CUADERNO 10
Otra vez el pabellón tricolor
(John Blackbourne, a bordo de la Intrépida).
Levanta bandera de señales, comunica que lleva enfermos, necesita cirujano. Distingo, con el catalejo, el centro rectangular color sangre, la guarda fina plomiza, y la externa, renegrida, que corre por su lanilla. ¿Estará en sus cabales? ¿Quiere convencerme de que no es una treta? Su señal, sin embargo, tiene fuerza: varios de mis hombres creen que dice verdad, Clark entre ellos, como si hubiese olvidado sus experiencias con Bainbridge. «Nadie juega con esas cosas», observa ahuecando la voz y pasando detrás de mí, en dirección a la mesa de derrota. Sí, nadie, salvo ese portugués imprevisible. Adivinando el momento en que yo izaría el pabellón tricolor, se me ha adelantado mostrándome la grave señal: «Necesito cirujano». Podrá acusarme de bribón si desoigo ese reclamo en alta mar; y si lanzo cañonazo de aviso y lo detengo, quedaré obligado a su socorro y a abortar cualquier intención de apresamiento.
Ingenioso, lo admito. Ha de tener preparadas otras trampas, hábiles o burdas, ha vivido pensando en estorbarme, en confundirme, en no dejarme completar de una vez su retrato. Esperé bloqueo en la boca del estrecho y ataque en esa zona: ¿no era lo mejor? El brick tenía cerca los puertos portugueses, los auxilios españoles, el concurso de los berberiscos. Pero permitió mi salida, con más felicidad que en navegación de paseo, y aproando al este-sudeste, amagó alcanzar el Brasil, previendo que también yo operaría en aquel litoral. Y ahora procura arrastrarme hacia una celada que sólo él conoce. O el diablo.
Discuto con Kingsbury, un Kingsbury ardoroso, que me sorprende. No ha perdido su temple impasible, ni su calma gélida. Pero ansia dar toda la vela, caer contra el Espíritu Santo antes que la lluvia arrecie, cañonearlo con la pólvora seca todavía, abordar, apresar. Me felicito de haber callado mi propósito en cuanto vi libre la boca del estrecho: cruzar al Caribe, hacer rumbo a Juan Griego, cosechar allá el producto de esta empresa. Kingsbury estimaba de buen augurio haber salido al Atlántico sin tropiezos; y para no defraudarlo, calculando que aún era tiempo de añadir nuevas presas, dije que tomaríamos rumbo este-sudeste, en dirección, primero, a las islas de Cabo Verde, para presentarnos después ante Natal o Pernambuco. Me daba lo mismo una derrota que otra; y preferí tener contento a mi segundo, quien considera que la fortuna, al poner el brick delante de nuestra proa, nos hace espléndido regalo. No se ha cansado de repetir que el Espíritu Santo será presa mejor que el João VI. «La más provechosa», insiste, avistando al brick durante largos minutos, sin perder ninguna señal. Satisfecho, confiado, con esas ganas que brotan en la vida del hombre que es segundo a bordo y desea marcar su huella —y merecer un día el ascenso— pliega por último el catalejo, con energía, ofreciéndose a trasbordar en persona junto con el cirujano Hill, tres oficiales de presa y veinte hombres encabezados por Hoove. «Y cada cual cumplirá su obligación: Hill, asistiendo enfermos; Hoove y sus fusileros, apoderándose del brick; y la Intrépida, a distancia de abordaje, listos los garfios, con cincuenta muchachos cuchilla en mano, el pie en la borda, esperando la orden de cargar. Es nuestro, capitán».
De cuanto dice, sólo estoy seguro de una cosa: ninguna presa, hasta ahora, como el Espíritu Santo. En armamento, en contante, en prestigio. Pero de ahí a poder acercarme impunemente media un trecho enorme: los cañones del brick, agazapados, disimulados, y manejados por hombres que no estarán, precisamente, enfermos, ni necesitarán asistencia.
Halagado por la combatividad y la ambición de mi segundo, ordeno a David Smith disparar cañonazo de aviso, mientras encargo a Jack Learthy izar el pabellón. Obedecen los servidores de una de las piezas de babor, encienden la mecha, manipulan la pólvora, y detrás los grumetes traen las balas para los próximos tiros, que no serán de aviso, cuando un trueno horrísono parece rasgar el cielo ennegrecido y repercute en la superficie del océano. Dispara el cañón, tras el grito de Smith, pero el estampido se pierde, anulado por los ecos del trueno, al que sigue una sucesión de relámpagos acompañados por nuevos truenos en cadena. Pican los primeros hilos de lluvia, maldice Smith, me pide enseguida disculpas, cuadrándose, aguardando órdenes. Con premura, el alma en un hilo, vocifero: «¡Todo a estribor, señor Armstrong!», porque he vislumbrado un chisporroteo que no ha nacido de las nubes tormentosas; y al estruendo de una andanada, siento estremecerse la goleta, mientras vuelan las astillas de una mesa de guarnición de estribor, caen y ruedan sobre cubierta algunos motones de violín, y oigo, a proa, gritos de dolor.
