CUADERNO 11

Invierno cisplatino

Del oficial Lewis Clayton al capitán John Blackbourne

A bordo del Seeland, fondeado en Maldonado.

Agosto de 1821.

Capitán: presumo que usted ha de estar aún en Juan Griego. Cumplo entonces con el deber de remitir mi informe. Utilizaré los servicios de una nave británica que en breve partirá hacia esa zona. No hallamos plazas en ella; y aunque las hubiese, habríamos rehusado. Nos conviene cambiar de aires, de ambientes, de quehaceres, al menos por una temporada. Continuaremos en el rol del Seeland, que cazará a la altura de las Falkland y regresará calmosa, filosóficamente, con promesa del patrón de tocar Baltimore. Quiera nuestra buena estrella que reciba usted mis pliegos en tiempo, y en condiciones. Conocerá lo ocurrido con la misión que nos encomendó en estas tierras del Plata, ayer Provincia Oriental, hoy Provincia Cisplatina.

En cuanto trasbordamos de la Intrépida al Seeland, Learthy con su cofre y su cara de médico de condado, yo con la cruz de Patrick Donagall, y ambos con su terminante mandato, me preguntó Learthy, perplejo, cómo buscar en las puntas del Cufré la hacienda de las hermanas Gómez, primas de Inocencia, con quienes ella se habría refugiado (según los datos del irlandés); y cómo dar con esa mujer y poner en sus manos la cruz de roble. También yo me preguntaba lo mismo. Internarnos en una comarca sometida, con mal portugués y peor español, ignorando qué suerte habría corrido Inocencia, a qué paraje la habría empujado la guerra, me pareció carga abrumadora, redoble de desdicha, hueso que me atoraba desde el comienzo de este viaje. Y sólo el acatamiento y la disciplina nos sacaron adelante.

Dos jornadas después, molesto —igual que Learthy— por una navegación demorada y torpe, soportando los gruñidos del patrón, un danés caprichoso pero recto con los armadores, y el olor acre que envuelve al viejo barco de las cofas a la quilla, seguían asediándome aquellos pensamientos. Me abstraían de día, me desvelaban de noche, entrometiéndose durante mis turnos, repicando con cada campanazo, reviviendo con los cabeceos, aullando junto con las tormentas entre el remendado velamen, amplificándose bajo los soles del trópico, y acrecentándose hasta hacerme doler las sienes cuando avistamos la boca rumorosa, bullente, agitada, del estuario del Plata.

Learthy alimentó, durante la travesía, el martilleo en mi cabeza. No insistió con el cumplimiento de la voluntad de Patrick, y se lo agradecí calladamente. Hubo un pacto tácito de no mencionar ese aspecto; o hubo, es más probable, seguridad en Learthy de que iríamos hasta donde se pudiese.

A cambio de esa discreción, machacó mis oídos relatándome pasajes de la vida de Patrick; y lo hizo con tanta finura, con acento tan conmovido, que al fin me ablandó: había escudriñado al irlandés con instrumentos más eficaces que los míos. Learthy cambiaba ante mis ojos, en rara metamorfosis, como si ya no viviese desde su piel hacia afuera, sino volcado hacia sí mismo. Promediada la travesía, creí que había renunciado a sus afanes por explorar mundos, nutrirse de sabiduría práctica, investigar, proyectar; y que sacando a flote sólo una arista de su lealtad —que era grande y apuntaba en varias direcciones— la concentraba en un propósito: asistirme en lo que él denominaba, con solemnidad, «nuestra misión». Patrick se hallaba en paz; o así lo deseábamos. Pero no me dejaba en paz; y mucho menos, a Learthy.

Sospeché que las meditaciones de mi compañero podrían volverse en su contra, y más de una vez, sobre cubierta, sentí ganas de sacudirlo por los hombros, hablarle fuerte, pedirle que rompiese el cerco de su ensimismamiento, advertirle que el conocer tiene límites, y que la muerte de un amigo es uno de esos límites.

Recuerdo un hecho que enardeció a la tripulación y dejó mudo al patrón gruñidor. Fue un mediodía; aún faltaban muchas millas para arribar al Plata; lucía el sol; las aguas relumbraban con mansedumbre perezosa. En un segundo la superficie pareció rajarse como un manto viejo, a escasas yardas de nuestra proa; emergieron dos masas oscuras, brotaron chorros de espuma como si estuviesen chapoteando y jugando gigantes; y el estupor nos paralizó.

