CUADERNO 7

Combate en las entrañas

Clark me trae los informes. Aún no ha amanecido y ya está de guardia este alegre piloto, parsimonioso pero diligente, a quien no hubiese permitido, por ningún concepto, que se quedase en Baltimore, donde recalé por averías, escasez de alimentos frescos, renovación de las patentes y del rol y envío de correspondencia, en especial al insaciable Charles Weimberg, que confía en transformar en historias mis letras avaras. Muchos marineros querían descanso; yo, completar la nómina de mis oficiales de presa; y todos, mujeres. «Por la Biblia», había sermoneado Ben Gage, «diez jornadas más sobre estas maderas, y los muchachos estallan como sacos de pólvora, sin necesidad de otras chispas que sus pensamientos».

Golpea el piloto la puerta, entra, me saluda en su limpio acento de Nueva Inglaterra. «Rumbo oeste-sudeste», comunica, «latitud, 34° norte; longitud, 30° oeste; mar gruesa; viento fresco de la amura de babor; velocidad, catorce nudos». Para no responderle con un autoritario silencio, menciono el día que comienza —15 de octubre—, comento distraídamente que hace veinte que zarpamos de Baltimore y reitero mi propósito de rebasar por el sur las Azores, donde han de concentrarse las rutas de Portugal al Brasil. «Habrá apresamientos grandes, no cambiaré ese destino aunque el clima empeore», le digo, dándole permiso para retirarse.

Pasados diez minutos, irrumpe Bob con una refacción: té caliente, bizcochos. Querrá hablarme otra vez de un artillero de babor, recién enganchado en Baltimore. Se llama Peter Talsitt, tiene una larga cicatriz de sable en la frente, ha combatido contra los ingleses, pero nunca cuenta eso, sino cosas de la pesca de caña —su pasión— y de su familia —otra pasión— que lo aguarda en Fells Point con el corazón en la boca. Quizás por esa reticencia, y esa falta de fanfarronería, lo incluí en mi rol. Bob, en cambio, está impresionado por motivos distintos. «Ave de mal agüero», susurra. Y enseguida se explica. Hace dos días, el señor Sam Oakway, limpiando el Long Tom, cantó en voz alta un himno de alabanza a su arma y deseó que «el pobre angelito» nos dejase oír cuanto antes sus truenos celestiales. Peter Talsitt, que estaba cerca, advirtió al cocinero: «Una imprudencia. No es mal hombre Oakway. Pero quien larga en el mar un deseo semejante, atrae la desgracia».

Pido a Bob más té, más bizcochos. El aire mañanero del océano me ha abierto el apetito, poniéndome de buen humor. Cuando Bob retorna, le pregunto cómo conocieron en los muelles de Fells Point al señor Oakway. Me dará respuesta larga, pero no importa. Todo está en orden a bordo, navegamos en rutina, y dispongo todavía de un rato de libertad. «¿Que hable de Sam?», repite abriendo los ojos y atrapando el jarro de estaño y el tarro de bizcochos para que no bailen sobre la mesa con los cabeceos. Sé bastante de Sam Oakway, artillero de experiencia; pero quiero saber más, para convencerme de que he embarcado dos bestias de igual poderío: el cañón giratorio y el cíclope que lo atiende. No necesito insistir. Bob empieza a parlotear, estirando los labios, haciendo gestos de asombro, de admiración y de familiaridad cachacienta. «¡Cómo olvidar cuándo lo vimos por primera vez!», exclama, «fue en la taberna El Ojo del Gato, a pocas yardas de Thames Street, entre las calles Lancaster y Shakespeare. La taberna daba a Bond Street, una vía más reposada, por donde nos llevó Jack Learthy, dándoselas de sabedor, tomando bajo su protección a Patrick Donagall, por incauto, no fogueado en esos cruceros terrestres, y aconsejando al irlandés: “En el mar, una mano para el barco, otra para ti; en tierra firme, medio dólar para ron y faldas, el otro medio para ti, salvo que quieras terminar de mendigo en Thames Street”. Un antro decente, aseguraba Learthy, “mi ciencia lo ha comprobado”. Allí nos metimos Ben Gage, Dickinson, Hoove, Donagall y este cocinero que tiene el honor de servirlo, señor. Dimos todo el paño al ron y a las ostras; y a la cuarta o quinta vuelta, no pudimos sujetar nuestra fibra combativa y competimos por ver quién mentía más, y mejor. Gage se escandalizó, juró por su Biblia que jamás mentía, y celebramos con otra vuelta tamaña mentira. Me hicieron hablar, dije que con mis cocidos nadie se había indigestado a bordo, y me taparon la boca argumentando que era mentira previsible, y que cualquier tripulante de la Intrépida me desmentiría más fácilmente que si formara un nudo de lasca. Saltó Learthy al ruedo, soltó no sé qué cosas, inventos que tenía en la cabeza y que pondría en libros cuando se retirase del corso; y que así eclipsaría la fama de capitanes como Cook, Bougainville, Malaspina. Lo interrumpió Dickinson, marinero tan callado a bordo, salvo en el coy, y tan hablador en la taberna, caldeado por el ron. “En mis sueños no he mentido”, roncó, “porque yo fui buzo antes de tripular la Intrépida, y bajé al fondo del mar. ¿Saben qué encontré allá abajo? ¿Monstruos? Nada de eso. Ni el kraken, ni la serpiente marina, ni el calamar gigante. Tampoco barcos hundidos, tesoros o huesos de náufragos metidos bajo diez palmos de lama o cascajo. Puros disparates, paridos por cabezas ignorantes que no resisten ni el olor del ron. Encontré sueños, sí señores, los sueños de todos los marinos, flotando entre dos aguas, como medusas, o reposando como al descuido sobre alguna roca submarina, yendo tranquilamente de acá para allá, en medio de una atmósfera verdosa y callada, quebrada apenas por las voces de esos sueños, que no se cansan de jurar por la Biblia, como Gage; de gastarse en afanes de hombre de ciencia, de viajero explorador, como tú, Jack Learthy; o de anunciar desastres, ‘cuidado, corsarios’, escuché allá en los fondos, ‘cuidado, los portugueses aprenderán y los mandarán aquí, con plomo en las tripas, para que sueñen por toda la eternidad’”».

»“¡Basta!”, le gritó Ben Gage, “¿profecías bajo el agua? No las leí en Isaías, en Habacuc, en… quien diablo sea. A cerrar el pico, Dickinson, o te clavo mañana mismo como mascarón en la proa de la Intrépida”.