Si así tratan a mi barco los enfermos, no quiero pensar qué harían los sanos.
(Basilio de Brito, a bordo del Espíritu Santo).
He ganado de mano, la falsa señal dio su renta. El enemigo no tendrá argumentos en mi contra, ¿de qué cañonazo de aviso podemos hablar? Quedó tapado por el trueno; y el humo, tragado por la atmósfera entenebrecida, confundido con cualquier vapor o nubecilla o escapes del fogón del cocinero. Debió saber que de un modo u otro, yo no acataría nada; y que si perdía él preciosos instantes en vacilaciones, consultas, reflexiones acerca de si llevo enfermos, o no, arriesgaba a ser saludado por mi andanada, como acaba de ocurrir. Pudo más su sentido del honor, del que conserva un rescoldo. «Seor». Blackbourne, empiezo a saber quién es: un malandrín de las aguas, con un resto de caballero. Y ese resto lo atascó; ahora atenderá los destrozos a bordo, sin contestar mi fuego. Tras la andanada primera, no habrá segunda, ni de su barco, ni del mío. Llueve a torrentes, la pólvora se empapa, los artilleros se dan a los diablos, Luis de Almeida me ruega largar todo el trapo para arrimar el brick a la goleta; Pinto ha puesto a la marinería, con sables y dagas, en posición de abordaje. Concedo la venia a Luis y apruebo la previsión de Pinto, aunque contengo sus ímpetus. El abordaje demorará, la goleta sabe moverse y zafar, hay que apañárselas en escaramuzas y gobernar al brick no sólo en barloventeadas, sino en favor de la lluvia. Estas cortinas de agua caerán contra la goleta, ya de babor, ya de estribor. Y la gente agolpada en la banda por donde el aguacero, con buen ángulo, castigue, tendrá molestias grandes en su visión. Saca distancia la goleta sin presentarme nunca su través. Aparear su marcha, por el momento, es imposible. Quizás amague la fuga; o tal vez huya fingiendo batirse en retirada. Freire da Nóbrega, tras pedir mi venia, recuerda que los ingleses desprecian a los marinos norteamericanos, considerándolos de escaso vigor; y expresa que el patrón de la Intrépida ha de coincidir con la apreciación británica. «Vale más el barco que su comando», subraya, trémula su voz, «mejor sería que enarbolase la Jolly Roger, sin tapujos».
Respondo encogiéndome de hombros. La inminencia del enfrentamiento perturba a Da Nóbrega, no acierta a disimularlo. Se deja roer por la ansiedad, parece archivar cuanto averiguó de la guerra del 12, no se percata de sus contradicciones. Prefería yo verlo sin armas, sosteniendo su espíritu con la rumia de los versos de «Uruguai». Pero soy injusto con él, me parece, como él es inexacto frente al corsario. Si ese tal Blackbourne resulta el hombre que supongo, se mostrará sensato. Hay mar de sobra para él y para mí; llagarnos el cuero en continuas viradas, imponiendo trabajos y más trabajos a los veleros, lidiando con los aparejos bajo los chaparrones, a nadie beneficiará; y si hay por fin abordaje, mis hombres, o los del corsario, no afirmarán sus pies en las cubiertas. La arena en prevención de la sangre se ha convertido en una pasta pegoteosa, empujada contra las bordas, acumulada en torno a las escotillas, barrida por la lluvia que pule las tablazones como si las hubiesen enjabonado. Lluvia hermosa, lluvia bienhechora, sírvase Dios mantenerla, mientras el brick insinúa atropelladas y la goleta esquiva los encuentros. Navego con salud, no cargo con ningún daño. Pero la Intrépida, según la forma en que se aleja, estará lamiendo sus heridas.
José Miranda, por mi indicación, baja al sollado con doce marineros. Librados de la lluvia, limpiarán y cargarán los fusiles, y permanecerán con las armas prontas. Y cuando suene el silbato del contramaestre, saldrán y tendrán tiempo de hacer una descarga. Una sola, cerrada y de cerca, bastará para dejar fuera de combate a varios individuos de la goleta. Conozco esos barcos, soberbios en maniobra, peligrosos si envían su marinería al abordaje; pero son tan rasas su obras muertas, fían de tal modo la suerte guerrera a su accionar sobre cubierta, que los aguaceros impiden manipular bocas de fuego y han de conformarse con asaltos al arma blanca. Antes que esa ocasión llegue, ya habré enviado a muchos malandros ante el tribunal divino.
(John Blackbourne).
No son tantos los daños, como temí al principio. Kingsbury me informó que el cirujano Hill trasladó a dos artilleros al sollado, donde procura atajarles la sangre. Lo de siempre: astillas que vuelan, como flechas enloquecidas. Pero sin gravedad; rasguños, pinchazos, laceraciones en la piel. No hay órganos vitales heridos. Sanarán.
