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Capítulo 21

No habían sido rudos con ella, pero Sierra aún no sabía nada de Dryston. Nadie hablaba con ella, aunque en dos ocasiones le habían llevado comida: pan, agua y media manzana, que devoró con gusto.

Levantó la mirada cuando el capitán se acercó a hablar con el guardia que la vigilaba.

—Trae a la sajona a mi tienda —le dijo con voz grave y autoritaria.

¿Iban a liberarla por fin? Pudo ponerse en pie a pesar de tener las manos atadas y esperó a que el capitán acabara de hablar para preguntarle por Dryston, pero se mordió la lengua al ver su severa expresión. Si aquel hombre era Torin, su Torin, no se parecía en nada a lo que ella había esperado.

Aparte de su imponente estatura y corpulencia, poseía una arrebatadora seguridad en sí mismo y un carácter serio y amenazante. Su pelo era mucho más oscuro de lo que ella recordaba, y sus ojos habían perdido el brillo de inocencia e ilusión de su infancia.

—Vamos a sacarte de ahí —dijo el guardia—. El capitán quiere hablar contigo —la agarró del brazo y Sierra se tambaleó un poco al poner los pies en la tierra.

El guardia la examinó de la cabeza a los pies y se inclinó para olerla.

—Deberíamos lavarte la cara al menos, para ofrecerle un buen aspecto al capitán.

Condujo a Sierra entre varios grupos de hombres, la mayoría de los cuales la observó en silencio, hasta una tienda donde había un barril de agua y un agujero en el suelo. El hedor le provocó arcadas cuando él la llevó hasta el barril, la agarró por la nuca y le metió la cabeza en el agua sucia. Sierra se apartó tosiendo y escupiendo agua, y apenas tuvo tiempo de respirar antes de que el guardia repitiera el proceso varias veces.

—Ya está —dijo él finalmente.

Sierra levantó sus manos atadas para apartarse el agua de la cara, pero no pronunció la menor queja. En las mazmorras sajonas había presenciado cosas mucho peores.

Un aldeano le escupió a los pies mientras sorteaban las tiendas. Muchos de los habitantes del campamento ya estaban durmiendo bajo sus improvisados alojamientos. Otros se sentaban alrededor de las hogueras y limpiaban sus armas. Sierra y el guardia se detuvieron junto a una gran tienda sujeta a la pared rocosa de la montaña. Dentro, un pequeño fuego proyectaba un suave resplandor en las paredes de la tienda.

—Aquí está la prisionera, capitán —anunció el guardia.

—Entra —respondió una voz desde dentro.

El guardia apartó la lona e hizo pasar a Sierra. El capitán estaba sentado junto a una mesa, examinando unos mapas. Levantó la mirada y le indicó un taburete.

—Siéntate.

Se levantó de la silla y caminó hacia ella con las manos unidas a la espalda. Era evidente que tenía muchas cosas en la cabeza.

Se detuvo frente a ella y la miró fijamente. Sierra se preguntó si tendría el mismo aspecto que su padre, pues de su madre pocos rasgos había heredado.

—Según mis fuentes, vienes de la fortaleza de Aeglech. ¿Es cierto?

—Sí, milord.

—¿Y también es cierto que eres la aprendiz de su verdugo?

—Sí, milord. Fui la aprendiza del verdugo de Aeglech —las implicaciones de aquella respuesta la inquietaban. Sin Dryston para apoyarla no estaba segura de que aquel hombre la creyera.

—¿Fuiste? ¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que el día que iban a colgar a tu hermano…

—¿Lo escoltaste hasta la horca? —la interrumpió él.

—Sí. Iba con los guardias que lo llevaban a la horca.

—Es un gran honor para una aprendiza… Debes de estar muy orgullosa, ¿no?

Sierra no respondió. Él estaba decidido a acusarla, y ella no estaba realmente segura de merecer su compasión.

