10
¡Éste! —dijo Detta con absoluta convicción, los ojos iluminados, los labios sonrientes—. ¡Es perfecto!
Matthew lo miró. Era un reloj de pulsera para caballero de diseño muy original, con un círculo verde muy fino alrededor de la esfera que sólo resultaba visible cuando reflejaba la luz.
—Es excelente —convino más amargamente consciente que ella de la ironía. Era un regalo para su padre, a quien ella veía como un nacionalista irlandés que luchaba por su país contra el opresor británico. No había nada en su rostro, en su pasión, su alegría o su alocada imaginación que indujera a Matthew a creer que además supiera que su padre era el hombre que había ordenado el asesinato de los suyos. Para Matthew no se trataba sólo de una guerra entre naciones sino de una violación de algo mucho más íntimo que no olvidaría hasta el fin de sus días—. Sí, es excelente —repitió, esforzándose por disimular sus sentimientos. Se negó a imaginarse a Hannassey llevándolo puesto.
—Gracias por ser tan paciente —dijo Detta afectuosamente—. Siempre es difícil saber qué elegir para un hombre. Con las mujeres es más fácil.
Su expresión mostró un instante de pena. Detta nunca había mencionado a su madre. Hasta entonces Matthew no se había preguntado qué había sido de ella o si aún seguía con vida. Quizá la madre de Detta también había fallecido en circunstancias trágicas, incluso violentas, y Detta tenía que soportar una carga semejante ala de él. ¿Por qué no lo había tomado en consideración? ¿Por qué no había tenido en cuenta tantas cosas ahora que ya casi habían terminado y uno de ellos iba a pagar el precio de perder? Apartó aquel pensamiento de su mente.
—Ha sido un placer —dijo en voz alta.
Detta soltó una breve carcajada.
— ¡Mentiroso! —replicó, aunque sin la menor muestra de disgusto. Pagó el reloj y Matthew se dio cuenta de que era más caro de lo que ella había previsto, si bien el sacrificio adicional no hizo más que aumentar su dicha. Resultaba ridículo que a él le doliera tanto. Ahora no podía regalarle nada a su padre. Y allí estaba la hija del Pacificador con la mirada radiante de felicidad porque iba a regalarle al suyo algo que le había costado muy caro. Salió de la joyería mientras ella finalizaba la transacción para evitar que le viera el semblante antes de que recobrara el dominio de sí mismo y se metiera de nuevo en su papel.
Al cabo de un momento Detta se reunió con él en la calle y juntos la cruzaron para entrar en el parque. El sol del atardecer era cálido y en el aire flotaba una ilusión de intemporalidad que ambos parecían dispuestos a saborear.
Desde donde estaban alcanzaban a ver no menos de veinte parejas, unas caminando cogidas del brazo, muchas detenidas despreocupadamente bajo los árboles, otras sentadas en la hierba. Se cruzaron con un hombre que avanzaba tambaleándose en sus muletas; tenía la pierna izquierda amputada por la rodilla. La muchacha que lo acompañaba estaba muy pálida y apartaba la vista como si temiera avergonzarlo al presenciar su torpeza. Tal vez sintiera repugnancia y sabía que él lo vería en sus ojos. Matthew sorprendió su expresión asqueada y por un instante la odió.
Detta le tocó el brazo.
—Hay gente que no puede evitarlo —susurró.
— ¡Pues hay que evitarlo! —repuso Matthew ferozmente cuando estuvieron fuera del alcance de sus oídos—. ¿Acaso ella no esperará que él la ame cuando sea mayor, cuando haya engordado y tenga los pechos caídos y manchas en la piel? ¿O es que se cree que siempre va a ser tan bonita?
—No está pensando, Matthew —contestó Detta con sequedad—, sólo sintiendo. Lo amaba tal como era. Envejeces despacio; esto ha sucedido en pocos días. Y quizás él la haya rechazado. ¿No se te ha ocurrido pensarlo? Cuando tenemos heridos el cuerpo y la dignidad, a veces la tomamos con quienes tenemos más cerca y ellos no saben qué hacer ni cómo ayudar. Quizás ella también esté sufriendo.
Matthew la miró sorprendido al caer en la cuenta de algo que tendría que haberse figurado antes.
—Tú ya has visto eso.
No fue una pregunta.
Detta encogió un poco los hombros y siguió haciendo oscilar la falda con el elegante contoneo de sus andares. —Los irlandeses no son diferentes —contestó.
Matthew estuvo a punto de preguntar dónde, pero ella caminaba delante de él dándole la espalda, con el sol brillando en sus cabellos oscuros que emitían intensos reflejos rojizos. Detta era esbelta y poseía la gracia de una criatura salvaje, moviéndose cuando y hacia donde deseaba. Ese carácter escurridizo era parte de lo que él amaba. Hacía que otras mujeres parecieran dóciles, demasiado fáciles de retener.
Someter a Detta era una tarea imposible salvo en las raras ocasiones en que parecía dar su ser entero, sus pensamientos, sus creencias, incluso la súbita ternura de sus sueños.
Muy a lo lejos una banda tocaba una pieza patriótica y sentimental. Antes de la guerra algunas bandas alemanas tocaban allí. ¡Qué extraño que ahora asociara aquella música a la paz! Qué bendita pérdida de inocencia revelaba.
Tres mozos paseaban juntos vistiendo uniformes del mismo regimiento. Reían y se tomaban el pelo. Avanzaban formando una especie de unidad, como si un hilo invisible los gobernara a la vez.
Una niñera empujaba un cochecito. Semejaba una reliquia de otra era en que aquél era el tipo de empleo que buscaban las mujeres mientras los hombres desempeñaban sus trabajos de tiempos de paz y no había multitudes ocupadas en las fábricas de munición.
Había un joven plantado en medio del prado mirando a un lado y al otro como si estuviera completamente perdido. Su rostro presentaba un aire más bien adusto. Matthew no había visto aquellos síntomas antes pero Joseph se los había descrito. El hombre había quedado tan maltrecho y ensordecido por la artillería, había sido testigo de tales horrores, que su mente se negaba a aceptar nada más. No tenía ni idea de dónde se hallaba; su única realidad era la que llevaba dentro y ésa no la podía soportar.
El joven del prado aparentaba unos treinta años de edad. Al cabo, a medida que Matthew y Detta se fueron aproximando a él, a Matthew se le encogió el corazón al darse cuenta de que en realidad tendría unos diecinueve o veinte. Sus ojos eran viejos pero la piel de las mejillas y el cuello decían que apenas había alcanzado la madurez.
