CUADERNO 5

Fuga través de la calma

Retrasado en razón del barco de los esclavos, enfrento, por fin, el caso del fusilero.

No ha de haber asunto que incomode más a cualquier capitán, así lleve por corazón una piedra. Hacerlo venir desde la cala, con un guardia armado; ver cómo entrecierra los ojos, encandilado por el sol del mediodía, recostado al palo mayor; repetirle la cartilla ante media tripulación; recordarle mis normas disciplinarias, el respeto debido a los prisioneros, las sanciones merecidas a quien los robe, o intente hacerlo; gritarle, al fin, que hago la guerra, no el pillaje, han de estar entre las funciones que pasaría por alto, si no fuese indispensable que cada individuo, a bordo, ponga sus barbas a remojar. Me han informado, además, que Patrick Donagall se comportó como un bruto con el patrón del Paquete do Gavião. Dos conductas reprobables, aunque distintas. El fusilero atropelló los bolsillos de un pasajero del Bom Suceso, un civil que nada entendía de lo que estaba pasando; y Donagall atropello los oídos de quien —un día u otro— habría de recoger cuanto ha sembrado. Para el primero, un día más de arresto; para el segundo, una reprimenda a cargo de Kingsbury. Y para todos, sin excluir oficiales, mis bufidos, la demostración de que no amenazo en vano, y de que el corso está sujeto a reglamentos sin los cuales deja de serlo y se convierte en lo que ninguno de estos muchachos —estoy seguro— desea.

Releyendo mi diario, abarco las proporciones de este crucero, más fructífero de cuanta suposición optimista auguraba. Cargas valiosas en mi poder, otras tantas rumbo a puertos amigos, con dos o tres barcos de buen porte cuyas ventas tal vez superen el valor de todas las cargas. Me felicito, a las calladas, y felicito a Kingsbury, para que no me crea de malhumor permanente, y extienda ese ánimo por todos los recovecos de la goleta. Sé que lo hará, con su frialdad de lord del Almirantazgo, y que retornará a mi presencia con un brillo particular en sus ojos grises, porque ha comprobado que —desde los grumetes hasta los oficiales— hay ganas muy fuertes de distenderse, de parlotear, de recordar a los que esperan en tierra, de imaginar cada uno qué hará cuando este crucero concluya. Pero no irá más lejos. Su circunspección se lo prohibirá. Y ni siquiera mi autoridad le hará decir lo que piensa íntimamente de cada miembro de la tripulación.

Tengo a mano otro recurso para destapar corazones y conocer —aunque en síntesis— lo que esconden esas cabezas sobre las que impero… ¿como un pequeño Dios?, ¿como un padre, para ser menos solemne? Sencillamente, como el capitán que soy. Mañana tras mañana dialogo con Bob. Hasta él llegan todos con sus tribulaciones, sus broncas, sus alegrías momentáneas, sus esperanzas, sus desengaños. Y él me las retransmite; y a medida que acumulamos semanas y semanas de navegación, voy teniendo cartas invisibles, tan fieles —o más— que las de Clark, donde aparecen arrecifes inesperados, fosas llenas de ansiedades y ambiciones, bancos moldeados por resentimientos y envidias, corrientes heladas o cálidas que arrastran a muchos hacia futuros inalcanzables.

Desde el episodio del Paquete do Gavião, Bob se muestra más blando, más impresionado, lanzando miradas furtivas sobre las bordas, con temor, tal vez, de ver de nuevo la silueta sombría de esos barcos, erizada su negra piel con los relatos de lo que vio Donagall, y de lo que oyó y olió en la macabra bodega. Antes de eso, Bob me refería vaguedades; y yo reconstruía una tripulación sin caras, en la que sólo aparecían muchachos ingenuos embarcados con el canto de sirena de la aventura; jóvenes de familias aristocráticas y despóticas, buscando liberación; holgazanes que creyeron posible alargar su pereza en la cubierta de mi goleta; pobres de solemnidad que no sabrían ganar su pan de otro modo; mendicantes a punto de encallar en el alcohol y en el vicio; sensuales que fantasean con pechos y caderas de mujer en cada puerto; codiciosos de oro, cuya obtención juzgaron fácil, y codiciosos de rangos y honores que miran de reojo los cargos de Lewis Clayton y de Joseph Kingsbury, y de Erwood, de Gray, de Hutchison, de Adler; republicanos sinceros, aunque no demasiado, según Bob; simples que conocieron, de niños, como yo mismo, que su sitio exacto en esta tierra era, precisamente, el agua; almas viajeras que con tal de ver desfilar ante sus ojos comarcas desconocidas, les da igual el rol de un corsario que el de un ballenero; hijos de madres enfermas y padres borrachos que les han gritado «¡al mar, a vivir, a hacerte hombre, y a traernos dólares al regreso!».

