7
Increíble; es Eva. Aunque me cuesta hacer la conexión: es la primera vez que la veo vestida de mujer, en lugar de con el primer trapo que ha encontrado en el armario. Con un vestido que acompaña sus formas está irreconocible.
Ella, sin embargo, me reconoce sin problema. El rostro animado por la carrera está retomando su habitual inmovilidad de madera. Mi única salida sería saltar sobre ella y cerrarle la boca con la mía antes de que relinche una infamia. Pero, para hacer semejante gesto atlético, tendría que soltar al hurón.
El momento de duda es fatal.
–¡No me lo puedo creer! ¡Tú otra vez! –explota enderezándose.
Todo indicio de gracia desaparece de su cuerpo, de nuevo rígido y estirado.
Sobrevivo a este comienzo e intento ganar tiempo.
–¿Es tuya la rata?
–Es un hurón.
Se inclina de golpe a recoger el chal del suelo y se envuelve en él, cubriendo la garganta y los hombros. Es un chal largo y opaco, azul oscuro. Del vestido azul cobalto, casi demasiado femenino para ella, ahora solo puedo ver la falda hasta la rodilla, de algodón ligero. No lleva medias, sino un par de bailarinas negras, un poco deformadas, sin carácter. Así que por eso podía correr tan rápido por el empedrado en mal estado, pienso.
–Cuando hayas terminado de hacerme la radiografía, ¿puedo recuperar mi hurón? –pregunta crispada, alargando los brazos.
Mírala. Ahí parada. Verla desde arriba en esa pose suplicante me despierta la necesidad de tener a mano papel y lápiz. Pero ¿te parece que pueda estar parada cuando debería? Un momento después, ha subido la escalera del puente y está frente a mí; bate un pie con impaciencia.
–¿Qué? ¿Te has transformado en estatua de sal? Devuélveme a Lucky.
Alarga una mano hacia el hurón, que resopla y se esconde contra mi pecho.
Animales inteligentes, los hurones.
–No me parece que quiera volver contigo –le digo, acariciando al bicho–. Cómo culparle, por otra parte.
–No digas chorradas, Lucky me adora.
–Cierto. Imagino que por eso se ha escapado.
–Se ha asustado. Una bicicleta casi nos atropella; para no caerme, lo he soltado, y se ha encontrado solo en el suelo, en medio del caos y las luces... Dámelo, anda.
Tiende de nuevo la mano, pero con menos vehemencia. El hurón asoma un poco el hocico marrón claro para olfatear los dedos blancos. Bonitas manos, pienso distraído. Si no se comiese las uñas.
Por un momento, nos quedamos así, ella con la mano extendida, yo de pie a dos pasos, el bicho en medio como un puente. Un grupo escultórico: pareja dudosa con hurón. Luego, ella hace por coger al animal, que se asusta y vuelve a guarecerse contra mí.
–Te daría lo tuyo –respondo dejando caer pesadamente el doble sentido–, pero no creo que él esté de acuerdo. De hecho, ¿quién me dice que es tuyo?
–Y ¿por qué iba a correr detrás del hurón de otro?
–Puede que lo hayas robado. Quizás existe un mercado negro de hurones. –Comienzo a divertirme.
–¿Estás borracho?
–O puede que sea un hurón salvaje y lo quieras encerrar –continúo–. Quizá castrarlo, como a tu novio.
–¡Vaya! ¿Hemos llegado ya a las ofensas personales? –Me mira incrédula, luego se pasa una mano por la cara y se apoya en la balaustrada del puente, con tal abandono que, por un momento, temo que pueda caer de espaldas al canal–. No puedo más. –Suspira–. Ya ha sido un día de mierda. Solo me faltabas tú.
–Tú no me faltabas en absoluto, mira tú. –Me pongo a su lado, el hurón ya se ha acomodado al amparo de mi chaqueta, y sospecho que se está durmiendo–. Entonces, ¿cómo es que estabas trotando con un hurón a lo largo del canal a las dos de la mañana? –le pregunto tras un momento.
