CUADERNO 6

Presas acorraladas

Luis de Miranda reparte sus miradas entre la goleta, que escapa en medio del aire caliente, brumoso, y el rostro de su capitán. Esperó una explosión, insultos, órdenes de continuar cañoneando con bala encadenada; y sólo está viendo a un Basilio de Brito con el pie derecho sobre un cabo adujado, un codo apoyado en la rodilla, el mentón reposando en la palma y la vista clavada en la goleta empequeñeciéndose con cada brazada de los remos, como si fuese bote descomunal, alucinación creada por la resolana, la calma, la fiebre.

«Los artilleros quieren saber si siguen disparando con bala encadenada, o con roja», informa Manuel Pinto acercándose. «Con nada», responde el capitán, quien vuelve a su silencio, siempre apoyado el mentón sobre la palma, observando sin necesidad de catalejo cómo estira distancias la goleta. ¿Gastar pólvora y munición porque sí? No está en el temperamento del capitán ser dispendioso; mucho menos, atronar el aire con aparatos de despecho. Pasará un rato largo en esa posición, sin cansarse, sin fruncir el ceño, sin aceptar un jarro de estaño que, con vino hasta los bordes, le ofrece un grumete. ¿Qué importan la sed, el calor? Los remos de la goleta continúan batiendo las aguas bruñidas, donde se refleja un cielo lechoso, con ritmo parejo, sostenido, como el de su corazón, que bate la sangre acompasadamente. ¿Para qué irritarse? Reiría, si no se supiese observado de reojo por De Almeida y Pinto. Imagina, por un momento, que es capitán de la goleta: ¿habría inventado esa forma de huir? La desesperación aconseja arbitrios insólitos, más de veinte años en el oficio se lo habían enseñado; pero la fuga emprendida por aquel yanqui le habla de una profesión tan bien aprovechada como la suya. Quisiera colocar en la toldilla de la goleta a un capitán con su propio rostro, sus mismos años, su mismo cabello ralo, sus entradas profundas, su frente; y enseguida borra ese pensamiento: ningún veterano habría salido al mar en cruceros de esa especie. Aquel recurso del remo era invento de jóvenes, muchachos todos ellos, empezando por el insolente que los comandaba. Insolente, quedaba fuera de discusión; también, previsor, mañoso y hombre de mar, de pies a cabeza. No se compran esos remos en los puertos; se hacen a bordo, siempre y cuando se tengan buenos carpinteros; y sólo un sujeto al que le haya crecido la barba en el mar sabe quién es el carpintero que mejor le sirva. La mala suerte le roba el apresamiento, eso es todo. Si el viento se levantase, caería sobre la goleta; y de nada valdrían remos y otros artefactos. La desarbolaría haciéndole llover bala roja con sus seis baterías en cada banda, la incendiaría y terminaría en veinte minutos con quienes sólo eran, al fin y al cabo, piratas.

Palabras más, palabras menos, eso esperaba que dijese abiertamente el oficial asesor incorporado a su rol, y cuyos auxilios —en dinero y en consejos— mejoraron el aparejo del brick, ampliaron el armamento y le dieron un respaldo que venía reclamando desde que le llegó a Desterro la orden de ponerse en campaña. Las autoridades de Bahía, más sinuosas que las de Santa Catarina, habían indicado: «Zarpe el señor capitán Basilio de Brito en cuanto lo juzgue conveniente, en misión de guerra total contra el corso de los artiguinhas, en justa represalia por las tropelías contra el convoy indefenso procedente de Lisboa». Y para que levase anclas con cara menos avinagrada, añadieron a la orden el oficial solicitado, de nombre José Freire da Nóbrega, diez años menor que él, pero lleno de empaque y de orgullo. Nacido en São João del Rei, a doscientos kilómetros al noroeste de Río de Janeiro, hijo de padre enriquecido por explotar minas de oro, y de madre devota, Freire da Nóbrega mezclaba —para extrañeza de De Brito— el fanatismo de un monarquista absoluto con la racionalidad de un enciclopedista. No le incomodaba que tuviese muchas letras, ni que se pasease a menudo por cubierta con un libro bajo el brazo, casi siempre el mismo: el poema «Uruguai», de Basilio da Gama. Su oficial se entretenía leyendo las hazañas de un antepasado, el general Gomes Freire de Andrada, que había brillado, al parecer en la guerra que Portugal y España —aliándose— llevaron en 1756 a las Misiones Jesuíticas. Tenía su lado divertido ver a Freire da Nóbrega repitiendo a media voz, como un alucinado, las glorias de un hombre que necesitó la complicidad de España para reventar a la indiada guaraní. Fuera de ese amor por los versos, curioso en un colega, Freire da Nóbrega se mostraba disciplinado, consciente de su papel subalterno en el Espíritu Santo. Y por más orgullo que tuviese, no cometería tonterías ante un capitán que demostró, al levar anclas, que no se dejaría manosear el tricornio por ninguna rapaz.

