27
Corro como un loco por las callecitas de Brera esquivando turistas, guardias de joyerías, altoburgueses con bolsas colmadas. Por suerte, es aún pronto y no se ha formado la acostumbrada multitud que hará impracticable esta zona por la tarde.
No tengo dudas sobre el mensaje de Eva. El huevo.
Pareces un cuadro renacentista.
Preferiría un Piero della Francesca. Esa virgen tan seria que está en Brera, esa con el huevo suspendido sobre la cabeza. Tan perfecta...
Entro en la Pinacoteca y subo los escalones de dos en dos. Por suerte, conozco este lugar como la palma de mi mano. El corazón se me desboca, pero no podría pararme a pedir información ni, la verdad, a comprar la entrada. Si me paro, perderé tiempo, y ella ya no estará ahí, es el pensamiento que me retumba en la cabeza. No tengo ningún motivo para creerlo. Pero tengo que ir con ella enseguida. Tengo que decirle una única cosa, solo una vez. La más importante. Luego, que haga lo que quiera: insultarme, rechazarme, dejarme para siempre. Pero, si no se lo digo esta vez, me muero. No me lo perdonaría nunca.
Atravieso la puerta descocotado. Vuelvo a la derecha en la cima de las escaleras, luego, otra vez a la derecha. Paso las salas silenciosas siempre corriendo como un loco, seguido de los gritos indignados de los vigilantes y de los pocos visitantes matutinos, en su mayoría, estudiantes de arte. Solo falta que me persigan. No lo harán, supone demasiado esfuerzo despegar el culo de la silla. Y, aunque lo hiciesen, ¿a quién le importa? Lo único que cuenta es encontrarla. Giro de nuevo a la derecha, directo a la sala 24.
Y freno en seco, en el umbral. El retablo Montefeltro está ahí, la virgen del huevo mira hacia abajo con su rostro tan serio. Mira a su niño dormido. O quizá mira a Eva, en pie frente al cuadro en la sala desierta.
Lleva un simple vestidito blanco y un par de bailarinas. Le han crecido los rizos castaños, le acarician brillantes las escápulas. Me había olvidado de lo menuda que era. Y hermosa. Me parece poco más alta que la estatua de madera en la que he tallado su imagen. Pero quizás es la arquitectura imponente del cuadro o las proporciones de la sala, que lo empequeñecen todo. Observo al caballero con armadura arrodillado que siempre ha captado mi imaginación: el cliente, el duque Federico da Montefeltro, único mortal en medio de una asamblea de santos. Miro al niño dormido, la virgen seria, el huevo perfecto que pende sobre la cabeza de la virgen, de la semicúpula de la exedra, en forma de concha. La concha de Venus, pienso. El huevo, el símbolo del Renacimiento.
Aspiro profundamente.
–Te quiero.
En el silencio de la sala, mi voz casi retumba. Eva no se mueve.
Lo he dicho. Y, ahora, de repente, me siento otro.
Nos quedamos inmóviles, casi como los personajes del cuadro.
–Siempre me he preguntado –comienza, por fin, Eva– por qué Piero ha pintado a los ángeles con todas esas joyas. ¿Quizá sabía que acabarían en medio de la zona de paseo elegante y no quería que quedasen mal?
Y, entonces, se vuelve. El corazón me sube a la garganta. Durante todas estas semanas he creído tener su cara ante los ojos, mientras tallaba la madera, mientras contaba mis historias con las marionetas, mientras dormía. Pero, en realidad, era solo un pálido reflejo. Me doy cuenta mientras devoro con la mirada la línea de su perfil, el cuello, los hombros. ¿Puede que sea la alegría de verla, finalmente, tras haberla deseado tanto la que me la hace parecer aún más hermosa? Sus gestos parecen proceder de un mundo paralelo y, sin embargo, es siempre la misma gracia del movimiento acostumbrado con el que ahora inclina apenas la cabeza a un lado, mientras los labios vibran en un gesto enigmático de sonrisa. Como un cuadro de Leonardo, me digo, excusándome con el pensamiento ante Piero della Francesca.