—Debiste de impresionar a Aeglech con tus habilidades…

Sierra lo miró a los ojos. Si le decía la verdad, que Aeglech la había ascendido a verdugo, seguramente le cortarían la cabeza.

—¿Puedo saber cómo está Dryston, milord? —quizá no fuera el momento apropiado para esa pregunta, pero necesitaba saberlo.

El capitán la miró sin disimular su disgusto.

—¿Cómo es posible que se te concediera el honor de escoltar a mi hermano a la horca en lugar de a tu maestro?

Sierra apretó los labios.

—Porque él estaba muerto —respondió. Tal vez se conformara con aquella explicación.

—Así que fuiste ascendida para ocupar el lugar de tu maestro. Sí, Aeglech debía de estar muy impresionado contigo…

—Así es. Aeglech me ofreció esta perversa recompensa porque estaba complacido conmigo —admitió ella, cada vez más frustrada.

—Entiendo… ¿y de qué manera lo complacías?

—No fueron favores sexuales, si es eso lo que estás pensando —respondió ella—. Fue por obtener la información que él quería de tu hermano.

Él entornó la mirada.

—¿Y qué medios usaste para obtener su confesión?

Sierra apartó la mirada al recordar los horrores de lo que había hecho. ¿Volvería a hacerlo si tuviera que pasar por lo mismo?

—Estoy esperando, sajona.

—Yo no soy sajona —declaró ella, mirándolo de nuevo a los ojos—. Mis padres eran bretones.

—¡No has respondido a mi pregunta! —su voz grave y profunda resonó en el silencio de la tienda.

—Usé un garfio —admitió ella en voz baja.

—¿Un garfio? ¿Usaste un garfio con mi hermano? Eso explica sus marcas… ¿Fueron obra tuya?

—Tu hermano me ordenó que lo hiciera —dijo ella, consciente de lo patética que sonaba su excusa.

El capitán soltó una carcajada.

—Sí, claro, ¿y no te pidió también que le cortaras el dedo?

Se inclinó sobre ella y Sierra se tapó la cara con las manos, incapaz de seguir soportándolo. Si Dryston no se recuperaba de sus heridas, ella no habría cumplido su palabra y habría perdido al único hombre que creía en ella. En ese caso, tendría bien merecido lo que el destino le tuviera reservado.

Se sentía abrumada por un torrente de amargas emociones. El dolor por no volver a ver a Dryston, el desprecio que despedían los ojos de aquel hombre… Era demasiado para ella.

«Despierta, hija mía, y afronta tu destino».

Las palabras de su madre le hicieron levantar la cabeza y enfrentarse a la dura mirada del capitán. Se tragó el poco orgullo que le quedaba y levantó sus manos atadas en un gesto de súplica.

—Si me desatas, te demostraré que soy bretona. Mi madre era una druida celta. Tenía un hermano, pero me lo arrebataron y me hicieron creer que había muerto. Me convertí en la aprendiza del verdugo de Aeglech en contra de mi voluntad y me vi obligada a hacer cosas horribles… —advirtió la mirada de asco del capitán—. Cosas de las que no me siento orgullosa.

Fue el turno del capitán para apartar la mirada.

—Por favor… escúchame, te lo suplico.

Él levantó el cuchillo de Sierra, que ella le había entregado a Dryston antes de separarse. Lo giró en su mano mientras miraba a Sierra, intentando decidir su destino.

—Haz lo que te pide, Torin.

Sierra miró hacia la entrada de la tienda, de donde procedía una voz de mujer.

—Esto es cosa mía, Alyson —protestó él—. ¿Te importaría…?

—¿Dejar que cometas un error del que te puedes arrepentir el resto de tu vida? —una hermosa mujer entró en la tienda. Tenía una larga melena rojiza que le caía sobre su túnica de lino y una piel blanca y perfecta—. No puedo consentirlo, Torin. Creo que deberíamos escuchar lo que tiene que decir. Y sería mejor hacerlo con una actitud abierta —añadió con una mirada severa.

