14
Es peor que antes.
Si había decidido obligar a Eva a estas sesiones para desbloquear mi inspiración, puedo decir que he fracasado miserablemente. En compensación, ya no duermo. El miércoles me despierto a las siete, cosa insólita en mí, y no consigo volver a coger el sueño. Voy al taller y, durante dos horas, me muevo sin reposo por el cuarto, preparo un café tras otro, cojo herramientas y materiales, pero mis manos son inútiles, es como si no hubiese visto nunca un pincel, una gubia, un molde.
Por primera vez, me alegro de tener a Da Vinci. Al menos, puedo jugar con él, dado que no estoy haciendo nada útil. Esta noche, en casa, lo he dejado libre y también ahora, en el taller, me niego a encerrarlo en la jaula. La tengo abierta, que decida él si quiere estar dentro o no. Le saco fuera también el comedero, así no tiene que encerrarse ni para comer. Me mira. Luego, comienza a saltar por la habitación como un juguete enloquecido, emitiendo un extraño gorgoteo, y me asusto. ¿Se habrá hecho daño? Consulto afanosamente internet y descubro que ese es el comportamiento de un hurón entusiasmado.
–No sé si eres una bendición o una condena –digo severo.
Da Vinci se tumba en el suelo y me mira con sus ojos redondos; luego, en cuanto dejo de mirarlo, salta sobre mí y me ataca una rodilla.
–¡Qué dem...! ¡Quita! ¡Mierda! ¡Fuera!
Feliz de haberme cogido con la guardia baja, Da Vinci comienza a gorgotear de nuevo.
–¡Ah! Te ríes de mí, ¿eh?, especie de mustélido. Ahora vas a ver tú.
Y así pasa la mañana. La tarde no es, desde luego, más productiva. Y por la noche tengo una invitación a cenar en casa de Manuela. Me recibe con una escena de seducción de película, velas rojas y aromas apetitosos, envuelta en un picardías que no deja nada a la imaginación, y acabamos cenando más bien tarde y durmiéndonos muy tarde. Pero, por la mañana, a las siete, tengo los ojos de par en par, como si estuviese maldito. Puede que esa pequeña bruja loca me haya echado de verdad una maldición, pienso mientras me visto.
–¿Ya te vas? –murmura Manuela adormilada.
–Tengo una cita pronto.
–¿Nos vemos mañana?
–Me voy fuera, trabajo cuatro días en un centro de yoga de Perugia. Te llamo el domingo.
Me inclino sobre la cama para besarla y salgo antes de tener que dar más explicaciones. Cojo el camino de casa, turbado. He dicho dos mentiras en un minuto y yo no miento casi nunca. Ni siquiera para vivir tranquilo; no vale la pena: he descubierto que, en la vida, es mejor ser claro con lo que se hace y lo que se quiere; evita enredarse en problemas más graves. Pero las palabras me han salido de los labios casi solas, como cuando engañas a alguien para salvar la vida. He pensado, en un instante, que no quería verla estos días, que no quería ver a nadie, que necesito estar solo. Ya. Pero ¿solo para qué?
Así pues, de jueves a sábado me encierro entre mi casa y el estudio, como un ermitaño. Visto que la inspiración artística me abandona, me dedico al storyboard del documental sobre el mundo de los acompañantes masculinos. Por desgracia, puede que haya quemado la nave de la página de servicios: tras mi fuga con Manuela de la boda en la Toscana, Camilla Mantovani ha subido un comentario feroz, por no decir más. No me han expulsado de la página porque tengo muchos comentarios tan entusiastas que me han dado una segunda oportunidad, pero lo cierto es que la próxima señora necesitada de compañía, si lee mi última «crítica», se lo pensará dos veces antes de solicitar mis servicios.
