CUADERNO 1

Primavera en la costa

Azotan chubascos desde la mañana, sale el sol en intervalos, refresca el viento. No había imaginado primavera tan desapacible ni pamperos que soplasen con tanta energía a mediados de octubre. Una razón más para no confiar en los manuales de navegación, o para rectificarlos hora tras hora. El teniente Kingsbury me ha sugerido tomar varias manos de rizo y evitar el ángulo crítico de las escoradas. ¡Precavido Kingsbury! No hallaré segundo mejor aunque rebusque por los siete mares. Cuida antes que nada el bienestar de la tripulación y sabe que las escoradas revolverán el estómago a más de cuatro. Pero no tomé manos de rizo; ni una sola. Y Kingsbury, siempre flemático, se contentó ante mi negativa. Por suerte no tuve que gastarme en explicaciones y me entendió sin que yo despegase los labios, salvo para gritar, desde la toldilla: «¡Con todo el trapo!». ¿Cómo dominar a ochenta individuos sin demostrarles que el capitán tiene los cojones bien puestos? Navegamos a quince nudos; y me gustaría que la corredera marcase más, aunque la goleta lleve su amurada de babor semisumergida. Sé que pronto asomará en la puerta de mi cámara el negro Bob, y que, con todo su aparatoso respeto, me dirá: «Señor capitán, hay seis marineros de descanso en el sollado, con mareos y vómitos, ¿no cree que debiera verlos el cirujano?». Y yo, fingiendo que he oído mal por culpa del viento, que silba ante la puerta entreabierta, responderé: «No traigo cirujano para curar flojos. Prepáreles uno de esos caldos con que resucita muertos».

Y me acercaré después a la puerta para ver a Robert Ficht trasladando su gordura por la cubierta inclinada y metiéndose por la escotilla en derechura al fogón. Buen hombre este jamaicano, de lo más noble y leal que llevo a bordo. Si es cierto que los dos pilares del poder en un barco son el capitán y el cocinero, comparto gustoso el privilegio con ese Bob que me acercó Lewis Clayton, dos jornadas antes de zarpar de Baltimore, en los muelles de Fells Point, subrayando que si el cocinero no me servía, renunciaría a su función de oficial de reclutamiento. Ni Clayton renunció, ni Bob me defraudó durante la travesía hasta Buenos Aires, ni en la estadía en ese puerto, ni después, cuando fondeamos en la costa de la Provincia Oriental, quince millas al oeste de Colonia.

Salgo de mi cámara, me acerco a la corredera, pregunto «Señor Clark, ¿cuántos nudos?»; y el piloto, sin ocultar su emoción, responde «¡Dieciséis!». Es más de lo que hubiese supuesto. Mis informes catalogaban al Plata como zona de navegación riesgosa: bancos traicioneros, canales veleidosos, con el agravante de una defectuosa señalización de las cartas, oleaje corto y despiadado que golpetea repetidamente, sin tregua, y arranca crujidos del casco y de las cuadernas con chasquidos de costillas rotas. Por fortuna, la goleta se comporta dócilmente al timón, y parece más ágil que nunca. Tendrá mala fama el pampero, pero nos hace volar sobre el oleaje; y los chubascos, que nos empapan de pies a cabeza, cierran los horizontes y nos protegen, encubriéndonos.

Clark, el piloto, me avisa que hemos rebasado Montevideo, y que a la madrugada rebasaremos la ensenada de Maldonado. Espero que los barcos de guerra portugueses no me salgan al cruce por avante ni me den trabajo antes de tiempo. Bastante preocupación me han causado las dos velas avistadas a popa por Kingsbury, hace dos horas, y cuyas presencias yo mismo comprobé, apareciendo unos instantes, iluminadas por el sol entre nubes y desapareciendo tras los chubascos repentinos y las reverberaciones de la luz sobre el oleaje. «Sin novedad», me indica Kingsbury, imperturbable, ojeando con el catalejo. Su tranquilidad me pone, curiosamente, intranquilo. Ordeno a Jack Learthy, jefe de gavieros, que no desmaye en el trabajo, que mantenga a sus hombres en permanente maniobra. La velocidad es, por ahora, nuestra arma de mayor eficacia. Porque si las velas avistadas responden al pabellón que sospecho, no habría contrariedad peor para mis planes. Y no sé si pudiera llevarlos adelante con los doce cañones de la goleta.