Pero después que nos cruzamos con el negrero, Bob se aventura en exploraciones más detalladas y en retratos particularizados. Si menciona el republicanismo, pone a Patrick Donagall como ejemplo: «No nació en república», me dice, «sólo por caprichos de la suerte. No conozco en esta goleta tipo más refractario a cualquier sujeción, salvo la de una república donde la libertad brille el día entero, como un sol fuera de su órbita. Y cada vez que le pregunto dónde aprendió esas cosas, me responde: “En la Provincia Oriental”. Desde que hizo el corte de manga a los ingleses en Maldonado, siempre respiró libertad, la más salvaje que usted o yo, señor capitán, podamos imaginar. También la más triste y sangrienta, pero libertad robusta, con empuje de marejada violenta, incluso en medio de la invasión del portugués».

Bob me relata un hecho que yo debiera estampar en mi diario, si tuviese espacio, si fuese enteramente novedoso para mí, o hubiese asuntos de carpintería que escapasen al maestro Ben Gage. Con aire medroso, como quien revela un secreto de estado, me dice que Patrick Donagall sacrifica las horas de sus descansos en trabajar metido en el pañol de las vergas; y que no repara tales «artefactos» —es su palabra— sino que talla unos remos enormes, «imposibles de usar en lanchas o botes», y que piensa si el irlandés no estará con el cerebro alterado de tanto soportar al pesadillesco Dickinson, «¿por qué no hacerlo ver por el cirujano?».

Despido al cocinero sin evitar reírme, prometiéndole que me ocuparé del asunto, aunque Donagall está en sus cabales, y yo apruebo los trabajos extras. «¿Sabe usted, señor Ficht, si no tendremos que agradecer al irlandés por su exceso trabajador?». Se retira perplejo el cocinero, moviendo sus labios carnosos como si recitase fórmulas mágicas para conjurar espíritus malignos; y no he terminado de sofrenar mi risa cuando irrumpe en la cámara Jonathan Hoove, empuñando un catalejo y revoleándolo, mientras chilla, con la garganta trémula, olvidando cuadrarse: «¡Quince, señor capitán, las conté, quince velas, entre el través y la aleta de estribor, siguiéndonos las aguas!».

Trepo a la cofa del mayor, donde había estado Hoove de vigía, con él detrás. No esperan mis hombres esta acción de un capitán; pero yo espero de ellos hurras y aplausos y no me equivoco: la marinería estalla alborozada, arrojando al aire sus gorras. Para ganar sus voluntades, nada mejor que compartir riesgos y trabajos y confirmarles que no los manda ningún calzonudo.

En línea apretada, doce velas —y no las que contó el contramaestre— navegan en buena formación, muy lejanas todavía. Me resisto a creer que vengan en mi seguimiento. Organizándose en convoy, han puesto proa hacia la costa brasileña, sin más intención que arribar sanas y salvas. Preveía yo esa contingencia, que tarde o temprano, se produciría. Portugal acudiría a la navegación en convoy para eludir el corso; y eso le demandaría gastos enormes en dinero, en tiempo, en hombres, en energías. No esquivarán, para su despecho, barcos como la Intrépida; y sumarán a tanto dispendio reveses más crudos. Aquellas velas, cubriendo casi un cuadrante entero, pintando lindamente el horizonte con manchas blanquecinas, como bandada de gaviotas reposando en las aguas o levantando las alas para iniciar sus vuelos, admiran y estremecen. Pero como espectáculo, nada más. Porque impulsan cascos reducidos, con líneas de pantoque como viejos barrigones, mercantes casi todos, transportes de sedas, licores, herramientas, manufacturas diversas, correspondencias, periódicos, embarcados en Oporto o en Lisboa. Tal vez acarrean tropas, tal vez emigrantes, tal vez esclavos. Lo que no me deja dudas es que, entre esos patachones, carracas y corbetas anticuadas, no hay naves equipadas con el fin exclusivo de guerrear. Llevarán varias de ellas un par de cañones, algún pedrero o culebrina de los tiempos en que el lusitano se abría camino con orgullo en sus rutas coloniales. Y nada más. ¡Pobre Portugal, pobre y altanero imperio, pobre y aporreada marina enfrentando goletas de Baltimore, clippers que hacen en menos de la mitad de tiempo el trayecto que esos capitanes, todavía ávidos de oro y dominio, recorren pesadamente! Desde esta misma cofa, tras otear en círculo el horizonte, comprobando que el viento, al aflojar, favorecería a mi goleta, capaz de avanzar aun con el estornudo de un tísico, no vacilo en lanzar el grito más terrible en cualquier cubierta: «¡Zafarrancho de combate!»; y Hoove, bajando, repite hasta enronquecer: «¡Zafarrancho de combate!». Y pone a los hombres, sin excepciones, en máxima tensión y en actividad permanente.

