CUADERNO 4
El cazador renueva su equipaje
En la Navidad de 1819, bajo un calor del infierno, según murmura Basilio de Brito a espaldas del capellán, el brick Espíritu Santo entra en la bahía de Guanabara. Trae su capitán la cabeza confusa, el ánimo basculando entre la inquietud y el embeleso. Siempre ha sentido un arrobo indefinible al surcar esa bahía. Morros verdecidos, leve bruma celeste, sol clavado el día entero en un cielo límpido, aguas tersas, bruñidas como espejo, ¿dónde encontrarlos? Ninguna de las bahías conocidas superaba aquella hermosura; y las que restaban por conocer no igualarían ese abrigo donde sus antepasados portugueses tuvieron la maravillosa ocurrencia de fundar Río de Janeiro. Desea recorrer las orillas y pasearse de isla en isla dejando morir las horas sin acordarse de que debe desembarcar, rendir informes, dejar los papeles del brick en el despacho de la capitanía, hablar con el secretario del gobernador, hablar con el marqués tal, hablar con Su Excelencia cual, hablar, hablar.
Los chasquitos de las anclas quebrando la superficie pulida, aceitosa, del agua, y yéndose al fondo acompañadas del frotar de la maroma contra el escobén, barren los pensamientos de Basilio de Brito. Hay que atender todavía muchas tareas: dar de baja a un porcentaje considerable de la tripulación, pagar a esos hombres (o prometerles paga en una semana), acompañar a tierra a los pasajeros represados, gente de la lancha Itacuruçá, de las sumacas Pará y Bom Fim, del bergantín Bom Suceso, socorrer sus necesidades, buscarles hospedaje, sugerirles nuevos destinos, completar los informes, ahondar en los interrogatorios, ahuyentar de su cerebro, como quien espanta una mosca pegajosa, la imagen del capitán de la fragata inglesa Príamo. Fue este barco el que, tras recibir del Bom Suceso a los hombres apresados por el corsario, los trasbordó al Espíritu Santo. Un alcornoque el inglés, o un soberano hipócrita. ¡Si Basilio de Brito contase con una fragata como la Príamo! Treinta y cuatro cañones, dos puentes, ciento cincuenta hombres, ángeles del cielo, y el inglés sin consentir en nada, sin aventurar nada, ¿corsarios?, insurgentes sudamericanos en lucha que no concierne a su majestad británica. El inglés cumplía un deber humanitario, una norma de hombres de mar, velando por quienes sufrían las consecuencias de la guerra. ¡Con qué pegajosa y fingida estolidez se excusó el míster de soltar la lengua y decir que sí, que había avistado corsarios en el litoral del norte brasileño, que sabía sus nombres, que conocía a sus capitanes!
Hacía ver que no entendía el lenguaje de Basilio de Brito, y que él se manejaba mal con la lengua portuguesa. Y saludando con seca cortesía, ordenaba reanudar la navegación de su fragata. Pasada media hora, la Príamo era una figura pequeña y lejana, y el Espíritu Santo un hervidero de relatos caldeados por la fantasía, el temor o la congoja, de quejas, de lamentos, de voces indignadas que brotaban de cuarenta y cuatro bocas declarando al mismo tiempo y sin disimulo que también tenían sed y hambre. Los oficiales de presa corsarios habían racionado los alimentos con mano de hierro; una mano parecida tuvo el capitán inglés; y Basilio de Brito no pudo ser generoso, por más que hubiera querido: galleta agusanada y agua maloliente y de sabor nauseabundo cubriéndose de verdín en las pipas. Cien veces oyó De Brito un informe similar: el corsario cayendo sobre sus víctimas como halcón ante una paloma, izando un pabellón nunca visto, de tres franjas horizontales —azul, roja, blanca— y afirmándolo al tope con un cañonazo, enviando en un bote oficiales y fusileros que hablaban inglés como entre ladridos, con tono nasal, yanquis, qué duda cabía, armados hasta las orejas, ásperos, expeditivos, inmisericordes. Si los infortunados navegantes portugueses entendían, bueno; y si no, igual quedaban sin barco, sin carga, sin sus cofres, todo lo abrían, a hachazos, y todo lo incautaban aquellos bandidos, piratas, qué otra cosa decir, filibusteros renaciendo en tiempos civilizados, amparándose en leyes de guerra, argumentando que servían bajo la bandera del general Artigas, atacado en sus tierras por ejércitos lusitanos invasores, ¿qué tenían que ver los incautos patrones y marineros con una guerra de la cual no eran culpables?
