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Capítulo 5

Balrogan había estado muy ocupado toda la semana. Las cabezas de los aldeanos que no habían entregado a lord Aeglech el grano exigido para el invierno se alineaban junto al camino de la fortaleza. Sierra se preguntó cuántos hombres habían quedado para cultivar los campos.

Era obvio que el rey estaba muy intranquilo por su seguridad. Se rumoreaba que un ejército se estaba formando para atacarlo, y su paranoia lo llevó a condenar a muerte a todo el que cometiera un delito, por pequeño que fuera.

Hasta los guardias se mantenían lo más alejados posibles de su señor. Los únicos a los que no intimidaba con su presencia eran Balrogan y Sierra.

Días después de haber asesinado a la mujer delante de ella, Aeglech la hizo llamar. Lo encontró de pie junto a la ventana, observando la actividad que se desarrollaba en el patio. Frente a la gran chimenea de piedra había una bañera de madera. Sierra miró su espalda desnuda y pensó que acababa de bañarse.

—Cierra la puerta —le ordenó él sin darse la vuelta.

Ella obedeció, pues no le quedaba otra opción.

—Quítate la ropa —siguió mirando por la ventana, y Sierra alcanzó a ver el sol asomando entre las nubes. Era poco más del mediodía y el olor a lluvia impregnaba el aire, mezclándose con el olor a leña quemada.

Sierra permaneció inmóvil, preguntándose si había llegado su hora.

—¿La ropa, milord? —se atrevió a preguntar.

Él se giró y le clavó una fría mirada.

—¿Es que no me has oído, wealh? Te he dicho que te quites la ropa. Y te recuerdo que no me gusta esperar.

Sierra encontró el nudo del cinturón y lo desató. Con mucho cuidado, se quitó el cinturón y lo dejó caer al suelo. La mirada de Aeglech permaneció fija en sus ojos mientras ella se bajaba los pantalones. No llevaba ropa interior; tan solo la túnica de lino que le había robado a un muerto. Se la quitó por encima de la cabeza y su cuerpo respondió con un escalofrío al aire. La cofia se cayó en el proceso y dejó libre su corto cabello oscuro, que ya le llegaba por debajo de las orejas. Balrogan era el encargado de que lo tuviera siempre corto, pero sus otras obligaciones lo habían mantenido demasiado ocupado últimamente.

—¿Crees que debería casarme con una mujer bretona? —le preguntó Aeglech, llevándose la copa a los labios mientras la recorría con la mirada.

Sierra reprimió el impulso de cubrirse, pues hacerlo solo le serviría para revelar su miedo. Se mantuvo erguida y le sostuvo la mirada.

—No, milord. A la gente se la domina con la fuerza, no con la compasión —mintió, sabiendo que era lo que él quería oír.

Aeglech sonrió.

—Has aprendido mucho para ser una wealh. Balrogan te ha enseñado bien.

La rodeó y Sierra sintió su mirada en cada palmo de su cuerpo desnudo.

—Métete en el agua.

Ella hizo lo que le ordenaba y se metió rápidamente en la bañera.

—Siéntate.

Se apoyó en los bordes de la bañera y se sumergió en el agua. La sensación era tan deliciosa que cerró los ojos. Ella y Cearl se bañaban a veces en el mar, donde retozaban desnudos entre las olas, pero hacía mucho que no se daba un baño caliente.

—¿Sabes lo que hay que hacer, o tengo que enseñarte? —le preguntó Aeglech con una sonrisa burlona mientras tomaba un sorbo de la copa y agarraba una pastilla de jabón—. Esto es jabón. Úsalo.

Le arrojó la pastilla, que cayó al agua con un chapoteo. Sierra recogió agua con las manos y se la echó sobre la cabeza para frotarse la cara y el pelo. No recordaba cuándo fue la última vez que usó jabón, y se preguntó qué esperaría Aeglech a cambio. Sabía que al rey le gustaban las mujeres limpias y bien educadas. Intentó ignorar su mirada mientras se frotaba el cuerpo, demasiado rápido para deleitarse con la sensación.