Él suspiró.

—De acuerdo, pero lo hago por ti Alyson, no porque yo crea que es lo correcto.

Se arrodilló delante de Sierra y cortó sus ligaduras. Ella se frotó las muñecas para aliviar la piel irritada. La mujer se acercó y extrajo un pequeño frasco del bolsillo. Lo abrió y le aplicó un poco de ungüento oloroso, provocándole un alivio inmediato. Sierra no entendía por qué la mujer era tan amable con ella, pero recibió encantada sus atenciones.

—¿Cómo conseguisteis escapar Dryston y tú? —le preguntó la mujer en tono suave.

Sierra miró al hombre que se llamaba igual que su hermano.

—Me quedé impresionada por su valor. Muchos hombres habían pasado por las mazmorras y ninguno de ellos había demostrado nunca tanta fuerza. Solo un hombre con ese coraje podría escapar del lugar del que nadie había escapado antes —observó el contraste entre los delicados dedos de la mujer y sus manos, sucias y llenas de callos—. Me dijo que si lo ayudaba me llevaría a su campamento. Yo tenía la esperanza de que allí encontraría al chico al que Dryston encontró hace muchos años escondido en un tronco.

Alyson levantó la vista hacia ella.

—¿Dryston te habló de eso? —miró por encima del hombro al capitán, quien miraba fijamente a Sierra.

—Tuve una imagen cuando toqué a Dryston. Aeglech quería que usara mis poderes de clarividencia con tu hermano para descubrir la localización del campamento. Entre otras imágenes, vi a un chico. Fue una imagen fugaz, pero se quedó grabada en mi cabeza.

—¿Quieres decir que tienes el don? —le preguntó Alyson.

—Sí, lo heredé de mi madre, pero apenas lo he usado ya que no confío en lo que veo. Quería comprobar con mis propios ojos si ese chico estaba vivo, y por eso planeé nuestra fuga. Es la verdad. Lo juro por el alma de mi madre —miró al capitán y a la mujer—. ¿Me crees?

La mujer le sonrió con dulzura.

—Te creo.

Se colocó junto a ella y le agarró efusivamente sus sucias manos.

—Háblame del día en que te separaron de tu familia.

—Tenía doce años… Mi madre era la consejera espiritual de Aeglech, quien usaba sus habilidades para protegerse de los invasores. Solo estábamos nosotros tres: mi madre, mi hermano pequeño y yo. No conocíamos a nuestros padres… Yo solo sabía que el mío fue un guerrero celta, pero no sabíamos nada del de Torin.

Se detuvo y miró al capitán, quien seguía mirándola fijamente.

—Mi hermano nació justo antes de la invasión sajona, y cuando Aeglech se hizo con el poder mató a todos los niños bretones de nuestra aldea para que ningún linaje bretón pudiera amenazar su reinado. Mi madre no permitía que Torin se dejara ver por la aldea, de modo que lo escondíamos cada vez que los guardias sajones venían a llevarse a mi madre al castillo. Era algo que se repetía a diario, hasta que Aeglech empezó a requerir su presencia también por las noches y yo me quedaba a cargo de Torin.

»Un día, estando ella en el castillo, tuve que ir a buscar agua al pozo de la aldea. Torin me suplicó que lo llevara conmigo, y como yo sabía que mi madre no lo permitiría, le puse ropa de niña y le dije que fingiera ser una niña pequeña mientras camináramos por la aldea —respiró profundamente—. Le até un pañuelo a la cabeza y le puse una de mis viejas túnicas. Su rostro era tan dulce que pasaba perfectamente por una niña —sonrió al recordar el brillo de excitación en los ojos de su hermano, ansioso por vivir una aventura—. En aquellos momentos no sospechábamos que un guardia espiaba a mi madre en secreto. Ella volvía del castillo cuando mi hermano la vio desde lejos. Antes de que yo pudiera detenerlo, estaba corriendo hacia ella. Al principio mi madre no lo reconoció, pero con las prisas el pañuelo se le soltó de la cabeza y dejó al descubierto sus rizos negros. Mi madre se puso pálida. Volvió a cubrirlo rápidamente con el pañuelo y se lo llevó a casa. Yo la seguí con el cubo, sintiéndome culpable por haber llevado a Torin a la aldea.

