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Capítulo 10

—¡Buenas noticias, romano! ¡Van a colgarte hoy!

Dryston abrió su único ojo ileso y miró a su seductora particular. Volvía a llevar la túnica dorada sobre aquel cuerpo ágil y bien formado con el que lo había rodeado horas antes.

¿O quizá había sido un sueño?

Ella se giró para avivar el fuego. En él habían prendido llamas igual de ardientes, pero no dijo nada de lo que había pasado entre ellos en mitad de la noche.

—Tengo que encontrar a Balrogan y decírselo. Volveré con agua y comida —golpeó la puerta para avisar al guardia.

—No tienes por qué alegrarte tanto —murmuró él.

Ella le ofreció una sonrisa tan fugaz como vacía, dejándole claro que lo ocurrido por la noche no significaba nada.

Dryston pensó en los riesgos que tenían por delante. Aunque lograsen escapar tendrían qué enfrentarse a los hombres de Aeglech y a un terreno abrupto y montañoso infectado de animales salvajes. Pero todo eso perdía importancia si lo comparaba con la posible traición de aquella mujer. La tortura física era una cosa, pero la emocional era otra muy distinta. La amabilidad que había recibido de ella, la facilidad con que la había convencido para escapar… todo podía tratarse de un plan diseñado por el rey sajón para llegar al campamento romano. A pesar de la delicadeza de sus manos, Sierra poseía una agresividad salvaje que no convenía subestimar.

Mientras esperaba su regreso dio unas cuantas cabezadas, exhausto por las heridas y por la pasión vivida. Recordó entonces aquel lejano día de invierno en que su vida y la de su familia cambió para siempre…

 

 

La madre y las hermanas de Dryston estaban cosiendo junto al fuego, y su padre tallaba una figura de madera.

Dryston había decidido que aquel día saldría a cazar, confiando en llevar un conejo a casa para el estofado de su madre. Le pidió permiso a su madre y ella miró en silencio a su padre mientras sus dos hermanas mayores se reían por lo bajo. Siempre se burlaban de los intentos de Dryston por parecerse a un hombre.

—Ten cuidado con los duendes, Dryston. Les encanta robar a jovencitos guapos como tú —su pasatiempo favorito era hacerle la vida imposible a su hermano pequeño. Dryston miró a sus padres y su padre asintió.

—No os riáis de vuestro hermano, niñas —las reprendió su madre con una sonrisa, sabiendo que en el fondo adoraban a Dryston.

Las dos se miraron entre ellas y sonrieron, antes de reanudar su labor.

El padre de Dryston le hizo un guiño.

Fuera, el viento aullaba con fuerza. Había poca nieve en el valle, pero cuando llegó al pie de la montaña la nieve alcanzaba sus rodillas. Ató el caballo a un árbol y empezó a subir por el pedregoso sendero, atento a los animales salvajes. El lastimero aullido de un lobo lo hizo detenerse y escuchar con atención. No era prudente sentarse a esperar, pues los lobos se desplazaban en manadas. Siguió caminando y mirando a su alrededor, pero entonces oyó un ruido detrás de él y volvió a detenerse con el corazón en un puño. Se giró lentamente y se encontró con el lobo más grande que había visto en su vida. Su espeso pelaje plateado acentuaba el color gris de sus ojos.

Dryston aferró con fuerza la espada, sin moverse, preparado para el ataque del lobo. Pero el animal se limitó a mirarlo, se dio la vuelta rápidamente y se internó en el bosque.

Impulsado por su naturaleza curiosa y por su afán aventurero, Dryston siguió al lobo tan rápidamente como el peso de la espada le permitía. Se detuvo un momento a tomar aliento y apoyó la mano en un árbol mientras expulsaba bocanadas de vaho en el aire gélido. El duro viento de las montañas lo obligaba a entornar los ojos mientras corría. Parpadeó para calentarlos y entonces se dio cuenta de que se había perdido.

Estaba rodeado por altos pinos y ante él se extendía un pequeño lago, helado salvo por el chorro de agua que caía de un barranco. Bajó la mirada y vio las huellas del lobo en la nieve. Las siguió con cautela, sin saber muy bien por qué se arriesgaba de aquel modo. Algo en la mirada del lobo lo había acuciado a seguirlo.

Los pinos absorbían los ruidos del bosque, y lo único que se oía era el sonido de su respiración y el crujido de la nieve bajo sus pies.