Miró brevemente al rey y lo vio apoyado en el borde de la mesa. Había dejado la copa y tenía los brazos cruzados al pecho.

El estómago le rugió inesperadamente, y Aeglech arqueó las cejas.

—Toma —arrancó un puñado de bayas de la bandeja y se acercó a la bañera—. Abre la boca.

Sus dedos le rozaron los labios cuando Sierra aceptó las bayas de su mano, y prolongó el contacto como si fuera un amante.

—Te has convertido en una mujer muy atractiva, para ser celta…

Le acarició la nuca, provocándole un escalofrío por la espalda. Tenía grabada en la cabeza la imagen de su cuerpo desnudo.

Era un ser astuto y despiadado, pero la ternura que demostraba en sus caricias la desconcertaba por completo. Ni siquiera Cearl había sido tan tierno. ¿Qué quería lord Aeglech de ella?

—Son muy pocos los sirvientes en los que puedo confiar. Los únicos que me han demostrado su lealtad a lo largo de los años. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

Siguió tocándola entre los omóplatos. Se arrodilló detrás de ella y apoyó la barbilla en el hombro.

—Creo que tu magia me ha hecho efecto, wealh —susurró, echándole el aliento sobre la piel mojada.

A Sierra se le endurecieron los pezones y Aeglech se rio.

—Ahora da gusto contemplar tu cuerpo… —hundió la mano en el agua y luego la deslizó sobre el pecho—. Quiero ver cómo respondes a mis caricias.

Sierra mantuvo la vista al frente, intentando contener la excitación.

—Me preguntaba, wealh… ¿alguna vez piensas en mí cuando estás acostada en esa fría mazmorra? ¿Alguna vez has pensado en el calor de mi lecho, en mi cuerpo cubriendo el tuyo, en mi verga penetrándote hasta el fondo?

Le pellizcó el pezón hasta que Sierra clavó los dedos en los costados de la bañera. No, nunca se le había pasado por la cabeza acostarse con aquel asesino sajón. Sin embargo, su tacto no era el de cualquier hombre. Cerró los ojos y por un momento dejó de ser una esclava y una prisionera despojada de sus emociones. Las caricias de su amo le habían hecho sentir algo, y por mucho que intentara resistirse era como si dentro de ella una esponja seca pidiera a gritos que la mojaran.

—Sí, puedo verte… —dijo él. La sacó del agua y permaneció tan cerca de ella que el calor de su cuerpo le calentaba la espalda—. Tu cuerpo se me ofrece como un suculento banquete.

Empezó a recorrerle las curvas con las manos, apoderándose de sus sentidos y de su razón. Tal vez solo fuera una fantasía, pero Sierra ansiaba sentir más. Mucho más.

—Necesito tu don —murmuró él mientras le rozaba la sien con la nariz y le masajeaba los pechos, antes de descender hacia el vientre. Soltó una profunda exhalación cuando sus dedos llegaron a los rizos empapados y notó sus temblores.

Sierra apretó los puños.

—Si es mi magia lo que deseas, solo tienes que pedirlo, milord —dijo con voz ahogada.

Tragó saliva e intentó controlarse. No quería sentir nada, y mucho menos que su cuerpo respondiera a un hombre como él, pero su gentileza la tenía absolutamente desconcertada. Su vida estaba en manos de Aeglech, quien podía arrebatársela sin pensarlo.

—¿Qué quieres ver, milord? —le preguntó.

Él la giró en sus brazos y subió las manos a su rostro.

—Tengo que saber mi futuro, wealh.

Sierra miró sus ojos azules, donde se fundían la pasión y el hielo.

—Milord, no tengo poder para cambiar el destino —lo dijo en tono suave para no provocarlo.

Él soltó un resoplido y Sierra vio su verdadera naturaleza aflorando a la superficie.

