Capítulo 9
—Lo has hecho muy bien, mujer —dijo el prisionero con el ceño fruncido. Sin duda intentaba averiguar cuáles eran las intenciones de Sierra.
Igual que intentaba hacer ella.
—No te burles de mí, romano. Acabo de salvarte la vida y ya empiezo a arrepentirme —prestó atención por si se oía algún ruido detrás la puerta y miró la trampilla del techo.
—Tú debes de ser la aprendiza de la que he oído hablar. Nadie más se atrevería a enfrentarse a Balrogan. ¿Debería estar agradecido de que quieras mantenerme con vida para tu propio interrogatorio? —le preguntó él, poniendo una mueca de dolor por el dedo mutilado.
Sierra dejó que así lo creyera. En realidad, había impedido que Balrogan lo matara porque intuía que aquel romano poseía la habilidad y el valor necesarios para ayudarla a escapar de allí. Pero cuando agarró el brazo de Balrogan había visto un destello de remordimiento y miedo en los ojos del verdugo. Nunca lo había visto borracho, y algo le decía que no tardaría en descubrir sus motivos.
Las manos del romano colgaban flácidamente de los grilletes que lo mantenían en pie. La venda del dedo meñique se había empapado de sangre seca. Sierra agarró un cuenco con estofado de conejo que Cearl había llevado antes, cuando el prisionero aún estaba inconsciente. A Cearl no le gustó ver al romano encadenado a la pared de la cámara, pero Sierra le aseguró que solo estaba cumpliendo órdenes de Aeglech y que tampoco a ella le gustaba. Su respuesta pareció tranquilizarlo, al menos por el momento.
—Tú no eres una asesina —le susurró el prisionero con voz ronca.
Sierra no quería que confundiera sus intenciones ni que subestimara sus capacidades. Se acercó a él y apuntó un dedo a su nariz.
—Entonces eres más tonto de lo que pensaba. He degollado a un hombre sin pensármelo dos veces —mintió.
Él se echó a reír, como si supiera que no era cierto. Y realmente no era cierto… aún.
Le mantuvo la mirada un instante, con la mente en blanco, hasta que un atisbo de sonrisa asomó en los labios del romano.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Sierra, colocando el estofado bajo su cara.
—Tus atenciones me conmueven —se mofó él.
—Como quieras —espetó ella. Se sentó junto a la chimenea y empezó a comer.
—Tiene buen aspecto. ¿Qué es?
—Conejo —agarró un pedazo de pan y lo mojó en la salsa—. Cearl hace un estofado delicioso.
—Cearl… ¿el chico de los establos? —el hambre y el agotamiento se adivinaban en su voz. Si no comía un poco, no le sería de ninguna ayuda a Sierra.
A lord Aeglech no le haría ninguna gracia que estuviera de cháchara cuando debería estar usando sus habilidades. Miró la trampilla del techo y vio que estaba cerrada, por lo que siguió comiendo mientras pensaba si confiar o no en aquel hombre.
—Sí, ése es Cearl —respondió al cabo de un rato.
—No eres sajona, ¿verdad?
—Soy yo la que hace las preguntas, no tú —dijo, aunque no muy convencida. Necesita tiempo para pensar. Por lo que ella sabía, los romanos no eran mucho mejores que los sajones.
Volvió a ofrecerle el cuenco. Tal vez se callara si tenía la boca llena.
—¿Quieres un poco? —le preguntó sin mirarlo a los ojos.
Tenía que averiguar si los rumores sobre una rebelión eran ciertos. ¿Sería el ejército rebelde lo bastante fuerte para derrotar a las hordas sajonas? ¿Y quién era el niño que había visto y por qué le había afectado tanto esa visión? Le gustara o no, aquel romano podía tener las respuestas sobre su futuro y su pasado.
Caminó hacia él y se detuvo a una distancia segura.
—Date prisa —lo apremió, alargando un trozo de pan hasta su boca.
Él lo aceptó y cerró los ojos como si estuviera saboreando un manjar de dioses.
—Hacía días que no probaba bocado —dijo, lamiéndose la salsa de los labios—. Tu Cearl es un buen cocinero… Díselo de mi parte.
—No es mi Cearl —espetó ella sin pensar.
Él abrió los ojos y la miró fijamente mientras tragaba. Sierra dio un paso atrás, aunque sabía que las cadenas lo sujetaban a la pared.
