciento, sus ojos sin vida.
—No puedo ir —dijo rotundamente—. No tengo nada que decir. Si trato de decirle que tenga fe, que se apoye en Dios, sabrá que miento. —Ahora exhibía abiertamente su furia—. Pienso que no hay ningún Dios que valga, al menos no uno que pueda adorar. Quizás haya creado el universo; no lo sé y en realidad no me importa. Si existe, no tiene ningún amor por nosotros, y si lo tiene ha perdido el control y es tan incapaz como nosotros de hacer nada al respecto. Tal vez anda tan perdido y asustado como el resto de nosotros, ¿no le parece, capitán? —Miró a Joseph con intención, como si fuese la primera vez que lo veía con claridad, con los ojos muy abiertos—. Usted me contó cómo era la vida en las trincheras, la real, no la propaganda que leemos en los periódicos y los carteles de reclutamiento sobre héroes que luchan y mueren para salvarnos. Eso era lo que yo creía antes, pero usted me hizo ver que era mentira. La verdad se traduce en hambre y frío, comida repugnante, ratas y al final una muerte lenta y espantosa. A veces apenas queda lo bastante de uno como para darle un entierro digno. —Tomó aire jadeando—. O peor aún que eso, la mitad de ti vive, sin brazos ni piernas, oyendo el chillido incesante cuando duermes, notando el fango que te engulle y las garras de las ratas correteando por encima de tu cara.
Se balanceaba un poco, con la cara muy pálida.
—Como ve, he estado escuchando a algunos de los otros heridos del hospital, tal como usted me dijo que hiciera. ¿Todavía cree que hay un Dios que controla todo esto? —Se echó a reír; un sonido entrecortado y obsceno al borde del llanto—. ¿O acaso el Diablo venció, después de todo?
Joseph reparó en la angustia de sus ojos, la furia y la desesperación, la conciencia de estar cayendo a un pozo sin fondo y ser impotente para evitarlo.
—No tengo ni idea —dijo Joseph sin rodeos—. Pero sé de parte de quién estoy. Y ya va siendo hora de que usted se decida. La guerra no es un invento nuevo, como tampoco la muerte o la duda. —Ahora era él quien levantaba la voz—. ¿Acaso se figuraba que todos los hombres del pasado, aquellos sobre quienes leemos y que tanto admiramos, no tenían cuerpos que sangraban y se rompían como los nuestros? ¿Acaso suponía que tenían alguna certidumbre que les impedía dudar o que les ahorraba el sentirse aterrados o abandonados?
—Yo... yo... —Kerr negaba con la cabeza, la idea era totalmente nueva para él.
— ¡Por el amor de Dios! —Joseph seguía levantando la voz sin siquiera percatarse—. ¡Estaban tan perdidos como nosotros! ¡La diferencia es que no se dieron por vencidos! ¡Y ésa es la única diferencia!
Kerr seguía negando con la cabeza y retrocedió trastabillando hasta desplomarse en un sillón al lado de la chimenea agitando las manos.
—Yo... ¡No puedo! Podría recitar todas las cosas que se supone que debo decir pero no son más que palabras. No dicen nada. A mí no me dicen nada y ella se dará cuenta. Soy un fracaso pero me niego a ser un hipócrita.
— ¿A quién le importa lo que usted sea? —le gritó Joseph—. ¡Es ella quien importa esta noche, no usted! ¡Sólo tiene que estar a su lado! —Pero Kerr se dobló y hundió la cara entre las manos, quedándose inmóvil—. Pues entonces lléveme en su coche —ordenó Joseph—. Si eso es lo que quiere, iré yo.
—No puedo enfrentarme a ella. —Kerr hablaba a través de las manos entrelazadas, con los nudillos blancos—. Dios no nos creó, nosotros le creamos a Él debido a nuestro terror a estar solos. No puedo decirle eso.
— ¡Sólo le he pedido que conduzca el maldito coche! —gruñó Joseph.
La puerta se abrió detrás de él y Hannah entró en el salón. No había preparado té.
—Yo cuidaré de él —dijo en voz baja—. Tú deberías ir a ver a la señora Neave, Joseph. Ahora te necesita tanto como tú la necesitaste cuando estabas asustado y dolorido.
— ¿Y cómo voy hasta allí? —preguntó Joseph con impotencia. El brazo le dolía como un diente roto y la pierna le palpitaba. Estaba tan cansado que le daban mareos.
—He ido en pos de Lizzie Blaine. Te está aguardando —contestó Hannah.
Ya no quedaban excusas y en realidad no quería ninguna. De todos modos no conseguiría dormir. Tal vez hacer compañía a Gwen Neave sólo sería una pizca más duro que permanecer allí y tratar de sacar a Hallam Kerr de la ciénaga en la que se había hundido. La duda no era un pecado; la inteligencia la exigía de vez en cuando. Sólo que había elegido un momento puñeteramente egoísta para dejarse dominar por ella.
