CUADERNO 2

El capitán y el hormiguero

Representa cuarenta años, y ha de tenerlos, según delatan las sienes encanecidas, el cabello que ralea en entradas profundas, y las arrugas de sus ojos, que recorren con preocupación dos cartas desplegadas sobre un escritorio, en la capitanía de puerto de Desterro. Fija la atención en el párrafo de una de ellas donde lee: «Un hormiguero de corsarios tiene obstruidas las comunicaciones de este puerto con los del Brasil, con grande pérdida para el comercio nacional por los muchos mercantes que por cierto caen en manos de los cruzados». Está fechada en febrero de 1818, en Montevideo y firmada por Carlos Federico Lecor. Hay más párrafos escritos por el generalísimo, sin que aporten nada nuevo, en un continuo machacar señalando cómo se ve privado, por mar, de pertrechos, ropas, medicinas, periódicos y notas en respuesta a sus demandas, y reclamando, airadamente, barcos de guerra contra esa peste de piratas.

«Podría oír desde aquí sus gritos», piensa mientras recorre, frunciendo el ceño, la otra misiva, rubricada por Cándido Fernández Lima, de la capitanía y refrendada por el Ministro de Gobierno, Thomas Antonio de Vila Nova.

Dirigida al capitán de corbeta Basilio De Brito, con asiento en los apostaderos de Santa Catalina, dice en tono conminatorio, ahorrando palabras: «Deberá usted equipar el brick Espíritu Santo, convertirlo en nave de guerra y zarpar sin demora en procura de una goleta de los piratas artiguistas que perturba la navegación atlántica entre Cabo Frío y la boca del Plata».

Suspende Basilio De Brito la lectura, toma su tricornio, que descansa en una saliente de su respaldo, y comienza a darse aire para sobrellevar el calor de esa primavera. Zarpar sin demora: ¿qué entienden allá en Río de Janeiro por demora? ¿Diez días, veinte? ¿Un mes? Equipar el brick llevará dos semanas; convertirlo en nave de guerra, con diez y ocho cañones de a doce, jarcia renovada, lonas sin roturas, otro tanto. Y para lograr singladura exitosa, necesitará ochenta hombres con el doble de fusiles, municiones y pólvora en cantidades respetables, provisiones para un par de meses, por lo menos. Zarpar sin demora: las autoridades no tolerarían más de ocho días de aprestos. Y con plazo tan exiguo, el Espíritu Santo no se haría a la vela como él quería. Ayer había examinado el brick en su fondeadero: no era sólido el maderamen; y el aparejo, aunque resistiese ráfagas fuertes, no garantizaría velocidad. Por fortuna el casco estaba limpio, y su diseño prometía cortar las aguas a diez u once nudos. Pero había navegado en misiones comerciales, sin que sus capitanes anteriores, sometiéndolo a operaciones de riesgo, lo hubiesen confrontado con las goletas de gavia de esos diablos yanquis de Baltimore. Su segundo, Luis de Almeida, le informó que en la cubierta sólo cabrían tres piezas de a doce por banda, más un pedrero a proa. Y sus dos oficiales de confianza, Manuel Pinto y José Miranda, se comprometían a reclutar treinta y cinco o treinta y seis hombres, «marineros cabales, la mitad», había dicho Pinto, «la otra mitad, negros y mulatos bravos, pero en el mar, ¿quién ponía las manos en el fuego por ellos?».

«Zarpar sin demora», fue la respuesta del capitán De Brito, «como sea, en el término de ocho días». Y dejó a sus oficiales, y a su segundo Luis de Almeida, con una pulga en la oreja, como decían los ingleses.

