11

–¿Me ayudas?

–¿Me dices a mí? ¿No está Linda? –Eva mira alrededor.

–Ha ido por agua, que esto es un horno.

Linda es la maquilladora. Después de habernos arreglado la cara a Adela y a mí, quejándose de las ojeras, debería haberse quedado a retocar el maquillaje y secar el sudor, pero la plantilla está ya al mínimo y alguien tenía que ir a buscar algo de beber. Son ya las dos, hace calor de verdad en la tienda, y también en el patio, a pesar de la sombra perfumada de las plantas, y yo estoy del todo deshidratado.

Habría mandado a Eva al bar, pero Colin ha protestado que no podía, por supuesto, pedir a la anfitriona que hiciese también de camarera. «Con lo amable que ha sido –se ha escandalizado en tono teatral–. Eva, tienes que perdonarlo, no sabe comportarse». Y ella se ha sonrojado bajo su mirada cariñosa. Le gusta ser la protegida del gran artista.

Debo decir, sin embargo, que hoy me ha sorprendido. Por cómo la conocía, tan rígida, tiesa, cerrada, habría jurado que nos iba a decir que no, que nos iba a echar de su tienda por miedo al lío, a los imprevistos, a los problemas legales o de seguro. En el fondo, con siete personas dentro, el local parece pequeñísimo. Y, no obstante, ha dicho que sí. Ha aceptado dejarse invadir y desbaratar el día. Y no lo ha hecho por dinero; apuesto que ni siquiera lo ha pensado. Lo ha hecho por el juego. Ahora vaga por su espacio habitual, de improviso extraño, equivocándose y enredándose en los huecos, riendo y confundiéndose, dejando que las cosas sucedan, confiando como una niña. Es una Eva distinta e inesperada. No estoy seguro de estar preparado. No estoy seguro de sentirme seguro con esta nueva persona.

–¿Has querido hacer de ayudante? –le digo ahora brusco, intentando alejar esos pensamientos de mi mente–. Entonces, ayuda. La esponjilla está ahí.

Le indico el rincón en el que Linda ha dejado sus cosas. Se trata de darme un repaso por la cara para quitar los brillos, después de todo, no de transportar ladrillos.

Eva echa una mirada dubitativa a la esponjilla, luego a mí, luego a la puerta que da al patio. Colin está fuera y le ha dicho que se tome un descanso mientras dispone el plató para las siguientes tomas, junto con el estilista y el técnico de luces. Dentro de un minuto me toca a mí, mientras Adela se cambia en el baño.

–Quizá Colin necesita... –intenta escaquearse, dando un paso hacia fuera.

–¡Vamos! No es tan complicado, ¡caray! –estallo.

Pero ¿qué le pasa? Entiendo que aún la tiene tomada conmigo por la historia del hurón, pero ¿es posible que no consiga ser útil?

Luego noto la dirección de su mirada dudosa, que pasa rápidamente por mi pecho, desciende aún más rápidamente y, al final, se para en una estantería, avergonzada. Y lo comprendo.

No la tiene tomada conmigo. Es que estoy medio desnudo. Es un reportaje de moda de ropa interior: ni Adela ni yo estamos posando muy vestidos. En este momento, llevo un modelo de calzón azul oscuro, obviamente ajustado. Pero, vaya, vaya, de repente se ha vuelto tímida.

–¿No será que te da vergüenza? –le pregunto irónico–. ¿Habrás visto ya a un hombre o dos desnudos? ¿Al menos en foto?

–¡Pues claro que los he visto! ¡A montones! Bueno, quiero decir... –Se confunde... y calla.

–Entiendo. Has visto cientos de hombres desnudos. No tengo nada en contra.

Comienzo a divertirme.

–¡Tampoco cientos! –protesta. Va hacia el rincón del maquillaje, coge la esponjilla de la base y me mira enfadada–. Y, en cualquier caso, nunca en mi tienda.

–Entonces, tienes poca fantasía, querida. –Me yergo, despegándome del mostrador en que estoy apoyado–. Vamos, pues. Ven... Eva.

Saboreo su nombre mientras lo pronuncio, atrapando sus ojos con los míos. Veo sus labios que se entreabren un poco, como asombrados. No muevo un músculo, no es preciso. El aire entre nosotros se tensa, lento, y la atrae en mi dirección.

–Adelante, no voy a hacerte nada –murmuro.