Lizzie Blaine estaba sentada en el coche aguardando a Joseph con el motor en marcha. Joseph entró y le dio las gracias. Ya estaba medio avergonzado de sí mismo por haber sido tan severo con Kerr. En las trincheras había visto hombres en estado de shock por las bombas y los había compadecido. Tal vez Kerr sufriera una especie de estado de shock religioso, la espiritualidad aturdida por una excesiva exigencia de una fe que ya era endeble de por sí.
Lizzie no dijo nada. Quizás estuviera demasiado familiarizada con la amargura de la aflicción como para sentir necesidad de conversar. Era una extraña camaradería sin palabras la que compartían circulando por los caminos. La luna se había ocultado detrás de una nube y los faros barrían los setos y los troncos de los árboles a toda velocidad cuando doblaban las esquinas. Las granjas se erguían oscuras y el ganado estaba silencioso en los campos. De pronto un búho enorme bajó en picado delante de ellos y volvió a desaparecer casi antes de que su cuerpo corto y su inmensa envergadura permitieran identificarlo como tal.
Se detuvieron delante de casa de Gwen Neave, en la carretera que llevaba a Cambridge. Las persianas estaban bajadas pero se veía luz en los bordes.
—Entraré con usted y haré té o lo que sea, si quiere —propuso Lizzie—. Limpiar un poco, lo que haga falta. Puedo quedarme a pasar la noche aquí, si ella prefiere tener compañía, y usted no puede hacerlo.
Joseph le sonrió. ¿Qué clase de locura había empujado a Theo Blaine a iniciar una aventura con otra mujer? ¿Quién sabía por qué se enamoraba uno? ¿Quién sabía por qué una persona traicionaba a otra, o a una creencia, o a una nación?
—Gracias —aceptó Joseph—. Quizá se sienta mejor si lo hace. Ya lo... Ya lo veremos.
Había llegado la hora de actuar. No tenía ningún sentido posponerlo más. Aquello era siempre una especie de infierno. Abrió la portezuela con la mano sana y se apeó sin dar tiempo a Lizzie a rodear el coche para abrírsela. Fue hasta la puerta principal y llamó.
Tuvo que aguardar un poco antes de que le abrieran. Gwen Neave se quedó plantada en el umbral como un fantasma, una mujer a quien la vida había abandonado. Sus ojos no mostraron ningún signo de reconocerle.
—Joseph Reavley —dijo en voz baja—. Brazo roto y herida de obús en la pierna. Usted cuidó de mí en el hospital de Cambridge cuando regresé de Ypres, hará unas cuatro semanas. Estaba a mi lado cada vez que me despertaba y siempre sabía lo que necesitaba. Ojalá pudiera hacer tanto por usted, pero si le apetece que me quede un rato, para hablar un poco, o no. En cualquier caso, aquí me tiene.
—Ah... Sí. —Su voz sonó ronca, le costaba pronunciar las palabras—. Me acuerdo de usted. Era capellán, ¿verdad? Se hizo a un lado.
—Todavía lo soy —contestó Joseph siguiéndola al interior—. La señora Blaine me ha traído. ¿Puede echarle una mano en algo... práctico, quizá? Me temo que yo aún soy bastante inútil.
La señora Neave se adentró más en la casa, dirigiéndose a la sala de estar, pero con una mirada inexpresiva en el rostro, como si no hubiese entendido lo que le acababa de decir. Lizzie fue tras ellos pero se dirigió hacia donde supuso que estaría la cocina.
—Capellán... —repitió Gwen Neave—. No estoy segura de querer...
Su rostro traslucía miedo, como si pensara que Joseph empezaría a decirle algo insoportable.
—No tiene importancia —dijo encogiéndose de hombros—. Sólo lo he dicho para ayudarla a ubicarme. Sin duda tiene muchos pacientes.
—Cruz al Mérito Militar. —Lo miró de hito en hito—. Por rescatar hombres heridos en la tierra de nadie. Me acuerdo de usted.
Se sentó, no tanto para ponerse cómoda sino simplemente porque estaba perdiendo el equilibrio y le faltaban fuerzas para mantenerse de pie.
¿Qué podía decirle Joseph? Aquella orgullosa mujer que había asistido a tantos hombres en situaciones extremas de sufrimiento físico e incluso en su lecho de muerte no quería oír tópicos sobre sacrificio y resurrección. Seguro que ya los había oído todos. Quizá ni siquiera era cristiana, por lo que él sabía. Sería una presunción de una extraordinaria falta de sensibilidad comenzar a hablar como si lo fuese. Ninguna palabra le había servido de consuelo a él durante la primera conmoción tras la muerte de Eleanor. Dentro de él sólo había un inmenso y doloroso vacío que hasta pocas horas antes había estado lleno de luz y amor. ¿Qué había deseado oír o decir? Nada reconfortante, nada preparado y forzosamente impersonal. Las demás muertes no le importaban; sólo la de Eleanor era real y le devoraba el corazón. Deseaba hablar sobre ella como si eso la mantuviera cercana y real un poco más de tiempo.