Vuelvo a mi cámara. Los bandazos han puesto todo en desorden. Rebusco mi libreta, mi tintero de bronce, y trabajo en mi diario, con varias páginas en blanco. Retraso explicable. Anoto: «El 15 de octubre de 1819 devolví la patente librada por el Directorio. El embajador en Buenos Aires, Thomas Halsey, me suministró, en su lugar, letras patentes firmadas por el general Artigas; y me comprometí a prestar servicios bajo su bandera. Remití mi parte a Halsey, quien a su vez lo trasladará a Artigas para que este jefe sepa qué barco y qué capitán se ha sumado a su lucha: goleta Intrépida, doscientas cincuenta toneladas, ochenta y un hombres, doce cañones. Comandante: John Blackbourne».

«El 17 de octubre debí zarpar de Buenos Aires, a punto de completar el rol, con leña insuficiente y con varias pipas sin agua potable. El motivo: fui declarado pirata por el gobierno de dicha ciudad. De haber demorado dos horas en zarpar, habría sufrido prisión, junto con mis oficiales. Desde uno de los barcos surtos en el puerto me dispararon con cañones de dieciocho libras. Ningún tiro hizo blanco, y logré salir sin otros contratiempos. Deben mis hombres, y debo yo, toda la suerte a la ductilidad de la goleta para utilizar la brisa y alcanzar la mitad del Plata en un tiempo que promovió gran contento en la tripulación y la furia entre las autoridades del puerto bonaerense. Crucé a la orilla opuesta, con riesgo de aproximarme a Colonia, donde habría alguna polacra o un par de pedreros portugueses. Una racha favorable me permitió esquivar la zona dominada por ese puerto; y costeando hacia el oeste, busqué un fondeadero donde pudiese completar mi provisión de leña y de agua fresca. La operación sería igualmente peligrosa; pero forzado por la necesidad, tomé la decisión, ordenando al jefe de artilleros, David Smith, que se cargasen las piezas, y al contramaestre Jonathan Hoove, de agallas probadas, que alistase a los fusileros; y dejando a mi segundo, Kingsbury, en vigilancia permanente dirigí la delicada expedición.

»Escogí seis hombres, buenos con el remo, los armé de fusiles, puse al mando a un cabo de cubierta, ordené arriar la lancha y completé su dotación con dos toneleros a cargo de cuatro pipas. Llevaban hachas, sierras, cuchillos y bandera de señales. La costa estaba desierta; la mañana era calma aunque nublada. La Intrépida había fondeado a un cuarto de milla, dando la proa a tierra, por venir de allí el viento. Observé durante varios minutos la ribera, todo a lo largo. Nada se movía; no se distinguía un alma, ni la silueta de animal alguno. Casi en línea con el bauprés, veía yo la desembocadura de un curso de agua mediano y las líneas amarillentas de la barra arenosa. Eran las bocas del Cufré. Lo sabía no por las cartas, con muchas carencias, por desgracia, sino a través de un tripulante enrolado en Buenos Aires como ayudante de carpintero, pues ése era su oficio declarado. Dijo llamarse Patrick Donagall, irlandés de nacimiento, con once años de residencia en la Provincia Oriental y conocimiento sobrado de la costa septentrional, especialmente de la que iba entre Colonia y Montevideo. Lo hice embarcar también en la lancha, di la señal de partida y, catalejo en mano, atendí la maniobra.

»Vi arribar la lancha, descender al cabo, a dos marineros, a Donagall y a los toneleros con sus pipas. Caminaron tierra adentro, junto al curso del Cufré, y se perdieron tras unos médanos. Pasaron diez, quince minutos; se cumplió la media hora sin nada digno de anotarse, como no sea el celo que ponían en su guardia los marineros que quedaron en custodia de la lancha. Habría transcurrido una hora cuando sentí disparos de fusil que provenían más allá de los médanos. Los guardias de la lancha prepararon sus armas y se escudaron con la embarcación. Yo alcé mi mano derecha, seña convenida con David Smith para que encendiese la mecha de uno de los cañones; oí que los hombres de la lancha abrían fuego y vi que reaparecían, moviéndose con gran trabajo, el cabo, sus dos escoltas y los toneleros, cargando pipas y haces de leña, sin tiempo para repeler el ataque de cuatro o cinco jinetes que hostigaban a mi gente. Por los uniformes y el tipo de cabalgaduras, quedaba claro que se trataba de una patrulla imperial; y me quedó claro, también, que no atropellaban contra la lancha, pues llevaban sus cabalgaduras de un lado a otro, como si hubiese surgido un elemento de diversión.

