12

Matthew acababa de regresar de Cambridgeshire y de una visita al Claustro Científico que había sido una de las más desdichadas de su carrera.

—No, señor —dijo en voz baja.

Shearing estaba demacrado. La piel por lo general tersa de sus mejillas se veía ajada y el entramado de finas arrugas alrededor de los ojos parecía cincelado en un rostro sin vida.

— ¿Ninguna esperanza? —preguntó levantando la vista hacia Matthew.

—No, señor, en ningún momento hemos podido ponerle nombre.

El despacho estaba cargado de tensión, como si la tragedia sólo aguardara a ser reconocida. Matthew se dio cuenta de lo asustado que estaba. Por una vez deseó ser un combatiente, así al menos podría hacer algo físico con vistas a sentirse mejor. Y quizá saber menos también resultara más fácil ahora, tener delante un único enemigo contra el que luchar en vez de la oscuridad por doquier, inmensa y estrechando el cerco.

Shearing estaba sentado muy quieto. Incluso sus manos encima del escritorio estaban inmóviles, sin sostener una pluma ni un papel.

El golpe era abrumador. Corcoran había estado convencido de poder terminar el prototipo incluso con Blaine fallecido. Había trabajado en él en persona, noche y día. Ben Morven le había ayudado, encargándose de los cálculos de Blaine. Lucas e Iliffe prosiguieron con sus respectivos trabajos.

Shearing alzó los ojos y miró a Matthew. Había ira en su rostro, y miedo. Era la primera vez que Matthew lo veía así, no por un instante sino de manera continua y sin disimular.

— ¿Un defecto fatal? —preguntó Shearing.

—Sí.

—Pero ¿Blaine tenía la respuesta?

—Posiblemente. O quizás aún no habían avanzado lo suficiente como para darse cuenta.

Las manos de Shearing encima del escritorio se cerraron con fuerza haciendo brillar los nudillos.

—Cuando hallemos al hombre que mató a Blaine le ataré la soga al cuello en persona y tiraré del escotillón. —El odio de su voz era tan intenso que le raspaba la garganta—. ¿Quién ha sido, Reavley? —inquirió en tono exigente, casi de acusación.

—No lo sé, señor. Probablemente Ben Morven, pero no existen pruebas.

Shearing se mostró abatido. Había contado con tener éxito.

Igual que Matthew. Ahora se daba cuenta de hasta qué punto. Había creído que Corcoran podría construir el prototipo, incluso sin Blaine. Corcoran era una lumbrera. Había estado presente a lo largo de toda la vida de Matthew; amable, divertido, sensato, por encima de todo inteligente.

A Matthew no se le ocurría nada más que decir. La sensación de pérdida lo llenaba de rabia. Quienquiera que hubiese matado a Theo Blaine quizás había logrado que el Reino Unido perdiera la guerra, la supervivencia de cuanto era bueno y de infinito valor. No podía siquiera imaginar el final de su patria y su vida tal como las conocía. Adiós a los tés en el césped, a los chistes irreverentes sobre el gobierno, a los cementerios campestres, los rituales tranquilos, la libertad para ir a donde quisieras, para ser excéntrico y cometer tus propios errores.

— ¡Reavley!

La voz de Shearing se tornó aguda de repente. Matthew volvió al presente con un sobresalto.

— ¿Sí, señor?

—Tenemos que salvar algo de todo este asunto. Alguien del Claustro asesinó a Blaine y destrozó el prototipo.

—Sí —convino Matthew—. Casi seguro que fue la misma persona.

—Probablemente Morven, pero no más allá de toda duda fundada—prosiguió Shearing—. ¿Un simpatizante de Alemania?

—Naturalmente. No hay otra razón para hacerlo.

— ¿Actúa por cuenta propia?

—Lo dudo.

— ¿Le habrá dicho Corcoran que ha fracasado y se da por vencido? —Shearing se inclinó hacia delante apoyándose en el escritorio—. ¡Tiene que estar seguro, Reavley! ¡Todo podría depender de esto! ¿Quién sabe que el invento es un fiasco aparte del propio Corcoran?

—Nadie.

— ¿Está absolutamente seguro? ¿Cómo lo sabe?

—Corcoran sigue queriendo trabajar en el proyecto —contestó Matthew—. No conseguiría que Morven, Iliffe o Lucas lo ayudaran si admitiera que ha fracasado.

La ironía asomó a los labios de Shearing por un instante y volvió a desaparecer.

— ¡Bien! ¡Excelente! Enviaremos el artefacto a efectuar las pruebas de mar —dijo secamente—. A bordo del barco de Archie MacAllister. Ya lo tiene todo listo.

Matthew se quedó un momento pasmado, parecía una ocurrencia absurda, pero enseguida comprendió lo que Shearing se proponía. Morven debía de estar informando a alguien que no podía correr el riesgo de que el artefacto no funcionara. ¡Tendrían que robarlo!

— ¡Necesitará a alguien en el barco! —dijo con apremio—. ¿Puedo ir yo? Ahora no estoy llevando ningún asunto que...

—Mi intención es que vaya usted —interrumpió Shearing—. ¿Por qué cree que se lo estoy contando? Prepararé los papeles para usted e informaré a MacAllister. Usted será un oficial de comunicaciones recientemente asignado desde un puesto en la costa, lo cual explicará su falta de familiaridad con la disciplina naval y el mar en general. Cambiaremos su nombre por el de Matthews. Reavley es demasiado conocido; la asociación sería inmediata. Podemos tenerle a bordo pasado mañana. Hay que moverse deprisa pero dándoles tiempo para que embarquen a su hombre también. Vaya con cuidado. No será fácil. Usted no sabrá quién es y es posible que haya más de uno, aunque lo dudo. Bastante trabajo les costará infiltrar a un solo hombre con tan poca antelación.

—Sí, señor...

Shearing volvió a apoyarse sobre el escritorio.