Los informes del carpintero galés tampoco inquietan: motones caídos, una mesa de guarnición de babor rajada, un casco de metralla que dio contra la botavara del mesana, pero sin quebrarla. Resistirá. Le pregunto por el mesana, por su resistencia en la carlinga. «Está fuerte, como de piedra», me contesta. Y Jack Learthy, empapado de cabeza a pies, las palmas llagadas por la fuerza hecha con drizas y escotas, me dice que la capacidad de maniobra no se ha resentido. «El mesana, señor capitán, ni media pulgada se movió. Está tan vivo en su fogonadura como usted, o como yo. Créame, las almas de Ben y de Patrick trabajan allí todavía».
Los relámpagos ponen un tinte espectral en la silueta del jefe de gavieros, que vuelve al laboreo de cabos y vergas dando ejemplo a los subalternos. Me desplazo de un lado al otro de la cubierta con dificultades, pues el aguacero ha convertido las maderas en superficies resbaladizas. Estuve feliz al impedir que los grumetes esparciesen arena. Sólo habría conseguido embrollar las idas y venidas de mis hombres. No ha llegado el momento del combate franco, y el enemigo lo comprenderá tanto como yo. Hay que aguantar el aguacero, habituarse al retumbo de los truenos, conservar la visión clara, pese a las descargas de los relámpagos. Cañones y fusiles, por fuerza, seguirán silenciosos; y el quehacer más grande será para los vigías. Detrás de las cortinas de lluvia ha de ocultarse el brick; entonces podrá venir contra nosotros como si fuese escollo. Un choque que perforase los cascos por debajo de las líneas de flotación provocaría esos desastres que ni la artillería más poderosa ha generado nunca. ¿Naufragar por esa causa? Nada me repugnaría más.
Todos oficiamos de vigías, no sólo con los ojos, sino con el oído, en prevención de ese rumor inconfundible que se difunde con la proximidad de un barco; y aun con el olfato, pues el brick ha de tener olores propios. A veces, ni siquiera eso. La lluvia se descuelga en golpes cada vez más intensos; y hasta el bauprés se borra, y el horizonte parece meterse dentro de la goleta. Las nieblas son terribles, pero al menos se consigue tantear el espacio con bicheros y pértigas, desde la borda. Con este diluvio, en cambio, que obliga a entrecerrar los ojos, no valen tanteos, y la navegación ha de confiarse al instinto y a la suerte.
Como el viento afloja paulatinamente, las cortinas de lluvia caen en una vertical casi perfecta, empapando hombres, armas, enseres, alimentos, y aun los coys de la marinería, que están en el sollado. Lucen, bajo los relámpagos, los cañones, lavados por el chaparrón, brillantes e inútiles; da lástima mirarnos unos a otros con las ropas pesadas, los rostros pálidos, la piel de las manos arrugada por tanta agua; desmayan pesadamente las velas, no sólo por falta de viento, sino por la lluvia que las ensopa; y escurren brea licuada los cabos de labor, tanto como los de la jarcia fija, ennegreciendo la cubierta y manchando las gorras de lana que llevamos puestas. Kingsbury, Clayton, Hoove y Clark comparten conmigo el enojoso avistamiento, creyendo a veces vislumbrar la silueta del brick, o distinguir las voces portuguesas a diez o doce varas, convenciéndonos después que se trata de engaños, de fantasmagorías inventadas por el aguacero, los relámpagos, los truenos. He dispuesto que no se hable, salvo para dar aviso del enemigo, y que cada cual trague sus especulaciones. He prohibido cualquier trabajo de reparación, sobre cubierta o debajo de ella; y únicamente tolero que Simbad continúe con una tarea que comenzó desde que se largó la lluvia.
Junto al Long Tom, como un enamorado que protege a su dama, o como gallina que abre las alas cobijando a sus pollos, Simbad se empeña en cubrir la pieza con una lona embreada, y en apilar, muy cerca del cañón, municiones y sacos de pólvora, evitando, hasta ahora, que se mojen. Pocas balas, poca pólvora, la lona embreada no consiente protección amplia. Pero es admirable el cuidado del artillero para mantener en seco los alimentos del cañón, y el cañón mismo. Trajina en silencio, o con levísimos roces, cerrada su boca —fuente de los ruidos más temibles— concentrado, sin darse tregua. De su eficacia dependerá el destino de la Intrépida.
(Basilio de Brito).