Desciendo enseguida, seguro de que no habrá, en términos rigurosos, combate franco. Pero nada digo a Hoove, para no retacear su limpia belicosidad. Entre mi goleta y las naves del convoy habrá la misma relación que entre una loba hambrienta, de aguzado colmillo, y una manada de borregos indefensos.

Había visto, de niño, a los lobos cazando en las riberas del Delaware. Y lo que hoy viví se asemeja casi en un noventa por ciento a las lejanas peripecias ocurridas en un escenario tan distinto, y desde perspectivas tan cambiadas. Entonces yo iba con mi padre, vigilando a los rebaños, tratando de ahuyentar con gritos a los lobos, o vitoreando los mosquetazos con que mi padre hería las ancas de las fieras rezagadas. Pero en esta jornada, el lobo fui yo; y los corderos, el convoy portugués, que no recibió auxilio de su formación, ni de pastor o guardián alguno.

Cae la tarde, buen momento para reconstruir los hechos, con la silueta de la ciudad de Bahía a la vista, y una confusión enorme en ese puerto, donde seis naves pudieron refugiarse. Primero viré y avancé en línea recta contra el frente del convoy, para separarlo en dos alas; y me produce todavía, cuando muchas horas me separan ya de esas acciones, una sensación de pérfido regocijo recordar con qué pavor se abatían a estribor y a babor aquellas embarcaciones reacias al timón. Arriaban con premura, viraban torpemente, se iban unas contra otras, con peligros de embestidas, sin saber qué elegir, juzgando por momentos que les convendría la dispersión, o porfiando en juntarse. Y esto, por desdicha para ellas, era lo peor. Me ofrecían mayor blanco; y mis artilleros, alzando las miras de sus piezas, iban cribando las velas portuguesas, desde una banda y desde otra, a medida que la goleta, como cuña, forzaba el paso, rebasaba una a una las embarcaciones y les dejaba el amargo recuerdo del intruso depredador, desgarrándoles las lonas, astillándoles las vergas, quebrándoles mástiles, provocándoles enredos atroces en las jarcias. Como un lobo metiéndose en el rebaño, no hay referencia más exacta; como un lobo con el vientre casi pegado a la tierra, lanzando dentelladas a derecha e izquierda, sin sacar sangre aún, pero arrancando vellones y empavoreciendo. Cuando salí del área ocupada por el convoy, hice lo mismo que el lobo: frenar la corrida, volver el hocico contra el rebaño, elegir algún borrego aislado, caer sobre él. Quiero decir que viré a estribor, por avante, y viendo que una embarcación había quedado con su aparejo maltrecho, me arrimé por su aleta de babor, disparé nuevos cañonazos, reduje mi andar, envié con un bote a Jim Gray, y proseguí la cacería. Mi oficial de presa, con sólo dos hombres, bastaba para la captura. Así procedía el lobo, sin perder tiempo con su pieza cobrada, dejándola muerta de miedo, o herida en el cuello, sin poder moverse; y reanudando su carrera, escogía otras víctimas, y las reducía sin más trabajos que una dentellada justa y la ostentación intimidatoria de sus colmillos sangrientos. Tres naves más capturé, con sólo destacar, hacia cada una, a Jeremy Adler, a Warren Hutchison, y a un cabo de fusileros. Vaciaba mi goleta de oficiales de presa; y proseguir con el expediente hubiese equivalido a una temeridad. Debí exigir el máximo a los veleros, al timonel, al contramaestre y a los artilleros, para que la Intrépida pudiese aumentar los estragos en el convoy, que se disgregaba en una zona de varias millas a la redonda, como los hielos de un río derretidos por los primeros calores de la primavera y esparcidos hasta donde la vista se pierde. En cierto momento, no supe qué era más digno de atención: las naves portuguesas procurando eludir mis bordadas, o el celo y la precisión con que maniobraban mis hombres. David Smith comandando a los artilleros, me dispensaba de repetir órdenes; y respondiendo a su personal iniciativa, los servidores cargaban, disparaban, limpiaban el alma de sus piezas, volvían a cargar, tomaban puntería y no desperdiciaban munición ni largaban cañonazos al aire. Pero Smith no habría obtenido éxito si no lo hubiese apuntalado Jack Learthy con su labor en el braceo de las vergas. Velamen y artillería se coordinaron con rigor pasmoso. Ponía un nudo en la garganta ver a Smith distribuyendo las andanadas y otro tanto observar a Learthy desarrollando lo que él llamaba su «ciencia», que era, en realidad, tino infalible para proferir órdenes y hacer que cada vela aprovechase plenamente las ráfagas. De ese modo otorgaba a Dan Armstrong, en el timón, un gobierno dúctil, ya orzando, ya derivando, ya virando o colocando la goleta de través ante el rumbo de alguna nave, cerrándole el paso, confundiéndola y llevando a sus tripulantes a la capitulación.