— ¿Estás perdido? —preguntó Detta al muchacho. Le habló en voz baja, con una tierna y apremiante amabilidad. Él no contestó.
Detta volvió a preguntar.
El joven la miró y el presente regresó a su mente.
—Supongo que sí. Perdona. Te veo distinta. Te has dejado crecer el pelo. Pensaba que habías dicho que te lo ibas a cortar. Máquinas, o algo por el estilo. Te quedó atrapado; te lo arrancó. El cuero cabelludo, dijiste.
No había emoción alguna en su rostro ni en su voz. Habría visto tantas personas destrozadas que una más no suponía el menor impacto.
Detta se quedó perpleja.
Una mujer de mediana edad venía hacia ellos a través del prado corriendo tan aprisa como podía con las faldas agitándose entre sus piernas.
—Lo siento mucho —se disculpó—. Sólo me he parado un momento. He visto a un conocido. — Miró al joven—. Vamos, Peter, es por aquí. Tomaremos una taza de té en Corner House y luego iremos a casa a cenar, que ya es hora.
El muchacho fue con ella sin rechistar. Seguramente le daba lo mismo estar en un sitio que en otro.
Detta los observó alejarse con la cara transida de sufrimiento.
— ¿Por qué hacemos esto, Matthew? —dijo con amargura—. ¿Qué nos importa lo que le ocurra a Bélgica? ¿Por qué permitimos que nuestros jóvenes sean crucificados por ello?
— ¡Creía que te gustaba luchar! —le replicó Matthew antes de pensar en morderse la lengua—. Sobre todo por un trozo de tierra.
Detta se dio media vuelta para encararse a él ardiendo de indignación.
— ¡Eso es distinto! —dijo entre dientes—. Nosotros luchamos por...
Entonces se calló y una marea de rubor le subió a las mejillas.
Matthew sonrió. No dijo nada; no era necesario.
Caminaron unos cien metros en silencio. Un grupo de chicas reían enfrascadas en su conversación. Un hombre con pantalones a rayas y bombín caminaba con brío a grandes zancadas en dirección opuesta, tieso y acompasado, como si desfilara al son de su propio ritmo.
— ¿En verdad es así como nos ves? —dijo Detta finalmente—. ¡Poco menos que iguales a los alemanes que están invadiendo Bélgica!
—Creo que veis las cosas desde vuestro punto de vista, tal como todos lo hacemos —contestó Matthew—. Sólo que vosotros lo convertís en una santa cruzada, apasionada y farisaica, como si fueseis los únicos que amáis vuestra tierra, lo cual a la larga acaba resultando un poco fastidioso.
Era la respuesta más sincera que le había dado jamás. Pero hoy era diferente. Sería la última vez que la vería. Incluso ahora carecía de una buena excusa para estar con ella; era el sentimiento lo que lo había empujado, la necesidad de verla una vez más antes de que todo terminara. Los arrestos tendrían lugar ese mismo día y con ellos se acabaría el sabotaje. Quizás ella también lo supiera. La capacidad de ambos para usarse mutuamente tocaba a su fin. El disimulo era tan tenue que casi no existía.
Detta se detuvo un paso por delante de él obligándolo a pararse a su vez.
— ¿Eso es lo que has pensado siempre? —preguntó—. ¿Eso es lo que ha engendrado tu serena tolerancia británica? —Había tristeza y curiosidad en sus ojos. Curiosamente, el enfado se había desvanecido—. ¡Tu idea de lo que es ser imparcial!
—Supongo que sí —admitió Matthew—. Te parece frío, ¿verdad?
Detta apartó la vista y reanudó el paseo.
—Solía parecérmelo.
Matthew no osó preguntar si ella había cambiado y mucho menos por qué.
—No me interesa la imparcialidad —agregó Detta.
Él guardó silencio. Prefirió no expresar en voz alta el sarcasmo que acudió a sus labios. Sería fácil decirlo pero en realidad no lo sentía. Siempre se había preguntado si había algo en él que a ella le gustara de veras, aparte de las cosas que la divertían o que le hacían más grata la tarea de intentar sonsacarle información. No quería saber la respuesta.
Anochecería al cabo de una hora. El ambiente aún era cálido y el parque estaba lleno de gente, más soldados de permiso, más muchachas que regresaban del trabajo, dos señoras de mediana edad, un puñado de niños. Quienquiera que hubiese estado tocando se había marchado con la música a otra parte.
—En realidad me sorprende —dijo Detta manteniendo aún la vista al frente—: dar guerra y jugar limpio —añadió—. Eso es lo que nos encanta y detestamos de vosotros. Es imposible comprenderos.
Matthew rió con ganas, soltó una carcajada con un punto de histeria subyacente. Aquél era el final del tiempo que pasarían juntos y deseaba aferrarse a él con unas ansias que atravesaban todo su ser doblegando antiguas certidumbres con una ardiente tentación. Adoraba la risa de Detta, su gracia, su vitalidad y sus imperfecciones.
Habían llegado al límite del prado y enfilaron el sendero camino de la verja. Las sombras de los árboles eran alargadas y la luz de un tono mortecino. El tráfico era una mezcla de motores y de cascos de caballo.
— ¿Tienes apetito? —preguntó Matthew. Se habían dicho cuanto tenían que decirse; habían compartido tiempo, penas y alegrías. Detta había querido saber si el código estaba a salvo. Matthew la había engañado haciéndole creer que seguía sin descifrar y por consiguiente la inteligencia británica podía seguir utilizando la información que éste le proporcionaba.
Matthew miró el rostro de la muchacha, dorado por el sol. Un mechón de pelo le caía desordenadamente sobre la frente y tenía los zapatos sucios de polvo. ¿Cabía alguna posibilidad de no desprenderse de ella sin traicionar a cuantos confiaban en él, así como a los muchachos que iban a la matanza sin pensarlo dos veces, creyendo ciegamente en quienes los enviaban allí?
—Tengo sed —contestó Detta.
Matthew comprendió con un nudo en la garganta que ella deseaba tan poco como él concluir su encuentro. Lo iban prolongando como un hilo de telaraña, frágil y brillante.
