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La lluvia, combinada con una cálida y desanimante neblina, hacían el lugar más desolado de lo que recordaba. Descubrió un grupo de árboles frutales cerca del final de su trayecto y, haciendo flotar el deslizador, liberó las ramas superiores de los suculentos y maduros globos amarillos. En consecuencia, se sintió menos débil cuando hizo aterrizar el aparato en el cuadrado del antiguo campamento secundario.
Y se veía realmente antiguo. El domo original, que podía albergar cómodamente a dos personas, había desaparecido, pero el espacio que había ocupado era un óvalo totalmente desprovisto de vegetación en el centro de un octógono de largos edificios de piedra. Pequeñas plantas crecían ahora en las cavidades, donde se había ido amulando el polvo arrastrado por el viento. Los edificios estaban tan bien construidos que Varian se preguntó por qué se habrían mudado los amotinados. Por supuesto, en aquellos momentos la lluvia mantenía alejados a los insectos, pero debía haber una soberbia vista de las llanuras circundantes, aunque no era de suponer que los equipos pesados gozaran de aquellas cosas precisamente. La mayor parte de los oteros visibles desde allí estaban coronados de árboles, muy llenos de lianas; pero la zona adyacente al octógono había sido limpiada varios metros por todos lados y cubierta con cemento que, por supuesto, estaba cuarteándose allá donde las tenaces enredaderas reclamaban sus antiguos dominios. Más allá de esta superficie la vegetación crecía lujuriante, pero los edificios —no podía llamarlos casas u hogares, debido a su ominoso aspecto— reclamaron su atención primero.
Al acercarse al más próximo, Varian vio que las ventanas aún no se habían opacado, pese a lo cual apenas pudo ver nada a través del grueso e irregular cristal cuando frotó la suciedad. Sus ojos se acostumbraron poco a poco a la oscuridad del interior, y a través del vidrio pudo ver que el edificio había sido despojado de todo excepto unas estanterías de piedra instaladas en las esquinas de cada habitación.
La única puerta estaba hecha de recios paneles de madera, revestidos de alguna sustancia lustrosa que evidentemente la protegía contra la depredación de los insectos de Ireta. Encima de la manija de la cerrada puerta había cuatro cilindros metálicos codificados de alguna forma, porque la manija no cedió a su contacto pese a que los cilindros giraban libremente bajo su pulgar. Un rápido examen de los otros siete edificios le mostró que eran idénticos: tenían cuatro habitaciones, dos a cada lado de un vestíbulo de entrada. Las ventanas eran demasiado estrechas para que por ellas pudiera entrar o salir alguien que no fuera un niño.
Teniendo unas moradas tan sólidamente construidas, ¿por qué se habrían marchado?
Había gran cantidad de espacio en la parte superior del farallón. Avanzó más allá del octógono y vio otros edificios, dos de ellos con chimeneas muy ennegrecidas aún después de décadas de constantes lluvias. Uno de ellos mostró ser una forja, y unas señales en el cemento tras de ella indicaban que todas las demás instalaciones habían sido retiradas, lo mismo que la achaparrada forma del horno.
¿Qué energía debieron utilizar para la forja? ¿Agua? ¿Aquí arriba? No, pero el viento no faltaba, precisamente. Se había acostumbrado de tal modo al constante azotar de las casi incesantes brisas en el transcurso de cada día iretano —que soplaban desde lo moderado a auténticas ventoleras— que casi había olvidado la más obvia y sencilla fuente de energía.
Paskutti no había estado bravuconeando cuando había dicho que él y los suyos podrían sobrevivir perfectamente en Ireta. Si había que creer a Aygar —y la barbada punta de su lanza mostraba una innegable prueba de habilidad con el metal—, no necesitaban a los Planetas Sentientes Federados. Quizá no a los PSF, pensó Varian, pateando el lodo, pero sí necesitaban una base genética más amplia…, o su comunidad correría el peligro de una peligrosa endogamia que podía borrar todo lo que habían conseguido.
Pero debía reservar sus simpatías hacia su propio problema —el restablecimiento de Kai—, y no era de ninguna ayuda perder el tiempo en el melancólico farallón. Sin embargo, no podía resistir el impulso de mirar al interior de los edificios situados aparte de las viviendas: podían proporcionarles alguna información sobre la calidad de vida que los amotinados habían establecido para sí mismos. Con el trabajo del metal, la fabricación del vidrio, la energía eólica, la cerámica, habían conseguido un apreciable estándar básico.