Lo cual significa que estará muy bien preparado, Reavley! Se enrolan hombres nuevos en cada viaje porque las bajas son muy numerosas. Eso es todo lo que sabe de él. Y usted tiene que parecer un hombre nuevo más, sin privilegios. MacAllister no estará en condiciones de hacer nada por usted aparte de encubrirlo. Tal vez se lo diga a alguno de sus oficiales superiores, pero le he recomendado que no lo haga salvo en caso de extrema necesidad. No podemos confiar en que no lo—traicionen sin querer. Están entrenados para el mar, no para el espionaje.

—Lo comprendo.

Matthew notó que el corazón le latía con más fuerza; la garganta le palpitaba. Por fin tenía algo físico que hacer, una oportunidad real e inmediata de atrapar a quienquiera que hubiese asesinado a Blaine. Medio esperaba, medio temía que se tratara del propio Hannassey en persona. Era demasiado tarde para apenarse por Detta. Ése era un dolor de índole personal que no se atrevía siquiera a examinar.

Miró a Shearing y vio que sus ojos negros lo estaban estudiando. Era una mirada fija, penetrante, sin ninguna emoción descifrable.

—Sea precavido, Reavley —insistió Shearing—. Quienquiera que vaya tras el artefacto no será ningún idiota, y contará con que custodiemos el prototipo con todos los medios a nuestro alcance. —Bajó las comisuras de los labios en un sutil reconocimiento de la derrota—. Al fin y al cabo, se suponía que sería un invento que volvería las tornas de la guerra a nuestro favor. Si no lo protegemos con nuestras vidas, sabrán de inmediato que hemos fracasado.

— ¡Y usted arrestará a Morven o a quien corresponda! —exclamó Matthew.

— ¿Es una pregunta? —dijo Shearing con amargura y una chispa de enojo de nuevo en su rostro.

—No, señor, perdone —dijo Matthew con sinceridad. Titubeó un instante tratando de pensar en algo más que decir pero no encontró nada. Echó un vistazo a la habitación con su impersonal mobiliario, su único cuadro de los muelles de Londres en el crepúsculo. Aún no sabía si Shearing había colgado aquel cuadro porque tenía algún significado para él o simplemente porque era bonito, o quizá le recordara algún otro lugar.

Salió del despacho sin pronunciar palabra.

Aquella tarde el Pacificador miraba la calle desde la ventana de la casa de Marchmont Street y vio al joven del Claustro de Cambridgeshire apearse de un taxi, pagar al conductor y dirigirse a la puerta. Aquello era una negligencia por su parte. Tendría que haber parado a una o dos manzanas de allí, en aras de la discreción, tal como Mason hacía siempre. El Pacificador apretó los labios con irritación. Le molestaba tener que explicar algo tan elemental.

Oyó el timbre y, pocos momentos después, los pasos rápidos y ligeros en la escalera. Llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo bruscamente.

El joven estaba colorado, con la abundante mata de pelo despeinada como si hubiese estado corriendo, y cerró la puerta detrás de sí con un golpe seco y las manos temblorosas. No aguardó a que el Pacificador hablara, cosa nada propia de él.

— ¡Van a probar el prototipo! —dijo con voz aguda—. En el mar. A bordo del Cormorant. Pasado mañana. Tenemos que darnos mucha prisa.

El Pacificador se quedó pasmado. Pese a su habitual dominio de sí mismo el pulso se le aceleró y se le humedecieron las palmas de las manos. Todo pensamiento sobre disciplina por el descuido de detenerse ante la puerta de la casa se esfumó de su mente.

— ¿Pruebas de mar? —Intentó mantener la voz desapasionada pero no lo consiguió—. ¿Significa que lo han terminado? ¡Según usted aún presentaba problemas!

—Y así era. Corcoran nos dijo que iba a abandonar el proyecto, o al menos nosotros. No le creí. —Su rostro mostraba una extraña mezcla de expresiones que resultaba indescifrable—. Me costaba creer que admitiera el fracaso, pero no tenía ni idea de si había encontrado la solución y nos estaba engañando para mantenernos al margen. Supongo que tendría que haberme dado cuenta.

— ¿Está seguro? —El Pacificador no lograba reprimir el entusiasmo que se estaba apoderando de él. ¡Aquello podía suponer una victoria aplastante! El artefacto terminado y robado para Alemania. Podría poner fin a la guerra en cuestión de meses—. ¿Absolutamente seguro?

La apuesta había demostrado ser un golpe de genialidad. El corazón le palpitaba en el pecho haciéndole respirar entrecortadamente.

—Sí —contestó el joven—. Se lo llevan a Portsmouth esta noche para embarcarlo en el Cormorant, que está listo para zarpar por la mañana.

— ¿Con quién lo mandan? ¿Con usted?

—No. No sé quién lo vigilará. Seguramente irá alguien de Inteligencia Naval, pero se supone que lo utilizarán artilleros normales y corrientes.

— ¿Artilleros? —El Pacificador se sorprendió—. ¿No científicos?

—No. A no ser que tengan planes que no nos hayan contado. Pero si fuese alguien del Claustro tendríamos que ser Iliffe o yo, y no vamos a ir ni el uno ni el otro.

El Pacificador estabilizó su respiración con esfuerzo.

—Lo ha hecho muy bien —dijo gravemente. No debía alabar al muchacho más de la cuenta. Lo único que importaba era la causa. La arrogancia salía cara al final y a aquel hombre aún le quedaba mucho por hacer. Sería recompensado adecuadamente, no más. Sonrió—. Ahora comprendo que viniera tan apresurado como para pasar por alto la elemental precaución de apearse del taxi a un par de calles de aquí. No lo vuelva a hacer.

El rostro del joven no perdió un ápice de entusiasmo.

—No había tiempo que perder —dijo simple y llanamente—. Tendrá que mover sus hilos de inmediato. Sea lo que sea, tendrá que hacerlo ahora mismo.

—Estoy a punto. Supongo que si la policía hubiese hecho algún progreso para esclarecer el asesinato de Blaine, ya me lo habría dicho.

—Por supuesto. Pero eso apenas importa, ahora. Se ha terminado sin él.