–No estaría yo tan segura... –susurra como respuesta, casi a pesar suyo.

Duda, desequilibrada hacia delante. Pero la atracción es inexorable. La veo vacilar primero, como presa de un lazo, y luego dar un paso hacia mí, otro. Con solo tres, noto el calor de su cuerpo, cuatro y está tan cerca que me roza con la respiración, los ojos aún en los míos. El aliento se le corta en la garganta, luego se libera en un largo y profundo suspiro, como de rendición. Dejo caer la mirada hacia sus labios y me inclino a besarla.

La boca de Eva es suave y está asombrada, exactamente como la imaginaba. Cede sin resistencia, pero sin responder, como presa de un hechizo. Y yo, que pensaba solo torturarla un poco, quiero de repente más. Siento mi cuerpo reaccionar, la adrenalina en las venas, el deseo de abrir esos labios y saborearla, agarrarla, arrancarle la camiseta, apretar su piel desnuda contra la mía.

Violentando todos y cada uno de mis nervios, despego los labios de los suyos y levanto la cabeza. Tiene los ojos enormes y las mejillas enrojecidas. Levanta una mano, la que no sostiene la esponjilla, y me pasa el índice por el rostro, de la frente a la barbilla, absorta. Luego, el dedo se para a acariciarme el labio inferior, adelante y atrás. Esta vez, soy yo el que se estremece. Es casi como si me estuviese dibujando, pienso maravillado. Como si estuviese intentando entender con las manos algo que no consigue entender, aún, con la mente. Por un momento de desvarío imagino que será ella la que me abrace, levantándose sobre las puntas de los pies, y me implore otro beso. Muchos otros besos.

Pero la puerta de la tienda se abre.

–¡Eva! Los he dejado a todos en el taller apenas me has... ¡Ah! ¡O sea que sí que estás aquí!

La voz alegre de Manuela hace añicos el silencio y el ambiente. Eva se sobresalta, se ruboriza, da un paso atrás y, rapidísima, levanta la otra mano para pasarme la esponjilla por la cara.

–¡Qué reflejos! –comento en tono bajísimo para que me oiga solo ella–. Muy bien... –Luego miro a Manuela y le sonrío–. ¡Manu, ven! ¡Qué sorpresa más agradable!

Tiendo una mano para indicarle que se acerque y, con el mío, rozo el brazo desnudo de Eva. Lo retira como si estuviese incandescente y se vuelve hacia la amiga.

–Hola, Manu, ¡qué bien que hayas conseguido librarte! –entona–. Mira lo que me toca hacer... ¡Eh! ¿Por qué no lo haces tú? –Va hacia la amiga, le pasa la esponjilla y me señala con un gesto seco–. Milord necesita que le enjuguen el sudor –anuncia.

–Yo, la verdad, prefiero hacerle sudar –responde su amiga. Me recorre con la mirada todo el cuerpo, con alegre descaro, y toma la esponjilla–. No me digas que solo tengo que pasársela por la cara –dice viniendo hacia mí.

–Tú verás –responde Eva, con una pizca de tensión en la voz–, pero no creo que Colin tenga en mente ese tipo de reportaje... A propósito, voy a ver qué hace.

Desaparece en el patio mientras Manuela llega a mi lado y me lanza los brazos al cuello.

–Hola, extranjero –murmura–. Qué solita me he despertado esta mañana...

Y me besa. No me disgusta esta alternancia de mujeres que vienen a besarme. Por un momento, me imagino como un ídolo pagano, con una fila de vírgenes esperando su turno. Tampoco tienen que ser vírgenes, no soy exigente. Decididamente, tengo demasiada fantasía. Sonrío contra los labios de Manuela.

–¿De qué te ríes? –Se despega de mí.

–No, nada, pensaba... ¿No te ha acompañado Leo? Se lo había pedido.

Rompe a reír.

–¡Ah! Por eso era tan amable. Me ha preparado café y se ha ofrecido a llevarme al trabajo. ¡Mejor que tener mayordomo! Casi me ha dado pena decirle que hoy tenía la mañana libre... Creía que era solo muy dispuesto y, en cambio, ¿seguía ordenes?

–Es bueno para él que sea servicial de vez en cuando –digo encogiéndome de hombros–. Va, sé buena, termina el trabajo que tu amiga ha dejado a medias.