»Intervino Hoove, y fue una suerte, porque apartó a Gage y a Dickinson, con ganas de tirarse los jarros de ron por la cabeza. Creímos que contaría sus campañas con el comodoro Preble, o con Stephen Decatur, un caballero, el más elegante sobre toldilla alguna, melena al viento, casaca azul, pantalones de casimir, botas altas y lustrosas. Pero nos llevó a 1805, a la altura del cabo Trafalgar, donde estaremos pronto si estas ráfagas continúan, y nos metió en un navio francés que se había liado a cañonazos con el Victory de Nelson, como dos marineros borrachos dándose puñadas en cualquier esquina de Thames Street.

»Hoove era aún grumete, pero ya su alma guerrera se disparaba sin que nadie la atajase. “Modestia aparte”, advirtió Hoove, “cometí una hazaña. Con toda sencillez, en medio del jaleo, me nació, de golpe, una idea; y en la punta de la idea, vi arder el fuego de mi gloria. Nelson nos cañoneaba, Nelson nos batía, Nelson nos arruinaba, ¿qué rumbo tomar? Era claro: suprimir a Nelson. No digo matarlo, es expresión de salteadores. Suprimirlo, repito, quitarlo del teatro del combate, con todo pesar, ¡un marino como él! Mi navio se arrimó al Victory, primero a tiro de fusil, después de pistola. Yo estaba en la cubierta superior, asomándome sobre la borda, encargado de guiar los tiros y recargar el arma de un fusilero de puntería dudosa. Era un marsellés gallardo, animoso a pesar de ser tuerto, lo que le impedía apuntar como Dios manda. Pero el marsellés tenía a su flanco otro dios, dicho sin pedantería, que vio a Nelson sobre la toldilla del Victory, observando la batahola como desde un palco, ¡grande Nelson!, pero como todo grande, algo distraído, con cara de tocar el violín a la luz de la luna, ofrecía blanco majestuoso galas de almirante, pelo lacio, rostro como la cera, ¡por el infierno!, ¿cómo desperdiciar la ocasión? El dios del marsellés indicó el ángulo, guió la mira, gritó: ‘Ahora, haya tiro’, y hubo tiro. Y ya no hubo Nelson”.

»¿Quién era aquel dios, aquel Marte, sino Jonathan Hoove, combatiente número uno, experto en táctica, estrategia, puntería, disparos? Los principales jefes del mundo lo consultaban, como Napoleón, enseguida después de Trafalgar, año tras año, y aun, cuando lo metieron preso, desde Santa Elena le llegaban preguntas, “por el nombre de mi madre, ¿qué espera el temible Jonathan Hoove para librarme de este islote de mierda?”. Y hasta del más allá recibía mensajes. Una noche de tormenta a bordo del United States, el fuego de San Telmo descendió de verga en verga, se columpió en los penoles, tal vez para desperezarse, se deslizó por el estay de mesana usándolo de tobogán, tomó la forma del finado Joshua Barnes, campeón de corsarios en nuestra guerra revolucionaria, y le explicó, como dómine a su alumno, en qué banco bostoniano depositar el oro ganado en el corso.

»Quedó para Donagall la mano. El irlandés se venía preparando con mucho ron. Todos, y él más que todos, sabíamos que aún se mantenía virgen el gran tema. También lo sabe usted, capitán, ¿o es indispensable que lo aclare? Patrick se despachó a gusto hablando de mujeres, así de simple. A esa altura, tanto nos daban ya mentiras o verdades. Contó que al desertar de la escuadra de Popham en Maldonado, fue recogido por la esclava negra de una casa de campo, y que aprendió dos cosas: que mi raza es sabia cocinera, y que “las hembras oscuras” —son sus dichos— también saben hacer feliz a cualquier hombre. “Tuve que irme de ese lugar, la Provincia Oriental ardió en revoluciones, se sacudió de encima al español, y yo, escapando de encima de la negra ardiente, marché a Montevideo”.

»“Allí cambié de costumbres, y de gustos, hospedándome en el hogar de un comerciante escocés, que me explotaba sin disimulo, casado con una criolla de extramuros que me llevaba a la cama, también sin disimulos, cuantas veces el marido abandonaba la ciudad”.

»“Vida dichosa, vida placentera, de no ser por los celos de una jovencita que, no tolerando compartirme con la esposa del escocés, se cansó de enseñarme la lengua española, me retiró su confianza —y su lengua, que me enloquecía— y me delató acusándome de ladrón. Tal vez lo fuese, aunque no como ella lo dio a entender; y me salvé de las cadenas en la Ciudadela porque me engancharon en la escuadra española, en guerra contra los republicanos del Plata. ¡Castigo perverso! Aquellos marineros nada sabían del oficio; pasaban el día en el puerto, bebiendo y jugando a las cartas. Y para mover los barcos con esos piojos portuarios, los oficiales inventaron un artificio extravagante. Pintaron en grandes cartones figuras de la baraja, los cosieron a las velas, y en lugar de ordenar: ‘¡arriba la cangreja!’, ‘¡icen el juanete!’, ‘¡mano al foque!’, gritaban: ‘¡Fuerza con el as de bastos!’, ‘¡cacen la cola del caballo de espada!’, ‘¡aferren el dos de copas!’. ¡Tiempos revolucionarios! Todo salía de quicios, y yo salí de ese atolladero gracias a una viuda cuarentona, con hijos crecidos que ansiaban pelear con los patriotas, y que me refugió largos meses en la pieza del fondo de su casa. Cumplió con todos los requisitos: me daba de comer, me daba ánimos, y viéndome joven y desamparado, me daba primero un pecho, después el otro, y mucho más, demostrándome qué absurdo es perder la cabeza por una quinceañera teniendo tanto para ganar con quien, viuda hacía cinco años, era tan fogosa y fingía ingenuidades con arte irresistible. ¿Para qué quieren que les diga más? Me fui a Buenos Aires, me alisté en el rol de Leech, me hirieron, me llevaron a Colonia; y como pedí a gritos por Inocencia, que así se llamaba la viuda, algún patriota, de quien nada supe y que ojalá el cielo siga amparando, trajo a la enamorada hasta mi jergón, donde me quemaba la fiebre y me retorcía el dolor. El buen patriota creyó que Inocencia era mi madre, o mi madrina, porque si bien conservaba ella el pelo negro, con pocas canas que nunca logró esconderme, tenía la piel ricamente perfumada (aún guardaba esencias de los tiempos de la invasión de los ingleses herejes) y blanca, más que blanca, de nácar, transparente, tersa, en aquellas zonas donde el sol no le daba, porque en contacto con la luz, su piel… ¡Dios mío!, ¿cuánto ron me quiere hacer tragar? No sigo, camaradas, aquí, en Thames Street no he encontrado ninguna piel parecida. ¡Por los druidas de mi Hibernia lejana! Aquí hay sólo chicas llenas de gracia (y por desgracia, de liendres) que nos ponen en riesgo de que el cirujano Hill, una vez a bordo, nos administre sus curaciones dolorosas. Pero nadie imagine que mantuve fidelidad a Inocencia. ¿Qué piensan? Con tantas revueltas, invasiones, guerras, la sangre que se calienta, incluso sin motivo, la sensación de morir en cualquier momento, llegó el día…”.