—¿Crees que soy imbécil?

—No, milord.

La agarró por la cintura y la atrajo hacia su pecho.

—Podría tomarte ahora mismo.

Por si no bastaba con sus palabras, la dureza que se palpaba bajo sus pantalones terminó por demostrárselo.

—Seguro que encontrarás un mayor placer con cualquier mujer de la aldea que se cuide, aunque cada vez quedan menos —le dijo con una sonrisa.

Aeglech la agarró por la garganta.

—No pongas a prueba mi paciencia, wealh.

—Solo estoy diciendo la verdad, milord —se echó hacia atrás, sosteniéndole la mirada.

Los dedos de Aeglech le apretaron el cuello.

—¿Y si me da igual que vivas o mueras, wealh? —se lo preguntó con una calma estremecedora, tan cerca que Sierra olió su aliento a vino—. Tu sexo está listo para mí… ¿Te atreves a negarlo?

Sonrió al tiempo que le apretaba la garganta. Sierra cerró los ojos y se imaginó que estaba con Cearl mientras acariciaba el miembro erecto.

—No, milord. No lo niego.

La soltó y bajó la mano al pecho. Sierra apartó el rostro para que su boca la tocara en el cuello en vez de los labios.

—Eres obstinada, a pesar de saber lo que podría hacerte —le susurró contra la piel—. Siempre he admirado ese rasgo…

Empezó a lamerle los pezones, pero de repente se detuvo y levantó la mirada hacia ella.

—Tócame, wealh. Dime qué me depara el futuro.

Sierra levantó sus temblorosas manos a la cabeza de Aeglech mientras él se inclinaba para atrapar un pezón con los dientes. Un gemido de placer se le escapó de la garganta.

—No puedo concentrarme, milord.

Él la empujó fuertemente contra la pared.

—Dime lo que ves y no me mientas si no quieres morir.

Sierra se mordió la lengua. Ambos sabían que hablaba en serio.

Aeglech le agarró las manos y se las pegó a las sienes. Era una cabeza más alto que ella, y su poderoso físico eclipsaba al suyo.

—Dime lo que ves —ladró.

Sierra intentó dominar el miedo. Había aprendido a eludir el temperamento del rey sajón, pero aquello era distinto. Parecía realmente desesperado.

—Dime lo que ves —gritó de nuevo, salpicándole la cara con su saliva.

Sierra respiró hondo y cerró los ojos.

—No puedo ver más allá de tu furia, milord —consciente de que tal vez hubiera formulado sus últimas palabras, se preparó con el corazón en un puño. Quizá fuese su oportunidad para escapar de aquel lugar. Si Aeglech la poseía dominado por una furia ciega, su orgullo no le dejaría más opción que matarla.

Y ella sería finalmente libre.

De pronto sintió que la soltaba y abrió los ojos. Lo que vio fue a un hombre cansado de la guerra y las matanzas. La imagen la sorprendió, pues no creía que Aeglech tuviera una sola pizca de humanidad.

Él le mantuvo la mirada mientras le rodeaba el cuello con los brazos. Los pechos de Sierra quedaron aplastados contra su torso. No podía moverse ni respirar.

—¿Qué ves? —le preguntó en tono más suave. Su voz había perdido todo rastro de malicia. Solo expresaba sincera preocupación.

Sierra estaba cada vez más confusa.

—Lo intentaré, milord —pensó una vez más en las palabras de su madre. «El miedo lleva a la perdición». Tal vez el destino le había concedido la oportunidad de plantar la semilla del miedo en lord Aeglech—. Vacía tu mente para que pueda ver con más claridad —le sugirió al tiempo que le ponía las manos en la cabeza.

Él apoyó la frente en su hombro, bajó las manos hasta sus nalgas y pegó sus caderas a las suyas. Sierra sintió su pene erecto contra el vientre y tragó saliva para concentrarse en las imágenes que aparecían en su mente.