—Al contrario —dijo el Pacificador con un escalofrío—, todavía importa más. Puesto que no lo hicimos nosotros, y dudo que fuese obra de la Inteligencia Naval, significa que hay otro interesado de quien no sabemos nada.

— ¿Una tragedia doméstica, después de todo? —dijo el joven aunque sin el aplomo de ocasiones anteriores, sin el brillante filo de la inteligencia.

— ¿Y destrozar el primer prototipo? —dijo el Pacificador con sarcasmo.

El joven se sonrojó.

—Perdón —se disculpó—. Tienen que haber sido Lucas o Iliffe pero no sabría decirle cuál de los dos.

—Pues regrese y averígüelo —ordenó el Pacificador—. Necesito saberlo.

—Sí, señor.

El rostro del joven estaba más pálido ahora, el ardor de su fuero interno bajo control.

—Retírese —dijo el Pacificador en voz baja—. Tengo mucho que hacer. Ha hecho un trabajo brillante, Morven. Sus actos de hoy quizás hayan salvado cientos de miles de vidas.

Le tendió la mano.

El joven titubeó, súbitamente incómodo.

—Hago lo que considero correcto —dijo deprisa—. No quiero que se me den las gracias por ello. Lo hago por mí mismo.

—Lo sé. —La voz del Pacificador fue más amable, con una calidez diferente, casi tierna—. Me consta que así es. Regrese a Cambridgeshire. Todavía no ha acabado su misión allí.

Morven se volvió y fue hasta la puerta. Una vez en el descansillo inspiró profundamente y todo el cuerpo le tembló. Recobró el dominio de sí mismo haciendo acopio de todas sus fuerzas y bajó la escalera hasta el vestíbulo donde el criado aguardaba para abrir la puerta de la calle.

En cuanto estuvo a solas el Pacificador descolgó el teléfono. No había contado con que el dispositivo de orientación estuviera listo tan pronto; de hecho había llegado a la conclusión de que no serían capaces de concluir el proyecto con éxito. Y ahora de pronto iban a probarlo en el mar. Tenía que enviar a alguien con la habilidad y los recursos necesarios para alistarse como tripulante del Cormorant con un solo día de antelación, un hombre con temple, los nervios de acero e ingenio para robar el dispositivo. Eso significaba un hombre con una dilatada experiencia y la capacidad de infiltrarse en cualquier grupo de hombres y parecer uno más, pero que además contara con el respaldo de una organización que pudiera y estuviera dispuesta a hacer cualquier cosa que éste pidiera.

Y por supuesto también tendría que informar a los alemanes para que éstos pudieran enviar un submarino a interceptar el Cormorant, tarea que requeriría destreza y cierta planificación. Si el dispositivo era tan eficaz como Morven decía, ¡era el arma definitiva!

Sólo había una respuesta: Patrick Hannassey. Era el hombre idóneo. Si había alguien en Europa capaz de enrolarse en el Cormorant como miembro de la tripulación y pasar inadvertido, un hombre competente y cuyo rostro y modo de desenvolverse nadie fuese a recordar, y que sin embargo tuviera la inteligencia, la imaginación y el instinto frío y brutal para matar en caso necesario, ése era él.

Entregaría el prototipo a los alemanes. Y, al hacerlo, él mismo tendría que ponerse en sus manos. Los alemanes seguramente tendrían que emplear más de un submarino y con toda probabilidad acabarían por hundir el Cormorant, pérdida que el Pacificador lamentaba. ¡Aun así, por amargo que fuese tal sacrificio, sería un precio muy bajo que pagar para que la guerra terminara ahora, en mayo de 1916, en vez de Dios sabía cuándo!

Y semejante plan presentaba la belleza añadida, y ahora bastante urgente, de que una palabra del Pacificador a su primo de Berlín bastaría para que Alemania retuviera a Hannassey y, llegado el caso, lo eliminara. Había que impedir que regresara. La mera mención de sus propósitos, una Irlanda libre y pacífica, de sus pretensiones económicas, de su ambición de ostentar una mayor parcela de poder y total independencia, sería suficiente para asegurarse de que Berlín lo hiciera desaparecer de escena.

Sí. ¡Era excelente! Un resultado mejor del que hubiese soñado posible, incluso aquella misma mañana.

Matthew se presentó ante sus superiores a bordo del Cormorant. Estaba familiarizado con el mar por haber pasado vacaciones en la costa en barcos de recreo pero esto iba ser muy distinto. Suponía un alivio estar por fin en condiciones de hacer algo a título personal para asestar un golpe al enemigo que hasta ese momento había sido más listo y jugado mejor. En algún lugar de aquel buque, salvo si Shearing y él se equivocaban por completo, había otro hombre infiltrado tan tarde y artificialmente como él. Su objetivo a bordo sería robar el prototipo para Alemania y el de Matthew era atraparlo, y con él al asesino de Theo Blaine.

Era la primera vez que se hallaba en un buque de guerra, sólo los había visto desde tierra firme, de líneas tendidas y afiladas, grises castillos de acero sobre las aguas grises, cubiertas dominadas por el puente y las torretas. Apenas llevaban jarcia, sólo un mástil relativamente pequeño y dos palos atravesados, suficientes para las señales y la radio. Las chimeneas proclamaban la potencia de los inmensos motores. No poseían la gracia y la belleza de las velas en Trafalgar ni se oía el ruido del viento en el trapo. Eran más como lobos que como cisnes.

Una vez a bordo las diferencias tal vez resultaran menos aparentes. Fue recibido con poca ceremonia, no era más que uno de los ocho hombres nuevos que reemplazaban a los muertos o heridos. Como oficial, aunque subalterno, tenía asignado un camarote para él solo. Quizás eso fuera cosa de Archie. Matthew pensó, mientras deshacía su escaso equipaje y lo guardaba en el espacio disponible debajo de la alta y dura litera yen la cajonera, que un cuarto tan pequeño compartido habría complicado sobremanera una tarea difícil de por sí.

El resto del mobiliario lo componían un lavamanos, una mesa plegable que hacía las veces de escritorio y una silla. Todo ello ocupaba una superficie de unos cinco pasos por tres, con un ojo de buey encima de la litera. Pero había que tener en cuenta que la eslora total del navío no llegaba a los sesenta metros.