Basilio de Brito procuraba calmar a los represados, encauzar las pesquisas, «vamos a ver, en orden, señores, toda palabra que ustedes digan puede ser preciosa para mí, pero una tras otra, respetando turnos, recordando días y si es posible latitudes y longitudes en que los sorprendieron los apresamientos». Divergían en fechas y posiciones, pero coincidían en un mismo corsario: la goleta Intrépida. Su capitán afirmaba llamarse John Blackbourne, esgrimía las letras patentes, «todo legal» repetían los represados tratando de imitar las vociferaciones, los gestos hoscos y los torvos semblantes que —según ellos— se complacían en revelar aquellos ladrones.
Basilio de Brito observa el perfil de los morros con el ceño fruncido, mientras el Espíritu Santo pone proa hacia la boca de la bahía. Escucha distraídamente a su segundo, quien insiste en que muy pocos capitanes hubiesen logrado tanto en una quincena. No hay adulación en las palabras de «seor Luis», como han empezado a decirle los marineros. Tampoco el afán estúpido de encubrir la realidad ante un hombre como su capitán. Sumaron dos cañones a los que ya tenía el brick, distribuyéndolos en cuatro por banda; añadieron otro pedrero al de proa, robusteciendo la capacidad de fuego en esa parte del barco; obtuvieron, de donantes que no quisieron dar sus nombres, velas nuevas, de lona fuerte; reforzaron y calafatearon en regla; se proveyeron de catalejos con lentes potentísimos, transferidos por un almirante inglés para fomentar en aguas sudamericanas la ciencia náutica. ¡Los ingleses! Alegan neutralidad, y bajo cuerda, tienden una mano, no muy abierta, es cierto, pero de algo servirá. Y se abastecieron de pólvora y de armas portátiles. «Declararme insatisfecho», ha escrito a su esposa antes de partir, «sería injusto para con los cielos, y para con la diligencia de mis oficiales. Pero ¿qué decir cuando me he visto empujado a remover tierra y cielo en busca de pertrechos, avíos de guerra, individuos que se parezcan —aunque fuese a una legua— al tipo de marino que ha glorificado por centurias los gallardetes de la flota real? Es media noche; estoy cansado, deshecho por el calor, que ni a estas horas afloja. No he recibido ahora misivas perentorias, ni frases compulsivas al estilo de “zarpar sin demora”. Me haré a la vela otra vez, muy pronto, comandando el Espíritu Santo, pero por decisión personal (previas consultas indispensables, anuencias, exhortos, consejos, etcétera). Respondo a dos razones terminantes. Una, el creciente clamor en puertos y en cubiertas, para que se actúe con celeridad, sin miramientos, contra quienes paralizan nuestro comercio y provocan daños tremendos entre la gente de mar. La otra: he comprometido mi honor ante Dios y el Rey en cortar el vuelo a una goleta de los anárquicos artiguistas, de nombre Intrépida. Sobre ella recae la culpabilidad de las muchas tropelías cometidas entre la isla de Santa Catarina y Cabo Frío. Besa a María da Gloria en mi nombre, y reza por mí, por mi barco, y por los corajudos que me acompañan en empresa tan gravosa. 8 de enero de 1820».
Sin embargo, De Brito no está demasiado convencido de que en su rol abunden corajudos. Retuvo a Manuel Pinto, a Juan Miranda, al ceremonioso Araújo, invalorable en sus consejos y en su arte para escuchar tras los mamparos, para meterse en el sollado y sorprender descontentos entre la marinería, para amedrentar y conservar la disciplina con sólo trazar una cruz en el aire. Y por supuesto, a Luis de Almeida. Ésa es toda su plana mayor, a la que puede añadirse Paulo Silva, cirujano graduado en Coimbra, de cuya lanceta deberán cuidarse todos, y cuya lengua habrá de cuidar el capitán, no por murmurador, sino porque tiene sensibilidad delicadísima para detectar los rincones de la cámara donde se esconden los licores. Pero la marinería no pasa de cincuenta individuos. Diez son portugueses, con breve estancia en Río de Janeiro, y a ellos ha encomendado las responsabilidades de la maniobra; los restantes fueron enganchados como de costumbre. Abriendo celdas, visitando fondas, arreando a chicotazos o cargando con muchachos mareados a fuerza de aguardiente. Hubo que convertirlos en tripulantes de un barco de guerra durante diez días de feroz instrucción. Negros, zambos, mulatos, caboclos: buenos en principio para muy pocas cosas, salvo como carne sobre la cual ensayar el rigor. Luis de Almeida no es tan escéptico, o es, tal vez, más indulgente. En la cámara, durante las noches, en presencia de Araújo, conversa con el capitán en voz baja, mientras crujen las maderas del brick, zarandeado por las olas del océano, en navegación con rumbo nornoroeste. Han hecho sólo una jamada, sin novedades. Luis de Almeida cree oportuno refutar, cortésmente, las aprensiones y las desconfianzas de Basilio de Brito, quien por respeto al pálido Araújo, beberá despaciosamente su café sin ofuscarse ni porfiar en sus pareceres.
