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–¡Salve al héroe que regresa victorioso! –Leo levanta en un irónico brindis el chupito.

Sobre la mesa de madera señorea una gran botella. Vodka.

–¿Cómo sabes que regreso victorioso? –pregunto tirando en un rincón la bolsa.

–Las ojeras. Tienes la pinta exhausta de alguien a quien han exprimido hasta la última gota. –Suspira–. O chupado, puede ser. ¡Qué envidia!

–¿Por qué? ¿Es que tú, mientras tanto, has hecho vida de clausura?

Es un poco raro que Leo esté en el estudio un domingo por la tarde. Por lo general, está al otro lado, en su apartamento. Pero lo encuentro prácticamente donde lo dejé, solo que ahora está borracho, diría yo.

–Laura ha amenazado con venir a verme. Le he dicho que estoy fuera, pero nunca se sabe si no pasará a comprobarlo... –Observa el fondo del vaso con aire lúgubre–. Si estoy en casa, se ven las luces desde fuera.

–Entonces, explícame: ¿estás aquí, en compañía de una botella de vodka, para no tener que follar con Laura? Leo, ¡espabila! ¡No tiene sentido!

–No lo entiendes, Luis. –Se pasa una mano por el rapado–. Solo ayer me llamó cuatro veces. Quería ir a ver no sé qué muestra, luego se preguntaba si estaba libre para cenar... Y luego tenía una medio idea de ir de excursión al lago con unos amigos hoy, y quizá yo tenía ganas de unirme al grupo... Y yo sé muy bien que no había grupo: con una excusa u otra, verías cómo nos encontrábamos solos en el coche. ¿Me toma por tonto?

Al final del desahogo, se echa otro chupito. La mano le tiembla un poco, y entiendo que la maxibotella estaba llena quizás hace solo una hora.

–Coño, Leo, están apretando –comento, intentando no parecer preocupado.

De normal, Leo no bebe tanto: un pianista debe tener el pulso y las manos firmes. Y, sobre todo, con su metro noventa y sus ciento diez kilos, resiste bien el alcohol.

–¿Solo tenemos ese vaso?

–¡Y yo qué sé! Eres tú el amo de la casa. Yo he encontrado este.

Rebusco, pero recuerdo muy bien que no hay vasitos de vodka. Ese se lo habrá traído de casa. Luego recuerdo el juego de minitiestos de terracota pintada que ha hecho Ramona, la artista que usaba este estudio antes que yo. Espero que no tengan agujeros en el fondo. No tienen. Me echo un poco de vodka en una macetita decorada con una especie de camelias fucsia. Ramona era mexicana y tenía un sentido algo psicodélico de los colores.

Me siento al lado del sofá, a caballo sobre una de las sillas de madera desparejadas que rodean la mesa. Apoyo la barbilla en el respaldo y levanto la copa improvisada en un brindis de ánimo:

–¡Salud!

Leo mira el vaso que he escogido y, a pesar suyo, sonríe.

–¿Qué es ese chisme? Uno de los cacharros de Ramona, ¿no?

–Creo que la idea era poner a germinar habas en algodón. –Observo con ojo crítico el tiestito–. En realidad, son ideales como chupitos para licor.

–¿Y para qué mierda sirve gerni..., grem...? ¡Bueno! –La palabra «germinar» le resulta difícil con su tasa de alcoholemia. Leo vacía el vaso y lo apoya en la mesa–. Es bonita la camelia violeta. Yo también quiero uno de esos...

Se levanta y va a buscar en el estante de las cosas de Ramona.

–¿Me cuentas qué te ha pasado? No me creo que te hayas escondido en el estudio como un japonés en un búnker solo por culpa de cuatro llamadas.

–Amigo mío, a la quinta, el japonés habría elegido la muerte. –Vuelve al sofá con pasos pesados y se hunde en él de nuevo–. Yo he elegido el vodka.

–Por suerte. Habría sido una jodienda quitar la sangre de los cojines. –Me adelanto a agarrar la botella de vodka y le lleno la macetita solo hasta la mitad–. ¿Qué hay pintado en la tuya? ¿Un cactus?

–Cactus color cobalto –asiente–. Con sombrero. Chinchín.

–Por ti.

Vaciado el vaso, echa la cabeza sobre el respaldo y cierra los ojos. Espero que no se duerma antes de haberme explicado qué es lo que va mal. Me quedo en silencio, esperando. Pero ¿cómo ha conseguido Laura reducirlo a esto en menos de cuarenta y ocho horas? Parecía una tía simpática, sin complicaciones. Se la presenté yo hace unos meses, en una de las cenas de amigos que a veces organizo aquí, en el estudio. Laura es diseñadora de vestuario, pero ha sido actriz; esté donde esté, es el centro de la fiesta, por cómo se mueve, por cómo ríe, por cómo se viste. Aunque yo, personalmente, prefiero cómo se desviste. Durante un tiempo ha salido conmigo y con Leo a la vez; luego, yo no he vuelto a saber de ella, mientras que él la seguía viendo de vez en cuando. Ha dado señales de vida para sugerir la fiesta de bienvenida de la otra noche. No sé más.