»Así era en efecto. El aludido Patrick Donagall corría en zig zag, se entreparaba, disparaba su fusil, y volvía a correr alejándose de la lancha, atrayendo a los agresores y permitiendo que todos mis hombres, alcanzada su embarcación, tuviesen posibilidades de fuga exitosa. Fue un acto de valentía y sacrificio que me impresionó. Donagall parecía dispuesto a canjear su libertad —y su salud— por el retorno de nuestros hombres, a salvo, y con la leña y el agua. David Smith soltó un cañonazo y yo un juramento, instando a Hoove para que en uno de los botes acudiese con ocho fusileros al rescate del irlandés. Jamás me hubiera perdonado dejarlo en aquella ribera hostil.

»No habían pegado los remeros de Hoove cinco golpes de remos, cuando ya la acción en la costa había cambiado. Fuese por el fuego empeñoso de los tripulantes de la lancha —que aún no se había movido—, fuese (y es lo que creo) por el cañonazo de Smith, que, acertando en una orilla del Cufré, levantó arena y agua a pocas yardas de dos de los jinetes, o por descubrir el bote de Hoove dirigiéndose a tierra con respetable refuerzo de fusileros, volvieron rienda los imperiales portugueses y librando el escenario se perdieron tierra adentro.

»Pudo Patrick Donagall juntarse con la lancha, y ésta abandonar con presteza la orilla. Pero los gritos de Hoove, quien persistía en su apoyo, alertaron al cabo y a varios hombres de la lancha para que diesen cara a tierra, porque la partida imperial, desmontando en la línea misma de la orilla, apuntaba sus carabinas.

»No tuvieron oportunidad de hacer daño. Dos nuevos cañonazos asestados por David Smith los convencieron de que el paseo de primavera por las costas no beneficiaría sus imperiales pellejos. Y así, ya sin enemigos a la vista, retornaron a la Intrépida el bote y la lancha, completamos la carga de leña, y sobre todo, la de agua, y asistió el cirujano Hill a quienes habían recibido heridas, un marinero con un hombro rasguñado por bala de carabina, y Patrick Donagall con un sablazo en el antebrazo izquierdo. Nada grave, en ninguno de los dos casos. Kingsbury concedió ración doble de grog a los hombres de la lancha; y yo, menciones honoríficas en el cuaderno de bitácora y un reconocimiento especial a Patrick Donagall, a quien invité con un trago de brandy en mi cámara. Apuró de un sorbo su jarro de estaño, y sin querer extenderse sobre el asunto, y sin que le importase la herida, prolijamente vendada por el cirujano, saludó con cortesía y regresó a su puesto. Había aprendido, sin duda, la primera lección que oyó de mis labios cuando acepté su solicitud de enrolamiento: “Las plazas no se piden, se ganan”. Era seguro que no habría de pedirme más nada mientras durase el crucero de la Intrépida».

Arrecian los bandazos. Persiste el pampero. Suspendo las anotaciones. Prefiero evocar la figura de Patrick Donagall al irrumpir con arrogancia en la goleta, fondeada aún en Buenos Aires. Es buena forma de entretener esta navegación, cuya marcha nos ha hecho rebasar Maldonado sin que ninguna molestia, salvo la pamperada y el oleaje, se haya interpuesto hasta ahora. El teniente Kingsbury avistó por dos veces, con intervalo de cinco horas, las velas que me causaron inquietud y que por lo visto no desisten en su empeño de alcanzar la Intrépida. Si no afloja el pampero, les será difícil. Y yo tendré por fortuna inapreciable que se mantengan a la misma distancia, pues me repugnaría ver de cerca los cañones con que las naves de Buenos Aires pretenden castigar a quien han galardonado con el título de pirata. Pero así suele ocurrir en estas empresas.