Eran, por cierto, gigantes, pero no jugaban. Combatían a muerte. Con cada emergencia, mostraban sus cuerpos casi por entero. Robusto, de abultada cabeza, el cachalote; más delgado, y de recto colmillo, como espolón mortífero, el narval. Fue duelo desaforado entre mordiscos, coletazos y estocadas. Se abrían heridas, se mezclaba la sangre con las espumas, emergían los cuerpos en arranques de monstruoso vigor y caían al agua produciendo estallidos fortísimos. El patrón, hombre curtido en presenciar esas batallas, ordenó frenar la marcha para no perder el espectáculo, contenido el aliento, mientras los marineros chillaban, aplaudían, apostaban por un vencedor.

No supimos cuál triunfó. Se hundieron durante diez minutos, para emerger más lejos, en zonas imprevisibles. Y el ballenero debió reanudar su viaje. Pero hubo un hombre que miró el combate distraídamente, tal vez con repugnancia, tal vez con indiferencia, absteniéndose de exclamaciones, sin soltar un resoplido: Jack Learthy. No corrió a la cámara para traer sus papeles y sus lápices, y anotar o dibujar, como hubiese hecho antes, estoy seguro. Sólo dijo, instado por mí, que el coraje de las bestias vale apenas un centavo comparado con el del hombre: «No tienen conciencia», comentó. Y sin más pretextos, asomó de nuevo a sus labios Patrick Donagall: «Pude bucear en su corazón, un mediodía como éste, a bordo de la Intrépida, sin necesidad de que ningún narval clavase su espolón en el flanco de un cachalote. Patrick fue valeroso, nunca lo pondríamos en duda. El viejo Hoove, con modestia sorpresiva, se tenía por menos valiente que él. “No tuve miedo cuando deserté”, me confió Patrick en aquel mediodía, “ni cuando los ingleses anduvieron tras mi rastro, ni cuando me hirieron frente a Martín García los españoles. Si alguien me venía con el hierro, me sobraba odio como para apagar cualquier cobardía. Sólo siento una clase de miedo, te voy a hacer confesión. Nace de mí, y es el de haber hecho daño irremediable, el de haber sido injusto, o cruel; sí, es eso, di en el clavo, cruel con cuchillo o con palabras. ¿Alguien piensa que deserté sin contraer deudas? Jack, te juro, la deserción ya no me pesa. Pero no fue fácil, nada fácil”».

»“Bajé a tierra con el maestro carpintero de la Encounter, para acopiar maderas, escoltado por dos marineros. Las partidas criollas asediaban a los británicos en Maldonado, y las deserciones menudeaban. Yo detestaba la brutalidad de los oficiales británicos y la de los ‘limeys’, gente con tanta soberbia como pulgas. El deseo de escapar y huir por los campos me salía por los ojos. Uno de los marineros lo notó, no era tonto. Y cuando me acerqué a un arroyo haciéndome el inocente, se me interpuso de un salto. Tenía tanta fuerza como yo, a pesar de su cuerpo enjuto. Había sido enganchado en Santa Elena, y creo que había nacido en aquella isla. Forcejeamos en silencio, me llené de ira, me vi de vuelta en la Encounter, odié la sujeción, la prepotencia, y le apliqué un navajazo. ¡Desdichado de él, y de mí! Debe haber muerto, nadie cuenta el cuento si sufre el navajazo de un sujeto desesperado, furioso por librarse. Hablé del caso, tiempo después, con Inocencia, durante noches y noches; y era tan buena confesora como tú. Tal vez mejor, con tus disculpas, porque me hacía ver que yo no necesitaba perdón de nadie, ‘aquí el que no degüella es un flojo, y va al hoyo’. Lo que jamás sabré, amigo Jack, es si ella me hizo así, o si traje esta índole desde el día que abrí los ojos en Skerries. ¿O los abrí allá, en las sierras de Maldonado, en los campos de Colonia?”. Dígame usted ahora, Clayton, después de haber visto despedazarse a las bestias, qué representa para nosotros un coraje sin conciencia. Patrick tenía conciencia, muy airada, muy viva, filosa como su navaja; y por ella aprendió, en tierra o a bordo, de qué pasta está hecho el miedo».