—¿Qué pasó después? —le preguntó la mujer.

Sierra no estaba segura de poder continuar, pero tenía que contarlo todo.

—Los guardias llegaron aquella noche. Cuando mi madre lo intuyó, ya era demasiado tarde para cambiar el destino —se le escapó un sollozo de la garganta.

—Tranquila… Estamos aquí contigo —le dijo la mujer. Le dio una palmadita en la pierna y Sierra recordó su delirio en la cueva, cuando Dryston intentaba consolarla.

Mantuvo la mirada fija en el capitán mientras relataba el resto de la historia, con la esperanza de ver un destello de reconocimiento en sus ojos.

—Mi madre nos escondió en la despensa y nos dijo que cuidáramos el uno del otro. Nos besó a cada uno y cerró la puerta —las lágrimas cayeron por sus mejillas al recordar los espeluznantes ruidos de aquella noche—. La violaron, le ataron las manos y la colgaron del árbol que había junto a nuestra casa.

Se sacudió las imágenes del pasado y volvió al presente, y lo que vio le encogió el corazón: el capitán, cuya mera presencia hacía temblar de miedo, tenía lágrimas en los ojos.

—Estaba oscuro —dijo él—. Pero había alguien conmigo que me tapaba la boca con la mano y que me decía que todo saldría bien.

El cuerpo de Torin experimentó una fuerte sacudida, como si despertara de un profundo sueño, y clavó la mirada en Sierra.

—¿Eras tú?

Sierra levantó el brazo para mostrarle el tatuaje que ambos compartían. El sentimiento de culpa era tan fuerte que se echó a llorar.

Los labios de Torin temblaban mientras intentaba controlar sus emociones. Sierra quería abrazarlo y decirle que lo sentía, que sentía no haberlo protegido mejor, que sentía haberle hecho daño a Dryston, que sentía tantas y tantas cosas…

—Soy tu hermana, Torin.

Él se retiró la manga de su musculoso brazo y giró el codo. Allí estaba el símbolo de Awen.

La mujer abrazó a Sierra.

—¿Quieres ver a Dryston? —le preguntó.

—¿Se encuentra bien?

—Estará aún mejor cuando te vea. Pero imagino que antes querrás lavarte un poco.

Le estaba insinuando cortésmente que apestaba, pero Sierra ya lo sabía.

—La verdad es que sí —sonrió y se sonó la nariz con la manga.

Torin tenía la cabeza gacha y no la miraba. Sierra se levantó y siguió a la mujer. Se detuvo a su lado, sin saber qué más decirle. Tan solo esperaba que con el tiempo él pudiera entender que ella no pudo impedir lo sucedido.

Se sacó el brazalete y tocó a Torin suavemente en la mano.

Él la miró con sus penetrantes ojos oscuros.

—¿Por qué no me mataron?

Sierra lo observó con atención para intentar ver el rostro del niño pequeño que había conocido. Pero el tiempo había cambiado aquella imagen dulce e inocente por la de un hombre curtido y de personalidad arrolladora, destinado a hacer grandes cosas.

—Por la maldición que pronunció nuestra madre. El guardia que te llevó al bosque me pidió perdón en su lecho de muerte para poder morir con la conciencia tranquila. Me confesó que tuvo miedo de matarte y que dejó que la naturaleza decidiera tu destino —apretó el brazalete en el puño. No quería separarse de Torin, pero sabía que él necesitaba tiempo para asimilarlo todo.