El tráfico se detuvo, cruzaron la avenida y anduvieron por la acera atestada, chocando con otros transeúntes, abriéndose camino en zigzag. Cruzaron otra calle y llegaron a una cafetería. Entraron y tomaron té y emparedados de huevo duro y berros, un poco fuertes de mostaza. Conversaron sobre libros y terminaron discutiendo apropósito del talento de los dramaturgos irlandeses e ingleses. Detta insistió en que a fin de cuentas los mejores autores de teatro en lengua inglesa eran todos irlandeses.
Matthew le preguntó cómo podía saberlo si ella sólo leía a los irlandeses. Detta salió airosa del debate y pasaron a los poetas. En ese terreno salió perdedora, pero lo hizo con elegancia porque la magia de las palabras la embelesaba.
Ya era casi de noche cuando volvieron a salir a la calle. El tráfico había disminuido un poco y las farolas estaban encendidas pero aún había gente paseando. La brisa templada que agitaba las hojas en el linde del parque acariciaba la piel.
No quedaba nada a lo que aferrarse, nada más que decir. Detta echó a andar y Matthew alargó el paso para no quedarse a la zaga. Cada cual esperaba que el otro provocara deliberadamente la separación.
De repente Detta se detuvo.
— ¡Reflectores! —dijo con voz ronca—. ¡Mira!
Matthew siguió su mirada y los vio barriendo el cielo, primero un par, luego más, largos dedos hendiendo la inmensidad de la noche.
Detta contuvo el aliento con un grito sordo, el cuerpo en tensión. Había un tubo de plata, Mudo, flotando tan alto que parecía pequeño, como un insecto gordo arrastrado por el viento. Matthew sabía que era un dirigible; los alemanes lo llamaban Zepelín. Debajo del globo había toda una nave que en tiempos de paz transportaba pasajeros. Ahora transportaba una tripulación y bombas.
Detta dio media vuelta y se puso de cara a Matthew con los ojos como platos. Apoyó las manos en sus brazos y apretó hasta que Matthew notó la fuerza de sus dedos a través del tejido del abrigo. Detta respiraba pesadamente. Sabía que aquel artefacto podía lanzar bombas en cualquier parte. No tenía sentido correr y de todos modos tampoco había dónde refugiarse.
Permanecieron de pie en mitad de la acera mirando hacia arriba mientras los reflectores destacaban el resplandeciente objeto volador para luego perderlo y al cabo de un momento volver a encontrarlo.
Entonces llegó la primera bomba. No la vieron caer, sólo oyeron el impacto y la explosión cuando se estrelló en algún lugar hacia el sur, cerca del río. Se alzó una llamarada, luego escombros y polvo. No muy lejos una mujer chillaba. Se oía a alguien sollozar.
Matthew rodeó con sus brazos a Detta y la estrechó. Parecía un gesto perfectamente natural y ella se apoyó contra él, todavía agarrada a su abrigo.
Cayó otra bomba más cerca y con mucho más estrépito. Notaron la sacudida del impacto porque el suelo tembló. Matthew estrechó el abrazo. Huir carecía de sentido puesto que el dirigible podía cambiar de dirección en cualquier momento, avanzar o mantenerse inmóvil en el aire a su antojo, o dejarse llevar por el viento, antes de que finalmente diera media vuelta y acelerase los motores para emprender la retirada.
— ¿Cuántas lleva? —preguntó Detta.
—No lo sé —contestó Matthew. Se preguntó si ella habría sido bombardeada con anterioridad. Había algo en su miedo que le indujo a pensar que la violencia de la explosión despertaba recuerdos en ella. Deseó que no hubiesen sido ingleses quienes lo hicieran, fuese lo que fuera.
Matthew levantó la vista y vio la bomba siguiente con bastante claridad. Distinguió la oscura silueta con forma de cigarro, negra contra la relativa claridad el cielo. La observó caer con una creciente sensación de mareo y el estómago en un puño a medida que se aproximaba hasta que por fin aterrizó a la vuelta de la esquina haciendo añicos la noche con un ruido ensordecedor y la onda expansiva les dio de costado separándolos. Matthew salió despedido contra la fachada de la tienda que tenía a sus espaldas y Detta cayó de rodillas al suelo. El aire estaba lleno de polvo y se oía el ruido de los escombros al caer sobre los tejados y la calle. La gente gritaba.
Entonces se alzó una gran llamarada cuyo resplandor iluminó las nubes de polvo y humo, y el hedor a quemado los atragantó.
Matthew fue hacia Detta pero ésta ya se estaba poniendo de pie. Estaba sucia y su hermoso vestido desgarrado. —Estoy bien —dijo claramente—. ¿Y tú?
—Sí. Sí, estoy bien. Quédate aquí. Iré a ver si puedo ayudar. —La miró con los ojos irritados. Notaba el calor del incendio—. No te muevas de aquí —repitió.
—Voy contigo. —Ni siquiera se planteó obedecerlo—. Tenemos que hacer lo que podamos.
—No... Detta...
Detta se adelantó avanzando con prontitud hacia la esquina y el único paso despejado para alcanzar el lugar donde el edificio derruido se había desplomado sobre la calle.
Matthew la siguió temiendo por ella pero a un tiempo orgulloso de que su único pensamiento fuese prestar ayuda. Por un momento ingleses e irlandeses fueron iguales, todos capaces de mostrar coraje y piedad.
La escena era horrible. Las paredes rotas presentaban grandes boquetes y desparramados por doquier había toda suerte de objetos domésticos, muebles, ropa de cama, un colchón encendido sobre la acera, ropa hecha jirones. El cuerpo sin piernas de un anciano yacía inerte en un Charco de sangre.
Una mujer estaba paralizada con el vestido en llamas.
— ¡Oh! ¡Madre de Dios! —exclamó Detta con un grito ahogado. Se volvió hacia Matthew—. ¡El abrigo! —exigió—. ¡Deprisa!
Se lo arrancó de las manos y se abalanzó sobre la mujer para envolverla con él y derribarla haciéndola rodar por el suelo. Alguien gritaba palabras ininteligibles.
El fuego se estaba adueñando de los edificios. Las vigas estallaban y despedían lluvias de chispas. Otro impacto sacudió la calle y esquirlas de vidrio se estrellaron contra el pavimento.
Matthew vio un cuerpo atrapado debajo de una viga desplomada.
— ¡Socorro! —gritó a pleno pulmón—. ¡Que alguien me ayude a levantar esto! —Salió disparado sin dejar de gritar y puso todo su empeño en mover el inmenso madero—. ¡No se mueva! —ordenó al hombre atrapado—. Vamos a sacarlo de ahí. ¡Estése quieto!