Cuando entrábamos en el Plata, sentí un ligero orgullo, un cariñoso y perverso deseo por poner a prueba, frente a aquellas aguas, su conocimiento del mundo. Lo desafié planteándole las mismas cosas que me habían intrigado dos años antes, a bordo de la Intrépida. ¿Río? ¿Inmensa boca? ¿Mar? «Las cartas no definen», contestó Learthy, «el patrón dice estuario, y Blackbourne también dijo lo mismo, como todo marino de altura». Mirando el azul sucio de las aguas, un azul difícil de notar en parte alguna, seguimos hablando de mar. Costumbre, convención, o, para ser sincero, homenaje. Patrick veneraba al mar, quien quiera entender su vida, concédale el mar por cuna, y tendrá el retrato cabal de un hombre «joven y sencillo», como repetía Learthy. Joven, sí; pero ¿sencillo?

«El mar era para él redención», comentó Learthy, «¿qué huella dura en la superficie? No quedan memorias, y los caminos tortuosos de los hombres, los vaivenes y los arranques, los arrepentimientos y los retrocesos, son borrados con pacífico o tormentoso desdén. O con infinita misericordia».

Fondeó el Seeland en Montevideo, tras descartar Buenos Aires: capricho del patrón. Pensé en diez días de escala, tiempo parco; pero tuvimos veinte. Un nuevo capricho, que agregado al anterior, nos facilitaba las cosas. Satisfechos los trámites de rigor, y habiéndose manejado nuestro patrón con tacto ante el amo portugués, pedimos anticipo de la paga y permiso para bajar a tierra. Luego de lavarnos y de rasurarnos uno al otro las barbas, por no haber espejos a bordo, ni cazos o sartenes libres de una grasitud de años, abordamos el bote, viajamos hacia el atracadero, asegurada en un bolsillo de mi casaca la cruz de Patrick, y observamos al fin, con la atención debida, la bahía y el perfil de la ciudad.

Íbamos sin hablar, bajo un cielo gris, entre ráfagas heladas. Comenzaba agosto, y en estas latitudes el invierno castiga. La bahía, coronada en un extremo por un cerro, parecía abrigo excelente, y nos daba razón de su fama y del fervor rapiñero que despertó desde siglos. Comprimida en el extremo opuesto, sobre una península que enfrentaba los embates de las sudestadas, la ciudad se apretujaba con modestia, como recelosa. Sólo algunos templos asomaban sus campanarios entre casas bajas, como es frecuente en tantas colonias españolas. En el seno de la bahía y en las faldas del cerro, terrenos feraces, arbolados, apacibles. Todo estaba muy quieto, incluso el puerto, donde fondeaban escasos barcos.

Pisamos tierra, miramos en torno, caminamos hacia la ciudad. Dimos con sólo dos calles empedradas; las restantes que recorrimos eran de tierra, convertida en barro pegajoso por los aguaceros. Nos detuvimos, midiendo la enormidad de nuestro propósito. O despropósito, según el desaliento con que nos escrutamos mutuamente las caras. Los pobladores, mal vestidos, reconcentrados, amoratados por el frío, nos esquivaban, quizás porque todavía olíamos mal, o porque no esperaban nada bueno de los extranjeros. Interpelamos a dos o tres transeúntes; pero no nos entendieron, o no quisieron perder tiempo. Algunos civiles portugueses, esos funcionarios despectivos que toda invasión acarrea, como escoria de inundaciones, nos escucharon desconfiados y se perdieron tras la primera esquina. Nos irritaba abordarlos, y más de una vez, perdida la calma, sentimos ansias de gritarles bajo qué bandera habíamos zurrado a los suyos en el mar. Reprimiéndonos a tiempo, empezamos a vivir la molesta sensación, dolorosa a ratos, de haber abatido el rumbo hacia una comarca que se volvía irreal, como si allí no hubiese atronado la guerra, y la vida fuese comedia sin risas, tragedia sin lágrimas, falsa representación que no atinaba a esconder la grieta entre dominadores y dominados. Gastamos una jornada entera en ambientarnos, en perseguir estérilmente damas solitarias que se deslizaban pegadas a los muros y envueltas en chales, hacia las iglesias para repasar el rosario o rezar a la Virgen, o en distraernos con el trajín de algún aguatero. Frente a las casas de azotea, habitadas por familias ricas, oímos, al atardecer, a pesar de las puertas y las ventanas cerradas, cantos y músicas de danzas. Las señoritas bailarían con los oficiales de Lecor, como sucede en cualquier ciudad donde los invasores entran vitoreados por la gente de siempre, la que se ilusiona con promesas liberadoras de quienes les roban, precisamente, la libertad. Nunca vimos a Lecor; Learthy, llevado por su curiosidad, lo hubiera encarado. Yo, no. Me irritaba la cantidad de soldados portugueses, unos cinco mil según se murmuraba en las esquinas. «Son tantos como nosotros; antes éramos catorce mil, y daba para vivir bien».