Un edificio largo, ladera abajo y más cerca de la lujuriante vegetación, atrajo su interés, puesto que estaba apartado de los emplazamientos industriales. La puerta estaba situada frente a la maleza y Varian se detuvo, desconcertada. Pese a la salvaje profusión de la densa vegetación circundante, algo en aquella zona le llamó la atención por su cualidad extraña. Luego se dio cuenta de que los árboles frutales estaban situados a intervalos regulares, y cada hilera comprendía tipos diferentes. Se acercó más, y vio los postes metálicos que sujetaban otra forma de enredadera de la que colgaban gruesos racimos: una serie de arbustos espinosos mostraban bayas rojas, luego otra hilera de árboles y, más allá de los árboles, contra un ligero muro de contención, había plantas más pequeñas —con enredaderas silvestres ahogándolas— y, en el muro, metido en una especie de nichos como a propósito, un curioso moho púrpura de aspecto plumoso.
El púrpura no era su color preferido para el moho, pensó Varian, aunque tuvo que admitir que estaba contemplando un huerto descuidado desde hacía tiempo. Entonces se volvió hacia la larga edificación, y observó lo que no había visto al principio: no tenía ventanas. ¿Un almacén para los productos del huerto? Sí, porque ahora que estaba más cerca pudo ver los tallados paneles de madera de la puerta.
Enredaderas, árboles y plantas estaban tan cuidadosamente esculpidos en aquella puerta que incluso alguien sin apenas conocimientos botánicos podría identificar los especímenes una vez memorizadas las tallas.
¿Qué había dicho Aygar? Que habían aprendido hacía mucho tiempo a equilibrar su dieta. Varian reconoció la hierba rica en caroteno del valle de la hendidura, que los giffs y el Tiranosaurio rex necesitaban. Volviéndose constantemente para comprobar con las tallas de la puerta, Varian halló cada una de las plantas creciendo en hileras en el descuidado huerto. Divisti, el botánico de la expedición, debía ser el responsable de aquel catálogo de la flora comestible de Ireta.
Varian se abrió camino por entre la maleza, recogiendo las frutas que reconoció, hasta que alcanzó la enredadera con las vainas. Una de ellas se abrió, madura, a su contacto, poniendo al descubierto grandes habas de un color verde pálido. Las habas poseían un penetrante olor característico. Mordió una, tomando la porción más pequeña posible y paseándola por su boca, preparada para escupirla al menor sabor desagradable. El sabor era harinoso y la pulpa crujiente, pero tan satisfactorio que se comió alegremente todo el contenido de la vaina. Siguió comiendo mientras recolectaba más vainas, tantas como sus brazos pudieron contener. Luego regresó al deslizador, depositando su cosecha. Había empezado a andar ya de nuevo hacia el huerto cuando lanzó una exclamación exasperada. Subió al deslizador y lo condujo hasta el mismo huerto.
Mientras seguía cosechando, tuvo buen cuidado de tomar muestras de cada hilera del huerto de Divisti, incluidas las hojas o penachos de las distintas plantas del muro. Se preguntó si Divisti habría pensado alguna vez que su huerto podía servir algún día a aquellas mismas personas a las que el botánico había intentado matar en una ocasión. Al pie del huerto, retenidas por estacas colocadas muy juntas, Varian llegó finalmente a una pequeña elevación llena de plantas que exhibían las gruesas hojas que los giffs habían traído para las heridas de Kai.
—Así que los chupadores también se ensañaron con vosotros, ¿eh? —Varian se sintió sutilmente complacida de que un habitante de aquel planeta hubiera causado a los equipos pesados más dolor que placer.
Cuando el deslizador estuvo tan lleno como fue posible, comprobó una vez más que tenía una muestra de cada variedad de las talladas en la puerta del almacén. Excitada por los inesperados dividendos de su excursión, partió en línea recta hacia el acantilado de los giffs, directamente al sur, ganando velocidad gracias a un fuerte viento de cola.
No llevaba más de cinco minutos en el aire, y se sintió sorprendida de ver la reconocible figura de Aygar trotando por un sinuoso barranco. Inmediatamente se le ocurrieron dos pensamientos, y desvió el deslizador para ir tras él.
—Aygar, tengo que hablar contigo —dijo, y divisando una explanada más allá de él, inmovilizó el aparato, aguardando hasta que el hombre llegó a su altura antes de descender—. He estado intentando encontrarte. Base se ha comunicado conmigo. Uno de los miembros de nuestro grupo ha sido atacado por unas… unas cosas…
—¿Que chupan la sangre? —preguntó él rápidamente.