Seguían cayendo escombros y el calor iba en aumento. De pronto había alguien a su lado y notó que la viga comenzaba a ceder. Llegó Detta y se puso a tirar del hombre atrapado procurando calmarlo.
Se personaron los enfermeros de una ambulancia y se llevaron al hombre, y Matthew y Detta se dirigieron al herido más próximo, una mujer de avanzada edad tendida entre escombros con una pierna rota que le impedía moverse.
— ¡No! —gritó Detta bruscamente al ver que Matthew se agachaba para levantarla—. Hay que entablillarle la pierna; los picos de los huesos rotos podrían cortarle una arteria.
Matthew lo entendió de inmediato y se preguntó cómo había podido ser tan estúpido. Pero ¿qué podían usar?
Detta hacía equilibrios a la pata coja.
—Toma —dijo dándole un par de medias con una sonrisa tenue. Matthew le sonrió a su vez y se agachó para atender a la mujer herida. Vino un hombre a ofrecer su ayuda; le temblaban las manos y sollozaba para sus adentros. El ruido alrededor de ellos era esporádico: gritos, sirenas, más escombros desprendiéndose y, por encima de todo, lo que parecía el tableteo de una ametralladora. El aire estaba lleno de humo y polvo, pero éste ya empezaba a posarse.
Los coches de bomberos se estacionaron, quedando los caballos atados con los ojos desorbitados, así como otra ambulancia. El calor remitió cuando el agua alcanzó las llamas con un fragor de vapor. Matthew regresó de ayudar a trasladar a la última persona herida y encontró a Detta mugrienta, con el vestido desgarrado por los hombros y los tobillos desnudos bajo el dobladillo de la falda. Había una especie de triunfo en su manera de ladear la cabeza y, cansada y magullada como estaba, no había perdido una pizca de elegancia. Su sonrisa lo colmó.
Matthew le hizo el saludo militar. No fue con intención de mofa sino en señal de reconocimiento de un combatiente a otro. Por una vez se hallaban en el mismo bando y ello le resultaba tan grato que deseaba recordarlo durante la prolongada soledad que le aguardaba.
Detta le miró a los ojos y correspondió al saludo.
El incendio ya casi estaba apagado en el interior de la casa. Fuera del alcance de la vista se desplomó otra pared, pero con un ruido sordo, no una explosión.
—Si salimos a la calle principal a lo mejor encontramos un taxi —dijo Matthew bajando la vista a los pies de ella. Hasta entonces nunca había pensado que unos pies pudieran ser bonitos, pero los suyos lo eran: cuidados y fuertes, altos de empeine—. ¿Y tus zapatos?
Detta hizo una mueca.
—Debajo de aquella pared —contestó señalando un montón de ladrillos rotos a unos diez metros de ellos—. Pero aún conservo mi bolso.
Milagrosamente aún sostenía el—bolso en el que con tanto cuidado había guardado el estuche con el reloj para su padre.
—Te llevaré hasta la acera —dijo Matthew cogiéndola en brazos sin darle tiempo a discutir. Le dio gusto llevarla; pesaba menos de lo que esperaba. La gracilidad de sus movimientos ocultaba una complexión un tanto huesuda. Fue consciente de su propia sonrisa en la oscuridad. Le gustaba que Detta no fuese perfecta. Pese a todo su ardor y coraje, eso la hacía más humana.
Matthew llegó al final de la calle y a regañadientes dejó a Detta en el suelo, muy despacio, para que quedara bien cerca de él y así seguir notando el calor de su proximidad. Entonces vio el avión.
Era un objeto minúsculo, un biplano, como una libélula truncada. Cruzó el rayo de luz y desapareció. Luego apareció otro en vuelo ascendente virando a derecha e izquierda. Los disparos alcanzaron la nave plateada, no la robusta góndola donde iban las bombas y la tripulación sino el incoen: so globo brillante.
Hubo un momento de silencio. Matthew y Detta miraban hacia arriba mientras los reflectores se entrecruzaban en la oscuridad iluminando los aviones que evolucionaban como insectos enojados. Las balas trazadoras surcaban la noche en trayectorias arqueadas. Y entonces sucedió: una explosión de llamas en el aire al encenderse el gas inflamable alumbró el cielo entero.
— ¡Dios misericordioso! —dijo Detta horrorizada—. Qué manera tan terrible de morir!
Se arrimó más a Matthew cogiéndole el brazo. Sin abrigo éste notaba el calor de sus dedos.
Matthew no estaba pensando en los hombres que iban a bordo del Zepelín sino en la bola de fuego que se hundía cada vez más deprisa entre nuevas explosiones que la iban desgajando al estallar las bombas que quedaban. Se estaba dando cuenta, mientras se cernía sobre él, de que acabaría descansando en las calles de debajo convirtiéndolas en un infierno de destrucción.
— ¿Quién? —dijo con voz ronca—. ¿Ellos o nosotros?
Detta se volvió hacia él. Entonces lo comprendió y se puso muy pálida. Comenzó a decir algo y se calló. Permanecieron abrazados contemplando la pira funeraria que iba bajando del cielo hacia los tejados. La caída se alargaba una eternidad pero no había tiempo para escapar. El resplandor aumentó. Faltaban segundos. Desde donde estaban notaban el calor. Qué ironía. Quizá la separación que tanto temía Matthew nunca tendría lugar, al fin y al cabo.
Todos los transeúntes estaban paralizados; miraban fijamente hacia arriba protegiéndose los ojos. Un hombre con un abrigo largo negro se santiguó. Una anciana agitaba el puño. Un perrillo ladraba furiosamente y corría en círculos como un poseso, aterrado y sin saber qué hacer.
Un trozo de fuselaje en llamas cayó al suelo a unos cincuenta metros de allí.
La gente echó a correr por la calle entre coches y carromatos, todos intentaban alejarse de allí pero no había tiempo. Lo que quedaba del globo del Zepelín y su góndola se estrelló contra una hilera de casas y tiendas levantando una nueva oleada de fuego.
Matthew avanzó hacia delante. No sabía ni por asomo qué podría hacer pero el instinto lo empujaba a intentar cualquier cosa. Fue Detta quien lo retuvo.
—No —le gritó con voz ronca—. No queda nada. Nadie saldrá de ésa. Ven. Ahora necesitan gente preparada. Hemos hecho lo que hemos podido. No haremos más que entorpecer.