Antes, ¿cuándo? Nadie respondía. Los paseantes se escudaban en las humazas de sus cigarros, apuraban el paso y desaparecían en calles con olor a tabaco, a café, a frituras y a carne asada. Recordé que Patrick me había hablado del aroma yodado que solía inundar las calles cuando soplaban vientos desde el estuario. Cerca de los embarcaderos yo había aspirado emanaciones de pescado, frutas en descomposición, estiércol de las caballerías, aguas servidas que las mujeres arrojaban con displicencia en mitad de la calzada, entre remolinos de líquidos espesos trascendiendo a lejía.

Ya de noche, nuestros huesos anclaron en una casa oscura y sucia, muy próxima a los atracaderos, que era a la vez tienda, café, taberna y agujero donde pernoctar. Su dueño, un criollo cejijunto, disimulaba mal su despecho y nos vigilaba de reojo. Pudimos obtener un periódico, el Argos de Buenos Aires, caído allí de las nubes, con retraso grande. Descifrando sus hojas ajadas adivinamos, con ayuda del posadero, que esa tierra se llamaba —desde pocas semanas atrás— Provincia Cisplatina, incorporada a Portugal por voluntad de sus habitantes, y que uno de los artífices de la incorporación, Jerónimo Pío Bianchi, era catalogado por el periodista del Argos como «nuevo Proteo, a un tiempo administrador de Aduana, síndico procurador, comandante de resguardo, caballero de Cristo, diputado representante y agente secreto del gobierno».

Tal vez no fuera riesgoso demorarnos en Montevideo. Era, en cambio, afrentoso. El posadero tuvo un gesto hospitalario y nos vinculó con un guía, reclamado desde que llegamos para que asistiese nuestra necesidad de viajar a tierras de Colonia. Con más precisión, a las puntas del Cufré. Horas antes, habíamos concebido el proyecto de cabotear. ¿Pero cómo conseguir lancha, gabarra o lo que fuese, y patrón condescendiente? Un despilfarro de tiempo. Nos recomendaron a un andaluz, a quien decían Pepe Onza, héroe de mil y una hazañas con sólo su canoa. Por elemental cautela, lo desechamos.

Encarar al patrón del Seeland, proponerle levar anclas para surcar un tramo mal conocido del río, hubiese equivalido a que nos cerrase la puerta de su cámara en las narices. Iríamos por tierra.

Dijimos que portábamos mensajes privados para las hermanas Gómez, hacendadas; y habiendo metido previamente, en bolsillos falsos de las casacas, nuestra carga más valiosa —onzas de oro en apretados envoltorios— que no dejábamos en parte alguna, ni siquiera en el ballenero, mostramos a quien quisiera el interior de las maletas, para evidenciar que no trasladábamos caudales, sino noticias de estricto carácter familiar. Treta acertada. Desalentamos a los posibles asaltantes, especialmente al guía, del que nos cuidábamos, pero al que, forzados y con apremio, aceptamos.

Ni Learthy ni yo éramos jinetes: nos despreciaron, y merecimos las burlas del posadero, aunque disfrazadas. Viajamos en carro. Al recorrer las afueras de Montevideo, luego de trasponer un portón de las murallas, vimos desolación, abandono, pobreza. Nos llamó la atención una zanja que vadeamos con trabajos, y que se perdía hacia el este y el oeste. «La zanja reyuna», quiso explicar el guía, «obra del Pacificador». Así nombraban muchos, con velada sorna, al general Lecor.

No habíamos cubierto una legua, y ya los campos ostentaban pasturas riquísimas, regadas con magnificencia, dilatándose hasta donde quisiera la vista, como pradera virgen. De tanto en tanto divisábamos, a lo lejos, algún vacuno esmirriado, huidizo. O ranchos de barro y paja, con una única abertura por donde asomaba una vieja, o un casal de individuos decrépitos, que nada decían si nos arrimábamos, negando obstinadamente con la cabeza y guareciéndose en la oscuridad de sus moradas. Veíamos volar, en parejas, unos pájaros graznando con estridencia, aguerridos, de hermoso plumaje. Serían los teros que embelesaban a Patrick y cuyas astucias para desorientar a los intrusos me relataba cuando orzábamos con la Intrépida en el oleaje del Mediterráneo. Nos pesó en el alma aquel paisaje, como si estuviese encantado, adormecido por las hadas malignas de que habló a menudo el irlandés, mezclando pájaros de la tierra oriental con las mitologías de su infancia. Respirábamos, con el aire helado, desgana, ausencia, opresión.