De Brito sigue echándose aire con el tricornio, mientras su puño izquierdo, crispado con indignación, golpea la mesa del escritorio. «Saldré, por los clavos de Cristo, saldré, y en menos de ocho días», masculla, mientras observa expectante la puerta del despacho. Por allí entrarán, de un momento a otro, el armero con la buena nueva de que ha conseguido veinte fusiles de chispa, cinco pistolas, quince sables; y el sobrecargo, excusándose con su voz cavernosa: «De la pólvora apalabrada, apenas un tercio, pero demos gracias a Dios». Un alma de cántaro, poca pólvora, y todavía agradece. Y entrará en diez minutos, Luis de Almeida. Pondrá cara de matasiete, meterá mano en su bolsillo, sacará su cajita de rapé, aspirará con ganas, entrecerrando los ojos, y dirá: «Mi capitán, esta noche incorporo catorce reclusos al rol de Espíritu Santo. Catorce ángeles desvalidos, que no teniendo dónde dormir ni qué comer, consintieron, hace un año, en alojarse en el celdario. Ya verá usted si resultan». Después relatará su patrullaje por las calles aledañas al desembarcadero, en compañía de una guardia armada, y su revisión cuidadosa de tabernas, burdeles y «otros templos», donde convenció a varios parroquianos de que la cubierta del Espíritu Santo era más saludable, y de que la leva —según métodos tradicionales— no resultaba tan mal negocio. «Algunos moretones, algunas narices rotas, algunas espaldas acariciadas por planazos, y ¡a bordo!».

Todo lo tendría el capitán De Brito: armas, municiones, pólvora, hombres de combate, marineros. No vendrían las cosas en las proporciones deseadas, pero ¿con qué razones pedir más? La orden no admitía negligencias. Zarparía sin demora, y lo que faltase sería suplido por la pericia y el arrojo de sus oficiales subalternos, cinco en total, de sus dos hombres de confianza, Pinto y Miranda, de su segundo, compañero de promoción, experimentado y leal, y de él mismo, hecho al mar desde que cumplió quince años, cuando salió de su Sintra natal hacia la escuela de la Real Armada, en Lisboa.

«Sólo pasaron cinco días, y ya el brick es otro», comenta Luis de Almeida, recorriendo el embarcadero con su capitán. No es así, por cierto. El optimismo del segundo altera la realidad. Queda mucho por hacer: las velas, arrolladas sobre la piedra del embarcadero, tienen más remiendos que fastidios el alma de Basilio de Brito; los sacos de pólvora continúan en escasez indignante; y los marineros no se matan por ver quién trabaja con mayor celeridad. No importa. Aprenderán a bordo lo que son trabajos. Sabrán cómo se llaman el capitán, el segundo, los oficiales; y al término de la campaña, no olvidarían esos nombres.

«Cinco días más, y nos pondremos en franquía para los primeros de noviembre», comenta De Almeida, «entonces habrán quedado completas la pintura del casco y el barnizado de mástiles y vergas».

De Brito frena de golpe su caminata, se quita el tricornio, lo pone bajo su axila sudada, y aspirando a pleno pulmón una bocanada de aire oceánico, mira a su segundo quietamente. De nada valdría sulfurarse; la firmeza del buen metal no se prueba con escándalos. Los veinticinco años de su carrera enseñaron a De Brito que no se llega a puerto pegando alaridos ni descargando sobre los oficiales el ofuscamiento. Seca con un amplio pañuelo blanco el sudor de su frente y dice en voz baja: «Primeros días de noviembre, eso es un disparate. Los filibusteros insurgentes se reirían de nosotros y meterían las proas de sus goletas en las aguas de todos nuestros puertos».

Luis de Almeida permanece mudo, tragando su contrariedad, esperando, para su alivio, que el capitán establezca el día y hasta la hora en que levarán anclas. «¿Pintura del casco, barnizado de los palos?», pregunta como para sí mismo De Brito, «¿el Espíritu Santo es una damisela?, ¿tiene que hacerse las uñas y enjalbegarse los mofletes?». Y guardando el pañuelo y encasquetándose el tricornio, levanta por única vez el tono para rematar su discurso: «En menos de dos días estaremos viendo cómo se pierde el embarcadero de Desterro, o caerán sobre el Espíritu Santo los diablos de un consejo de guerra».