Los catalejos no sirven, la lluvia se agolpa en los lentes, apenas se ven pequeños ríos cabrilleando con los relámpagos. Y hasta los ojos han de cerrarse, punzados por los permanentes hilos que escurren como en cataratas. Mantengo un solo vigía, más por rutina que con esperanzas. Lo he provisto de mi mejor capote, indicándole que lo utilice como tienda personal. Tendrá un margen de visión acotado, mezquino, pues por los bordes de ese minúsculo techo improvisado chorreará el agua en cortinas. Pero algo logrará. Si grita, será porque el enemigo se halla a menos de quince varas. Entonces, sin tiempo para disponer abordajes, habrá colisión. Y con el peso superior del brick y su maderamen grueso y reforzado, destrozaré a la goleta como si fuese una cáscara.
La lluvia cede. Escasamente, pero cede. Y los truenos y los relámpagos, redoblándose, anuncian que las nubes volcarán sobre esta zona más agua todavía. Cuestión de segundos, un adelgazamiento, una especie de desgarrón en esa tela líquida y estruendosa que tamborilea en cubierta. Me basta. Estoy descubriendo una mancha blanquecina, casi a tiro de cañón. «El velamen de la Intrépida», confirma Freire da Nóbrega, «¡por los clavos de Cristo! Creí que había aprovechado para alejarse y perderse de vista. ¡Error mayúsculo!».
No le falta razón. El insurgente debió arriar el trapo, su goleta se denuncia ante mí, a simple vista; pero para él, mi brick es invisible. Ya sé dónde está, qué distancia nos separa, cuál es su rumbo; y aunque vire dentro de medio minuto, podré seguir siempre sus desplazamientos.
Hago pasar la voz, con sigilo absoluto, con ademanes, hasta la timonera, para que el brick maniobre de acuerdo con lo que estoy viendo. Luis de Almeida ya ha distribuido al grueso de los hombres contra las bandas, empuñando el arma blanca. Y Miranda aguarda el silbato para emerger con sus fusileros por la escotilla. Este momento hubiera sido bueno, pero qué diablos, aún no hay distancia segura para el fusil. El capellán Araújo, que escolta mis pasos, reza y se santigua ante cada estampido de los truenos. Veo de cuando en cuando, a la luz infernal de los relámpagos, el rostro espantado del jesuita, temiendo que un rayo estalle sobre los masteleros y descalabre al brick. Llego a susurrarle, aunque no me oiga, que mueva a Dios de nuestra parte, que una centella raje en cuatro a la maldita goleta, o que la lluvia se desenoje y me conceda mayor visión para maniobrar como quiero, y para que los fusileros de Miranda puedan salir con la pólvora seca.
El cielo lo habrá oído, siquiera en la última parte de la plegaria, porque la lluvia, de golpe, como obedeciendo al capitán de las nubes, se hace llovizna tenue, se descorre el telón, se dilata el espacio, se vuelve visible una gran parte del océano grisáceo, grita el vigía «¡goleta, por la amura de estribor!». «¡Goleta!», corean mis hombres en cubierta. Chilla, desaforado, el silbato del contramaestre, se abre la tapa de la escotilla, saltan los fusileros con Miranda al frente; y al tiempo que nuevos truenos, amedrentadores esta vez, repercuten en lo alto multiplicados en fortísimos ecos, un fogonazo pone una luz amarillenta en la proa de la goleta, oigo un estampido provocado por arma de grueso calibre, seguido de un chasquido de maderas rotas en mi barco, y gritos de terror y sufrimiento entre la marinería y los fusileros. «¡El trinquete!», exclama con pavor Freire da Nóbrega. Miro hacia proa y veo, con el corazón estrujado, al primer mástil viniéndose abajo, talado como un pino en medio de la selva por los hachazos de monteadores sañudos, y arrastrando en su derrumbe hacia el combés un enredo tremendo de cabos, de amantillos, de estays. Tiemblan los obenques del trinquete, sin apoyo, y se desploman en cubierta atrapando entre sus flechastes a varios marineros y envolviéndolos como red de cazador a los cachorros del jaguar.
No es posible aún el fuego de los fusileros. Miranda se desquita bramando y maldiciendo; y yo, gritando a los veleros para que icen de apuro la gavia del mayor y la cangreja del mesana, y al timonel para que gobierne en deriva, alejándose de la goleta. Pero ésta, al amparo de todo su velamen, ha virado, cortándome el rumbo; y otra vez chispea en su proa un fogonazo, atruena un segundo disparo dirigido contra la popa del brick y hace impacto muy cerca de donde estoy. «¡Metralla!», aúlla Freire da Nóbrega, cayendo sobre cubierta y apretando su muslo derecho con ambas manos. Brota sangre bajo sus palmas y enrojecen sus dedos crispados, mientras reclamo la presencia del capellán.