—¿Por qué sirves a Aeglech? —le preguntó.
Sierra miró el cuenco, incapaz de responderle. Todo el valor la había abandonado de repente.
—¿Quieres más?
—No me has respondido.
—Te he dicho que las preguntas las hago yo. Hemos acabado por ahora —se dio la vuelta.
—Tus ojos te delatan —le dijo él.
Sierra titubeó. ¿Qué podía verse en los ojos de una persona que estaba muerta por dentro?
—¿Qué quieres decir? —le preguntó sin girarse.
—Éste no es tu lugar. No creo que seas una verdugo sin corazón.
Ella se dio la vuelta bruscamente hacia él.
—No sabes nada de mi vida.
El romano la miró con ojos entornados y Sierra creyó quedarse sin aire en los pulmones. Estaba segura de que si llevaba a cabo los pensamientos que le rondaban la cabeza estaría muerta antes del alba. Alargó un brazo hacia el prisionero y le apartó el largo flequillo de la frente. Él frunció el ceño, pero no dijo nada. Sierra bajó la mirada a su boca y le acarició suavemente el rostro mientras reprimía el impulso de besarlo.
La expresión de cautela que vio en sus ojos la devolvió a la realidad y le hizo bajar la mano.
—No creas que me conoces, romano —dijo mientras se daba la vuelta.
—Los ojos nunca mienten —repuso él—. ¿Por qué no sigues los dictados de tu corazón?
Aquella pregunta la asustó y se giró bruscamente para mirarlo.
—¿Qué quieres decir?
—Viste algo cuando me tocaste, ¿verdad?
—Lo que vi no significa nada para mí.
—¿Estás segura?
El corazón le latía con fuerza en el pecho.
—Lo único que veo son imágenes.
—¿Y no sentiste nada?
—No —mintió. Quería acabar aquella conversación. Aún no estaba preparada para confiar en él.
El prisionero esbozó una media sonrisa.
—Muy bien, ¿y qué si hubiera sentido algo, romano? Las emociones son peligrosas. Pueden enturbiarte la mente y hacer que te maten.
—O darte un placer extraordinario… ¿me equivoco? —le dedicó una sonrisa que le desató una ola de calor entre las piernas.
Agarró el garfio con frustración. Le enseñaría lo equivocado que estaba y lo despiadada que podía ser.
—Te equivocas —murmuró, atrapada entre el deseo y la prudencia.
—¿En serio?
—Sí, te equivocas completamente —se puso de puntillas y acercó la boca a un suspiro de la suya.
—Mientes muy mal —susurró él.
Sierra dejó caer el garfio y le echó los brazos al cuello. El beso fue tan apasionado y salvaje que apenas podía respirar. La boca del romano la dominaba con una voracidad insaciable, prometiéndole mucho más.
Y Sierra quería mucho más. Quería sentirlo todo con aquel hombre. ¿Sería posible que hubiera encontrado a alguien en quien poder confiar? ¿Alguien con la habilidad necesaria para conseguirle la libertad?
Él la besó en los párpados y la frente, demostrándole cómo sería si fuese su amante.
—Puedo enseñarte muchas cosas —le susurró, antes de volver a besarla en los labios—. Dime lo que deseas.
Sierra abrió los ojos.
—¿Crees que se me puede comprar, romano?
—No más de lo que tú crees poder sacarme información —arqueó una ceja—. Aunque no puedo negar que disfruto mucho con este juego.
Furiosa, Sierra volvió a agarrar el garfio.
—No lo usarás conmigo —dijo él con mucha calma—. Ayúdame y yo te ayudaré a ti.
—Te equivocas —respondió ella en tono amenazante, confiando en no tener que llevar a cabo el castigo.
El sonido de unas voces, entre ellas la de Aeglech, desvió su atención hacia la puerta.
—Maldita sea —masculló el romano—. Confía en mí y haz lo que te diga. Tienes que seguir adelante con tu amenaza.
Sierra lo miró con asombro.
—¿Qué te hace pensar que no iba a hacerlo?
—El beso. Pero eso no importa. No tienes elección. No si en algo valoras tu vida o la mía.
El corazón de Sierra latía frenéticamente. No había tiempo para pensar; la cerradura estaba girando. Cerró los ojos mientras levantaba el garfio sobre la cabeza y apretó los dientes al descargar el golpe.
