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–¡Serás hijo de puta! –ladra señalándome con el dedo, mientras Adela se aleja de mí y la mira estupefacta.

Leo arruga la frente con un gesto de dolor.

–No grites, te oímos, no hace falta que nos dejes sordos –dice.

Manuela le echa solo un vistazo de desdén antes de concentrarse de nuevo en mí. Es la primera vez que la veo en pantalones; lleva un par de vaqueros que realzan sus curvas, una camiseta negra ajustada y sandalias de cuña doradas. Está terriblemente sexy. Si no fuese por la cara desencajada por el cansancio y la rabia.

–Mierda, Luis, pero ¿qué especie de maniaco eres? No te basta follar todo el finde, también tienes que presentarte en mi casa a la una de la mañana y, solo porque no te pido que subas, desapareces dos días y te vas a buscar a esta... ¿¡zorra!?

–¡Eh! ¿Quién es la zorra aquí? –se enfada Adela.

–¡Tú! A una que va a cazar tíos a Navigli, tú ¿cómo la llamas?

–Si a esta hora de la noche encuentra uno sobrio, ¡afortunada! –intento intervenir, pero Adela está ya de pie y se ha parado frente a Manuela.

–Yo seré una zorra, pero tú ¿qué eres, entonces? ¿La madre Teresa? ¿Que llega de visita a casa de un tipo a las tres de la mañana?

–¡No podía dormir! Me ha plantado sin una palabra y ha desaparecido, ni siquiera un mensaje el domingo por la noche, ¡no sabía dónde había ido a parar!

–¿Y tenías miedo de que se hubiese tirado al canal por la desesperación? ¡Ilusa! ¡Por supuesto que ha encontrado a otra!

–Adela... –intento reñirla.

No me gusta nada el rumbo que toma la conversación.

–Bueno, se ve que no había nada que valiese gran cosa ¡si se ha conformado contigo! –chilla Manuela, con sumo desprecio de la verdad.

Adela trabaja como modelo desde hace años.

–Si ha estado contigo, diría que ha bajado sus estándares desde la última vez que lo vi.

–¡Cómo te atreves!

Manuela levanta una mano para darle un bofetón, Adela hace un movimiento brusco hacia atrás para evitarla y me cae encima, cortándome la respiración por un momento. Oigo pasos y, apenas logro librarme, noto que Leo ha saltado en pie y está intentando sujetar a Manuela por las muñecas para impedirle que se tire sobre nosotros, mientras ella se revuelve y se lía a patadas con él.

–¡Eh! ¡Basta! ¡Estate quieta, mierda! ¡Para!

No sin esfuerzo, mi amigo la hace girar sobre sí misma y se pone a su espalda clavándola contra él, sujetándole los brazos cruzados por delante y las manos bloqueadas prácticamente detrás de la espalda. En esa postura, no consigue siquiera darle patadas. Le lanzo una mirada de admiración.

–Leo, ¡qué reflejos! Creía que estabas borracho.

–Cuando termines de hacerte el gracioso, igual puedes explicarle a esta loca que Adela es tu hermana.

La frase penetra en la mente incendiada de Manuela como una jarro de agua fría. Se queda quieta, desencaja los ojos. El silencio cae repentino en la habitación; solo se oye el crepitar del fuego.

–Leo, ¡eres un aguafiestas! –Adela tuerce el morro.

–¿Preferías que te arrancase el pelo?

–Que lo hubiese intentado. –Mi hermanita se echa hacia atrás la melena negra–. Sé cómo defenderme.

Miro a Manuela. Tiene la cara en llamas.

–Luis, yo... Lo siento.

–Te has precipitado un poco con tus conclusiones –digo, pero amablemente, levantándole la barbilla con un dedo.

–Es que... te has ido así... He intentado volver a dormir, pero no hacía otra cosa que dar vueltas en la cama, creía que había arruinado el bonito fin de semana. Y, luego, no he vuelto a saber de ti... Quería mandarte un mensaje, pero no encontraba la frase apropiada. Hace dos días que la busco. Entonces, al final, he pensado: voy. Me habías dado la dirección de este sitio. Pero... ¿es tu casa? –Mira alrededor tanto como puede–. ¿Puedes decirle a tu guardaespaldas que me suelte?

–Leo, déjala.

–Lástima, comenzaba a excitarme –se lamenta, pero obedece. Luego abre la boca en un megabostezo–. No sé vosotros, pero yo he tenido suficientes emociones por una noche. Me voy a la cama. ¿Adela?

–Sí, si no duermo al menos cuatro horas, mañana estaré hecha un trapo –asiente ella.

–¿Qué quiere decir «cuatro horas»?

–Tenemos cita con el fotógrafo a las nueve, pero ¿no recuerdas nada? ¿No tienes una agenda? –protesta mi hermana.

Ha venido a Milán desde Sicilia para el reportaje fotográfico de una marca emergente de moda, que está preparando el catálogo de su nueva colección de ropa interior. Nos han cogido a los dos; opinan que tenemos aire exótico y una cara expresiva. En el caso de Adela, creo que estaban mirando un poco más abajo. También yo, si tuviese que promocionar una línea de lencería, la escogería a ella.

–Lo he apuntado en el móvil, pero... ¡Mira! –Le muestro la agenda del teléfono–. Miércoles, 14 de mayo; la semana que viene: me habré equivocado.

–Luis, el miércoles, 14 de mayo, es mañana –me informa, luego se vuelve hacia Leo–. Pero ¿qué voy a hacer con un hermano así?

–Esperar que no sea hereditario –dice él–. Vamos, te enseño tu habitación.