–La quinta llamada fue anoche. –Leo comienza a hablar sin abrir los ojos–. Y era la llamada de: «¿Qué es lo que pasa? Creía que teníamos algo». Laura no estaba sobria.

–Nunca están sobrias cuando realizan esa llamada –comento.

Por lo general, cuando te llaman para transmitirte toda la frustración por lo que, según ellas, no va bien en la relación, es justo después de haberle transmitido la misma frustración a las amigas, en una noche de chicas cualquiera. Las amigas, en vez de calmarlas, te las ponen en contra diciendo que eres solo un cerdo que se está aprovechando de ellas. Así que, cuando vuelven a casa un poco achispadas, encontrarse solas es demasiado. Y recurren al teléfono.

Quién sabe por qué la casa vacía tiene este efecto devastador. Yo, por ejemplo, no tengo gran necesidad de volver al apartamento y encontrarme a alguien. Aparte de que, en último término, el alguien me lo traigo. Pero no: el estereotipo de vida feliz requiere que alguien te espere para ver en pantuflas la última serie americana y, cuando vuelves y solo te espera la pantalla oscura del televisor, te invade el pánico.

En cualquier caso, no puede ser ese el problema. Leo, para esas boberías, tiene la misma paciencia que yo: es decir, ninguna.

–Va, Leo, pero te habrá dicho lo habitual, ¿no?

–Que estamos tan bien juntos, que entre nosotros hay algo, que solo tengo miedo de admitirlo...

–Que no puedes escapar siempre...

–Que está harta de uno que llega, se la tira y luego desaparece durante un mes; que está bien una vez, o dos, pero que, cuando se convierte en costumbre, quiere decir que hay algo que no va bien...

–Que se siente utilizada...

–Que no le parecía estar pidiendo mucho, que pasar una tarde juntos no me habría matado, que no es como si me estuviese pidiendo un anillo de compromiso...

–Que eres un egoísta...

–Que soy un cobarde, que tengo miedo de mis responsabilidades, de mis sentimientos, que no quiero crecer...

–Que el síndrome de Peter Pan lo han inventado para describirte a ti –concluimos a coro.

No sé quién será el gurú de la psicoterapia que inventó ese síndrome que surge en las quejas de todas las mujeres desde hace décadas, pero si lo pillo, lo demando. No solo se ha convertido en la excusa ideal para crucificarte cuando, simplemente, ya no tienes ganas de estar con ellas: es también una teoría completamente falsa. No somos nosotros quienes tenemos síndrome de Peter Pan. Son ellas las que tienen síndrome de Wendy. Salvarnos, encerrarnos en casa y hacernos de madres, ¿por qué?

–Leo, no me lo estás contando todo. Esa llamada te la habrán hecho unas cien veces. No es un buen motivo para haberte puesto a beber solo.

–No, si, de hecho, dije lo habitual, que sentía que se lo tomase así, que no quería utilizarla en absoluto, que para mí era una amiga especial, pero que estaba cansado y quería quedarme en casa... Que, además, era verdad, ¡mierda! ¿Se puede no tener ganas de ver a una tía o, solo porque te la has tirado, tienes que acompañarla al Palazzo Reale al día siguiente?

–Mira que, en cualquier caso, la exposición no está mal, ¿eh?

–Vale, la próxima vez, te mando a ti. En resumen, la llamada la resolví así. Esta mañana estaba incluso de buen humor, he ido a dar un paseo en bicicleta por el canal. Estaba bien. –Abre los ojos y gira la cabeza para mirarme.

–Y ¿entonces?

–Y, entonces, llego a casa, miro el teléfono y había un mensaje suyo: «Igual esta noche paso a verte, tenemos que hablar».

No comento. «Tenemos que hablar» es un golpe bajo. Ya no me sorprende que se haya atrincherado aquí dentro.

–Me he puesto a leer aquí, luego he sacado el vodka, al rato se me han pasado las ganas de leer, he comenzado a pensar. Luis, la verdad es que siempre es lo mismo. Esta historia que va de «me gusta» a «follamos», y de «ha sido bonito, vamos a hacerlo otra vez» a «tenemos que hablar» no cambia nunca. No hay escapatoria. Parecen simpáticas, luego llega el mazazo. La única alternativa para cambiar el guion es casarse con una. Pero ¡yo no quiero hacerlo! –Se incorpora, alcanza la botella y sirve otros dos vodkas–. ¡Que le den! Ahora soy yo el que te está fastidiando.

–No me fastidias, pero diría que lo mejor es que dejes de pensarlo –digo aliviado.

Temía que ella le hubiese dicho algo terrible, pero no es nada grave. Estaba solo, se ha sentido acosado y el vodka ha hecho el resto. Leo tiene extrañas fragilidades a veces.