Debía familiarizarse con el barco cuanto antes, aprenderse todos los pasillos y escaleras, cada dispositivo y su uso, cada habitación, y al menos algún dato sobre los otros siete hombres recién embarcados y sus respectivas tareas. Uno de ellos era su enemigo.

Tenía que subir y presentarse en la sala de señales, y no podía permitirse perderse. Todos los pasillos eran estrechos, de modo que apenas podías cruzarte con nadie sin tocarlo. En el suelo había una curiosa sustancia, áspera al tacto, una mezcla de corcho y caucho conocida como corticeno. Todo lo demás era metálico salvo el cristal de las escasas bombillas.

Cuando emergió al aire libre vio que la cubierta estaba revestida de madera pero aún quedaba el acero de las torretas y la mole del puente con la caseta de señales encima, el único lugar desde donde se alcanzaba a ver casi todo.

Notó el repiquetear de los motores y el aumento de potencia. Ya habían zarpado; la segura y conocida silueta del puerto de Portsmouth se alejaba por popa. Pronto a su alrededor no habría nada más que agua gris y quienquiera que estuviese sobre ella o escondido bajo la superficie.

Matthew apartó aquella idea de su mente y se encaramó a la caseta de señales para presentarse a sus superiores, no ante Archie sino al oficial de señales al mando que resultó ser un hombre impasible de unos treinta y cinco años, con un rostro campechano a la par que inteligente y el pelo rubio rojizo. Cuando hablaba se percibía tal sinceridad en su voz y autoridad en su actitud que se granjeaba respeto casi al instante. No había en él ninguna doblez ni asomo de arrogancia y dejaba muy claro que exigía lo mismo a los demás.

Ningún cambio de expresión reveló que supiera que Matthew fuese distinto de los demás sustitutos: novato e inseguro de sí mismo pero adecuadamente entrenado.

— ¿Matthews? ¿Ya se ha instalado?

Matthew se cuadró. Allí no tenía ninguna jerarquía, era un recluta nuevo y si tenía rango se debía tan sólo a su conocimiento de las señales.

—Sí, señor.

—Bien. Me llamo Ragland. Estará bajo mis órdenes. No sé qué hacía en tierra pero aquí la obediencia es exacta e inmediata; de lo contrario acabará en el calabozo, en el mejor de los casos, o en el fondo del mar. No hay sitio para los titubeos, para las voluntades o gustos personales, y desde luego tampoco para ningún hombre que no encaje. Dependemos unos de otros y un hombre que no sea de fiar es peor que inútil: es un peligro para el resto de nosotros. ¿Entendido, Matthews?

—Sí, señor.

Pensó con amargura en lo amistoso que sonaba aquel perfecto compañerismo, la clase de vínculo que la gente describía en las trincheras y del que él se vería excluido por completo. No podía confiar en nadie más que en Archie, y Archie estaba remotamente alejado de él en el escalafón. Estaba más solo de lo que nunca había estado en su vida. Conocía los rudimentos de su empleo, poco más. No tenía ninguna familiaridad con el mar. A ninguno de los hombres que vería día tras día podría contarle la verdad ni atreverse a confiar en ellos. En algún lugar de aquel barco había un agente alemán que no se lo pensaría dos veces antes de matarlo si se interponía entre él y el prototipo. El trabajo de Matthew consistía en encontrarlo antes de que él encontrara a Matthew.

Tenía que desempeñar las tareas de su puesto sin depender de ningún compañero. No podía, fiarse de nadie y en todo momento debía controlar lo que decía, lo que contestaba a cualquier cosa, incluso el traicionero silencio en que escudaba la ignorancia de sus obligaciones, quizá más que nada el miedo físico al que nunca había tenido que enfrentarse antes.

—En ese caso más vale que se vaya familiarizando con su puesto y con el barco en general — dijo Ragland—. Puede empezar ahora mismo. Matthew pasó el resto del día haciendo exactamente lo que le habían ordenado y procurando aparentar que se encontraba a sus anchas. A última hora de la tarde ya se estaba acostumbrando

al olor a sal, aceite y humo, al sonido de las campanas del buque y, en cubierta, a los constantes silbidos y gemidos del viento y el agua. Se alegró de haber experimentado antes, aunque en pequeña medida, el movimiento del mar.

Abajo, almorzó en el comedor de oficiales, donde escuchó mucho más de lo que habló. La comida era bastante buena pero acababan de cargar provisiones y supuso que iría empeorando. Al menos era abundante y no estaban bajo el fuego enemigo. Su situación sería gran parte del tiempo mucho mejor que la de Joseph en las trincheras.

Se preguntó cómo estaría Joseph, sabiendo que su conciencia lo había empujado a ir a Flandes de buen principio y que ahora quizás eso era lo único que le estaba haciendo plantearse regresar. Sus heridas corporales estaban sanando pero la herida infligida a su mente y sus sentimientos parecía más profunda. Algo en él había cambiado y allí, en aquella habitación cerrada y atestada, con otros hombres que también se enfrentaban al enemigo a diario, a la posibilidad de una mutilación o la muerte, Matthew se dio cuenta de que ese cambio le apenaba. Joseph no era soldado en sentido estricto pero lo era en espíritu. Era parte integrante de su regimiento y de la lucha cotidiana por la supervivencia y la victoria en el mismo grado que cualquier otro hombre.

Matthew comió en silencio, contestando sólo cuando se dirigían a él y observando a los demás. No tenía idea de si el hombre enviado a robar el prototipo era oficial o marinero, pero no debía descartar a ningún nuevo miembro de la tripulación hasta estar bien seguro. Tenía que averiguar cuanto pudiera sobre cada uno de ellos porque su vida quizá dependiera de que se fijara en el más mínimo detalle que no encajara. Quizá no dispondría de más de una ocasión antes de que fuese demasiado tarde.

