20

–¿Puedo? –dice la voz de Eva desde la puerta.

–Pasa, pasa –la invito sin levantar la cabeza.

Estoy concentrado estudiando un trozo de madera de ácana en busca de imperfecciones. Es el más grande y más hermoso que tengo, un tarugo irregular de más de cincuenta centímetros de alto y una veintena de diámetro. Probablemente, parte de un dintel.

–¿Qué haces?

Oigo sus pasos acercarse con un extraño repiqueteo y levanto la cabeza. Estoy sentado en el suelo y, por tanto, lo primero que veo son sus pies, los dedos estilizados envueltos en un par de sandalias hechas de nada, apenas tres tiritas de charol carmín y diez centímetros de tacón de aguja. Tiene las uñas perfectamente pintadas de rojo, por primera vez desde que la conozco. Subo con la mirada a lo largo de los tobillos y las piernas hasta donde, muy por encima de la rodilla, comienza una falda ligera. Es un vestido, noto enseguida, un vestidito rojo de tirantes estrechos, estampado con extrañas flores fucsia que parecen grandes plantas carnívoras.

–¡Por Dios! –exhalo, encontrando la mirada inclinada hacia mí, extrañamente brillante en la cara seria pero, por una vez, no hostil–. ¡Qué linda estás!

–¿Qué haces? –repite, curiosa por los trozos de madera esparcidos a mi alrededor: de diversas dimensiones, de varios colores, del tarugo al fragmento. Se agacha junto a mí y el perfume de flores y viento de su piel me aturde.

–Considero los materiales. Para una escultura, o quizás un bajorrelieve, no sé aún.

Le tiendo el trozo que estoy examinando. Ella lo gira entre las manos, como asombrada.

–Parece... caliente –observa acariciándolo.

–Está lleno de energía –contesto–. Es muy viejo; antiguo, más bien.

–Y ¿dónde lo has encontrado?

–En Cuba –respondo, y le indico los otros trozos que me rodean. Tirado en un lado está el saco de yute que los contenía–. Todos vienen de mi último viaje a Cuba. ¿Sabes? La Habana es toda ella un solar de obra –le explico–. De vez en cuando, algún edificio deshabitado se viene abajo.

–¿Cómo que se viene abajo?

–Simplemente, así. –Bajo la mano con un gesto brusco–. Se colapsa. Estás en la otra punta de la ciudad, oyes el estruendo, y sabes que hemos perdido otro. Entonces, cuando vas de paseo, te tropiezas con montones de escombros listos para ser retirados. Y, entre ellos, hay sorpresas preciosas.

–No te refieres solo a las obras de La Habana –interviene intuitiva.

–No –admito despacio–. Es una cosa que he notado en diversos ámbitos.

Ahora, sin embargo, no quiero pensar en Cuba. No con ella cerca. Vuelvo su atención hacia la madera.

–Así, ¿ves?, entre las muchas cosas que tiran, muebles antiguos, cornisas de dinteles de chimenea finamente elaboradas, piezas únicas de coleccionista, yo en particular voy en busca de madera. Porque la madera es un material que retiene las historias. Y las historias de esas casas tenían siglos de antigüedad.

–Entonces, eres una especie de... salvador de recuerdos –murmura Eva sin dejar de acariciar el tarugo–. ¿Y este? ¿Este qué recuerdo era?

–No puedo saberlo –le contesto, sonriendo apenas–. Pero lo que sé es que se trata de una madera muy rara, que se encuentra casi únicamente en Cuba, la ácana. Probablemente, viene de una viga portante de una de las viejas casas coloniales, podría ser del diecisiete.

–Es muy bonito –asiente–. Y tienes razón, es como si tocándolo... se sintiese un eco de sus vidas pasadas. Como si confesase lo que ha vivido.

La miro asombrado por su sensibilidad, pero ella no se da cuenta. Observa los trozos de madera atenta, casi pasando revista a un ejército de recuerdos. Toma otro, más pequeño.

–¿Esto qué es? Es tan negro y duro que parece metal.

–Es ébano. También es muy viejo, y de excelente calidad. Pero es menos duro de lo que crees; si le clavases un punzón, te darías cuenta de que cede como la mantequilla. Y sigue la línea que tallas como ninguna otra madera: no se astilla, no se rompe según las nervaduras. Toma exactamente la forma que tu mano y tus herramientas le piden que tome. Si cometes un error, no puedes remediarlo.