Esa misma tarde haría inspección final; y en cuanto pusiese un pie en cubierta, deberá estar a bordo, formada, la tripulación, con vestimenta limpia; revisaría el barco de popa a proa, y todo habría de hallarse en su sitio: los cabos adujados como Dios manda, la jarcia fija, tensada y pronta; la de labor, con sus motones y vigotas engrasados; el velamen, con remiendos o sin ellos, aferrado o suelto según lo dicten los vientos; los cañones, trincados. Bajaría después al sollado, miraría uno por uno los coys y los petates, y cuidado con que alguien llevase escondida cualquier cosa que prohíban las ordenanzas. Fiscalizaría la cocina, los pañoles de alimentos, de velas, de vergas; observaría cómo fueron llenadas las pipas de agua; se haría acompañar del carpintero y del calafate y no quedaría tabla mal ajustada ni juntura sin su correspondiente estopa embreada; y vuelto a popa, entraría en el compartimento del piloto, repasaría las cartas, vería cómo andan el compás, el barómetro, los dos cronómetros; y bien puesto el tricornio, y con espada al cinto, se presentaría otra vez en cubierta y arengaría a los hombres. Serían sesenta almas, quizás algunas más. Les hablaría en voz medida, ni destemplada ni débil, pero con acentos de ligera amistad, con ánimo de ganar voluntades. Habría tiempo en abundancia para revelar todas las durezas indispensables, las que en su cuarto de siglo de marinaje recibió en carne propia y las que proyectó después en la carne a menudo rebelde —y pecadora— de sus subalternos. Diría algo así: «Zarpamos al amanecer, en misión de guerra contra el corso de los facciosos artiguistas. Limpiaremos la zona, ahuyentaremos o apresaremos filibusteros, malos marinos y peor gente, pero feroces. No habrá cuartel para ellos ni perdón para el que no cumpla con su deber en el Espíritu Santo. La gloria y la honra de nuestra bandera nos ampara, y la generosidad de su Majestad Fidelísima compensará los sacrificios. ¡Viva el rey de Portugal!».

De regreso en su despacho, Basilio de Brito apresta sus papeles, completa su cofre —cuero y tirantes de bronce— con ropa limpia, un par de pistolas, monedas, manuales de navegación, un devocionario, y llama al jesuita Araújo. Será su capellán, su hombre docto y, en ese momento de tanta gravedad, su confesor. Mientras espera que el jesuita, un cincuentón esmirriado, breve de estatura y de palabra, experto en ayunos, seco y fuerte, golpee suavemente con los nudillos la puerta del despacho, cierra su cofre y se pone a observarlo. El cuero cuarteado y los bronces deslustrados atestiguan años de viaje, ajetreos permanentes en las naves del rey. Ha recorrido con él las costas africanas, el Mediterráneo, las aguas de las Azores y de las islas de Cabo Verde, el Atlántico durante los alisios, desde Lisboa a Pernambuco, de Pernambuco a Río de Janeiro, y de Río nuevamente a Lisboa. ¿Cuántos años hace que viaja con ese cofre? ¿Doce, tal vez más? No recuerda con precisión. Han sido muchas las millas marinas recorridas, muchos los puertos visitados, muchos los licores y las sedas desembarcados en el litoral del Brasil, y mucho el café, el azúcar, las maderas olorosas o ásperas, llevados de retorno a los puertos de Portugal, en bodegas envejecidas, de cuadernas rechinantes, pobladas de ratas. Cree ver las marcas del cofre, las huellas de las tormentas, de las calmas, de los calores tropicales, de los conflictos, de las prepotencias contra la corona portuguesa. «Quiero que vaya contigo siempre», le había dicho su esposa Amelia cuando le regaló el cofre. Fue en el día del primer cumpleaños de su hija María da Gloria, y ahora todo eso le resulta remoto, evanescente, no ha visto crecer a su hija, de tanto en tanto le llegan cartas de Bahía, donde Amelia y la niña quedaron afincadas en 1808, cuando la flota imperial embarcó a la corte, a la nobleza, a los funcionarios, y salvándolos de la acometida de Junot, general de Bonaparte, los trasladó a la colonia del Brasil. Han pasado diez años, una década convulsa y trajinada, Amelia y María da Gloria sin poder irse de Bahía, o sin quererlo, y él en continuas singladuras, hacia Pernambuco o Natal, después con destino a Río de Janeiro, y al fin destacado en Desterro, relevado en último momento de una plaza de oficial segundo en una de las naves que, en 1816, surcaron hacia Montevideo para apoyar la expedición por tierra hacia la Provincia Oriental. Muchos hablaban de invasión, tanto entre los funcionarios coloniales de Santa Catalina como entre sus camaradas de la flota, y no le parecía erróneo. Pero estimaba más cauteloso hablar de expedición, incursión o misión pacificadora, como había expresado Lecor, el generalísimo. Invasión fue la de los escuadrones napoleónicos, vertiginosa, inmisericorde, como todas las depredaciones consumadas por aquel tenientucho de artillería llegado a emperador de los franceses por propia arrogancia. Pero en la Provincia Oriental, ¿por qué insistir con esos vocablos? Del rincón formado por el Plata y el río Uruguay, ¿qué noticias llegaban que no aludiesen a desbarajustes, afanes separatistas, revueltas apañadas por jefes soberbios? Si eran ciertas las opiniones de las autoridades de Santa Catalina y de Río de Janeiro —y debían serlas, o no existiría autoridad— ¿no habían llamado desde Montevideo y desde Buenos Aires a las armas portuguesas para restauración y socorro?