Entonces vio de nuevo al lobo y se le pusieron los pelos de punta. Estaba sobre un tronco caído, a escasa distancia. El animal lo miró fijamente, como si lo estuviera desafiando en silencio. Así permanecieron un largo rato, inmóviles y sin apartar la mirada el uno del otro. Los ojos del lobo parecían los de una persona que lo estuviese examinando.

Finalmente, levantó el negro hocico y soltó un largo aullido. Dryston desenvainó la espada y se preparó para luchar hasta la muerte, pero el animal agachó la cabeza y volvió a desaparecer entre los árboles.

Dryston se miró los pantalones y vio que se había orinado encima. Pero al menos seguía vivo y de nuevo podía respirar con alivio. Entonces le pareció oír algo y agudizó el oído. Al principio creyó que lo había imaginado, pero entonces volvió a oírlo. Era un gemido, y no lo producía ningún animal.

Empuñó la espada como su padre le había enseñado y avanzó en la dirección del sonido. Su febril imaginación evocó las historias de duendes y otras criaturas del bosque que sus hermanas le contaban para asustarlo.

Respiró hondo y se arrodilló en la nieve para mirar en el interior del tronco. Un par de ojos oscuros se abrieron en un rostro pálido y azulado y Dryston dio un salto hacia atrás, cayendo sobre la nieve. Pero enseguida se tranquilizó y se atrevió a meter la mano en el tronco. Agarró algo, no supo si un brazo o una pierna, y tiró con todas sus fuerzas. Lo que sacó no fue un duende ni un hada, sino un niño humano con el pelo negro escarchado y unos dedos pequeños y entumecidos que intentaba curvar para calentarlos. Llevaba una ropa del todo inadecuada para aquel tiempo y sus labios estaban tan amoratados como el cielo del crepúsculo.

Era imposible saber cuánto tiempo llevaba aquel niño a la intemperie.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó—. ¿Cómo te llamas? —se quitó la capa y envolvió con ella al muchacho—. ¿Puedes hablar?

El niño apenas podía mantener los ojos abiertos y no dijo nada. Dryston se lo cargó al hombro como un saco de grano y siguió sus pisadas hasta el lago y de allí hasta el caballo.

En casa, su madre y sus hermanas se hicieron cargo del niño. Lo sentaron junto a la chimenea y comprobaron que no tenía los dedos congelados antes de meterlo en una bañera de agua caliente. En ningún momento pronunció una sola palabra.

Al cabo de varios días en los que solo se despertaba para comer un poco, seguía sin hablar. El padre de Dryston dijo que estaba traumatizado por el frío. Su madre, una mujer que conservaba sus raíces y creencias celtas, estaba convencida de que el trauma era mucho más profundo.

El niño dormía en la misma cama que Dryston, y por la noche se revolvía en sueños, agitando los brazos y abriendo la boca en un grito silencioso.

En los meses siguientes su cuerpo se fue fortaleciendo, pero los horrores que debía de haber padecido seguían impidiéndole hablar, y portante su identidad seguía siendo un misterio.

La madre de Dryston creía que los dioses lo habían llevado hasta el chico. El lobo lo había guiado hasta el tronco y su destino era encontrarlo. Dryston lo tomó a su cuidado y juntos encontraron la manera de comunicarse en silencio. Pasaron muchos años hasta que Dryston oyó finalmente hablar a su hermano.

 

 

El ruido de la cerradura lo sacó de sus ensoñaciones. Sierra entró en la cámara, retorciéndose las manos con nerviosismo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó él.

Ella lo miró con desconfianza, como si no se atreviera a hablarle. Se puso a caminar de un lado a otro mientras manoseaba un pequeño brazalete, semejante al que las hermanas de Dryston hacían con flores.

—Ha ocurrido algo —dijo finalmente.

—¿El qué? —la acució Dryston, temiendo que Aeglech no se hubiera dejado convencer—. ¿Todo sigue de acuerdo al plan?

Ella evitó su mirada y siguió caminando.

—¿Recuerdas que prometimos ayudarnos el uno al otro? —le preguntó él.

—Claro que lo recuerdo. Estoy pensando —miró hacia la puerta—. Dame un momento.