La charla se ha centrado en un punto: los métodos de Manuel Pinto para obligar a un caboclo a treparse por el trinquete, alcanzar el mastelero y destrabar el quinal, enredado por el viento. El caboclo tuvo miedo, y Pinto, violencia en demasía: insultos, empujones, sopapos, comenta el capitán. «Pero no culpo a Pinto, cumplió con lo suyo. Me culpo a mí mismo, he reclutado pingajos». Luis de Almeida señala que ni buscando con candiles, entre rapaces de buena familia, criados con austeridad por el puño paterno, habrían alcanzado resultados irreprochables. Nada responde De Brito, metiendo su nariz en el jarro de café; nada dice Araújo, metiendo sus manos en las mangas de su negra y holgada casaca. Luis de Almeida, dueño de la palabra, prosigue su discurso, conteniendo el tono, eligiendo los vocablos, jugueteando con su jarro vacío. Opina que nunca, a esa altura del siglo, se obtendrán mejores hombres, ni en los puertos del Brasil, ni en los de Portugal, que siempre fue así, y que así será mientras haya necesidad de salir a los mares en misiones de riesgo, tras la estela de los bandoleros, sin otro aliciente que una paga exigua, de cobranza tardía, o algunos pelos de la piel de los jaguares que iban a cazar. Vale decir, cofres, ropas, tal vez medallones, dijes, amuletos, caravanas, que llevasen pegados a sus cueros los corsarios. Pero antes, había que atraparlos.
El barómetro marca mal tiempo; el calor derrite la brea de las junturas y atormenta a los hombres; el mar se tiende ondulado y pardusco; el horizonte reverbera con relámpagos cárdenos entre nubarrones oscuros; el viento sopla en rachas; la corredera indica siete nudos. En tres o cuatro horas, habrá tormenta. Pero el capitán De Brito navega con alegría rumbo al norte. ¿Pernambuco? ¿Natal? ¿Por qué no Bahía? Tal vez pueda recalar unas pocas jornadas, desembarcar, abrazar a Amelia y a María da Gloria. Ha costeado desde Cabo Frío, se ha puesto al pairo regularmente, cada setenta y dos horas, escrutando desde un punto fijo, ha reanudado la marcha, ha interceptado embarcaciones de cabotaje —lanchones, urcas, pinazas— y los patrones han respondido, con invariable acento, las mismas dos palabras: «Sin novedad».
Luis de Almeida y el capellán se vuelven locuaces y emiten hipótesis contradictorias, o complementarias: el corsario ha huido, ha sido apresado por la policía de mar que ejerce Inglaterra, ha vuelto a sus puertos de origen, ha derivado al Caribe y ha metido sus uñas en la trifulca entre bolivarianos y españoles, o se ha desplazado al sur, recorriendo la anchura del Plata, donde esperaría mejores presas. Basilio de Brito cierra la boca. Décadas de navegación le enseñaron a no calentar la cabeza con hipótesis. Ridículo conjeturar en los mares. Ridículo dar por bueno que el corsario haya cambiado de escenario. No vale emperrar el pensamiento en un rumbo o en otro. Ya dirán los días la verdad; entretanto, nada mejor que distraerse evocando a su mujer y a su hija y soñando con una dichosa escala bahiana. ¿Acaso hay daño? No lleva en sus papeles ninguna indicación en contrario; no hay en el litoral brasileño puerto cerrado para el Espíritu Santo. ¿La tormenta se opondrá? Durará muy poco; y bastará con capearla alejado de la costa para tener el camino franco hacia el fondeadero deseado. ¿Cuántas veces ha atravesado el mal tiempo de los trópicos? Un rato con vendavales y lluvias furiosas, como si los cielos se vinieran abajo, y agitación de las aguas, más asustadoras que peligrosas; y enseguida, nubes abriéndose y sol abrasador que seca en minutos las ropas, las lonas, los coys, empapados por el aguacero y los rociones.