También llama, aunque con menos estruendo, el reverendo Araújo en la puerta del despacho. Ya ha puesto a punto, De Brito, el brick, los bastimentos, los hombres. Es hora, entonces, de poner a punto su alma.

De Brito encarga a Manuel Pinto la conducción de la maniobra: levar anclas, soltar el trapo, aprovechar la marea del amanecer. Observa por unos instantes al reverendo Araújo bendecir el barco, las anclas escurriendo agua y afirmándose en las serviolas, las velas que desaferran los marineros sosteniéndose en los marchapiés de las vergas. «Bien pudiera bendecir el océano, las nubes, el firmamento», piensa, «nunca está de más».

La madrugada promete un día de cielo despejado y sol intenso, con vientos algo frescos y arrachados. No será comienzo malo. Entra en su cámara, coloca un taburete ante una mesita que está junto a la litera, extrae un papel del cofre y se pone a leerlo. Es la copia de una carta que remitió la noche anterior a su mujer Amelia, por tierra, vía lenta pero de mayor seguridad. Pudo haberlo hecho por el paquete Luisa, con el que piensa cruzarse tras una jornada de navegación. Recalará el Luisa en Desterro y partirá luego de tres días rumbo a Bahía. Pero ¿quién asegura travesías sin tropiezos? ¿Quién puede decirle que su carta saltará sin quemarse el «hormiguero de los corsarios»? Paciencia: demorará semanas pero Amelia la recibirá. Relee la copia, pluma en mano. Acostumbra subrayar ciertos pasajes, y memorizarlos: también las copias están sujetas a extravíos, destrucciones, incautaciones. Subraya la fecha: 20 de octubre de 1819, y lee despaciosamente, hamacado por el balanceo del Espíritu Santo: «Amelia, hoy parto en misión premiosa, al mando de un brick con sesenta hombres, secundado por el leal Luis de Almeida, y asistido espiritualmente por alguien a quien siempre he venerado: el jesuíta Araújo. Mi cometido: (vuelve a subrayar) cerrar el paso a ciertos barcos guiados por gente sin honor, ladrones de mar, cuyos atropellos vienen sufriendo estas costas desde hace un año. Nada temerás: a mis órdenes sólo tolero gente de fibra, y los bandidos huirán con sólo divisar las velas de mi barco o se rendirán a las armas de la corona. (Concluye el subrayado). No será trabajo sencillo; la misión demandará dos meses, por lo menos. Pero ¿qué he hecho sin sudores, sin quebrantos, sin zozobras íntimas? Habrás oído, más de una vez, la aseveración del padre Araújo: “No gana el cielo quien se cruce de brazos en su alcoba”. Es probable que esta cacería me ponga rumbo al norte, y que tenga oportunidad de arrimarme a las costas de Bahía; entonces dispondré una tregua, para contento de la marinería, y para mi alegría personal, pues podré verte y pasar contigo y María da Gloria varios días, con sus respectivas noches. Tendrás noticias. ¿Cuándo he dejado a mis seres queridos en la oscuridad? Dicho sin petulancia, no hay poder en el mundo capaz de enmudecerme. Tranquiliza a María da Gloria, (subraya otra vez) dile que su padre ha salido —como ya he escrito— de cacería, algo así como andar en tiempos de paz limpiando de ratas el granero. Mis besos y mi amor para ambas, con todo el afecto, Basilio».