Dryston sofocó la necesidad de recordarle que iban a colgarlo y que no tenían mucho tiempo. Entonces se le pasó otra inquietante posibilidad por la cabeza. ¿Y si todo aquello no era más que una treta y la verdadera intención de Sierra era dejarlo morir en la horca mientras ella escapaba?

Ella se metió el brazalete en el bolsillo y se acercó a él para taparle la boca con la mano.

—No encuentro a Balrogan por ninguna parte —susurró.

Dryston apartó la cara para poder hablar.

—¿Y eso es malo?

—No, es mucho peor. Han matado al guardia con quien se relacionaba y han tirado su cuerpo al mar.

—¿Y crees que ha podido hacerlo Balrogan? —no comprendía por qué aquello le preocupaba tanto.

—No —se mordió el labio—. Solo haría algo así siguiendo órdenes del rey.

—¿Ha podido ser un accidente?

Sierra lo miró fijamente.

—Ese guardia era su amante.

—Entiendo… ¿Crees que Balrogan ha huido?

—No, no sería tan estúpido. Sabe que lord Aeglech no tardaría en atraparlo —sacudió lentamente la cabeza—. Temo que el destino nos tenga reservado algo peor…

—¿Por qué lo dices?

—No puedo explicártelo ahora, y de todos modos no serviría de nada. Tenemos que concentrarnos en nuestra huida —le mantuvo la mirada—. ¿Sigues dispuesto a ayudarme cuando hayamos escapado?

—Pues claro. Te di mi palabra.

Sierra se apartó y empezó a meter cosas en un pequeño zurrón.

—Un pedernal para encender fuego —se lo mostró a Dryston antes de guardarlo y metió también una manzana y el pan que había sobrado de aquella mañana—. Lord Aeglech insiste en que el ahorcamiento se lleve a cabo como estaba previsto —hablaba en voz baja para que no la oyera el guardia que estaba al otro lado de la puerta.

Examinó la cámara con el ceño fruncido y sacó un par de calzas de debajo de la cama. Miró a Dryston y a él le pareció que su expresión le era familiar—. El rey me ha permitido que te escolte junto a los guardias hasta la horca.

—¿Entonces, te ha creído?

—Sí. No me ha hecho ninguna pregunta sobre el castillo en ruinas.

—¿Ninguna?

Sierra se acercó y lo observó un momento, como si estuviera pensando en decirle algo.

—Me creyó porque tuve una visión de un castillo en ruinas cuando lo toqué a él.

—¿Lo has tocado esta mañana?

—No tengo por qué responderte a eso. No vayas a pensar que lo que ocurrió entre nosotros significa algo.

Dryston contempló en silencio el muro invisible que había levantado en torno a ella. Pero por inexpugnable que fuera, él jamás se había acobardado ante un desafío. Y esa mujer se había convertido en un desafío desde el momento que lo tocó con sus manos. No sería fácil, pero tenía que averiguarlo todo sobre ella.

—Solo fue placer, nada más —mintió él. Aún podía sentir las curvas de su cuerpo.

—Bien. No tenemos que sentir nada el uno por el otro. El acuerdo solo implica ayudarnos mutuamente y ya está.

—Perfecto —concedió, por el momento—. Y aunque no me lo hayas preguntado, me llamo Dryston —entornó la mirada mientras esperaba su respuesta, pero ni siquiera parecía haberlo escuchado.

—Esperarás mi señal. No intentes nada hasta entonces o puede que no salgas con vida, ¿entendido?

Dryston asintió. ¿Acaso tenía elección? Apenas sentía los brazos, las piernas ya casi no lo sostenían y se moría por estirarse en el suelo para aliviar los calambres y dolores del cuerpo.

—Esperaré tu señal.

—¿Confías en mí? —le preguntó ella, acercando tanto el rostro que Dryston podría haberla besado de haberse atrevido.

—En absoluto. ¿Y tú en mí?

—Igual —respondió mientras se colgaba el zurrón al hombro—. Supongo que somos más parecidos de lo que creíamos. En unos momentos vendrán a prepararte.

—¿Más latigazos?

—No, vas a ser juzgado.

—¿Juzgado para qué? ¿Acaso hay alguna esperanza de que Aeglech me deje en libertad?

—Claro que no. El rey solo quiere tener el placer de pronunciar tu sentencia de muerte delante del pueblo.

—¿Adónde vas? —le preguntó al ver como se sujetaba un cuchillo al muslo con una cinta.

