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Capítulo 7

Sierra tenía miedo de lo que había visto al poner las manos en la cabeza del romano. Había mentido al decir que no podía ver nada, porque era como si se hubiese visto a sí misma en los brazos de aquel desconocido. Los pensamientos del prisionero habían despertado unas emociones que Sierra llevaba reprimiendo toda su vida. Se había convencido de que no eran reales. No había magia en la Tierra que pudiera conjurar un amor tan fuerte.

La experiencia la había dejado inquieta y aturdida. También había visto fugazmente el rostro de un niño, cuyos ojos se le habían quedado grabados en el alma. Sentía una conexión inexplicable con aquel hombre, tan poderosa que no sabía qué hacer.

No podía verle el rostro, pero por su cuerpo no debía de ser mucho mayor que Cearl. Tenía un torso amplio y bronceado, una cintura esbelta y unos pantalones destrozados que revelaban unas^ fuertes pantorrillas. Un saco le cubría la cabeza, pero ni siquiera con grilletes en las muñecas y tobillos se sometía a los guardias.

—Me da igual lo que me hagáis —exclamó cuando lo obligaron a arrodillarse en el suelo de la habitación de Sierra—. Soy inocente.

Balrogan les hizo un gesto a los guardias y éstos le bajaron el pantalón hasta las rodillas.

El hombre se quedó callado al momento.

—Es todo tuyo, Ratón —murmuró Balrogan. Sacó a los guardias de la habitación y cerró la puerta tras él.

El portazo volvió a espabilar al prisionero.

—No le tengo miedo a nadie, ni siquiera a ese ratón —gritó.

A pesar de las comodidades, Sierra seguía siguiendo esclava de Aeglech y no podía garantizar la supervivencia de un prisionero. Pero al menos podía velar por la suya.

Se mantuvo en silencio, dejando que el hombre siguiera despotricando y se preguntara si lo habían dejado solo. Lo observó mientras se comía una manzana y tuvo que reconocer que el coraje demostrado por aquel hombre era tan atractivo como su cuerpo, fuerte y fibroso. Sus músculos le recordaban a Cearl, fruto del duro trabajo. Tal vez fuera un joven granjero.

Pero un hombre dominado por la furia estaba lleno de pasión, y si ella avivaba ese fuego interno podría ganarse su confianza y hacerlo hablar. Entre las sensaciones que aquel romano le provocaba y el hecho de que hacía días que no había visto a Cearl, la necesidad de desahogarse sexualmente la estaba volviendo loca.

La tensión crecía en el interior del castillo. Lord Aeglech estaba tan convencido de que había una conspiración contra él que todo el mundo, incluidos los guardias, se exponía a ser el blanco de su ira. Siguiendo el capricho del rey, los guardias arrestaban a los aldeanos por los delitos más insignificantes, y aquéllos a los que antes Balrogan dejaba en libertad tras torturarlos un poco eran decapitados inmediatamente.

Sierra sabía que la paranoia del rey, así como el elevado número de prisioneros, estaba haciendo mella en Balrogan. Y si la posición del verdugo estaba en peligro, ninguno de ellos estaría a salvo.

Volvió a mirar al hombre encadenado ante ella. Había pasado horas colgado bocabajo en una jaula y había sobrevivido al «agujero», un lugar donde las olas del mar podían ahogar a cualquiera. Era un celta resistente y testarudo, pero todo hombre tenía su punto débil.

Arrojó el corazón de la manzana a la chimenea y agarró un cubo de agua.

—¿Quién está ahí? —preguntó el prisionero, girando la cabeza hacia ella.

Sierra no respondió. Contempló su cuerpo desnudo y se fijó en las marcas que le había dejado el hierro de Balrogan.

—¿Qué delito has cometido? —le preguntó en tono suave mientras se arrodillaba ante él. Arqueó las cejas con asombro ante el tamaño de su miembro.

—¿Quién eres? —el miedo se adivinaba en su voz—. ¿Qué vas a hacer conmigo?

—Soy una amiga —respondió ella. Agarró un trapo del cubo y reprimió el deseo de acariciar los músculos de su abdomen y bajar los dedos a su impresionante verga.

—¿Una amiga? ¿Qué clase de artimaña es ésta?

Tendría que ser más convincente, pensó Sierra.

—No es ninguna artimaña —le aseguró. Le tocó el hombro con el trapo mojado y él pareció calmarse un poco.

—¿Eres una prisionera? —preguntó con curiosidad.

—Llevo aquí mucho tiempo —fue la única respuesta de Sierra mientras le lavaba las heridas.