«¡El timón!», informa Luis de Almeida. «No gobierna», exclama el timonel, despavorido. Insto a los carpinteros reparación urgente, encargo a Pinto que restablezca el orden en cubierta, pongo a Freire da Nóbrega bajo asistencia del jesuíta Araújo, y aprovechando que la lluvia ha cesado, mando a los artilleros que apresten otra andanada. Despliego el catalejo, escruto la goleta, veo su cañón giratorio, ha asestado golpes muy duros, no sé con qué artes, y procuro descubrir al capitán. Lo he juzgado mal, he subestimado su capacidad o no he comprendido que la suerte viaja con él. Será tal vez aquel hombre alto, sobre la toldilla, que golpetea una prenda —¿su gorra de lana, empapada?— contra la balaustrada, que corre ahora por cubierta, dando órdenes a los veleros, haciéndolos bracear las vergas hasta obtener ángulos que le permitan acercar la goleta a mi barco sin gobierno. Ése ha de ser, un perfil de hombre joven que trabaja a la par de cualquier marinero, que aparta los artilleros de sus piezas para que empuñen los garfios de abordaje, que induce a la marinería para que, cuchilla en mano, cimbren sus aceros de modo amenazante. Ése es, qué duda cabe, volviendo a su puesto en la toldilla. Un poco más de luz en este día encapotado, y adivinaría las líneas de su rostro, el carácter que componen esas líneas, el orgullo, la vanidad, la rapacidad, la felicidad que me halagarían si estuviese en su lugar, sin importarle —como tampoco a mí me hubiese importado— que ese pabellón sostenido a despecho de la lluvia pertenezca a una fuerza vencida a miles de millas, hace meses. Lo mismo sentiría yo si hubiese desarbolado y dejado sin timón al enemigo. Dos cañonazos bastaron, disparados con puntería implacable. Los cielos así lo disponen; y la lluvia, que arrecia o escampa cuando quiere, riéndose de lo que los hombres proponen.
(John Blackbourne).
Simbad jadea, encorvándose penosamente para no partirse la cabeza contra el techo de la cámara. Ya han comparecido Kingsbury, Clayton, Hoove, Talsitt, Smith, el galés carpintero. Todos me han dicho «sin novedad». Clark, de tanto en tanto, asoma su cara pecosa para informarme que estamos en la ruta probable del ballenero Seeland, que navegamos con mejor viento, que persisten los chubascos, pero que con el amanecer habrá cielos despejados. Sólo el cirujano Hill tiene trabajo incesante en el sollado, aserrando huesos, amputando miembros, metiéndolos en cubos que serán volcados enseguida al mar por los ayudantes, ensordeciéndose con los quejidos, manchándose de sangre hasta los codos. No es para envidiarlo, ni para envidiar a nadie en estos momentos, y menos al descomunal Simbad, cuya corpulencia ocupa tres cuartas partes de mi estrecho cubículo. Espera mi reprimenda sin hablar, creyendo que le diré: «Dos cañonazos formidables, y suficientes, ¿para qué uno más?». Pero es mi voluntad que él explique la razón del tercer disparo, ejecutado sin aguardar órdenes. Costará hacerlo hablar. Mirará una y cien veces el desorden de mi litera; se preguntará cómo dormiré sobre mantas empapadas, o qué magia es la mía para meter sus ciento veinte quilos en este lugar, incómodo, maloliente y tan húmedo como cualquier rincón de la goleta. Verá el envoltorio con la cruz de Patrick Donagall. Tragará saliva, balbuceará un «me acordé de él, de pronto, entre relámpagos, y disparé, ¿cómo diablos sospechar…?».
Y no sabré entonces qué decirle. Estará en lo cierto, ¿quién pudo prever las consecuencias del último cañonazo? Todavía late en mis oídos lastimados el horror de la explosión. Todos los truenos, juntos, no hubiesen percutido con tanta violencia. Juró Simbad que disparó para intimidar, pero que un barco sin gobierno queda expuesto a cualquier injuria. No hizo puntería, y le creo, ¿quién acierta, aunque quiera, en la santabárbara de una nave? Allí, sin embargo, impactó el tercer cañonazo de Simbad, en el sitio donde el previsor capitán De Brito había guarecido toda su pólvora, sabiendo que con la lluvia gastaría muy poca, o casi nada. El aire, y los gases, comprimidos por el encierro, multiplicaron la fuerza expansiva. Un resplandor enceguecedor se levantó del Espíritu Santo y enseguida la detonación, difundiéndose con ecos más clamorosos que los de los truenos, nos aturdió durante un buen rato. Fue espectáculo atroz, el brick brincó, alzándose sobre el agua como un pobre diablo atormentado al cual un envión brutal impulsa desde abajo. Se partió en dos, volaron sus tablas de cubierta, los dos mástiles que aún quedaban en pie, la jarcia, los cuerpos de los hombres, arrojados algunos al agua, como peleles, mutilados otros entre una gritería espantosa. La humedad de la lluvia impidió el incendio, pero la explosión, provocada en la entraña del brick, reventó cuanto halló a su paso. Vi un remolino de cuadernas, de baos, de varengas, brotando arqueadas hacia lo alto, como cascotes calcinados que expele un volcán. Muchas astillas cayeron en la cubierta de la Intrépida; y hasta mis pies llegaron, dando tumbos, una jimelga y una araña, con sus cabos tronchados. Si yo hubiese aproximado la goleta sin cautela, la onda nos habría alcanzado y ahora mi barco tal vez no estuviera navegando sin novedad, según informan mis hombres. Por un segundo vi la cara de Clark, iluminada por el repentino resplandor, palidecer de modo acongojante, mientras yo palpaba, como autómata, la cruz de Patrick, que no había querido dejar en mi cámara desde que avistamos al brick, y aun antes, cuando oíamos, todavía lejanos, los truenos. El flemático Kingsbury, renunciando a su calma, se adelantó a mis mandatos y dispuso sin pérdida de tiempo arriar todos los botes en rescate de los que aún sobreviviesen. Hizo lo correcto y se lo dije; me agradeció con una sonrisa, recompuso su semblante y volvió a enmascararse tras su expresión parsimoniosa y fría.