Y no sé si me estoy refiriendo solo al maquillaje. La miro y evalúo por un momento si besarla otra vez. Pero temo que la cosa avanzaría rápido y, por cómo estoy vestido, podría ser... embarazoso. Ya me la he jugado bastante antes. Me destella ante los ojos la imagen de la mirada extrañamente determinada de Eva, de sus mejillas sonrosadas, pero la destierro decidido. Ha sido solo un momento. Y el objetivo es muy distinto.

–Cuando Eva me ha enviado el mensaje diciéndome que estabas aquí para un reportaje de moda, no me lo podía creer –me cuenta Manuela dándome toques expertos en la cara.

Ya me he dado cuenta de que sabe hacer un montón de cosas con esas manos acostumbradas a amasar y modelar.

–¡Ah! Por eso has venido. Pensaba que eras pitonisa...

–Quién sabe, a lo mejor un poco sí que lo soy... –Me mira maliciosa–. Por ejemplo, puedo predecir... lo que harás al terminar aquí.

–¿Y eso es?

–Veo en mi bola de cristal... que te meterás en un taxi conmigo y daremos la dirección de tu estudio. En el taxi, comenzaré a acariciarte, en el asiento de atrás, te soltaré el pantalón, me inclinaré para observar mejor estos calzoncillos tan bonitos...

–¡Luis! ¿Piensas honrarnos con el placer de tu compañía? –La voz imperiosa de Colin interrumpe esta interesante predicción. Me vuelvo, el amigo fotógrafo está en la puerta–. ¿Y usted quién es?

–Maquilladora sustituta. –Manuela levanta la esponjilla, luego va a darle la mano cordial–. Soy una amiga de Eva. He pasado por casualidad. Y me han puesto enseguida manos a la obra.

–Se lo agradezco. –Colin asiente dubitativo, le toma la esponjilla de la mano y casi entrechoca los talones–. Ahora, si nos disculpa, tenemos un trabajo que terminar antes de quedarnos sin luz –añade con formalidad alemana.

Lo miro curioso. Ha sido galante e insinuante con la rígida Eva durante horas y, ahora, con Manuela, es frío como un general prusiano. Bueno, sobre gustos no hay nada escrito...

Sacudo la cabeza para alejar el pensamiento y lo sigo al patio. Eva, que está colocando una silla, levanta la cabeza, me fulmina con la mirada y recobra la compostura. Fin de la tregua, pues.

–Colin, voy un momento a saludar a mi amiga y vuelvo –anuncia.

Al final, la predicción de mi hermosa gitana morena no se realizará. El móvil le suena tras menos de media hora de haber llegado y debe apresurarse a solucionar alguna jodedera en su obrador. Se ha vuelto loco un glaseado o algo así. Me deja, prometiendo venir a mi casa esta noche con una bandeja de pastelillos; me parece una gran idea.

Hacia las cuatro, hemos terminado el reportaje y estamos todos agotados y con hambre. En particular Adela y yo comenzamos a notar el sueño perdido. No he bebido suficiente agua y me está volviendo el dolor de cabeza, que no había llegado a desaparecer del todo.

–Eva, no sabemos cómo agradecerte la hospitalidad –dice Colin estrechándole la mano y, luego, inclinándose a besarla en ambas mejillas, mucho más cerca de la boca de lo necesario–. Diré a Administración que te llame para organizar el asunto de la compensación.

–¿Compensación? –se asombra ella.

–Por supuesto. Por el alquiler del lugar y tus horas de trabajo. –Colin sonríe astuto.

Sabe muy bien que ella no se lo esperaba y disfruta de su papel de benefactor.

–Yo... Pero ¡faltaría más! No he hecho gran cosa y no soy una profesional –protesta.

Su mirada me asaeta veloz, y percibo su apuro. Está pensando que ahora tendrá que estarme agradecida. Y claro que tendrá que estarlo. Y no imagina cuánto.

–Naturalmente, cuando el reportaje salga, se mencionará tu tienda. –Sonrío dulce–. Obvio, puede que no necesites la publicidad con un... lugar tan delicioso. Pero mal no puede venirte –añado mordaz.

Ella sabe que yo sé que su delicioso lugar está arruinándose. Ahora, sin embargo, no puede, claro, ponerse a discutir. La veo enrojecer de rabia y frustración. Querría que montase ella en el taxi conmigo ahora. Sería muy divertido ver cómo toda esa frustración se convierte en pasión.