Con vela de capa y a veinte millas de las rompientes, el «Espíritu Santo» corre bajo el temporal con hidalguía. La única inquietud del capitán es la costalada de algún marinero de guardia que no haya sabido todavía conservar el equilibrio en cubierta, y el alarido fatídico de Pinto o de Miranda, jefes de estribor y babor, imponiéndose sobre el bramar de los vientos para anunciar: «¡Hombre al agua!». Quien caiga, jamás retornará al brick, lo tragarán las olas, no habrá tiempo ni espacio para arriesgar la maniobra de rescate; y la moral de la tripulación se resquebrajaría, anulando el penoso trabajo aleccionador empeñado desde el día en que zarparon de Río de Janeiro.
Pone el oído en ese posible grito, asomándose por la puerta de la cámara, sin importarle que se moje su tricornio sujeto con barbijo. Asido al pasamanos, bordea la cámara, observa al timonel, firme bajo la lluvia, ojea rápidamente la vela de capa: todo anda bien, si es posible pensar así en una atmósfera que parece convulsionada por los demonios. Retorna a la cámara, se quita el tricornio, lo arroja a un rincón, sin molestarse por enjugarlo, y suspira aliviado, pues el grito temido no resonó, y tal vez no resuene mientras la tormenta se digne importunar. Con él están Luis de Almeida y el jesuíta Araújo, moviendo su labios en un rezo maquinal y mudo. Esperarán, no cabe otra cosa.
Sólo veinte minutos, menos de lo que había calculado. El barómetro indica otra vez tiempo bueno. Sale a cubierta, sacudiendo el tricornio, ansioso de los primeros rayos de sol. Cesa la lluvia, amaina el viento, se rasgan las nubes; pero el mar continúa revuelto, con oleaje verdinegro y crestas de turbias espumas.
Un grito resuena, pero sin destemplanzas ni anuncios temidos. Desde la cofa del mayor, el vigía, recién instalado, pregona la presencia de una vela. «Por la amura de babor», repite sin que la voz le tiemble, como si entonase una vieja canción.
Es vela pequeña. El catalejo la descubre hundiéndose y emergiendo tras el alzamiento y la caída de las olas. Vela única, aparejada a una entena, como de lanchón. ¿Pescadores arrastrados mar afuera por la tormenta? ¿Caboteadores procurando poner distancia entre su barca y las rompientes, y sorprendidos por el mal tiempo? ¿Pero qué patrón no sabe leer en los cielos y en las nubes? El Espíritu Santo ha arriado la vela de capa y ha soltado velacho y gavia, para caminar con más brío; y el timonel, acatando las órdenes del capitán, evita aproximarse de proa, para no pasar de través a una minúscula embarcación, de la cual sólo sigue siendo visible su vela castigada.
«¡Dos botes!», exclama el vigía. «¡En remolque!». El brick, presentando su banda de babor, tiende todo el velamen y queda al pairo. De Brito y su segundo, apuntando sus catalejos, ya pueden descubrir lo que las olas escondían: el bote que iza la vela remolca a otro de similar diseño y tamaño. No proceden de la costa, no son barcas pesqueras ni caboteadoras, sino botes de un mismo barco, arriados en maniobras de salvamento, «Preparen rescate de náufragos», indica De Brito. Hay cinco o seis hombres en cada bote. «Todos juntos hubieran cabido en uno solo», piensa. Rara manera de sobrellevar un naufragio, desperdiciando espacio, viajando con holgura, y con buen surtido de provisiones.
«Desgracia con suerte», murmura De Brito. Ninguno de los ocupantes de ambos botes tiene trazas de haber pasado las calamidades comunes de los náufragos. Están arropados, cubiertos con gorras las cabezas, y llevan lonas para protegerse de lluvias y soles. En cada bote hay cajas de víveres, pipas de agua, vergas de repuesto, bicheros, aparejos de pesca, y hasta una bocina, empuñada por quien parece capitanear al bote de la vela y a su remolque.