Era verdad pero parecía una especie de derrota. Matthew estaba agotado. Le dolía todo el cuerpo y sólo entonces se dio cuenta de que también presentaba cortes y quemaduras. Pero mucho más profundamente que eso le dolía constatar que ya se habían dicho cuanto tenían que decirse, todas las mentiras sobre Inglaterra e Irlanda, las medias verdades sobre Estados Unidos, las evasivas acerca de Alemania. Aquella noche habían presenciado un momento de la realidad de la guerra en las casas derruidas y las vidas destrozadas, la aflicción y la sangre, y juntos habían tratado de ayudar aunque sólo fuese un poco. Habían visto lo mejor de cada uno pero no quedaba nada que añadir. Era un momento limpio para romper.
Ambos pensaban que habían sido leales a sus respectivas causas y cada cual había engañado al otro. El tiempo diría quién llevaba razón, y quien estuviera equivocado pagaría por ello. Dolía casi hasta lo insoportable que, de poder, Matthew debiera procurar que fuese ella.
Caminaban despacio. El primer taxi libre que pasara significaría que había llegado la hora de decirse adiós. Detta no querría que él supiera adónde se dirigía. Durante unos minutos no miró los vehículos que pasaban. El resplandor del incendio lo pintaba todo de rojo. Detrás de ellos se oían sirenas y nuevas explosiones: seguramente tejados hundiéndose, pizarra, madera y vidrio reventando por el calor, tuberías de gas estallando.
¿Era eso lo que se avecinaba, la guerra desde el cielo? ¿Nadie a salvo en ninguna parte?
Miró hacia la calzada y vio un taxi que avanzaba despacio. Había llegado la hora de poner fin a la espera. De todos modos había que acabar, tarde o temprano. No podía aferrarse a ella. Dependía de él hacerlo. Levantó el brazo y el taxi se detuvo junto al bordillo.
— ¿Adónde, jefe? —preguntó el conductor—. ¿Está herido, señor? No le habrán dado en ese bombardeo, ¿verdad? ¿Al hospital?
—No, no estamos heridos. Sólo hemos echado una mano —contestó Matthew—. Por favor, lleve a la señora donde ella le indique.
Dio media corona al conductor y abrió la puerta para Detta.
Ella se quedó un momento de pie, el brillo de las llamas rojo en los lados de la cara, los ojos oscuros muy abiertos. No había ni rastro de sonrisa en ella, ni una brizna de su vieja osadía e imaginación, sólo tristeza. Parecía muy joven.
—Te equivocas, Matthew —dijo quedamente con la voz tomada—. No siempre me gusta la lucha. A veces es una manera asquerosa de hacer las cosas. No cambies: ésa es una batalla que no me gustaría ganar.
Se irguió y le dio un beso rápido en la boca, luego subió al taxi y cerró la portezuela.
El taxi se separó de la acera y Matthew observó cómo se alejaba hasta que dejó de distinguirlo de los demás coches en la oscuridad. Entonces comenzó a caminar. Caminó todo el trayecto de regreso a su piso. Tardó una hora y media en llegar. Pero para él fue toda la noche.
Joseph estaba recobrando las fuerzas. Todavía le dolía caminar, aunque ahora mucho menos, y sólo llevaba un cabestrillo ligero en el brazo. El hueso se estaba soldando bien y con tal de que no lo sacudiera podía pasar por alto las ocasionales punzadas de dolor.
Había ido a ver a Gwen Neave. Estaba regresando campo a través y sus pisadas no hacían el menor ruido sobre la hierba. Su intención había sido averiguar cómo se encontraba, ofrecerle su ayuda, por más que fuese escasa, para los deberes de orden práctico que debía llevar a cabo, aunque pensaba que probablemente ella sería muy capaz de desenvolverse sola, lo que resultó ser cierto. Lo que ella necesitaba era compañía, alguien con quien poder hablar en confianza sobre la creciente tensión en el pueblo. La sospecha cortaba como ácido antiguas amistades dejando cicatrices que quizá tardarían años en sanar. Los Nunn y los Teversham murmuraban unos de otros. Alguien había visto a la señora Bateman leyendo una carta del extranjero. Una de las hermanas de Doughy Ward había sido acusada de indiscreta, cuando no de cosas peores. Las peleas estaban a la orden del día en la escuela. Unos niños habían roto las ventanas del viejo Billy Hoxton. Todo ello resultaba estúpido y alarmante, y no paraba de empeorar.
Joseph también se había sentido obligado a investigar por su cuenta el asesinato de Blaine porque amenazaba a Shanley Corcoran, y ésa era una labor que no iba a abandonar por más cruel o inapropiada que pudiera parecer a los demás. Había preguntado a Gwen sobre la persona a quien había visto salir en bicicleta del sendero de la arboleda. La había interrogado con insistencia pero la buena mujer no pudo añadir nada que fuera de utilidad.
Ahora atravesaba el campo y daba vueltas en la cabeza a todo lo que sabía. Era bien poca cosa. Theo Blaine había estado a punto de resolver el último problema del prototipo del invento, faltándole quizá no más de un par de días para completarlo. Estaba teniendo una aventura sentimental con Penny Lucas y era poco probable que alguien dijera la verdad sobre la seriedad del asunto, o si ya había terminado, o en qué circunstancias.
Blaine había discutido con su esposa para luego dirigirse al cobertizo del jardín la noche en que murió. Ella decía que se había quedado en la casa, cosa que no era posible corroborar ni desmentir.
Dacy Lucas tenía una sólida coartada, según Perth. Nadie más la tenía, salvo si se tomaba en consideración al propio Shanley y a Archie, que estuvieron juntos en el Cutlers' Arms.
Alguien había pasado en bicicleta por el sendero del bosque: las huellas de las ruedas seguían allí. Conforme a la profundidad de las rodadas, Perth había calculado que ese alguien tenía una constitución más pesada que la mayoría de las mujeres, o bien que acarreaba algún objeto. Gwen Neave había visto a un hombre, en eso se mantenía firme.
El bieldo tenía un tornillo saliente que había arañado la mano de Perth cuando éste lo blandió a modo de experimento. Quien matara a Blaine con él presentaría un arañazo semejante a no ser que se protegiera las manos. Sólo que a aquellas alturas ya se le habría curado. Pero aun así quizás alguien se habría fijado en ese detalle.