«Lecor nos llamó bandidos, y también los señores de Buenos Aires»: con estas palabras se había presentado ante mí Patrick Donagall. Lo traía Lewis Clayton, experto oficial, ducho en reclutamientos. «Llegó en un bote construido por él, desde Colonia. Remó toda la noche, se deslizó de madrugada por el fondeadero, se amadrinó a la goleta y gritó “¡ah, del barco!”. Tendimos una escala, lo dejamos subir, y aquí lo tiene, señor capitán. Dice que quiere servir, yo le he advertido que el capitán Blackbourne no gusta de bisoños. Pero insistió, ya lo ve usted. ¿Qué hago? ¿Lo tiro por la borda, o lo cruzamos hasta Colonia?».

Contuve la dureza de Clayton, y luego de una seña, me dejó frente a frente con el recién llegado. Semblante de polizón no tenía; de chiflado o de perseguido por la justicia, tampoco. Me fui con él hasta la puerta de la cámara, saqué una libreta y sentándome sobre una escotilla cerrada, con un cajón de municiones por pupitre, remojé la pluma en mi tintero de bronce, y empecé a interrogar al muchachón, alto y huesudo, manteniéndolo de pie.

«Nombre, ciudad, oficio», hablé.

«Patrick Donagall, veinticuatro años, carpintero».

«¿De ribera?».

«Y también a bordo».

«¿Por qué llegó hasta la goleta?».

«Quiero servir».

«¿Sabe usted cuál es la bandera de mi barco?».

«Norteamericana. Han llegado varios a Colonia y a Buenos Aires».

«¿Quién le informó de nuestro arribo?».

«Un muchacho que vino de Baltimore y a quien usted licenció. Dijo llamarse Anthony Fields».

Lo miré fijamente. Decía la verdad y conocía que en la Intrépida había una plaza vacante.

«¿Qué más le informó Fields?».

«Que salieron de Baltimore como barco de carga y pasaje, y que en alta mar sacaron armas, hicieron ejercicios de tiro, y adiestraron a la tripulación».

Dejé de escribir y levanté la vista. De nada valía andar con rodeos. Si había remado toda una noche no era por lograr puesto en un mercante ni para satisfacer sus deseos de viajar, propios de la juventud impetuosa, o incauta. Entre tantos hombres como había enrolado Clayton, a la fuerza o con maña, la presencia de un voluntario me halagaba. Resolví proseguir el interrogatorio con mayor exigencia, disimulando mi halago, y probando sus reacciones. Su acento, cerrado y áspero, no me engañaba. Sin embargo, le pregunté:

«¿Nacido en Inglaterra?».

«No, señor. En Skerries, cerca de Dublín. Soy tan irlandés como Campbell, de quien habrá oído hablar».

Su insolencia acicateó mi curiosidad. Había oído de Campbell, por cierto; el teniente Kingsbury, hombre informado, se había referido a aquel irlandés, individuo legendario, europeo juzgado por la revolución contra las monarquías de Europa en las regiones platenses.

«¿Desde cuándo vive en la Provincia Oriental?».

«Desde 1807».

«¿Con quiénes llegó tan joven al Plata?».

«Con la escuadra del comodoro Popham. Yo era aprendiz de carpintero en la fragata Encounter, de catorce cañones».

«¿Cómo se desvinculó?».

«Abandoné el servicio cuando la escuadra estaba fondeada en Maldonado, semanas después de la toma de esa ciudad».

Levanté otra vez la vista. Había calma en el puerto. Avanzaba la tarde, el cielo se cubría de un nublado parejo y espeso, presagiando cambios bruscos en el clima. Flotaba un olor en que se mezclaban los múltiples aromas portuarios y los de las frutas y los alimentos que mis hombres acarreaban en la Intrépida. Golpeando con la pluma la hoja de mi libreta, susurré la palabra bajo cuyo efecto había visto enmudecer y acobardarse a tantos: «Desertor».

Me miró con altanería y reprimiendo a duras penas sus ganas de alzar la voz, me contestó con un torrente de palabras, diciendo que cortar lazos con los ingleses no era, para él, deserción; que no había podido sufrir las tropelías de la gente de Backhouse en Maldonado ni el saqueo de tres días y tres noches contra un poblado indefenso, ni las hipocresías de una nación que se tenía por la más civilizada de la tierra. Mientras descargaba su odio contra los ingleses, yo lo escudriñaba procurando adivinar cómo había vivido desde entonces en una comarca azotada por tumultos, revoluciones, invasiones. O se había recluido en el interior, sobreviviendo por gracia de la caridad pública, o de su oficio, o había formado su carácter endureciéndose, como Campbell, en continuos combates. Pero Campbell era hombre hecho y derecho, si los datos de Kingsbury acertaban; y Patrick Donagall, apenas un jovencito durante esos años sangrientos.