Le encomendé el mando, trepé en un bote, impuse un ritmo febril de brazadas, llegamos al escenario de la catástrofe. Varios rumbos en el casco dejaban entrar agua en ambas mitades del brick, que empezaban a separarse entre crujidos, maderas, partiéndose, quejidos de dolor y reclamos espeluznantes de salvación. Jack Learthy, encargado del bote que escoltaba al mío, me aconsejó, a gritos, no abordar el brick, pues se iría a pique en cinco minutos. Exageraba, estaba claro. Veinte, por lo menos, demandaría el hundimiento. Y el trozo que comprendía la popa, menos dañado, podría flotar algo más. Hasta él ascendí, tras arrojar un garfio y asegurarlo en la regala, pues confiaba en mis cabos, y no en los del destrozado brick, que pendían por todas partes, cortados, oscilantes todavía. La popa era un pandemónium de tablas levantadas y astilladas, de boquetes por donde asomaban, como cuñas agresivas, cuadernas fuera de ensambladuras, de cuerpos tirados en tétricas posiciones, de heridos que se arrastraban, gimiendo, ensangrentados, de visceras y miembros moviéndose de un lado al otro, según el balanceo del mar inclinase aquel resto del brick, por cuyos imbornales escurrían líquidos sanguinolentos. Debí destrabar de un puntapié la puerta de la cámara, que se rajó en dos y me permitió el paso. Nadie había en su interior, donde se amontonaban ropas, instrumentos, papeles, pedazos de los mamparos, un par de botas corriendo hacia los rincones como dos atribulados cachorros sin dueño, un cofre con la tapa saltada, envejecido, con manchas de salitre y rastros de haber acompañado al capitán portugués en rutas azarosas. Learthy, empeñado en cuidar mis espaldas, me llamó la atención, diciéndome que encontraría al capitán rodeando la cámara y acercándome a estribor, no lejos de la rueda del timón.
Siguiendo sus indicaciones, di con un hombre tendido en una superficie sana de la cubierta de popa, semirrecostado a la amurada, y asistido por el capellán. Tenía la casaca chamuscada, la camisa empapada en sangre, una herida que nacía de su hombro izquierdo y bajaba hasta la tetilla del mismo lado. No había gravedad, según me pareció. El capitán no moriría, siempre que se le dispensasen cuidados, y se evitase la gangrena. Rebasaba los cuarenta, su cabello raleaba, y su frente, sucia de pólvora y sangre, era espaciosa, pensativa, como si se hubiese despegado de aquel cuerpo para ponerse a meditar por su cuenta acerca de los misterios del mar, las veleidades de la suerte, las ruindades de la vida. Me presenté, lo urgí a trasbordar a mi barco, reiteré la ayuda de mis hombres a los heridos, y la búsqueda que mis botes hacían de los tripulantes del Espíritu Santo arrojados al mar por el impacto, o por el pavor. Entendía mi inglés, aunque tal vez lo hablaba mal, dado lo mucho que tardaba en responderme. Me miró largamente, con una indiferencia que yo ignoraba que pudiese acumularse en los ojos de nadie. Por un instante, su mirada pareció caldearse, como animada por un relámpago de admiración, y a la vez, de respeto medroso. Fue un engaño de mi parte, porque enseguida volvió a observarme sin decir nada, midiéndome de arriba abajo, con encono despectivo, mientras el capellán, tratando de restañar la sangre de su capitán con unos lienzos, me lanzaba también miradas de indignación. «Capitán de Brito», volví a decir, pronunciando cada palabra con la mayor claridad, «el Espíritu Santo estará en el fondo del océano en quince minutos. Lo hospedaré en mi barco y lo trasbordaré en la primera ocasión propicia».