 

 

La mujer llamada Alyson llevó a Sierra a un manantial escondido en la montaña. Mantenía su localización en secreto por miedo a que los hombres echaran a perder su magia y belleza. Sierra no compartía del todo aquella decisión después de haber olido a los hombres del campamento, pero agradeció la oportunidad de lavarse con agua fresca y cristalina.

Alyson la dejó sola mientras se bañaba y volvió al poco rato con una túnica de color claro.

—Creo que es de tu talla. Te servirá mientras lavamos tus ropas con jabón.

—O también podríamos quemarlas —repuso Sierra mientras se ponía la túnica. Le quedaba un poco grande, pero estaba limpia—. Go raibh maith ‘ad —dijo humildemente mientras acariciaba la tela.

Ta’failte rom hat, Sierra —respondió Alyson—. Me alegra que aún hables la lengua antigua. Vamos. Dryston ya debe de haberse despertado.

La agarró del brazo y Sierra pensó que le haría falta tiempo para acostumbrarse a que la gente la tocara. Alyson era una sanadora y usaba las manos para curar. Ojalá pudiera aliviar el dolor de su hermano.

No entendía los nervios que se agitaban en su estómago cuando Alyson le puso el brazo en la espalda, antes de entrar en la tienda donde Dryston se recuperaba.

—No hay razón alguna para que tengas miedo de Dryston. El destino no podría haberte elegido un hombre mejor —entró en la tienda y se puso a comprobar los vendajes y el cabestrillo.

Dryston abrió los ojos y sonrió al ver a Sierra.

—Así que el cabezota de mi hermano ha decidido hacerme caso…

Sierra asintió y miró a Alyson.

—Tiene mucho sobre lo que meditar, pero espero que con el tiempo podamos volver a ser una familia.

—No te preocupes —la consoló Alyson—. Las runas hablan de este tipo de cosas, pero debemos dejar que todo ocurra a su debido tiempo. No pierdas la esperanza, Sierra. Torin acabará aceptando la realidad.

Dryston se incorporó y puso los pies en el suelo.

—¿Es prudente que se mueva? —le preguntó Sierra a Alyson—. ¿Sus heridas son graves?

—No, a menos que consideres grave tener una lengua tan descarada como la suya.

Dryston miró a Alyson y le dedicó una sonrisa a Sierra.

—Si así fuera, ya habría muerto varias veces.

Sierra observó que existía una buena relación entre ambos. Podría aprender mucho de ellos, si tenía la suerte de quedarse.

—¿Nos disculpas un momento? —le preguntó Dryston a Alyson mientras le acariciaba los nudillos a Sierra. Ella no estaba acostumbrada a aquellas muestras de afecto, pero la sensación le resultaba muy agradable.

—¿Solo un momento? —bromeó Alyson—. Estaré en la tienda de Torin por si me necesitas —le dijo a Sierra con una sonrisa.

—Yo cuidaré de ella —le aseguró Dryston a Alyson con un guiño.

—Ten cuidado con él… —advirtió Alyson antes de salir—. Es un bicho muy listo.

Dryston se volvió hacia Sierra.

—Estás preciosa.

A Sierra le ardieron las mejillas cuando la examinó de arriba abajo. La agarró por la cintura y tiró de ella a su lado.

—¿Estás mejor? —su cuerpo lo deseaba, pero se contentaba con mirarlo y saber que se encontraba bien.

Él le acarició el pelo, provocándole un hormigueo por el cuello y los hombros.

—Me siento extraña, Dryston.

—Si vas a vomitar, es mejor que salgamos. Ya he tenido el placer de ver ese espectáculo —empezó a levantarse, pero ella se lo impidió.

—No, no es eso. Siéntate. No quiero ser el motivo de tu sufrimiento.

Él obedeció y le tomó la barbilla entre los dedos.