—Cearl ha elegido un caballo especial. Quiero darle las gracias —llamó a la puerta y el guardia le abrió—. Disfruta de las próximas horas, romano —le dijo por encima del hombro—. Porque serán las últimas de tu vida.

La puerta se cerró tras ella y Dryston esperó que aquel comentario fuera para engañar al guardia.

 

 

Dryston miró a Sierra, quien cabalgaba a su lado con la vista al frente. Apenas lo había mirado desde que salieron de la fortaleza, y Dryston confiaba en que aquello también formara parte del plan. El día era frío y anticipaba la llegada del invierno. El sol de la tarde iniciaba su descenso sobre las lejanas montañas.

Habían transcurrido siete días desde su captura, si la memoria no le fallaba. Torin ya debía de haber enviado a las mujeres y a los niños a las cuevas y estaría preparando al grupo de guerreros para encontrarse con el general Ambrosio junto a las ruinas del castillo, antes de marchar sobre la fortaleza de Aeglech. Muchas vidas dependían del éxito de aquel ataque, pero la situación había cambiado y Dryston debía avisar a Torin de que era Aeglech quien pensaba salir a su encuentro.

Contrariamente a lo que se esperaba, su ejecución no había reunido a ninguna multitud. Solo había un granjero con un carro de heno, quien apenas les dedicó una mirada en el camino que subía a la horca. Dryston se miró las manos, atadas por las muñecas. A Sierra se le había concedido el honor de sujetar el otro extremo de la cuerda mientras se dirigían al cadalso. El camino era angosto y peligroso. A la izquierda estaba el acantilado, y a la derecha se elevaba la escarpada pendiente de la montaña. Apenas había espacio para que dos jinetes cabalgaran uno al lado del otro. Dryston pensó que con un simple tirón de la cuerda Sierra podía arrojarlo a la muerte en las rocas.

—¿A quién debemos informar de tu muerte, romano? —le preguntó ella sin mirarlo.

Estaba cumpliendo bien con su papel, de eso no había duda.

—A mi hermano —respondió él—. Es la única familia que me queda, después de que los sajones masacraran al resto.

—Tu madre me dijo que fue lo mejor que le había pasado —dijo uno de los guardias detrás de él, provocando las carcajadas de los demás.

Dryston apretó los dientes. Sierra le lanzó una mirada fugaz e ignoró a los guardias.

—¿Cómo se llama tu hermano? —el camino se ensanchó y los guardias los rodearon. Uno de ellos golpeó a Dryston en la espalda con el mango del hacha, casi derribándolo del caballo.

El alivio que Dryston había sentido al dejar atrás el acantilado se esfumó en cuanto vio a un hombre alto y corpulento colgado de la horca.

—Torin —le respondió a Sierra, pero ella también estaba fijándose en el cuerpo. Una mueca de horror apareció en su rostro al volverse hacia Dryston.

—Es Balrogan —dijo en voz baja.

Un guardia cabalgó hacia ella con el rostro impertérrito.

—Por órdenes del rey, te comunico que ahora eres el verdugo de lord Aeglech, rey de Britania.

A Sierra se le cayó la cuerda de la mano mientras volvía a mirar el cuerpo de Balrogan, girando lentamente sobre sí mismo.

—Yo me ocupo del prisionero —dijo el guardia, agarrando la cuerda.

Dryston intentó llamar la atención de Sierra cuando pasaron a su lado, pero ella no apartaba la vista del cuerpo sin vida de su maestro. Los guardias lo estaban descolgando para preparar la horca para Dryston. Finalmente, pareció volver en sí y espoleó a su caballo.

—¿Cuál ha sido el crimen de Balrogan?

El guardia que sujetaba a Dryston desmontó y le arrojó la cuerda a otro guardia. Dryston reconoció en él a uno de los que lo habían capturado.

Esperó la señal de Sierra, pero ella seguía empeñada en descubrir el delito de Balrogan.

—El rey no me ha dicho nada. Fue ahorcado esta mañana, y a mí se me ordenó que te informara de tu nuevo puesto.

—Y eso has hecho —declaró ella, como si de repente se le hubiera despejado el cerebro.

Su caballo relinchó y se encabritó sobre sus patas traseras cuando colocaron el lazo alrededor de la cabeza de Dryston.

—Dame su espada, guardia. Quiero castrarlo antes de colgarlo.