12
Papel, mucho: de diversos grosores, granos, pesos, formatos. De papel para acuarela a papel blanco y suave como el de una bolsa para pan. Pastel negro y blanco, carboncillo, lápices de varias durezas, cretas, goma y miga de pan. Dos o tres tablillas de apoyo, con clip para sujetar las hojas. Esponja y trapo. Tinta oscura, pinceles angulares de pelo natural.
–Pelo de marmota, tranquilo –especifico, vuelto hacia el hurón.
Me mira con aire ofendido. No entiende por qué él está dentro de la jaula y yo, fuera. Ya. Cuando he llegado al estudio, hace tres horas, lo he encontrado medio invadido por una enorme jaula de metal. «No contiene zinc –ha comenzado Leo viniendo hacia mí–. Los hurones no lo soportan». Ha empleado la semana en convertirse en experto en el cuidado de hurones por internet, y en ir de compras. Además de este mamotreto de metal, ha comprado carne, un par de manzanas, un saco de una cosa rara que parece serrín («Son pellets de alimento especial para hurones –me ha explicado–, para una dieta equilibrada»), e incluso una especie de ratón de pelo atado a un cordel.
–Me aburría –se ha justificado–, así que he ido por algunas cosas que hacían falta.
–Si tenías tiempo que perder, ¿no podías haber limpiado? –le he preguntado yo observando los restos de la cena de ayer aún esparcidos por todas partes.
Sé que parezco un ama de casa amargada, pero no puedo evitarlo: Leo me pone de los nervios. ¿Bebe una copa de vino? La copa se queda en la mesa. ¿Acaba de leer el periódico? Lo deja caer al suelo y se olvida de su existencia. ¿Se encuentra en una habitación llena de ceniceros llenos y vasos sucios? Se mete en internet a estudiar huronología.
–Eso lo puedes hacer tú. –Ha descartado la hipótesis de limpieza con un gesto impaciente–. Pero, dime una cosa, ¿el hurón está vacunado?
–Y yo qué sé. Habrá que preguntárselo a la dueña.
–¿No eres tú la dueña?
–Es Eva.
–¿Quieres decir que, cuando hayas terminado de tirártela, se lo llevará?
Leo parecía herido. ¿Se habrá encariñado con el hurón?
La alusión a Eva me fastidia. No sé por qué. He respondido a Leo, más bien bruscamente:
–Pero ¿qué sé yo, Leo? Y, además, ¿cómo voy a trabajar con este jaulón de por medio?
–Bueno, son casi las cinco, dentro de poco hará demasiado frío para sacarlo fuera. El hurón tiene que estar en torno a los veinte grados. Hiciste mal en dejarlo aquí anoche; esta mañana lo he encontrado todo acurrucado en el sofá. En realidad, este lugar no es lo bastante cálido –ha dicho señalando la estufa encendida.
–¿Has encendido la estufa para el hurón?
–¿No querrás que se ponga malo? –ha objetado él–. Y, además, deja de llamarlo «hurón». ¿No tiene nombre?
–Se llama Da Vinci.
–Qué nombre más tonto.
–Es el nombre de un genio, en realidad.
–Estás obsesionado.
Es digno de mención que, luego, en cambio, cuando le he pedido que se lleve al hurón a casa para poder estar tranquilo con Eva, se ha negado alegando que apesta. Leo es desordenado y dejado, pero detesta los malos olores, una combinación que nunca he entendido. Tampoco he insistido porque Eva querrá comprobar que el animalito está bien y que yo estoy respetando mi parte del acuerdo. Antes de respetar la suya.
–¿He tenido una idea brillante, Da Vinci, o me he metido en un lío?
Voy a agacharme junto a la jaula, y él se mueve esperanzado adelante y atrás, metiendo el hocico entre las barras. ¿Me ha convencido? ¿Estoy a punto de sacarlo? No está en absoluto contento de estar ahí encerrado, es fácil leérselo en la mente. Piensa que, si lo dejase salir, podríamos hacer un montón de cosas juntos. Triscar, perseguirnos, mordisquearnos.