Basilio de Brito toleraba las veleidades —o las rarezas— de su oficial y aprovechaba la utilidad que podía rendirle. Freire da Nóbrega llevaba una carpeta con los datos de los corsarios artiguistas. Tal vez no estuviese completa aún; tal vez no lo estaría nunca; pero ya figuraban algunos nombres, y sobre todo, las características de los barcos, sus tonelajes, armamentos, superficies vélicas. También los antecedentes, cómo y con quiénes se formaron aquellos individuos, «qué águilas sacaron de sus nidos a estos aguiluchos», según decía. La mano sosteniendo siempre su mentón, viendo cómo la goleta se pierde levantando junto a sus bandas breves copos de espuma provocados por los remos, Basilio de Brito rumia una lección aprendida entre reveses y confirmada, con minucia inquisidora y encono apostólico, por Freire da Nóbrega. Los capitanes corsarios no aparecieron porque sí, no brotaron por generación espontánea. Los apadrinaron lobos como Preble, metiendo en vereda a los tripolitanos y a los argelinos en el Mediterráneo; o como el bravo Isaac Hull derrotando con la «vieja costillas de hierro» —o fragata Constitución— a los comodoros ingleses; o como Stephen Decatur, contra ingleses, contra berberiscos, contra quien fuese, y sacando victoriosa la bandera de las barras y las estrellas, «en acciones que merecerían cantos épicos como el “Uruguai”», enfatizaba Freire da Nóbrega en la cámara, en presencia del capellán y de Luis de Almeida. Componía su chaqueta de rico paño, alisaba su cabellera espesa y renegrida, sobaba su barbilla, igualmente negra, lustrosa y cuidada, y se ponía a relatar hazañas de marinos norteamericanos, «desconocidos por nuestra pereza o nuestra pésima información, y así va el mundo, nosotros ignorándolos, y ellos creciendo a la sombra de esa ignorancia o del desdén con que las monarquías les vuelven, insensatamente, las espaldas».

Basilio de Brito achaca a la juventud ese entusiasmo; y cuantas veces oye perorar a Freire da Nóbrega, se abstiene de arrojar agua a su fuego. Ya vendrían tiempos en que el oficial asesor comprobase con amargura que las goletas de gavia, y los corsarios y toda esa gente salida de los puertos de una república con sólo cuatro décadas de vida, apuraban la ruina del imperio al cual servía; y que de poco valdría evocar los tres siglos de gloria abriendo rutas coloniales mientras esos republicanos recién venidos continuasen zafando con escaso viento, o con ninguno, para azotar mañana el comercio y extender por los mares una guerra acaudillada por un infame, oscuro, rebelde sudamericano en las comarcas del Plata.

Apoya ahora De Brito sus dos pies en las tablazones de proa. Ha quedado solo; es el atardecer de un día de agosto; la goleta, apenas una mancha muy pequeña por avante. Dios y los vientos dirán; De Brito, entretanto, seguirá el patrullaje. Cada cual con su deber. Freire da Nóbrega estará en la cámara redactando el parte que llevará la rúbrica del capitán del Espíritu Santo. O lo tendrá listo, ufanándose de haber escrito algo así: «Estaba el enemigo a la vista, lo perseguí y a las once horas estaba casi a tiro de bala; a las once y media se calmó toda la fuerza del viento; entonces el pirata sacó veinte remos y se fue alejando sin que se lo pudiese impedir, remó todo el día y a la noche lo perdí de vista; en este día infaliblemente hubiera sido apresado, si no fuera por el auxilio de los remos».

Y no habrá nada que añadir. Las autoridades sabrán qué ocurrió. Nadie pensará que la goleta pirata se convirtió, por magia, en trirreme romano o en galera veneciana. Se ayudó, desde las bordas, con grandes remos; pero también echó botes al agua, y otros remeros la remolcaron. No necesitó De Brito catalejo para darse cuenta; y no necesita añadidos para explicar que le estaba vedado hacer lo mismo. Su brick tiene casi el doble de tonelaje que la goleta y la mitad de su tripulación. Nada hubiera adelantado. La jugarreta de su enemigo estuvo amparada por la diferencia de los barcos. «Al mando de una golondrina de ésas», piensa, «no se me escapaba».