—¿Por qué me estás cuidando? ¿Qué es lo que quieres?

Sierra le pasó el trapo sobre el falo y lo acarició varias veces, hasta que las caderas del hombre empezaron a reaccionar.

—No quiero más de lo que tú puedas darme —le rodeó el pene con el trapo y pasó suavemente el dedo pulgar sobre el glande.

—¿Quién eres? —jadeó entre dientes.

El miembro empezaba a crecer en la mano de Sierra.

—Eso no importa. Puedo ayudarte.

—Quítame este saco de la cabeza. Quiero verte —separó las rodillas para acomodar su creciente erección y echó la cabeza hacia atrás cuando ella le mordió un pezón. Intentó quitarse el saco él mismo, pero estaba atado con un cordel.

—Tienes que confiar en mí —le susurró ella, complacida por la reacción de su miembro. Estaba duro y enhiesto, y el sexo de Sierra empezó a palpitar y a humedecerse.

—Lo que haces es muy cruel, mujer. No puedo verte ni tocarte…

Sierra se quitó la túnica sobre la cabeza.

—Puedes tocarme, bretón —le dijo mientras le levantaba el saco por encima de los labios. Tenía una boca muy apetitosa, rodeada por una barba de varios días. Su labio inferior era carnoso e invitaba a saborearlo, pero no quería besarlo. Se inclinó hacia delante y guio su boca hacia el pecho. El prisionero atrapó el pezón como un bebé hambriento y empezó a lamerlo con goce y habilidad.

—Tu deseo crece, igual que el mío —suspiró ella mientras se deleitaba con sus atenciones.

—Sí —admitió él.

Sierra le tocó la cabeza y pasó la pierna sobre su muslo para colocarse encima de su miembro erecto, manteniendo la mano entre ellos.

—¿Quieres que yo tenga el control sobre ti? —llevó los dedos empapados de flujo a la boca del hombre, quien los chupó ávidamente mientras Sierra le masajeaba los fuertes hombros.

—¿Qué clase de tortura es ésta? ¿Eres una bruja que viene a hechizarme? —respiró con agitación—. ¿O solo eres un sueño?

—Mi madre era druida.

—Entonces haces esto para engañarme, admítelo —elevó el rostro hacia el techo y se estiró contra las cadenas.

—No soy ninguna amenaza para ti —murmuró ella, extendiendo las manos sobre el saco.

El prisionero apoyó el mentón barbudo en su pecho.

—Sálvame…

—No puedo hacerlo —suspiró con pesar. Ella sería seguramente el último placer que aquel hombre experimentara en su vida. Por eso mismo los dos tenían algo que ofrecerse: ella sería su placer y él, su medio de supervivencia—. Lo único que importa es el presente —volvió a bajarle el saco hasta la barbilla.

—No, por favor, no me dejes —le suplicó él.

La desesperación que despedía su voz era precisamente lo que Sierra estaba esperando.

—No voy a dejarte, bretón —le dijo, mirando su sexo—. Podemos compartir mucho más… si así lo deseas —se sorprendió a sí misma de lo fácil que le resultaba provocarlo.

—Sí… mi hechicera… soy tuyo.

Sierra se levantó y ancló las cadenas que sujetaban sus brazos a la pared. Se colocó a horcajadas sobre sus muslos y descendió lentamente hasta empalarse con su miembro. Pegó el pecho al suyo y sus cuerpos se fundieron por completo.

—Puedes contarme lo que sea… —murmuró mientras giraba las caderas y se frotaba contra su torso.

El prisionero emitió un gemido y las venas del cuello se le hincharon. Estaba luchando contra el impulso de empujar dentro de ella, pero debido a las cadenas todo el control estaba en manos de Sierra y los dos lo sabían.

—Dime, bretón… ¿Sacaste agua del pozo del rey? —su poder añadía un nuevo elemento al placer.

El hombre tragó saliva, como si estuviera sopesando sus escasas opciones. Un gemido escapó bajo el saco y Sierra sonrió.

—Sabía que todo esto era un engaño —espetó él.

La paciencia de Sierra se acababa a la vez que su deseo crecía. No tenía tiempo para juegos. Agarró la cadena e hizo ademán de levantarse.

—¡No! Espera.

Sierra volvió a sonreír y se deslizó de nuevo sobre su verga.

—Puedes decírmelo —le susurró mientras empezaba a frotarse.

No se parecía en nada a lo que hacía con Cearl. En esa ocasión ella era la experta y dominaba la situación a su antojo.

—Si te lo digo, ¿se lo dirás a ellos?