Destaqué a Patrick Donagall a una embarcación que necesitaba reparación urgente: no era mi intención dejar irse a pique las presas, con sus dotaciones aún a bordo, y las cargas en las bodegas. Pasaron tres o cuatro horas, que invertí en dañar severamente los aparejos de aquellas naves que se mantenían a mi alcance. Varias escaparon y aproaron hacía el Brasil, buscando el amparo del puerto de Bahía, pues yo había interceptado el convoy a la altura de esa ciudad. No me disgusté, era asunto inevitable. El lobo no puede atrapar al rebaño entero; basta con que provoque estragos, siempre y cuando haya colmado su vientre. Y yo me sentía con la panza llena: unas cinco naves alcanzarían el puerto bahiano. De las restantes, cuatro me pertenecían, y otras tantas huyendo hacia rumbos contrapuestos tardarían semanas en rehacerse, en reparar averías y en arribar a otros puertos, si las marejadas y los vientos les concedían ese favor.

Cuando llegó la noche, reparadas mis presas, las despaché hacia fondeaderos amigos del Caribe, en especial Juan Griego. Me puse al pairo, con intención de alcanzar por la madrugada la entrada de Bahía y echar la zarpa a las embarcaciones rezagadas, a las que navegasen torpemente en razón de las averías. Levanté el estado de zafarrancho, permití tres vueltas de grog a cada muchacho, aflojé las normas disciplinarias y dejé que corrieran por cubierta el holgorio, los cánticos, las apuestas acerca de las nuevas presas que haríamos, y los relatos de Patrick Donagall, quien, de retorno, contaba una y otra vez, a quien quisiera oírlo, su aventura.