—Hay una batalla, milord —susurró contra la piel de Aeglech. Su sabor salado y su olor varonil invadían sus sentidos. Apartó la cara para despejar las traicioneras sensaciones que calentaban su cuerpo.

—Sigue, wealh —la apremió él en voz baja.

—Veo fuego y humo… Todo está muy borroso, milord.

—Inténtalo, Sierra —la mordió debajo de la oreja—. Sé mis ojos y protégeme con tu don. Tu lealtad será recompensada.

El suspiro de Sierra la delató mientras él le levantaba las piernas alrededor de su cintura y se apoyaba contra la pared.

—Dímelo todo… —insistió, frotándose lentamente contra su sexo.

—Hay hombres… Muchos hombres… desperdigados por un campo —el falo de Aeglech seguía restregándose contra ella. Se imaginó que era Cearl… su dulce y simple Cearl, con su contagiosa sonrisa y su cuerpo hecho para el sexo.

—¿Dónde es la batalla? —preguntó Aeglech, incrementando el ritmo de sus caderas.

—Hay niebla… —cerró los ojos y echó el rostro hacia atrás para que la imaginación la abstrajera de la realidad. Se aferró a los hombros de Aeglech mientras él la tocaba en la cara interna de los muslos. No tardaría en sucumbir a la pasión y tomarla en un arrebato de furia.

Y al acabar la mataría y la liberaría para siempre de la tortura y la desgracia.

—Es un castillo, milord… un valle… Veo a un hombre a caballo.

—¿Quién? —su respiración entrecortada era otro síntoma de su creciente excitación.

Unos fuertes golpes interrumpieron el momento. Las puertas de la cámara se abrieron y entró uno de los guardias de Aeglech. Sierra lo miró y él bajó inmediatamente la mirada al suelo.

—Discúlpeme, milord. No sabía que estaba… acompañado.

Aeglech gruñó con enojo y dejó a Sierra en el suelo. Ella intentó tapar su desnudez lo mejor que pudo, mientras que el miembro de Aeglech abultaba descaradamente en sus pantalones.

—Lárgate —le ordenó sin mirarla.

Sierra y el guardia intercambiaron una mirada, sin saber muy bien a quién se refería.

—Lárgate, wealh —repitió Aeglech.

Ella asintió, agarró su ropa y corrió hacia la puerta, mirando de reojo al guardia. Era el mismo que visitaba a Balrogan a menudo y en sus ojos se advertía una curiosidad que, de descontrolarse, daría pie a las habladurías. Sierra se preguntó en silencio qué podía ser tan importante para arriesgarse a provocar la ira de Aeglech, y al salir de la cámara se quedó junto a la puerta para oír la conversación.

—Le pido disculpas, milord, pero traigo noticias muy importantes.

—Por tu bien espero que lo sean —rugió lord Aeglech, apoyado en el alféizar de la ventana.

—Milord, uno de nuestros exploradores acaba de regresar y dice que han capturado a un guerrero romano. Lo encontraron en una aldea celta del norte, y creen que estaba recabando apoyos para los rebeldes.

—¿Qué pruebas tienen de que sea un romano? —preguntó Aeglech sin apartar la vista de la ventana.

—Dicen que portaba una espada romana.

—¿Cuándo llegarán al castillo?

—Mañana, milord.

—Muy bien. Mañana veremos lo que sabe ese romano. Y ahora, en cuanto a tu interrupción…

—Sí, milord —el miedo casi lo hacía tartamudear—. Le suplico que me perdone.

Por la rendija de la puerta Sierra lo vio de pie frente a la espalda de su amo.

—Sabes lo mucho que valoro mi intimidad.

—Sí, milord.

—Y aun así te has atrevido a molestarme por considerar que tus noticias eran importantes.

El guardia dudó un momento.

—Merezco ser castigado, milord. He contravenido a sus órdenes.

—Tu respuesta demuestra tu lealtad, pero en estos días no se puede estar seguro de nadie. Hay muchos espías acechando, dispuestos a socavar mi autoridad. Un hombre tan inteligente como tú sabrá lo que quiero decir, ¿verdad?