Ha ordenado al piloto rumbo norte-noreste, sin permitir más bordadas que las estrictamente necesarias. Y en tanto los vientos favorezcan, se mantendrá el brick a la vista de la costa, con doble equipo de vigías: uno ojeando la línea de tierra, pues de las ensenadas y caletas pueden surgir naves indeseables, dispuestas a la artería; y el otro, atisbando el horizonte oceánico, en procura de descubrir al paquete Luisa. Empeños cansadores, con resultados nulos: pasado el primer día de navegación, nada han avistado. De Brito imagina una travesía demorada del paquete, alguna encalmada, o alguna borrasca a la altura de Cabo Frío que hubiese empujado al Luisa hacia el océano, obligando a su patrón a dar bordadas perturbadoras, o retrasándolo. Bien sabía cómo se comportan los vientos y las marejadas y qué difícil resulta a los navegantes cumplir los plazos proyectados. Si a la tercera amanecida no hay novedades, pondrá el brick al pairo y aguardará. No lleva rumbo fijo, y su misión de rastreo consiente las maniobras que, sobre la marcha, indiquen las circunstancias.

Suele pasearse por cubierta a mediodía, aunque despierte murmuraciones entre los marineros. Según tradiciones, un capitán se deja ver pocas veces, sólo en momentos de riesgo, para impartir órdenes decisivas. De Brito juzga que eso es tradición sin fundamento, un capítulo más de las supersticiones marineras. Sus apariciones sorpresivas, sus paseos demorados, hechos en son de fiscalización inflexible, se graban en el ánimo de los subordinados. Y muy pronto se habitúan éstos a no dejarse pillar en descuidos o negligencias, a evitar reprimendas y castigos. Con lo cual, se beneficia la navegación y se genera a bordo una atmósfera en la que cada hombre se halla en condiciones de responder rápidamente a los mandos. Durante esos paseos, medita el capitán en la carta remitida a su esposa, y se pregunta si no cometió una ligereza al enjuiciar a sus potenciales enemigos. ¿Qué sabe de ellos? ¿Los ha tenido cara a cara, ha visto sus barcos, ha conocido el accionar de alguno de los comandantes a los cuales, con pluma fácil, calificó de ratas? Salvo que en buen número son goletas de gavia, ha logrado informes de tercera o cuarta mano acerca de tonelajes, armamentos, tripulaciones, oficialidades. De los comandantes, datos exiguos: hombres nacidos en los Estados Unidos, con abultadas fojas de servicio durante la guerra contra Inglaterra, y nada más. «Gente de cuidado», ha oído, como letanía gastada repitiéndose en los puertos, en las misivas de la corte, en las ruedas de marinos, a bordo o en tabernas.

Se acerca a proa, donde un grupo de marineros hace estopa o encapilla cabos. Son mulatos del litoral riograndense. Hay algún recluso entre ellos, conversan en voz baja, callan cuando lo ven llegar y reanudan medrosos la charla al alejarse. ¿Medrosos? No acepta de buenas a primeras el calificativo. Cualquiera de ellos lo acuchillaría por la espalda si sospechase el más leve resquicio de impunidad. No les demostrará recelo sino desprecio, con mesura, con adiestrada indiferencia. No se le moverá una pestaña y será lo mejor. Esos tipos terminan maleados, dúctil arcilla entre las manos de quien, tomándolos como piezas del barco, los tratará a puntapiés en cuanto se le ocurra. Llegada la hora del fuego y la pólvora, combatirán como buenos; y el brick enfrentará a sus presas con un personal ansioso por tajear gargantas rebeldes.

Se detiene en el espacio que media entre amuras, otea por avante, da media vuelta lentamente, con dignidad, deja correr su vista por cubierta hacia popa, levanta enseguida la cabeza, observa los mástiles, el velamen, la jarcia. El Espíritu Santo navega a satisfacción, con andadura de modales apacibles, como en un insolente empeño por contradecirlo. Mientras el viento no refresque demasiado, ni el oleaje imponga cabeceos desmedidos, el capitán De Brito tendrá en el barco un instrumento apto para cumplir con su deber. Volverá a la cámara, requerirá informes del piloto, compulsará las anotaciones de Luis de Almeida llevando registro esmerado de las evoluciones del brick, consultará el barómetro, esperará que el indicador persista en la marca de buen tiempo. Cuando echa a andar por la banda de estribor, oye que los vigías de babor, ocultos por el velamen, vociferan que han avistado una vela.