La tripulación prescindía por completo de él. Compartían un vínculo del que nunca formaría parte. No se mostraban hostiles pero sabían de su inexperiencia y recelaban. Tendría que ganarse su sitio. Las bromas pasaban por encima de su cabeza. No entendía las burlas, las risas, las alusiones a las botas de un hombre, a la pulcritud compulsiva de otro, al fallo de memoria de un tercero. Se fundamentaban en el terror y la violencia compartidos y soportados en grupo, la tolerancia de comprensibles momentos de debilidad, la pérdida de amigos y, por encima de todo, el conocimiento del horror aún por venir y del que quizá no saldrían con vida. Conocían sus respectivos valores y sabían que mañana o pasado su propia supervivencia podría depender del coraje y la voluntad de sacrificarse e, incluso, perder la vida por el bien de la mayoría.

Matthew durmió mal, consciente toda la noche del avance y los cambios de rumbo del barco, el ruido de pasos por el pasillo al otro lado de la puerta y, por supuesto, cada treinta minutos la campana de cubierta dando la hora. Hacia las tres de la madrugada oyó carreras y una breve andanada de cañonazos pero la alarma no sonó. Permaneció tumbado con el cuerpo en tensión respirando como si le faltara el aire.

Ahora, por vez primera, su mente cobró conciencia de los riesgos que entrañaba la guerra, obuses destrozando el metal del navío, hombres heridos. No tenía miedo del dolor, nunca lo había tenido, pero desde el asesinato de sus padres la muerte violenta le horrorizaba de un modo distinto. Esa realidad alcanzaba su fuero interno hasta llegar a su ser más íntimo. Ahora, saber que se hallaba a bordo de una nave de guerra que podía verse envuelta en la carnicería de una batalla le hacía tener náuseas y frío. Pero al menos no sería algo personal, cuerpo a cuerpo, como lo era para Joseph. Tal vez vería muertos y heridos, pero serían personas a quienes apenas conocía y, más importante aún, no tendría que herir a nadie en persona. El enemigo sería distante, un barco, no hombres. Salvo, por descontado, en el caso del hombre a quien había ido a capturar a bordo.

Tardó más de una hora en dormirse. Su sueño fue agitado y lleno de pesadillas.

Los dos días siguientes fueron difíciles y agotadores. Le costó toda su concentración aprender a desempeñar sus funciones y le avergonzaron los errores cometidos. Ragland se mostró paciente con él pero en ningún momento indulgente. No podía permitírselo. En la casa de St. Giles, Archie era un amigo. Hacía más de quince años que se conocían pero mayormente de fiestas familiares, estando unidos por el amor hacia Hannah, dando el resto por sentado. Aquí, en el barco, su palabra era ley, sus decisiones gobernaban la vida de todos los hombres a bordo y muy probablemente también su muerte.

En la única ocasión en que Matthew se cruzó con él en el estrecho corredor que conducía a la sala de señales, se acordó de saludarlo justo a tiempo, saludo que fue brevemente correspondido con un momentáneo cruce de miradas. Luego Archie siguió su camino y subió la escalera hacia el puente y el aislamiento del mando.

Era una situación extraña, artificial, y sin embargo irrompible. Aquí lo único eran el mar y el enemigo. La amistad y el deber, el meollo de la supervivencia, pero bajo ninguna circunstancia cabía mezclarlos. A su manera, Archie estaba tan solo como Matthew pudiera llegar a estarlo, y con una carga de confianza suficiente para hundir a cualquiera que se permitiera pensar en ello. Más valía no hacerlo. Sólo actuar como si cada momento fuese el único. Hacerlo lo mejor posible.

Al final del tercer día Matthew estaba tendido en su litera contemplando el techo y se dio cuenta de que le dolían todos los músculos del cuerpo y que la cabeza iba a estallarle de la tensión que suponía concentrarse en que cada decisión fuese la correcta y en pasar inadvertido. No se le había presentado una sola oportunidad para intentar encontrar al hombre enviado a robar el prototipo. Cuando ocurriera todo sería muy rápido, demasiado tarde para averiguar de quién se trataba.

Presumiblemente un submarino les tendería una emboscada. No tendría sentido que los torpedearan. El último lugar donde los alemanes querrían ver el prototipo era el fondo del Atlántico.

El tiempo se agotaba. ¿Qué haría él si estuviera en su lugar? Tener un submarino siguiéndolos de cerca, acechando, y mantener contacto con ellos de un modo u otro. Señales de radio. Mensajes brevísimos, demasiado rápidos para que el Cormorant no los detectara. Justo lo suficiente para establecer contacto y señalar su posición. Un destructor no era un objetivo fácil de inutilizar con la precisión requerida para garantizar el traslado del prototipo antes de que se hundiera. Llevaban cuatro cañones de ciento veinte milímetros, dos baterías antiaéreas y cuatro tubos lanzatorpedos, y podían surcar las aguas a veinticinco nudos. Eran los lobos del mar, rápidos, maniobrables, y a menudo navegaban en grupo. Pero aun estando a solas lucharían con encono por sus vidas. Serían precisos al menos dos submarinos para reducirlos.

Matthew sabía que debía ponerse manos a la obra a primera hora de la mañana aunque tuviera que obtener permiso de Archie para delegar en un tercero parte de su turno de guardia.

Pero no tuvo ocasión. Matthew se despertó a oscuras con el apremiante gemido de la alarma. Todos a cubierta. Se puso la guerrera y las botas a toda prisa, con el corazón palpitando, y subió corriendo hacia el puente resbalando en los escalones.

El destructor parecía estar vivo con tanto movimiento, los hombres corrían, gritaban órdenes, ocupaban sus puestos en las torretas. El viento refrescaba, cortante y sorprendentemente frío para ser finales de mayo. El barco daba sacudidas mientras se deslizaba por el amplio oleaje del Atlántico. Hacia el sureste se alzaba un difuso resplandor gris sobre el horizonte. Amanecería al cabo de media hora.

Matthew oteaba la superficie del mar buscando indicios de la negra presencia de un submarino pero no vio nada más que el tenue reflejo de la media luz en las olas y los ocasionales borregos de espuma.

—No los verá —dijo Ragland a su lado.

— ¿Qué hacemos? —preguntó Matthew.