–Estaba en la tienda. Tengo una tienda aquí cerca –comienza a contar, como si tuviese que librarse de un peso. No le digo que lo sé, no tiene importancia–. Había decidido dormir allí porque Alberto... Mi novio ya no soporta a Lucky en casa. Hemos tenido una pequeña catástrofe.
–¿Un poco de disentería? –arriesgo.
–¿Qué pasa? ¿Eres veterinario? No, déjalo, no quiero saberlo. Aunque no, no ha ensuciado. Ha tirado al suelo el caballo.
–¿Un caballo? Tendrías que haberlo llamado Maciste, en vez de Lucky –comento–. Y no sabía que vivieses en una granja.
–El caballo de Troya, una maqueta de madera –explica ella con tono de quien habla con un deficiente–. Alberto lleva meses construyéndolo: son piezas pequeñísimas. Es un trabajo muy laborioso.
–Imagino. También muy útil.
–¡Será que tus esculturas son muy útiles! –estalla Eva.
–No grites que asustas al hurón –la exhorto.
La escena es fantástica. El novio que pasa los domingos construyendo un caballo con palillos, la fierecilla esta que lo observa admirada, y el bicho que siembra el caos.
–Entonces, Lucky ha expresado su opinión crítica sobre el caballo de Troya haciéndolo añicos, Alberto ha intentado hacer añicos a Lucky y tú lo has puesto a salvo en la tienda –resumo–. Luego, no conseguías dormir, has salido a dar un paseo para aclarar las ideas sin bajar la persiana; inmersa en tus pensamientos, no has oído al ciclista que te tocaba el timbre y casi te caes, y Lucky ha aprovechado para correr hacia mí.
–No estaba en absoluto corriendo hacia ti; corría y punto –puntualiza Eva.
La sorprende un detalle:
–¿Cómo sabes que no he bajado la persiana?
–Inútil hacerlo si pensabas volver –improviso. Me alegra haber encontrado una solución al misterio de la tienda sin cierre metálico–. La cosa es: suponiendo que yo te lo dé, ¿qué harás con el hurón? ¿Dónde lo vas a meter? ¿O estás pensando en dejar a tu novio?
–No digas idioteces.
–Lo cierto es que podías haberle preguntado qué pensaba antes de comprar el hurón. No es precisamente un pececito de colores; estos bichos dan trabajo.
–No lo he comprado.
–¡Ajá! Entonces, tenía razón, ¡lo has robado!
–¡Ni por asomo! ¿Te parece que, con todos los marrones que tengo, me voy a poner también a robar hurones? Es de Magda, la hermana pequeña de Alberto. Lo ha pedido por su cumpleaños.
–Luego ha descubierto que no era un peluche...
–Exacto –asiente Eva–. Sin contar con que le han dado una beca en la universidad y, en septiembre, se marcha a Chile. Tampoco se lo puede llevar.
–No sé, puede que lo cocinen bien. Hurón cocido a la chilena suena apetitoso.
–Qué asco me das. –Pero lo dice sin convicción.
Mira fijamente el empedrado, parece hecha polvo. Si no la sacudo de esta apatía, dentro de un momento romperá a llorar. Y no soporto a las mujeres que lloran, nunca sé qué hacer con ellas, y me anulan la libido. Tengo una medio erección desde que la he visto correr y no pienso renunciar a esta sensación placentera.
–Pues tú me das pena. Mírate. Tienes ojeras, el pelo sucio; de los zapatos no digamos nada; has dejado en casa a un novio furibundo y te has visto obligada a correr tras un hurón en el corazón de la noche mientras los ladrones se aprovechan de tu escaparate sin vigilancia...
Levanta los ojos de golpe.
–¿Ladrones? ¿Qué ladrones? ¿Has pasado por la tienda? ¿Has visto algo?
–No, pero, si no has bajado la persiana, es solo cuestión de tiempo.
Mira por encima de mis hombros, en la dirección de su tienda. Entiendo que quiere ir enseguida a mirar. Vuelve los ojos hacia mí, luego hacia el hurón, claramente dormido, por fin hacia mi cara.
–Escucha, ¿podrías...
Eso estaba esperando.