«No estamos jugando», le dije con severidad, «la Intrépida no es barco de recreo, ni traslada señoritas. Me interesa, por sobre todo, un punto: ¿qué experiencia de mar ha hecho? Necesito hombres que sepan saborear el agua salada, y que hayan olfateado de cerca la pólvora».

«Serví en el bergantín Nancy, al mando de Richard Leech, en 1814; y el Nancy integraba la flota de Brown».

«Cualquier espía de Lecor puede decir lo mismo», lo interrumpí con aspereza.

Entonces abrió su camisa desnudó un brazo, un hombro y enseñándome las cicatrices, me habló de que, poco antes del combate del Buceo, el Nancy luchó contra el español Romarate en las inmediaciones de la isla Martín García, y que allí fue herido. «Ocurrió conmigo lo que con tantos marineros, las maderas reventadas por las balas saltan por todas partes, hechas astillas, son como dardos, se clavan en la carne, desgarran, cortan tendones y músculos, y si uno no se va en sangre, pasa meses llagado, entre dolores que no deseo a nadie. ¿Qué hombre de mar está libre de esa peste? Nadie lo ignora, y usted menos que nadie, señor capitán».

Mantuve silencio, observándolo con sosiego y procurando que en mis ojos asomase un destello de comprensión. Le escuché relatarme cómo lo trasladaron, medio muerto, a Colonia; que en aquella ciudad, los patriotas lo cuidaron; y que una familia, apiadándose, lo condujo semanas después a una casa de campo, en las afueras, donde demoró casi un año en sanar, pues le costó mucho recuperar los movimientos de su brazo. Pasó el año 15, y el 16 lo encontró aún convaleciente, sin poder enrolarse en la goleta corsaria República Oriental, al mando de Richard Leech, su antiguo capitán. Pero esta vez tenía una nueva oportunidad, y no quería por nada del mundo quedarse en tierra, donde no era tan bueno como en cubierta. «Póngame a prueba, señor capitán; y si no soy apto, lárgueme en cualquier puerto».

Le respondí que conocería su destino en el término de una hora, previa consulta con mi segundo, el teniente Kingsbury, y con Lewis Clayton, oficial de reclutamiento. Y encomendando a un marinero que lo custodiase pistola al cinto, hice restallar en sus oídos aquello de «las plazas, ganarlas, no pedirlas», cerré la libreta, recogí los enseres de escribir y volví a mi cámara.

Asoma muy de mañana, por la puerta entreabierta, un sol potente, que convida a vivir. Asoma también otro sol, regordete y pecoso: el rostro del piloto Clark para comunicarme longitud y latitud y rematar su informe con un entusiasmado «¡el Atlántico!». Noble muchacho. Como si no supiera yo en qué mar navegamos. Este balanceo acompasado, este silbido del viento en la jarcia, este aroma cargado de yodo, son oceánicos. Además, el simple cómputo de las jornadas bastaría: el estuario del Plata quedó atrás y no volveremos a él hasta dentro de muchos meses. ¿Volveremos, en realidad? Pregunta que Clark, sin duda, no se ha hecho. Su mundo se compone de cartas de marear, sextante, altura del sol, posición de las estrellas, informes que está obligado a rendirme de mañana y al atardecer, órdenes mías que debe transmitir al timonel, lecturas asiduas de los manuales: tiene, sin duda, bastante. Y me parece que alivia tanto peso comunicándome cuanto pasa por su cabeza, sin excluir lo obvio ni los más chicos detalles. «Un piloto de primera», me dijo el comodoro Bainbridge cuando me lo recomendó. «No ha surcado todavía el Atlántico Sur, pero es como si lo conociera desde que nació. Puede dar la vuelta al mundo con él, amigo Blackburne, y lo traerá a puerto como si hubiese hecho un paseo por la bahía de Chesapeake. Es disciplinado, jamás olvida qué lugar ocupa; y aunque no brilla por su imaginación ni demuestra ambiciones excesivas, puede usted estar seguro de dos cosas: detesta el alcohol y no pierde la cabeza en el peligro».

