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Capítulo 6

Dryston no sabía la distancia que habían recorrido. Atado a la silla de uno de los caballos, había caminado kilómetros y kilómetros sobre un terreno abrupto y pedregoso. Tenía los pies destrozados y el estómago le rugía con un hambre mortal. No había probado bocado desde la cena en casa de Cendra.

Las sogas que le ataban las muñecas le desollaban la piel. En dos ocasiones tropezó y cayó al suelo, pero los guardias no mostraban la menor paciencia y tiraban de la cuerda para arrastrarlo. A pesar de todo se mantenía alerta, pues sentía curiosidad por lo que Aeglech pensaba hacer con él.

Tampoco sabía si Torin se había enterado ya de su captura. Le habría llegado la noticia del ataque sajón a la aldea celta y seguramente habría enviado un destacamento. Rezó para que Torin no cometiera la imprudencia de seguirlo. La misión no podía verse comprometida por nadie. Había que hacer lo que fuera necesario para atraer al rey sajón a una trampa. Era su única posibilidad de victoria.

Las cuerdas volvieron a tensarse y un dolor agudo se propagó como un reguero de fuego por sus brazos y hombros. Pero sabía que no era nada comparado con un interrogatorio sajón. Muy pocos sobrevivían a la tortura de los sajones, y aquéllos que vivían para contarlo quedaban con cicatrices y deformidades para el resto de sus días.

Un olor nauseabundo le invadió las fosas nasales. Con mucho esfuerzo levantó la cabeza y vio que estaban entrando en una aldea. Se rumoreaba que a lord Aeglech le gustaba conservar los cuerpos de bretones muertos para que su hedor le recordara el poder que tenía sobre ellos. Aquella aldea llevaba la marca del dominio sajón.

Las cabañas que se levantaban a ambos lados del camino enfangado estaban en un estado lamentable, con agujeros en los techos de paja y la mayoría de ellas sin puertas ni ventanas. Era como si a sus habitantes se les hubiera arrebatado la dignidad, además de la vida.

Los niños lloraban junto al camino, pero nadie se ocupaba de ellos. Ningún adulto se atrevía a abandonar su casa y nadie miraba a nadie. Las miradas de un par de ellos se encontraron accidentalmente con la de Dryston, y en sus ojos vio un miedo atroz. El aire estaba tan viciado con el olor a muerte y podredumbre que Dryston tuvo que reprimir las ganas de vomitar.

—Date prisa, romano. Lord Aeglech debe de estar impaciente por conocerte —le gritó uno de los guardias por encima del hombro.

Ante sus ojos se elevaban los restos de una de las primeras fortalezas romanas. Los muros septentrionales y orientales daban al mar, mientras que al sur y al oeste estaba rodeada por un amplio foso. Para llegar a la muralla exterior había que cruzar un puente de madera y pasar entre dos enormes bastiones. A Dryston se le volvió a revolver el estómago al pensar que esa fortaleza, que en su día fue orgullo del poder romano, estaba ahora en manos de los bárbaros.

Se detuvieron en el puente levadizo y Dryston casi se desmayó de asco por el insoportable olor que emanaba del foso.

—La buhedera vuelve a estar llena —dijo un guardia, cubriéndose la nariz y la boca—. Deberían tirar los cuerpos al pozo, no al foso.

Otro guardia se echó a reír. Al parecer no le afectaba el mal olor.

—Aeglech debería encontrar otro pasatiempo… Pero al menos servirá para que un intruso se lo piense dos veces antes de pasar sobre los cadáveres, ¿eh?

Dryston aguantó la respiración mientras cruzaban el foso. No se atrevió a mirar abajo; ya había tenido suficiente con las cabezas clavadas en las estacas que se alineaban junto al camino. El rastrillo se elevó con un fuerte chirrido para permitir el paso bajo sus dientes afilados.

El patio era un hervidero de actividad. De la herrería llegaba el ruido de los martillazos en el metal. Un rebaño de cabras obligó a Dryston y a los guardias a detenerse. Los criados portaban yugos y cubos sobre los hombros mientras subían a los restos del torreón. Al igual que los aterrorizados habitantes de la aldea, también ellos evitaban el contacto visual.

—Cearl —gritó uno de los guardias—. Ven a ocuparte de los caballos.