Quien hablaba de aventura era Jonathan Hoove, riendo abiertamente, mostrándonos su boca despoblada, jurando que, desde los tiempos en que navegó con Stephen Decatur, no había vivido, en ninguno de los mares que conoció, una cacería como la de esa jornada. Patrick no pronunció una sola vez esa palabra, y es digno de notarse. Sentado en cubierta, cerca de la cámara, junto a un fanal de mano que hice traer contra el parecer de Kingsbury —«deberíamos mantenernos sin luces, ni siquiera las de posición», había dicho— contó el irlandés que, en cuanto abordó la nave portuguesa, sintió ganas de sacar su navaja y degollar en un pestañeo a los tripulantes, porque lo sublevaron los gimoteos y los reclamos de misericordia, que encubrían malamente un odio cobarde, una espera envenenada del día de la venganza. «Si mi navaja quedó en la pernera de mi pantalón, fue porque me acordé a tiempo de la advertencia de nuestro capitán —“guerra, nunca pillaje”— y lo traduje a mi modo: “Desvalijamiento, aprovechamiento, pero sin degüello”. Me limité a mirar por encima del hombro a una marinería infeliz y bajé con mis herramientas a la bodega. Más cruel que un navajazo hubiese sido lastimar al barco, dándole barreno y haciéndolo ir al fondo en un par de horas. Me contuve a tiempo y ahora me alegro de haber tragado mi rabia irlandesa. ¿Saben lo que vi allá adentro? Como mi trabajo fue largo, observé todo a mi gusto, conté y reconté. Más de cien pipas de vino, ocho de aguardiente, dos de aceite, un centenar de cajones de jabón, sesenta fardos de papel de estraza, dos de papel blanco, nueve bolsas de almendras, cincuenta quintales de corchos deshechos, cien fardos de tapones de corcho, seiscientos barrilitos de anchoa, veinte de aceitunas y una docena de bultos diversos. Además, herramientas, culatas de fusil, barricas con pólvora; y mientras registraba, palpaba, abría para cerciorarme, me decía: menos pertrechos y menos alimentos para las tropas de Lecor, y tal vez, un par de días de alivio para los patriotas de la Provincia Oriental. Ganará más el general Artigas con la venta de esa carga que si la hubiese fondeado con mi barreno en el Atlántico; y ganaremos también nosotros. Aunque pueden revisarme, hágalo usted, señor Clayton, o usted, contramaestre Hoove. Nada me traje, ni un jamón ahumado bajo la camisa. Hacemos guerra, sin pillajes ni degüellos, lo tengo bien presente. Pero a la hora de cobrar mi paga, si me dan un centavo de dólar menos, me oirán el teniente Kingsbury y el capitán Blackbourne. Vamos, viejo Bob, otro poco de grog, y un buen caldo a Dickinson, para que esta noche, por lo menos, no me recite sus pesadillas. Tengo derecho a dormir como todos, ¿no lo creen?».

Despunta el día, con cielo claro y viento suave, del este-sudeste. Hace rato que estoy viendo un barco de buen porte, orzando malamente y dando bordadas lentas. Ha salido de Bahía, intenta acercarse a la goleta, y no para traerme mensajes de paz. Kingsbury insiste en que fue error —o provocación— quedar al pairo a pocas millas del puerto, con los fanales encendidos. Tal vez lo sea. Dejo que descargue sus reproches y que consulte a Learthy sobre la fuerza del viento. «¿Qué probabilidades de irnos más afuera?», preguntará, «¿de agrandar la distancia?». Vigilará las evoluciones del barco, como ahora, con excesiva frialdad. Así encubre su desconfianza. No le gusta apostar a la velocidad; a mí sí. Y seré yo quien ordene la arrancada.

Persisto en el examen del barco. Sus bordadas sacian mi curiosidad y confirman mis sospechas desde que lo descubrí. Tengo grabada en la memoria aquella silueta de obra muerta alta, panzona cada vez que me presenta la proa, aquellas crucetas de sus mástiles, y las portas siempre abiertas, donde acecharán, mecha en mano, los artilleros. No trae cuatro piezas por banda, sino seis. Aumentó su potencia de fuego, o pintó dos portas en cada banda, para hacer creer que es más temible. ¿Correrá ese riesgo? El viejo zorro del Espíritu Santo merece que lo imagine con un grado mayor de astucia. Tal vez lleve a bordo carpinteros como Gage o Donagall y haya añadido cuatro piezas de madera, de imitación, pintadas arteramente, como una diestra utilería de teatro. He encontrado más de un capitán que procedió de ese modo; y ninguno de ellos fue torpe, ni iluso. Conseguían disuadir, hacerse respetar, y a veces desorientar al enemigo. Este portugués desea ahuyentarme, levantar el bloqueo o forzarme a disparar antes que él, tanteando cuánta pólvora y bala me queda. Mañas de la veteranía, asentadas en el más robusto sentido común. ¿Qué edad tendrá? No será pollo que se ablande con el primer fuego ni pescado que se fría en la sartén sin trabajo. Ha de ganarme en diez años, por lo menos, y en miles de millas náuticas recorridas. Lo tiene todo para ser marino relevante: experiencia, paciencia, tenacidad, fertilidad de recursos; todo, menos un barco como el mío. Con la Intrépida, ya estaría a veinte brazas, desafiándome, burlándose y hasta gritándome por la bocina «adelante, yanqui del diablo, artiguinha ladrón, ¿qué se hicieron tus cañones, que están mudos?».

Los tendré mudos durante un rato largo. Si hay algo que escasea a bordo, es munición y pólvora. Las naves del convoy son testigos de que no ahorré nada, de que fui generoso por demás, y de que ahora debo mostrarme tacaño. Y el capitán del Espíritu Santo, hombre que saca muy bien las cuentas, lo sabe.