El grito de dolor del romano recibió a lord Aeglech cuando abrió la puerta. La expresión del rey pasó del interés a un placer perverso.
—No te detengas por mí, wealh. ¡Enséñale a este romano que no puede desafiar a mi reino!
Gotas de sangre salpicaban la carne al rojo vivo del prisionero. Sierra levantó el garfio y lo golpeó otra vez en el hombro. El romano la miró a los ojos, como si la estuviera perdonando por la crueldad que le estaba infligiendo. A Sierra se le revolvieron las tripas.
—¡No podrás conmigo! —gritó él con los ojos llenos de lágrimas.
Sierra deseó en silencio que se desmayara al descargar otro golpe sobre el pecho desnudo. El cuerpo del romano se estremeció y el cerebro de Sierra se nubló con las imágenes de cientos de prisioneros que agonizaban ante ella, suplicándole que los salvara.
Ella nunca había sentido compasión por ninguno. Pero ahora lo sentía todo.
Oyó unas palmadas tras ella y dejó caer el garfio. Quería vomitar. Ahogó un grito de rabia y contempló el fruto de su labor. El cuerpo del romano colgaba de las cadenas como un peso muerto.
—Bien hecho, wealh. Parece que has aprendido mucho de tu maestro —comentó lord Aeglech.
Sierra no podía apartar la mirada de la sangre que resbalaba por el pecho del romano. Lord Aeglech continuó con sus alabanzas sin esperar respuesta.
—Parece que mi aprendiz se ha convertido por fin en una maestra.
La bilis ascendió por la garganta de Sierra.
—¿Lo ves, romano? Hasta los celtas me obedecen. Soy invencible y acabaré con tu patético ejército —agarró al romano por el pelo y le levantó la cabeza. La sangre le manaba de las sienes. Tenía la piel llena de magulladuras y un ojo amoratado—. ¿Dónde está el campamento de los rebeldes?
El romano se soltó de su agarre, clavó en él una mirada llena de odio con su ojo bueno y escupió a sus pies.
A Sierra se le detuvo el corazón. El rey apretó el puño y el rostro se le contrajo en una mueca de ira asesina. Agarró el garfio y atacó al romano en un arrebato de furia ciega. Lo habría matado si Sierra no se hubiera interpuesto entre ellos.
—Milord, muerto no nos servirá de nada.
Lord Aeglech alternó la mirada entre ella y el prisionero. Sierra se encogió de pavor al pensar que en cualquier momento podría convertirse en el blanco de su furia.
—Muy bien, pero si no confiesa será ahorcado por la mañana como ejemplo para todos los que osen desafiar mi autoridad.
Ella asintió y se arrodilló ante él, esperando apaciguar su ira.
—Haz que hable y hablaremos de tu libertad. Si no lo consigues, tendremos que hablar de tu muerte —Aeglech arrojó el garfio al suelo y salió de la cámara.
Sierra se quedó mirando la puerta después de que la cerraran los guardias. Las últimas palabras de Aeglech seguían resonando en su cabeza.
Finalmente se dio la vuelta hacia el romano.
—Estaba equivocado —dijo él, intentando articular las palabras por encima del dolor—. A pesar de tu delicado aspecto, tienes el coraje de un guerrero…
Sierra no pudo evitar reírse. Los prisioneros la habían llamado de muchas maneras en los últimos nueve años, pero nunca habían empleado la palabra «delicada».
Agarró el cubo y el trapo. No era prudente volver a tocarlo para curarle las heridas, pero de todos modos escurrió el trapo y le mojó la cara.
—Tengo sed —dijo él. Sus ojos se encontraron y Sierra se quedó brevemente aturdida por el recuerdo del beso. Sofocó rápidamente el deseo y le llevó el agua a los labios. Una gota se derramó en el labio del romano y ella se la apartó suavemente con el dedo pulgar.
—¿Hablabas en serio cuando dijiste que nos ayudáramos mutuamente? —le preguntó en voz baja.
Él asintió.
—¿Qué necesitas de mí?
Sierra sacudió la cabeza. Aún no estaba segura de lo que había visto, pero sí sabía hasta qué punto le afectaba.
—Lo sabrás cuando llegue el momento. Por ahora tendrás que confiar en mí.
Él puso una mueca cuando apretó el paño contra la herida.