A veces nos cruzábamos con gente a caballo, vagos del desierto, o piquetes criollos comandados, en humillante combinación, por un sargento portugués y un cabo nativo, o al revés. Y nos dejaban la sensación de ser cómplices deseosos, en cualquier atajo, de coserse a puñaladas. Les preguntaba el guía, de nuestra parte, si tenían noticias de la familia de las Gómez, y de Inocencia, su prima. Se encogían de hombros, respondían contradiciéndose y embarullándonos. Unos decían que las hermanas Gómez se fueron a Entre Ríos, amancebadas con ganaderos de la otra banda; hubo quienes insinuaron que la tristeza, la pura tristeza, se llevó a Inocencia, cansada de esperar el regreso de hijos, sobrinos o entenados. Decían más, pero el guía desfiguraba las cosas a su antojo, mencionando lodazales, caminos tapados por las aguas, ríos y arroyos desbordados, «de tanto llover en este puto invierno cisplatino», montes en las riberas, reductos de los mozos dispersados por la guerra y convertidos en salteadores. Para remate, hizo a un lado las mañas, echó pestes contra los extranjeros, agregó que, por las crecidas, no se podía seguir en carro sino en carreta tirada por bueyes, y reclamó paga doblada. «Hasta donde podamos», habíamos convenido con Learthy. Me adelanté a su parecer, expresando que nunca alcanzaríamos las puntas del Cufré. Y ordené el regreso. Para que nuestras almas no se hiciesen pedazos, nos envalentonamos diciendo que la Cisplatina no podía durar. ¿Quién mezclaba agua con aceite? Sólo un indiferente o un sonámbulo recorrería aquella parte del mundo sin darse cuenta de que, tarde o temprano, brotarían conspiraciones.

Pasaríamos los últimos momentos en la posada, atendiendo con paciencia de apóstoles al «viejo de la ginebra», un anciano bebedor que se hacía entender por señas y guiñadas, y que nos recordaba al Seeland por lo apestoso y vetusto. De cuando en cuando desenfundaba unos papeles y nos mostraba dibujos. Eran las sucesivas banderas que él había visto ondear en Montevideo: española, inglesa, española otra vez, bonaerense, artiguista, portuguesa… ¿cuántas más?, sugería gesticulando. ¡Ciudad desventurada!

Zangoleteados por el carro, nos pusimos a pensar que algún día estaríamos hamacándonos sobre nuevas goletas armadas en Baltimore para reanudar la lucha contra los monárquicos. El ensueño alentó hasta que avistamos las murallas de Montevideo, cuyos bastiones oscuros nos devolvieron al presente. Como alucinaciones encarnizadas, los años por vivir corrieron dentro de nosotros, impulsados por los vientos del tiempo, más veloces que los que moverían a las imaginadas embarcaciones.

No habría goletas de gavia; no gozaríamos viendo los cascos recién pintados de negro, ni la banda blanca, de popa a proa, naciendo a la altura de los imbornales e interrumpida por las portas de los cañones, ni el barniz de cubiertas y mástiles brillando como cristal. Tan sólo la arboladura tosca, la jarcia pringosa, el maderamen despintado y sucio, la silueta sin gracia del Seeland, en el que zarpamos cuando el capricho del patrón lo determinó, sin que lo amedrentase la fuerza del pampero. Navegamos con cansancio, aporreados por el trabajo y los sacudones del viejo ballenero. Si Patrick hubiese vivido, habría jurado, riéndose, que sufríamos el purgatorio reservado por su santo patrono a los marinos pecadores. Hablé de eso con Learthy, pero no logré sacarlo de su mutismo. Si mal no recuerdo, me extendí sobre los amores de Patrick, en plural, dado que su historia no se reducía a Inocencia, según confidencias. Y aun esa mujer, ¿qué fue para él? Nunca endulzó esos temas; no le conocí tapujos sino una franqueza con la que hacía saltar verdades, como las doladuras bajo los golpes de su segur, y en las que exponía, amistosamente, una sensualidad restallando sin tasa, libre de morbideces o melancolías. Pero su mandato había sido concluyente: «La cruz, a Inocencia».