Lo había conseguido, pero la victoria tenía un sabor agridulce.

—No se lo diré. Te lo prometo.

—¿Lo juras?

—Lo juro como celta que soy —se aupó ligeramente y se agarró a las cadenas mientras lo guiaba a su interior.

Dejó que el deseo se apoderara de ella y que la transportara al momento sublime de la liberación absoluta. Se aferró con tanta fuerza a las cadenas que los dedos le palidecieron. La escapatoria de su triste existencia la tentaba con el incomparable placer que aquel desconocido le ofrecía.

Clavó los talones en el suelo de piedra y se introdujo el miembro hasta el fondo. El orgasmo la barrió con una intensidad abrumadora y apenas le permitió oír la voz del prisionero.

—Saqué agua del pozo, es cierto, pero lo hice porque el pozo de la aldea está casi seco.

Saciado su apetito sexual, Sierra abrió los ojos hacia el techo y se encontró con la diabólica sonrisa de lord Aeglech.

—Bien hecho —dijo Sierra. Se levantó rápidamente, antes de que el prisionero eyaculara, y oyó cerrarse la trampilla.

—¡Nooooo! —gritó él.

Sierra se apoyó en las rodillas y le agarró el pene. El hombre se frotó frenéticamente contra sus manos y pocos segundos después se estremeció violentamente al descargar el semen.

Sierra se levantó y sumergió las manos en el agua.

—¿Me ayudarás a escapar? —le preguntó él, intentando controlar la respiración.

Sierra volvió a ponerse la túnica. La ansiedad del prisionero le demostraba que no tenía la habilidad necesaria para planear una fuga.

—Que no te confundan tus emociones. Nadie ha logrado escapar con vida de esta fortaleza. Es inútil intentarlo. Y aunque lo consiguieras, los guardias te darían caza como perros rabiosos. Es posible que tu confesión te haya salvado, pero no puedo prometerte nada. Si tienes suerte, quizá solo te corten las manos.

—¿Eso es todo? —exclamó con furia y frustración—. ¿Primero me seduces y ahora me dejas para que muera?

—Te prometí que no le contaría a nadie lo que me dijeras y no lo haré. Tu destino está en manos de Aeglech, no en las mías —pensó que lo mejor sería no decirle que Aeglech ya había escuchado su confesión.

—Pero… ¿qué hay de nosotros? —su voz adquirió un tono de súplica y desesperación.

—¿Nosotros? ¿Crees que lo que te cuelga entre las piernas basta para seducirme? No eres un caballero, ni yo soy una damisela en apuros.

—Eres tan despreciable como los sajones, zorra sin corazón.

Sierra sacudió la cabeza. Aquel hombre no se diferenciaba en nada del resto. Todos depositaban su orgullo en el pene.

—Los hombres sí que sois todos iguales. Todos creéis que el deber de una mujer es serviros día y noche, sufrir los dolores del parto, criar a vuestros hijos, arar los campos, haceros el pan, subirse las faldas y chillar de placer para satisfacer vuestra hombría.

—¡Has sido tú la que me ha seducido!

—¿Y qué te hace pensar que sentía algo por ti? —replicó ella—. ¿Acaso te he llenado la cabeza con bonitas promesas que luego no se cumplen… como hubieras hecho tú conmigo?

—¡Estás loca!

Sierra no iba a negarle el placer de pensar lo que quisiera. Tal vez estuviese realmente loca, y él tenía razones para enfurecerse. Pero era un idiota por arriesgar la vida o los miembros por un simple cubo de agua. Aparte de eso, no sentía nada por él.

Se dio la vuelta e ignoró la letanía de insultos que él le gritaba. No había nada más que ella pudiera hacer, salvo rezar para que lord Aeglech no decidiera usar al prisionero como ejemplo para los otros.

Un resuello ahogado la hizo girarse y escudriñar las sombras en busca de su origen. El prisionero había conseguido rodearse el cuello con la cadena e intentaba estrangularse.

Suspiró y soltó la madera que se disponía a arrojar al fuego. Aeglech la mataría si se le privaba del placer de ajusticiar al hombre él mismo.

Se acercó rápidamente y le separó la cadena del cuello.

—Puede que sea mejor matarte tú mismo que morir a manos de Balrogan, pero no va a ser a mi costa.

—Déjame morir, perra sajona traidora —escupió y cayó con la barbilla pegada al pecho.

—Tus deseos pronto se harán realidad —respondió ella. Agarró otra manzana y le dio un mordisco.