«Teniente Kingsbury, ordene arrancada». Mi voz circula fluidamente por la cadena de mando: de Kingsbury a Lewis Clayton, de Clayton al contramaestre, de Hoove a Learthy, y de éste a los veleros. Sueltan velacho y gavia, tienden foque y sobrefoque, izan pericos y juanetes, mueve Armstrong la rueda y arranca la Intrépida, a pesar de las rachas caprichosas y flojas. Gano con facilidad el viento, sin quitar los ojos del Espíritu Santo, comprendiendo cómo ha de sentirse su capitán. Otra vez mi goleta se escabulle logrando un barlovento que parecía imposible, por ser tan pobres las corrientes de aire. Pasa el tiempo, crece el calor, luce alto el sol, burbujea el alquitrán de las junturas, trabándonos los pies, impregnando nuestras narices con su olor acre. Y en las mismas aguas donde el día anterior la Intrépida cortaba el grueso del convoy como un cuchillo que partiese manteca, hay ahora sólo dos barcos —brumosa y muy lejana la línea de la costa— que se mueven con pereza sobre una superficie mansa, como si estuviesen jugando, procurando uno acercarse, permitiéndole el otro avanzar hasta tener visibles los perfiles del casco; y dando un viraje en firme ceñida contra el viento, alejarse de nuevo, incitando la furia del perseguidor.

¿Será así, realmente? No creo que el capitán portugués se enceguezca con la furia; antes lo tildé de viejo zorro, y en esos momentos pienso que me equivoqué, que soy yo quien hace el papel de zorro, hostigado por un lebrel curtido, por un sabueso que no pierde la pista. Cada maniobra, cada virada, cada yarda que adelanto, o cada braza que él pierde, me van bosquejando su carácter, ayudándome a verlo, a imaginarle algo encorvado de hombros, sin acudir al catalejo, estudiando mis desplazamientos y, a la vez, atendiendo todo lo que ocurre en su barco, las manos en los bolsillos de su casaca, o quizás fumando un charuto bahiano, o haciéndose servir café en la toldilla por un paje de piel retinta, diciendo para su camisa: «Ayer no pude, ahora parece que tampoco, pero mañana…». Me complazco en adivinar su fisonomía, no tan rígida como la de Kingsbury, tallada por la doble acción del obedecer y el mandar, delineada por un concepto honorable de la disciplina y por una resignación largamente aprendida en contacto con las marejadas veleidosas y con los vientos inconstantes. ¿Qué seré para él, además del ladrón o el pirata con que me designará en sus partes y en sus arengas a la tripulación? Se esforzará —igual que yo— en dibujar, desdibujar y volver a trazar mis rasgos, pensándome un día como un loco aventurero, puesto a capitanear por el voto de mis hombres, para sospecharme al otro día como discípulo de los capitanes de la Unión que humillaron hace menos de cuatro años a la mejor marina del mundo, la de su vieja aliada Inglaterra. Cuando vio, en la pasada madrugada, mis luces de posición, puesta descaradamente al pairo la goleta ante Bahía, se habrá negado a reconocer descaros o temeridades, y se habrá dicho filosóficamente «averías o heridos y enfermos a bordo»; y ahora, soltando el paño de su brick con propósito de apresarme, murmurará a sus oficiales: «Poca bala, poca pólvora, si el viento se encalma puede ser mía la goleta». Y en esto último, habrá acertado por partida doble: estoy escaso, y los velámenes y los rojos catavientos empiezan a desmayar por la calma.

«Téngalo siempre a popa, señor Armstrong». El timonel, obedeciendo, bandea suavemente a estribor y a babor; y el Espíritu Santo queda a nuestra popa, sin riesgo de que empareje las marchas y nos rocíe con una andanada. La distancia, sin embargo, se acorta; Learthy no logra extraer de los veleros más rendimiento que el permitido por esas ráfagas, tibias y mortecinas; y veo languidecer, una a una, nuestras velas grandes, que comienzan a estorbar con su peso muerto, y los juanetes, pericos y sobrepericos, pendiendo de sus vergas como ropas empapadas puestas a secar. Tuerzo el cuello, observo a popa, sin catalejo, para qué, a simple vista distingo los negros agujeros de los escobenes del Espíritu Santo, las dos anclas sobre las serviolas, los destellos que el sol calcinante arranca de los hierros, los marineros que se mueven en la proa del brick, el atrevido oficial que, a la jineta en la base del bauprés, asesta su catalejo sobre mi popa, con impudicia que me hace sonreír, y que ofusca a Jonathan Hoove y a Patrick Donagall. He pedido a este último que se mantenga cerca de mí, pues en cualquier momento echaré mano de un subterfugio que muy pocos a bordo conocen aún. Muchos de mis hombres se sorprenderán; pero mi placer no surge de eso, sino de la cara que pondrá el capitán del Espíritu Santo cuando dé la orden convenida con Patrick. ¿Chillará? ¿Maldecirá? ¿O se mantendrá levemente impasible, repitiéndose que no hay nada en los mares que pueda asombrarlo?