—Tú no eres la razón de mi sufrimiento, Sierra. No quiero que nunca pienses tal cosa.

—Pero los latigazos…

—Lo hiciste porque yo te lo ordené —le recordó él.

—Fue lo más difícil que he hecho en mi vida. Igual que lo fue abandonarte a tu suerte con esos dos sajones —dijo ella, acariciándole el hombro del que pendía el cabestrillo.

—Lamento haber tenido que enviarte a ti sola al campamento.

—Estaba muy preocupada por ti.

—¿Por mí? ¿Tú? —la sonrisa le provocó un vuelco en el estómago—. Eso suena a que empiezo a gustarte.

—No tan rápido, Dryston —le devolvió la sonrisa—. Aún estoy intentando decidirme.

Él se echó hacia atrás para mirarla, con la mano aún posada en sus cortos cabellos. Ella se la agarró y la bajó hasta el hombro.

—El pelo te volverá a crecer, Sierra. Pero para mí no tiene la menor importancia. Corto o largo, está pegado a tu cabeza… —la besó en la frente—. Y tu cabeza a tu cuello —la besó en el cuello—. Y el cuello a tu cuerpo…

Le recorrió con los dedos la parte frontal de la túnica, haciendo que se le endurecieran los pezones. Ningún hombre le había dicho nunca unas palabras tan íntimas, y las sensaciones que le despertaba eran tan desconocidas como intensas.

Le tocó los labios y con la mirada siguió el curso del dedo mientras le trazaba el contorno de la boca.

—Me quedé vacía sin ti, Dryston. No sé qué hacer ni cómo llenar la necesidad que me invade. Solo puedo pensar en tenerte dentro, colmándome, haciéndome creer que todo saldrá bien. Pero no quiero acostarme contigo solo para saciar mi deseo. También quiero satisfacer el tuyo.

Los labios de Dryston se curvaron en una sonrisa llena de picardía.

—No, Sierra. Yo tampoco quiero acostarme contigo simplemente. Quiero darte todo el placer que mereces.

El aliento le olía a menta por las últimas pociones que Alyson le había hecho beber para aliviar el dolor. Le buscó la boca a Sierra y le demostró que no tenía ninguna prisa por saciar su deseo, sino más bien avivar el suyo hasta un límite incontenible.

—¿Y tus heridas? —le preguntó ella mientras él la tendía de espaldas y le subía la túnica.

—¿Qué heridas? —susurró él, acariciándole el cuello con su aliento y el muslo con los dedos.

Sierra extendió las palmas sobre sus fibrosos hombros, con cuidado de no tocar el torniquete que le habían colocado.

Dryston la miró a la luz de la vela.

—No es culpa de nadie, Sierra.

Ella ya lo sabía, pero la expresión de Torin la había hecho sentirse culpable otra vez. A pesar de todo lo que se había revelado, el reencuentro no había sido precisamente feliz. Torin aún no confiaba en ella, y quizá nunca lo hiciera. Sierra tendría que vivir con eso, pues su hermano no podía darle lo que no tenía.

Pero en aquellos momentos le daba igual si Torin la creía o no. Dryston sí creía en ella, y eso era lo único que importaba.

Sus cuerpos entrelazados proyectaban sombras íntimas en la pared de la tienda. Pero por mucho que le gustara contemplar sus siluetas, sabía que desde fuera de la tienda podrían verlos tan claramente como desde el interior, de modo que apagó la llama de un soplido y al instante se oyó un gemido colectivo de frustración.

—Largo de aquí, buitres —exclamó Dryston—. ¿No tenéis nada mejor que hacer que espiar a un herido?

—Desde aquí fuera no parecía un cuerpo herido —respondió una voz burlona, seguida por un coro de risas.

—Más de un herido habrá si no os largáis ahora mismo —los amenazó Dryston con una sonrisa.

Se oyeron algunos gruñidos y después solo el sonido del viento.