Durante la noche, sus pensamientos surcan otros veriles. Con una calma tan grande, no ha de ser raro que la memoria del capitán vaya y venga desde la cubierta del brick a Bahía, desde el puerto hasta la casa donde viven Amelia y María da Gloria, y que al salir la luna y espejarse en las aguas quietas, crea que tiene, allí delante, un reflejo de la eternidad, y que ha vivido en Bahía unos parcos segundos de dicha tan parecidos a los sueños. Fácilmente, sin dolor, el recuerdo de su mujer, de su hija y del regocijo en aquella casa, retroceden ante la majestad de la noche y la claridad del océano, alumbrado por la luna. Su barco avanzará cuando lo decidan los vientos; pero su imaginación laborea sin trabas y se entretiene en proyectar esa misma luz plateada bañando la goleta fugitiva. Una calma tan profunda ha de extenderse decenas de millas a la redonda, y no es probable que el corsario haya alcanzado el borde de las ráfagas. Moverán sus hombres los remos todavía, y seguirán los grumetes volcando agua de los cubos sobre las cabezas y los cuerpos semidesnudos, tensados los músculos por el permanente ejercicio. La luz rielará en las aguas, junto a los botes remolcadores y arrancará destellos de las robustas guindalezas, mojándose cada tanto; bañará la arboladura de la goleta, las velas tan tristemente desmayadas como las de su brick, la cubierta donde se alternan los remeros, los negros cañones, la prolongada línea del bauprés, la toldilla y la cámara, baja y con la puerta abierta para que entre alguna bocanada perdida, las escotillas levantadas, por las que salen, mezcladas, la claridad de los fanales del sollado y los miasmas del calor y del encierro, las cabezas descubiertas de los oficiales, la chaqueta entreabierta, azul —¿por qué tiene que ser azul?— del capitán, con botones dorados que refulgen un instante, de acuerdo con los movimientos de ese hombre, que estará pensando, como él, en su mujer, si la tiene, o en algún amorío perdido en las calles de Baltimore, donde habrá nacido, y hacia donde pondrá proa en cuanto se insinúe el viento. Si los cálculos de Freire da Nóbrega no fallan, esa goleta ha de haber hecho su cosecha, su agosto, diría el oficial de haber sido portugués y no hijo de una colonia al sur del Ecuador. Rica cosecha, por desgracia, no menos de catorce presas identificadas, más las que restan por identificar, ventas sustanciosas ante tribunales neutrales o partidarios de los insurgentes, lindos robos, linda guerra, «desgracias y no guerras» afirma Freire da Nóbrega, «por no tener la corona flota en condiciones». Pero ¿qué ha creído? Marinos con fojas dilatadas y limpias como Basilio de Brito, sin barcos capaces de igualar a los clippers de Baltimore, y obligados a frenar depredaciones: ¿cabe destino más agobiante? ¿Habría de aconsejarle ese joven oficial, todo lujo y conocimientos, y chaqueta bien cortada y barbilla lustrosa, que sería magnífico apresar una goleta de gavias botadas en los muelles de Fells Point, de Baltimore, poner grillos a su dotación, de capitán a marmitón de cocina, y tripularla con gente portuguesa para salir en crucero punitivo, en contracorso, como si dijésemos? ¿Quién le ponía cascabel al gato, cuando el cascabel daba lástima y el gato tenía adiestradas las uñas, y alertas el olfato y el oído, y sus ojos veían mejor que nunca en la noche?