Sí, yo llevaba, bien custodiada, la cruz tallada en roble, y la tanteaba de continuo mientras el Seeland procuraba abrigo en la ensenada de Maldonado, en espera de que el viento amainase. Yo nada esperé. Llamé a Learthy, y de codos sobre la regala, en la banda que se orientaba hacia tierra, convidé a mi amigo a contemplar las serranías, la línea de la playa esfumada por la bruma del oleaje, las aguas de un verde oscuro, sembradas de espumas. «Un impulso violento trajo a Patrick hasta aquí», dije, «otro impulso lo llevó. Y un acto, tal vez de caridad, puede oficiar como restitución».

Y desnudando la cruz de su envoltorio, y lastrándola con munición que até a sus brazos con un delgado cabo de cáñamo, la arrojé a las aguas, mudos los dos, viendo cómo el crucificado de roble se hundía en busca de paz.

(Del periodista Charles Weimberg a su amigo John Blackbourne).

Nueva York

Diciembre de 1821

Viejo John: ayer proclamaste honorable a Lewis Clayton; hoy le diría escamoteador. O mentiroso. ¿Lo sufrirás? Nos hizo creer que no hallaron a Inocencia, y estuve a punto de imprimirlo, jurando a mis lectores por tus barbas, las mías y las de él, que expresaba verdad. Pero me contuve: mi profesión exige corroborarlo todo. ¿Tantas millas para no dar con esa mujer, o con su tumba? Lewis sabrá de barcos, derrotas, mareas; pluma en mano, resulta un bisoño, por decir lo más liviano.

Hace apenas una hora me visitó en la redacción una dama, vecina de esta ciudad, esposa en segundas nupcias de un banquero achacoso y resignado, madre de dos muchachos, y por más señas, irlandesa. Nombró a Patrick Donagall, impresionada por su destino; y rojas las mejillas —de emoción, te juro— agitando la piel de zorro con que abrigaba su cuello, se desahogó con un sonoro: «El señor Clayton dijo la verdad a medias». Elegancia irlandesa para darme a entender que Lewis mintió.

Te explico. La ruborosa señora contrató a un caballero como preceptor de sus chicos. Ex marino, empobrecido, prendado de la ciencia, del buen leer (y de la irlandesa, aunque con circunspección excusable). Su nombre: Jack Learthy. ¿Lo imaginabas todavía en el Seeland, sin hartarse de ver destazar ballenas, del olor nauseabundo a sangre y a grasa?

Tus hombres se dispersaron al arribar a Juan Griego, como empujados por vientos de todos los cuadrantes, según tus cartas, que me han impresionado, y a las que contesto ahora. ¿Es cierto que Joseph Kingsbury se enroló en una fragata de guerra? ¿Que Dan Armstrong y David Smith retornaron a Nantucket, y que aún no han resuelto sus destinos? ¿Que Jonathan Hoove, dando bordadas de taberna en taberna, zurce con sus inventos la realidad del combate en que hirieron de muerte a Patrick Donagall? De Simbad nada te pregunto, pues todo es posible en su vida, sin excluir la sibila de los corales. Tampoco de Bob, a quien deseo un buen viaje hasta Kingston, donde hallará mulatas que cocinen para él hasta que se le caigan los dientes. Ni de Peter Talsitt, con proyectos de envejecer como pescador, repitiendo un enigmático «fuimos más allá de lo que esperaban de nosotros».

Admiro a Clark, el piloto, y a Hill, el cirujano, que permanecieron contigo, junto con once marineros curtidos, de esos con barbas tupidas, caras como talladas a hachazos, cicatrices honrosas. Advierto que al mando de ese puñado, más los que se avengan a acompañarte, reparada la goleta, con otro nombre quizás, pondrás tu experiencia, y tu vida, en el tapete de la insurgencia bolivariana. Si Luis Brion, Aury o Arismendi son tal cual me los pintas, no sé cómo sobrellevarás tus cruceros. Has tenido un secuaz, aunque es difícil que se reúna contigo: el citado Jack Learthy.