–No puedes permitirte movimientos en falso, entonces –comenta y, por fin, me mira.

–No puedes permitirte movimientos en falso –repito, observándola.

Tiene los ojos vivos, el pelo encendido de reflejos de oro por un rayo de luz que le da de pleno, las mejillas apenas ruborizadas. Nos levantamos y, de nuevo, el movimiento del aire en torno a nosotros me trae su perfume. En pie uno frente a la otra, sin una palabra, sin dar un paso, como si los fragmentos de madera que nos rodean nos hubiesen encerrado en un círculo mágico. Luego, sin retirar los ojos de los míos, levanta los brazos, toma delicadamente los tirantitos del vestido y los desliza hacia abajo. El vestido cae a sus pies. Está desnuda. Por un momento, no consigo siquiera respirar. Luego, cubro con un paso el espacio que nos separa, y el tiempo, y las palabras. La rodeo por la cintura con un brazo y me inclino para besarla.

La beso durante horas, durante siglos, cada vez más hambriento, nuestras lenguas se entrelazan, se torturan mientras mi abrazo se hace más estrecho y sus manos me recorren la espalda, las caderas, se cuelan por la pretina de los pantalones. Aprieto mi erección contra ella mientras dejo un rastro de mordisquitos entre su cuello y sus pechos, los aprieto, los acaricio. Tomo delicadamente en la boca sus pezones, como he deseado hacer desde el primer día en que la vi desnuda, la oigo gemir como siempre he soñado. La última vez fue urgencia, necesidad de tenerla enseguida, pero esta vez es distinto. Hundo dos dedos en ella volviendo a besarla, esta vez con ardor, el mismo que tienen sus manos al desvestirme con una fuerza inesperada, liberando mi sexo, recorriéndolo delicadas y exigentes. Luego, cae de rodillas ante mí, siento su boca envolviéndome, hasta el fondo, y se me escapa un grito, ronco, casi animal. Hundo los dedos en sus rizos suaves y le aprieto la cara contra mí disfrutando el juego hábil de su lengua; pero, al cabo de unos instantes, me retiro con dulzura y la levanto entre mis brazos. No puedo seguir esperando.

La llevo al sofá, la apoyo sobre él como una diosa sobre un altar y me tiendo encima. Abre la boca para recibir mi beso profundo y separa las piernas guiándome dentro de ella con una mano. Está abierta, mojada, acogedora. Su breve grito de placer cuando la penetro me excita, empujo fuerte dentro de ella y, mientras, le masajeo el clítoris.

–Luis... –murmura moviendo las caderas cada vez más deprisa, echando la cabeza hacia atrás.

La callo con un beso, siento su respiración en contacto con la mía, jadea cada vez con más trabajo, nuestros labios pegados, mis dientes forzándola mientras suspira, gime y, por fin, se corre, sacudida por estremecimientos, gritando en mi boca. Salgo de ella aún duro, tenso, me levanto sobre los brazos y la miro, jadeante y aturdida, los ojos cerrados, los rizos alborotados. Sonrío. No creerá que esto ha terminado... Me sorprendo yo mismo de cuánto deseo darle placer. Tengo ganas de conocerla a fondo, con las manos, con la boca, hasta descubrir el secreto de esa mirada intensa, de su extraña fuerza dulce.

Acerco los labios a su piel y soplo ligeramente contra su cuello acalorado, contra los hombros, el pecho, los pezones, el vientre, por fin desciendo con la boca a lamer el fruto de su placer. Se sobresalta y gime por la sorpresa. Levanto la cabeza y veo sus ojos abiertos de par en par, incrédulos mientras el placer comienza a subir de nuevo. La vuelvo de un lado y, mientras la lamo, trazando círculos con la lengua y abriéndola con la boca, con los dedos masajeo el culo, acaricio el perineo, exploro su intimidad, aumentando el ritmo y la audacia de las caricias hasta que la siento correrse otra vez. Grita más fuerte, enarcándose, su grito de pasión y su olor me llevan al límite. La empujo de nuevo bocarriba y, con un único golpe seco, me hundo dentro de ella, con fuerza, poseído por la oleada de un éxtasis nunca conocido. Querría esperar su placer, pero ya la deseo demasiado, la quiero ahora. Acelero el ritmo, pierdo el control y, con un orgasmo portentoso, me corro sobre su vientre blanco, con un rugido.

