10
Salgo de casa en una mañana luminosísima y descubro que en Milán ha estallado la guerra. Fuera de mi casa se ha apostado un grupo de soldados armados de tirapiedras. ¿Tirapiedras? Sí: en vez de con bombas y armas químicas, se combate en las calles con piedras y palos. Una guerrillera con una braga roja fuego sobre la boca, y los ojos idénticos a los de mi madre, está destrozando mi escúter, aparcado enfrente, a golpes de maza claveteada.
–Pero ¡ese es mi escúter! ¡Mamá! No...
–Mamá, una mierda. ¡Son las nueve y media!
Y un mazazo. Llega Adela y comienza a consolarme, pasándome una mano por el hombro. Pero luego me sacude con violencia.
Y me despierto.
La luz me hiere los ojos. Es, desde luego, una límpida mañana de primavera. Pero no ha estallado la guerra: estoy en la cama del estudio y, debajo de mí, Leo está atizando el suelo del altillo con el mango de una escoba. Subida a la escalerita, Adela me mira; es obvio que, precisamente, acaba de sacudirme con violencia.
–Me parecía un sueño muy realista –rezongo–. Leo, déjalo o esto se viene abajo.
–Entonces, baja tú primero. ¡Dale! Mueve el culo que es tarde.
Echo un vistazo al colchón a mi lado, a la maraña de pelo oscuro y los hombros bien torneados que asoman bajo el edredón. La verdad es que no recuerdo en absoluto a quién pertenecen. Me explota la cabeza, tengo el cerebro como envuelto en guata y, noto mirándome las manos, los dedos sucios de carboncillo. Junto a mí, hay unas hojas desperdigadas, bocetos de cuerpos femeninos. Así me acuerdo: Manuela. Después de que se hubiese dormido, comencé a retratarla, furiosamente, en busca de algo, algo que deseaba encontrar en su cuerpo abandonado al sueño. Algo que habría debido estar ahí. Pero no estaba.
Cuando tiré el carboncillo al suelo, rendido, había ya luz al otro lado de las ventanas. No habrán pasado ni tres horas.
–Vamos, hermanito, el café está ya listo –trina Adela–. Tienes el tiempo justo para calentarte la lengua, ponerte un par de vaqueros y que, luego, Leo nos lleve en coche para llegar antes.
Echo una mirada de acuerdo a mi amigo y llego a tiempo de preguntarme qué habrá sucedido entre ellos dos antes de que me vuelva el dolor de cabeza. Gimo lastimero.
–¿Quieres un aspirina además del café? –pregunta solícita Adela.
Se ha olvidado de que nunca tomo aspirina. La resaca pasa igual con unos litros de agua, y evito enriquecer a las multinacionales.
–Solo me meto mierda de la buena –gruño.
–No tenemos –me informa Leo–. ¿Quieres bajar de una vez del gallinero?
–Voy, voy. Pero dejad de tocarme las narices diez minutos, que estoy desnudo.
–¡Cuánto pudor, Luis! Que te he cambiado los pañales –sonríe Adela, pero baja la escalera y va a mirar fuera de los cristales para dejarme un poco de intimidad.
–No digas idioteces: tienes un año menos que yo. Leo, uso tu baño.
Leo me recoge del suelo la ropa que llevaba puesta ayer y me la tiende. Dios mío, no es que esté muy fresca. Me parece que es la misma del lunes y ayer fue un día intenso.
Salgo del baño un minuto después abrochándome los pantalones, no he perdido tiempo duchándome. Adela tiene ya un pie fuera de la puerta; Leo, las llaves en la mano.
–¡Vamos! ¡Son ya más de las diez!
Miro alrededor.
–Leo, pero ¿luego vuelves aquí?
–Tengo un poco de sueño que recuperar –responde él, que, bien mirado, está tan hecho polvo como yo.
–Y... ¿te puedes hacer cargo del hurón? ¿Y de Manuela?