–¡Pues claro que se mencionará la tienda! –Colin se da cuenta de que ha perdido terreno, me mira mal y envida–: Pronto tendrás una cola de fotógrafos a la puerta, no solo de clientes. –Le guiña un ojo.

Alguna que otra formalidad, un intercambio de números de teléfono y la despedida ha terminado. Saludo a Eva desde la puerta, sin acercarme.

–Adiós, Eva, y gracias –digo–. Nos vemos... para nuestro acuerdo contractual.

–¿Qué? ¡Oh! –Se había olvidado por completo del contrato. ¿O está, acaso, fingiendo?–. Y Lucky ¿cómo se encuentra?

¿Lucky? ¡Ah! Quieres decir Da Vinci. Está bien, mi amigo Leo le ha encontrado un collar muy chulo.

–¡Pero se llama Lucky!

–Ya no. ¡Hasta mañana, mami!

Le digo adiós con la mano y salgo rápido de la tienda.

Adela me espera en el taxi. Apenas cierro la puerta, salta sobre mí como un muelle.

–Oye, niño, ¿a qué estás jugando con las dos amigas? –me pregunta maliciosa.

–No sé a qué te refieres. –La miro inocente.

–Pues a que antes me he pasado un siglo en el baño esperando a que terminases tus juegos eróticos...

–¡Adela! ¡Me has estado espiando!

Finjo escandalizarme, pero no consigo mantenerme serio ante la idea de ella escondida tras la puerta entornada, esperando a que yo terminase primero con Eva, luego con Manuela. ¡Qué hermana tengo!

–Pues claro que te he estado espiando. ¿Cómo iba a haber aprendido si no? –Me aprieta un brazo, amable–. Pero eso no es todo, querido.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que, cuando has salido al patio, y la chica morena...

–Manuela.

–Y Manuela se ha quedado sola, me he mirado una última vez en el espejo e iba a salir, pero un segundo después ha llegado Eva y, entonces, obviamente, me he quedado a escuchar lo que decían.

–Obviamente. ¿Y?

–¿Qué me das si te lo cuento?

Le doy un pellizco.

–¡Esto te doy!

–¡Ay! Entonces no te digo nada.

–¡Vamos!, dale, escupe. Te llevo a cenar. A Nobu.

–¡Espléndido! –canturrea dando palmas–. Entonces, Manuela se ha estado burlando de Eva. A tu costa. Cosas como: «Pero qué raro que haya venido justo aquí», «quién sabe qué lo atrae tanto a esta tienda», «no creo que sea un tipo al que le va lo retro...».

–¿Estaba celosa?

–Espero que no te parezca mal, pero diría yo que no, querido mío. –Adela sacude la cabeza–. Parecía más que nada divertida por la idea de que estuvieses tirándole los trastos a su amiga. Porque le estás tirando los trastos a su amiga, ¿no?

–Los trastos, no lo sé. Pero a su amiga sí que me la tiraría.

–Eres el último romántico. Aunque igual esta vez te van a dejar plantado.

–¿Qué te hace pensar eso?

–Bueno, Eva ha negado de forma muy convincente que estuviese pasando algo. Ha dicho que habías venido a su tienda solo para hacerte el gracioso y que la situación se te había ido de las manos. Y que no entiende qué ve Manuela en ti. Momento en que la otra ha hecho comentarios que no te cuento porque te hincharías como un pavo...

–Me los puedo imaginar.

–Y ha dicho a su amiga que haría bien en echar una cana al aire contigo –concluye Adela divertida–. Lo cierto es que frecuentas chicas muy desenvueltas: te pasan de mano en mano como un sex toy.

–Y Eva ¿qué ha contestado? –pregunto interesado.

–Que tiene novio. Y debo advertirte una cosa: parecía enfadada. Creo que lo decía en serio. Luego ha cambiado de tema. Entonces, he movido un poco la manija de la puerta para avisarlas y he salido.

–Sabrán perfectamente que las has estado escuchando –la riño.

–Bueno, y ¿qué iba a hacer? No podía seguir encerrada en el baño hasta la noche. Además, hermano, en mi opinión, te has metido en un buen lío. Esta te va a dar hilo que tejer.

–Pero lo tejeré. –Sonrío.

Falta menos de una semana para nuestra primera sesión de dibujo, el martes por la tarde, a las siete. Veremos quién es el sex toy.