Dryston estaba intentando averiguar dónde estaban los aposentos de Aeglech y no se fijó en el cuerpo que le bloqueaba el paso. Tropezó con él y lo hizo caer al suelo. El pobre hombre, no mucho mayor que Dryston, yacía en una forma grotesca con los brazos y las piernas rotos.

Arrodillado en el suelo, Dryston levantó la mirada y localizó la ventana desde la que debían de haber arrojado el cuerpo. Tenía que cumplir con su misión, no solo por él, sino también por sus hermanos.

Tan sumido estaba en sus pensamientos que no oyó al guardia gritándole que se pusiera en pie hasta que fue demasiado tarde. El guardia espoleó a su montura y arrastró a Dryston por el pecho. La boca se le llenó de hierbajos y barro mientras intentaba separar el rostro del suelo.

El guardia siguió jugando con él, vitoreado por sus compañeros, hasta que se aburrió y detuvo el caballo. Dryston cayó de bruces, con la cara y el pecho abrasándole de dolor. Consiguió ponerse en pie y clavó la mirada en el guardia para memorizar su rostro.

—Muévete —uno de los guardias lo agarró del brazo y cortó las cuerdas que lo ataban a la silla. A continuación, cortó las cuerdas entre las muñecas de Dryston y volvió a atarlas a su espalda.

—Yo me encargo del prisionero —dijo el hombre llamado Thelan, y empujó a Dryston por detrás.

Dryston se fijó en el joven que atendía los caballos. Estaba sonriendo, como si fuera ajeno al horror que lo rodeaba, pero la sonrisa se esfumó de su rostro cuando vio a Dryston.

—¡Muévete! —gritó Thelan, empujándolo otra vez.

Los restos del esplendor romano yacían desperdigados por el corredor que conducía al gran salón. Tiempo atrás, los generales de las legiones romanas habían levantado el imperio en el interior de esas mismas murallas.

—Entra ahí —ordenó el guardia con una media sonrisa.

Dryston parpadeó para ajustar la vista a la tenue luz del salón. Adondequiera que mirase solo veía ruina y suciedad. Las mesas estaban volcadas, las sillas habían sido destrozadas por las hachas sajonas y los tapices italianos se amontonaban en el suelo como si fueran lechos improvisados.

—Lord Aeglech —Thelan se arrodilló y agachó la cabeza ante su rey—. Éste es el prisionero romano. Lo capturamos en nuestro último ataque.

Finalmente, Dryston se encontró cara a cara con el legendario sajón cuya sanguinaria reputación se conocía en toda Britania. La primera impresión que tuvo, no obstante, fue que resultaba mucho menos amenazador en persona. A pesar de las bandas guerreras de sus brazos, su aspecto era el de un hombre normal y corriente.

Salvo por sus ojos.

Fríos y crueles, la única emoción que reflejaban era el placer de la muerte.

—Ahora estás en mi reino, romano —lord Aeglech hablaba con un marcado acento extranjero—. Arrodíllate.

—Tú no eres mi rey —respondió Dryston.

Aeglech chasqueó con los dedos y un guardia golpeó a Dryston por detrás de las rodillas con el mango de un hacha. Cayó al suelo de bruces y oyó el crujido de la nariz al romperse.

Aquel bárbaro pagaría por eso.

—Deberías saber que vas a morir aquí. ¿Por qué no haces que sea más cómodo para ambos? —le preguntó Aeglech con una sonrisa tan fría como sus ojos.

Dryston se apoyó en las rodillas y miró a Thelan, que estaba a su lado golpeándose la palma de la mano con el mango del hacha. Se limpió con el hombro la sangre que le manaba de la nariz y se valió del dolor para avivar su determinación.

—No obligues a mi guardia a usar el otro extremo del hacha, romano. Porque es lo que hará si vuelves a desafiarme.

El rey sajón se recostó en su trono robado. Vestía unos pantalones de pieles y un chaleco de conejo. No llevaba corona, pero los cientos de aldeas arrasadas y saqueadas eran el símbolo de su soberanía. Clavó su fría mirada en Dryston con la seguridad de un hombre acostumbrado a obtener lo que quería.

A sus pies estaba sentada una esclava celta. Aeglech la agarró y la levantó para colocársela en su regazo.

—¿Te gustan las mujeres bretonas, romano? —preguntó mientras pasaba la mano sobre los pechos de la mujer.