O bien llevaba guantes y había ensuciado el bieldo con barro para disimular ese hecho. No había huellas. ¿Se trataba de un crimen pasional sin premeditación? ¿O de un asesinato planeado con esmero siendo el bieldo un mero azar aprovechado en el último momento?
Joseph también había hablado con Kerr sonsacándole, insistiendo, preguntándole sobre todo lo que sabía y había observado por sí mismo. El resultado equivalió a nada de utilidad. Tal vez había sido una estupidez pensar lo contrario. El interrogatorio terminó con Kerr suplicando a Joseph que pronunciara el sermón del domingo. El pueblo estaba asustado. Personas que se conocían de toda la vida recelaban unas de otras, imaginaban actos deshonestos sin ningún fundamento y arremetían contra el primero que los desconcertaba. Kerr no sabía qué decirles.
Joseph había subido al púlpito y contemplado los rostros conocidos vueltos hacia él. Vio al señor del lugar, a la señora Nunn, a Tucky todavía envuelto en vendajes, a la señora Gee, al padre de Arnold Plugger, a Hannah y los niños, a todas las familias que conocía. Le miraban expectantes, convencidos de que sabría darles algún consuelo, orientación, sentido a lo que estaba sucediendo.
Por un momento se había encontrado presa del pánico. No era de extrañar que Kerr estuviera abrumado. ¿Acaso alguna de las viejas historias contenidas en los libros antiguos respondía a la confusión actual? ¿Oiría alguien la verdad encerrada en las frases que tan acostumbrados estaban a oír?
Pensó que no. La Biblia hacía alusión a otras gentes, dos mil años atrás y en otro lugar. Asentirían con la cabeza y dirían que Joseph era un buen hombre pero saldrían de la iglesia exactamente igual que habían entrado, todavía enojados, asustados y perdidos.
¿De qué servía la religión si hacía referencia a terceros? O aludía a ti o no aludía a nadie. Joseph había dejado de lado la historia de Cristo recorriendo el camino a Emaús sin que los apóstoles le reconocieran pese a ser una de sus predilectas. En su lugar refirió a la congregación la— realidad de la guerra en Ypres, donde sus familiares estaban muriendo. Rememoró para ellos los cráteres llenos de cadáveres en la tierra de nadie y el daño terrible de heridas atroces. Se guardó mucho de reflejar esa realidad en toda su crudeza, sólo la justa para arrancarlos de su propio presente.
« ¡Son nuestros hijos y hermanos! —les había dicho—. Están haciendo eso porque nos aman, porque creen en su patria, en la dignidad y en la paz, en el espíritu alegre y tolerante que representamos, los frutos del trabajo y la buena educación, los campos que se aran y siembran año tras año, calles donde los hombres hablan sin miedo, donde los niños juegan y las mujeres llevan a casa la compra. Si no conservamos una patria digna, si la mancillamos con fanatismos e intolerancia, si aprendemos a odiar y destruir, si olvidamos quienes somos, ¿para salvar qué están muriendo? ¿A qué clase de hogar volverán los que sobrevivan? »
Ahora caminaba por el prado respirando el dulce aire primaveral y temió haber hablado más de la cuenta. Nadie le había dirigido la palabra después del oficio, y el semblante de Kerr era tan ceniciento como para que lo enterraran en su propio cementerio. Sólo la señora Nunn le había sonreído, con lágrimas en los ojos, inclinando la cabeza con aprobación antes de dirigirse a su casa.
Los olmos presentaban un denso follaje, las nubes se alzaban altas y brillantes en el azul del cielo y apenas se oía un sonido en la inmensa paz circundante, excepción hecha del viento y las alondras.
Joseph alcanzó el linde del campo y la verja del manzanal. La abrió y entró.
Vio que alguien venía a su encuentro dando torpes resbalones. Por un instante esa visión le trajo a la mente los hombres resbalando de modo semejante en el fango envueltos en el estrépito y el ruido sordo de los obuses. Pero no había ningún ruido entre los manzanos cuajados de capullos en flor, salvo el que hacía el inspector Perth abriéndose paso hundido hasta las rodillas en la hierba sin cortar.
—Deberíamos pasarle una guadaña—se disculpó Joseph—. Nadie ha tenido tiempo de hacerlo.
Perth le quitó importancia con un ademán. Era un hombre de ciudad y no contaba con que la vida fuese cómoda allí. Su expresión era adusta, con los labios apretados y la frente arrugada.
—Traigo malas noticias, capitán Reavley —dijo, tal vez innecesariamente—. ¿Podemos quedarnos aquí fuera, señor? Lo que voy a decirle debe quedar entre nosotros. En realidad es probable que me vea en problemas si alguien se entera de que se lo he dicho, pero quizá necesite su ayuda antes de cerrar el caso. —Usted dirá.
Joseph percibió palpitaciones de miedo que lo mareaban un poco.
—Han vuelto a entrar en el Claustro Científico y...
¡Shanley Corcoran! Lo habían asesinado tal como Joseph se temía. Tendría que haber hecho algo al respecto cuando tuvo ocasión. Shanley sabía quién había matado a Blaine y se había dejado...
—Lo lamento, capitán Reavley —prosiguió Perth cortando el hilo de sus pensamientos—. El señor Corcoran está muy disgustado y como sabía que usted— es amigo suyo desde hace mucho tiempo, me he...
Joseph notó los latidos del corazón en la garganta.
— ¿Está disgustado? ¿Entonces está bien?
—Bueno, yo no diría tanto como «bien» —matizó Perth mordiéndose el labio—. A mí me parece un hombre al límite de sus fuerzas.
—Ha dicho que han entrado en el Claustro. ¿Qué ha sucedido? ¿Ha habido algún herido? ¿Saben quién lo hizo?
Joseph oía su propia voz descontrolada pero no lograba dominarse. ¡Corcoran estaba sano y salvo! Eso era lo único que importaba. La sensación de alivio acabó de marearlo.
—No, no lo sabemos—contestó Perth—. Ése es el asunto, señor. Quienquiera que fuese rompió parte de un equipo en el que estaban trabajando los científicos. Prototipo, lo llamaron. Hecho pedazos. El señor Corcoran dice que tendrán que volver a empezar desde el principio.
—Pero no está herido —insistió Joseph.