–... sostenerte un momento al hurón mientras vas a controlar que todo va bien? –completo la frase–. Claro que podría. –Se le ilumina el rostro en una expresión de alivio que, por un momento, me hace vacilar–. Pero no sé si quiero.
La luz se apaga. Siento un poco de pena. Pero he decidido de repente lo que quiero y sé lo que hacer para obtenerlo.
–Lo que puedes hacer es ir y, cuando hayas terminado de comprobar, vuelves –continúo–. Puede que me encuentres. Si, por el contrario, me canso, dejo aquí al hurón, le digo que te espere y me voy. ¿Te parece?
–Eres un mierda. Adelante, entonces, dame a Lucky y vete a la cama, ¿no? No entiendo por qué te has parado a charlar si estás tan agotado.
–Es que no sé resistirme a una damisela en apuros.
–¿Es que te parece que me has salvado? Si acaso, has empeorado la situación.
–¿He atrapado al hurón o no? Ni siquiera has alabado mis reflejos fulminantes.
–Imagino que los entrenas jugando al pinball todo el día. Cuando no te visita la Musa, claro.
–Prefiero el dominó –replico.
En Cuba es, prácticamente, deporte nacional, pero lo cierto es que ella no puede saberlo y me mira descolocada.
–¿El dom...? Pero ¡a quién le importa! –exclama luego, exasperada por haberse dejado distraer–. Escucha, no me interesa en absoluto si te pasas los días contando los nudos de la alfombra. –Se despega de la balaustrada y se me pone delante, la cara a un palmo de la mía–. Y no sé a qué juego estás jugando, pero no tengo tiempo para este rollo. Devuélveme el hurón, vuelve por donde has venido y deja que yo resuelva mis problemas.
Así de cerca, advierto un leve perfume, dulce y exótico. Creo que es el pelo. Es más baja que yo y, si se adelantase solo un paso más, sus rizos me harían cosquillas en la barbilla. Siento el calor de su cuerpo tenso y furioso. Si tuviese una mano libre, me encantaría coger un extremo de ese horrible chal que lleva y desenvolverla despacio, como un caramelo, rozándole la piel a medida que se descubre, con los dedos, luego con los labios. Subo los ojos hasta su boca, apretada en un frunce indignado, e imagino cómo sería sentirla suavizarse y ceder contra la mía, obligarla dulcemente con la lengua, abrirla, explorarla. Capto con la mirada sus ojos, tienen una expresión insegura. No he pronunciado siquiera una palabra, pero su cuerpo siente mis pensamientos. Vibramos juntos, como una cuerda tensa rasgada finalmente en el punto justo. No lo habría dicho nunca. No puedo dejarla escapar.
–O –digo despacio, bajando la voz a un tono casi hipnótico– podría ayudarte. Podría llevar a Lucky conmigo a casa, alimentarlo, cuidarlo. Podrías visitarlo siempre que quisieras y estaría a salvo. Y tu problema se habría resuelto. Estarías libre y tranquila...
Asiente, es más fuerte que ella.
–Sería... Sería muy amable por tu parte –murmura.
Sostiene mi mirada, atenta de improviso. Me doy cuenta de que, por primera vez desde que la conocí, está completamente centrada en mí. Me ve como un interlocutor, no como un obstáculo en su camino, y esto me transmite una intensidad que me da una especie de calambre. Su torso se inclina hacia el mío, de forma imperceptible. Dejo aflorar una sonrisa tranquilizadora y el rostro de Eva se relaja en respuesta. Es como si bailásemos, pero sin movernos, y comienzo a sospechar que esta es una bailarina a la que no hay que subestimar.
–Por supuesto –continúo–, habría una condición. Una sola condición pequeñita.
–Y... ¿cuál sería?
–Que poses para mí.
Según salen las palabras de mis labios, me maldigo. Las he dicho demasiado bruscamente. Han salido precipitadas, secas. El deseo me ha traicionado. Quiero que pose para mí de verdad. Tengo que captar la extraña gracia de sus movimientos, intuyo que es la clave para desbloquear mi inspiración. Y la deseo. En este momento, la deseo con desesperación. Quiero inclinarme entre sus piernas y sentirla gemir e implorar, tumbada debajo de mí sobre el sofá.