—Me muero por tocarte, Sierra.

—Y yo por tocarte a ti, Dryston —le bajó los pantalones y deslizó las manos por sus fuertes pantorrillas.

—Tómate todo el tiempo que quieras… —se rio entre dientes—. No hay ninguna prisa —le acarició el pelo mientras se sentaba en el borde de la cama.

—¿Te gusta hacerme gozar? —le preguntó ella, lamiéndolo debajo del ombligo.

—Compruébalo por ti misma —le agarró la mano y la llevó hasta su enorme y erecto falo. Sierra estaba tan ávida por devorarlo que se lo metió en la boca mientras le acariciaba los testículos.

Dryston ahogó un gemido al soltarle la mano.

—Quítate la túnica, Sierra… Tengo que tocarte.

La hizo subir hasta su boca y la besó apasionadamente mientras la ayudaba a quitarse la túnica sobre la cabeza.

—Es la túnica de Alyson… Ten cuidado dónde la dejas.

Sin dejar de besarla, Dryston colocó la prenda sobre la mesa.

—¿Cómo vamos a hacer esto, Dryston? —le preguntó ella mientras él se agachaba para lamerle los pechos y atraparle los pezones con los dientes. El sexo de Sierra ardía y palpitaba por la imperiosa necesidad de unir sus cuerpos—. Dryston… —fue todo lo que pudo decir cuando él metió la mano entre sus piernas y la acarició con sus largos dedos mientras seguía besándola. La giró delicadamente en sus brazos y le recorrió el cuerpo con las manos.

—Si no te penetro enseguida moriré sin remedio —le advirtió mientras le besaba el cuello.

Sierra le agarró la mano y se arrodilló en la cama junto a él.

—¿Qué va a pasar ahora? —le preguntó, antes de besarlo con toda su alma.

—¿Quieres decir ahora mismo? —se rio—. Creía que ya lo sabías…

—Me refiero al futuro, Dryston. ¿Qué va a ser de nosotros? —tal vez no le gustara su respuesta, pero tenía que saberlo.

—Tendremos que enfrentarnos a Aeglech, Sierra. La misión debe llevarse a cabo. Creo que con el apoyo de Ambrosio y sus hombres tendremos una buena oportunidad de derrotar a los sajones. Pero mientras Aeglech viva, ninguno de nosotros será realmente libre —la besó con dulzura—. Ya sé que no es la respuesta que querías oír.

A Sierra se le encogió el corazón de dolor, lo cual era algo positivo, pues significaba que era capaz de sentir y de sobrevivir al sufrimiento. Sin embargo, la posibilidad de perder a Dryston era algo que ni siquiera podía imaginarse.

—No pasa nada, Dryston. Pero deja que esta noche me quede contigo —se giró y se estiró sobre la cama para que él no tuviera que forzar el hombro.

Dryston la acarició por detrás y la penetró despacio y con suavidad. Le puso la mano en la base de la columna para retirarse a medias y volver a penetrarla. Sus muslos la tocaban de una manera totalmente inesperada. Aquella noche Sierra quería darle todo el placer posible. Se apretó contra él para acuciarlo a que se introdujera hasta el fondo. Él gimió y ella bajó la cabeza para entregarse por completo. Poco a poco las embestidas se hicieron más rápidas e intensas.

—No puedo contenerme más —dijo él, moviendo frenéticamente las caderas. Sierra tenía todo el cuerpo en tensión, al borde del orgasmo. Un empujón más y su cuerpo estalló de placer. Oyó un sonido gutural que brotaba del pecho de Dryston y que acompañó a las dos últimas embestidas en las que vació su semilla.

Los dos permanecieron tendidos, exhaustos y jadeantes. Dryston los arropó con una manta y se apretó a ella por detrás. La besó en el hombro y, por un breve instante, Sierra fantaseó con la idea de hacer el amor cada noche. Era un sueño precioso, pero un sueño al fin y al cabo. La realidad que la aguardaba era mucho más cruda.