Dijo adiós al ballenero antes de lo previsto, se despidió con pesadumbre de Clayton y enfiló como pudo a las costas venezolanas para engancharse con los rebeldes, con John Danels tal vez, cuya excelente foja conoces. Dejó Learthy por esos mares su ambición de capitanear goletas en singladuras pacíficas y volvió a combatir por la libertad republicana. La empresa le valió galardones, heridas, cabeza cargada de recuerdos, bolsillos vacíos. De retorno a este país, el socorro de la dama irlandesa le permitió comer, aunque debió afrontar un trabajo con el que nunca soñó. Lleva una quincena deslumbrando a los niños (y a la señora). Relató a aquéllos sus cruceros, los días de calma, las noches de luna, la estratagema de los remos, las pesadillas de Dickinson, los cuentos de Simbad; y a la madre, la misión que cumplió en la Provincia Oriental del Plata. Su visión del mundo cisplatino coincide con la de su acompañante, como la sombra con su cuerpo, tal como leíste en el informe de Lewis. Pero de pronto la sombra se emancipó y dio testimonio diferente.

Fue justo al vadear un arroyo, ni tan crecido ni tan peligroso como el guía anunciaba. La búsqueda pareció irracional a Lewis, y así lo expuso, proponiendo el regreso. Para Learthy, nada había —ni hay— de irracional en este siglo. «Lo único irracional es la renuncia», dijo. Y persuadió al guía, y sobre todo a Lewis, para proseguir. Hallaron un vado, traspusieron un arroyo ensoberbecido, y luego otros, y otros más. ¿Qué eran aquellos hilos de agua para quienes habían atravesado los mares? Aguantaron chubascos, embarrados, tensos, pernoctando a la intemperie, bajo el carro. Al cuarto día, el guía indicó que estaban próximos a las puntas del Cufré, a media legua de la estancia de las Gómez. «No han de quedar cristianos allí», completó.

Por su aspecto, el casco de la estancia parecía ruina abandonada. Golpearon las manos, gritó el guía «Ave María purísima», esperaron. Ladró un perro, desde los fondos. Rodearon la edificación y alcanzaron un cobertizo de paja y barro, hecho según costumbres de la zona. Salía humo por la puerta; tras el humo, apareció un perro flaco y viejo, ladrando, también por costumbre. Detrás, una mujer, pelo suelto, lacio, mechones canosos, secándose las manos con un delantal. Preguntó el guía por las hermanas Gómez, y movió un brazo la mujer, sugiriendo que esas personas se habían ido hacia tiempo, pero no dijo adonde. Presentó el guía a Jack Learthy y a Lewis Clayton como viajeros del norte, «de un país muy grande, una lejura bárbara», comerciantes, «gente de la mar», que deseaban encontrar a doña Inocencia para transmitirle un mensaje.

«Yo soy», dijo la mujer. Y observó a los dos con serenidad obstinada, como si todo el frío del invierno se hubiese guarecido en sus ojos. No demostró interés por conocer de dónde venían, ni qué habrían de comunicarle. «Mensajes», murmuró, «¿quién se molestaría?». Hizo pasar a los tres a su rancho, los invitó a sentarse en sillas derrengadas, «restos de un pasado mejor» pensó Learthy, ofreció lo poco que tenía: aguardiente y galletas. La habitación era paupérrima. En un rincón, sobre un brasero humeante, un caldero tiznado. Demoraron en hablar, turbados por el fardo que traían en sus almas y por la serenidad implacable con que Inocencia los miraba. «Nos estudiaba», comentó Learthy, «como un geólogo cuando examina una par de piedras, con la débil esperanza de averiguar a qué terrenos pertenecen».

Tuvo el guía la discreción de salir, con la excusa de atender los caballos. Para Learthy, no fue discreción, sino castigo. Ni él ni Lewis se atrevían a declarar por qué venían. El mal español de ambos empeoraba la situación. Learthy, amante empedernido de la verdad, soltó el nombre que le quemaba las entrañas: «Patrick», tartajeó, «Patrick Donagall». La mujer sonrió, pero con tal levedad, que hizo callar a los dos. Dejaron pasar los minutos. Sólo se oía el viento en los campos chocando contra las paredes de barro, colándose por la puerta, y helándolos. «El irlandés…», deslizó Lewis. «No volvió», le contestó de pronto Inocencia, sirviendo más aguardiente, «nadie ha vuelto». Ella no bebió. Mordisqueó media galleta, con pereza, y tiró la otra mitad al perro. «Yo sólo espero», agregó.

Jack Learthy se incorporó, impetuoso. Quería contener a Lewis, quien había metido la mano derecha en el bolsillo interior de su casaca, donde reposaba la cruz de roble. «Qué ganamos», dijo rápidamente a su compañero en cerrado inglés. Apelando a su memoria, reflotando a la fuerza su mal español, midiendo sus palabras, cubriéndose de cualquier imprudencia y fundándose en que eran ciudadanos extranjeros amparados bajo pabellón neutral, declaró al fin: «Patrick está bien, sí, muy bien; anda lejos, demorará en llegar, navegó como un valiente, un marino como he visto pocos, honró su bandera, ahora es dueño de un barco, siempre se acuerda de Inocencia…».