Por desgracia, en vez de eso, estoy de pie en un puente, con un hurón en brazos, y ella está furiosa de nuevo.
–¿Posar para ti? Pero ¿te has vuelto completamente loco?
El hechizo se ha hecho añicos. Su cuerpo se dispara hacia atrás. Cruza, incluso, los brazos. Cerrada como un erizo, maldición.
–En absoluto. Es mi trabajo: soy artista –respondo, asumiendo un tono profesional en el intento de recuperar terreno–. Me gustaría hacer algún boceto y tú eres un buen tema. No te estoy pidiendo otra cosa, no te preocupes. –Sonrío con el poco de burla que no falla nunca para despertar el orgullo femenino–. ¿O tienes miedo?
–¡Qué voy a tener miedo! –responde picada, como siguiendo un guion–. Es solo que me parece absurdo, eso es todo. No creo que te falten modelos. –Reproduce mi misma sonrisa, con cierta habilidad–. ¿Por qué yo, precisamente?
–Tienes la fisonomía justa para uno de mis proyectos.
–Pues tendrás que encontrar otra fisonomía. Porque ni hablar de posar para ti.
–¡Qué pena!
Saco de debajo de la chaqueta el hurón que, muy contrariado porque lo he despertado de repente, comienza a revolverse. Hago como que lo apoyo en la balaustrada.
–Entonces te lo dejo aquí, ¿eh?
–¡No! –Alarga un brazo, sabe perfectamente que, si libero a Lucky, no conseguirá atraparlo nunca–. No lo hagas, anda.
–No hago nada. Me limito a soltarlo. Puede que se vaya contigo, aunque no pondría la mano en el fuego.
–Deja que lo coja.
–Pídemelo de otra forma –murmuro.
–¿Qué?
–Nada. Te lo explicaré con calma. La cosa es esta: o aceptas posar para mí, una tarde a la semana, durante seis semanas, o suelto a este simpático bicho y me despido. La elección es tuya, Eva.
Es la primera vez que pronuncio su nombre. Los nombres tienen poder, contienen destinos, y deben ser usados con sabiduría. Con esas tres letras de ecos bíblicos vibrando entre los labios, estoy seguro de tenerla en el bolsillo.
Pero ella me descoloca, y casi me coge desprevenido. De repente se lanza hacia delante para agarrar a Lucky. Salto hacia atrás, fuera de su alcance, apenas a tiempo. Asustado, el animal culebrea y casi se me escapa de las manos, lo aprieto de nuevo contra mi chaqueta para calmarlo mientras sigo mirándola a ella. Está furiosa, jadea. Y comienzo a hartarme, también yo, de esta escenita.
–No soy un hombre paciente, Eva –la reprendo–. Voy a contar hasta cinco. Uno...
–No entiendo por qué te hago falta precisamente yo...
–Dos...
–Podrías tener a una docena de modelos.
–Tres...
–¿No puedes pedírselo a Manuela?
–Cuatro...
–Y, además, yo no soy capaz de posar.
–Y... –Apoyo al hurón en la balaustrada y me preparo para soltarlo.
Al diablo, que se vaya por donde quiera. No puedo pasarme toda la noche aquí con una que no quiere saber nada de él.
–¡No! ¡Para! –La miro. Asiente–. Está bien, está bien... No lo dejes escapar. Posaré para ti.
–¿Una tarde a la semana durante seis semanas?
–Una tarde a la semana durante seis semanas.
Abrazo de nuevo al hurón y miro a Eva con el placer de un conquistador que contempla a su nueva esclava. Vencida, pero aún no doblegada.
Es solo cuestión de tiempo.
–Muy bien, querida. –Me vuelvo en la dirección de la que he venido y con la cabeza le hago gesto de seguirme–. Ahora vamos a bajar la persiana de tu tienda y, luego, me acompañas a uno de estos bares.
–¿A un bar? ¿Para qué?
–¿No creerás que me fío de tu palabra? –Sonrío con malicia–. Podría no valer gran cosa. Firmaremos un contrato.