–Es que te ha pillado mal –repito.

–Muy mal –admite–. La próxima vez, tus chicas, te las quedas tú.

–Así que ¿ahora es culpa mía? Perdona, ¿eh? La próxima vez, más bien, no metas de por medio tu maldito atractivo de pianista. –Miro alrededor, en busca de una forma de distraerle, y mis ojos dan con la bolsa que he dejado junto a la puerta–. He hecho bocetos de Manuela, ¿quieres verlos?

–Claro, dale la vuelta al dedo en la llaga.

–¿No los quieres ver?

–Que sí, que sí. Cuéntame tu fin de semana de pasión en el Chianti, anda. A lo mejor, si es guapa, luego me la puedes pasar también. Así te libras de ella y las llamadas de mierda me las como yo.

–Trabajo en equipo, señor mío.

Le doy una palmada en el hombro y voy a coger la carpeta de los bocetos. Me suele pasar que dibujo a las mujeres con las que me acuesto. A veces antes, como juego erótico, pero más a menudo después. Están más relajadas y son más espontáneas después. Y me gusta captar con el lápiz ese cansancio, esa indolencia de los miembros que las hace más dulces.

No importa lo que me esfuerce, en estos días me escasea la inspiración para esculpir. He intentado mirar a Manuela también con esos ojos, la he hecho posar en posturas que creo que podrían ir bien a la figura de mujer que tengo en mente. Creo que algunos bocetos son prometedores. Pero la iluminación, esa no, no ha llegado. A lo mejor tengo que ser más paciente.

Leo pasa los bocetos, examinándolos bien. A pesar de los humores del alcohol, veo que su mirada es atenta y, aunque alguna vez levanta las cejas ante las posturas más audaces, se contiene, a pesar de ello, de comentar. Sabe que, para mí, esto es importante.

–Este no está mal. Esa mano, y la torsión...

Me estiro para mirar el boceto que ha levantado. ¡Qué raro! Es uno de los pocos en los que Manuela está de pie. Había tomado la pose ella sola, provocativa, junto a la cama, dándome la espalda con una mano sobre el colchón y la otra detrás, acariciándose un muslo, y girando la cabeza hacia mí. El boceto es solo un bosquejo, no mantuvo la pose demasiado tiempo. Recuerdo que luego se giró de nuevo hacia la cama, acodándose en el colchón, y comenzó a abrir las piernas, cada vez más... Y que yo tiré las hojas y el lápiz sobre el escritorio de la habitación.

–Te gusta solo porque está dibujado de espaldas –acuso a mi amigo.

–Gracias por la confianza. –Cierra bruscamente la carpeta y se levanta con cierto esfuerzo–. Visto que no se aprecian mis servicios de crítico de arte, me voy.

–Pero, bueno, no te ofendas.

–No me ofendo. Es que, mirando tus bocetos, se me está poniendo dura. No te lo tomes a mal, ¿eh?, pero no eres la compañía ideal.

–¿Qué vas a hacer? ¿Salir?

–No lo sé. A lo mejor llamo a Dora, que ha dado señales de vida hoy.

Me guiña un ojo y desaparece a través de la puerta acristalada.

Me quedo solo, con mis dibujos, y los paso lentamente, observándolos bien en busca de un ángulo, un matiz original, un gesto significativo. El único que promete algo es precisamente el elegido por Leo. Lo cierto es que, con vodka o sin él, tiene el ojo refinado. Ha crecido entre exposiciones, conciertos y tertulias desde niño; su gusto educado con cuidado por los padres y la flor y nata de la diplomacia internacional.

Miro fijamente durante mucho tiempo el boceto, intentando captar la elusiva cualidad que lo hace especial, para poder trabajar sobre él. Pero es demasiado poco. Es solo el inicio de una cualidad. El erotismo de la escena domina cualquier otro elemento. Inútil insistir: solo me dan ganas de ir donde Manuela y doblarla de nuevo así sobre un colchón.

El pensamiento de que ella vive no muy lejos de mí, en una perpendicular a via Cristoforo Colombo, se insinúa en mi mente. Total, tengo que ir al piso de todas formas, solo he pasado por el estudio para mirar un momento los bocetos y ver si conseguía trabajar un poco en la escultura. Nos hemos separado hace solo unas horas, pero la sangre me bulle ante la idea de cogerla por sorpresa en casa. Tomarla de pie contra la puerta de entrada sin darle tiempo de reflexionar, de preguntarse si quiere volver a verme, ni cuándo ni cuánto, ni si tenemos una relación o de qué tipo. Así es como se hace, querido Leo.

Antes estaba cansado, pero los chupitos de vodka me han espabilado. Me echo sobre los pantalones y la camisa del traje de la boda la primera chaqueta vieja que encuentro, para no estar demasiado fuera de lugar. Y salgo de caza, como un lobo en la noche.