Capítulo 16
Dryston se odiaba a sí mismo. Entornó los ojos para protegerse del sol que brillaba entre los árboles y lo primero que pensó fue en su boca pegada al cuello de Sierra mientras la penetraba. Apenas había pegado ojo en toda la noche, pensando en ella y en lo estúpido que había sido al perder el control de sus emociones y dejarse provocar por sus mordaces comentarios.
Cerró los ojos e intentó aliviar las dolorosas palpitaciones de su cabeza. Estaba atrapado en una red que él mismo había tejido. Lo que había pasado entre ellos, se llamara como se llamara, no era para componer poemas ni canciones. Era una pasión salvaje, animal, desesperada… Había sido sin lugar a dudas la noche más increíble de su vida.
Movió la cabeza de un lado a otro y se levantó con dificultad, pues tenía todo el cuerpo magullado y agarrotado. A la luz del día volvió a mirar la pared rocosa cubierta de musgo y recordó lo que había visto en los ojos de Sierra. Además de la misma pasión salvaje que ardía en él, se había encontrado con una mirada desafiante. Pero más que un reto, era una súplica silenciosa para que la ayudara a romper sus cadenas internas y le hiciera volver a sentir algo.
Y si era sincero consigo mismo, tenía que admitir que algo también había cambiado en él. La posibilidad era inquietante, pero quizá sentía algo por aquella mujer. Se había pasado la noche dando vueltas y pensando en los últimos días. Las peleas, las objeciones, la lengua viperina de Sierra y su carácter obstinando, la pasión que ardía en sus ojos cuando recibía sus frenéticas embestidas…
Solo de pensarlo volvía a excitarse.
Apartó esas imágenes de su cabeza e intentó decidir qué hacer con Cearl. No estaba muy convencido de que fuera tan inocente como afirmaba Sierra.
Cearl se despertó cuando él entró en la cueva.
—¿Hacía frío ahí fuera? —le preguntó el muchacho con una sonrisa mientras se frotaba los ojos.
—Estaba vigilando por si aparecían los hombres de Aeglech. Tú no sabrás nada de eso, ¿verdad? —introdujo la punta de la espada entre las ascuas de la hoguera.
Cearl miró asustado la hoja afilada y por un momento Dryston pensó que iba a admitir que los guardias lo habían enviado.
—Los guardias creen que he vuelto a la fortaleza… Ya te lo dije.
—Sí, eso dijiste —repuso Dryston, insinuando que no se creía su historia como Sierra.
—Déjalo —dijo ella desde el fondo de la cueva. Su figura emergió de las sombras, despeinada y deliciosamente sensual, con los labios aún hinchados por los besos y mordiscos que habían compartido. Dryston fingió que el corazón no le daba un vuelco al verla—. Cearl es de confianza —añadió tranquilamente mientras se inclinaba sobre la hoguera para soplar las ascuas.
Dryston apartó la mirada de Sierra e intentó concentrarse en Cearl.
—Tenemos que continuar —dijo.
—Muy bien. Él puede venir con nosotros —sugirió ella con una sonrisa.
—Pero yo quiero volver al castillo, Sierra —arguyó Cearl—. Es mi casa. Si no regreso pensarán que me habéis capturado, pero si les digo que he encontrado vuestros cuerpos despedazados por los lobos, abandonarán la búsqueda —miró con ojos brillantes a Sierra y a Dryston.
—Parece que lo tenías muy bien pensado, Cearl —observó Dryston, y no hizo caso de la mirada reprobatoria que le lanzó Sierra.
Mientras Cearl agarraba un trozo de carne que se calentaba sobre el fuego, Dryston se fijó en la soga y se le ocurrió una idea. A Sierra no iba a gustarle, pero tendría que aceptarlo.
—De acuerdo, Cearl. Lo mejor será que no vengas con nosotros —levantó la cuerda con la punta de la espada, la cortó por la mitad y la arrojó a los pies de Sierra. Si querían salir de allí con vida, tendría que ser él quien tomara las riendas.
—¿Te has vuelto loco? Esto no es necesario, te lo aseguro —dijo ella, apartando la cuerda.
Dryston volvió a empujarla hacia ella.