—No, señor. Se hallaba en otra parte del edificio. Lejos del aparato, gracias a Dios. Pero tiene muy mal aspecto, como si hubiese contraído la gripe o algo así. —Negó con la cabeza, con su rostro franco y agradable transido de preocupación—. Es un hombre muy valiente, capitán Reavley, pero no sé cuánto más podrá seguir con ese ritmo. Todo invita a pensar que sin duda tenemos un espía en el pueblo o los alrededores y eso es un trago muy amargo.
Dijo esto último torciendo la boca y bajando el tono de voz como si llevara mucho tiempo luchando para evitar enfrentarse a aquella conclusión.
Joseph miró a Perth y vio con súbita claridad no sólo al policía metódico que trataba de resolver un caso difícil sino también a un hombre profundamente leal a su país, quizá con hijos o hermanos en las fuerzas armadas, que no podía seguir negándose a admitir que su propio terruño, su propia gente, había criado a un traidor. Podía ser alguien a quien conociera, incluso a quien apreciara.
Las ramas del peral estaban desprendiendo flores, los pétalos blancos se perdían entre la hierba descuidada y un tordo cantaba en el seto.
—La guerra nos cambia —dijo Joseph a Perth.
Perth volvió la cabeza hacia él. Su mirada era desdichada y retadora.
— ¿De veras, señor?
—Nos desnuda hasta mostrar lo mejor y lo peor de nosotros mismos. —Joseph le sonrió muy levemente, más con los ojos que con la boca—. Eso pienso. He encontrado héroes donde menos me lo esperaba, así como villanos.
—Sí, supongo que sí —concedió Perth—. Me gustaría poner agentes en el Claustro para mantener al señor Corcoran a salvo pero no dispongo de efectivos. No sé a quién pedirle que vigile y de todos modos los de inteligencia tampoco me lo permitirían. ¡Lo único que puede hacerse es encontrar a ese cabrón y asegurarse de que lo ahorquen! Porque lo ahorcarán, por lo que le hizo al pobre señor Blaine, aparte de todo lo demás. Me gustaría saber qué ideas tiene usted, capitán. Me consta que habrá meditado mucho sobre el asunto.
Joseph asintió con la cabeza. Era una perspectiva deprimente pero al mismo tiempo inevitable. Deseó con toda su alma tener algo más que contar a Perth, algo que tuviera sentido.
—Iré a hablar con Francis Iliffe, a ver qué averiguo —dijo Joseph. Pero decidió que antes iría a intentar confortar a Shanley Corcoran.
En la casa de Marchmont Street el Pacificador recibió a un visitante. Era el mismo joven que había llamado antes para avisarle desde Cambridgeshire. De pie en el salón del piso de arriba, con el gallardo rostro cansado, procuraba disimular al menos parte de su incomodidad, aunque lo hacía más por cortesía que por alguna esperanza de engañar.
— ¿La policía ya sabe quién mató a Blaine? —preguntó el Pacificador.
—No —respondió el joven—. Al principio barajaron la posibilidad de que se tratara de un asunto local: Blaine tenía una aventura con la esposa de Lucas. Pero Lucas no pudo matarlo; puede demostrar fácilmente que se hallaba en otro lugar.
— ¿Está seguro?
—Sí. Lo comprobé por mí mismo.
— ¿Qué hay de la esposa de Blaine? —preguntó el Pacificador.
—Sería plausible. Pero no se lo están tomando en serio, creo...
— ¿Ese crimen no podría haber sido obra de una mujer? —dijo el Pacificador con escarnio—. ¡Qué estupidez! Una mujer fuerte y sana cegada por los celos podría haberlo hecho perfectamente. De todos modos, a juzgar por lo que dice, fue un crimen pasional y sin premeditación. El arma ya estaba allí; ¡nadie la llevó! No es precisamente un acto planeado, que digamos.
—Ya lo sé. —Una chispa de impaciencia cruzó los rasgos del joven científico—. Pero alguien entró en el Claustro anteayer, a última hora de la tarde, y destrozó el prototipo...
— ¿Y ha esperado hasta ahora a decírmelo? —interpeló el Pacificador apretando los puños al montar en cólera.
El muchacho enarcó las cejas abriendo mucho los ojos.
—Y si a la mañana siguiente hubiese venido corriendo a Londres, ¿no cree que el inspector Perth habría comenzado a vigilarme mucho más estrechamente de lo que usted y yo deseamos?
No había respeto ni miedo en la voz del joven. Aquello era un cambio que el Pacificador observó con sumo interés.
— ¿Lo destrozaron? ¿No lo robaron? —preguntó.
—Exacto.
— ¿Por qué? ¿Alguna idea?
—Lo he estado pensando detenidamente —contestó el joven—. El sistema actual de orientación no es demasiado grande ni pesado como para que un solo hombre pueda cargar con él, y esa parte es la única necesaria. El resto es bastante estándar, eso es lo bueno que tiene. Puede emplearse en cualquier cosa: torpedos, cargas de profundidad, hasta en obuses normales, si se quiere.
— ¡Eso ya lo sé! —replicó el Pacificador con brusquedad—. ¿Eso es todo lo que puede decirme?
Un destello de furia encendió los ojos del muchacho, que no obstante supo dominar su genio.
—Entrar en el Claustro es extraordinariamente difícil. Han doblado el número de vigilantes, pero no atacaron a ninguno.
— ¿Soborno?
—Es posible, aunque tendrían que haber sobornado al menos a tres hombres para llegar hasta donde estaba el prototipo. —No les preocuparía el dinero —señaló el Pacificador.
—No, pero cuanta más gente sobornas, mayor es el riesgo de que uno de ellos cambie de parecer o te traicione. Y no sólo tienes que entrar, hay que volver a salir. ¿Y qué pasa luego? ¿Te da igual dejar a tres hombres con esa información? —El Pacificador aguardaba—. Creo que nadie entró ni salió —dijo el joven—. Si entraron fue precisamente porque lo hizo alguien que estuvo dentro todo el tiempo.
El Pacificador se relajó. Aquello encajaba a la perfección.
—Y supongo que si ese alguien fuese usted me lo diría, ¿no? —dijo con un deje en la voz, medio humor, medio amenaza.
—No lo hubiese destrozado sin haberlo visto terminado —contestó el joven con ecuanimidad—. Si desconfía de mi lealtad, confíe al menos en mi curiosidad intelectual.
—Ni se me había ocurrido cuestionar su lealtad —dijo el Pacificador con sumo cuidado—. ¿Acaso debería? —Había algo en la actitud del joven, un cambio en el timbre de su voz desde la última vez que había ido a verlo. O quizá, pensándolo bien, desde bastante antes—. Sigo creyendo exactamente en lo mismo que cuando nos conocimos —afirmó el joven mirándole de hito en hito, con una concentración súbita y muy real—. Incluso más, si cabe.