A Dryston le hervía la sangre en las venas. ¿A cuántas mujeres había violado y matado aquel tirano? Solo un cobarde le haría daño a una mujer o a un niño.

—Su piel es tan suave como la de cualquier mujer. Pero su pobre pasión y resistencia no pueden compararse a las de una auténtica mujer sajona, ¿verdad?

—Cierto, milord —respondió el guardia con una petulante sonrisa.

—Llévatela —ordenó Aeglech, empujando a la pobre chica en brazos de Thelan.

El guardia obedeció y se la cargó al hombro mientras ella chillaba y pataleaba.

—¡Espera! Llévala mejor a mis aposentos y asegúrate de que nadie la toca.

Una mueca de decepción cruzó fugazmente el rostro de Thelan, pero asintió en silencio y se llevó a la mujer, cuyos gritos se fueron apagando a medida que se alejaban del salón.

—Tenemos que tomar lo que tenemos y cuando podemos. No puedo evitar ser como soy y tener un apetito insaciable.

—No lo sé. Nunca he tenido que tomar a una mujer en contra de su voluntad… —respondió Dryston irónicamente.

Aeglech echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—¡Qué mentiroso! Fue Roma quien invadió esta tierra en primer lugar y quien tomó a sus hombres, mujeres y niños, ¿o no?

Dryston no podía refutar aquella acusación, aunque eso hubiera ocurrido generaciones atrás. Pero Dryston era la mezcla de dos culturas, su padre era romano y su madre era celta, y por tanto les debía lealtad a ambos. Criado como un celta, entrenado en el ejército romano junto a Torin, se quedó horrorizado cuando Roma abandonó a los bretones a su suerte frente a los pictos y escoceses. Y cuando llegaron los sajones y sembraron el caos y la destrucción, Torin y él se aliaron con Ambrosio y juraron acabar con la tiranía de Aeglech.

—Britania es mi hogar —declaró con la mirada fija en el rey.

Aeglech lo observó atentamente. Dryston sospechó que estaba considerando si matarlo en ese, momento o esperar un poco. Su única baza era que sabía dónde se encontraba el campamento rebelde, y eso le permitiría ganar algo de tiempo.

—Britania está muerta —dijo el rey—. Estamos asistiendo al amanecer de una nueva era. Incluso en Roma lo saben.

—Britania sobrevivirá gracias a la fuerza de sus gentes —repuso Dryston. La imagen del rey osciló ante sus ojos y se dio cuenta de que estaba a punto de desmayarse.

Aeglech se recostó en su trono, tranquilo y relajado, y golpeó el brazo curvo con sus dedos llenos de sortijas.

—Mis hombres se están encargando de diezmar a la población nativa. Muy pronto toda Britania pertenecerá a los sajones.

—Aún no habéis conocido a todo el pueblo de Britania.

—Pareces saber mucho para ser alguien que blandía una espada recién afilada en una aldea celta —observó el rey.

Dryston no respondió. Tenía que encontrar la manera de mantenerse con vida y darle a Torin y a sus hombres el tiempo necesario para reagruparse.

Otra mujer entró en el salón y atrajo la atención del rey. Tal vez fuera una visión provocada por la falta de sueño, pero a Dryston le pareció un ángel. Llevaba una túnica dorada y un velo en la cabeza que ocultaba sus rasgos. Era una imagen tan radiante y hermosa que estaba totalmente fuera de lugar entre aquellas ruinas. Caminó directamente hacia el rey y se arrodilló ante él. Aeglech tomó su mano y la hizo levantarse, y ella le ofreció una copa dorada que debió de pertenecer a la aristocracia romana.

—¿Me ha hecho llamar, milord?

Aeglech parpadeó varias veces seguidas, como si la mujer lo hubiera sacado de sus divagaciones. Al menos, tenía algo en común con Dryston, pues ambos parecían encontrar fascinante a aquella mujer. ¿Quién era y qué papel tenía para el rey?

—Ah, sí, por supuesto. El prisionero ha llegado… Ven, colócate aquí, a mi lado —miró a Dryston con ojos entornados—. Voy a darte la oportunidad de que me digas todo lo que sabes sobre esa rebelión que se está gestando contra mí.

—No sé nada de una rebelión —mintió Dryston.