»Un alarido retumbó en la taberna, señor capitán, y enmudeció a Patrick Donagall».

Alzo una mano, para que Bob también enmudezca, siquiera por un momento. Salgo de la cámara, pregunto: «¿Todo en orden, teniente Kingsbury?». Oigo su respuesta, monótona, fría: «En orden, mi capitán». Retorno, y aunque sospecho quién atronó con el alarido, ordeno a Bob que prosiga.

»¡Pierdan toda esperanza de beber!

»Abiertas de un manotón, las puertas de la taberna cedieron el paso a una torre de ciento veinte quilos, melena alborotada y barba de ogro. Tras el alarido, resonó una carcajada con ecos de cubil de matarife, y con tanto empuje que rajó (sin exageraciones) el telón del humo cigarrero que nos envolvía.

»Una manaza con dedos como cabillas y uñas alquitranadas se adelantó señalando la mesa, mientras un trueno disparado a través de la barba nos aturdió: “Donde entro yo, no hay garganta que pueda mojarse, salvo la mía. ¿De qué hablaban? Mentiras, ¿no es así? Como todos los marineros del mundo. ¡Pues se acabó!”.

»Atrapó una silla con una sola mano, como si fuese una viruta, la arrimó a la mesa, trató de sentarse (una sola de sus nalgas bastaba para cubrir el asiento), lanzó otra carcajada, se presentó como artillero, recién enrolado en la Intrépida por trato directo con Joseph Kingsbury, el segundo. “Llámenme Simbad”, indicó.

»Dispuso una vuelta de ron a sus expensas; y viéndonos con las mandíbulas caídas, extrajo un papel pringoso y lo entregó a Jack Learthy, por descubrirle, tal vez, cara de lector, diciendo: “Mi hoja de servicios”.

»Leyó Learthy y alzando los ojos dijo desabridamente: Aquí sólo consta que usted es natural de Long Island, pescador de profesión y que no pasó de cinco millas mar adentro en las costas de Nueva Escocia.

»Otra carcajada del ogro barbudo estremeció el local. Haciendo una guiñada, hundió sus dedazos en un bolsillo interior de su chaqueta, sacó un pulcro papel plegado en cuatro, lo desplegó con cuidado y se puso a leer: “Sam Oakway, artillero de la goleta Chasseur, a mis órdenes. Combatió como bueno al igual que todo el personal de mi nave, en 1814, ante las costas de Inglaterra, para oprobio del Almirantazgo. En 1815 retornó a Baltimore”. Dejó de leer y agregó: “La firma es del capitán Thomas Boyle, un león marino que ningún hijo de este país puede olvidar”.

»“¡Orgullo de Baltimore!”, bramó mientras Learthy leía el nuevo papel. “Señor gaviero, ¿quién desconoce que así nombraron a la Chasseur? Orgullo por el barco, y por nosotros, no he engordado para ocultarlo. Sí, estoy orgulloso, y lo estaré hasta que reviente. Ese orgullo me trajo a Fells Point y me hizo divisar a la Intrépida y hablar nada menos que con su segundo comandante. Un hombre de bien, ¡vamos!, como todos ustedes. ¡Y qué goleta! Fue verla y decirme: Simbad, ahí navegarás, o el cielo se partirá en cuatro. Varias vueltas al mundo darás en ella, y viajarás hasta que los mares se sequen, como artillero, o marinero, o estibador, o lo que carajo sea, pero viajar es mi gusto. ¿Por qué creen que me dicen Simbad? ¿Mis tías inventaron el mote? No, camaradas, lo gané en las cubiertas, bajo los solazos del trópico, en medio de las brumas del Báltico, costeando Madagascar, viendo bailar a los caníbales de Nueva Guinea en noches con luna tan grande como mi cabeza”.

»Concluida la lectura, Learthy dobló el papel por sus pliegues, y conservándolo, se puso a escuchar a Simbad. No hubiera podido hacer más. Sueltas las velas de su memoria o de su invención (o de ambas a la vez) se enfrascó en la historia de sus viajes con palabras de tanta fuerza y tanto color, que erizaba la nuca la frialdad de las mojaduras; y él, sacando renta de nuestra atención, se ocupaba de que sólo hubiese una mojadura real: la de su garguero.

»En tres años, dijo, no le quedó mar por recorrer, ni muelle cuyas maderas no se hubiesen arqueado bajo su humanidad. Enfrentó peligros como para llenar veinte volúmenes, y siempre respondió a risotadas. Con tantas millas encima, el Mediterráneo le parecía batea; el Atlántico, lagunón insípido; y sólo el Pacífico le merecía consideración. Nos hizo sentir como patos de bañado ante una ballena colosal que hubiese paseado entre los polos y el ecuador desde que nació. Rápido para sondear auditorios, fijó sus relatos en los archipiélagos del Pacífico Sur, y se dedicó a hilvanar recuerdos de islas, ensenadas, caletas, formaciones coralinas de las que no teníamos idea. Ni Jack Learthy, con sus pacientes investigaciones, hubiese podido igualarlo. Nos contó con qué agallas rechazó el ataque de un pez martillo cuando se bañaba en una de las islas Salomón (Bouganville, era ésa, me parece) de un terrible puñetazo en el morro de la fiera. Asombró a Henry Dickinson, quien bebía sus frases como si fuese el ron más fino, relatando sus zambullidas ante las islas Marianas, “una fosa enorme, profundísima, quince mil varas, yo llegué a un cuarto, nada más, y todo era tiniebla, apenas aquí y allá luces fantasmales de peces malignos”. Dejó picado a Hoove al exponer, morosamente, cómo combatió con los piratas malayos, chinos, neozelandeses (“los peores de todos”) y cómo raptó, sin más ayuda que su kris y su valor, a una princesa de Java que había vivido esperando —con paciencia oriental— la dicha de ser robada por un membrudo y barbudo marino de Long Island.