—Sí, milord.

—Y seguro que también entiendes la importancia de no hablar con nadie sobre lo que has visto aquí.

—Sí, milord.

Lord Aeglech se giró y cruzó la habitación para observar al guardia mientras lo rodeaba.

—¿Volverás a desobedecer mis órdenes? —le preguntó, deteniéndote junto a la mesa donde estaban los frascos de aceites y ungüentos para sus masajes. Escogió una botella y la sostuvo a la luz un momento, antes de verter el líquido en sus manos.

—Nunca más, milord. Si eso es todo, volveré enseguida a mi puesto.

Estaba claramente ansioso por abandonar los aposentos del rey, pero Sierra presintió que lord Aeglech tenía otros planes para él.

—¿Cuántos años tienes? —se aplicó el aceite sobre la piel y se lo extendió por el pecho y el abdomen hasta quedar reluciente.

—Veintidós, milord —respondió el guardia sin moverse.

Una perversa sonrisa arrugó el rostro de lord Aeglech.

—Muy joven… y servicial, sin duda —metió la mano por la cintura del pantalón y la deslizó sobre el miembro erecto—. Tengo que asegurarme de tu lealtad hacia mí…

—Le soy leal hasta la muerte, mi rey —exclamó el guardia.

Aeglech se colocó delante del guardia y le dio la espalda. Sierra vio como el joven tragaba saliva.

El rey siguió masajeándose la verga mientras miraba al frente con la mandíbula apretada.

De repente, Sierra comprendió cuáles eran sus intenciones.

El guardia carraspeó torpemente.

—¿Desea que le traiga una mujer de la aldea, milord?

Aeglech sonrió y se bajó los pantalones, descubriendo sus firmes glúteos.

—No será necesario. Deja tus armas.

El guardia obedeció sin rechistar.

—Cierra la puerta y bájate los pantalones.

Miró por encima del hombro al joven, cuyo rostro se contrajo momentáneamente en una mueca de espanto antes de acatar las órdenes de su rey.

 

 

Sierra no le contó a nadie los ruidos que había oído al otro lado de la puerta. Los gemidos de Aeglech y las vibraciones de la puerta contra los goznes le demostraron una vez más el implacable poder del rey sajón.

Aquella noche, el mismo guardia fue a las mazmorras y habló con Balrogan en voz baja. Sierra mantuvo la vista pegada al suelo que estaba fregando y apenas se atrevió a mirarlos. El verdugo apretaba los puños mientras escuchaba al joven con una expresión más sombría de lo habitual.

—Ratón —la llamó bruscamente. Con el paso de los años Sierra había llegado a comprender por qué Balrogan nunca había intentado abusar de ella sexualmente. La explicación estaba en la peculiar relación que existía entre aquellos dos hombres.

—¿Sí, milord? —preguntó mientras se secaba las manos en la túnica.

—Tienes que irte con este guardia. Lord Aeglech quiere recompensarte por tu lealtad con un nuevo aposento.

—No lo entiendo —dijo ella sin intentar ocultar su confusión.

Balrogan frunció el ceño.

—Haz lo que se te ordena y no preguntes, Ratón. Son tiempos difíciles para todos. El rey tiene muchos problemas y nuestras vidas penden de un hilo.

Sierra siguió en silencio al guardia por los túneles que discurrían bajo la fortaleza. Llegaron al final de un corredor donde había varias habitaciones empleadas como depósitos y almacenes. A la derecha, una estrecha y serpenteante escalera ascendía hacia la luz.

—El comedor privado de lord Aeglech está sobre esta habitación. Estas escaleras conducen directamente a la puerta trasera de los aposentos del rey.

Introdujo una llave en la cerradura y abrió la puerta para hacer pasar a Sierra. Ésta se quedó inmóvil al ver la habitación que tenía ante ella.