–Da Vinci, ahora no podemos jugar: viene una invitada –le recuerdo.
Pero él no ve el problema. Podemos retozar y perseguirnos todos juntos: él, la invitada y yo.
–No puedo dibujar contigo tirándote a la gente a morderla. Mi trabajo es una cosa seria –le explico.
Da Vinci, es obvio, no me cree. No le culpo. Tendré que encontrar una solución para él: no puedo dejarlo todo el tiempo ahí dentro. Detesto ver animales enjaulados. Me provoca una melancolía decimonónica.
Me levanto y me sacudo con las manos el pantalón largo, de lino azul. El entorno de trabajo no es, cierto, muy limpio, pero para dibujar tengo que estar cómodo. Pantalón ligero y una camiseta, y los pies descalzos, es mi indumentaria habitual. No es que me haya puesto elegante solo porque viene Eva o algo así. Son solo pantalones de faena. No los peores que tengo, de acuerdo, pero de faena.
Levanto los ojos, y Eva está ahí. Me mira a través del cristal de la puerta, una mano en la manija. Debe de haber encontrado abierto el postigo de madera del complejo, por el que se accede a los dos patios interiores: no cierra bien. No ha subido la escalera que lleva a casa de Leo, sino que ha venido directamente aquí. ¿Habrá pedido la dirección a Manuela? Espero que no e, inmediatamente después, me sorprendo: en condiciones normales, la idea de una dando instrucciones a la otra habría sido bastante excitante. ¿Por qué, entonces, no son estas condiciones normales? Porque quiero concentrarme en los esbozos, me recuerdo. Capturar esa gracia elusiva que he entrevisto ya más de una vez, la pureza de esas líneas, de los movimientos de Eva. En pie junto a la leñera, en el patio rodeado de edificios bajos de ladrillo rojo, sus rizos tienen un matiz rojizo, como un Tiziano. Los ojos miran inquietos.
Luego baja la mirada y ve al hurón detrás de mí. Se le ilumina el rostro y baja decidida la manija, entra en el cuarto y se precipita a arrodillarse junto a la jaula, sin siquiera saludarme.
–¡Lucky! ¿Cómo estás? –Mete un dedo entre las barras y le frota el morro.
–Se llama Da Vinci –le recuerdo.
–Parece que está bien. –Levanta los ojos hacia mí, seria–. Gracias. Le has comprado un montón de cosas.
Luego ve el pesado comedero de cerámica, el bebedero gota a gota, el ratón de pelo, la cajita llena de heno para dormir y la de sus necesidades; y, al final, la pequeña hamaca que Leo ha atado de un lado al otro de la jaula. Me ha explicado que puede servirle para dormir y para jugar, y que, por lo tanto, era una adquisición inteligente. En ese momento, le he preguntado si tenía fiebre, pero ahora pienso que tendré que acordarme de agradecérselo: he quedado como un rey.
–La hamaca es muy mona –dice Eva y, esta vez, la mirada que me dedica tiene un matiz más cálido. Luego, vuelve a concentrarse en Da Vinci–: ¡Mira! Se ha tumbado.
Lo conozco desde hace poco, pero ya he entendido muy bien que, tumbarse mirando hacia arriba con aire inocente, es uno de los peores trucos de este desgraciado animal. Significa: «Soy un hurón de lo más tierno, ¿a que quieres tomarme en brazos?».
–¿Puedo sacarlo? –pregunta Eva.
Cómo iba a resistirse esta maestrita de corazón tierno al hurón tumbado. Pero me gusta que quiera sacarlo. Quizá no es tan castrante como quiere aparentar.
–Claro que puedes. Cuando hayamos terminado –respondo seco.
Se le oscurece el rostro. Mira a Da Vinci como pidiéndole perdón y se levanta, cepillándose también ella las piernas, pero con aire mucho más crítico.
–No está muy limpio esto. –Mira alrededor–. Bueno, comencemos entonces. ¿Dónde me pongo?