Permaneció callado, sin dejar de mirarme, con una calma que me abrumó. Habría yo preferido que me insultase, que recitase la lección de todo patrón portugués tratándome de facineroso, asaltante de los mares, filibustero, con los conocidos improperios contra los «artiguinhas» y su jefe, ese «anárquico irredento». Nada de eso escuché. Otras cosas había en su mirada, un desdén para el cual mi enemigo vencido no hallaba expresiones, una soberbia que se resistía a doblegarse, una meditación reconcentrada en la que preparaba una andanada concebida sin duda cuando los dos disparos del Long Tom arrancaron el trinquete y pulverizaron el timón de su brick. El aire tría en bocanadas el intenso y pegajoso tufo de la pólvora, que atosigaba, aullidos y llamamientos frenéticos, crujidos crecientes de armazones desmoronándose. Volaban los minutos y se hacía premioso salir de aquella desgraciada mitad de un barco que empezaba a dejar oír el barboteo del agua subiendo fatalmente de nivel. «¡Sálvese, capitán!», grité, inclinándome hacia él y dando a entender por señas al capellán que me auxiliase a cargar con el herido para trasladarlo al bote. «Pare usted», habló por fin De Brito, «¿qué capitán abandona su barco en desgracia? Lleve al capellán Araújo y a todos los que pueda a su goleta. Pero déjeme aquí, si aún sabe algo de honor».
Había tanta convicción, tanta gravedad, tanta amargura en su voz, que me vi paralizado. El capellán comenzó a incorporarse. Retrocedí un paso, sin quitar la vista de la frente del capitán, donde escondía aquella andanada que me reservaba. «Vuelva sin mí a su goleta rebelde», arrancó de pronto, «arríe de una buena vez ese pabellón tricolor, y guárdelo en un pañol, o tírelo por la borda. Artigas, su jefe, ha sido derrotado hace más de seis meses. Y ahora, váyase, señor capitán corsario».
Me retiré con el capellán, quien me espiaba de reojo, como si creyese que lo apresaba el demonio. Apreté, otra vez, contra mi pecho, la cruz de Patrick, pensé en los deseos de los moribundos, en el enigma de los muertos, y se ensombreció mi alma. Reaccioné viendo cómo las aguas del océano lamían las bordas en esa parte del brick; y arrastrando de sus vestimentas al capellán, reembarqué en mi bote, tras cerciorarme de que Learthy hubiera hecho lo mismo en el suyo, y arengué a los remeros para que se movieran con brío. De retorno en la Intrépida, relevé de su cometido a Kingsbury, a quien comuniqué la decisión del capitán portugués. Todos los botes de la goleta ya habían alcanzado sus bandas, con varios heridos, o semiahogados, o llenos de miedo, de frío, de cansancio, y con esa luz inconfundible que pone en las caras de los marineros el saberse a salvo en un barco, sea amigo o no.
Alguien me pasó la nómina de las víctimas de la fatídica explosión. La plana mayor del Espíritu Santo diezmada, muertos el oficial Manuel Pinto, el contramaestre, el timonel; heridos el segundo Luis de Almeida, el oficial José Miranda, tres sargentos de cubierta, once marineros, todos de gravedad, por cuyas vidas ni Hill, ni Lewis Clayton —secundando al cirujano— daban nada; una decena de fusileros y artilleros con desgarrones y amputaciones de manos y pies; un número equivalente de hombres caídos al mar, y desaparecidos, entre los que era forzoso incluir a un oficial asesor del comando, teniente José Freire da Nóbrega. No encontrarían mis hombres los cuerpos de esos desventurados.
Atardecía y se espesaba la oscuridad, porque la tormenta rondaba la zona y mantenía los cielos cubiertos por nubarrones bajos y negros, que reflejaban su tétrica coloración en el mar y auguraban más chubascos con relámpagos lejanos. Acudí a la toldilla, inspeccioné las aguas en torno a la Intrépida y a los restos del Espíritu Santo. Decenas de yardas a la redonda mostraban, en la invasora penumbra, tablas y vergas flotando entre cajones, trozos del velamen con sus brioles ondeando como filamentos de medusas, enjaretados, lanchas inutilizadas, cadáveres que iban y venían golpeando sus cabezas contra las maderas dispersas, boca abajo sobre la superficie, hamacados tristemente por el vaivén de unas aguas serenas que esperaban con indiferencia el repiqueteo enfurecido de la lluvia. La rápida desaparición de la claridad me impidió ver cómo se hundían los restos del brick. Calculé que primero se iría al fondo la parte de proa; y que la de popa, donde había quedado únicamente el capitán De Brito, demoraría tres o cuatro minutos en desaparecer. Jack Learthy, acercándose en silencio, miró también en dirección hacia donde se hundía aquel hombre, perseguidor tenaz, y perseguido por otros tan tenaces como él, y que me igualaba sólo por ser marino con tanto amor por su profesión como yo. Hubiera sido bueno decirle que él recibía estipendio permanente de su corona por luchar, creyese o no en el futuro de las monarquías, o por quedar fondeado en puerto, o andar por tierra mientras le caía alguna orden; y que yo debí ganar mis remuneraciones a fuerza de apresamientos, en renovados cruceros, arriesgándome día a día para comer, pero con sólida, imbatible fe en la libertad republicana. Sin embargo, ¿cómo y dónde decírselo? De aceptar mi ofrecimiento, le hubiese hablado de barloventeadas, modos de ceñir o navegar a un largo, qué velas son más útiles para atrapar todo el viento; y habría callado, para no humillarlo, que las goletas de Baltimore son ya señoras de los mares, que lo seguirían siendo y que siempre las habrá, poniéndose de parte de los insurgentes sudamericanos, porque sus repúblicas, si se sostienen, alejan del continente los peligros de la Santa Alianza.