Entrelazado en su cuerpo y con la barbilla hundida en su cabello, me siento el primer hombre sobre la Tierra que ha hecho el amor. Y me doy cuenta de que, por primera vez, la Eva de este Paraíso privado me ha llamado por mi nombre. El latido del corazón se calma lentamente y los pensamientos conscientes comienzan a filtrarse de nuevo poco a poco, indeseados. Ahora me dirá que ha sido un error, que no debería haber vuelto, que no es de las que engañan al novio, que no podrá volver a venir nunca... Un pensamiento tras otro, me sobreviene el pánico. Y, en cierto momento, como si me hubiese leído la mente, echa la cabeza hacia atrás y me mira, los labios aún magullados por la pasión, los ojos aún brillantes.

–¿No tendrías que dibujar ahora? –me pregunta, y el rostro se le abre en una sonrisa perezosa.

Nunca le sale de la boca una banalidad. Entiendo que estoy perdido.

–Debería –respondo con el mismo tono de broma, separándome de ella–, pero no lo haré. –Bajo del sofá con un brinco–. Si quieres una ducha, ven al otro lado: Leo no está –le propongo, dirigiéndome hacia la puerta comunicante–. Y, luego, salimos. Hoy tenemos vacaciones.

Media hora después, vamos zumbando en la moto hacia corso Venezia.

–¿Puedo preguntarte algo? –me dice, rodeándome la cintura con los brazos mientras acelero para adelantar al tranvía antes de que se ponga el semáforo en rojo, con cerca de un centímetro de espacio entre nuestras rodillas y el costado naranja.

–¿Qué? –Sabía que, antes o después, llegarían las preguntas.

–¿Dónde está Da Vinci?

Una vez más, no es la pregunta que esperaba. Creía que ni siquiera había visto la jaula vacía.

–Estos días vive con Leo –le explico–. Y, a menudo, lo lleva de paseo cuando sale.

–¿Quién lleva de paseo a quién?

–Leo lleva de paseo a Da Vinci –especifico–. Al menos, eso creo.

–Suerte que lo había confiado a tus cuidados –comenta irónica–. Y ¿dónde van el hurón y el vagabundo?

–No lo sé, puede que al parque. Leo no está en su mejor momento. Mi hermana le ha destrozado levemente el corazón.

–¿Tu hermana? ¿La que he conocido en la tienda?

–Adela, sí. Han tenido una historia... O, más bien, para ella, era una historia. Para él, era algo más serio.

–Y ahora ella se ha ido.

No es una pregunta, sino una constatación. Lo dice con el tono de quien ha visto irse a alguien muy importante. Cierto, ¿a quién no le ha pasado? Y, sin embargo, me parece vital descubrir, ahora, cuándo y cómo le ha sucedido a ella. Extraño; por lo general, el presente me basta. Y, no obstante, siento la necesidad de echar un vistazo a su pasado, a lo que la ha convertido en lo que es.

–Si has estado en el caso, ya sabes lo duro que es –suelto, esperando provocar una confesión.

Pero ella no dice nada. Siento solo el pecho que se infla en un suspiro, apretándose contra mi espalda.

–¿Dónde vamos? –pregunta cambiando de tema.

–Pensaba llevarte a comer algo.

–No tengo mucha hambre... ¿Y si me invitas a un helado?

Me doy cuenta de que tampoco yo tengo demasiada hambre, cosa insólita. Normalmente, después del sexo, me comería un caballo. El helado, ahora, me parece una buena idea. Entro por via San Gregorio, donde está mi heladería favorita. Aventurera, Eva pide un cono de lima y albahaca, mientras que a mí me apetece mucho chocolate. Pienso que la próxima vez voy a jugar con nata montada, si le gustan los dulces. Luego pienso: ¿la próxima vez? Estoy dando ya cosas por sentado, y eso no es sano.

Cruzamos la calle y vamos a sentarnos en el parquecito a pocos metros de la heladería, al borde de la fuente. La noche de mayo es muy aromática.

–Son los tilos –dice Eva leyéndome el pensamiento–. Y el agua parece estar cantando.

–¿Quién se fue? –le pregunto dulcemente.

La oscuridad nos envuelve y no puedo verle la cara. Puede que mi pregunta le haga sufrir. Pero tengo que saberlo. Permanece en silencio mucho tiempo.

–El hombre por el que vine a Milán –responde al final, tan bajito que tengo que acercarme aún más para oírla–. Lo conocí en Florencia cuando acababa de empezar la universidad. Él enseñaba en Milán, pero tenía un contrato de seis meses en mi facultad, para una investigación financiada por una institución extranjera.