Por lo tanto, tengo que encontrar otros caminos. Contacto con un amigo periodista de la crónica local del Corriere y lo invito a cenar para intercambiar ideas. Trabajo sobre los materiales que he acumulado en estos meses e intento definir una dirección más precisa, tanto para la investigación como para la película. Mientras, respondo a algún correo electrónico retrasado, peticiones de citas para sesiones de consultoría holística. En resumen, entre mis quehaceres, me dedico a los que no me recuerdan a Eva. A los que no me obligan a mirar la carpeta en la que he metido los esbozos de la otra noche. O a reflexionar sobre lo que haré el martes que viene. Porque, quizá por primera vez en mi vida, temo no saberlo con certeza.
Es una semana muy productiva por el lado del documental e increíblemente frustrante por todo el resto. Cada poco, Leo se asoma a la puerta comunicante, toma un café conmigo o me trae comida para evitar que me olvide también de alimentarme, o se lleva a Da Vinci para jugar con él. Pero también él se deja ver bien poco. Y lo mismo hace Adela, mira tú. Oficialmente, anda por ahí buscando contactos para organizarse algún concierto en los locales de jazz milaneses. En la práctica, a los locales de jazz milaneses va a escuchar música, cenar y bailar, y la acompaña siempre Leo, quien, entre otras cosas, tiene conocidos en todas partes y no se hace de rogar para abrirle alguna puerta.
No tengo dudas de que mi hermanita terminó en la cama de Leo ya la noche en que llegó, y que continúa volviendo lo sé porque no duerme en mi casa, se ha trasladado a la de él. La cosa no me supone ningún problema: Leo sabe muy bien que no soy celoso. Respeto a Adela y no veo por qué debería negarle la libertad de estar con quien quiere. Además, precisamente yo... Digamos que no tendría tampoco la autoridad moral para oponerme.
Solo que, como de día están por ahí y yo en el estudio, y por la noche están en casa de Leo, pero yo estoy en mi casa, no nos cruzamos mucho y no tengo modo de saber cómo van las cosas. Admitámoslo, tampoco es que me interese mucho. Me apetece estar solo con mis asuntos. Un par de veces, cuando Adela me llama, no le respondo al teléfono.
De hecho, el domingo por la mañana, se presenta en el estudio a las diez.
–Ponte una chaqueta y un par de zapatos, hermanito, que te llevo de paseo.
–¡Cierra la puerta! –grito desde el sofá.
Da Vinci ha salido hacia ella como un rayo. Por suerte, Adela tiene los reflejos de la familia y da un golpe a la puerta acristalada antes de que pueda salir. Da Vinci hace un derrape de Fórmula 1 y evita chocar contra ella, luego la mira con profundo reproche.
–Lo siento, amiguito, gana el mamífero de dos patas –le dice Adela.
Da Vinci se tumba y consigue que lo coja en brazos.
–En realidad, gana siempre él –comento mientras ella se acerca–. Es un pelota.
–¿Has oído lo que he dicho? Vístete, ¡venga!, que salimos.
Estoy repanchingado con el portátil en el regazo, descalzo y sin camiseta.
–¿Por qué estas ganas repentinas de compañía? –le pregunto.
No me apetece ir a meterme en un local del centro, repleto de pijos.
–Porque eres mi adorado hermano mayor, y no te veo desde hace días –responde acariciando a Da Vinci.
–Y Leo está en Bolonia para un concierto.
–Exacto –admite sin alterarse.
–Hablando de ello, ¿cómo va? ¿Le has destrozado ya el corazón?
–Es un hombre maravilloso.
–Se lo destrozarás, entonces. –Me levanto del sofá. En realidad, no tengo ganas de hablar de Adela y Leo. Me hace pensar en cosas en las que no quiero pensar–. ¿A Da Vinci nos lo llevamos?
La idea no me disgusta. Imagina la cara de los camareros, por no hablar de la de las jóvenes señoras de buena familia. El licencioso de Da Vinci se encaramaría seguramente por debajo de sus faldas. Saboreo ya la diversión, pero Adela sacude la cabeza.