 

 

No podía apartar la vista del romano colgado bocabajo en la jaula como un animal. El sudor cubría su musculoso cuerpo mientras Balrogan intentaba arrancarle la información por tercer día consecutivo.

Aeglech le había ordenado que la acompañara a la cámara de tortura para ver los progresos. Sierra solo llevaba unos pocos días en sus nuevos aposentos, pero el hedor del calabozo le revolvió el estómago.

—¿No tienes miedo, romano? —preguntó Balrogan. Acercó el rostro a la jaula y la sacudió con fuerza.

Los ojos del prisionero, de un color gris verdoso, se encontraron con la severa mirada del verdugo. Sus cabellos, tan negros como una noche sin luna, le caían sobre el rostro, pero mantuvo la boca cerrada mientras la jaula se mecía con violencia.

Lord Aeglech lo observaba todo en silencio. Aquel prisionero era o bien muy valiente o bien un necio. Balrogan miró por encima del hombro y abrió los ojos como platos al ver el nuevo aspecto de Sierra.

Lord Aeglech asintió y el verdugo acercó otra vez la llama a los chamuscados pies del prisionero. Sierra bajó la mirada al rostro del romano. Tenía la mandíbula apretada y soportaba el dolor sin emitir el menor sonido. Frustrado, Balrogan arrojó la antorcha al pozo.

—Tendré que pensar en otra cosa, milord. Es terco como una mula.

Lord Aeglech observó un momento al prisionero y levantó la mano.

—Bajadlo de ahí y traedlo a mi presencia —ordenó, y salió de la cámara seguido por sus guardias.

—Voy a necesitar tu ayuda, wealh —dijo el verdugo—. Ya sabes lo que hay que hacer.

—Sí, milord —todo el cuerpo le temblaba ante la idea de seducir a aquel hombre, que parecía tener el poder para revivir las emociones muertas.

Con mucho cuidado giró la jaula.

—Ten cuidado, Ratón, puede escupir veneno —le advirtió el verdugo, riendo, mientras preparaba el próximo instrumento—. Ya veremos si esto le hace hablar —levantó un objeto que podía cercenar los dedos de un hombre uno por uno.

La expresión del romano permaneció inalterable mientras miraba bocabajo a Sierra. Su rostro no era el de un granjero o el de un campesino, como los que Sierra estaba acostumbrada a ver. Era el rostro de un guerrero. Curtido, estoico, orgulloso. A pesar de la tortura, una fuerza silenciosa seguía brillando en sus ojos. Sierra se fijó en su boca, apretada en una mueca de férrea determinación. Aquellos firmes labios podrían comandar un ejército en la batalla y también a una mujer en la cama.

—A lord Aeglech no le gustará que lo hagamos esperar —dijo en voz alta, sin saber por qué, y creyó ver un destello desafiante en los ojos del prisionero.

Era un hombre distinto. Fuerte e intrépido, como debía de ser un auténtico guerrero. La mayoría de los hombres sucumbían a la tortura de Balrogan y suplicaban clemencia hasta la muerte. Aquel romano, en cambio, había soportado tres días de tortura sin flaquear un solo instante. Bajo su cuerpo curtido ardía una fuerza tan poderosa hacia la que Sierra empezaba a sentirse peligrosamente atraída.

Balrogan dejó escapar un resoplido.

—Quizá tengas razón. Debería estar intacto para lo que el rey le tenga preparado.

Desde la llegada del prisionero, lord Aeglech había recibido la confirmación de que el general romano Ambrosio había partido de Roma en dirección a las provincias al norte de la fortaleza. Era obvio que se estaba preparando para un enfrentamiento, pero a Sierra le parecía que el rey sajón empezaba a aburrirse con los saqueos y las conquistas de simples aldeas. Algo le decía que ansiaba encontrarse con un rival digno con el que poder entablar una batalla de verdad. Tal vez por eso no había ordenado aún la muerte del prisionero romano.

Un chirrido procedente de la jaula la sacó de sus pensamientos. Se encontró con la mirada del romano y un escalofrío le recorrió la espalda. Recordó la imagen que había visto de él con otra mujer e instintivamente dio un paso atrás. Vio, no eran imaginaciones suyas, que el prisionero sonreía con sarcasmo. Sofocó el arrebato de deseo y tuvo la incómoda sensación de que él podía leer sus pensamientos.

—Voy a la despensa —le dijo a Balrogan, incapaz de apartar la mirada de los hipnóticos ojos del prisionero.

—Mira si el herrero ha acabado con mis espadas —le ordenó Balrogan sin mirarla siquiera.

—Sí, milord —consiguió apartar la vista del romano y salió a toda prisa del calabozo.