–¿En ese orden?
–En el orden que quieras, pero me los alimentas. Y los mimas, si quieres. Pensándolo bien, supongo que Manuela también llegará tarde al trabajo; podrías llevarla y, así, llega antes.
–¿Y qué más? –pregunta irónico Leo–. ¿No quieres que barra?
–Si vas a hacerlo, la escoba es eso de la esquina. Para usarla, tienes que sostenerla por la parte larga y recta.
–¡Vamos! –Adela, impaciente, me toma de un brazo y me arrastra fuera.
Diez minutos después o, mejor dicho, con más de una hora de retraso, estamos en el plató. El reportaje es en exteriores, en el vicolo dei Lavandai, un callejón muy sugerente de nuestro barrio. El fotógrafo, recuerdo nebulosamente, quería hacer una cosa ambientada en el viejo Milán, o la vida sencilla de antaño, un rollo de esos. «Mientras no me haga vestirme de pastorcilla adolescente...», había comentado Adela.
Imagino que las furgonetas de atrezo estarán aparcadas a la entrada de la zona peatonal y los demás miembros de la troupe estarán en el bar. En la callejuela está solo Colin, el fotógrafo, que camina arriba y abajo nervioso como un padre en espera.
–¡Luis! Por fi... Um Gottes willen! –Colin es de Hamburgo, habla italiano muy bien después de años en Milán, trabajando en moda, pero cuando se inquieta vuelve a su lengua materna–. Pero ¿qué pintas llevas?
–¡Eh! Es que he tenido una noche toledana.
–Pero si parece que acabes de salir de una alcantarilla. ¡Mírate! Mírate las manos, ¡negras! Y ¡mira qué horas son!
Se da golpecitos con un dedo en el reloj; creía que solo lo hacían las amas de casa de los anuncios de los cincuenta.
–¡Vamos, Colin! Ahora Luis se adecenta y... –intenta aplacarlo Adela.
–¡No hay sitio donde adecentarse! ¿Dónde quieres adecentarte, en la furgoneta? –Se pasa una mano por el pelo–. Y Carla se ha roto un tobillo esta mañana: se ha caído de la moto –añade.
Carla es su ayudante y, en efecto, eso es un problemazo.
Nos miramos un poco inseguros. Necesito un lugar en el que arreglarme y él necesita que le echen una mano.
Tengo una idea brillante. Ruego que no esté aún cerrado a esta hora.
–Colin, una... amiga tiene una tienda aquí al lado. Seguro que tiene baño. Y es fotógrafa aficionada. –Manuela me ha enseñado una foto que lleva en la cartera, de Eva. Recuerdo haberme asombrado de la calidad, y me ha contestado que su amiga ha hecho algún curso–. Quizá pueda ayudarnos.
Quizá, tal vez, nos mande a casa del carajo. Pero, en estos casos, soy partidario de la acción. Primero me enfrento a la situación y, luego, ya sufriré las consecuencias, sean cuales sean. Arrastro a Adela, Colin y su exigua troupe, formada por maquilladora, estilista y técnico de luces, por el puente y a lo largo del callejón en el que está la tienda de Eva. La persiana está levantada, por suerte. Y, ciertamente, un lugar al borde de la ruina no se concede el lujo de abrir tarde por la mañana. Me paro justo fuera y ella está allí. En el escaparate. Está inclinada colocando una especie de pañuelo de gasa verde claro, sobre el que apoya con delicadeza un viejo disco de 45 revoluciones con funda roja. Es A Hard Day’s Night de los Beatles. ¿Qué pasa? ¿Lo hace aposta para chotearse de mí? Le miro el escote de la camiseta; así inclinada hacia delante, se le ve la curva de un pecho. No lleva nada debajo. Espero que baje un poco más, imagino atravesar el cristal con la mano y acariciarla.
–¿Entonces? ¿Es esa tu amiga?