—No te estoy pidiendo permiso —le clavó fijamente la mirada—. Es una orden.
El rostro de Sierra se ensombreció al escuchar la palabra «orden». Sus labios, tan dulces y generosos la noche anterior, se cerraban en una severa línea. Pero Dryston no le dio oportunidad para protestar.
—No se te ocurra contradecirme —le advirtió, dejándole claro que era él quien tomaba el mando a partir de ese momento. Por la mirada que recibió de ella, haría bien en dormir con un ojo abierto aquella noche.
Sierra esperó un momento y finalmente recogió la cuerda del suelo.
—Lo siento, Cearl. No me deja elección.
—Si mis sospechas son correctas, no tardarán mucho en encontrarte —dijo Dryston mientras apagaba el fuego y echaba tierra encima con la bota—. Asegúrate de atarlo bien.
Sierra obedeció mientras Cearl se limitaba a sonreír con una expresión bobalicona en su rostro de crío. Cearl vivía en su mundo particular, sencillo e inocente, pero a Dryston le resultó sospechoso que no pusiera ningún problema para que lo ataran. Fuera como fuera, no había tiempo para explicárselo a Sierra. Y de todos modos no creía que ella lo escuchara.
—Ya está, romano, pero una vez más te pido que…
—Escúchame. No tenemos tiempo que perder. Tú decides si vienes conmigo o si te quedas aquí a hacer de niñera.
Sierra se levantó y por un momento Dryston temió que la había perdido.
—¿Sierra? —pronunció su nombre con suavidad, pues la idea de dejarla allí le asustaba más que la perspectiva de enfrentarse él solo a los guardias.
—Voy contigo.
Dryston soltó un débil suspiro y se dio cuenta de que había estado conteniendo el aire.
Sierra besó a Cearl en la cabeza como si fuera su madre.
—No me dejes aquí, por favor —le suplicó él.
Ella dio un traspié y Dryston la agarró rápidamente del brazo.
—Confía en mí —le dijo, reprimiendo el impulso de besarla.
La duda se reflejaba en sus ojos, pero suspiró con resignación y fue a buscar el caballo donde lo habían dejado, oculto entre unos árboles. No dijo nada mientras él la ayudaba a montar, pero era obvio que estaba cuestionándose lo que hacía.
Dryston se arrancó un trozo de túnica y la dejó colgando de un arbusto. Un poco más adelante, partió una rama de un árbol.
—¿Qué haces? —le preguntó Sierra.
—Demostrar que tengo razón —respondió tranquilamente.
—¿Y por qué es tan importante?
Él la miró por encima del hombro y le dedicó una sonrisa. Le gustaba la imagen que presentaba Sierra con sus cortos cabellos agitados por el viento y la curiosidad reflejada en sus bonitos ojos.
—Es una táctica militar. Consiste en dejar un rastro a propósito para atraer al enemigo a tu trampa.
—¿Y piensas tenderles una emboscada a los sajones tú solo?
—Si llegamos a eso, te mandaré a ti para que los hagas huir con tu lengua.
—Será mejor que esta noche duermas con un ojo abierto —le advirtió ella.
—Sí, ya lo había pensado.
—¿De verdad crees que los guardias vendrán a por Cearl?
—Me juego el cuello a que sí. Vamos a tomar otro camino para ir al campamento, menos transitado y mucho más seguro.
—Dryston, estoy cansada, tengo hambre y no siento el trasero. ¿Cuándo piensas parar para pasar la noche? —le preguntó Sierra cuando el sol empezaba a ocultarse por el horizonte.
—Ya no queda mucho.
—Pareces conocer muy bien estas tierras. ¿Dónde podamos encontrar algo de comida para la cena?
Soltó un largo y sonoro bostezo que hizo sonreír a Dryston. Cuanto más tiempo pasaba con ella, más le gustaba.
—El campamento no está lejos de aquí, pero la aldea donde crecí también está muy cerca. De niño pasé mucho tiempo en estos bosques.
Siguieron cabalgando en silencio, igual que habían hecho durante casi todo el día. Sierra no parecía tener ganas de hablar sobre lo ocurrido la noche anterior y a él tampoco le apetecía hacerlo. Bastante ocupado estaba intentando comprenderlo por sí mismo.