Parece tan... completa. Dentro de mí se abre camino un miedo: no me ha echado de menos en absoluto. No me quiere.
–Porque, asumámoslo –añade–, ¿para qué quiere un ángel joyas?
Meto una mano en el bolsillo y saco el alfiler. No he dejado de tocarlo como un talismán durante todas estas larguísimas horas. Quién sabe, igual ha funcionado. Me acerco con él en la palma de la mano extendida hacia ella.
–Los ángeles no sé, pero a ti te he traído esta –respondo llegando delante de ella y bajando la mirada con una sonrisa.
A cada paso que doy hacia ella, siento el aire tensarse, preñado de ese sentimiento que siempre he tomado por deseo. Y, sin embargo, era amor. Su perfume me coge desprevenido una vez más. Sensual y dulcísimo. Tengo ganas de adorarla con el cuerpo y con la mente, de tomarla enseguida, de volver a encontrar ese éxtasis que he experimentado solo con ella. Tengo ganas de hacer el amor con la mujer a la que amo.
Eva mira hacia abajo atónita.
–Es el alfiler que cogimos de la tienda cuando... Pero lo has cambiado.
Lo toma de mi mano y el roce de sus dedos en mi palma es suficiente para estremecerme. Acaricia la rosa labrada en el pedazo de madera roja que he «robado» al tocón de mi estatua. Es apenas un capullo, vibrante de vida prometida. Tallándolo, tenía la impresión de oler su aroma. El mismo de Eva. Lo he engarzado, en lugar del horrible culo de botella verde, en la delicada filigrana de plata con sus hojitas. Apenas fijado, me ha parecido que el alfiler siempre había sido exactamente así. Plata y madera. Delicado, fuerte, único. Como Eva.
–Lo has hecho tú. –No es una pregunta–. Parece a punto de florecer.
Levanta los ojos, están llenos de lágrimas. La boca, de repente, se tuerce como la de una niña que contiene sus sollozos.
–Te hemos echado tanto de menos... –susurra, como si hablase con una alucinación suya y, de golpe, cubre la distancia mínima que nos separa y me apoya la frente en el pecho.
Experimento un arrebato tal que anula cualquier duda: este es mi lugar, esta es mi mujer. Se me escapa un suspiro liberador y también un pensamiento para Da Vinci, el único amigo que tenemos verdaderamente en común. Puede que porque, por un momento, estoy distraído por el recuerdo del hurón, no entiendo enseguida lo que dice Eva después:
–Estoy embarazada.
Apenas lo registro, quedo como paralizado. Se me escapa una exclamación de sorpresa y ella se despega de mí. Me mira seria, ya no tiene lágrimas en los ojos. Debe de haber vertido muchas.
–Y...
Tengo que preguntarlo. Pero no quiero. Pero tengo que hacerlo. Por suerte, ella, como siempre, me lee el pensamiento.
–No he vuelto a estar con Alberto desde que... Desde que te conocí –dice–. Estoy de seis semanas, Luis.
Alberto. Casi casi habría preferido continuar peleándome con él y no enfrentarme a esto. En el pecho tengo como un león furioso que lucha por liberarse de la red que le han echado encima. Ante los ojos, me aparece Cecilia. Riendo, corriendo, haciendo el amor a la orilla del río, enfrentándose a un aborto. Tomo aire y miro a Eva a los ojos.
–No estaba en mis planes... –me sale de la boca.
Me maldigo de inmediato. ¿Qué mierda estoy diciendo? ¿Qué importan mis planes? Y ¿cuáles eran, después de todo? El único plan que tiene sentido es no volver a perderla nunca. Porque yo la quiero. Y ahora lo sé.
–¿Planes? –repite despacio, como para sí, envolviéndome en la dulzura de su abrazo.
De golpe, me siento ridículo, difuso.
–¿Por qué no me llamaste?
–Quizás estaba esperando.
–Esperando ¿qué?