Adela me despierta golpeando el cristal con los nudillos. Eva levanta los ojos, me ve, hace un movimiento brusco y el disco cae hacia delante. Se levanta de golpe, con aire incrédulo.
–Bonita –comenta Colin, y se atusa el pelo.
Lo veo entrar desenvuelto en la tiendita y comenzar a jugar la baza de su atractivo de extranjero y, además, artista. Poco después, le sigo, y tiene ya una mano de Eva en las suyas.
–Depende todo de usted, señorita –está murmurando. Ha bajado la voz a su tono más seductor, noto divertido–. Le ruego que nos ayude a remediar la... difícil situación creada por Luis.
Eva nos observa a mí y a Adela, estupefacta, luego se le enciende en los ojos una lucecita maliciosa.
–Sé lo difíciles que pueden ser las situaciones creadas por Luis –dice, sonriendo amablemente a Colin–. Pero no entiendo qué hacen aquí. ¿Quién es usted?
–Es un fotógrafo de moda –interviene Adela tendiendo la mano a su vez–. Yo me llamo Adela, soy la hermana de Luis. Tenemos que hacer un reportaje, pero hemos... llegado un poco a la carrera y él necesita adecentarse. Le haría falta una ducha.
Eva me escruta de arriba abajo.
–Le haría falta un camión cisterna –comenta–. Ducha no tengo; solo un baño pequeño con lavabo y bidé. ¿Crees que se apañará? –pregunta, mirando aún a Adela.
–Es mejor que nada –responde Adela–. Que lograse quitarse el carboncillo de las manos sería ya un avance.
–¿Queréis dejar de hablar como si yo no estuviese delante? –estallo.
–¡Ah!, perdona. –Eva me mira con exagerada inocencia–. Creía que no serías capaz de razonar. El baño está allí.
Me indica una puertita detrás del mostrador.
Noto que Colin ha desaparecido y, casi al mismo tiempo, oigo llegar su voz extática.
–Gott im Himmel! Pero ¡si esto es precioso!
Se ha vuelto a olvidar del italiano, señal de emociones fuertes.
–¿Dónde está? –pregunto–. ¿En el escobero?
–En el patio.
Eva se vuelve y desaparece también por una puerta, detrás de la que nuestro fotógrafo curioso, evidentemente, se ha aventurado ya. La sigo, inclinándome para pasar por el bajo dintel. Parece de verdad la puertita de Alicia en el País de las Maravillas; puede que, por eso, haya llamado a la tienda Wonderland.
O puede que sea por esta maravilla. Contengo la respiración.
El patio de la tienda es una parte del espacio más interior del bloque de pisos, al que se asoman otros edificios. Está cercado solo por tres lados por un murito, sobre el que se han montado altos emparrados. Sobre dos de ellos, se encaraman exuberantes jazmines. Sobre el tercer lado, alarga sus ramas una glicina, quizá centenaria, que por una parte se apoya en el muro del edificio y, por la otra, se arroja hacia fuera formando una pérgola umbrosa, bajo la cual, una mesita redonda de hierro forjado y cuatro sillas parecen listas para la hora del té. Los parterres pegados al pie del muro son todos una mancha de hortensias y rododendros y plantas aromáticas. Una ordenada explosión de colores. Y de perfumes. Será la falta de sueño, pero me da vueltas la cabeza.
–¡Señorita! –Colin se vuelve y se apodera de nuevo de la mano de Eva–. Pero ¡este lugar es magnífico! ¡Como intemporal!
Ella sonríe con calidez. Maldito hamburgués, pienso. ¿Tenía que tocarme a mí el único fotógrafo hetero? No soy celoso, me parece una pérdida de tiempo, pero me fastidia ver que se ha ganado tan fácilmente su simpatía. Mientras que, conmigo, ha sido odio a primera vista.
–¿A que sí? Es mi refugio –le confía la fierecilla domada.