—¿Los echas de menos? —le preguntó ella.
—¿A mi familia? Todos los días.
—Me gustaría que… —dejó la frase sin terminar.
—¿Qué te gustaría? —la apremió él, intuyendo que estaba a punto de revelar algo importante. Había hablado un par de veces de su madre, pero no de los otros miembros de su familia.
—Nada.
Tal vez los recuerdos le resultaban demasiado dolorosos y, al igual que Torin, hubiera bloqueado las etapas más oscuras de su vida. Dryston estaba impaciente porque conociera a su hermano. En algunos aspectos eran muy parecidos, sobre todo en su temperamento.
—Una becada… detente —susurró ella, tocándolo en el hombro—. Necesito mi cuchillo, rápido —desmontó del caballo y cayó en el suelo sobre sus posaderas—. Maldita sea… Te dije que no sentía las piernas.
Dryston soltó una carcajada mientras se bajaba del caballo. Era una sensación maravillosa, después de tanto tiempo sin reír. Pero el ceño fruncido de Sierra le indicó que ella no compartía su regocijo.
—Ha sido muy divertido —murmuró él mientras buscaba al pájaro en las hojas. Se le hacía la boca agua al imaginarse una buena becada asándose al fuego—. ¿Adónde se ha ido?
—¿Te importa darme mi cuchillo? —insistió ella. Le tendió la mano y él la agarró para ayudarla a levantarse—. Te agradezco que me lo hayas guardado mientras estaba enferma, pero ya puedo llevarlo yo.
Se irguió ante él, con una mano protegiéndose del sol y la otra extendida con la palma hacia arriba.
Dryston se sacó el cuchillo de la bota y se lo entregó a regañadientes.
—La mía es más grande —le dijo con un guiño, tocándose la espada que llevaba en una funda hecha con uno de los brazos de la túnica.
—¿Siempre eres tan engreído o solo lo haces para impresionarme? Si la hipocresía fuera oro serías un hombre rico, romano —se sujetó el cuchillo con la tira que llevaba atada al muslo.
—Y si tu lengua fuera una flecha, ya tendríamos la cena lista —replicó él.
—Vi al pájaro en esa zarza de ahí. Puede que se haya escondido entre las espinas.
—En ese caso, ¿qué tal si sigues hablando y así el pájaro pensará que tu lengua afilada es tan segura como las espinas del matorral?
Sierra se sacó el cuchillo y lo blandió delante del pecho de Dryston, obligándolo a retroceder para evitar la hoja.
—Será tu lengua lo que corte para mi cena si no te callas. Y ahora ayúdame o quítate de en medio.
A Dryston le parecía encantadora cuando se hacía con el control de la situación. En un vano intento por contentarla, siguió sus instrucciones y rodeó el arbusto sosteniendo la espada por encima de la cabeza mientras la observaba por el rabillo del ojo. Parecía una experta cazadora con su expresión decidida, su cuchillo preparado y su mirada fija en las hojas, esperando el menor movimiento.
Dryston se lamió los labios y tragó saliva, pero tenía la garganta tan seca y obstruida como si alguien lo estuviera agarrando por el cuello. Los ojos se le llenaron de lágrimas y tuvo que frotárselos para aliviar un repentino escozor. Un estornudo se estaba formando rápidamente en su interior, tan imparable como la salida del sol por la mañana. Intentó avisar a Sierra, pero ella no le hizo caso.
Se tapó la nariz con la mano en un desesperado intento por detener el estornudo. Por desgracia, solo sirvió para empeorar aún más la situación. Miró a Sierra por encima del arbusto y ella abrió los ojos como platos al darse cuenta de que algo iba mal.
Dryston tomó aire, los ojos se le empañaron y un fuerte estornudo resonó en el silencio del bosque. Una bandada de pájaros que anidaba en un roble emprendió el vuelo hacia otro árbol.
La becada pasó corriendo a su lado y Dryston blandió la espada a ciegas, cortando hojas y ramas. Volvió a estornudar, con más fuerza que la primera vez, y el ave se puso a correr frenéticamente en círculos antes de desaparecer en un matorral. Dryston se dio cuenta entonces de que el arbusto donde se había ocultado estaba lleno de bayas.