–No creo que dejen entrar hurones en el California Bakery.
–¿En el California Bakery? No nos dejarán entrar tampoco a nosotros si no has reservado.
–Daremos el nombre de Leo.
–Cómo te gusta ser la muñequita del jefe, ¿eh? –La miro divertido.
–La verdad es que conoce un montón de gente en Milán.
–Conoce un montón de gente en cualquier rincón del mundo. ¿Tienes intención de volver a vivir aquí?
–No sé... No, creo que no.
Vuelve a dejar a Da Vinci en el suelo. Él le lanza una mirada que dice mejor que cualquier discurso: «De ti, no me lo esperaba».
–¿Le has dicho a él que te irás?
–Y tú, ¿qué? –Adela cambia de tema–. Hace dos años que prometes venir a quedarte unos meses en Sicilia.
–Sí, quizá debería cambiar de aires. Pero no ahora.
–¿No tendrá algo que ver la chica de la tienda vintage, la de los rizos, hermano? ¿Cómo se llamaba?
Abro la puerta acristalada y se me viene encima una vaharada de maldita primavera. Tengo el impulso de volver a cerrarla.
–Eva. Se llama Eva.
Y, como si la hubiese evocado, menos de una hora después, ahí está. Estoy haciendo cola con Adela en el California Bakery, el nombre de Leo ha servido para considerarnos dignos de un: «Si podéis esperar quince minutos, veremos qué se puede hacer cuando se quede libre una mesa», en vez de un: «Pero ¿estáis locos presentándoos aquí sin reservar? Quitaos de en medio, zarrapastrosos». Sea como sea, los quince minutos se han convertido ya en veinticinco. Mientras estamos esperando fuera del local abarrotado, pasa un grupo de amigos de Adela que se dirigen a otro restaurante, y ella se para a charlar. No sé cómo lo hace mi hermana, pero parece que conozca ya a media ciudad. Tras los primeros saludos, me distraigo pronto de una conversación que parece concebida casi únicamente para destripar las últimas teleseries americanas. Observo perezoso el contraste entre el gris de los edificios de via Larga y los colores encendidos de los vestidos de las chicas. Y, luego, algo atrae mi mirada hacia la parada del tranvía, y del 12 veo bajar a Eva.
Incluso a media distancia, su figura tiene enseguida algo familiar. Pero la reconozco, en un pispás, en el movimiento con que se gira, nada más bajar, a decir algo a alguien que, evidentemente, está detrás de ella, en los escalones del tranvía. Reconozco el agraciado volverse del torso, la línea del rostro y el cuello cuando mira hacia arriba. Y puedo adivinar cómo se extiende su perfil en la sonrisa.
Es ella sin duda. Pero, mientras espero que se vuelva hacia mí para levantar el brazo en un saludo, veo que no está sola. Con ella hay un hombre alto y moreno. Cierto, muy probablemente, se trata del novio. Baja los escalones y se le arrima, está claro que continúan una conversación. Vienen hacia acá, van ambos bastante elegantes, él lleva un par de pantalones de pinzas, oscuros, y una camisa blanca abierta en el cuello, y ella un vestido color aguamarina que, por una vez, no parece un saco. Al contrario, es muy femenino, con escote barco y la falda de tablas acariciándole las rodillas. Y calza un par de sandalias negras o azul oscuro, que dejan sus estilizados pies al descubierto. Los dedos desnudos capturan mi mirada; como si abriesen una presa, caen sobre mí mil esbozos de esos pies y esas piernas, apoyados en mi sofá.
La observo ya a pocos metros, le sienta bien el vestido. Los rizos ordenados, recién lavados, me parece que tienen los reflejos del mismo color aguamarina. A veces, veo así los colores, descompuestos en los mil matices que los forman. Y hoy veo tintes de los verdes tiernos de la estación en cada detalle de Eva. Parece la encarnación de la primavera. Se ha esforzado mucho para su comida dominical con el novio.