Antes que le llegue la voz amplificada por la bocina, Basilio de Brito tiene tiempo de leer, en las dos embarcaciones, el nombre que señala el vínculo con el barco naufragado: Paquete do Gavião.
Percibe, por fin, las palabras bocinadas. Son abundantes, y en portugués; pero el acento del litoral brasileño no se le escapa. El hombre que habla a través de la bocina no ha nacido en la vieja península, sino en Natal o en Pernambuco. Saluda al comandante del Espíritu Santo dando gracias a la Virgen, a los apóstoles y a los dioses —y diosas— del mar por haber colocado en su desamparado rumbo tan lindo barco, y con bandera de gloria. Dice que viaja con sus compañeros de trabajo, «gente humilde y laboriosa», pide autorización para amadrinarse, abordar el brick y obtener remolque para sus dos botes, «la única riqueza que me queda en este mundo», y se presenta como el capitán Geraldino.
«Curvé mis lomos en esta profesión, y nadie me dijo que fuese cosa mala. Pero mi barco, señor De Brito, lo vi nacer, como quien dice, y tuve que dejarlo ir por esos mares de la Virgen purísima. ¿Me entiende? Oiga, mi barco no tiene una cámara como ésta, ni tres palos, como el Espíritu Santo, ¡que Dios lo bendiga, qué bien se está en él!, sólo dos palos, un cubículo que he compartido con mi segundo y mi piloto, y una bodega como cualquier otra. ¿Cómo pensar que despertaría codicia? Desde que fue mío el Paquete do Gavião no despertó codicia de nadie, me hubiera gustado que le echara un vistazo. ¿No podrá? No ha de estar lejos aún, si hace sólo dos días. ¿Por qué no fuerza velas, señor capitán, y da rumbo al Caribe, pues para allá se va mi Paquete? Yo lo ayudaré, mis hombres son gente de mar y muy capaces, sin ofender a nadie, de bracear vergas como la dotación de cualquier barco de guerra, ¡justo a mí, ocurrirme tal desgracia! A mí, que sé tanto de guerras como usted, con mis respetos, de lo que pasa en el reino del Gran Turco. He sido patrón tolerante, nunca alcé el látigo contra mis marineros, ellos se lo pueden decir, siempre consagré mis días al trabajo. Y de golpe, me largan que soy perverso, que hago tareas indignas. ¿En qué se transforman ahora los mares? ¿En tribunas de jacobinos? ¿Adónde iremos a parar? Diez años en cubierta, recorriendo océanos, viajando de este a oeste, volviendo de oeste a este, sin una protesta, con estoicismo, ésa es la palabra, estoicismo, y tenacidad, para que me vengan a dar cátedra, a refregarme en las narices no sé qué derechos, o qué razones, y dejarme, junto con mis subordinados, en mitad del charco, sin mi embarcación, y con sólo dos botes, como un cachetazo, o una burla. ¿No hubiese sido más caballeresco que me fusilasen? Ya no puede uno ganarse el pan decentemente, ni mantener mujercita y rapaces, como todo el mundo, como usted, señor capitán, ¿alguien ha pensado que Geraldino y sus hombres habrían de vivir del aire, paseando de costa a costa, esperando que cayesen en cubierta peces voladores para asarlos mansamente? Repito que el Paquete do Gavião era mío, y mío cuanto había a bordo; y ahora soy dueño de dos botes, nada más. ¿Qué me importa que haya en ellos provisiones, agua y otros enseres? Habría durado una semana, diez días, y aún pude pescar, pero ¿quién se mete en el pellejo de un hombre arruinado, como soy ahora?