Hasta ahora, comprobé la primera virtud: Clark ha resistido toda tentación, es abstemio de ley. Para comprobar la segunda, faltarán, tal vez, una o dos jornadas. Cuando Bainbridge plantó cara a los ingleses, desde el año 12 al 15, tuvo oportunidades soberbias de pulsar los nervios del piloto. Y aunque Clark nunca me habló de aquellas acciones, ni de las fragatas de Bainbridge o de Isaac Hull, sé muy bien que la Intrépida lo deslumbró con sólo verla fondeada en Fells Point. Un colaborador de oro en esta empresa.

Bob, en persona, me trae el desayuno: té, galletas, queso, dulce. Me trae, al mismo tiempo, dos mensajes, «muy serios, capitán», me advierte abriendo desmesuradamente los ojos. Por algo no ha confiado en el ayuda de cámara. Sosteniendo con admirable equilibrio la bandeja, tras recorrer media cubierta entre cabeceos y bandazos, agacha su motosa cabeza al entrar, me acerca delicadamente el servicio y me comunica, creyendo candidamente que lo ignoro, que el señor Kingsbury, en guardia permanente la noche entera, avistó luces de posición de dos barcos a popa, como si nos siguieran las aguas; y que al amanecer, por haber bruma, horizonte con cerrazones, «y todos esos menjunjes», explica Bob estirando hacia delante sus labios carnosos, no ha divisado nada, y no puede saber de qué barcos se trata, ni si son los mismos que anduvieron tras nuestro husmo al salir del Plata.

Mordisqueando sin apetito una galleta, lo interrogo con la mirada. «Patrick Donagall, el irlandés», añade enronqueciendo la voz. «¿Indisciplina?», le pregunto. «Que se encargue el contramaestre Hoove, él sabe poner en vereda a la gente». Bob abre aún más los ojos y mueve las manos como para calmarme. «No señor, nada de eso. Buen chico, Patrick, sí, estoy en lo cierto. En Jamaica conocí irlandeses, son irritables, tercos, andan a puñetazos con todo el mundo, pero Patrick no es así. Ben Gage, el maestro carpintero, le ha cobrado aprecio, usted, señor, con mis respetos, lo sabe. El asunto es diferente. ¿Me permite hablar?».

«Para eso viniste, negro de los diablos», pienso. Y con un asentimiento de cabeza le doy ánimos. Concluidas sus cuatro horas de descanso, y al comenzar su turno, Patrick Donagall llegó al compartimento del fogón, donde Bob trabaja, y le pidió algún caldo, algún cocido brujo con efectos saludables. Pero no para él, sino para el marinero Henry Dickinson, su vecino de coy en el sollado de proa. Patrick está convencido de que Dickinson padece del estómago, y de que los sacudones del mal tiempo y de la mar gruesa han agravado esos tormentos, según los ruidos que emite el marinero mientras duerme. No proceden de su aparato digestivo sino de pesadillas brutales que le hacen hablar alto en pleno descanso y rematar todo con alaridos espeluznantes. Ha soñado con garañones que lo persiguen arrojándole, vaya a saberse cómo, pedruscos como balas de un cañón de doce; con leones que clavan los colmillos en sus brazos; con lagartos traicioneros que lo atacan a orillas de algún arroyo sanguinolento. Pero lo peor, para Patrick, sobreviene cuando Dickinson grita en su oreja que capitanes sin entrañas lo azotan, lo desembarcan en una isla desierta, y que la isla, disolviéndose como azúcar, se lo lleva al fondo de los mares.

Concedo a Bob que prepare lo que juzgue conveniente, alguna de esas mixturas cuya fórmula heredó de sus antepasados jamaicanos, y que la haga beber a Dickinson repitiéndole que el capitán de la Intrépida no se parece en nada a los patrones de sus pesadillas. Y mientras Bob se retira, ya tengo pronto mi remedio, por si falla el del cocinero: encargar a Hoove que amenace a Dickinson con azotes verdaderos y a Patrick con descansos en la cala, para que uno calle y el otro duerma. La experiencia me dice que ambas medicinas son infalibles.