Procura De Brito calcular qué distancia habrá entre la goleta corsaria y el Espíritu Santo. Enseguida se arrepiente: no valen cálculos, el brick está solo y clavado en el océano. De la goleta, mejor olvidarse. Le repugna abatirse y quedar con el alma lánguida y sin vida, como el velamen del brick. Recorre sin premura la cubierta, de popa a proa, vigila que cada hombre permanezca firme en su puesto, cambia breves frases con Miranda, de guardia en la toldilla. Y se mete en la cámara para tirarse en la litera. Dará descanso al cuerpo, un descanso menoscabado por el sofoco y el calor, y dejará que su cabeza revise planes, baraje rutas posibles, examine singladuras provechosas. De las muchas palabras brotadas de la lengua suelta de Freire da Nóbrega emerge, entre vuelta y vuelta en la caldeada litera, una sugerencia de semblante tranquilizador, sin aristas chocantes ni razones descabelladas. Desplazarse al noreste, arrimarse a las costas africanas, surcar entre la tierra firme y las islas de Cabo Verde, rebasar el estrecho de Gibraltar, patrullar el litoral portugués. Hacia esa zona se vuelcan ahora los cruceros corsarios, cada semana más osados, cada semana más codiciosos, cada semana más cebados y, por tanto, confiados, juzgándose impunes, atacando delante de los puertos lusitanos, sin cuidarse de las baterías de tierra, o despreciándolas, y haciendo estragos en el tráfico marítimo. El gato, con cascabeles o sin ellos, ¿dónde se agazapa para meter uña a sus presas? Delante de la cueva del ratón, por donde entra y sale la prole. Los barcos de bandera portuguesa son esa prole, y aun los españoles. Restan sólo cuatro meses del año 20 y los insurgentes sudamericanos han elegido las costas de las metrópolis para golpear en su arranque los viajes con destino a las colonias. No faltan fundamentos a Freire da Nóbrega: en aquellas latitudes abundarán depredadores; y aunque nadie con dos dedos de frente espere del Espíritu Santo una campaña exterminadora, es sensato prever apresamientos. ¿Cuántos? No caben ambiciones desmedidas, «no hemos perdido el seso», ha sentenciado el oficial Da Nóbrega. Uno, dos, o quizás, si el cielo ayuda, alguno más. Y cumplida de ese modo la misión, proa otra vez al Brasil, con arribada a Bahía, merecida licencia, meses alegres en compañía de su mujer y de su hija, contándoles hasta hartarlas las peripecias de la expedición. Lleva provistas las bodegas; las aguas de las pipas están sanas todavía; los alimentos, también. En las islas de Cabo Verde repondrá lo que sea necesario, si los contratiempos apremian. Y aún Lisboa, Albufeira o Tavira brindarán abrigo y permitirán renovar la tripulación, que se desgasta muchas veces con más rapidez que los bastimentos. Mañana reunirá a su segundo, a los oficiales y al capellán para consultarlos. Y sean cuales fueren las opiniones, prevalecerá al fin la suya y cederá a Freire da Nóbrega el fatigoso privilegio de terminar de convencer a los testarudos o de abrir con explicaciones los cerebros cerrados. Ahora sólo desea, para cesar en sus vueltas sobre la litera, dos cosas: un poco de sueño, o unas pocas ráfagas.

«Que siga este viento, una bendición desde hace una semana. Quince días más y alcanzaremos Cabo Verde; y con suerte, África y Gibraltar. Navegación buena, café bueno, barco no del todo malo: ¿qué otra cosa pedir?».

Freire da Nóbrega reflexiona paseando por cubierta, mientras su capitán da vueltas en la litera. El oficial ha concluido su descanso y comienza su turno. Ha dormido poco y mal; o no ha dormido, según suele ocurrirle. El segundo y el capellán, perturbados, ven al joven marino en desvelo, en tenaces paseos y ensimismamientos. En más de una ocasión ha juntado dos turnos, salteándose el descanso, recitando a media voz estancias de «Uruguai», hundiendo la cabeza entre los hombros.

Las noches son buenas amigas; y bajo las estrellas, cuando en el brick sólo trabajan los hombres de guardia, revive cuanto ha explicado al capitán y rumia cuanto quisiera decirle. Temiendo llover sobre mojado, no ha insistido con algunas cosas que pesan en su ánimo. Por ejemplo, la complicidad del embajador de Estados Unidos en Buenos Aires, un tal Thomas Halsey, y los corsarios. «Ese Halsey, señor capitán, se ríe de todo el mundo, de los bonaerenses, de la corte de Río de Janeiro, del Congreso y del presidente de su propio país. Y aunque Artigas ya no tenga puertos, ese embajador, en contacto directo con el rebelde, recoge las patentes en blanco, las envía a Baltimore —donde el corso es industria— y así estamos, con los mares infestados por la plaga».

Pero De Brito ha de saberlo. ¿Para qué filar la escota de ese párrafo? Lo habría escuchado bebiendo café, poniendo cara estólida, tamborileando con los dedos sobre la mesa, en la quietud de la cámara. Tiene presente Da Nóbrega el momento en que habló de las reglas del corso. Al principio De Brito mostró interés. ¿O lo fingió? Se resiste a atribuir al capitán una cortesía taimada. ¿Acaso no quedó satisfecho cuando le leyó la copia del reglamento, obtenida con sudores y trabajos de romano, tras recorrer capitanías, sedes diplomáticas, oficinas portuarias? «Se ha manejado con eficacia de hombre de ciencia y con poderes como para abrir muchas puertas», aprobó De Brito. Y Freire da Nóbrega no logró olfatear, en esas palabras, si había sorna, o no. Una tarde le hizo releer el artículo primero. El texto lo impresionaba, aunque simulase lo contrario. Freire da Nóbrega obedecía: «El comandante y oficiales y demás subalternos del predicho corsario quedan bajo la protección de las leyes del Estado, y gozarán, aunque sean extranjeros, de los privilegios e inmunidades de cualquier ciudadano americano, mientras permanecieron en servicio del Estado».