—Disculpa mi ignorancia, pero no creo que el trato sea justo.
Volvió a contraerse cuando le aplicó el paño en el pecho. El corazón le latía fuertemente bajo la palma.
—Puedo ayudarte, pero tendrás que hacer algo por mí —dijo él, en un tono tan suave y tranquilo que casi le hizo creer a Sierra que todo era posible.
—¿Qué quieres que haga?
—Dile a Aeglech lo que quiere saber. Dile dónde puede encontrar nuestro campamento. Hazle creer que me has seducido para conseguir la información.
Sierra pensó en los riesgos. Con aquella confesión Aeglech condenaría al romano a la horca. Si ella pedía acompañar al prisionero y conseguían escapar, ¿creería Aeglech que la había secuestrado? Y además, ¿podría confiar en aquel romano una vez que fueran libres y estuvieran a solas en, el bosque?
—Acércate —le susurró él, mirando la trampilla del techo.
Sierra volvió a enjuagar el trapo y siguió limpiándole las heridas. La proximidad de sus cuerpos empezaba a afectarle seriamente.
—Hay un castillo en ruinas en un valle no muy lejos de aquí. Si pudiéramos atraer a Aeglech y a sus hombres hasta allí, sería fácil tenderles una emboscada. El rey confía en ti. Escuchará lo que tengas que decirle. ¿Puedes convencerlo de que es allí donde se encuentra el campamento rebelde?
¿Un castillo en ruinas? ¿Sería el mismo que había visto al tocar a lord Aeglech?
—No podemos estar seguros de que este plan vaya a funcionar —dijo en voz baja mientras le lavaba el pecho.
—¿Qué prefieres, morir luchando por ser libre, o morir aquí como una esclava?
—¿Qué te hace pensar que Aeglech confía en mí? —lo miró brevemente a los ojos.
—Después de lo que te ha visto hacerme, parece un padre orgulloso de su hija. Te escuchará —respondió el romano con toda seguridad.
—¿Y por qué debo confiar en ti?
—Porque yo soy todo lo que tienes.
Sierra posó la vista en su pecho mientras sopesaba sus palabras. El riesgo era enorme y lo más probable era que la atraparan y mataran. Pero aunque lograra escapar, ¿qué haría entonces? ¿Adónde iría? No tenía a nadie fuera de aquella fortaleza, ni familia ni…
Lo miró con ojos entornados.
—Tengo que tocarte.
—¿Para saber si te estoy diciendo la verdad? Te juro por la vida que me queda que no te ocurrirá nada malo si nos ayudas en esto.
—¿A quién te refieres con «nos»? ¿Al puñado de rebeldes al que perteneces?
Fue el turno del romano de entornar la mirada.
—Nuestro ejército es mayor de lo que piensas. Hemos reunido a muchos clanes de toda Britania, y dentro de poco se nos unirá el general romano Ambrosio. Él y sus hombres simpatizan con los bretones.
—¿Y si no logramos llegar a tu campamento antes de que Aeglech llegue a las ruinas? ¿Qué pasará entonces?
Él la observó atentamente.
—Tenemos que conseguirlo, cueste lo que cueste.
—Es peligroso que me digas estas cosas… ¿Y si decido contárselo a Aeglech?
El romano se encogió de hombros.
—Es un riesgo que debo asumir —su expresión se suavizó—. Pero el instinto me dice que quieres salir de aquí tanto como yo.
—¿Y qué gano yo con todo esto?
—¿Aparte de tu libertad?
—Suponiendo que lo consigamos.
—Me encargaré de que llegues sana y salva al campamento y que allí tengas comida y refugio.
Sierra sostuvo el trapo entre las manos.
—Si el rey me cree, creo que accedería a concederme un pequeño favor. Podría pedirle que me permita acompañar a los guardias que te conducirán a la horca. Si logramos eliminar a los guardias y escapar, tal vez piensen que me has raptado. Y todo el mundo estará tan ocupado buscándonos que Aeglech no se dirigirá inmediatamente a las ruinas.
—Es una idea magnífica —murmuró él—. Para Aeglech sería un golpe terrible perder a su consejera espiritual.
—Salvo que a mí no me gusta la idea.
—Entonces tendremos que llegar al campamento y contarle el plan a mi hermano antes de que Aeglech se ponga en movimiento.