—Hábleme de sus hijos —le pidió Joseph—. Mi cuñado está en el mar, a bordo de un destructor. Pese a las privaciones y el peligro, una parte de él no querría hacer otra cosa. El mar tiene una especie de magia para él.
La señora Neave pestañeó.
—Eric era así. Cuando era pequeño tenía una barca de juguete que hacía navegar en el estanque del pueblo. Tenía el pelo muy rubio, tieso como varillas. Le iba de un lado a otro de la cabeza al saltar de entusiasmo. Su padre solía aparejarla y ponerla en el agua, y cuando el viento hinchaba las velas iba derecha hasta la otra punta del lago aterrorizando a los patos.
Hubo un momento de angustiado silencio y al cabo siguió desgranando los recuerdos que acudían a su mente uno tras otro a medida que iba encontrando—palabras para ellos. Lizzie les llevó té y volvió a retirarse. Gwen no le prestó ninguna atención mientras seguía explorando las terribles heridas de su amor. Joseph sí tomó una taza.
Finalmente Gwen Neave rompió—a llorar, acurrucada, con desgarradores sollozos, por la pérdida irreparable de sus dos hijos. Joseph no dijo nada pero tuvo la gentileza de arrodillarse, torpemente debido a la pierna herida, y la sostuvo con su brazo sano.
Cuando por fin estuvo agotada y se apartó, Joseph estaba tan entumecido que era incapaz de moverse.
—Perdone —se disculpó Gwen—. Espere. Lo ayudaré a levantarse. ¡No! ¡No haga eso, será peor!
Expertamente, acostumbrada a ayudar a hombres heridos, le hizo sentarse, volverse hacia un lado y ponerse de pie.
—Gracias —dijo Joseph—. Menos mal que uno de los dos es competente. ¿Le gustaría que la señora Blaine se quedara a pasar la noche con usted? Lo hará encantada, si usted quiere. A lo mejor prefiere no quedarse sola.
— ¡Dios mío! ¿No acaba de perder a su marido la pobre? —preguntó horrorizada.
—Sí. Pero se quedará, si usted quiere.
— ¿Ya se sabe quién fue?
—No. Siguen investigando.
—Yo lo vi..., me parece. —Frunció el ceño—. Había ido a ver a la señora Palfrey. Perdió a su hermano hace un mes. Lo dieron por desaparecido. Vi a un hombre en el linde del bosque, a oscuras. Llevaba un abrigo claro. Estaba muy alterado, como si tuviera miedo. Al principio creí que era una mujer pero entonces se puso a orinar y entendí que era un hombre.
Joseph estaba pasmado.
— ¿Con una bicicleta? ¿Una bicicleta de mujer? ¿Venía del sendero que pasa por detrás de casa de los Blaine?
—Sí —confirmó Gwen—. Era muy tarde. Tuvo que ser... después... —Se interrumpió—, ¿Quiere quedarse la señora Blaine? —susurró—. Preferiría estar sola, pero si ella...
—No, no lo creo —contestó Joseph—. Simplemente se ha ofrecido. Si tiene ganas de hablar de nuevo, o si puedo hacer cualquier cosa por usted, hágaselo saber a la señora MacAllister y vendré lo antes posible.
—Gracias —dijo automáticamente. Acto seguido se concentró un momento, mirándolo como si realmente lo viera—. Gracias, capitán Reavley.
Joseph no logró conciliar el sueño. A las dos de la madrugada aún estaba bien despierto viendo el rostro descompuesto de Gwen Neave en su mente, su devoradora aflicción, sin enfurecerse, sin cuestionarse ni clamar contra el destino, simplemente una especie de muerte interior.
Se levantó, fue hasta la ventana y apartó la cortina. Ahora la noche resplandecía de luna. Su claridad inundaba el firmamento pintando de plata cada nubecilla del cielo aborregado. Justo debajo del alféizar se abrían las primeras rosas de la temporada, flores blancas aisladas, pálidas como la luna, como brotes de manzano.
Se entretuvo contemplando la escena. La belleza era casi demasiado intensa para soportarla. Entonces oyó la penetrante dulzura del canto de un ruiseñor y luego el silencio volvió a cubrirlo todo como un océano profundo preñado de luz.
Sintió unas ansias desmedidas de conservar aquel momento para siempre, de convertirlo en parte de él para no poder perderlo jamás.
Allí lo necesitaban. Era el trabajo de toda una vida lidiar con aquella aflicción y curar aunque sólo fuese una parte minúscula. Tenía que quedarse.