Uno de los guardias fue hacia él y lo golpeó con el mango del hacha en el estómago. Dryston se dobló por la cintura, jadeando en busca de aire, pero volvió a erguirse y apretó los dientes contra el dolor. No podía mostrar debilidad ante su enemigo. Volvió a mirar a la misteriosa mujer, quien también lo estaba observando.

El rey sajón tomó otro trago, se levantó del trono y arrojó la copa contra la pared.

—¿Quién es tu rey y dónde está su reino? —gritó con voz colérica. Su voz resonó en el inmenso salón.

—Ningún hombre es mi rey. Soy libre —respondió Dryston.

Aeglech bajó los escalones hacia él, y Dryston pensó que había llegado su hora.

—¿Milord? —lo llamó la mujer del velo.

El rey se giró bruscamente hacia ella.

—Quizá yo pueda servir de ayuda.

Aeglech volvió a mirar a Dryston y esbozó una sonrisa lentamente.

—Buena idea, wealh. Adelante, dime lo que ves.

Wealh… Significaba «esclavo», y era el nombre, con que se denigraba a los nacidos en Britania.

La mujer pasó junto a su amo sin mostrar la menor vacilación. Miró a Aeglech por encima del hombro y él asintió. Entonces encaró a Dryston y se levantó el velo del rostro.

Un guardia lo hizo ponerse de rodillas. La mujer se quitó el velo de la cabeza y lo usó para limpiarle la sangre de la cara. Su tacto era tan delicado como el de una madre, y al mismo tiempo tan poderoso como el de una seductora. Dryston la miró a los ojos, pero ella parecía estar mirando a través de él.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó en voz baja mientras ella le limpiaba la sangre del labio—. ¿Eres una bruja?

—¡Silencio! —ordenó el rey.

—¿Y si rechazo tus poderes? —insistió Dryston. La mujer tenía la piel blanca y unos caballos castaños y ondulados que le llegaban por debajo de las orejas. No tenía la belleza propia de una mujer noble, pero sí una magia que no podía negarse.

Un estremecimiento recorrió los hombros de Dryston. Conocía las tradiciones de los druidas y sabía que algunos podían ver el pasado o el futuro, aunque él nunca se había encontrado con ninguno.

Las caricias de la mujer en el cuero cabelludo le provocaron una reacción del todo inesperada a pesar de las magulladuras y el agotamiento del viaje, y la mirada de sus ojos oscuros le llevó a la memoria el recuerdo de Cendra.

—¿Qué ves? —preguntó el rey con impaciencia, arrodillándose junto a ella.

—Veo pasión —susurró la mujer—. Una mujer y un hombre. Ellos… están… —la voz se le apagó al mirar a Dryston con expresión visiblemente nerviosa.

—El campamento rebelde —la acució el rey—. ¿Qué pasa con el campamento rebelde?

Clavó en Dryston una mirada feroz para intentar intimidarlo, pero Dryston lo desafió en silencio y pensó en la noche que pasó con Cendra y en todo el placer que habían compartido. La mujer del velo extendió los dedos sobre su cabeza y ahogó un gemido.

—¿Puedes ver el campamento? —preguntó el rey, cada vez más frustrado.

Dryston evocó las eróticas imágenes de Cendra en los últimos instantes que pasaron juntos. Eran tan intensas y realistas que no pudo evitar excitarse.

La bruja abrió los ojos y lo miró fijamente, y Dryston no pudo evitar una sonrisa cuando dio un paso atrás.

—No puedo leer su mente —declaró ella en voz baja.

—¿Cómo que no puedes? Eres una vidente. Tienes el don —el rey explotó de rabia—. ¿De qué me sirves si no puedes usar tu don cuando más lo necesito?

Un destello de inquietud cruzó los bonitos ojos marrones de la mujer.

—Su voluntad es fuerte. No puedo traspasar sus pensamientos.

Dryston se preparó para lo inevitable. Lord Aeglech ordenaría que lo colgaran de la horca o peor aún, que lo arrojaran al foso.

La mujer volvió a mirarlo.

—Balrogan disfrutará haciéndolo hablar.

Era evidente que la había juzgado mal.

Aeglech lo pensó unos momentos y asintió. De momento, parecía haberse librado de una muerte segura.

—Muy bien. Llévalo a las mazmorras y que Balrogan se ocupe de él.

Dryston tuvo el presentimiento de que las cosas iban de mal en peor.