—Me alegra mucho que te parezca tan sencillo, romano. Pero hay algo más… Algo muy personal que necesito de ti —levantó las manos y le agarró el rostro. El corazón se le aceleró al intentar leer sus pensamientos. Buscaba la imagen del niño pequeño que había visto antes. Una imagen que le resultaba inquietantemente familiar…
No podía tratarse de Torin. Tal vez solo había visto lo que quería ver. Pero de todos modos quería volver a ver la imagen. Miró al romano fijamente a los ojos mientras movía las manos por su mandíbula.
—¿Qué necesitas? —su voz la inundó como una corriente de aguas cálidas.
Se puso de puntillas y pegó los labios a los suyos. Empezó a saborearlo lentamente, atrapándole el labio entre los dientes. Un gemido retumbó en el pecho del romano mientras buscaba la boca de Sierra y la besaba con una pasión desbordante, sin guardarse nada.
Un aluvión de imágenes inundaron la mente de Sierra cuando se liberaron las emociones del romano. Mantuvo las manos pegadas a sus sienes y aceptó el ímpetu y ardor de su boca. La imagen del niño volvió a aparecer en su cabeza, mucho más clara y brillante esa vez. Estaba agazapado en el interior de un tronco, junto a un lobo plateado que miraba fijamente a Sierra.
El niño levantó la mirada. Sus ojos eran negros como el carbón.
Sierra bajó las manos y la visión se desvaneció tan rápidamente como había aparecido. Se miró las manos temblorosas y apretó los puños.
—¿Qué has visto? —le preguntó el romano.
Ella negó con la cabeza. Un extraño sentimiento de culpa la embargaba, como hacía años que no le ocurría. Sentía un profundo remordimiento por no haber protegido a su hermano. ¿Estaría vivo o muerto? ¿Y qué relación tenía con aquel desconocido romano?
—No puedo hablar de eso ahora —dijo.
—¿Vamos a ayudarnos el uno al otro? —insistió él.
Sierra respiró profundamente. Tal vez fuera el momento de recuperar la vida que le habían arrebatado. La otra opción que le quedaba era esperar la muerte en uno de los ataques de ira de Aeglech.
—Debo ser yo quien decida el momento de escapar —dijo ella.
—De acuerdo. ¿Me facilitarás un arma?
—No —respondió rápidamente.
Hubo momento de silencio.
—¿Tu plan es liberarme antes de mi ejecución para luchar contra los guardias?
Ella asintió.
—Liberarte, sí. Luchar… tal vez. Solo si es necesario.
—¿Te das cuenta de lo peligroso que es?
—Tu única opción es la horca, romano.
—Visto así, estoy en tus manos. Y que sea lo que el destino nos depare.
—¿No tienes miedo?
Él la miró con perplejidad.
—No se puede tener miedo. El miedo es lo que nos hace débiles.
Al oír aquellas palabras, Sierra oyó también las palabras de su madre resonando en lo más profundo de su mente.
Tal vez fuera un buen augurio.
Sierra se despertó con un sobresalto y se incorporó bruscamente en la cama. Las imágenes del romano y la mujer habían invadido sus sueños, solo que en aquella ocasión era ella la que ocupaba el lugar de la mujer. Tragó saliva para aliviar la sequedad de su garganta y, aunque estaba completamente oscuro, se cubrió con las sábanas, consciente de que el romano estaba allí, encadenado a la pared.
—¿Tú tampoco puedes dormir? —se oyó su voz en la oscuridad.
—Estaba soñando —respondió, pasándose las manos por sus cortos cabellos.
—Yo sueño a veces con mi familia —dijo él serenamente.
—¿Quién era la mujer celta? —le preguntó ella—. ¿Era tu mujer?
—No. Cendra no era mi mujer. De modo que viste algo…
—Mi don no está muy desarrollado, pero me ha mantenido con vida hasta ahora. El rey confía en la clarividencia celta para conseguir sus propósitos —dudó un momento—. ¿La querías?
—No hubo tiempo para averiguarlo —repuso él.
Sierra se levantó y caminó hacia él.
—¿Solo disfrutabas acostándose con ella?
—¿Que si disfrutaba? Sí, claro que sí —su voz adquirió un tono triste—. Pero tenía otras muchas cualidades que también me gustaban. Cosas que me hubiera gustado descubrir… ¿Por qué lo preguntas?