«¿Ciudadanos americanos?», comentaba el capitán. «¿A quiénes nombrar así? ¿Usted mismo, habiendo nacido en América, no es súbdito de la corona portuguesa? Pase adelante».

Freire da Nóbrega se aclaraba la garganta, paladeaba un sorbo de café, subrayaba con el índice y leía, resumiendo, qué porcentajes se llevaba el gobierno oriental con cada presa; qué bandera estaban obligados a enarbolar los corsarios; cómo era declarado buena presa todo buque con bandera portuguesa, para venderlos o enajenarlos en justa represalia; con qué cuidados recomendaba, en los artículos 14, 15 y 18, guardar la mayor consideración posible con los prisioneros de guerra, mantener el mejor orden en la visita de los buques y reconocimiento de las presas, y atenerse a la más puntual observancia de las leyes penales según el derecho y costumbre de las naciones civilizadas.

Observaba De Brito que ese reglamento, de carácter general, no hacía corsario a nadie. Asentía Freire da Nóbrega, diciendo que se necesitaban las letras patentes, en juego de tres documentos, que todo patrón corsario debe llevar. Levantando un puño cerrado, iba desplegando un dedo por cada letra patente que señalaba. «La primera corresponde a la carta de navegación», advertía, «y establece la bandera o nacionalidad del barco. La segunda es patente de corso propiamente dicha. Autoriza al capitán a guerrear contra el enemigo del estado contratante. La tercera, la patente de oficial de presa, tiene mucha importancia. ¿Abandonarían los comandantes su barco para guiar a puerto amigo o neutral cada presa? Es fácil comprenderlo, no sería practicable. Lo hacen en su nombre los oficiales, munidos de esa tercera letra».

«Una sola que falle, y se invalida la empresa. ¿Es eso lo que está tratando de decirme?», preguntaba De Brito, sirviendo café y derramándolo, ya por las arfadas del brick, ya porque arriase su paciencia episcopal. «En la corte, tanto da este reglamento, y las letras patentes les servirían de servilletas. Se trata de no reconocer que los rebeldes forman estado beligerante, ¿queda claro? Pero aquí, en el mar, no podemos esconder la cabeza, ni taparnos los ojos. Aquí está la realidad, quiero decir, los barcos corsarios, que se nos vienen encima, les reconozcamos beligerancia o no. Escuche, Da Nóbrega, si me apresan, se me dará un comino el papeleo. Me tendrán del pescuezo, y no podré patalear. Si los apreso, podrán mostrar los papeles que quieran. Les diré: guárdenlos donde no les dé el sol, y a la cala, con cepos».

Freire da Nóbrega cerraba la boca. Pero por breve momento. Enseguida reanudaba en voz alta sus pensamientos, recordando cómo enseñaban los corsarios a sus apresados aquellas letras patentes. «Se las refriegan por las narices, chillan que hacen guerra legítima, llaman la atención sobre la autenticidad de sus papeles, meten por los ojos el sello de lacre con el emblema artiguista y la leyenda Libertad republicana».

Esa leyenda carcomía el hígado del oficial, «como el buitre olímpico las visceras de Prometeo», según enfatizaba. Su retórica hubiera enardecido a otro hombre que no tuviese el estoicismo de Basilio de Brito. «Me valió la firmeza que heredé de los Freire», arreciaba. Con firmeza o sin ella, era evidente que el oficial podía pegar en cualquier momento alaridos más fuertes que los del titán picoteado.

El capitán estaba convencido de que Freire da Nóbrega había tragado un conjunto normativo de respeto inflexible por el derecho de gentes, por más que le repugnase admitirlo. «No hay forma de escupir al cielo», explicaba el oficial. «Mi obligación es sincerarme conmigo mismo. Y la cumplo. Que me ahorquen, pero sólo premiosas razones de guerra justifican disfrazar la realidad y llamar, a estos corsarios, piratas».