Con rumbo este, como si aproase hacia tierra, todo el paño inflado por las ráfagas, de buen andar, liviana, sin carga tal vez, una sumaca se vuelve cada vez más visible desde la aleta de babor del brick. Luis de Almeida juraría que trata de orientarse hacia Desterro, que viene retrasada, que ha debido mudar el rumbo varias veces, en un intento por zafar de algún apuro mar adentro. Mediante banderas, el capitán De Brito reclama que se identifiquen y señalen qué puerto buscan. Es la sumaca Princesa, con diez y ocho personas a bordo, entre tripulantes y pasajeros; su pabellón, el mismo que enarbola el brick; procede de Montevideo y quiere llegar a Desterro.

Nuevas banderas exhortan al patrón de la Princesa a maniobrar para amadrinarse al brick, el cual se ha puesto en facha. De Brito ve cómo la sumaca, pintado el casco de blanco, aferra su vela mayor, y cabecea sobre el oleaje, a la deriva, acercándose al brick; y ya casi juntas ambas naves, le parece la sumaca un lanchón fluvial, dadas sus dimensiones exiguas y su baja obra muerta. Bocina en mano, alzando su cabeza hacia los hombres del Espíritu Santo, el patrón de la Princesa va relatando en detalle, con voz quebrada, lo que llama su historial de angustias, suerte mala y suerte buena mezcladas, tristes memorias, crueldades de Dios y de los hombres. Dice que salió de Montevideo con mucho ánimo, sin más carga que una remesa de cartas de los oficiales de Lecor, estancados en aquella ciudad por culpa de las desalmadas bandas artiguistas tendiendo emboscadas y distrayendo con guerrillas a nuestras tropas; y con cuatro pasajeros, comerciantes de mucho lustre, a quienes se comprometió a desembarcar en el primer puerto del litoral brasileño. Al rebasar la ensenada de Castillos, en aguas oceánicas de la Provincia Oriental, le salió al cruce una goleta de dos palos, velas de cuchillo y de cruz, muy caminadora, que lo sorprendió por haberse disimulado tras unos islotes frente a un cabo. Quiso detenerle la goleta, le disparó un cañonazo de aviso, pero él, sabedor de que ciertos corsarios rastrillaban el área, desobedeció, dio toda la vela y demostró a aquellos perros de mar que una sumaca como su Princesa no tenía ganas de caer en manos de cualquiera. Se internó en el océano, abriéndose hacia el este, y en amplias bordadas y gracias a las brumas que desató el padre bueno de los cielos, escapó de la goleta perversa, anárquica, y sin duda hereje, salvó la preciosa libertad de sus pasajeros y la correspondencia no menos preciosa que trae bien asegurada en un arcón de hierro. Pero a los pocos días le tocó presenciar un espectáculo que arrancó lágrimas a sus ojos de marino curtido, y llenó de desazón a sus pasajeros. Al atardecer de una jornada de calma, vio levantarse sobre la quietud de las aguas una columna de humo espeso y negro como los corazones cativos que rondan por estos mares; y cuando se acercó, sólo dio con los restos calcinados de un bergantín, destrozado a cañonazos, a medio sumergir, y que no demoraría ni quince minutos en irse al fondo. No halló sobrevivientes a la redonda, ni cuerpos boyando, hinchados como odres, según le ha tocado percibir en ocasiones cuyas memorias más vale enterrar en algún hondón del alma. Si los infelices reposaban con el océano por sepulcro, o si habían sido capturados para arrancarles hasta el oro de las muelas, era dilema que no se atrevía a resolver. Una sola cosa pudo descubrir sin engañarse: que el bergantín desgraciado era tan portugués como él y como el capitán De Brito y sus hombres, a quienes la fortuna puso en su camino.

Pregunta De Brito, a voz en cuello, si necesita agua o alimentos; responde el patrón que sólo le gustaría encomendar al señor capitán la correspondencia y los pasajeros, pero que su honor estaba jugado a llevar todo por su mano, hasta culminar su viaje. De Brito ofrece lo único que puede: escoltarlo hasta un par de millas de Desterro; rehúsa el patrón, asegurando que aquella goleta, o cualquier otra nave endemoniada, ya no sería peligrosa para él, porque temería al Espíritu Santo —«el suyo, capitán, y el que está en los cielos»— agrega con una abierta carcajada; y augurándose mutuamente la más feliz de las navegaciones, comienza la sumaca, propulsada por bicheros que empuñan seis marineros, a separarse del brick. Lograda la distancia conveniente, iza la mayor el patrón de la Princesa, y ordena De Brito soltar el velacho y los juanetes, cargar el sobrefoque y aproar al sur, hacia el cuadrante suroeste, pues en esa dirección habían sido descubiertos los restos humeantes del bergantín.