—¿Las conoces?
—Nosotros las llamamos flecos.
—¿Flecos? —Varian disimuló su sorpresa mediante una comprensible curiosidad. Seguramente aquellas formas de vida acuáticas que Terilla había denominado «flecos» no eran anfibias. Se estremeció con revulsión.
—Aparecen en una gran multitud de tamaños —prosiguió Aygar—; son buscadores de calor, y se agarran a su presa, preferiblemente echándose encima de ella, o de otro modo rodeándola entre sus dos mitades…
—¿Sus qué?
—No sé cuál será tu entrenamiento, Rianav, pero seguramente habrás visto extrañas formas de vida antes de Ireta. —Aygar se arrodilló, tomando uno de sus cuchillos para dibujar un fleco en el suelo—. Se mueven colapsando los paralelogramos laterales: poseen dos dedos aquí y aquí, y pueden utilizarlos para envolver sujetando firmemente a su víctima, si está viva. Si no, se acomodan sobre ella, ¡y comen! —Se alzó de hombros con indiferencia—. Normalmente uno puede olerlos llegar, pero por supuesto vosotros no lleváis aquí el tiempo suficiente para saberlo, ¿verdad?
—Dos días —se descubrió respondiendo Varian, más casualmente de lo que sentía realmente, porque de nuevo se había sentido presa de aquella curiosa reticencia: una reticencia que evidentemente no brotaba de la Disciplina—. Pero, si conoces esos flecos, sabrás también cómo tratar sus heridas.
—¿La víctima aún está viva? —Aygar demostró una cierta sorpresa.
—Sí, pero inconsciente y delirante, sangrando profusamente de las peores de… las heridas punzantes.
—Creí que los equipos de exploración estaban equipados con cinturones para protegerles de…
—Desconozco si su cinturón estaba activado o no —dijo severamente Varian, con un tono que implicaba que tenía intención de descubrir si había sido olvidada una precaución tan básica como aquélla.
—Si no muere en las primeras horas, entonces las punzadas no han alcanzado ninguna parte vital y sobrevivirá. Si estáis cerca del campamento original, buscad una planta achaparrada de grueso tronco con hojas así: recias y que parecen cubiertas de un suave vello. —Dibujó hábilmente en el suelo la hoja que los giffs les habían proporcionado—. Recoged las más gruesas, aplastadlas directamente sobre las punzadas y repetid el tratamiento hasta que las heridas se cierren.
—Me han dicho que tiene una fiebre muy alta…
—Usaríais un antipirético, por supuesto. Cuando eso no redujo la fiebre, uno de los miembros originales de nuestro grupo usó un moho púrpura parasitario que normalmente crece en el lado norte de los ciruelos verdes o los melones de jugo amarillo. Tendría que haber algo de él cerca de aquí. Hervid el moho, dejadlo en infusión, y hacédselo beber al hombre. Sabe horrible, pero reducirá la fiebre.
Aygar se levantó, cambió el peso de la carne de un hombro a otro y echó a andar, siguiendo su camino.
Fin de la entrevista, murmuró Varian para sí misma. Se sentía tan aliviada por la información que no le reprochó su seca partida o su falta de auténtica sorpresa al verla de nuevo tan pronto aquel mismo día.
Trepó de nuevo la vertiente del barranco y volvió a la seguridad del deslizador tan rápido como si un fleco la estuviera acechando en busca del calor de su sangre.
¡Eran los flecos de Terilla! La misma forma de vida acuática que los giffs procuraban evitar cuando la atrapaban en sus redes de hierbas. Y si el animal era básicamente anfibio, no era extraño que hubiera perdurado mucho tiempo después de que las demás formas acuáticas hubieran muerto. Pero aquél había sido un animal pequeño como un pañuelo, y casi transparente. Sin embargo, Varian recordaba muy vívidamente la voracidad con la que los flecos marinos habían saltado tras el reflejo del deslizador en el agua. Contempló un momento su mano, como si pudiera imaginar lo que aquel mismo fleco podía hacer, envolviéndola y convirtiéndose en un guante chupador…
Agitó la cabeza: estaba sufriendo la enervación y la depresión del estado post-Disciplina. Tomó una nueva vaina y masticó lentamente las habas de su interior: eran incluso más satisfactorias que la dulce fruta.