—Aguardar —contestó Ragland—. Escuchar. Estar listos para entrar en acción.

Los minutos se arrastraban. Daba la impresión de que todo hacía ruido, el viento en el metal del barco, gimiendo en los cables, los alambres, contra el castillo del puente, el rítmico siseo y romper del agua, los ocasionales pasos de los hombres. Matthew respiraba de forma desigual, los músculos le dolían y tenía tanto frío que no sentía las piernas por debajo de las rodillas.

De repente llegó la orden y cambiaron de rumbo de manera espectacular, virando hacia el oeste, y pocos momentos después en sentido inverso. La luz empezaba a ensancharse en el cielo. Entonces la vio, una larga estela plateada en el agua a su izquierda. Sabía lo que era: un torpedo. Había fallado pero en algún lugar bajo el oscuro mar palpitante se hallaba el submarino que lo había disparado.

Un momento después hubo otro, más cerca esta vez. El comandante del submarino había previsto la maniobra y actuado con mayor celeridad.

El Cormorant respondió lanzando un torpedo pero nadie contó con ver restos del submarino en las pálidas aguas.

Volvieron a zigzaguear eludiendo más torpedos y fueron disparando los suyos esporádicamente para no desperdiciar proyectiles. El juego del ratón y el gato se prolongó durante más de cuatro tensas horas. Los torpedos pasaban dejando estelas relucientes, muchas veces demasiado cerca del casco. En dos ocasiones la tripulación del Cormorant supo que el submarino pasaba directamente por debajo de ellos. Las cargas de profundidad explotaban con atronadora violencia levantando columnas de agua pero sin dar en el blanco.

Si aquél era el submarino enviado a recoger el dispositivo, ¿por qué sólo uno? ¿Acaso aparecería otro por la amura opuesta y los hundiría tras dispararles certeramente, de modo que se hundieran lo bastante despacio como para que al menos un hombre tuviera tiempo de abandonar la nave y subir a bordo del submarino con el prototipo, presumiblemente el hombre que les enviaba señales desde el barco? ¿Uno de los otros siete tripulantes nuevos de aquel viaje?

Matthew estaba de pie en la caseta de señales con frío, hambre, los ojos irritados, los músculos agarrotados por la tensión de la espera. Se volvió hacia el este y en el agua brillante por el sol vio por un instante la negra torre de otro submarino. Acto seguido los cañones del Cormorant escupieron balas con un rugido ensordecedor.

El terrible estrépito pilló a Matthew completamente desprevenido. Entonces perdió el equilibrio al virar el barco otra vez y notó una violenta sacudida como si hubieran encajado un golpe en el costado del casco. ¡Les habían dado! Era eso, Empezarían a hundirse. Aquel mar gélido y gris iba a ahogarlos después de todo. Como mínimo debía asegurarse de no perder el artilugio. Los alemanes nunca debían llegar a saber si funcionaba o no.

Dio media vuelta hacia Ragland.

— ¡Tengo que ir abajo, a la sala de torpedos!

El hombre iría en busca del prototipo. Al menos Matthew lo interceptaría antes de que se hundieran. Una ira ciega se apoderó de él. Toda la tripulación perecería y aquel hombre era el responsable de ello. Sólo Dios sabía cuántas mujeres enviudarían o perderían a sus hijos y hermanos. ¡Hannah! Sólo de pensar en ello se atragantó y dio un grito ahogado para tomar aire. Perdería a su marido y a su hermano en una sola noche. ¿Cómo iba a soportarlo? ¿Cómo se las arreglaba la gente?

Y Joseph. No volvería a ver a Joseph nunca más. ¿Regresaría a las trincheras o la tragedia lo retendría en St. Giles?

Ragland le apretaba el brazo con fuerza suficiente para hacerle daño. El dolor de sus dedos clavándose le hizo recobrar la serenidad.

—No ha explotado —le gritó Ragland—. Lo arreglarán. Siga con su trabajo.

Matthew notó que se ponía a sudar por todos los poros desu cuerpo a pesar del frío. Pero aquello no había acabado. Volvería a ocurrir una vez tras otra hasta que de pronto llegaría el verdadero final. ¡Por Dios! ¿Cómo era posible que lo resistieran?

Se oían gritos, órdenes. Una prolongada andanada de cañonazos hacia el este por la banda de estribor y el mar se puso a escupir agua, humo y restos al aire, luego el Cormorant cambió de rumbo sucesivamente, una y otra vez. Los torpedos pasaban rozándolos y desaparecían.

Una hora después Matthew se hallaba de pie en el camarote del capitán y Archie se apoyaba en el respaldo de su silla. Estaba pálido y demacrado por la falta de sueño pero más sereno que Matthew. ¿Cuántas veces había pasado por aquello?

— ¿Esa emboscada ha sido por el prototipo? —preguntó Archie.

—Sí, señor, eso creo —contestó Matthew. El «señor» le salió de modo tan natural que sólo se dio cuenta luego. Archie ya no era su cuñado, era su capitán. Habían hundido un submarino matando a los hombres que iban a bordo de forma repentina y violenta. Al volver la vista atrás habían visto que otro submarino peinaba el mar aunque no había ningún superviviente a la vista. Una experiencia terrible. Treinta hombres habían muerto.

En una sola mañana Matthew había aprendido con el corazón y las tripas lo que era la guerra. Y no tenía nada que ver con lo que uno imaginaba, ni siquiera teniendo constancia de las cifras procedentes de todos los campos de batalla del mundo. Aquello era tan íntimo como el propio estómago revuelto, la sangre y la bilis en la boca, el sudor en la piel, el agua oscura aguardando para tragárselos.

— ¿Cuán cerca estás de encontrarlo? —preguntó Archie. Su voz sonaba remota, una intromisión en la mente acelerada de Matthew y sus horrores.

Deseaba ardientemente darle una respuesta positiva pero le constaba el precio a pagar por mentir, siquiera implícitamente.