Durante unos minutos, conserva en su memoria los rostros de los cuatro pasajeros de la sumaca, que miraban el brick con cara de querer refugiarse en él; eran los rostros de cuatro individuos, «caballeros, sin duda», vestidos de levita y luciendo camisas blancas, con puños de encaje. Estaban ajadas esas ropas, se veía claramente, a pesar de la altura del brick. Pero respondían al lustre de que había hablado el patrón. ¿Terratenientes? ¿Comerciantes en cuero y grasa, enriquecidos por años de fructíferos negocios? No eran jóvenes; llevarían todos sobre sus espaldas, bien cumplida, la cincuentena. No les oyó una palabra; podrían ser platenses o riograndenses. Por un instante les desea algún apresamiento, un susto, un sofocón, para que, llegados a tierra, gritasen a los cuatro vientos que Portugal necesitaba con urgencia flota de guerra, equipada sin tacañerías, y con dotaciones que respondiesen al deber sin tener que enseñárselo a latigazos. Se quita el tricornio, lo pone bajo el brazo y se frota la frente, para espantar pensamientos que a nada conducen. Habrá de ceñirse a la realidad, como su brick se ciñe a una ráfaga muy viva soplando por la amura de babor; y tendrá que responder a lo que venga valiéndose únicamente del barco cuya responsabilidad asumió y de los hombres a quienes logró congregar bajo sus órdenes.

Vuelto a la cámara, comenta con Luis de Almeida el encuentro con la Princesa. Beben café, comen queso alternándolo con bizcochos; transcurren las primeras horas de la tarde; el sol ha castigado desde la mañana, pero el viento refrigera la cubierta y hay que mantener cerrada la puerta para que las rachas no importunen. Se oyen, acompasados, los campanazos indicando los turnos; de tanto en tanto, la voz del piloto comunicando el rumbo al timonel, y las respuestas de éste, firmes sus manos en las cabillas, ratificando los datos suministrados. De pronto quiebran la rutina los vigías. «¡Vela a la vista!». Sale presuroso de la cámara el capitán; detrás de él, su segundo, masticando aún un terco bizcocho. José Miranda, comunicándose a grito limpio con los vigías de las cofas, observa a través del catalejo, moviéndose en forma semicircular, y apoyándose en la amurada. Cuando se le juntan el capitán y Luis de Almeida, pasa al primero el catalejo, diciendo: «Para mí, es goleta. De las de gavia».

Dura un buen rato la observación del capitán. Tiene razón Miranda, ningún barco lleva sus dos mástiles tan inclinados hacia popa como esa clase de goletas de las que ha recibido informes sumarios. Se demora a propósito, para refrenar su impaciencia, para asegurarse, para detenerse en un velamen cuya superficie duplica, por lo menos, la de su brick. «Si me gana el viento», piensa, «no sé cómo cazarla». En razón de la distancia, aún no ha divisado el casco, que parece deslizarse por debajo de las aguas; tampoco el pabellón que iza, si es que luce alguno. Pero ¿qué dudas pueden caber? Cede el catalejo a Luis de Almeida; y los restos del bizcocho, atorando la garganta de su segundo, confirman sin necesidad de palabra su convicción. Hecho el examen, De Almeida devuelve el catalejo y pregunta: «¿Zafarrancho de combate?».

Aún no es tiempo. Sometería a sus hombres a horas y horas de tensión, con los nervios de punta; y cuando el negocio ardiese, sólo contaría con una tripulación de impacientes, de indóciles y desaforados. Orden tan pesada, sólo en el momento exacto. Y todavía falta. Apenas pisa los bordes del hormiguero corsario. Expandirá, sin embargo, la voz de alerta por todos los rincones del brick; y él, en la toldilla, de día o de noche, con calma o lluvia, vigilaría formando en su cabeza, cubierta por el tricornio sujeto con un barbijo, el modo de echar veneno y aceite hirviendo en el hormiguero que emerge ante su proa.