Moho púrpura, ¿eh? El mismo que crecía en la pared de Divisti, sin duda. Se preguntó si habría cogido el suficiente… pero, al menos, sabía dónde ir a buscar más.
El viaje había sido excepcionalmente provechoso, aunque uno de sus descubrimientos no le gustaba en absoluto: cuarenta y tres años eran mucho tiempo para que la ARCT-10 siguiera sin aparecer. Y no el suficiente para que una pequeña criatura marina evolucionara hacia algo lo suficientemente grande como para atacar a un hombre. Por supuesto, era posible que existieran en Ireta especies más grandes cuando la expedición aterrizó por primera vez; apenas habían explorado la zona de la placa continental antes del motín.
Varian se estremeció de nuevo, recordándose a sí misma que una de las razones de su revulsión hacia los flecos debía proceder en parte de su experiencia con los galornis, chupadores de sangre también… amistosos de día, mortíferos de noche.
La lluvia cesó y las omnipresentes brumas se aclararon cuando el sol poniente lanzó una última mirada al mundo que había engendrado. Los giffs estaban detrás y por encima de ella, con sus dorados cuerpos resplandeciendo gloriosamente contra la luz del ocaso occidental. No había reparado en ellos cuando estuvo en el farallón del campamento, ni cuando había interceptado a Aygar. Sin embargo, tuvo la sensación de que la habían seguido discretamente durante todo el viaje, sin perderla ni un momento de vista.
Dioses, estaba cansada. Si podía mantener su atención unos momentos más, y la luz duraba lo suficiente como para aterrizar dentro de la cueva…
Otros giffs trazaron círculos desde sus ventajosos puestos de observación para escoltarla los últimos kilómetros, y ella se sintió emocionada por la cortesía, si es que era eso. ¿Se habrían sentido los giffs preocupados, como sin duda se habría sentido Lunzie, por su larga ausencia de todo el día?
Hizo un buen aterrizaje, teniendo en cuenta que estaba apuntando su deslizador hacia un agujero oscuro en medio de la pared del acantilado, débilmente iluminado a la izquierda por una pequeña fogata. Posó el deslizador en el extremo de la derecha, rebotando una sola vez cuando juzgó mal el irregular suelo de piedra.
—¿Mejora Kai? —preguntó al abrir la cabina.
—Sí, pero nos hemos quedado nuevamente sin hojas —dijo Lunzie, alzándose de su posición al lado de la encogida figura de Kai.
—Traigo más, y también comida. Y un montón de cosas que contarte.
—¿Algo de equipo?
—No, pero tengo un específico para esa fiebre. —Varian tomó el musgo púrpura del montón de comida del deslizador, y se lo ofreció a la doctora, que lo aceptó escépticamente.
—¿Esto? —Lunzie lo olió—. ¿Cómo lo sabes?
—Fue altamente recomendado por un residente local. —Varian sonrió débilmente ante la reacción de Lunzie—. Sí, me encontré con uno de ellos. Oh, todo está bien; me presenté como un miembro de un equipo de rescate. Es el nieto de Bakkun. —Le ofreció la información con una amplia sonrisa, como si fuera el mejor chiste de la galaxia.
Lunzie palpó el musgo durante unos breves segundos más antes de buscar con su mirada el rostro de Varian.
—¡El nieto!
—Sí. Hemos dormido cuarenta y tres años.
—Bueno, no es mucho más de lo que yo había estimado —dijo Lunzie, y Varian se sintió desalentada por la calma aceptación de la doctora—. ¿Qué otras cosas tienes aquí? —Lunzie observó los obscuros montones en el deslizador.
—Todo comestible, y esas vainas tienen habas en su interior que saben mejor que la fruta. ¿Cómo está Kai, exactamente? ¿Todavía no ha recuperado el conocimiento? —preguntó, saliendo del deslizador e intentando mantener el paso firme mientras cruzaba la cueva en dirección al cuerpo del hombre, tendido boca arriba. Casi se derrumbó a su lado.
—No, pero la fiebre ha bajado un poco. Quédate quieta un momento. —Antes de que Varian se diera cuenta de lo que estaba haciendo la otra, sintió el helado cosquilleo de un spray en su brazo.
—No deberías malgastarlo. Tenemos tantas cosas…
—No es ningún malgasto —estaba diciendo Lunzie, y su voz se alejaba a medida que la consciencia abandonaba a Varian—. No puedes verte a ti misma, pero estás más blanca que el yeso. ¿Has estado utilizando la Disciplina todo el día?