—Hay siete hombres nuevos en este viaje, aparte de mí—dijo Matthew—. Coleman sólo tiene diecisiete años, lo cual lo excluye por carecer de experiencia y contactos. Eversham acaba de perder un hermano en Francia y pienso que su pena y su rabia son reales. Eso nos deja a Harper, Robertson, Philpott, MacLaverty y Briggs.

—Briggs no es —dijo Archie rotundamente—. Sus padres murieron durante la incursión de un Zepelín en la costa este. Me consta que es cierto. También conocí a su hermano mayor. Sólo nos quedan cuatro. No dispones de mucho tiempo.

—Lo sé. Hay que suponer que sólo ha sido la primera intentona y que habrá más.

Archie asintió apretando los labios.

—Aparte de eso, ¿qué tal lo estás llevando?

Matthew sonrió.

—Me parece que cuando esta misión termine regresaré a inteligencia—contestó atribulado— y trabajaré el doble de duro.

Lo dijo a la ligera pero era su verdadera intención. Sentimientos de toda índole se acumulaban dentro de él como una marea de primavera; un respeto por los hombres que defendían el mar, que ahora era una pasión arraigada en lo más hondo; y el principio de una nueva percepción de lo que Joseph sentía, un atisbo de lo mucho que nunca llegaría a conocer.

—Nada de riesgos —advirtió Archie—. Sea quien sea, matará a la primera de cambio. Recuérdalo. Habría mandado el barco entero a pique esta mañana. Lo único que le ha impedido matarte es que por el momento quizá no sepa quién eres, tal como tú no sabes quién es él. ¡Pero te estará buscando!

El terror encogió el estómago de Matthew. Tenía la boca seca.

—Lo sé.

—No lo olvides. En ningún momento —advirtió Archie.

—No, señor.

—De acuerdo. Regresa a tu puesto.

—Sí, señor.

Saludó y se marchó.

Avanzaron hacia el norte a toda máquina dejando atrás la costa de Irlanda para después virar hacia el mar del Norte. Matthew procedía con sumo cuidado pero sabía que cada hora contaba. Quienquiera que fuese estaría aguardando que las pruebas de mar del prototipo comenzaran y si no era así quizá sospecharía que algo iba mal. ¿Cabía concebir que el Almirantazgo no deseara desplegar semejante armamento lo antes posible?

Se acostumbró tanto al movimiento del barco que ya casi ni lo notaba. Todavía tenía que contar las campanadas y calcular qué significaban, además de pensar en las guardias: cinco de cuatro horas de duración cada una y otras dos de dos horas en la madrugada.

Había estudiado el plano del barco pero no halló ninguna excusa plausible para estar en la sala de máquinas o en la santabárbara. No obstante, estaba al corriente de los nombres y las hojas de servicio de cada hombre, aunque a la mayoría no los conocía de vista.

Poco a poco fue enterándose de lo suficiente sobre Philpott y MacLaverty para descartarlos, quedando sólo Robertson, un corpulento artillero con un sombrío sentido del humor y ojos vivos e inteligentes, y Harper, un habilidoso ingeniero casi en la cincuentena. Era delgado y musculoso, se movía con una desenvoltura que sugería fuerza y velocidad en caso necesario, pero de rasgos curiosamente anodinos y pelo castaño claro tan lacio como la lluvia.

El ataque del segundo submarino se produjo poco después de la medianoche, transcurridas unas dos horas de la segunda guardia nocturna. La alarma despertó a Matthew una vez más. A esas alturas era capaz de saltar de la litera, ponerse la guerrera y calzarse las botas de manera casi automática. Saber lo que se avecinaba no hacía mejores las cosas. Por un instante pensó en dirigirse a donde estaba guardado el prototipo en lugar de subir al puente, pero entonces la advertencia de Archie le hizo recobrar la sensatez. Si hacía eso se pondría en evidencia de inmediato. Y entonces sólo sería cuestión de tiempo, quizá minutos, que Harper o Robertson, quienquiera que fuese, lo matara y lo arrojara por la borda. El momento idóneo surgiría en el transcurso de la batalla contra el submarino.

Por consiguiente corrió a reunirse con los demás hombres. Las pisadas retumbaban por los pasillos estrechos con el suelo de corticeno y las paredes de metal así como por las escaleras; suelas de botas golpeando y raspando en su ascenso hacia el puente.

Llegó a su puesto antes que Ragland. El oficial de guardia estaba tenso bajo el resplandor amarillo de las luces, sus ojos escrutaban la noche barrida por la lluvia y las interminables olas negras que los rodeaban.

—No hay quien vea a esos cabrones en estas puñeteras condiciones —dijo con amargura—. Cuanto antes probemos ese maldito invento que se supone tenemos, antes tendremos ocasión de salir bien parados! ¿A qué demonios esperamos, a que un submarino se detenga en medio de un mar en calma para que podamos dispararle y ver si le damos? Maldita sea, podríamos hacerlo ahora mismo.

—Ojalá lo supiera —dijo Matthew mostrando comprensión—. ¿A lo mejor tiene que ser de día para comprobar los resultados? No tengo ni idea.

Aquello era una verdad aproximada. Matthew no sabía cómo se habrían efectuado las pruebas para cerciorarse de la efectividad del dispositivo.

El resto de la conversación se perdió en el estruendo de la artillería y transcurrieron varios minutos antes de que Matthew se diera cuenta de que el ruido no procedía del estallido de cargas de profundidad ni de torpedos que lanzaran contra ellos. Era un buque de superficie abriendo fuego con sus cañones de cien milímetros cuyos obuses erraban el blanco por poco levantando columnas de agua al caer en el mar. Estaban siendo atacados desde la superficie del mar y desde debajo.

Cambiaron de rumbo y contraatacaron; sus cañones escupieron llamaradas naranjas. El ruido rasgaba la noche y aturdía los sentidos.

Las horas siguientes transcurrieron en una nube de caos, con humo y llamas tan densos que asfixiaban, luego un aire tan gélido que hacía daño en los pulmones y luego más bombas otra vez. De vez en cuando Matthew veía a través del humo disperso la estela plateada de un torpedo, el pálido surtidor de agua expelido a sesenta metros de altura cuando una carga de profundidad estallaba en el mar o un obús caer en picado y explotar.