No pasó mucho tiempo hasta que oyó la sosegada respiración de Dryston y supo que estaba dormido. Al igual que él, ella también tenía una misión que cumplir. No podía decírselo a Dryston, porque sabía que intentaría detenerla. Y tampoco podía decírselo a Torin, porque seguramente no la creería y también intentaría detenerla. Ninguno de los dos iba a permitirle que cabalgara a la batalla con ellos.

Tenía que enfrentarse a Aeglech ella sola. No quería hacerlo, pero tenía que vengar la muerte de su madre, de la madre de Torin, que había cambiado sus vidas para siempre.

Se llevó la mano de Dryston a los labios y aspiró el olor de su piel para grabarlo en su memoria. Pasara lo que pasara, nadie podría arrebatarle el recuerdo de los días que habían pasado juntos. Le besó la mano y se apartó con cuidado de no despertarlo. Se vistió y se quedó contemplándolo hasta que el canto de los pájaros le indicó que era hora de marcharse.

—Descansa, a gbra’ mu chroi —le dijo, besándolo por última vez en la mejilla—. Gracias por haberme liberado.

 

 

Robarle la espada a Torin fue mucho más sencillo que recuperar su caballo. Se sujetó la espada de su hermano en el regazo y confió en que a Alyson no le importara que le rasgara su bonita tónica, cuya longitud era demasiado incómoda. Aunque lo más probable era que no tuviese ocasión de devolverle la túnica, desgarrada o no.

Silenciosa como un ratón, como la llamaba Balrogan, salió de la tienda de Torin con la espada de su hermano. También había visto la espada de Dryston, pero era la de Torin la que necesitaba. De esa manera sería como si vengaran juntos la muerte de su madre. Con suerte quizá pudiera devolvérsela y explicárselo antes de que Torin la enviara a la horca.

Manteniéndose agachada y con la espada bajo el brazo, llegó hasta donde estaban los caballos. Usó una manzana que había robado para que el animal no hiciera ruido y lo llevó hasta el estrecho sendero que conducía al manantial secreto. Desde allí, atravesó el bosque hasta el costado de la montaña, mirando de vez en cuando hacia atrás para cerciorarse de que nadie la seguía.

Con las primeras luces del alba se encontró ante el valle donde estaban las ruinas del castillo. Dryston no tardaría en despertase, y empezaría a buscarla en cuanto no la viera a su lado.

Torin también se despertaría pronto y descubriría que su espada había desaparecido. Sierra se lo imaginó irrumpiendo en la tienda de Dryston para decirle que su hermana era una traidora que había escapado para volver con su nueva familia sajona.

Y tal vez Torin tuviera razón. Tal vez Sierra no pudiera llevar nunca una vida normal. Tal vez su destino era simplemente asegurar que Dryston tuviera un futuro, que Torin y Alyson pudieran vivir en paz y que las muertes de muchos bretones inocentes fueran vengadas.

Cerró los ojos y sintió como un poder inmenso llenaba su alma. Levantó los brazos hacia el cielo y recibió en el rostro la primera brisa de la mañana. El viento empezaba a soplar con la amenaza de las primeras heladas, y las nubes tormentosas del horizonte ensombrecían la salida del sol. El cielo permanecía oscuro y cubría el valle con un aciago manto gris. A lo lejos se veía el destello de los relámpagos.

Sierra sintió la presencia de su madre, incluso antes de mirar al acantilado que se elevaba tras ella y ver al enorme lobo plateado observándola.

—No tengo miedo —le gritó al lobo sobre el aullido del viento helado.

Las gotas de lluvia empezaron a caer sobre su piel. El lobo abandonó el borde del acantilado y reapareció frente a ella. Empezó a bajar por la montaña y Sierra obligó a su caballo a seguirlo.

Aquel día se enfrentaría finalmente a su destino.