»Pero las maravillas mayores estaban en los arrecifes de coral, sobre todo al oeste de las Fidji, donde echó el ancla en un mediodía de fuego. Allí descubrió el prodigio de los prodigios: la gruta de una sirena sabia, una mezcla de gitana de las costas ligures con las sibilas de los antiguos. Era casi una niña, pero muy bien formada, con piel de arena (por su color), pechos y garganta de alabastro, ojos de madrépora, dientes de perlas, labios de coral (una descripción de poetastro, pero en semejante lugar, ¿qué esperaban?). Era, además, atrevida, confianzuda, movediza, segura de sí misma como una neoyorquina, y tan coqueta y pagada de su hermosura que pasaba el día mirándose en el espejo de las aguas, arreglándose el pelo, lustrándose las escamas. Ningún navegante resistiría sus encantos. Salvo Simbad, es obvio. Halló enseguida el modo de dominarla: sentarse encima de su cola, y no despegar las nalgas por más que ella berrease. Así le arrancó el secreto que más ha codiciado un marino de la América del Norte con aspiraciones grandes después del crucero corsario de la Chasseur. Entre llantos, y tras limpiarse las narices, la sibila del islote coralino destiló su clarividencia: “Viajar es bueno; retornar con vida es bueno; hacerlo con la bolsa llena, también. Todo es bueno, mientras no llega lo malo”.

»“¡Estupenda recompensa, haber dado la vuelta al mundo para oír eso!”, clamó Simbad. “Yo habría dado vuelta a la sibila para aturdirla a palmadas, pero me atajó chillando: ‘Por el diablo, marinerazo, levante las mierdosas nalgas y váyase con el capitán Danels, o con el comandante Blackbourne. El primero es muy recomendable: ha depositado 200.000 dólares en un banco de Baltimore’.”

»Y desenfundando de su bolsillo inagotable el recorte de un diario local, que recogía la versión de un colega neoyorquino con fecha del 23 de setiembre de 1818, Simbad confirmó, letra más, punto menos, el oráculo de la sibila coqueta».

Bob ha callado otro dato: mi reciente depósito de una suma equivalente en el mismo banco. Prudencia de subalterno. O prejuicios. Lo congratulo por sus informes y, cuando traspone la puerta, le recuerdo, para que no se envanezca, qué trabajo tuvieron el teniente Kingsbury y el oficial Lewis Clayton, acompañados del temperante Clark y seis marineros sobrios, para acarrear, sudando como esclavos, a los parroquianos de El Ojo del Gato, hechos cubas, roncando ásperamente y durmiendo la mona sobre los hombros de sus acarreadores. Cómo hicieron para trasladar a Simbad es misterio denso o secreto juramentado. Clark, por lo pronto, no se ha atrevido a revelármelo.

Son las ocho y media de la mañana, no tengo prisa por presentarme en la toldilla. Kingsbury me subroga con fidelidad y sentido del deber. Puedo ocupar este intervalo con mis memorias, así como Simbad llenó con su vozarrón —y con sus quilos— la goleta. ¿Un peso adicional, capaz de provocar escoradas peligrosas? Por broma, o por recelo cierto, varios muchachos se hicieron esa pregunta. Pronto verían que la función de Simbad era buena para el equilibrio. No atendería a los cañones de las bandas, sino a su venerado Long Tom, colocado delante del palo mayor, cerca de la proa. Montado sobre un afuste metálico con un macho de roble rojo, la pieza giraría a voluntad, disparando a estribor y a los pocos minutos, hacia babor, o hacia los ángulos de amuras. Jack Learthy tranquilizaba a los veleros diciendo que no habría riesgos con los retrocesos ni las trepidaciones, porque la colocación de la nueva pieza respondía a cálculos estrictos de pesos y resistencias. Bob, en cambio, no temía al cañón sino a su servidor. «En cuanto este cachalote de barbas salga del eje de crujía», comentaba rascándose las motas, «nos hará dar una vuelta de campana».

Surgiendo según estila, como búho al acecho, el teniente Kingsbury se acercó al jamaicano. «Maestro cocinero», le dijo, «preocúpese porque el señor Simbad no nos deje las despensas vacías en menos de una semana». Rió Bob, al oír cómo mi segundo acentuaba «señor Simbad»; y reímos todos, viendo al impasible y circunspecto marino de humor excelente.

Con ese ánimo levamos anclas el 25 de setiembre de 1820. Me acodé en la borda, no lejos del Long Tom y de su artillero, y me puse a contemplar los muelles, los barcos fondeados, muchos de ellos abarloados, las irregularidades de una costa que exigía finezas del timonel y buen braceo de vergas, la silueta de Baltimore, tantas veces vista, y en la que acababa de vivir quince días que pasaron como un soplo. Mis sentimientos serían los de cualquiera cuando parte: pesar por no haber visitado una vez más los lugares queridos, y una melancolía ingobernable por abandonar una ciudad a la que, con seguridad, muchos no regresarían.

El vozarrón de Simbad transformó mi pesaroso adiós en una sucesión de epigramas vibrantes. «Hasta la vuelta, Fells Point, hasta pronto, muchachas de Thames Street, ténganme prontas una barrica de ron y una tina con agua tibia donde sus manos cariñosas me bañen».

«¡Una tina de ocho varas de diámetro y con doble fondo de hierro!», le gritó Dan Armstrong, el timonel. «Mejor que mires por dónde vamos, hijo de perra. Ni el capitán ni nadie quiere estrellar las narices de esta muchacha contra las rocas de Locus Point», contestó Simbad. Y empezó a cantar saludando a las aguas de Northwest Harbor y de Patapsco River, en las que él se había zambullido tantas veces, como un delfín. Cuando rebasamos la bahía de Curtís, recordó a Francis Scott Key y a su himno, preguntó irreverente: «¿Sigue ahí la bandera, la de las barras y las estrellas?» y sólo cambió su cantinela al alcanzar la goleta la bahía de Chesapeake y poner proa al sur. Entonces profirió despedidas estentóreas, «¡adiós, Sandy Point!, hasta más ver, Kent Island, allí, en Bloody Point, yo tuve una amiguita, era tuerta, lo pude ver, dicen que era renga, no lo pude ver, siempre en la cama, ¿qué importa una pierna más larga que la otra?, camaradas, en media hora veremos la playa de Chesapeake, las mejores arenas, las más puras aguas, las más liberales señoras, si el teniente Kingsbury nos deja, los llevaría a aquel paraíso, oh sí, muy hermoso, adiós paraíso, adiós Chesapeake, adiós Baltimore de mi vida, ciudad de dos caras, una aristocrática, seria como una tía, y con morisquetas la otra, como la más condenada de las cantineras».