»Escuche bien, y lleve después un informe a las autoridades de Bahía o de Pernambuco. Lo hará, claro que lo hará, como portugués que ha nacido, y quien dice portugués, dice corazón justo y honrado. Yo venía de las costas de África, que conozco como las palmas de mis manos, desde Dakar a las bocas del río Congo. Diez años, sí, diez años tratando con mucha gente en esas riberas. ¿Haciendo qué? Pues comercio, como tantos, quehaceres en los que se gana y se pierde, alternativamente, pero con los que se sobrevive. Gané amigos, gané crédito, gané monedas, no lo voy a negar, gané favores o los compré, da lo mismo, en aquellas riberas africanas había señores con quienes era posible hacer convenios, señores cuyos nombres el mundo no conocerá, pero que cumplen la palabra empeñada, tienen poder, y tienen agallas para meter en cintura a los desocupados, a los haraganes, a los que andan con el afán de dañar al prójimo, y agallas para apresarlos, ¡lo merecen, sí, señor De Brito!, y enlazarlos y depositarlos en las costas diciéndoles “váyanse de estos reinos, que aquí están de más”. ¿Y dónde habrían de meterse esos desgraciados, como no fuese en barcos como el mío? Yo los recibía, adentro, adentro, pasen, en la bodega hay sitio, caben diez, veinte, cincuenta… En cien, yo paraba. No hay por qué abarrotar la bodega. Por otra parte, yo sólo dejaba entrar a los jóvenes, los fuertes, los sanos. Con más de veinticinco años, y menos de veinte dientes, ¿a quién serán útiles? Los dejaba entrar: no miento, señor capitán. Se venían solitos a mi barco, les gustaba, sin duda, ¡lo que puede el afán por viajar!, con amargura impedía yo el paso de los débiles, los flacos, los viejos, diciéndoles con buenos modales —siempre fui comedido y cortés— “atrás, atrás, todavía no es tiempo de que ustedes conozcan el Brasil, aquí en África encontrarán todavía algo por hacer”. Y cuando ya tenía a los elegidos en la bodega, sentaditos en largos bancos que hice construir con amor para ellos, y con alguna cadenita que otra, con ánimo de que no extrañasen sus dijes selváticos, levaba anclas y a viajar por el Atlántico, hacia mi querido Brasil. Pero no quiero ser injusto: África también era amada por mí, pues allí cosechaba obsequios de los reyezuelos exportadores, casi iguales a los que obtenía de los importadores brasileños. Así, durante diez años, más estoico con cada año que pasaba, ajeno a disputas de coronas, a flotas armadas hasta las cofas, a ingleses que simulaban escandalizarse, a franceses que sólo soñaban con la grandeza de Bonaparte, a españoles atragantados con la sublevación de sus colonias, a portugueses —con mil perdones— atragantados con las caballerías de Napoleón, y que hubieran requisado mi barco para huir en él hacia Brasil, sin asco del hedor de mi bodega.
»Pero todos me dejaban pasar, hasta que un día… siempre hay un día aciago, entienda usted, hablo de ese día como si hubiese quedado lejos en el tiempo, y fue apenas hace cuarenta y ocho horas, ¡Dios de los ejércitos!, es como si mi vida estuviese partida en dos, por un lado, un ayer que se me antoja distante, provechoso aunque rutinario, y un hoy de miseria, humillación y corajina. Mediarían entre Pernambuco y mi barco dos o tres días de navegación, ya creía culminar con fortuna una travesía de tantas, ya me imaginaba de vuelta en mi hogar, oyendo la risa de mi mujer y el bullicio encantador de mis chiquitos, cuando me salió al cruce, sin que supiese yo cómo ni por qué, esa goleta que ojalá trague Satanás. Se me cruzó a proa, me disparó un cañonazo, izó una bandera que nunca vi, ni vio hombre alguno de los míos, un trapo medio desflecado ¡si la habrá izado de veces ese hijo de puta!, con tres colores —rojo, blanco, azul— me forzó a detenerme, y se me vino la noche.
»La del alma, ¿me entiende?, la que difícilmente concede amaneceres. Mandó un bote la goleta, llegó el bote hasta mi barco, vi aparecer por el portalón un oficial, casaca roja con vivos azules y blancos, pistola al cinto y un sable cuyo brillo calentó mi corazón. No tendría el oficial más de veintidós años, un rapaz, ¿se da cuenta?