Sierra alargó la mano y le tocó el pecho. Interpretó el silencio del romano como una muestra de aprobación y se acercó para extender las palmas sobre sus firmes nalgas. Apretó con fuerza y sonrió al oír su gemido. Entonces llevó una mano entre sus cuerpos y encontró su rígido miembro. Empezó a acariciarlo con delicadeza mientras le besaba las heridas.
—Ya te he dado la información que buscabas —dijo él.
—¿Sentiste placer con esa mujer? ¿Con Cendra? —le preguntó Sierra, tocándose con una mano mientras lo acariciaba con la otra.
—¿Qué estás haciendo? —la voz del romano estaba cargada de excitación.
—Quiero darte placer —susurró ella. Le bajó los pantalones y le agarró el miembro para acariciarle la punta con el dedo—. Me gusta el sexo, romano. Me ayuda a olvidar.
Él ahogó un gemido cuando ella se lo metió en la boca.
—¿Para esto te usa Aeglech? ¿Me seduces para conseguir información?
Ella se echó bruscamente hacia atrás.
—Contigo no era necesario, romano —se levantó y se puso a buscar su camisón. Las palabras del prisionero habían hecho mella en su orgullo, algo que nunca antes le había pasado.
—Espera. No quería ofenderte.
Sierra se echó a reír.
—No lo has hecho, te lo aseguro.
—¿Y él te da placer?
—Nunca me he entregado a él —declaró. No le gustaban aquellas preguntas. Hacían que pareciese una fulana cualquiera.
—Me alegra saberlo.
—¿Y eso por qué?
—Porque creo que eres una mujer extraordinaria y que estás aquí en contra de tu voluntad. Si me lo permites, yo puedo ayudarte.
Sierra se olvidó del camisón y alargó la mano a oscuras para acariciarle la cara y el pecho, con cuidado de las heridas.
—No quería usar el garfio —le dio un beso sobre el corazón, que latía con fuerza. Sintió el roce de su verga en el muslo y empezó a excitarse. Le tocó los labios, ansiando el sabor de su boca—. No quiero volver a hacerte daño —le agarró el rostro y lo besó con celo visceral—. Te deseo… —nunca había sentido una satisfacción semejante en un solo beso.
—Pon tus brazos alrededor de mi cuello —le susurró él.
—¿Y tus heridas?
—Tú haces que me olvide del dolor.
Sierra le pasó los dedos por los labios.
—Tú me haces sentir lo mismo —lo sujetó por el hombro y se colocó sobre él para que la penetrara con facilidad—. ¿Te duele? —le preguntó mientras sus cuerpos empezaban a moverse al mismo ritmo.
—Me gusta —respondió él entre jadeos.
Perdida en la íntima danza de sus cuerpos, Sierra sintió algo que nunca había experimentado con otros hombres. Tal vez fuera producto de su imaginación, o quizá fuera el deseo lo que le hacía creérselo. Fuese lo que fuese, era una sensación tan intensa que la acuciaba a descubrir todos los secretos de aquel hombre.
Se movió, pegada a él, con las manos entrelazadas alrededor de su cuello, los pechos aplastados contra su torso y sus caderas meciéndose a un ritmo lento y constante. Él apoyó la frente en su hombro y la calentó con su aliento mientras le prodigaba un reguero de besos en la piel desnuda. De repente levantó la cabeza y capturó su boca al tiempo que empujaba dentro de ella. Los jadeos de ambos se fundieron en un largo y prolongado gemido que anunciaba el éxtasis inminente. Sierra quería que él sintiera lo mismo que con la mujer celta. Quería creer que su vida podía ser diferente, que podía tener un futuro. El cuerpo del romano se estremeció con los espasmos del orgasmo y ahogó un grito de liberación en la boca de Sierra. Ella pegó la cara a su pecho y se abandonó a la oleada de placer que la abnegaba por entero.
Y entonces él se detuvo.
La realidad la golpeó con una fuerza aturdidora. ¿Cómo podía creer que un hombre como él viese en ella a la mujer celta de la que obviamente estaba enamorado? Se apartó de él y le subió los pantalones.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó él.
—¿Y eso qué importa? —dijo ella mientras se ponía el camisón. Aquel hombre no tenía por qué fingir que tenía un interés personal en ella. Ya había decidido que lo ayudaría. El resto no tenía importancia.
—Claro que importa, si vamos a hacer esto juntos.