A veces, con agilidad que nadie le hubiese concedido, trepaba sobre el Long Tom y desde allí alzaba los brazos, saludando el paso de goletas, bergantines y bricks con rumbo al puerto, tomando el pelo a las tripulaciones de los barcos que dejábamos atrás fácilmente, y preguntando dónde estaban los guardacostas de Baltimore que no detenían a la Intrépida, no investigaban qué pabellón verdadero llevaba ni la declaraban sospechosa de salir en corso contra una corona imperial a la que Monroe trataba con delicadezas de princesita.

No me molesté en imponerle silencio. Incluso atajé a Lewis Clayton, celoso de la disciplina, y a David Smith quien, como artillero jefe, se creía obligado a tapar la boca del gigantón. Había risas a bordo, algunos marineros coreaban las canciones; y eso no era malo al comenzar la singladura. La garganta de Simbad se cansaría y al fin se rendiría; y si demoraba en cerrar los labios, ya se encargarían de sellárselos la rutina, las campanadas señalando turnos, las aguas del Atlántico, que no consentirían burlas, y la tensión escrutando horizontes al cruzar las rutas comerciales portuguesas.

Otro acto de indisciplina. Han reñido Ben Gage y Patrick Donagall, y me enfurece. ¿El motivo? Discusión por asuntos religiosos, la peor forma de chocar un individuo con otro. Hubiera preferido el robo, los celos, la envidia, el mal humor. El informe de Lewis Clayton es escueto: Gage insultó al papado, Donagall a los puritanos; el primero arrojó su Biblia a la cabeza del irlandés; el segundo respondió con un puñetazo que partió el labio al maestro carpintero. Grilletes, y dos días de cala, para el muchacho, por agresión a un superior inmediato; reprimenda severísima a Ben Gage con obligación de redoblar tareas fregando con el lampazo la cubierta. Aprenderán que mi barco no es taberna, y la tripulación se llamará a sosiego, en especial el gigante Simbad, que acosa al cocinero, «Bob, ¿con qué porquerías me vendrás hoy?, Bob, esto es bazofia, mala hasta para los cerdos, Bob, ¿no encontrarás un día media galleta sin gusanos?». Antes encontraré, me parece, un lugar donde meterlo bajo arresto.

No lo hago, por fortuna. En esta inmensa soledad, tenemos desde hace una hora compañía. Un bergantín portugués, proveniente tal vez de las Azores, pugna por alcanzarnos desde nuestro través de babor. Si es por fuerza de velas, se quedará con las ganas. Pero la tentación es poderosa. El portugués pretende identificar mi pabellón, y se conformaría con ahuyentarme; y yo deseo apresarlo, pues voy viendo que es barco bueno, bergantín con ocho cañones, casco que valdrá mucho en cualquier venta, municiones y pólvora siempre bienvenidas, y, con suerte, cinco o seis marineros que podrían pasar a mi servicio. Ordeno a Learthy tomar manos de rizo en velacho y gavia, y esperar al bergantín. Cuando estemos a dos tiros de cañón, impondré el zafarrancho de combate.

Las baterías de ambas bandas no abrirán fuego. Tan sólo el Long Tom, manejado por Simbad, a quien asisten cuatro grumetes, tirará contra el velamen portugués. Kingsbury, Hoove y tres oficiales comandan a los fusileros, que se agolpan junto a las bordas, parapetados tras la amurada, el dedo en el gatillo. Detrás de ellos he repartido veinte marineros para la recarga. Con mar picado, poco efecto tendrá la artillería. Me acercaré a tiro de fusil y liquidaré el pleito con las armas portátiles.

Tripulado por gente marinera, de nombre João VI —como una provocación— el bergantín se muestra al principio escurridizo. Me obliga a viradas rápidas y a fijar la atención en el braceo de vergas y en el permanente cazar y filar escotas. No rompe aún el fuego, y no lo hará hasta tenerme en posición de blanco infalible; y como la Intrépida no le presenta sus bandas, mostrándole ya la popa, ya la proa, los cañones del João VI no hallan bulto apreciable contra el cual apuntar. La estrechez de la manga de mi goleta resulta, por ahora, la defensa mejor. Los únicos disparos parten del Long Tom; tres, para ser preciso. Simbad comprende que con tanta movilidad y tanto oleaje, su pieza, girando según el desplazamiento del enemigo, intimida, pero no daña.

Debo acercarme cuanto pueda, o cuanto me permitan los artilleros del João VI. Conservarme a distancia de tiro de fusil ya no sirve. A veces, mis fusileros tienen al bergantín bien visible, sobre la cresta de una enorme ola verdosa; pero no hay tiempo de apuntar —menos todavía de apretar los gatillos— porque en segundos la Intrépida, deslizándose por la concavidad de otra ola, queda con su horizonte cerrado, como un paseante perdido entre montañas, con la extraña sensación de ser el único barco en medio del océano.

Volvemos a divisar al bergantín y está tan cerca —un tiro de pistola, o menos— que observo, entre cabeceos y bandazos, parte de su cubierta, por donde corren de un punto al otro los oficiales, espada en mano, azuzando a los artilleros que nos tienen en sus miras, con las mechas encendidas.

Todavía no comienza el combate franco, y cuando esto ocurra, temo que mi barco lleve la parte peor. Me acerco a proa, donde Simbad gira su pieza, sin disponer de ángulo propicio, maldiciendo como un cazador al que se le vuela la presa. Todos fiamos en el corpulento artillero la suerte de estos primeros minutos. Un desgarrón en las gavias del bergantín, un reventón de sus obenques y estays, eso, nada más, y ya habríamos ganado los golpes iniciales. «¡Fuego a discreción, señor Oakway, fuego, por su vida!», le grito, con la esperanza de que esa arma potente infunda respeto al artero portugués. Atruena el Long Tom y responde, simultáneamente, el bergantín, rodándonos con una andanada de su batería de estribor. El humo nos ciega y el oleaje torna a escondernos en un valle profundo, privándonos de abrir fuego de fusilería. «¡Averías a popa!», me informa Kingsbury. Acudo allí y compruebo las consecuencias del impacto: la botavara del mesana golpeada, el mástil tambaleando, la amurada de la aleta de estribor con un boquete regular, convertidas en astillas letales sus maderas; y revolcándose sobre cubierta, con el cuello y la garganta flagelados por las astillas, un marinero manchado de sangre, con pegotes de la arena que los grumetes esparcieron para evitar resbalones.