Pero no lo coge de la mano. Él no la abraza ni hace ningún gesto hacia ella. No se tocan. Se miran también bastante poco, teniendo en cuenta que van hablando. No parecen enfadados u hostiles, solo una de esas charlas de rutina sobre un tema que no apasiona demasiado a ninguno de los dos. Habla casi solo él, a decir verdad. Los ojos de ella vagan a lo largo de la calle, por los letreros, los edificios. Y, luego, fatalmente, se posan sobre mí.
También ella me reconoce al momento. Está a punto de pararse, pero su paso rápido la arrastra hacia delante. Trastabilla. El novio no la está mirando y no se da cuenta enseguida, no reacciona para socorrerla. Solo cuando se ha recuperado ya, baja la mirada, pregunta si va todo bien. Ella responde distraída, levanta los ojos hacia él. Tranquila, pero conmocionada.
«¿Me lo presentará cuando lleguen hasta aquí?», me pregunto divertido. Pero me digo que no es buena idea. La alteraría verme junto al novio. Demasiada realidad junta. La haría sentir culpable, quizás incluso hasta el punto de faltar a nuestra cita del martes.
No puedo permitirlo. Pienso rapidísimo, interrumpo la conversación de Adela con los amigos.
–Escucha, Adela, esa mesa no se queda libre, y yo tengo hambre. –Sonrío a los cuatro jóvenes, uno por uno, con todo el atractivo que consigo expresar dada la urgencia–. Y tus amigos son tan simpáticos que es una pena tener que despedirnos de ellos... ¿Qué les parece si nos unimos a ustedes para comer? ¿Molestamos?
Por lo general, a los milaneses no les gusta cambiar de planes, como no les gusta abrirte la puerta de casa a la una de la mañana si llegas de improviso. Pero, total, estos son tan milaneses como yo –ya no hay milaneses en esta ciudad– y se dejan convencer. Probablemente, también ellos tienen hambre y estaban hartos de estar de pie aquí fuera.
Capto cierto alivio en la mirada de los dos chicos, que están tan aburridos de la charla de las novias como ansiosos por no perder la reserva.
–Pero, claro, ¡qué buena idea! Tomemos un brunch todos juntos –dice uno.
–Sí, no será un problema añadir dos asientos: las mesas son grandes –añade el otro.
Una de las chicas levanta un brazo para arreglarse el pelo, que no lo necesita en absoluto, mostrando una axila lisa y perfecta, que parece de nácar. He notado a menudo que esta parte de las mujeres tiene la piel igual a la de las zonas más íntimas; es una especie de anticipo, una evocación de lo que esconden. Quizás ellas lo saben, o lo intuyen, si no, ¿por qué levantarían los brazos tan a menudo incluso cuando no es necesario?
El novio de la chica capta la intensidad de mi mirada inconscientemente, porque, mientras nos ponemos en marcha por la acera, le pasa un brazo en torno a la cintura y la acerca hacia él. Todo sumado me confirma el hecho de que, incluso bajo estos seres tan formales, hay también un animal sensual y posesivo, dispuesto a marcar el territorio. Más allá de las apariencias, están entre mis semejantes.
Así, cuando por la calle nos cruzamos con Eva y su acompañante, que continúa hablando sin mirarla, estoy entre un grupo de gente. Pararme e iniciar una conversación, aunque quisiera, sería difícil. Pero ni siquiera nos saludamos. Nuestras miradas se rozan, le sonrío apenas, la veo responder a mi sonrisa con un matiz de desafío, pero ruborizándose, y en un momento está a mi espalda. Por ahora.
El novio, seguro, ha reservado. Parece del tipo de los que piden cita hasta para singar. No se ha dado cuenta de la turbación de su pareja, ni del intercambio de miradas. A saber si ella le contará algo de mí.
Estoy dispuesto a apostar que no.