—Bayas de saúco… —murmuró mientras se echaba hacia atrás. Tan fascinado había estado observando a Sierra que no se había percatado antes, pero su reacción alérgica era tan fulminante que tenía que buscar alivio. Echó a correr hacia un arroyo que borbotaba entre las hojas y se mojó la cara y el cuello, además de beber grandes tragos de agua. Al cabo de unos momentos pudo volver a respirar.
—¡Maldito imbécil!
—No puedes echarme la culpa —se defendió él—. Es la reacción de mi cuerpo a esa planta, y no puedo hacer nada por controlarla.
Había sido un imprudente al no comprobar antes qué clase de arbusto era, pero se había distraído demasiado con Sierra, que en esos momentos bajaba por la cuesta hecha una furia. Dryston se secó las manos y desenvainó la espada para arrojarla detrás de él. No quería que nadie resultara herido por accidente.
—Me has dejado sin cena, imbécil —lo acusó ella, levantando el puño con intención de golpearlo.
Él le agarró los brazos y la giró con facilidad para sujetarla por detrás, pero ella le pisó el pie y a punto estuvo de soltarse, lo bastante para enganchar el pie en sus tobillos y tirarlo hacia atrás.
—Tienes que aprender a controlar ese temperamento —le dijo él, esquivando los golpes dirigidos a su cabeza.
—Y tú tienes que aprender que ser un hombre no te da siempre la razón —consiguió impactar el puño en su mandíbula con un ruido sordo.
Era obvio que ya no estaban hablando del pájaro.
—¿Quieres hablar de orgullo? Muy bien… Pues yo veo a una mujer demasiado orgullosa e irascible para pedir ayuda —le agarró la muñeca y se la sujetó con fuerza.
—Y yo veo a un hombre tan ciego que no ve más allá de sus narices.
Intentó soltarse, pero Dryston no se lo permitió.
—Eres más terca que una mula —la miró con atención y vio que, aunque su boca decía una cosa, sus ojos decían otra completamente diferente.
—Solo cuando estoy contigo, romano.
—¿Sabes una cosa, Sierra? Este viaje sería mucho más fácil si no tuvieras la constante necesidad de demostrar que eres mejor que yo.
Sierra lo miró con la boca abierta.
—No tengo nada que demostrarte.
—Claro… Y por eso te pasas el día cuestionando mis decisiones.
—Eso es absurdo.
—Es la verdad.
—No lo es —replicó ella.
Era extremadamente predecible, y a Dryston lo excitaba conocerla tan bien.
—Tú tienes la culpa —añadió Sierra.
—¿La culpa de qué? —le mantuvo la mirada y le acarició la muñeca con los dedos, sin soltarla. No hasta que hubiera oído de sus labios que sentía algo por él.
—Le das la vuelta a todo, y lo complicas de tal manera que consigues que me duela la cabeza.
Dryston se inclinó hacia delante con cautela, dudó un momento cuando ella le clavó la mirada y entonces le dio un beso en la frente.
—¿Mejor?
—No —de nuevo intentó soltarse—. Haces que me duela todo. Y no me gusta —se llevó la mano libre a la cabeza, sin mirarlo a los ojos.
—¿De verdad te duele tanto? —le preguntó él, besándole la muñeca.
—Cuando pienso demasiado en ti, sí.
Dryston le rodeó la nuca con la mano y tiró de ella hasta que sus rostros casi se tocaron.
—En ese caso, quizá habría que dejar de pensar…
—Lo haría encantada, si supiera cómo —en los ojos de Sierra se adivinaba la lucha que se libraba en su interior.
Él se arrodilló y tiró de ella para bajarla al suelo. A diferencia de la noche anterior, se tomó su tiempo para excitarla y hacer que ella lo deseara hasta un límite incontenible. Le quitó la túnica sobre la cabeza y la colocó debajo de ella como una almohada.
—¿Alguna vez te han dicho lo hermosa que eres?
Intentó acariciarle el rostro, pero ella se giró de costado y le dio la espalda. Dryston se tumbó junto a ella, con cuidado de no presionarla más de la cuenta. Las cicatrices de Sierra eran más profundas de lo que él se había imaginado.