La escruto muy lentamente, de la cabeza a los pies. Lleva un par de vaqueros deformados y un suéter holgado, azul oscuro, ligero pero de manga larga. Lo mismo daba que hubiese venido con una armadura... La veo ponerse rígida bajo mi análisis, y levanta la barbilla desafiante.
–Antes de nada, más bien, qué te quitas –respondo al fin.
–¿Perdón? –Le relampaguean los ojos.
–No pensarás posar así. Es un estudio del cuerpo, no de mala costura.
–¿Y qué quieres que me ponga?
Se vuelve, quizás esperando un vestidor.
–Nada. Solo quiero que te desnudes.
Abre los ojos de par en par, asombrada de verdad. ¿En serio no se lo esperaba?
–Pero ¿te has vuelto loco? –casi grita–. Ya puedes olvidarte de que me desnude aquí dentro para un desconocido.
–Querida mía –le recuerdo sin alterarme–, has firmado un contrato.
–No está escrito en ningún sitio que tuviese que posar desnuda.
–Está escrito que yo elegiría días, horas, vestuario y poses –cito de memoria.
Lo he comprobado otra vez esta misma mañana: sabía que tendría inconvenientes. Eva boquea, sin argumentos y, no obstante, reacia a darse por vencida.
–¿O me estás diciendo que lo rompa? –La miro sin invadir su espacio, inmóvil y alentador, como si estuviese tratando con un animal asustado–. ¿Quieres rescindir el contrato, Eva? –pregunto bajito–. Eres libre de hacerlo.
Me devuelve la mirada. Siento que está a un paso de la fuga. El aire entre nosotros tiembla, en vilo entre dos posibles soluciones al dilema, entre dos posibles conclusiones de este encuentro. Siento la confusión que la rodea como una nube de vapor. No está sopesando alternativas. Se está debatiendo entre las convenciones que ha respetado toda una vida y una sensación fuerte que no entiende. Cree que no puede aceptar, pero quiere hacerlo.
Por eso se convence de que debe aceptar.
–Pero, si rescindo el contrato, echarás a la calle a Lucky –rebate.
–No echaré a Da Vinci a ningún sitio: te lo devolveré. Y te regalo la jaula, mira, con la hamaca. –Asumo un tono de broma y la veo relajarse imperceptiblemente.
–Y ¿dónde meto yo la jaula? –Suelta una especie de media risita quebrada–. Es tan grande como mi salita...
Se hace el silencio. Me observa de nuevo, insegura. Le sonrío.
–¡Vamos! No es el fin del mundo. Es normal posar desnuda. Lo han hecho durante siglos mujeres muy respetables –la tranquilizo, intentando no pensar en los miles de modelos de la historia de la pintura que no fueron consideradas en absoluto respetables.
Espíritu de Kiki de Montparnasse, perdona mi mentira. Es por una buena causa.
–Pero ¿no podría posar, qué sé yo, en ropa interior? –prueba a negociar.
No soy el tipo de hombre con quien se puede negociar.
–Mira, te doy una alternativa. –Veo la esperanza en su cara: ilusa–. En vez de un estudio desnudo, hacemos simplemente un dibujo erótico. Bájate los pantalones y las bragas, y levántate el jersey. Dibujaré solo lo que hay en medio.
–¿Solo? –explota conmocionada–. Pero ¡eso es mucho peor que estar desnuda!
Exacto.
Dejo que el silencio solidifique las dos alternativas como escayola secándose, luego le lanzo una orden perentoria. Es la única forma.
–Eva, basta de perder el tiempo. Desnúdate, ¡venga! Y sígueme.
Indico el espacio del sofá, me vuelvo y me dirijo hacia la mesa sin volver a mirarla. Siento su silencio atónito a mi espalda, pero no me vuelvo. Tomo con calma una tablilla, elijo una hoja de papel y la engancho bajo el clip, agarro un carboncillo suave.
Durante un momento, creo que se ha ido por lo callada que está. Quizá ni siquiera respira. Luego, el ruido sutil de una cremallera. Un frufrú. El sonido seco de un par de vaqueros que caen al suelo.