Los disparos del enemigo comenzaron a ser más certeros. Los obuses atravesaban la cubierta lanzando esquirlas de metal. Una torreta quedó envuelta en llamas y hubo un gran apuro para sacar a los hombres heridos. Matthew fue enviado con un mensaje; iba dando traspiés por las pasarelas, atragantándose con los gases acres de la cordita y la peste del caucho del corticeno al quemarse.

Vio rostros manchados de hollín apostados tras los cañones, fogoneros echando carbón a las calderas, cuerpos resplandecientes bajo la luz roja de las llamas con la piel casi negra, otros hombres heridos con sangre en sus uniformes y los ojos hundidos por la impresión.

Esta vez no hubo conclusión, ningún ataque con cargas de profundidad y restos emergiendo para flotar a la deriva, ninguna espera en busca de cadáveres, sólo una prolongada y progresiva disminución de la tensión y el miedo a medida que el tiempo transcurría después de la última ráfaga de cañonazos.

Había dos hombres muertos y trece heridos, en su mayoría con lesiones abiertas y quemaduras. Tres estaban muy graves, uno de ellos tendría suerte si sobrevivía. Servía en la torreta que había sido alcanzada.

Matthew subía después de dar el mensaje al médico de a bordo y de camino hacia el puente se cruzó con Robertson en un pasillo. Por unos instantes se encontraron a solas, el repiqueteo de los motores sonando fuerte, como un latido mecánico, el aire pesado, sofocante con el olor a aceite, humo y caucho, ambos tan habituados al cabeceo y el balanceo del mar que lo contrarrestaban sin pensarlo.

Matthew era el superior. Robertson se apartó para dejarle pasar. Era ancho de pecho y robusto; su rostro inexpresivo salvo por la ilusión óptica de torcer el gesto creada por las manchas de aceite en la nariz y la mejilla izquierda.

Era una oportunidad que Matthew no podía dejar escapar pese a lo poco que le apetecía aprovecharla. Además estaba agotado y se dio cuenta del tremendo miedo que sentía por su integridad física. Acababa de sobrevivir a una batalla y deseaba escapar y ponerse a salvo aunque sólo fuese por unas horas. Se detuvo. Tenía que decir algo, provocar una respuesta. Con cada hora quedaba menos tiempo por delante.

— ¿Se encuentra bien, Robertson? —preguntó—. ¿Es sangre lo que tiene en la cara?

Robertson se mostró alarmado. Se frotó la mugre y se llevó la mano a la nariz. Su alivio resultó palpable.

—No, es aceite, señor.

—Bien. Hace que uno se pregunte por qué eligió la marina en vez del ejército —dijo Matthew esbozando una sonrisa. Robertson lo miró de hito en hito.

— ¿Por qué lo hizo usted, señor?

Se hallaba a medio metro de Matthew en la estrechez del pasillo.

Matthew tomó aire para contestar justo cuando el barco trepidó y dio un fuerte cabeceo y Robertson salió despedido hacia delante, extendiendo los brazos para sostenerse, gesto con el que dejó atrapado a Matthew contra la pared.

Matthew levantó la rodilla para golpear a Robertson en la entrepierna justo cuando Harper irrumpió en el pasillo.

— ¿Qué demonios pasa aquí? —gritó a Robertson. Se abalanzó dispuesto a atacarlo.

Matthew sintió una oleada de alivio tan intensa que por poco se echó a reír; notó la risa contenida, histérica y absurda. Robertson se quedó atónito.

—Perdone, señor —dijo alarmado—. Supongo que no estoy tan acostumbrado al movimiento del barco como pensaba. —Se volvió hacia Matthew—. No tenía intención de hacerle daño, señor. Sólo quería apoyarme en la pared.

Matthew no le creyó, pero no tenía sentido decirlo ahora.

—No ha sido nada —contestó enderezándose—. Gracias —dijo a Harper. No era preciso que supiera qué había interrumpido—. Todos estamos un poco cansados. Debe de faltar poco para que amanezca.

Harper estiró el brazo para subirse la manga y consultar su reloj de pulsera.

—Sí, señor, dentro de una media hora.

Matthew miró el reloj. Era bonito, de oro y plata labrada con un círculo verde alrededor de la esfera. Ya lo había visto antes, cuando Detta se lo había mostrado como el regalo elegido para su padre.

Matthew estaba en las entrañas del Cormorant delante de Patrick Hannassey. Aquella mirada imperturbable, los rasgos huesudos que a primera vista parecían vulgares eran los del Pacificador que había causado el asesinato de muchos hombres y de al menos una mujer: Alys Reavley.

Tenía que salir de allí enseguida, deprisa, antes de traicionarse a sí mismo aunque sólo fuera por el temblor de su cuerpo o el sudor de su piel, el color ceniciento de sus mejillas.

—Gracias —dijo con voz ronca—. Ya debemos de estar en pleno mar del Norte a estas horas.

Asintió brevemente con la cabeza y se fue, con las piernas como de gelatina, haciendo un esfuerzo para no echarse a correr.

Subió derecho al puente y pidió permiso para ver al capitán. Se lo denegaron.

—El capitán me encomendó una misión particular —dijo con apremio, oyendo el pánico de su fuero interno—. Tengo que informar de su conclusión. Dígaselo, y hágalo ya.

Algo en su actitud hizo que el oficial le creyera. Al cabo de nada regresó y condujo a Matthew hasta donde Archie se encontraba a solas contemplando el agua gris, el cabo Wrath al sur, el mar del Norte abierto delante.

— ¿Sí? —preguntó.

—Es Harper. No tengo ninguna duda.

Archie sonrió. Sus ojos brillaron como si se hubiese quitado un peso de encima.

—Bien. Haré que lo encierren en el calabozo. Buen trabajo. Ahora ve a dormir un poco.

Matthew sabía que pasaría mucho tiempo antes de que el propio Archie pudiera dormir. No había nadie más con quien compartir aquella carga. Estaba solo.

Matthew se cuadró.

—Gracias.