Sierra lo pensó un momento.
—Me llamó Sierra.
Él guardó un breve silencio antes de volver a hablar.
—Sierra… Es un nombre precioso.
—Y te sugiero que lo olvides por ahora, porque si lo pronuncias en un descuido nuestro trato se habrá acabado. De hecho, lo mejor será que no te dirijas a mí de ninguna manera que insinúe familiaridad. Trátame como si fuera tu carcelera y nada más. Será más seguro para ambos.
—¿Por qué Balrogan te llama Ratón?
Sierra volvió a acostarse en la cama.
—Me puso ese nombre hace mucho. Podría haberme puesto cualquier otro, como Perra o Yegua.
Ninguno de los dos volvió a hablar, pero Sierra permaneció despierta durante horas. Pensaba en lo que había pasado y en cómo su vida estaba a punto de cambiar. En el fondo de su corazón sabía que el romano haría todo lo posible por cumplir su palabra. Lo único que tenía que hacer ella era convencer a lord Aeglech de su plan.
Hizo acopio de coraje y caminó de puntillas hasta la puerta para llamar suavemente.
—Tengo que ver a lord Aeglech —le dijo al guardia apostado en el corredor.
La puerta se abrió y Sierra le lanzó una última mirada al romano durmiente antes de salir. Ojalá el rey creyera que le decía la verdad.
Encontró al rey sentado a solas en el gran salón. Tenía una pierna sobre el brazo del trono y una copa en la mano. Sierra sabía que solía beber para olvidarse de sus problemas, y que en los últimos días lo hacía con una frecuencia aún mayor.
—¿Me traes información? —le preguntó Aeglech al verla entrar. Tomó un trago de la copa sin importarle que el vino se derramara sobre su pecho desnudo.
Sierra se arrodilló ante él.
—Sí, milord.
El rey se levantó y concentró toda su atención en ella. Sierra vaciló. Lo que estaba a punto de hacer desencadenaría una serie de consecuencias que no podrían detenerse.
—¡Habla! —gritó Aeglech—. ¿Te ha revelado dónde se encuentra el campamento rebelde?
—Ha mencionado un castillo en ruinas no lejos de aquí, en un valle al pie de las montañas.
—¿Un castillo en ruinas? —repitió él con el ceño fruncido—. ¿Estás segura?
—Sí, milord.
—¿No fue eso lo que me contaste de tu visión?
—Sí, milord —seguía sin saber lo que significaba aquella visión, pero no tenía duda de que era el mismo castillo.
Él asintió.
—Buen trabajo —se recostó en el trono, aparentemente satisfecho. Justo lo que Sierra había esperado—. ¿Dónde está Balrogan? Quiero decirle que hoy habrá otro ahorcamiento.
—No lo sé, milord. Hablé con él anoche, y desde entonces no lo he vuelto a ver —temía que Balrogan estuviera con su amante, y peor aún, que Aeglech lo descubriera—. ¿Quieres que vaya a buscarlo, milord?
Aeglech negó con la cabeza.
—No, ya hablaré con él más tarde —la miró a los ojos—. Tu habilidad con el garfio me dejó impresionado. ¿Bastó con eso para obtener la información que necesitábamos?
Sierra sabía a lo que se refería, pero era mejor ocultarle la verdad.
—Fue el temor que le infundió tu visita, milord. Ni Balrogan ni yo seríamos capaces de conseguir lo mismo.
El rey la observó atentamente.
—Te prometí una recompensa. ¿Qué quieres? ¿Más vestidos? ¿Más muebles?
—Me gustaría escoltar al romano a la horca, milord.
La risa de Aeglech resonó en las paredes del gran salón.
—Que así sea, wealh. ¿Algo más?
Sierra tragó saliva y negó con la cabeza.
—Eres muy generoso, milord. Es mucho más de lo que merezco.
—Tu lealtad lo merece. Me gusta pensar que mis hijas habrían sido como tú… si hubiera llegado a conocerlas. Vuelve a la cama. Mañana te espera un día muy largo.
Sierra regresó corriendo a su cámara y se acurrucó bajo las mantas. Aeglech no sabía hasta qué punto eran ciertas sus palabras. Levantó la vista hacia la luna, enmarcada en el ventanuco. Estaba a punto de confiarle su vida a otra persona, algo que no había hecho desde que era niña.