Niños: eso son, y eso han sido siempre, muchos marineros. Un niño Bob, al relatarme el episodio con cara de rogar autorización; un niño Dickinson, en quien afloran los miedos que reprime con tanta firmeza mientras trabaja, según me consta; y un niño Patrick, hecho a marinar en singladuras breves, pero no endurecido todavía en cruceros prolongados, metido en una goleta de ciento veinte pies de eslora y veintisiete de manga, sin espacio para estornudar, codo con codo con ochenta hombres, entre marineros y fusileros, vigilado por una docena de oficiales, un maestro carpintero de sólida fibra, un ir y venir de siete u ocho grumetes y un rígido dispositivo de turnos y guardias hasta la desesperación. Pero he apostado por él y espero que rinda en consonancia. Ben Gage lo ha visto garlopa y formón en mano: «Es bueno sin vueltas», me ha dicho, persuadido de que las maderas de la Intrépida agradecerán, llegado el caso, haber reforzado el equipo de carpinteros con este muchachón. Y yo descuento que su testimonio sonará en los oídos de los capitanes portugueses cuando los capture. Haré hablar a Patrick, y entonces sabrán qué tipo de invasión lleva adelante ese tal Lecor en la Provincia Oriental.

Me he puesto en contacto con Jack Learthy, lo he relevado momentáneamente de su labor con el velamen, y le he ordenado: «Las barricas, señor gaviero». Me ha saludado como siempre, llevándose la mano a la sien, la palma oculta y el dorso vuelto hacia mí. ¡Escrupuloso Learthy! Por nada mostraría su palma, sucia de brea por manipular los cabos; y su ejemplo disciplinado es seguido por todos los marineros que maniobran con la jarcia de labor. No hallaré hombre mejor educado que este neoyorquino Learthy, ni en mi Intrépida, ni en otro barco que resuelva comandar. Es tan respetuoso como Clark, pero con más imaginación y menos pesadez, como si odiase abrir la boca para decir cosas obvias. Me ha cortado la respiración verlo trabajar con la jarcia, dar órdenes sin aturullar a los subalternos, simulando fe en la inteligencia natural de los hombres, o sintiéndola quizás de veras. Calcula los ángulos de vergas y lonas con precisión de geómetra y mide los vientos con alma de meteorólogo. Y no tiene rival en el trajín de arrojar al agua las barricas de acuerdo con las distancias que exijo.

No he concluido aún de vestirme, y ya oigo los chasquidos del agua, las voces de Learthy, las pisadas de los fusileros en cubierta, el ruido de las armas cargándose, la orden de «¡fuego!». Imagino las barricas flotando a diez yardas una de otra, con un vástago vertical, y al tope de cada vástago, un gallardete bermejo. Salgo a la toldilla, y mientras el viento arrastra fuera del barco las nubes de la fusilería, observo cinco o seis barricas deshechas, dispersas sus tablillas a merced del oleaje. Interpelo al teniente Kingsbury. «Sin velas a la vista», responde. Y ordeno que los hombres se mantengan durante un par de horas en ese ejercicio de tiro al blanco. Robustece la disciplina, templa los oídos, hace arder las narices con el olor a pólvora. Pasado el mediodía, los entretengo con simulacros de abordaje, prometo doble ración de grog a quien no tropiece con los cabos adujados, los conmino a cargar y descargar los cañones, a limpiar después los fusiles, a tener a mano las municiones tras quitarle todo rastro de herrumbre o salitre, a coordinar movimientos entre los fusileros y artilleros de babor con los de estribor. Grito, repiten mis gritos los oficiales y voy convirtiendo a los tripulantes en individuos capaces de soportar retrocesos de culatas, peso de las balas, bandazos de la goleta, dolor en brazos y lomos, irritación de los ojos por la humareda, cansancio, hambre, sed.

Promediada la tarde, dispongo toque de atención; y a una seña convenida, puestos de acuerdo el jefe artillero David Smith y el jefe de gavieros Learthy, suena un cañonazo sin bala y dos manos robustas izan en el pico de la cangreja el pabellón tricolor. Desde la toldilla informo que ésa será la maniobra al avistar cualquier barco de Portugal, contra el que estamos en guerra bajo bandera del general Artigas. Y al tiempo que desciende el pabellón, agrego que navegaremos, por elemental precaución, sin enseña, o con otra cualquiera, en caso de cruzarnos con naves neutrales. Espero de cada hombre máximo esfuerzo, alerta permanente y sujeción total a los mandos. Cruzaremos las rutas de los barcos portugueses y ninguno de sus capitanes ignora que pueden sufrir las bordadas intempestivas de los corsarios.