—Déjame abrazarte, Sierra —sabía que era un momento crucial para ella, pues tal vez estuviera aceptando que sentía algo por él.
La acarició suavemente junto a la herida, que gracias al ungüento y al agua del manantial estaba sanando bien. Se apoyó sobre un codo y la besó con delicadeza.
Ella se tumbó boca arriba y le puso una mano en la mejilla mientras él seguía besándola en el vientre. ¿Aceptaría finalmente a otra persona en su vida? ¿Alguien que pudiera ayudarla a encontrar su camino?
Era un juego peligroso al que estaba jugando Dryston. Todas las mujeres a las que había querido le habían sido arrebatadas.
Sierra le sujetó el rostro entre las manos y le acarició la frente con los dedos, examinándolo como si fuera la primera vez que lo veía. Se incorporó para besarlo en la boca y le bajó los pantalones por las caderas.
Dryston se estremeció y ahogó un profundo y largo gemido cuando ella le rodeó el miembro con la mano, se lo acarició lentamente y se lo metió en la boca. No sabía cuándo había ocurrido, pero en algún momento de aquella aventura se había enamorado de aquella mujer.
Sierra lo besó en la boca con la lengua impregnada de su propio e intenso sabor, antes de ponerse a cuatro patas sobre las hojas otoñales y mirarlo por encima del hombro.
—Quiero que me penetres, Dryston.
Él la agarró por los muslos y se introdujo en ella limpiamente y sin esfuerzo. Sierra empezó a moverse contra él, acuciándolo a que se hundiera hasta el fondo. Dryston la rodeó con los brazos para tocarle los pechos y ella se abandonó por completo al placer, pero él se retuvo, escuchando, atento, esperando a que ella admitiera que era él a quien deseaba y no simplemente una verga cualquiera.
Sierra no dijo nada, pero sus gemidos avivaban la pasión que lo abrasaba por dentro. En pocos segundos los dos llegarían al orgasmo y todo volvería a ser como antes.
Pero esa vez no iba a ser así.
Dryston se apartó, tiró de ella hacia su regazo y volvió a empalarla en su enhiesto falo. La agarró por la barbilla y la obligó a mirarlo.
—Mírame —insistió. Esa vez no iba a permitir que Sierra olvidara quién la hacía gozar—. Soy yo, Sierra —añadió entre dientes mientras se movía dentro de ella.
Sierra cerró los ojos, pero él le agarró el rostro con más fuerza de la que pretendía.
—Mírame. No vas a olvidarte del hombre que ha soportado tus mordaces comentarios, que apenas pegó ojo cuando estabas enferma, que no puede sacarte de su cabeza por más que lo intente…
Ella abrió la boca y meneó las caderas para seguirle el ritmo.
—Dímelo, Sierra. Dime que sabes quién es ese hombre —Dryston estaba al borde del orgasmo, pero no podía permitírselo hasta que Sierra pronunciara su nombre—. Di mi nombre, Sierra. Di que me deseas a mí y solo a mí… —se le escapó un jadeo cuando ella apretó sus músculos internos alrededor de su verga, llevándolo al límite de su resistencia—. Di mi nombre —le ordenó. El corazón le latía desbocado y todo el cuerpo le temblaba con la fuerza del clímax inminente.
Ella abrió la boca, pero una ola de placer barrió su cuerpo y ahogó cualquier sonido que pudiera salir de sus labios.
Dryston maldijo en voz baja y apretó los párpados cuando una explosión lo sacudió hasta lo más profundo de su ser. Oyó el grito de placer de Sierra al tiempo que vaciaba su semilla dentro de ella.
Se apartó sin decir una sola palabra. El corazón seguía latiéndole frenéticamente, ya fuera por la excitación o por la frustración. No le importaba. Todo se reducía a una cuestión de confianza y tenía que asumir que tal vez ella nunca pudiera confiar en él. No porque no quisiera, sino porque no era capaz de confiar en nadie salvo en ella misma.
Los dos se vistieron en un incómodo silencio. Dryston intentó hablar en varias ocasiones, pero nada de lo que quería decir tenía sentido. Había intentado liberarla y lo único que había conseguido era encarcelarse él mismo.