La mujer se llevó la mano a la boca. Jack esperó la convulsión, el llanto. Pero los ojos de la anfitriona permanecieron secos. Se había llevado la mano a la boca para mordisquear, absorta, otro pedazo de galleta. Miró hacia la puerta y clavó la vista en el trozo de cielo gris que se vislumbraba desde el interior.

Lewis se dedicó a observarla: así testimonió Learthy. ¿Qué pensaba encontrar en ella? ¿Vigor, frescura, y ese perfume a pastizales, a ropas lavadas con jabón sobre las piedras de algún río, la mujer silvestre sin corpiño, suelta de pechos y caderas, y tan libre en sus pasiones como un potro en las pampas? Fantasías irlandesas de Patrick, amasadas con sus once años de vida criolla, de días guerreros y sangrientos, seguidos de noches de mimos, caña y asado. Madre, madrina, cocinera, costurera para el muchachito desertor y desamparado; años después, su hembra, dicho con franqueza. Y ahora, delante de Lewis, tronco sin ramas ni hojas, raigón asomando a duras penas en una tierra arrasada, mujer envejecida y solitaria, remediándose con las gallinas y lecheras que sobrevivieron al vendaval de invasiones, combates, derrotas. En sólo tres años. Una mujer ensimismada, taciturna, rudamente hospitalaria, que esperaba todavía, pero con la quietud impenetrable de quien espera lluvias, soles, y otra vez lluvias. Todos podemos echar cartas en esta historia, y yo tengo la mía: Inocencia adivinó las cosas en cuanto los vio llegar. Después, se tragó la lengua, evitó revolver recuerdos, y dando por bueno cuanto ellos decían, no halló nada mejor, salvo mirar a través de la puerta. Y no hubiera alterado esta actitud, si Jack Learthy no le hubiese dicho: «Amigos, somos amigos de Patrick. Él ha confiado en nosotros. Tenga usted». Y descosiendo con su navaja el bolsillo falso de su casaca, hizo brillar a la débil luz que entraba por la puerta un puñado de onzas de oro, las envolvió en un pañuelo, y en lugar de colocar el envoltorio sobre la única mesa, entre las galletas y el porrón de aguardiente, lo puso con delicadeza en las manos de Inocencia. «Valen mucho, en cualquier tierra. Que no se las roben. Patrick las envía».

También Lewis rasgó su bolsillo falso, y escondiendo la cruz, agregó otro puñado de oro al envoltorio que Inocencia, trémula y silenciosa, había empezado a apretar contra el pecho.

Los plazos se acortaban, el Seeland zarparía pronto, el guía —que esperaba a diez pasos— desearía concluir la encomienda, y cobrar. Se fueron.

En el trayecto, Jack no habló. Tampoco Lewis. Volvían con ropa de recambio en las maletas, con los haberes destinados a contentar al guía, a mercar un trozo de tasajo por el camino, a compensar al posadero montevideano. Y con la cruz. Nada más. Habían dado a Inocencia las ganancias —pequeñas o grandes— obtenidas en los últimos cruceros con pabellón tricolor.

John Blackbourne, entrañable y viejo amigo: ¿justificarás la reticencia de Lewis? ¿Quiso respetar la modestia de Jack Learthy? Ya ves cómo el cielo —o una dama irlandesa— descubren verdades por la boca de ese mismo hombre modesto. ¿O pretendió envolver a Inocencia con las velas desplegadas de su piedad? Las mejillas de la dama irlandesa eran amapolas, tomates, carbones encendidos por algún soplo todopoderoso cuando me contaba ese episodio. Tiene a Jack, a Lewis, a ti mismo y a cuantos compartieron los cruceros, como comunidad, cofradía, o logia, imantados por un solo espíritu o un solo centro: el del corsario. No sé si dice verdades, o si le sobra fervor. Me consta, en cambio, que sufre pensando en los mares como sepultura de tantos muchachos, sin rastros, lápidas, flores y esas cosas. Y ha insinuado que ustedes se desvelan en las noches por la misma causa, aunque nada digan. De lo contrario, ¿habrían rendido culto a la memoria de Patrick Donagall, hombre en apariencia sin patria?