–¡El auténtico Milán! ¡El Milán romántico! ¡Popular! ¡Perdido! –se entusiasma Colin–. Tenemos que hacer aquí el reportaje. Tiene que concedérmelo. Quizás alguna foto de la tienda, con ese delicioso ambiente retro. Y, luego, ¡el jardín secreto!
–Pero... –Eva mira a su alrededor dudosa.
–¿No será un poco oscuro, Colin? –objeto.
Solo me falta tener que estar aquí todo el día mirando cómo se hace el galante con... Ya, ¿con quién? ¿Quién es ella para mí?, me pregunto, intentando ser lógico. Vuelve en ti, Luis. ¿Desde cuándo te importa algo esta loca? Tú solo quieres una cosa de ella. Y, si se la da también a otros, tanto mejor, estará más entrenada.
–Bobadas. –Colin parece molesto–. Tenemos luces para interiores. Hacemos las fotos fuera después de las once, luz perfecta. Mejor que la callejuela. Esa era mejor por la mañana temprano. Pero ¡tú has llegado tarde!
–No empieces otra vez –resoplo–. ¿Quién te ha traído aquí, eh?
–Eso también es verdad –admite–. Y Luis dice que es usted experta en fotografía, señorita, ¿sí? –pregunta a Eva esperanzado–. ¿Podría ayudarme?
Como un milagro, veo el rostro perplejo de Eva relajarse en una sonrisa radiante. Es como ver despuntar el día junto al mar. Mira incrédula a Colin y, después, a mí.
–Yo... Me encantaría –susurra en el tono de una niña a la que han enseñado un juguete que no esperaba recibir–. ¿Luis se lo ha dicho? Y cómo...
Me mira sin hostilidad por primera vez. Sus ojos parecen estrellas, me lanzo con la mirada a su interior y veo las pizquitas doradas que puntean el iris, evidentísimas.
–Me lo dijo Manuela.
Me encojo de hombros huraño. Esta nueva versión de Eva, tan confiada y sonriente, me incomoda.
–Adoro la fotografía –admite vuelta a Colin–. He hecho tres cursos. Pero... Pero no sé si soy lo bastante buena...
–Tonterías, tonterías –repite él alegre–. Le explicaré y lo hará bien.
Le da una palmadita en el hombro, alentador, y Eva levanta los ojos para mirarlo. Me aclaro la voz.
–Bueno, ¿aún estás aquí? ¿Con las manos sucias? –dice impaciente.
Desde la puerta comunicante con la tienda asoma Adela.
–Colin, tenemos que usar estos para el reportaje, por favor –exclama sosteniendo en alto un par de pendientes de bisutería de los años cincuenta, con brillantes piedras azules–. Hay joyas absolutamente divinas aquí. ¡Ven a echar un vistazo! Luis, pero ¿aún no te has lavado?
–Pero ¿queréis dejar de decirme todos que me lave?
Y, en ese momento, oigo un sonido inesperado. Eva ríe. La veo echar la cabeza hacia atrás lanzando una carcajada cristalina, alegre, de niña. Observo el arco gracioso del cuello, desde las pequeñas orejas acariciadas por sus ricitos, y me vuelve a la mente la primera vez que la vi reír, de lejos, aquella noche en la cervecería. Con el sonido, es aún más irresistible.
Inspiro de golpe una bocanada embriagante de jazmín y, mientras, ella me lanza una mirada bajo las pestañas, como si hubiese descubierto un aspecto de mí que no imaginaba. Me parece larguísima, esa mirada, e inquisidora, como aquella noche en el puente.
–Bien, entonces –dice por fin, y levanta la barbilla con aire de desafío–. Mi casa es tu casa. Hagamos ese reportaje.
Traza con el brazo un amplio e irónico gesto de bienvenida y, en un relámpago de conciencia, me doy cuenta de que estoy en peligro. La apuesta acaba de subir.