Al evocar esas conversaciones, Freire da Nóbrega se ve a sí mismo, en tierra, durante sus diligencias y sus acopios de información, cuidándose mucho, sabiendo que el pez por la boca muere, y echando candado en sus labios para no sacar a la intemperie sus conclusiones. Pero en la cámara del capitán, a miles de millas de Bahía, ha echado por la borda los escrúpulos. «Si me cree imprudente, es cosa suya», cavilaba, «por lo menos, demuestro confianza absoluta en quien comanda este barco». En ningún momento ha cortado De Brito con brusquedad sus discursos; y no tiene, al parecer, intención de hacerlo, salvo pasajeros desvíos, o pausas oportunas. «Mi palabra le servirá, en cualquier latitud, y frente a cualquier contingencia, siempre», murmura mientras reanuda sus paseos por cubierta, observando el aparejo del brick y dejando ir sus miradas hacia las estrellas. Después se acerca al timonel, quien poniéndose tenso al oírlo llegar, vuelve hacia él su cara iluminada desde abajo por el fanal de bitácora, única claridad en medio de las sombras.

De retorno hacia el combés, Freire da Nóbrega alimenta su insomnio, recordando que el capitán tiene por cosa buena verlo apretar las mandíbulas al final de cada charla, y oírlo mascullar su esperado, su frenético «acorralar a los corsarios como a perros, o tiburones del infierno. Y que suelten dentelladas. Acorralarlos hasta que, por fin, sientan en sus hocicos el rigor de nuestros cañones».

(Del libro de bitácora del capitán De Brito).

Setiembre 1.° de 1820.— Tercera semana de buen viento. Estado de salud de la tripulación: satisfactorio, aunque han amanecido dos marineros con fiebres. El cirujano atribuye los malestares al influjo de la zona tórrida. Posición 25° 32′ latitud norte; 20° longitud oeste. Rumbo: nortenoreste. Atravesamos el trópico de Cáncer.

Hace tres días rebasamos, a babor, las islas de Cabo Verde, con la costa africana a estribor. Hubo marejada fuerte y rachas frescas. Salvo el perico desgarrado, no se consigna otra novedad.

Setiembre 8.— Deja el Espíritu Santo las Canarias a estribor. Velocidad: ocho nudos y medio. Rumbo sostenido norte-noreste. Proa a Madeira. Sin novedad.

Setiembre 20.— Rebasamos Madeira, por estribor. Era visible, sin ojear con el catalejo, el pico Ruivo quebrando el horizonte. Mar gruesa. Algunos chubascos pasajeros. De tarde, cielo despejado y sol intenso. Un par de velas, por la amura de estribor.

Setiembre, 21.— De las dos velas, una es bricbarca mercante inglesa; la restante, goleta de gavia. He mandado al segundo, señor Luis, seguir las aguas de la goleta. He alertado a los vigías. Una mención en favor del cirujano, por haber atendido con eficacia a los dos marineros.

Setiembre 22.— La bricbarca inglesa acató mis señales, identificándose. Es la Demeter, rumbo a Trafalgar, con carga desde las Indias Orientales. La goleta de gavia ha desacatado mis señales. Aproando al oeste, hace fuerza de velas y con todo el trapo, intenta huir. Doy también todo el paño. Llevo velocidad de diez nudos. Si el viento refresca, alcanzaré los once. Latitud 34° 2′ norte; longitud, 10° oeste.

Merece distinción especial el teniente de corbeta, don José Freire da Nóbrega. Sus cálculos sobre presencia de naves sospechosas en la zona se confirman. La goleta que huye tiene líneas similares a las últimas naves corsarias con las que establecía contactos semanas atrás. El oficial Freire da Nóbrega aconseja persistir con la persecución, consejo que valoramos y ponemos en práctica.

Setiembre 24.— Rumbo oeste, tras las aguas de la goleta, cuya proa apunta hacia Casablanca. El Espíritu Santo no puede alcanzar los once nudos. Considero nueva sugerencia de Freire da Nóbrega, de soltar lastre para aumentar la velocidad. Pero la desestimo, por estar picadas las aguas y necesitar el brick todo su contrapeso.

Los oficiales Pinto y Miranda han examinado, con catalejos, a la goleta. No iza pabellón y en nada difiere de las embarcaciones piratas. El oficial Freire da Nóbrega se suma al examen y declara que las características de nuestra perseguida no coinciden con los datos que ha copiado en sus carpetas. Mi segundo Luis de Almeida aporta su experiencia asegurando que vamos tras un corsario. A riesgo de estirar la distancia, mantengo a la goleta entre la costa africana y el rumbo del Espíritu Santo, de modo de impedirle perderse en el océano.