Entonces, ¿es toscana?, pienso asombrado. Su voz no tiene acento. Algo en la postura de su cabeza inclinada hacia un lado, de su mano rozando el agua y esa palabra, Florencia... Algo en el conjunto de estos elementos me suena. Pero no quiero distraerme de su historia.

–Era docente universitario –continúa, trazando círculos en el agua con un dedo y mirando cómo se amplían, absorta–. De Historia del Arte. Su madre era ecuatoriana, y tenía mucha más pinta de latinoamericano que tú. Pero el acento era parecido.

–Ahora entiendo por qué me has odiado a primera vista –me arriesgo a comentar.

–A primer oído, más bien –admite sin mirarme–. Esa cadencia... Y, además, también el arte... Era demasiado, no podías gustarme. –Alza la mirada de golpe–. Pero me gustabas.

Le acaricio la mejilla con un dedo y dejo que retome el hilo de sus recuerdos.

–Él tenía cuarenta y siete años, yo diecinueve –prosigue volviendo a observar el agua como si estuviese leyendo en ella esa historia que cuenta con más de una década de antigüedad–. Han sido los seis meses más bonitos de toda mi vida.

Inesperadamente, la frase me duele un poco. Pero, conmigo, aún no han pasado ni seis días... ¿Es que estoy celoso? Nunca he sido celoso, me recuerdo mientras la historia se devana, igual que tantísimas otras, pero especial porque es la suya.

–Decía que me quería, que nuestras almas se habían encontrado, que era el destino. Decía un montón de cosas que sonaban muy bien. He conocido Florencia más en los seis meses que pasé con él que en toda una vida vivida allí. Me enseñó todo lo que sé sobre arte... y sobre sexo. Y, luego, volvió a Milán sin una palabra.

Caigo de las nubes. El resto era predecible, pero esto me sorprende.

–Pero, cómo, entre tantas palabras bonitas, ¿ni siquiera un adiós?

–Ni siquiera un adiós. O un hasta luego. O un mal rayo te parta.

Oigo aflorar en su voz la rabia, igual que la que debió de sentir en aquella época.

–Y, entonces, lo dejé todo y vine a Milán a buscarlo. Pensando que se había equivocado, que no había entendido la profundidad de mis sentimientos, que tenía escrúpulos porque yo era mucho más joven que él. Me lo había dicho muchas veces, que no quería influir en mi vida, cortarme las alas. Vine decidida a explicarle que las alas me las había dado él. Que solo con él podría volar.

La voz se le rompe en un sollozo. Se apodera de mí una rabia incontenible hacia ese cínico desconocido. Pienso que también yo he sido un cabrón a veces, aunque ahora intento no mentir. Y ella era aún una niña. La imagino llegando a la estación, tomando una habitación en una pensioncilla, buscando a su amante, llena de sueños y de esa determinación que estoy comenzando a conocer. Y encontrándolo.

–Estaba casado, ¿verdad? –le pregunto dulcemente, viendo que no consigue continuar.

Asiente con fuerza, pero no dice nada más, no puede. Imagino los demás detalles. Hijos, seguro, puede que adolescentes. Una hermosa casa, una vida en el ambiente intelectual chic milanés. Ninguna gana de encontrarse con su aventura florentina. Me imagino una escena en algún bar anónimo, lejos de su elegante barrio residencial, alguna excusa, un puñado de palabras bonitas, o quizá solo palabras vacías. Esa película fea, vieja, banal le cruza la mente haciéndole daño y me siento culpable por haber puesto en marcha el proyector.

–¿No has vuelto nunca a Florencia?

–A visitar a mi familia, claro, aunque no a menudo. No me han perdonado que haya dejado la universidad; según ellos, me precipité viniendo a Milán y no han comprendido nunca por qué. Este secreto es como un muro que no podremos echar abajo nunca. Y todo por culpa de... –Se interrumpe y veo que lucha por no dejarse llevar por la amargura–. No, no es verdad. Ha sido culpa de ambos. Tendría que haber... sido más lista. –Levanta de nuevo los ojos hacia mí y sonríe entre las lágrimas–. Creía serlo entonces. Lista. Y, sin embargo, me da que me equivocaba.

La abrazo fuerte y dejo que desahogue los sollozos en mi camiseta, pensando que ha sido sincera, que debería serlo yo igualmente, que debería contarle algo también yo, hablarle de Cecilia.

Pero no lo hago.