Mientras desaparecen por la puerta de comunicación, les grito en broma:

–¡Eh! Leo, cuidadito con las manos, ¿eh?

Pero solo me responde el eco de una carcajada. Tenía que intentarlo. Bien por él.

Me vuelvo a Manuela, que se está frotando las muñecas.

–¿Te ha hecho daño Leo?

–No, no. Y, además, tenía toda la razón –admite con una mueca–. Siento haber atacado a tu hermana. Estaba fuera de mí.

–Ya te he visto.

–Mira, nos conocemos desde hace poco, pero... Me gustas, Luis.

Un escalofrío de advertencia me recorre la espalda. «Me gustas» es una frase peligrosa, que suele preceder a: «Entonces, no hay otra, ¿verdad?» y, al cabo de unos meses, a: «Creía que había algo entre nosotros» y: «Parecías distinto». Yo no soy del tipo fiel, no hay nada que hacer. Soy leal: no miento, no engaño, digo las cosas como son e intento siempre satisfacer a la mujer con la que estoy. Pero detesto toda forma de persecución, mucho más una que me viene a buscar a casa para gritarme.

La miro. Está desgreñada y sexy. Después de todo, pienso, un poco de drama de vez en cuando reaviva las cosas. Y, además, no sé resistir la tentación.

Manuela, en este momento, es aún una. Por lo tanto, ignoro el escalofrío.

–También tú me gustas. –Me acerco–. Te deseo continuamente... Por eso fui a buscarte el domingo. No fuiste amable al no dejarme entrar.

–Estaba ya en la cama, desmaquillada, en pijama...

–Mira, el pijama, es cierto, no es algo bonito. –Los odio. Si fuese dictador universal, lo primero que prohibiría serían los pijamas–. Pero tiene un lado positivo.

–¿Cuál?

–Se puede quitar.

En ese momento, siento un movimiento en el suelo, detrás de ella, y mis ojos caen sobre el hurón. Se debe de haber despertado con el revuelo y ahora ojea desde debajo de la estantería. Reflexiono rápidamente. Quizá Manuela conoce al animalito de su mejor amiga y podría preguntarse por qué está aquí. Acabo de escapar de una crisis de celos, no quiero caer en otra. No tengo ganas de dar explicaciones.

–Ven. –En un paso cubro la distancia que nos separa y tiro de ella hacia mí–. No querrás volver a casa, ya que estás aquí.

–No sé... Es casi de día. ¿No tienes una cita de trabajo mañana? O sea, hoy. ¿Dentro de poco?

–Razón de más para no perder el tiempo –murmuro.

La arrastro hacia la otra parte de la gran habitación, a los pies del altillo, para alejarla de la vista del hurón. La abrazo y la beso hasta hacerle olvidar dónde se encuentra, hasta hacerle perder toda resistencia. Responde al beso con una especie de pasión desesperada que me da a entender que de verdad creía que me había perdido. Me alejo de ella y la agarro del pelo, la obligo a mirarme.

–Naturalmente –susurro–, visto que no has confiado en mí, ahora tendrás que ser muy, muy buena conmigo...

Sus ojos están fijos en mis labios, como hipnotizados. Empujo mi pelvis contra la suya, para hacerle sentir la fuerza de mi deseo, y me desabrocho los pantalones. Le apoyo una mano en el hombro, con firmeza. Se pone de rodillas, obediente.

–Buena chica...

Me libera el sexo duro y se lo mete en la boca, pasando por toda la largura de mi erección su lengua caliente, parando a torturarme el glande con mordisquitos delicados. Gimo, mientras abre la boca, y me lanzo entre sus labios que me acogen golosos, profundamente. Con las manos, me agarra las caderas, me acaricia el culo, y yo separo las piernas para permitirle masajear el punto sensible en la base del falo, mientras su lengua continúa culebreando indiscreta y su boca desciende rítmica sobre mí, sorbiéndome hasta el alma. Comienzo a perder el control.

La obligo a levantarse, bruscamente, y le bajo los vaqueros con un tirón que arrastra también las bragas, dejándola desnuda y vulnerable, ligada por los pantalones enrollados en los tobillos, en mi poder. La vuelvo contra la escalerita que lleva al altillo y le meto las manos bajo la camiseta. No lleva sujetador. Le cojo los pechos rotundos, pellizcándole los pezones duros hasta sobresaltarla, luego introduzco una pierna entre las suyas. Separa los muslos, obediente, y empiezo a acariciarla con una mano; está empapada de deseo, lista para mí. Empujo dos dedos dentro de ella y la siento jadear mientras la doblo hacia delante para que se agarre a los barrotes de la escalera. Me retiro apenas, admiro sus amplias caderas, el culo redondo ofreciéndose sin pudor, la vagina abierta como una flor, en espera, acogedora. La penetro con un empujón potente, enarca la espalda y el cuello empujando las caderas hacia atrás, moviéndolas para sentirme aún más. La satisfago con una serie de golpes rápidos, fuertes, que la llevan al punto culminante primero a ella y luego a mí... o casi. Casi. Salgo de ella dejándole advertir por un momento el frío de mi ausencia.

–Sube la escalera –le ordeno.

Me libero de la ropa mientras ella trepa deprisa, dejando los vaqueros y las bragas al pie de la escalera, y la sigo. Rodamos sobre el colchón abrazados, la beso de nuevo sintiendo mi sabor en su boca, que me muerde los labios impaciente. Se restriega contra mí implorándome, las piernas abiertas. La clavo bajo mi cuerpo levantándole los brazos e inmovilizándole las muñecas con una mano, mientras se menea, los ojos velados de deseo.

–Y ya está –jadeo–, pero solo porque es tarde.

Y le doy lo que quiere.