Setiembre 28.— A la vista de Tánger. Los vientos favorecen al Espíritu Santo que se conserva en seguimiento de la goleta fugitiva. Por dos veces disparé los cañones de proa, sin bala, en señal de aviso, exigiendo detención inmediata. El viento esparció las nubes de pólvora, y el capitán de la goleta fingió no advertir los avisos.

Nueva mención para el oficial Freire da Nóbrega, convertido en apoyo invalorable para este comando. Ha trazado, con mi anuencia, un plan irreprochable, por lo menos en teoría: acorralar la goleta perseguida, obligándola a mantener su velocidad, sin darle tregua, y a buscar la boca del estrecho de Gibraltar para empujarla al Mediterráneo. «De ese mar no saldrá», expresa el oficial, «y deberá enfrentarse con embarcaciones menores berberiscas, que nos suministrarán informes precisos, con guardacostas españoles, y eventualmente, con nuestros propios cañones».

Apruebo su diagnóstico, aunque no le digo todavía que me resistiré a interferir, por razones diplomáticas, con las naves españolas operando en sus aguas.

Setiembre 30.— La goleta perseguida ha embocado por el estrecho, aproando al Mediterráneo. El plan de Freire da Nóbrega ha funcionado en casi todo. Un marino de ley. No ha logrado identificar al corsario. Pero jura, por su honor, que no es la goleta Intrépida, comandada, hace poco tiempo, por John Blackbourne y responsable de cuantiosas depredaciones en el litoral brasileño. Luis de Almeida coincide con este último parecer.

Octubre 7.— Patrullo la boca del estrecho, desde el cabo Espartel hasta la altura del cabo Trafalgar. Arrecian las ráfagas. Chubascos persistentes, formando cortinas tupidas y empobreciendo la visión. Dispongo refuerzos de guardias y exijo a mis ojos todo el celo de que sean capaces. Reduzco mis turnos de descanso de cuatro horas a dos y recorro el horizonte oceánico con el catalejo, en previsión de velas sospechosas. «No sería de extrañar que los bandidos formasen flotillas», ha observado Freire da Nóbrega. Hasta ahora, sólo he divisado movimiento de embarcaciones menores navegando a media milla de las costas, o el tránsito ordinario de naves inglesas y españolas, que responden claramente a mis preguntas con el telégrafo de banderas.

Octubre 10.— Han surgido dificultades a bordo. Seis marineros negros, nacidos en Pernambuco y enrolados en Bahía, promovieron desórdenes, negándose a obedecer a los contramaestres y dando señas evidentes de ebriedad. Alegaron, en descargo, que tienen al señor Freire da Nóbrega por embrujado, por víctima de sus dioses malos, con designios de acarrear desgracias sobre el brick. Creen que el oficial no come ni duerme, ojeando el día entero con el catalejo, a despecho de lloviznas, rociones y cielos encapotados, buscando demonios sobre los mares. La ignorancia, los cultos heredados o el alcohol han perturbado sus cerebros. El responsable es el cirujano, intemperante para su desdicha, quien ha abusado de los licores con el pretexto del tiempo borrascoso y del frío. Pondré rumbo a Albufeira, renovaré allí parte de la tripulación, daré de baja a Paulo Silva, el cirujano, y buscaré sustituto. En caso de no hallarlo, encomendaré esa función al capellán Araújo, con práctica en este rubro. Y compensaré de ese modo sus servicios, pues fue él quien, vigilante siempre ante supersticiones y vicios, descubrió la indisciplina de los marineros y la responsabilidad de Silva.

Noviembre 16.— Vuelvo al mar, tras buena escala en Albufeira. El reverendo Araújo cumple su doble cometido de capellán y cirujano. Cinco mozos portugueses, robustos, hechos a la caza de la ballena con patrones azorinos, reemplazaron a los indisciplinados, y todos hemos ganado.

El patrullaje se reanuda con bríos, ánimo firme en mi plana mayor y adecuada disposición al trabajo por parte de la marinería.

Noviembre 17.— De mañana, antes de las ocho, se amadrinó al Espíritu Santo un jabeque berberisco. A gritos, haciéndose entender con mucho esfuerzo, dijeron que aguas adentro, en el Mediterráneo, con rumbo a las costas de Málaga y Valencia, merodeaba una goleta pirata llevando a bordo gente de mala catadura, descortés y sin duda feroz, pues les dispararon con fusiles en cuanto arrimaron el jabeque a la banda de la goleta. Los berberiscos se desamadrinaron pasada media hora, se deshicieron en zalemas y se hicieron con una gruesa recompensa que de su propio bolsillo sacó a relucir el oficial Freire da Nóbrega.