»Un impertinente, rugiendo en inglés, escoltado por cinco marineros con fusiles amartillados, ¡suerte malvada!, cada vez que me acuerdo, se me eriza la piel. Algo de inglés he aprendido en tantos años, y entendiendo que el oficial decía pertenecer a un buque con bandera de rebeldes sudamericanos en guerra con Portugal, y como mi nave siempre enarboló enseña lusitana, me llevó a empellones a su bote, me trasbordó al barco agresor y me hizo comparecer ante otros tres oficiales, con más armas que penas tengo ahora en mis entrañas. Pregunté quién era allí el capitán, y me contestaron, a grito pelado, “es mucho un capitán para un negrero de mierda”. ¿Mide usted tamaña grosería? Pensé que me colgarían de una verga, o que me harían pedazos sin más trámites con sus enormes sables, o cuchillas, o qué sé yo, ¿quién distingue esos detalles cuando el cuerpo se afloja y nos corre por pecho y espaldas el sudor del susto? Claro que sí, tuve miedo, mucho miedo, yo estaba a merced de esas fieras, y mi barco y mis muchachos también, y podían arrancarnos las venas en cualquier momento. No le extrañe, capitán De Brito, que haya visto a la ligera aquella goleta por dentro, había mucha gente armada en su cubierta, mucho cañón, mucho saco de pólvora, ¡mi Dios!, y lucían sus maderas como nuevas y quizás lo fueran, en qué astillero la construyeron, dónde la botaron, son cosas que le debo, discúlpeme, el capitán Geraldino estaba más muerto que vivo, lo interrogaron a fondo, preguntaron cuanto se les antojó, le comunicaron que el Paquete, con todos sus negritos dentro —un platal, le aseguro— eran presas del capitán artiguista, que sería marinado a Juan Griego, Guadalupe o la isla Amelia, y que allí los esclavos dejarían de serlo, y yo habría de dedicarme a pescar a la caña en algún peñón de la costa brasileña, adonde me permitirían llegar. Me devolvieron al Paquete do Gavião, custodiado por cinco fusileros, con un oficial al frente, “oficial de presas de la Intrépida”, eso dijo, de nombre Sam Erwood, es el único nombre de esos individuos que atiné a memorizar. El maldito yanqui pisó mi barco en compañía de un irlandés, ayudante de carpintero, porque yo lo solicité, dado que había filtraciones en la bodega, y un viaje no calculado al Caribe podría determinar que la mitad de la carga fuese arrojada al agua, con cadenas y todo, para evitar hundimientos. Eso les dije, comprenda usted si soy humanitario, o no. Así se hizo, pero el carpintero irlandés, tan perverso como sus demás compinches, empezó a martillar por aquí, por allá, golpeando mamparos, tanteando tablazones, hasta que metió su mano a través de un enjaretado y halló lo que nunca pensé que hallaría, y que remachó los clavos de mi infortunio: un lote abultado de fusiles y pistolas, nuevecitos, de fabricación francesa, comprados por Portugal, o por mí —a precios de risa— para trasladar con sigilos al Brasil, como corresponde, y hacerlos arribar, cabotaje va, cabotaje viene, a las tropas riograndenses que se preparan para auxiliar las posiciones lusitanas en el Plata. ¡En tales circunstancias, un hallazgo de ese lustre! No sólo el carpintero estuvo en un tris de quitarme la cabeza de los hombros, sino que el propio Sam Erwood me insultó en todos los colores y terminó vociferando que el plan trazado por su capitán —quien no se incomodó en interpelarme, ni en abandonar su cubil en la Intrépida— era el más equitativo de cuantos se pudiesen urdir. ¡Equitativo! Que el mar se abra ante sus proas, y los engulla, y no los vomite ni cuando suenen las trompetas del juicio. Se las dieron de generosos, de observadores sin mácula de las normas navales, de pechos magnánimos. Piratas, eso son, ¿verdad que sí, señor De Brito?, o peor todavía, hipócritas, pues más de una vez llegó a mis oídos que capitanes yanquis, con goletas parecidas a la Intrépida, me hacían la competencia cruzando el Atlántico y desembarcando en los puertos norteamericanos de ese litoral… pues, cargas al estilo de la que mi Paquete do Gavião conducía, quizás con más holgura y hacia climas más benignos.
»En conclusión, y para no abusar de su hospitalidad, le diré que Sam Erwood y la cáfila que lo secundaba nos obligó a cargar dos botes de mi barco con provisiones de boca, agua, avíos de pesca, lonas, vergas, cabos de remolque, una brújula; nos pusieron a culatazos en los botes —alguno de mis muchachos tiene moretones todavía—, arriaron los botes y gritándonos “ya conocen el rumbo al Brasil”, arrancó el Paquete do Gavião escoltado por la goleta, y allí quedamos, juguetes de las olas, valiéndonos de nuestra pericia y nuestras resistencias, morales y físicas. Poco nos hubieran asistido, porque la tormenta se interpuso; y si su brick no nos hallaba, difícilmente habríamos alcanzado la costa. Ahora permítame callar, señor capitán, y póngame en manos del reverendo Araújo. Si he pecado, él me absolverá. Y lo hará gustoso. ¿Cómo se entiende, si no, que Dios haya conservado mi existencia?».