«¡Es Dickinson!», aúlla alguien. Me acerco, reclamo la presencia del cirujano Hill. El infortunado Henry Dickinson jadea, ya sin voz, moviendo los ojos desorbitados y tratando de contener con sus manos la sangre de sus desgarraduras. En medio del humo y del olor de la pólvora, Hill, hincado sobre la arena sanguinolenta, conserva los nervios templados y atiende a Dickinson. Por los movimientos negativos de la cabeza del cirujano, advierto el desenlace; casi enseguida, Hill se incorpora, con sangre en las manos y en los antebrazos, sin decir palabra: Dickinson ha dejado de respirar. Como fogonazo pasa por mi memoria el relato de Patrick Donagall cuando lo hirieron en el barco de Leech, y se detiene en aquel animal que llaman carpincho, cazado a flechazos por los indios del Plata. «Así, como carpincho cosido por las flechas», decía Patrick, «quedamos cuando las astillas nos eligen de blanco. ¡Las muy putas!». Al mismo tiempo, oigo la voz de Ben Gage: «¡El mesana! ¡Su carlinga, otra vez! ¡Y con este mar!». Un vistazo me basta para saber que el mástil, bamboleándose como un borracho, reducirá la capacidad de maniobra a la mitad; y el João VI quedará dueño de la situación, si antes el viento no barre gran parte de nuestro aparejo.

Arrojo a Ben Gage un llavín. «Quite a Donagall los grilletes, y trabaje con él. No hay tiempo para esperar calmas». Atrapando el llavín, el maestro carpintero desaparece por una escotilla, mientras la Intrépida, que mantiene sobre las aguas el combate, siente abrirse un nuevo frente en sus entrañas.

«Vi llegar a Ben Gage con el rostro desencajado y una honda arruga de preocupación en la frente, seguido por cuatro marineros tan demudados como él. Allá abajo, señor capitán, los cañonazos percutían de modo lúgubre, haciendo retemblar baos y varengas. Renegué de mi imprudencia, claro que sí, me arrepentí, recé, y pasaron por mis sesos las ideas más negras, seguro de que en cubierta se me había olvidado, o de que, para mayor castigo, se me impedía pelear junto a mis camaradas. La irrupción de Ben Gage y los muchachos me indicó, sin necesidad de palabras, que algo muy grave ocurría. “¡A pocas varas, la carlinga del mesana, de nuevo, por los profetas!”, chilló Ben en mi oreja, mientras me quitaba los grilletes. Ésa fue la única vez que le oí; para entendernos entre tanto estruendo, debíamos pegar los labios a la oreja del compañero, y aun así, no había garantías. Con ademanes frenéticos, Ben me rogó que lo siguiera hasta la base del mesana, en torno a cuya mecha o espiga nos detuvimos, echando mano a las herramientas. A la débil luz de las linternas, que humeaban y quemaban mal el aceite, vi la carlinga, aflojándose y amenazando desprenderse de la sobrequilla; y si no poníamos remedio inmediato, el mástil quedaría sin su base, con riesgo de desarbolar.

»Los cuatro marineros, chapoteando entre aguas malolientes, procuraban atajar el desastre aguardando nuestra llegada. Ben Gage reforzó la carlinga con tacos ya cortados, mientras yo cepillé como pude el tramo de la sobrequilla que ofrecería mejor asentamiento para la espiga del mesana. Sólo Dios sabe de dónde sacamos fuerzas. La goleta pegaba constantes bandazos, privándonos de puntos de apoyo; y para comunicarnos, seguimos haciendo señas, porque al ruido del agua golpeando contra las tablazones del casco con rechinar de cuadernas, se unía el fragor del combate. Por unos momentos, imaginamos que los estampidos eran truenos, y la gritería, ulular de los vientos. Tormentas del mar o de los hombres: nos daba lo mismo. Venciese quien venciese, teníamos entre manos una guerra personal con las maderas, los costillares, los tendones y los músculos de la goleta. Era nuestro puesto, y descuidarlo hubiese merecido corte marcial. Más de una vez resbalé y caí, machucándome los codos y las rodillas; y lo mismo ocurría con nuestros ayudantes y con Ben Gage, quien abría la boca y movía los labios. Qué decía, sólo el diablo hubiese entendido. Pero conociendo al maestro carpintero, supongo que condenaría por su Biblia a aquellas maderas rebeldes, hijas de Satanás.

»Juzgue usted como quiera, pero allá abajo, en ese escondite incómodo y hediondo, llevábamos la carga más pesada del combate. Quien lucha contra otros hombres puede pedir cuartel; pero quien enfrenta averías como aquélla no obtiene cuartel ni misericordia. No nos batíamos contra cosas inertes, sino vivas y díscolas hasta un grado aterrador. Las maderas desconocen a sus amos; los zarandeos sorprenden y muelen, burlándose; y nuestros propios cuerpos se tornan enemigos, adoptando por fuerza posturas distorsionadas. Lo sabe usted: en ese sitio, la goleta forma ángulo agudo cuyo vértice queda a los pies y cuyos lados, curvándose, se abren gradualmente alejando los apoyos. Vi lágrimas en los ojos de los muchachos, que se habían puesto a las bombas para bajar el nivel y reducir la molestia de los charcos aceitosos y negros dándonos en los tobillos. También en mis ojos hubo lágrimas, nacidas de las contusiones, de la tribulación y de la rabia. Cuando teníamos sujeta la carlinga, un golpe de mar, o la trepidación provocada en cubierta por la artillería, sacudía la estructura de la goleta y removía una pulgada la carlinga, a derecha o a izquierda. Y otra vez a reanudar esfuerzos valiéndonos de macetas y cuñas. A nadie deseo un combate en esas condiciones. Deslomándonos para que la nave mantuviese su vitalidad sin desarbolar, nos creíamos en el interior de nuestro sarcófago, como quien repara su sepultura habiéndose metido en ella.