–Que vinieses por ti mismo. ¿Sabes, Luis? Quizá tenías razón en muchas de las cosas que dijiste. Pero no luchaste por cambiar lo que no funcionaba: preferiste escapar. Y, si no hubieses vuelto por ti mismo, no habría funcionado. Sí, te estaba esperando. Sigo esperándote.
–Estoy aquí –digo, pero sin estar seguro en absoluto, arrollado por la oleada de emociones.
–¿Seguro? –Aún esa sonrisa extraterrestre–. Porque las decisiones se toman entre dos y, sea cual sea la que tomemos, quiero que sea juntos.
–Y... tu decisión ¿cuál es?
La sonrisa extraterrestre se transforma, se hace radiante, interior. Una sonrisa de resurrección.
–Es precioso, Luis. Ni siquiera yo me lo esperaba. Pero solo ahora sé cuánto lo deseaba en lo más profundo de mi ser. Parece banal, lo sé. Quizá porque es, en verdad, así: simple. Y es maravilloso.
Entiendo ahora lo que me descoloca en esta situación, aparte de la impresión de la noticia. Eva habla en presente. No hay pasado ni futuro en su voz, ni programas, ni intercambios, ni deseos de tranquilidad. Parece en un trance que, sin embargo, la mantiene bien plantada en el aquí y ahora. Y es esta tranquilidad suya, que no pide nada y se prepara para darlo todo, la que me calma también a mí. Bajo la red, el león se aquieta, acariciado por una mujer valiente y frágil, a quien no importa el peligro. La carta de la Fuerza.
El miedo no ha desaparecido. Pero lo vence el alivio. Y, su presencia, el contacto de su piel con la mía. Ella está aquí, entre mis brazos, y es mía, ahora.
–¿Te parece si vamos a hablar a otro sitio? –Miro a mi alrededor–. Aunque me temo que no he pagado la entrada –añado con vergüenza–. Igual tenemos que salir corriendo... ¿Te atreves?
Se le escapa su carcajada a pleno pulmón.
–Con la pinta que llevas, eso sería lo mejor que puede pasarnos. Solo esta vez, ¿eh?
Le levanto la barbilla con una mano, veo bailar las chispas doradas de sus ojos.
–Ah, no, no solo esta vez. –Sacudo la cabeza y es ya una promesa–. Todas las veces que quieras.
Y atrapo sus labios en el más largo de los besos. La abrazo más fuerte, la siento temblar y me siento omnipotente, como si la hubiese arrancado a un destino mucho más grande que yo. Que nosotros. Mientras la abrazo, me doy cuenta de cuánto la necesito, de cuánto la deseo. La empujo contra la pared, rogando que no suene ninguna alarma, y la beso como un sediento que ha encontrado un oasis después de caminar durante días por el desierto. Dejamos de saber dónde estamos, no nos interesa. Estamos demasiado impacientes por volvernos a encontrar, por fundirnos el uno con la otra, audaces por el afrodisiaco más potente. El amor.
–¡Eh, vosotros! Pero ¿qué creéis que estáis haciendo?
La voz estridente de la vigilante nos congela. Eva me hunde la cara en el pecho, solo puedo imaginar de qué color se ha puesto.
–Dejadlo ya. ¡Fuera de aquí! –chilla la otra.
–Solo podemos salir de una forma. ¿Estás lista? –murmuro en su cabello.
Asiente decidida.
–Uno... Dos...
Al «tres», la cojo de la mano y comenzamos a correr, pasando al lado de la vigilante furiosa y acelerando de sala en sala, perseguidos, como yo poco antes, por la indignación general. Nos miramos con una sonrisa idéntica en los ojos. Y, cuando atravesamos el patio y salimos al empedrado de Brera, no frenamos: ya no es una fuga, sino una carrera libre, eufórica, desenfrenada.
¿Adónde vamos? No lo sé, pero vamos juntos. Puede que ella corra porque tiene prisa de tomar juntos nuestra primera decisión, la de nuestro niño. Yo, la verdad, corro por el placer de correr. Porque ya he decidido.