Noviembre 22.— Dos saetías, por la tarde, canjearon más informes por ropas, algunas armas blancas y otra suma en monedas proporcionada por Freire da Nóbrega, quien demostró particular habilidad en esa clase de tratos. Los tripulantes de las saetías, todos ellos de raza negra y religión musulmana —para escozor del jesuíta Araújo—, insistieron en que una goleta con ladrones yanquis, no contentos con haber perjudicado el tráfico marítimo de los reyes de Argel y de Trípoli hace ya algunos años, apresaba embarcaciones ante las narices de los valencianos.

Causó risa a Freire da Nóbrega oír cómo los musulmanes de las saetías entreveraban datos, metiendo en la misma bolsa al pirata que azotaba Valencia con los comodoros Preble y Decatur de la marina de guerra de los Estados Unidos. Y causó satisfacción en mis oficiales confirmar la noticia de que la goleta que perseguimos está a sólo cuatro o cinco jornadas de navegación, sin puertos que le brinden refugio, condenada a navegar a perpetuidad, pudriéndosele las aguas en las pipas o diezmada su tripulación por las fiebres y el escorbuto, sin retorno al Atlántico. Y a nuestro alcance.

Noviembre 23.— Apenas amanecido este día, cruzamos un balandro. Su patrón, que anima a sus hombres cantando con hermosa voz de barítono, se muestra dispuesto a canjear informes por casi nada: galletas, pescado seco, un barrilito de aguardiente, «soy servicial», explica, «no ambicioso». Dice haber nacido en las Baleares, donde practica viejos comercios, heredados de padres y abuelos —«el contrabando», acota por lo bajo Luis de Almeida— y observa que los musulmanes sangran a todo el mundo, mienten comunicando la verdad a medias, son mañosos para el doble juego. «No es cierto que haya una sola goleta pirata», grita mostrándonos, desde su movedizo balandro, el índice y el mayor de su diestra extendidos, mientras encoge los otros dedos: «¡Son dos!».

Invitamos a bordo al practicante del honorable y viejo comercio, nos ponemos al habla al pie del palo mayor, lo escuchamos. «Dos malditas goletas», agrega, «iguales en líneas, en codicia, en destreza para dejar al pobre trabajador de la mar en pelota, pues por donde ellos navegan, todos huyen, como peces ante los delfines, y arruinan el comercio. Las vi de cerca, con estos ojos que ojalá nunca coman delfines ni peces; leí sus nombres en los espejos de sus popas que ojalá queme el fuego del cielo; casi no sé leer, pero nombres de barcos sí, lo aprendí de niño por exigencias del oficio. Una de esas goletas se llama Argentino y está al acecho hace más de veinte días; la otra, una recién llegada al fandango, como quien dice, se coló sin que nadie sepa en qué forma, y tiene en su funesta cubierta malandrines que no permiten a nadie acercarse. Apuntan sus fusiles, y si no obedecemos, trac, trac, nos meten plomo. En esto, los muslimes no mentían. Pero no dijeron lo más grave, lo apostaría. No dijeron que esos malévolos filibusteros tienen gente que sabe español y que antes de escupir balas proclaman que están en guerra contra Portugal y cualquier otra corona que encadene, invada y domine a no sé qué provincia del nuevo mundo, allá al sur, por el Río de la Plata, que nunca conoceré, y que ustedes, marinos dueños de este barcazo, tal vez hayan visitado. ¿Tanto aguardiente para mí, y monedas? ¡Señores! No he pedido nada, pero no seré tan mal nacido como para rechazar regalos de manos generosas».

A punto de volver a su balandro, Freire da Nóbrega le hace notar que no nos ha revelado el nombre de la segunda goleta. Mira con sorna al oficial, luego a mí, arroja un vistazo por la cubierta y las baterías del Espíritu Santo, acaricia la botella de aguardiente, sopesa el bolso de piel de pecarí obsequiado por Freire da Nóbrega, y murmura: «Ustedes necesitarán más cañones, puedo mercarlos, sé dónde y cómo». Ante nuestra frialdad, retrocede y empieza el descenso por la escala hacia su balandro; por fin exclama: «Intrépida, ése es el nombre; su capitán Juan Blaque, o algo así. Y tiene un cañón giratorio a proa, grueso y grande, como el animal que lo maneja. Da miedo mirarlo. ¡Vivir para ver cosas nuevas!».

Minutos después, aparta del brick su balandro entonando cánticos con recia voz de barítono.