»Había un solo medio para maniatar la desesperación: concentrarse en el trabajo. Ben Gage dio ese ejemplo y gracias a su conducta logramos culminar con suerte el empeño. Desconocía yo si en cubierta nuestra gente peleaba con tanta nobleza como el maestro carpintero. Me hacía mucho bien verlo empujar, golpear, martillar con serenidad creciente. Su cara adoptaba la expresión de un padre cachaciento que pule en el taller juguetes de madera para sus hijos. Miraba fijamente la carlinga; luego, levantaba la cabeza y seguía con la vista el palo de mesana penetrando entre baos y mamparos; y calculando que el mástil, bien asentada la espiga, y sosteniéndose sin quebrantos en la fogonadura, se alzaba al aire con la firmeza de siempre, me inducía por señas a no volver a cubierta sin asegurarnos de que el trabajo había sido hecho a conciencia.

»Trepábamos por la escala, Ben Gage delante y yo en su seguimiento, tras encomendar a los marineros que vigilasen la carlinga hasta nuevo aviso, cuando advertí que el cañoneo había cesado. Percibí estampidos de fusil y un rumor de gargantas coléricas. Aceleró Ben Gage el ascenso, pero antes que yo pudiese prevenirlo, asomó su cabeza por el hueco de la escotilla. ¿Descuido? ¿Ansiedad de aire y luz? ¿Confianza en nuestra victoria? Ben tenía experiencia, me llevaba varios años, había intervenido en muchos combates; sin embargo, yo no habría salido a cubierta como él, sin buscar con qué ampararse. No oyó el estampido, no vio de dónde vino el disparo. Debió trepar la escala aturdido a fuerza de encierro, de semipenumbra, de cansancio. Sus manos se aflojaron, sus piernas se doblaron, y cayó sobre mí, arrastrándome hasta la base de la escala. Quedamos los dos enredados y tumbados en el agua que empezaba a teñirse de rojo. El balazo había penetrado por el ojo derecho de Ben, desfigurándolo y empapando de sangre la pechera de su camisa. También yo estaba cubierto de sangre, al pie de la escala, sin poder moverme, oprimido por el cuerpo de Ben Gage. Había muerto, nadie sobrevive con semejante impacto. Los marineros abandonaron las bombas, gatearon hasta nosotros, me quitaron de encima al infortunado maestro carpintero. Uno de los muchachos manoteó un bulto que flotaba cerca: era la Biblia de Ben, con manchas de sangre que el agua iba lavando. Desde la boca de la escala, sin echar una mirada escotilla abajo, el contramaestre Hoove vociferó reclamando nuestra presencia en cubierta, porque “ni siquiera las ratas”, gritaba con júbilo, debían perderse el más sabroso plato que empezaba a disfrutar la tripulación de la Intrépida: la rendición del João VI».

Cinco jornadas de navegación con mar en calma y viento próspero; ahora, esta marejada y estos cielos encapotados. «No son frecuentes en el Mediterráneo», comenta Clark observando el barómetro, cuyo indicador se mueve, inexorablemente, hacia el punto de mal tiempo. Los informes de Clark me dicen que pronto alcanzaremos la latitud de las costas valencianas. Pero no alimenta mis esperanzas de cruzarnos en breve con la goleta corsaria Argentino, al mando de Alfred Gattiery, y que opera en la zona desde hace diez días, según revelaron pescadores berberiscos tripulando taridas y jabeques. Kingsbury no da crédito a los musulmanes, y tal vez tenga fundamentos para desconfiar. Lewis Clayton los hubiera asustado con una salva de fusilería, con ostentaciones del versátil Long Tom, o con los alaridos de Simbad. Pero he aceptado esos reportes, dándolos por buenos hasta que los hechos —única autoridad irrefutable— los desmientan. Y he premiado la vocación de espionaje de los berberiscos con ropas y sobre todo con armas, que es lo que más quieren, y que nos han sobrado desde el apresamiento del João VI.

Mi mayor captura hasta hoy; el barco más sólido, si descuento al misterioso Espíritu Santo, del cual no tuve más noticias. Munición, pólvora, armas blancas y de fuego, todo en mi poder, más el bergantín conducido a Juan Griego por dos de mis oficiales de presa, con doce fusileros por custodia.

En contrapartida, el precio más alto que he debido pagar: cuatro hombres muertos —Ben Gage, Henry Dickinson, y Allan Park y John Macdonald, fusileros estos últimos, enrolados en la recalada en Baltimore; cinco veleros contusos, dos suboficiales rasguñados en la cabeza por las astillas, Simbad, con un brazo punzado por la misma causa. Y un estado de ánimo deplorable en tres de mis hombres: el citado Simbad, Peter Talsitt y Patrick Donagall. El artillero sigue irritable, enconado, sediento de irracional venganza, repitiendo, siempre que puede, las mismas palabras que vomitó cuando concluyó el combate. «Por qué no a mí, muerte injusta, muerte loca, vieja de mierda, por qué Ben Gage y Dickinson, no hacían mal a nadie, ya tenían bastante con su Biblia y sus pesadillas». Y golpeteando el Long Tom, caliente todavía por los disparos, salpicaba el hierro con la sangre de su brazo lastimado.

Peter Talsitt, sombrío desde entonces, taciturno, con cara de murmurar, únicamente, su penoso vaticinio cuando, al limpiar con estopa la sangre del Long Tom, observaba el funeral: «No serán los únicos».

Y Patrick Donagall, recibiendo con indiferencia su ascenso al puesto de Ben Gage, sin esconder sus pesares, sin sonreír. He encomendado a Bob y a Lewis Clayton que vigilen con discreción sus movimientos y que le impidan —por medios suaves o duros— proveerse clandestinamente de alcohol. Sería su ruina. Aún me parece verlo recostado a los obenques del mesana, pálido, la gorra bajo el brazo, observando la ceremonia con que sepultamos nuestros muertos, y la que permití al capitán del João VI para con los suyos, que fueron muchos. Apretando los labios, Patrick miraba cómo envolvimos a Ben Gage, a Dickinson, a Park y a Macdonald con banderas que Learthy y sus veleros prepararon deprisa, cortando largas franjas de tela azul, roja y blanca, y cosiéndolas; cómo atamos balas en los pies y en las cabezas; cómo cayeron al mar, uno tras otro, con tétricos chasquidos, al tiempo que resonaba una salva de fusilería. Qué ocurría en su alma, nadie podrá saberlo. Se preguntaría, tal vez, qué sueños hallaría Dickinson en las profundidades, al comenzar su infinito y verdadero sueño; o qué esperanzas habría para Ben Gage de escuchar las trompetas convocándolo al juicio definitivo que conciliase, sin pontífices ni sectas, el Antiguo y el Nuevo Testamento. Kingsbury me dijo que, en su opinión, Donagall quedó vivamente impresionado viendo cómo los pabellones artiguistas rendían el último tributo a sus camaradas del mar, y en qué forma ese mismo mar tragaba una enseña que ha visto ensangrentarse, hace años, en la Provincia Oriental. No refuté a Kingsbury. Es probable que tuviese razón.