El Pacificador comprendió que aquélla era la verdad literal, pero ¿acaso tenía un doble filo el significado de sus palabras?
—Pues entonces hay un tercer jugador en la partida —dijo muy despacio.
El joven palideció.
—Tal vez sí. Y antes de que me lo pregunte, no tengo ni idea de quién puede ser.
— ¿Siguen teniendo intención de intentar completar el proyecto?
—Sí. Corcoran está empeñado a toda costa. Lleva un tiempo trabajando día y noche. No sé cuándo come o duerme. Parece veinte años más viejo que hace dos meses.
— ¿Estaban cerca de lograrlo? —Le costó lo suyo hacer aquella pregunta. Si Corcoran tenía éxito, el Reino Unido volvería a tomar la delantera en el mar. Eso podría prolongar la guerra un año más, incluso dos. El conflicto tal vez se alargaría hasta 1918 o más tarde y sólo Dios sabía cuántas más vidas se perderían. El joven no contestó. Su rostro reflejaba inquietud y descontento—. Si lo consiguen, tendrá que robarlo para Alemania —concluyó el Pacificador en un repentino arrebato de pasión—. ¡Avíseme cuando falte poco, cueste lo que cueste! Le garantizo que robaré ese prototipo aunque tenga que incendiar el edificio entero.
El joven asintió.
—Sí, señor. Estaré alerta. Trabajo directamente en el proyecto. A no ser que Corcoran consiga un gran avance repentino, estaré en condiciones de predecirlo.
Su voz era extrañamente monótona; no transmitía ningún entusiasmo, ni rastro del ansia que solía presentar. ¿Estaba cansado, agobiado por la presencia policial, las preguntas que se entrometían en su trabajo, la sospecha? ¿Acaso temía de veras que hubiera un tercer jugador y que su propia vida corriera peligro?
¿O era que se estaba ablandando, que se estaba implicando más de la cuenta en la vida de un villorrio de Cambridgeshire y sus gentes? Había que vigilarlo. El trabajo, el objetivo era demasiado importante como para ser indulgente con cualquier individuo.
Dos días después el Pacificador recibió a un visitante muy diferente. Éste no era un joven científico inglés con un agraciado rostro pecoso y cabello castaño ondulado. Era un irlandés que rayaba en la cincuentena, de estatura media, delgado, con el pelo ni oscuro ni claro. Si uno no estudiaba la expresión de su cara, su aspecto resultaba común y corriente. Sólo los ojos reflejaban inteligencia, y eso sólo ocurría si él decidía que la reflejaran.
Estaba de pie ante el Pacificador, manteniendo el equilibrio como para echar a correr o dar un puñetazo, aunque sólo por puro hábito. Había estado allí muchas veces y sus armas en esa batalla eran las propias del intelecto.
— ¿Tienen el código? —preguntó el Pacificador sin rodeos.
—No —repuso Hannassey—. Han desentrañado la red financiera de los saboteadores y su identidad haciendo cambiar de bando a un agente alemán de los muelles e infiltrando un agente doble en el sistema bancario.
— ¿Está seguro? —preguntó el Pacificador con renovado interés.
—Sí. El agente doble murió asesinado —contestó Hannassey—. Nosotros encontramos el cuerpo. Lo principal es que podemos seguir adelante con nuestros planes en México. El código es seguro. Podemos darles sopas con honda a los estadounidenses, mantenerlos ocupados en el río Grande un año más como mínimo. Pasado ese tiempo ya no importará que entren o dejen de entrar en la guerra.
— ¿Y se fía usted de Bernadette, no sólo de su lealtad sino de su juicio? —insistió el Pacificador, molesto con la arrogancia de la que Hannassey hacía gala.
Hannassey sonrió, una fría expresión de regocijo sin placer.
—Pues claro que confío en su lealtad hasta más allá de los confines de la Tierra —contestó—. Tiene el coraje suficiente para enfrentarse al mismísimo Dios.
El rostro se le ensombreció pero no explicó por qué. Bernadette era su hija. Si viera un defecto en ella no lo admitiría ante nadie, y menos aún ante aquel hombre.
El Pacificador se abstuvo de hacer comentarios. Había evaluado a Bernadette por sí mismo. No confiaba en el juicio de nadie más.
Hannassey permanecía inmóvil. Su intensa y controlada calma era uno de los pocos rasgos físicos que destacaban en él.
— ¿Quiénes son los dirigentes de la Inteligencia Naval Británica? —preguntó Hannassey con un amago de sonrisa—. Un almirante anticuado que parpadea como una lechuza, un jefe con una pata de palo y un par de docenas de variopintos licenciados por tal o cual universidad.
No estaba siendo desdeñoso, sólo exponía la realidad. Los británicos eran unos amateurs.
El Pacificador se relajó. Conocía a los hombres de la Inteligencia Británica.
—Dígale a Bernadette que le estamos muy agradecidos —dijo con generosidad—. Ha hecho un buen trabajo.
—No lo hizo por ustedes —replicó Hannassey—. Ni por Alemania. Trabaja por Irlanda como un país unificado, libre de la opresión británica y con el lugar que le corresponde ocupar en Europa. Tenemos un patrimonio soberbio, más antiguo y mejor que el de ustedes y mucho más antiguo que el de Alemania. —Torció muy ligeramente la boca—. Yo tampoco trabajo para ustedes. Hemos hecho un trato, y cuento con que cumplan su parte, comenzando por la entrega de más dinero para sostener a nuestros hombres, y que hagan llegar a oídos de quien corresponda cómo se está manejando el levantamiento de Pascua. Necesitaremos mucho más apoyo la próxima vez, no sólo económico sino también político.
Su expresión era inmutable y había cierta fealdad en su semblante, como si una amenaza pugnara por salir a la superficie.
El Pacificador se fijó en ello y entendió a la perfección qué significaba.
—Entréguenos una lista de sus necesidades —dijo con serenidad—. Las tendré en cuenta.
Tomó la decisión de deshacerse de Hannassey en cuanto se presentara la oportunidad. Ya no le sería de más utilidad. Si las cosas salían en Cambridgeshire tal como se proponía, esa ocasión llegaría muy pronto.
Levantó la vista hacia Hannassey y sonrió.