La imagen del rostro de la mujer a la que ese hombre hacía gozar siguió acosándola mientras subía las escaleras. Sus suspiros de placer, su espalda arqueada, sus piernas separadas, sus dedos hundidos en los oscuros cabellos del romano…

Sierra nunca había sentido lo mismo que intuía en aquella mujer celta, y eso la asustaba e intrigaba al mismo tiempo. Desde que tuvo la visión su deseo no había dejado de crecer. Lo más inquietante, sin embargo, era que la expresión de placer y felicidad de la mujer le había hecho darse cuenta de que se había convertido en un ser tan frío e inhumano como lord Aeglech.

De pronto oyó un alarido que subía del calabozo. Al parecer, Balrogan había cambiado de opinión sobre la conveniencia de que el romano conservara todos sus dedos.

Ignoró el escalofriante sonido y atravesó corriendo el patio en busca de la única persona que podía aliviar su frustración.

Encontró a Cearl limpiando los establos.

—Tómame, rápido. Necesito escapar —era el eufemismo que empleaban para referirse al placer carnal y liberarse de la tensión que los asfixiaba.

—¿Escapar? ¿Ahora? Estoy trabajando —exclamó él, riendo. Miró nerviosamente a su alrededor y se apoyó en la horca—. Tu vestido nuevo es muy bonito.

Sierra se quitó la túnica que Aeglech había insistido en que vistiera y se quedó desnuda ante Cearl. Un soplo de brisa le acarició la piel acalorada. Cerró los ojos e intentó imaginarse que sentía por Cearl lo mismo que aquella mujer había sentido por el romano. ¿Sería su esposa? ¿Su amante? ¿Seguiría él deseándola?

¿Dónde demonios se había metido Cearl? ¿Por qué aún no la había tocado? Abrió los ojos y se encontró con la picara sonrisa de Cearl. Sus ojos azules brillaban mientras la miraba de arriba abajo.

—Eres muy convincente, ¿lo sabías? —arrojó la horca y se quitó la túnica y los pantalones—. Aquí, rápido —la llevó hasta el fondo del establo y empezó a acariciarle y lamerle los pezones.

Sus dedos y su lengua le provocaron un aluvión de sensaciones familiares entre las piernas, pero Sierra mantuvo la vista en el agujero que había en la pared del establo, delante de ella. Desde donde ella estaba podía mirar por encima del hombro de Cearl y ver la torre que se elevaba en el límite del patio. Allí abajo, en la mazmorra del olvido, había un hombre al que ella quería entender y conocer como nunca había querido conocer a nadie.

Apretó la cabeza de Cearl contra su pecho e intentó olvidar la penetrante mirada de aquellos ojos verdes que parecían traspasarla y cuyo brillo le recordaba burlonamente lo vacía y anodina que era su vida.

—Estoy lista —dijo con una voz desprovista de toda emoción. Rodeó a Cearl y apoyó las manos en la pared del establo, calentada por el sol de la tarde. No se molestó en mirar hacia atrás mientras separaba las piernas y se inclinaba hacia delante para mirar por el agujero.

No eran los dedos de Cearl los que hurgaban en su humedad, no era Cearl quien gemía de placer al penetrarla por detrás. No era la verga de Cearl la que llegaba hasta el fondo.

En su cabeza, era el prisionero romano quien poseía su mente y su cuerpo. Apoyó la mejilla en la madera mientras Cearl se corría y la rodeaba con los brazos para acariciarle los pechos.

El olor a cedro y paja se mezcló con el sudor del coito. Sierra contuvo la respiración e intentó sentir por Cearl lo mismo que había presentido en el espíritu de la mujer celta.

Pero no sintió nada, nada en absoluto. «Perra sajona». Las duras palabras del prisionero resonaban en su cabeza.

—Puedo volver a hacerlo, si quieres —le susurró Cearl—. Solo tengo que mirarte para estar listo de nuevo.

Sierra no quería que volviera a penetrarla. No tenía el menor deseo ni interés. En aquel lugar de muerte y desolación había vuelvo a nacer por un instante fugaz al entrar en conexión con el alma de esa mujer.

No sabía cómo decirle a Cearl que las cosas habían cambiado y que seguramente ya no volvería a visitarlo. Lo único que sabía con certeza era que Cearl ya no era suficiente. Sierra ansiaba algo que él no podía darle. Algo que, en el fondo, ella tampoco podría darle.

—Shhh —susurró. Miró la torre y se imaginó que el cuerpo cálido y endurecido pegado al suyo era el del prisionero romano.