El viento es una pura y absoluta ausencia en la zona. Ambos barcos se mueven por inercia, o casi no se mueven, envueltos en una atmósfera de horno, como si un velo gaseoso nos hubiese atrapado, aislándonos del mundo, difuminando los horizontes, haciendo de mar y cielo una misma plancha brillante, hirviente y, por momentos, enceguecedora. Permito que mis hombres se quiten las camisas y que refresquen sus troncos sudados volcándose agua de mar que extraen con cubos de cuero; casi enseguida, varios se ponen otra vez las camisas, porque la resolana desuella sus hombros y espaldas. La distancia que nos separa del brick todavía es mayor que la de un tiro de fusil; pero observo con impaciencia que el Espíritu Santo, ya por su mayor tonelaje, ya por el empuje de las corrientes, deriva con más fuerza que la Intrépida, y descuenta espacio pulgada a pulgada. Brilla una luz en la proa del brick; oigo el estampido de un cañón de bajo calibre; y siento el silbido del hierro que vuela por encima de la goleta, sobre la banda de babor, que arranca los obenques del mesana y se pierde en el mar con un chasquido lejano.

«¡Maldición!», ruge Kingsbury, «bala encadenada, señor capitán». La goleta, movida por el estallido de los obenques, bandea de estribor a babor, y el mesana, que con tan buena mano repararon Gage y el irlandés, vuelve a resentirse, desequilibrado su apoyo. No es grande el destrozo, porque el cañón del portugués, siendo de proa, no alcanza calibre pesado. Pero si repite el obsequio, puede amargarnos la jornada, y aun dispararnos con bala roja y regalarnos un incendio. La goleta, salvo la obra viva, refrigerada por el agua, es leño ardiente bajo la acción del sol. Cualquier roce con un cuerpo caldeado la convertiría en una hoguera.

Dispongo que los fusileros, sin empleo por el momento, echen agua en cubierta y remojen vergas y velas; y llamando a Patrick, le digo: «Ahora, señor carpintero, baje al pañol con seis hombres y traiga lo acordado». Vacila, observa el brick, luego los obenques destrozados. El disparo con bala encadenada le ha despertado recuerdos estremecedores. Me habla de un arma que los patriotas y los indios de la Provincia Oriental arrojaban a las patas de las cabalgaduras del enemigo, volteándolos y provocando estragos entre la caballería riograndense de Lecor, y cómo, otras veces, reventaban cráneos y hundían costillas. Dos o tres piedras, atadas con tientos, eran el arma fatal. «Nunca pude con ellas», me confió, enardecido, «pero en manos de los criollos, hubieran desarbolado de cuajo cualquier barco, sobre todo ese pestoso portugués, que ojalá traguen los Fomores, dioses pérfidos del mar».

«Al pañol», le grito, «¿o tiene ganas de convivir con las ratas en la cala del brick?». Se cuadra, se da vuelta, corre a la escotilla seguido por seis marineros. Coloco a Clayton, a Hoove y a dos grumetes con fusiles sobre la balaustrada de popa, apuntando hacia las amuras del Espíritu Santo. «¡Sáquenme de en medio a cuatro portugueses, en cuanto brille de nuevo la mecha de su prodrido cañón!», bramo en sus nucas, aguardando el regreso de Patrick. Al fin emerge de la escotilla el irlandés, con los seis marineros pisándole los talones, cargando pesados artefactos envueltos en lonas y provocando chillidos de admiración, silbidos, risotadas. «¡Al trabajo!», vuelvo a bramar, «¡fuerza, señores, si quieren mañana gastar sus pagas en El Ojo del Gato, con el mejor ron servido por las cantineras! ¡Duro, duro, adelante, o arrancaré el pellejo al que afloje!».