Jack Learthy me interpeló, diciéndome que revisó la cámara del capitán portugués, y que rescató muy poco, por los destrozos y el desorden. Se habían perdido el diario de a bordo y otros papeles relativos a la matrícula del barco. «Tan sólo esto, en un cofre hecho pedazos», murmuró, pasándome una hoja desgarrada, dañados por la humedad los bordes, borrosa la tinta. Eran anotaciones privadas, fragmentos de cartas o memorias, destinados a la familia del portugués, la cual residía en Bahía. Guardé el papel, sin saber todavía qué destino darle, mientras la Intrépida reanudaba la navegación. «Rumbo a Juan Griego», indiqué a Clark; Kingsbury, presentándose, me preguntó: «¿Con qué bandera?». «Hasta arribar a Juan Griego», respondí, «la de las barras y las estrellas».
Hice traer el pabellón tricolor, lo doblé pausadamente, lo dejé junto a mi litera, y lo observé durante un rato largo. Estaba pesado por la lluvia, rasgado en parte por los vientos, algo ennegrecida su banda blanca por el humo de los disparos. En contraste, parecía más profundo el azul, y más vivo el rojo. Pensé en cortar un trozo y envolver con él la cruz de Patrick Donagall. Desistí y dejé las cosas como estaban. Necesitaba tirarme sin pensar en nada, borrar de mi cabeza dolorida y de mi espíritu lleno de estupor, la explosión, el resplandor amarillento levantándose hacia el cielo nublado, el hundimiento del brick arrastrando al capitán De Brito, y el de la bandera artiguista arrastrándome en un vértigo de preguntas sin respuestas, penalidades, desolación. Bebí un té frío que me alcanzó Bob, avisé a Clark que me despertase antes de dos horas. Había anochecido; dispuse navegar con turnos reducidos y dar tregua a mis hombres, quienes, como su capitán, aguantaron el día entero sin descansos ni alimentos calientes.
* * *
Simbad seca el sudor de su cara con su mano pulposa, gruñe, deja escapar de tanto en tanto un gutural «yo sólo largué un tiro por elevación, pero ese demonio del Long Tom es así, una bestia tan indómita como su artillero, cosas del mar y de la guerra, señor capitán».
Resopla, hincha su tórax de bisonte, baja la testuz peluda y vomita, como un chorro de fuego, el pensamiento que lo atraganta: «Déme la baja al tocar Juan Griego, es hora para mí de apuntar a otro blanco, déjeme ir por esos mundos, no quiero saber de barcos, cruzaré a pie la América Central y México, marcharé hasta las costas canadienses del Pacífico, no pararé hasta el mar de Bering, y disputaré a los cazadores rusos, entre los hielos, la piel del oso blanco. A hombre grande, diría la sirenita del trópico, grandes presas, y quién nos niega que entre los témpanos no haya hecho su hogar de invierno esa sabia muchacha, esa sibila de los corales, y me diga sus secretos sin necesidad de trincar su cola movediza con el peso de mis nalgas. Déme la baja, señor Blackbourne, aunque se olvide de acompañarla con los porcentajes acordados, los del reglamento de corso que usted conoce de memoria y que nosotros, después de tantos meses de vida luchadora en esta goleta, también hemos aprendido. Tal vez se olvide; tal vez no; ¿me importará? Ninguno de nosotros somos los mismos que salimos de Baltimore; yo, por lo pronto, no sé cómo haré para no sufrir pesadillas, para no imitar a Dickinson, para que no me despierte de golpe el reventón de la santabárbara. Y sin embargo, habrá que seguir…».
Clark interrumpe el monólogo del gigantón quien permanece atascado en la pequeñez de la cámara, sin atinar a nada ante mi silencio. Alzando la voz, el piloto me comunica que los vigías avistaron un ballenero desplazándose rumbo al sur. Exaltado, eufórico, con un brillo triunfal en su cara pecosa, agrega: «Si no es el Seeland, si no es ese desvencijado patache, que hará escala en Buenos Aires o en Montevideo antes de embarcar más agua de la debida, entonces, no sé calcular posiciones y rumbos, ni prever itinerarios ni recaladas; y con su perdón, capitán, soy un chapucero».