Cuando recorríamos el estrecho de Gibraltar, sorprendí a Donagall desbastando con la azuela chica una madera, ajeno a todo. «¿Qué hace usted, maestro carpintero?», le pregunté de golpe. «Un recuerdo», me contestó. Miré por sobre sus hombros y vi que tallaba, morosamente, una cruz de roble. Lo dejé en paz y al otro día, surcando la Intrépida las aguas transparentes del Mediterráneo, lo interpelé en mi cámara. Persuadido de que el aludido recuerdo tendría que ver con sus años vividos en el Plata, intenté hacerlo hablar acerca de aquella tierra, de sus hombres, de sus conflictos, de sus jefes rebeldes. En particular, del general Artigas. Quedó mirándome, perplejo, arrugando la frente, como quien se esfuerza por recordar. «Nunca vi a Artigas», me contestó al rato, «todos lo tenían en la lengua, unos para alabarlo y seguirlo hasta el sacrificio; otros, para arrancarle el pellejo. Por mi parte, sirvo en este barco y con esta bandera, ¿qué puedo agregar?».

Nada más dijo sobre el punto; y como yo insistiera para que me retratase las tierras platenses, aunque fuese con la imprecisión de la distancia y los años, respondió con un largo párrafo: «Aquella tierra es la más hermosa. ¿Sabe por qué? Pues… porque no creo que vuelva a pisarla. Quiera usted volver a un lugar, y sospeche que no podrá, y verá qué hermosura se le clava en el corazón. Como las astillas en la garganta de Dickinson. Allá también había gente como Peter Talsitt, sabedores de la cara negra del futuro. Fue una mujer, se llamaba Inocencia, viví mucho tiempo con ella; y un día, al irme en el bote con que llegué hasta la Intrépida, me dijo: “No volverás”. Ojalá que usted, ni nadie, oigan jamás el tono de tristeza y desconsuelo que había en aquel no volverás».

No mintieron los berberiscos: la goleta Argentino recorre la zona. Acabo de avistarla, aprovechando el cese de los chubascos y la luz del sol que asoma entre nubarrones cenicientos. También Gattiery me avista; y su goleta y la mía, acortando distancias, se ponen en comunicación.

«Telégrafo, el capitán Gattiery al habla», me informa el suboficial de señales. «Léalo de una vez», lo intimo. Siguiendo con su catalejo el movimiento de las banderas, el suboficial descifra: «Comercio activo en latitud de Barcelona. Buen momento para operar conjuntamente. Gattiery aguarda respuesta».

«Capitán Blackbourne ha entendido», ordeno responder. «Inicie navegación a Barcelona. La Intrépida escoltará».

Varias presas caen en nuestras manos de ese modo. Batimos las costas catalanas, sin importarnos que los objetivos enarbolen pabellón portugués o español; a veces, atacamos uniendo nuestras fuerzas; otras, nos separamos y tendemos celadas. Transcurren dos o tres días, entre presa y presa, sin que sepa yo nada de Gattiery. Pero después navegamos sin que disten nuestras bordas más de un tiro de pistola. Soportamos calmas, atravesamos borrascas, nos refugiamos a menudo en caletas y ensenadas. Y cuando presumo que Gattiery ha colmado su capacidad apresadora, pues la mía está más que satisfecha, una mañana con amenazas de lluvia sugiero a Gattiery, por el telégrafo, retornar al Atlántico y aproar a Juan Griego. La voz algo alterada del suboficial, descifrando la respuesta de Gattiery, acelera mi pulso: «Nave portuguesa de guerra, auxiliada por embarcaciones menores, bloquea el estrecho. Pasaje improbable». El suboficial hace una pausa, traga saliva, completa el mensaje: «He sido informado por pescadores y caboteadores. Decida el capitán Blackbourne». Gattiery me pasa el fardo, y eso no me gusta. «Diga que necesito conferenciar. Abordaré Argentino».

Ya en esa nave, me recibe su capitán, desmelenado, barbudo, mal hablado, colérico y nervioso. Tiene munición y pólvora sólo para sostener una escaramuza. Le pregunto si ha identificado al barco de guerra portugués. «Un brick», me responde bufando. «Patrulla la boca del estrecho desde el día primero de este año. Su nombre, Espíritu Santo; su capitán, Basilio de Brito, un perro de caza, un lobo del carajo, bien armado y…». De un puñetazo sobre la mesa de la cámara, donde parlamentamos, interrumpo una retahíla que me subleva. «¡Apresar a ese individuo, no hay otra, y borrarlo del mapa! Ésta es mí respuesta, señor Gattiery, y ojalá valga como decisión: enviaré a su goleta munición y pólvora, navegaremos en conserva, hacia el estrecho, ¡y a forzar la salida!».

Gattiery enrojece de rabia y se muestra vacilante. «¿Navegar juntos, en estas circunstancias? Seremos demasiado visibles, hay polacras y guardacostas, mierdas españolas que vienen desde Barcelona». Rasca su melena borrascosa, mira las cartas de marear, extendidas sobre la mesa, manchadas de grasa y café, pone una mano velluda en un punto de la costa valenciana y me dice, algo confuso: «Tuve informes de que aquí, ¡con mil carronadas!, están al abrigo dos o tres presas con buena carga, un bergantín y un lucre, eso dicen… forzando enseguida el paso, tal vez perdamos más de lo que ganemos».

«¡Encuentre usted solución mejor!», le grito.

Tras asegurarse mis envíos de pertrechos de guerra, y con gestos de codicia contrariada, me mira en silencio, solapadamente; por fin, descargando sobre la mesa un puñetazo más sonoro que el mío, asiente, con otro bufido: «Correcto. Forzaremos juntos la salida».

«Tendrá usted lo que quiere», le respondo, «y más, si puedo. Pero dejaré de llamarme John Blackbourne si mi barco y el suyo no tiran al fondo del mar a ese portugués que me ha frito la sangre. Gracias por su hospitalidad; con su licencia, vuelvo a la Intrépida. Todo minuto que perdamos irá en nuestra contra. Tenga usted la más feliz de las suertes».

Me desea otro tanto Gattiery y al retirarme de su goleta, le oigo mascullar, rascándose la barba: «Fortuna, ¡por la puta vida!, sí, mil toneladas de fortuna para movernos en estas aguas; y más todavía, ¡por las carronadas!, para abrirnos paso».