Era muy similar a la que había tenido de niña. En un rincón había una pequeña chimenea encendida, y frente a ella un jergón de paja cubierto con sábanas. Sobre la colcha yacía un camisón de brocado con bordados en los puños, tan exquisito que Sierra miró sorprendida al guardia.

—¿Esto es para mí? —preguntó mientras agarraba la delicada prenda y pasaba los dedos sobre la tela. Bajó la vista a los pies de la cama y vio un par de zapatillas doradas.

—Órdenes de lord Aeglech —fue toda la respuesta del guardia.

En ese momento entraron dos criados en la habitación con una bañera llena por la mitad, que dejaron junto al fuego.

Tras ellos apareció Aeglech. Los criados y el guardia se arrodillaron rápidamente, pero él los echó de la habitación con un simple gesto de su mano.

—¿Te gustan tus nuevos aposentos, wealh? Es tu recompensa por la lealtad que has mostrado. Y si sigues demostrándola, te aseguro que no te faltará de nada.

Sierra guardó silencio mientras él se paseaba por la habitación y la miraba de reojo. La intuición le decía que había algo más.

—Has alcanzado una edad en la que puedes serme mucho más útil… Me he fijado en lo seductora que puedes ser.

Sierra se lamió los labios. ¿Aeglech pensaba convertirla en su criada personal?

—Balrogan se está volviendo muy blando. No cumple con su trabajo como sería de esperar. Ahora le basta con la promesa de un prisionero para dejarlo libre y en consecuencia yo me convierto en el hazmerreír de todo el mundo. La tortura ya no es suficiente —se encogió ligeramente de hombros al pasar delante de ella—. Para ayudar a Balrogan, emplearás tus habilidades seductoras y tu don para obtener toda la información posible de los prisioneros. Si no podemos conseguirla por la fuerza, usaremos cualquier medio que sea necesario. Mi reino depende de que lo consigas. ¿Entiendes la importancia de lo que digo?

Sierra tenía la vista fija en el camisón. ¿Podría hacer lo que Aeglech le pedía? ¿Acaso tenía otra elección?

—¿Y si alguno me deja embarazada, milord?

—Te desharás del feto, naturalmente. Los bastardos celtas no son mi responsabilidad.

A Sierra se le formó un nudo en el estómago.

—Mi médico te dará todo lo que necesites: vinagre, paños… Eres muy astuta, wealh. Si haces esto por mí, habrás vuelto a demostrarme tu lealtad y yo sabré cómo recompensarte.

Sierra lo siguió con la mirada hasta la puerta. La amabilidad que había mostrado antes no era más que una fachada para ponerla a prueba.

—Prepárate. Tu primer prisionero llegará pronto —señaló los grilletes de la pared—. Los tendremos encadenados para que ninguno pueda hacerte daño. Demuéstrame lo que eres capaz de hacer, wealh. Si tienes éxito, y estoy seguro de que lo tendrás, quizá acabes recuperando la libertad.

Sierra miró por encima del hombro al estrecho ventanuco sobre la cama.

—No pienses en escapar —le advirtió él—. La puerta estará vigilada a todas horas, y yo… —señaló hacia el techo— estaré observándote.

Sierra levantó la mirada y descubrió la trampilla en el techo. Aeglech solo tenía que abrirla desde arriba cada vez que quisiera verla.

El rey ordenó al guardia que cerrara la puerta tras él cuando salió de la habitación.

—Que me avisen en cuanto llegue el prisionero —le oyó Sierra decirle al guardia.

No había tiempo para pensar en las alternativas, ni aunque tuviera alguna. La única opción que le quedaba con el rey sajón era obedecer. La lealtad se había convertido en algo tan crucial para su supervivencia como la necesidad de bloquear sus emociones.

Se quitó la ropa y se metió en la bañera, donde se lavó la cara y se frotó las rodillas y los codos con un puñado de paja mientras pensaba en el prisionero romano del que había hablado el guardia.

¿Sería su primer prisionero?